CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. MELIBEA.- ¿En qué, Calisto? CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mi inmérito tanta merced que verte alcanzase, y, en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora contemplándote. MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto? CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad. MELIBEA.- Pues aún más igual galardón te daré yo, si perseveras. CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído! MELIBEA.- Mas desventuradas de que me acabes de oír. Porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento. Y el intento de tus palabras ha sido como de ingenio de tal hombre como tú. ¡Vete, vete de ahí, torpe! VIII Decidme: la hermosura, la gentil frescura y tez de la cara, el color y la blancura, cuando viene la vejez, ¿cuál se para? Las mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud, todo se torna graveza cuando llega al arrabal de senectud. En Sevilla a un sevillano siete hijas le dio Dios, todas siete fueron hembras y ninguna fue varón. —Convídala tú, hijo mío, a los ríos a nadar, que si ella fuese hembra no se querrá desnudar. A la más chiquita de ellas le llevó la inclinación de ir a servir a la guerra vestidita de varón. Toditos los caballeros se empiezan a desnudar, y el caballero Don Marcos se ha retirado a llorar. Al montar en el caballo la espada se le cayó; por decir, maldita sea, dijo: maldita sea yo. Por qué llora Vd. Don Marcos por qué debo de llorar, por un falso testimonio que me quieren levantar. El Rey que la estaba oyendo, de amores se cautivó, —Madre los ojos de Marcos son de hembra, no de varón. No llores alma querida no llores mi corazón, que eso que tú tanto sientes, eso lo deseo yo.