LA SANTÍSIMA TRINIDAD: FUENTE DE LA VIDA RELIGIOSA. La vocación a la vida consagrada es una “iniciativa enteramente del Padre” (cfr. Vita Consecrata, Nº 17), es un don enteramente gratuito de Dios. Dios se hace presente en la vida de una persona de una forma especial, de una forma distinta. Esta presencia de Dios en el interior de la persona se vive como un acontecimiento íntimo, profundo, extraordinario. Esta presencia de Dios se siente como una intensa luz que ilumina todo desde dentro, ilumina la vida y el decir y el hacer de la persona. Y cuando una persona percibe esta luz de Dios iluminando todo su interior, experimenta un deseo profundo de que nada de cuanto es y cuanto siente permanece fuera de esta luz, porque sabe que el que “sigue al Señor nunca caminará en la oscuridad sino que tendrá la luz de la vida” (cfr. Jn. 8,12). Cuando la persona llamada por Dios descubre esa iluminación interior, todo lo demás queda relativizado, y percibe que esto merece la pena ser vivido y ser sentido. Merece la pena porque todos sus huecos quedan inundados de esta luz de Dios, porque está convencido de cuál es el sentido de su vida, porque está convencido que su plenitud total nace de esta llamada de Dios. Cuando la persona consagrada a Dios por Dios es capaz, iluminada por Dios, de percibir el inmenso tesoro que es Dios, no tiene, por menos, que vender todo lo que tiene y comprar el campo donde está enterrado este inmenso tesoro. Ser consciente de este don enteramente gratuito por parte de Dios es ser capaz de ponerse en la manos de Dios, ser capaz de dejarse guiar por la luz y aceptar, humildemente, su voluntad; volcando toda su existencia en El, vaciándose en El. Dios, Padre misericordioso, llena todos los rincones de nuestro corazón y, ciertamente, no necesitamos nada más para alcanzar nuestra plena realización. La persona consagrada a Dios, llamada gratuitamente por Dios, no tiene derecho a dejar que la penumbra de las cosas gane terreno a la luz de Dios. ¡Que tremenda responsabilidad! ¿Rechazamos el regalo de Dios? ¿Lo dejamos que se extinga? ¿El peso de los desengaños puede asfixiar la fuerza de la luz? Es necesario, urgente, que nosotros, las personas consagradas a Dios, los que hemos recibido este don gratuito de Dios, Padre misericordioso, sintamos reverdecer con fuerza la grandeza y la gracia de sentirnos llamados por Dios. Es necesario que sepamos que en la vida “todo pasa y solo Dios permanece”. Es necesario que suene con fuerza “el despertador” de la esperanza. Esperanza para nosotros mismos, para que podamos proclamar y gritar y vocear que vivir plenamente al amparo de Dios, no nos ha hecho personas tristes ni resignadas, sino que somos capaces de “quemar todas las naves” y ponernos en total disponibilidad delante del Señor, aprendiendo de nuestra Madre, la Virgen María, a escuchar: primero, lo que Dios quiere de nosotros, y luego, responder como ella:”Aquí está la esclava del Señor”. Pero Señor, ¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo podemos ser fieles testigos tuyos en un mundo como el nuestro? ¿Quién puede ser nuestro guía? ¿De quién nos podemos fiar? ¿Quién puede ser nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida? Solo la mirada llena de misericordia de Cristo, el Señor, puede ser nuestra guía más perfecta. Mirar a los demás como el Señor nos mira a nosotros. Sentir hacia los demás, lo mismo que el Señor, Jesús, sentía hacia ellos. Cuando las personas llamadas por Dios a la vida consagrada somos capaces de identificarnos totalmente con Jesús, el Señor, entonces, empezamos a dejar todo lo demás. seguir las huellas del Señor, abriendo caminos de vida en medio de la oscuridad, que envuelve al hombre cuando se ha alejado de Dios, es todo un programa para ser felices, para sentirnos plenos de Dios. Los consejos evangélicos fluyen por si mismos cuando se ha aceptado incondicionalmente la voluntad de Dios, siguiendo los pasos de Jesús, el Señor. Ellos son la expresión notable de una entrega sin medida a un Dios cuya misericordia es inmensamente desmedida. Pero no podemos, solos, permanecer siempre y totalmente vinculados a la voluntad de Dios, “porque el espíritu esta pronto, pero la carne es débil”. Y Dios, Padre misericordioso, sabiendo de nuestra debilidad y fragilidad, nos da su fuerza, su aliento, su Espíritu. El Espíritu Santo nos mantiene siempre dóciles a esta voluntad de Dios, Padre, siguiendo los pasos de Jesús, el Señor. El Espíritu Santo nos guía hacia la madurez más plena, que es la madurez nacida al cobijo de la luz de Dios, apagando otras luces que distorsionan y disfrazan la realidad. El Espíritu Santo nos da la valentía necesaria para poner en marcha el carisma, el don, recibido de Dios, Padre. Y este don de Dios “adquiere formas diversas de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo” (cfr. Vita Consecrata, Nº 19). La Iglesia de Dios aparece adornada por todas las diversas formas que adopta la vida consagrada. Cuanto más fieles seamos a nuestro carisma particular, más fieles hijos de la Iglesia de Dios debemos ser, porque la Iglesia es el Pueblo de Dios, el Sacramento Universal de Salvación para todos los hombres. Y que los hombres de nuestro tiempo entiendan y vivan así la Iglesia de Dios, depende, en cierta medida, de nosotros, las personas llamadas por Dios a la vida consagrada, porque el primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas consagradas” (Vita Consecrata, Nº 20). Fr. Benito Medina, O.P.