Los alcances de la teoría y la crítica literaria contemporánea y el

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Los alcances de la teoría y la crítica literaria contemporánea y el problema
del valor
Jorge Warley
Esta breve ponencia forma parte de un trabajo más general que se encuentra en elaboración y que busca, centralmente, confrontar la matriz de ideas básicas que alimentan la
llamada “teoría literaria contemporánea”, es decir, aquella que se desarrolla desde comienzos
del siglo pasado y hasta la actualidad pero, en particular, a partir de los años 50. La labor
integra el proyecto de investigación que se lleva a cabo con sede en la Universidad Nacional
de La Pampa, con el título original “El posestructuralismo en los estudios literarios” y que se
continúa en el relevamiento en curso sobre “Teoría de los géneros”.
Teniendo en cuenta los requerimientos y pertinencia de estas Jornadas y el tiempo asignado para cada exposición, se ha optado por seleccionar una serie de fragmentos que, es
de esperar y tal es la intención, permitan armar mentalmente un panorama del trabajo y la
orientación general.
Como ya se ha contado muchas veces, sobre fines del siglo XIX se producen en el campo
de las ciencias europeas, o quizás sea más exacto decir en el campo de la reflexión sobre las
ciencias, dos corrientes de pensamiento que a la vez que se contraponen pueden verse como
necesariamente complementarias.
Por un lado, la reflexión propia de la corriente positivista. De acuerdo con ella, el desarrollo del área de las ciencias sociales y humanísticas estaba directamente ligado a la posibilidad de que estas disciplinas pudieran desenvolverse a imagen y semejanza de las ciencias
físico-naturales que, desde fines del siglo XVI e inicios del siguiente, comenzaron a dar forma
al paradigma de la ciencia moderna que, sobre el último tercio del siglo XIX, con la figura
de Charles Darwin como emblema y confirmación, terminaba de dar corroboración al aserto
de lo actuado. La definición de un objeto de estudio claro y bien definido, la confrontación
empírica de todo enunciado, la elaboración de leyes generales, conceptos y un lenguaje teórico riguroso y ajeno a los caprichos de la metáfora, una metodología consistente, tales los
datos generales que definen a toda ciencia y que los estudios sociales, si querían serlo, debían
seguir, a la manera de lo que Augusto Comte estaba intentando en el área de una naciente
sociología.
Por el otro lado, se apuraba el desarrollo de filosofías de la cultura y otras perspectivas
sociológicas que, al revés, más bien se preguntaban por qué razón todas las ciencias debían
obedecer tal mandato y unas ciencias nuevas parecerse tanto a otras ya asentadas, dado que,
más bien, el dato fenomenológico primero e inmediato era el de su diferencia, como lo subrayó, por ejemplo, Georg Simmel.
Así, a las ciencias de la descripción opusieron las ciencias de la comprensión e interpretación, y en lugar de suponer un punto en el horizonte donde algún día todo conocimiento
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riguroso iría a converger más bien concibieron ese despliegue futuro más cercano a la dispersión y la especialización.
Entre los dos caminos metió su cuña la incipiente lingüística, y si bien a poco andar
quedó claro –una epistemología cada vez más compleja y atenta a los matices hizo circular su
mensaje– que los positivistas lógicos no eran lo mismo que sus antecesores decimonónicos,
también era evidente que seguían siendo positivistas; de manera que los descendientes de
Ferdinand de Saussure, Louis Hjelmslev y Nikolai Trubetzkoy podían continuar con las obsesiones por objetos de estudio, leyes y metodologías sin demasiados resquemores, y casi con
la certidumbre de que –más allá de la discusión acerca del lastre o no de su nutriente “base
filosófica”, según supo denunciar y quejarse por ejemplo Amado Alonso en el prefacio a su
traducción del Curso de lingüística general– sin duda estaban avanzando por el camino de la renovación. El contagio hacia los estudios literarios fue inmediato, como toda la escuela de los
formalistas rusos puede atestiguar, pero hacia adelante también, por lo menos hasta pasada
la mitad del siglo XX y el debilitamiento de la apetencia estructuralista.
Desde esta perspectiva de aspiración “clásica” (en el sentido de la modernidad), la búsqueda estuvo orientada hacia la definición de una teoría, crítica y análisis literarios que se
asentaran sobre fundamentos científicos o, al menos, rigurosos.
Dos observaciones pueden hacerse con respecto a tal pretensión e interesan aquí sobre
todo puesto que colocan al formalismo en una perspectiva histórica. La primera tiene que
ver con que esa obsesiva demanda de rigor y objetividad en búsqueda de las normas universales que explican el “funcionamiento” de los artefactos literarios, ni bien cesó el duradero
deslumbramiento inicial, pudo percibirse en los términos de una tradición que remontaba
por lo menos a Immanuel Kant y los románticos alemanes, como demostró Tzvetan Todorov
(2005). La segunda es la que posibilita colocar al formalismo en un contexto cierto y entender incluso sus abusos y exageraciones como parte de un combate contra dilentatismos subjetivistas, historicismos ramplones, aristocracias del gusto y perspectivas académicas ya secas
y agotadas.
De cualquier modo, aunque la ilusión de una ciencia de la literatura se revelara como
lo que era, la corriente formalista y su descendencia estructuralista trajeron consigo, de una
vez y para siempre, una serie de nuevos puntos de partida y exigencias que, con el tiempo,
se convirtieron en piedra de toque para los estudios literarios alimentados por las diversas
corrientes del desarrollo contemporáneo de la lingüística. Un gesto del orden de la materialidad, una obligación.
Los estudios literarios serios, académicos, desde entonces han desterrado la práctica
de las observaciones temáticas generales, las apreciaciones del “gusto” y las interpretaciones
“englobantes” y generales; todo intento hermenéutico, hemos aprendido, lo será en tanto y en
cuanto se apoye sobre la materialidad de la lengua literaria, es decir, sobre palabras, verbos,
sustantivos, adjetivos, imágenes retóricas, esquemas textuales, etc., porque ese y ningún otro
es el mundo que el analista de la literatura tiene frente a sus ojos y bajo la presión del lápiz
que subraya y anota comentarios al margen. Es con estos componentes que incluso la multiplicidad o la indecibilidad de cierta interpretación debe ser probada.
Interesa aquí subrayar, en consecuencia, que el giro lingüístico se expresa en primerísimo
lugar en el campo de la teoría y la crítica literarias como una obsesión por la materialidad más
inmediata con que los textos literarios enfrentan a quienes los leen y estudian. En tal sentido,
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la celebrada observación de Roland Barthes de que la lengua de la literatura se desplaza del
significado hacia el significante se sigue ofreciendo como una consigna de trabajo, que en una
cantidad de ocasiones carga sobre sí incluso una inflexión moral y hasta política.
“El pensamiento de la huella sería fundamentalmente materialista”, escribió, todo en
mayúsculas como para resaltar su carácter de consigna, Philippe Sollers (1971: XIII). Y a
continuación:
Pensamiento de la deconstrucción del idealismo, de su representación y su poder (solo el
idealismo ha tenido, de derecho, el poder, construido y ejercido sobre y contra el materialismo, de manera tal que el estatuto de una representación o de un poder materialista puede
sino entreverse a partir de este “trazo cero”). En efecto, si el materialismo (…) nunca fue definido por su otro (el idealismo), –otro que además no es su otro sino en los límites donde
él mismo se concibe como idealidad–, la perspectiva materialista se produciría entonces en
un sentido nunca sospechado. (1971: XIII)
Aun cuando seguramente no todos los autores que aquí con cierta rapidez estamos agrupando en ese conjunto impreciso que suele denominarse “crítica literaria contemporánea”
tienen el mismo interés de llevar su pensamiento al nivel filosófico general que tienta la teoría de la deconstrucción, sin duda comparten con ella la necesidad de echar por la borda una
serie de términos (vida, época, espíritu, belleza, estilo, etc.) y liberar su quehacer analítico de
aquello que Sollers y Derrida denominan “idealismo”. En ese punto es posible establecer un
piso (de trabajo) común. Sobre todo con la convicción de que, como resumió el poeta simbolista francés Stepháne Mallarmé (uno de los autores favoritos y más citados por la “nueva
crítica” a lo largo del siglo XX), la poesía se hace con palabras, es decir, que el estudio de la literatura parte y se resuelve en la forma, que es siempre y necesariamente una forma material.
Cualquiera sea el énfasis con que se recargue la cuestión, y más allá de cualquier proyección
hermenéutica posterior, más o menos alejada del cuerpo mismo de los textos, lo cierto es
que la pretenciosidad, no ya de cientificidad, que envuelve toda un debate, sino al menos de
rigurosidad metodológica, se nutre de ese laborar empírico sobre las características inmediatamente formales-materiales con que el fenómeno literario enfrenta cualquier lectura.
Así, cuando Wolfgang Kayser –para tomar un ejemplo bien conocido y citado en los
manuales e historias generales del tema– propuso que era conveniente trocar el término
“literatura” por el de “bellas letras” (belles lettres), como una operación sencilla que permitiría separar las obras literarias del habla y de los textos no literarios, de manera tal que
los textos poéticos pudieran ser percibidos con mayor claridad y desde el vamos como un
conjunto estructurado de frases que transportan una significación completa, que da cuenta en su totalidad de una “realidad independiente”, y poseen por lo tanto una objetividad
propia, aunque el término propuesto pudo sonar “antiguo” o antojadizo en verdad, sus
afirmaciones no se distanciaban demasiado del concepto de literariedad o literaturidad postulado por Víctor Sklovsky, Iuri Tinainov y Roman Jakobson, o de la función poética que este
último terminó de formalizar. Que el alemán no haya tenido el mismo éxito e influencia
en las siguientes generaciones de estudiosos de la literatura e investigadores rusos es la
conjetura que aquí se intenta fundamentar; conjetura que carecía de un soporte lingüístico renovado para avalar sus aseveraciones y abrir la posibilidad de una metodología de
buscado rigor. Pero el “impulso social”, ese que según el norteamericano Charles Peirce
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anima a la comunidad de los investigadores, que aguijoneaba tanto a uno como a los otros
era básicamente el mismo.
El formalismo ruso falló a la hora de creer que el fundamento teórico que lo alentaba
lograría descontaminar los estudios literarios del mal de la interdisciplinariedad; por el contrario, el surgimiento y fortalecimiento de nuevas formas de las ciencias sociales –diversos
modos de la psicología y el psicoanálisis, la sociología, la antropología, la filosofía…– han
remozado una y otra vez la certidumbre de que las obras literarias son lugares privilegiados
de la producción de sentidos y las representaciones; pero esta aseveración no implica necesariamente que deba abandonarse lo afirmado en el párrafo anterior sino todo lo contrario.
La pregunta obsesiva que guió a formalistas y estructuralistas acerca de la delimitación
de su objeto de estudio, es decir, sobre las propiedades “naturales” que explican aquello que
la literatura es, ya ha sido por demás estimada en el campo de los estudios literarios por
improcedente. Pero tal evidencia no supone sin embargo la esterilidad. Y es por esta razón
que es tan común que los cursos universitarios del área comiencen con interrogaciones en
esta dirección y profesores que estimulan y orientan a sus estudiantes en la persecución de
una definición que desde el primer momento se sabe inexistente. Un punto de fuga. Porque
resulta claro que en ese camino sin final lo que se aprende es a ir detectando los modos de la
forma literaria. Como un científico que todavía no se ha topado con Karl Popper, se transita
el sendero que tiene la lentitud y morosidad de la inducción cuidadosa. Es decir que lo que
se busca es ir detectando en los propios textos aquellos elementos que posibilitarán tentar un
cierto grado de generalización sólida y provechosa.
Cuando se considera a la distancia la tarea fenomenal desarrollada hacia la década del
30 por la denominada Escuela de Praga –este 2009 las famosas tesis cumplen los ochenta
años de vida– se pueden observar como figuras contrapuestas, polos de un mismo programa
de investigación, al ya mencionado Trubetzkoy y a Jan Mukarovsky. Uno intentó con eficacia
y felicidad, guiado por el fundamento saussureano y la idea general de sistema, avanzar sobre
el plano del significante, descomponerlo en sus figuras menores, describirlas y clasificarlas, y
observar sus relaciones posibles, para dar vida a la disciplina fonológica y, más allá, unas décadas más tarde, al conjunto del “estructuralismo duro”, con Claude Lévi-Strauss a la cabeza.
El otro, guiado por los modos de ser del arte y la literatura, los avatares del “ juicio estético”
remozado por la tradición neokantiana y la fenomenología de la cultura, se las tuvo que ver
con el plano semántico –aquel que Saussure tan sagaz como necesariamente “olvidó” en su
Curso… según lo remarcaron sus discípulos Charles Bally y Albert Sechehaye en el prefacio
de la edición original francesa de 1916–, y en consecuencia debió internarse en la compleja
existencia de un signo estético guiado por las nociones de comunicación y semiología, que
lo condujeron casi lógica y naturalmente a la fundación de una sociología del arte que sus
polemistas marxistas juzgaron demasiado vaga e imprecisa.
Por este camino, que en mucho ayudó a relanzar la difusión de la figura fundamental
de Mijail Bajtín, pero también al fortalecimiento de nuevas corrientes dentro de los estudios
de la lengua –como el análisis del discurso, la lingüística de la enunciación, la pragmática y
la teoría del texto–, la pretensión empezó a dejar de ser la búsqueda de esa ciencia “poética”
pregonada por Jakobson como parte de la lingüística de tradición funcionalista obsesionada
por capturar una estructura verbal diferenciada. De a poco la definición de lo literario se fue
volcando hacia su comprensión como una forma de comunicación sociocultural.
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Las particularidades de los objetos literarios, en consecuencia, no debían buscarse ya “en
el interior” de la lengua sino fuera, allí donde los hombres se empeñan en hacer cosas con las
palabras. Un universo, en definitiva, que no puede ser contenido en la descripción de ciertas
particularidades del funcionamiento del código, por significativas y ricas que ellas sean. Si se
permite la paradoja, se podría sostener que la propia razón del funcionalismo jakobsoniano
terminó por empujar a los estudios literarios hacia afuera del marco funcionalista.
En los últimos años, los embates y la extensión, primero de los estudios culturales y,
luego, hoy en día, de los debates en torno a lo que se denomina “post-literatura” o “postautonomismo” han hecho menguar, al menos en una primera apreciación (es claro que las
consecuencias de tal vía de reflexión todavía están por verse), el lugar que la teoría y la crítica
literarias habían alcanzado en el período inmediato anterior. Después de tres o cuatro décadas durante las cuales la teoría de la literatura no cesó de crecer y expandirse en su prestigio
e importancia, como lo demuestra el lugar cada vez mayor que conseguía en los estudios
superiores de literatura, al menos en las universidades de Europa y América, cada vez que
se modificaban los planes de estudio, engordaban las ofertas de posgrado o se planeaban
los temas de los futuros congresos académicos; en la actualidad parece detectarse cierta reorientación en el gusto de los actuales universitarios y la preferencia por un abordaje de la
literatura y el arte a partir de lo que, con trazo grueso, podríamos denominar “perspectiva
sociocultural”.
Sobre el final de su artículo “Lengua, lingüística, ciencia”, el lingüista nacido en El Cairo, Émile Benveniste, escribió, después de anotar las diversas versiones que de la lingüística
se han ido sumando y desarrollando:
Esta enumeración no es exhaustiva ni puede serlo. Acaso vean el día otras concepciones. Solamente deseamos demostrar que, detrás de las discusiones y las afirmaciones de principio
que acabamos de resumir, hay a menudo, sin que todos los lingüistas lo vean claro, una opción previa que determina la posición del objeto y la naturaleza del método. (1974: 17-19)
Como puede deducirse de la cita, Benveniste intentaba colocar sus observaciones por encima de aquello que estimaba que los especialistas de la lengua, seguramente absorbidos por
el desarrollo de sus investigaciones específicas, no podían ver “claro”. Es decir que buscaba
situarse en el plano de un acercamiento metadiscursivo, una mirada de naturaleza epistemológica que posibilitara abarcar el horizonte de las múltiples lingüísticas en desarrollo, quizás
con la intención de alguna vez tentar la empresa ciclópea de su integración en una disciplina
única (la cual, tal como de las propias apreciaciones de Benveniste se desprende, aún hoy es
un dibujo ilusorio antes que una realidad cierta).
De alguna manera, si se permite la comparación, una teoría literaria deseable ocuparía
un espacio similar al imaginado por Benveniste para su reflexión sobre la lingüística. Dicho
esto en el sentido de intentar apresarla en los límites de un marco de comprensión inestable
que no trata tanto de cerrar las múltiples cuestiones que atañen al fenómeno literario, sino
más bien de dejar que permanezcan abiertas como interrogantes permanentes, pero sin por
ello dejar de poner en evidencia ese conjunto de aspectos previos o protocolos-guía (qué se
entiende por estilo, género, obra, texto, etc.; en fin, por literatura) que en su fundamentación determinan siempre lo por venir.
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Todos estos desafíos, apuestas y vaivenes polémicos han alimentado con diversa suerte y
nivel de originalidad la teoría literaria y la crítica argentina desde mediados o fines de los 50
y de manera acelerada una década más tarde y hasta la actualidad. Frente al recorrido anterior el problema del valor se ha mostrado siempre como un punto ciego.
En el capítulo dedicado a “El arte” de su Antropología filosófica el pensador neokantiano
Ernst Cassirer cita las especulaciones del autor de la Crítica de la razón pura como el origen del
juicio estético de naturaleza autónoma. Si se acepta su opinión, se puede afirmar que hace
ya más de dos siglos que las estimaciones críticas sobre el arte en general y la literatura en
particular gozan del privilegio de una evaluación de este tipo que, por simple evolución, debería ser cada vez más rigurosa y específica, siguiendo en paralelo el camino que acompañó
su diferenciación y autonomía como esfera social plena.
Tal aserto parece a simple vista haber acompañado buena parte del desarrollo de los estudios literarios. Desde la escuela formalista rusa hasta el estructuralismo, y aun después, se ha
insistido en la necesidad de desplazar las cuestiones del sentido interpretativo precisamente
para que el análisis formal riguroso fuera posible en los diversos niveles que alcanza su materialidad, tarea para la cual la proyección sobre las ideas de la cultura y el mundo supone más
bien un obstáculo o una interferencia para que tal lógica descriptiva pueda desplegarse.
De cualquier modo, si se leen con detenimiento los trabajos de muchos de los representantes de esta corriente, se puede observar hasta qué punto eran conscientes de que estaban
postergando una problemática que “en algún otro lugar” debía ser resuelta. Tanto el Tzvetan
Todorov de Literatura y significación como el Roland Barthes de la “Introducción al análisis
estructural del relato”, para citar solo dos de los ejemplos más emblemáticos y conocidos,
supieron distinguir el universo textual centrípeto que surge del ensamblaje de los diversos
niveles de la obra literaria y agota en esa articulación todo lo que el crítico tiene para decir
sobre el significado de la obra en sí; del “resto”, la inercia que lleva hacia el mundo, la fuerza
centrífuga que pulveriza la escritura en el entramado de la realidad, esa “otra cosa”, un sentido interpretativo que, en última instancia, es más cuestión de sociólogos, antropólogos o
filósofos que de especialistas en literatura.
Puede agregarse al respecto que los propios trabajos de los antecesores, como Víctor
Sklovsky o Iuri Tinianov, no ayudan mucho al respecto; en sus escritos no queda del todo
clara una fundamentación sobre este punto, de lo cual se desprende que estudiar en detalle
efectos de extrañamiento o funciones constructivas antes que acercar respuestas multiplica
los interrogantes.
El propio Georg Lukács, en su siempre citado artículo “¿Narrar o describir?” y siguiendo
otras huellas, enfatizó que debía distinguirse entre la sociología vulgar aplicada al arte y que
se limitaba a estimar como artístico aquello que reclamara un lugar por su importancia como
documento “social”, y la sociología que él intentaba desarrollar y para la cual la cuestión de
la valoración estética se encontraba en un primer plano. Desde Lúkacs, entonces, resultaría
una jugada de mala conciencia culposa, como a veces se ha hecho a manera de solución,
convertir en valor el dato descriptivo, es decir, resaltar como valor, por ejemplo, el hecho de
que un cierto autor ponga en evidencia los “procesos de construcción del relato” o espectacularice las mezclas de géneros.
Quizás tenga razón el pensador inglés Terry Eagleton que enfatiza el cansancio producido por la obsesión poco fundamentada y más bien gratuita que ciertas corrientes y autores
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pertenecientes a las corrientes del estructuralismo y el posestructuralismo terminaron produciendo con un vocabulario en apariencia riguroso, pero en el fondo alimentado por un
puro capricho acrítico (2005). Un repertorio terminológico que sedimentó en una suerte de
jerga que se autoperpetúa en los pasillos de las facultades de Letras pero que, curiosamente
o no tanto, fue adoptado incluso por las revistas juveniles sostenidas por la publicidad de
las grandes firmas de la industria cultural casi como un guiño de moda o, de manera más
amortiguada, por los suplementos culturales de los diarios como para que quede claro que
emplean a “especialistas” en el ramo. O por los catálogos de los museos paquetes que aglutinan los mejores sponsors.
En definitiva, podría decirse, ya los propios críticos se habían adelantado, hasta un cierto
punto, a un destino tal cuando, como Jonathan Culler, se refirieron a la teoría y la crítica
literarias como un “nuevo género” textual elaborado con la convicción de que sería capaz de
producir efectos fuera de su ámbito natural.
O como el Roland Barthes de la última época, que ironizaba sobre sus serios intentos
“cientificistas” de juventud y prefería dedicar su madurez a pergeñar una suerte de ensayo crítico de límites bien imprecisos, tanto en lo que respecta a las fuentes disciplinarias de las que
abrevaba como a la metodología utilizada que, por momentos, postulaba como el reemplazo
de la mezcla de novela y autobiografía que jamás se había atrevido a escribir.
En relación con las corrientes pos, si se mira más a lo lejos, se puede advertir como presencia constante desde comienzos del siglo XX un sitio particular, insistimos, que ocupa la
problemática referida al valor. Ya en su clásico “Función, norma y valor estéticos como hechos
sociales”, el checo Mukarovsky señaló con énfasis antes de iniciar su análisis que la problemática de la valoración de las obras artísticas era un asunto extremadamente dificultoso, y es
precisamente en ese pantano donde los acercamientos al análisis de la literatura desde una
perspectiva “científica” sin duda fracasaron, al punto que siempre declararon, con una honestidad intelectual que los honra, que sus esfuerzos metodológicos poco tenían que ver con
el tema. Valga como ejemplo el señalamiento emblemático realizado por Tzvetan Todorov
en sus artículos más fuertemente estructuralistas en los que supo distinguir entre el sentido
y la interpretación; es decir, entre la dimensión semántica que surge desde y hacia el interior
de la obra en sí, considerada autónomamente y a partir del ensamblaje de los diversos niveles
que alimentan su totalidad, y aquella otra que se abre cuando la obra de arte se entrega al
mundo. Es entonces cuando la que habla es la sociedad y el estructuralista debe callarse.
Las variantes posmodernas y postautónomas se han esforzado por liquidar el problema
de la manera más simple: postulando su inexistencia. Una vez que se acepta que las barreras
entre el gran arte y el arte popular y plebeyo han cedido, pues entonces, concluyen con un
gesto quizás cínico pero que es revelador también de cierta suficiencia, la valoración ha cesado. Es un asunto que huele a pasado, a trascendencia, juicio y Dios, que no necesariamente
están del lado de la razón.
En Después de la gran división (2002), libro que dedica a debatir centralmente los problemas que se desprenden del párrafo anterior, Andreas Huyssen brinda indirectamente el
testimonio de hasta qué punto el término “posmodernismo” puede concluir siendo tan sospechoso como la palabra “cultura” en boca de una antropología demasiado general y básica, en
el sentido que dentro de su dominio cabe cualquier cosa, literalmente todo, y de esa manera
se borra el problema que exige tratamiento. Por ejemplo, la cuestión que emerge en el ensayo
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de Huyssen ni bien intenta dividir el arte entre aquellos fenómenos propios del arte cultural
de masas y la basura comercial. Puesto que, claro, ya es un sentido común crítico la aceptación
de que carece de argumento –y no solo por ser “políticamente incorrecto” – la distinción entre
“arte superior” y “arte popular”, y la negación de los miles de vasos comunicantes y variables
que vinculan lo “alto” con lo “bajo”, pero tal aceptación no impide que se cierren los ojos frente a la diferencia entre los productos burdamente comerciales y de “efecto rápido” con que la
industria cultural llena las librerías, pantallas, etc., y otras obras de consumo popular mucho
más interesantes y dignas.
Huyssen se enreda con su propia exposición: indica que las formas artísticas populares
contemporáneas no necesariamente conducen al callejón del kitsch, para de inmediato enmendar lo dicho y agregar que en realidad el kitsch fue la guía de algunas obras excelentes,
sentando un precedente que podría extenderse a cualquier otro procedimiento, género o
corriente, que ya podrá ser deleznable o interesante, bueno o malo, lindo o feo…
La frontera de división, pues, no ha desaparecido, se ha “corrido”, pero sigue viva y trae
consigo en consecuencia problemas para el juicio de valor similares, sino iguales, a los de
antaño. Porque, ¿por dónde pasa la línea de división? ¿Cuál es el criterio que permite su trazado? ¿Quién se anima a trazarla? Como menciona Huyssen el “cinismo posmoderno” se ríe
de lo grave de la interrogación con la serpentina de la mezcla estética salvaje y el pastiche,
mientras la “restauración neoconservadora” hincha su pecho con la certidumbre de que el
único modo de evitar la descomposición cultural y estética obliga a la recuperación de los
cuerpos normativos duros y las poéticas. En fin: el problema de la “división” es el problema
del valor, salvo que la perspectiva se vuelque finalmente hacia las variantes posmodernas
o postautónomas que ya declaran que el problema se ha extinguido con la idea misma del
valor, ya lo consideran un tema menor o despreciable. Precisamente Huyssen se refiere al
“ventajoso punto de vista de lo posmoderno” (la cursiva es nuestra), antes de cargar polémicamente contra esta corriente.
Se ha marcado la perspectiva señalada por Huyssen a manera de ilustración, porque
hacia allí parecen deslizarse, con mayor o menor decisión, varias de las opiniones (cuesta
encontrar todavía en este sentido algún trabajo “mayor”) que en estos últimos años resuenan
dentro del heterogéneo discurso de la crítica literaria criolla. Sin querer realizar aquí más
que un breve esbozo de trazo grueso y no una contextualización sociológica [doble espacio]
o ideológico-política que se pretenda rigurosa, se puede señalar que en la entrada del nuevo
siglo, que coincide en el país con el Argentinazo, la catástrofe económica y la última gran ola
de movilizaciones sociales, se produjo –no solo en la literatura sino en el conjunto de las prácticas artísticas, en primer lugar el cine, la música y la plástica– un inevitable acercamiento de
la crítica a las discusiones políticas que pareció desentenderse de las cuestiones de la especificidad formal llevada por los vientos de la urgencia que, paradojalmente y como no podía ser
de otra manera, también soplaron en la dirección del experimento formal y la hibridación de
discursos. Los artistas y la crítica volvieron a llenarse la boca del vocabulario de la acción, de
la intervención político-estética que, claro está, debería evaluarse entre los límites del mero
oportunismo (incluso comercial) y el esnobismo superficial, y la búsqueda sincera que suele
contener este tipo de marea. Digamos que, en todo caso, volver a leer Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, que se había leído a los catorce años como parte de la biblioteca básica
de la formación secundaria del militante estudiantil, pasados los cuarenta y en la clave pos- o
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multiculturalista reeditada desde las universidades estadounidenses, no deja de ser una curiosidad para sopesar debidamente. Del mismo modo que la inflación incluso académica que
de pronto se apoderó de términos como “izquierda” y “piquetero”.
Casi al mismo tiempo o un poco después, y quizás alimentados por la sospecha de la
solidez del camino hacia donde el derrotero delineado anteriormente conducía, otros, quizás más escépticos o evidenciando las muestras del cansancio que produce cierto trajín de
la búsqueda de la fundamentación epistemológica, se decidieron a extremar algunas de las
certidumbres que el postestructuralismo de conjunto había rozado para saltar del barco en
medio del mar. Como ilustración al respecto se pueden destacar algunas consideraciones
de Josefina Ludmer quien, en su llamamiento a rediscutir el valor estético en función de los
obvios cambios que el quehacer literario ha traído consigo, ha concluido, según se puede
leer en algunos de sus últimos reportajes y artículos, por disolver casi completamente la importancia de la valoración artística y reemplazarla por una estimación más del orden de lo
antropológico o de la sociología de la cultura. En ese sentido, es particularmente interesante
subrayar el modo en que la autora del Tratado sobre la patria remarca el hecho de que, a la vez
que elogia la “literatura mala”, reniega de que se la califique (a ella) como “crítica literaria”
dado que, en definitiva, dice, “uso la literatura porque tengo entrenamiento en eso, pero se
podría ver el mundo a través de cualquier cosa” (Ludmer, 2007).
El final, por supuesto, es abierto, se debate y escribe en estos días. En ese sentido, esta
comunicación no intenta ni podría ser más que un preliminar tanteo.
Bibliografía
Benveniste, Émile. “Lengua, lingüística, ciencia”, en Problemas de lingüística general II. México, Siglo
XXI, 1974.
Cassirer, Ernst. “El arte”, en Antropología filosófica.
Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona, Crítica, 1997.
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Kayser, Wolfgang. Interpretación y análisis de la obra literaria. Madrid, Gredos, 1958.
Ludmer, Josefina. “Elogio de la literatura mala”. Entrevista de Flavia Costa, en Revista Ñ. Buenos Aires, diciembre de 2007.
Lukács, Georg. “¿Narrar o describir?”.
Sollers, Phillips. “Introducción: Un paso sobre la luna”, en Derrida, Jacques, De la gramatología. México, Siglo XXI, 1971.
Todorov, Tzvetan. Crítica de la crítica. Barcelona, Paidós, 2005. Colección Surcos.
CV
Jorge Alberto Warley es profesor desde hace más de dos décadas en el área de Teoría
de la Literatura y Semiología en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad
Nacional de La Pampa. Ha publicado numerosos y libros de esta especialidad, el último
titulado ¿Qué es la comunicación? ¿Qué son los medios de comunicación? (2010).
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