Señora Anna Maccagno, decana de la Facultad de Arte. Estimados colegas, estimados estudiantes, amigos que hoy nos visitan. De entre las variadas celebraciones que se suceden a lo largo de nuestro año académico, algunas representan para nosotros momentos especiales en los cuales revivimos antiguas emociones y nos trasladamos así a escenarios y tiempos ya vividos. Sin embargo, en cada uno de esos momentos por debajo de sus semejanzas hay siempre giros sutiles que los hacen singulares e irrepetibles. Así ocurre todos los años al dar comienzo a las exposiciones de los alumnos de la Facultad de Arte. En estas ocasiones observamos el proceso de formación de los jóvenes artistas y comprobamos los pasos seguros dados en la forja de su oficio, pero al mismo tiempo asistimos a una fiesta de la afirmación del temple artístico individual al ver en las obras aquí expuestas la búsqueda y consolidación de estilos propios. Nos hacemos así testigos privilegiados de este fenómeno por el cual, la frescura y lozanía de quien se siente llamado a la creación artística, encuentra su cobijo más propicio en esta añeja tradición que hace seis décadas el recordado maestro Adolfo Winternitz enraizara en nuestras tierras. No es concebible el amor al arte si con él si no va aparejado el amor hacia la libertad, y quien ama la libertad no puede, a su turno, evitar ser un homo viator, un viajero que continuamente quiebra horizontes y que lo hace no por capricho e inconstancia sino por su ansia de hallar un lugar desde el cual desplegar sin trabas la plenitud de su genio. Hace sesenta años Adolfo Winternitz hubo de alejarse de su país natal en las más obscuras circunstancias de la historia europea, especialmente ominosas para los espíritus inconformes que buscaban a través de la exploración de la belleza cambiar el mundo para así, en palabras de Van Gogh, cambiar la vida. Pronto halló su casa entre nosotros y la Universidad Católica tuvo en él al maestro que con paciencia y bondad más, asimismo, con rigor y energía incentivaría a jóvenes que dieran forma y sentido a esos rasgos personales, intransferibles, que los hacían creadores auténticos y no meros copistas. Son numerosos los discípulos del maestro Winternitz que se encuentran hoy entre los más originales artistas peruanos y muchos de ellos continúan en esta Facultad cumpliendo la tarea de formar nuevas generaciones. Son ellos los que hoy permiten que estudiantes de estas aulas, sin aún haber gozado de la experiencia de haber conocido al maestro, puedan también llamarse sus legítimos seguidores. Y este fenómeno, que no es modo alguno raro en la vida universitaria lo es aún menos en los quehaceres de las artes. En efecto, el acto diría maravilloso de la creación estética enfatiza ese rasgo inherente al pensamiento que discurre en la libertad: la posibilidad de localizarse en ese lugar que no tiene coordenadas, en donde no hay aún ni lejanías ni cercanías y partir del cual el espacio se inaugura, situándose además en la dimensión pura del instante, en el cual el pasado y el presente se difumina para dejar paso a ese punto en el cual coinciden lo fugaz y lo eterno. Vivimos, y todos lo sabemos bien, un mundo que privilegia el individualismo, el hedonismo y el éxito inmediato y que sólo parece valorar la riqueza material. Dentro de él, podría alguien sospechar que el arte es un lenguaje hermético y elitista. Un trabajo inútil que en nada contribuye a la producción de riqueza, incluso gentes de buenas consciencias podrían interrogarse si ante la miseria material que sufre nuestro país no constituye el arte un goce evasivo que da las espaldas a una realidad dolorosa. ¿Por qué entonces reunirnos aquí para celebrar? Estos cuestionamientos no son en modo alguno originales y delatan una pobre perspectiva de la vivencia humana y que la reduce a las funciones más elementales. Sin duda, el arte corre siempre el riesgo de hacer concesiones a la frivolidad, a la exclamación estéril, a la fruición más superflua, y hacerse así cómplice de su propio perecer. Sin embargo, rectamente asumido, él es la negación más rotunda del afán por reducir al hombre a mero productor y simple tributario de una maquinaria social. Lejos está de cohonestar los intentos por arrancarle su más noble dimensión espiritual, que es la de ser poseedor de una palabra creadora. Por ello, el arte es mucho más que un eco reproductor de la naturaleza. Si verdaderamente ilumina nuestras existencias, es porque a través de su obra, como señala Martin Heidegger, la verdad que es desocultamiento, aletheia, dirían los griegos, adviene. Por ello, cuando la belleza visita nuestra consciencia, lo hace de la mano de la sabiduría, y este es el modo en que cobramos conocimiento de nuestro lugar en el mundo. Difícilmente podemos pues pensar en la creación que anima eso que llamamos obra de arte, como un valor desligado de nuestras preocupaciones más íntimas e incluso de nuestras vivencias cotidianas y por eso mismo no hay modo de concebir el gozo artístico si no es entendiéndolo como una búsqueda del bien, que al mismo tiempo es un modo de hacer brillar lo verdadero. Necesitamos pues del arte para ser personas plenas, para aproximarnos a la sabiduría, para transformar el mundo pero, y lo sabemos bien, ello es sólo posible si previamente nos hemos transformados nosotros mismos. Tan o más desdichada que la pobreza material es la miseria de espíritu en la cual la imaginación languidece y el don de pensar la realidad bajo una nueva mirada se extingue. No en vano los regímenes autoritarios ahuyentan las expresiones artísticas cuando no las convierten en burdas parodias para transmisión de rígidas ideologías. No en vano la industria de la cultura masiva hace escarnio de las artes y reclama como expresiones superiores y más valiosas esas maneras conformistas, carentes de alma, que se fabrican para vender la felicidad del goce instantáneo. La respuesta del arte es ampliar el mundo, enriquecerlo a través de la conquista de nuevas formas, despertar e inquietar nuestras mentes, cuestionar aquella racionalidad que privilegia la aparente verdad irrefutable de las cifras y que calcula la valía de la persona sólo en tanto que produce y construye. La recuperación de la vida humana en toda su hondura y riqueza, mediante un acto que no es repetición sino creación, es pues lo que subyace a la labor artística, aquello que nos permite reconocer la liberación de lo poético por debajo de sus múltiples y variadas manifestaciones. Privilegios de la vista, para recuperar esa feliz expresión de Octavio Paz, y cernir esa combinación de sentidos, emociones y pensamientos que expresan la belleza entre las líneas, colores, texturas y volúmenes que nos entrega la creación plástica. Agucemos pues la mirada ya que hoy tenemos ante nuestros ojos una exposición que nos hace vivir una vez más esas verdades fundamentales del arte y que nos permite maravillarnos con el diálogo, siempre prodigioso, entre el talento individual y la unidad del impulso creador. Amigos, constituye una especial satisfacción concurrir a este reencuentro en el que asistimos al surgimiento y consolidación de nuevas vocaciones y observamos asimismo los frutos de nuestro mutuo aprendizaje. Por ello, es para mí sumamente grato asistir una vez más a esta cita y declarar inaugurada la sexagésima primera Exposición Anual de alumnos de la Facultad de Arte de nuestra Universidad. Salomón Lerner