Universalistas y particularistas: Dos maneras de entender la política Antonio Pérez Valerga Liberales y comunitaristas En la filosofía contemporánea, existen dos posiciones que están en disputa, especialmente en lo que se refiere a la ética y a la política. Por un lado, retomando la propuesta de Kant, encontramos la posición liberal cuyas características principales son la universalidad y la formalidad. Los liberales consideran que la justicia es lo universal, es decir, lo que vale para todos o lo imparcial. La justicia no debe considerar, entonces, las diferencias entre particulares porque los hombres tienen igual dignidad. Sólo se trata, para los liberales, de poner en práctica procedimientos imparciales. No importan las diferencias particulares en cuanto a educación, sexo, ocupación, rango social o económico. Todos estamos bajo una misma ley porque todos somos igualmente dignos -y en eso consiste la justicia-. La preocupación de los liberales es la justicia y la posibilidad de establecer instituciones justas, es decir, imparciales, universales, formales. Esa es la base de la lógica liberal. Por otro lado, tenemos la posición de los comunitaristas, que insiste en las particularidades, en las diferencias. Lo que importa no es juzgar a las personas con una misma norma universal y abstracta, sino a partir de una identidad propia que se construye socialmente. Por ello, hay que tomar en cuenta la comunidad y lo fundamental en esta comunidad no es la idea de justicia, sino la idea del bien común particular para cada sociedad. En cada sociedad, hay una idea de lo que es el "bien" diferente a la de otra comunidad y, para ser justos, no podemos considerar a todas las comunidades por igual, sino que tenemos que entenderlas a partir de sus costumbres y de los fines que persiguen en su vida cotidiana. En ese sentido, lo que denuncia el comunitarismo de los liberales es su individualismo, ya que éste significa una ruptura respecto a lo social y a lo comunitario. El supuesto de los liberales es que los hombres somos seres aislados y que lo único que buscamos es nuestro propio interés. Para los comunitaristas, los liberales se equivocan en su descripción del hombre y la mujer. Los seres humanos no nacemos aislados, sino en una familia y en una sociedad que determinan nuestro comportamiento y que hacen más complejas nuestras lealtades y la búsqueda misma de nuestro propio interés. Los seres humanos adquieren su identidad dentro de su familia, con sus amigos, en la escuela, en el trabajo, a través de sus relaciones con el Estado, siempre desde su particularidad cultural, y todas estas comunidades en las que participa determinan su identidad. Según los comunitaristas, los liberales se limitarían a justificar una concepción posible de la sociedad que surge en la época moderna y que se ha desarrollado hasta nuestros días. Para ellos, los liberales encarnarían al hombre funcional de la sociedad capitalista. Una segunda crítica del comunitarismo a los liberales se refiere a la racionalidad instrumental que se deriva del individualismo. Esta racionalidad funciona exclusivamente en relación con medios y fines desde una concepción puramente técnica de la acción humana, donde lo único importante es encontrar los medios adecuados, cualesquiera que sean, para realizar los fines propuestos. De todos modos, es importante notar que la crítica de los comunitaristas a los liberales no es solamente de índole moral. Es decir, además de criticar que desde esta propuesta liberal podríamos justificar cualquier medio para alcanzar el bienestar económico, se pone en cuestión una concepción errada del ser humano, quien no es un individuo aislado, sino pertenece siempre a una comunidad. La racionalidad instrumental pretende romper los vínculos generados a través de las creencias culturales y religiosas compartidas, diluir todo tipo de solidaridad entre los miembros de una comunidad, y favorecer un pensamiento puramente técnico y funcional para el capitalismo. A favor de los liberales habría que decir que la defensa de los derechos humanos se sigue más fácilmente desde la lógica liberal, porque estos derechos son universales, válidos para todos por igual, imparciales. Para los liberales, los defensores del comunitarismo introducen un relativismo que hace difícil juzgar entre diferentes alternativas culturales y, por consiguiente, dificulta la toma de decisiones y la acción. Este mismo relativismo cultural permite, además, que en la política internacional sean aquellos que violan los derechos humanos los que afirman que nadie puede intervenir en las particularidades de una sociedad aunque estas particularidades, estas creencias, generen situaciones de violencia y abuso. Los gobiernos totalitarios, aquellos que violan los derechos humanos, según los liberales, se acogen fácilmente a la posición comunitarista o culturalista, en la medida que les permite afirmar que los derechos humanos no son válidos para todas las culturas y que hay que respetar las diferencias y las particularidades. Este encubrimiento ideológico es o puede llegar a ser "fundamentalista", en la medida que pone un punto límite a las posibilidades de razonar y discutir, ya que éstas terminan en el momento en que una sociedad o un individuo se declaran diferentes. En ese punto, ya no existen argumentos posibles para continuar el diálogo, sino que tratamos con creencias o particulares formas de ser de un grupo, de una colectividad. Las posiciones y las decisiones se mantienen sin que sea posible discutir sobre ellas y sin que sea posible modificarlas a la luz de leyes universales, como las que se siguen del respeto de los derechos humanos. Una mirada política: El centralismo homogeneizador y el regionalismo particularista Para empezar a entender de una manera más concreta la discusión entre liberales y comunitaristas, revisemos ahora el texto de Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas. En este artículo, el autor hace un análisis del caso mexicano en lo que se refiere a la formación de su Estado-Nación. Como Villoro indica, la idea del Estado-Nación es propiamente moderna y llega a América para cumplir una función modernizante y homogeneizadora. Villoro analiza especialmente el caso mexicano, que es similar al del Perú y al de muchos otros países de Latinoamérica, que -formados a partir de la independencia de España- mantienen una gran presencia indígena que subsiste no sólo de manera folclórica, sino como una fuerza social en el interior de cada uno de estos países. Villoro describe la dinámica entre el Estado y la Nación en el caso mexicano que puede, de algún modo, aplicarse también, por ejemplo, al Perú o a Guatemala, en consideración a la similitud de su historia antigua. En estos tres casos, los españoles, al llegar a América, se encontraron con imperios poderosos y bien establecidos a los que, sorprendentemente, pudieron vencer rápidamente. Sin embargo, no pudieron destruir las identidades culturales de los diferentes grupos prehispánicos que conformaban estos imperios. Después de la presencia española, los territorios americanos fueron testigos de la constante dialéctica entre dos corrientes: la de las nacionalidades internas, donde siguieron funcionando diferentes identidades y culturas; y la de un movimiento superestructural, que intentó homogeneizar esas diferencias. En el caso peruano, las distintas culturas locales, liberadas del dominio incaico, probablemente reforzaron sus particularidades, se encerraron en sí mismas y tendieron a separarse de cualquier institución general más amplia que la del pueblo y la comunidad pequeña en la que se desplegaba la vida cotidiana, las relaciones personales y los intercambios. Por otra parte, las instituciones españolas buscaron destruir las diferencias culturales, homogeneizar las diferentes nacionalidades en cada uno de esos virreinatos hasta que, en el siglo XVIII y comienzos del XIX, el movimiento ilustrado acompañó los procesos de las guerras de independencia, la creación de las nuevas repúblicas y con ellas la aparición del Estado como institución homogeneizadora. Un Estado que, por lo menos a nivel formal, defendía la igualdad de todos ante la ley. Así se inició un lento proceso en el que lo importante fue intentar que los pobladores de estos territorios no se rigiesen por sus normas tradicionales, sino por una norma universal. Frente a este movimiento liberal, que llega desde el Estado, encontramos un movimiento de resistencia. El caso mexicano es especialmente ilustrativo para nosotros. Mientras que en el Perú las diferencias entre españoles e indígenas, a pesar del mestizaje, quedaron claras y con una preeminencia de los españoles y de los blancos, en México, el mestizaje fue más efectivo y general. Allí nos encontramos con un país más integrado culturalmente. En México, todos participan de un sentido común mestizo, porque la identidad mestiza, producto de la revolución mexicana, se hizo también con ayuda de los indígenas. Fue una revuelta popular. Por el contrario, en la mayoría de los países de América, la independencia se llevó a cabo gracias a un grupo de criollos ilustrados y de sus ideales. En México se trató más bien de una revuelta popular que incluyó a indígenas de diferentes regiones y que sentó las bases para la idea de una nueva nación conformada por aquellos que lucharon en la revolución mexicana. Es decir, gente que había perdido su identidad ancestral y que encontró en esta lucha por la independencia una identidad propia, distinta de la española y distinta de la indígena. Las comunidades exigieron el respeto por sus tradiciones, por sus sistemas legales, por sus costumbres, y ello dio lugar a una dialéctica entre el movimiento modernizador liberal y un regionalismo particularista. Ciertamente, dice Villoro, estas resistencias fracasaron y fueron traicionadas una y otra vez. Es decir, aquello que comenzó como una revuelta popular con exigencias comunitaristas y regionalistas, terminó imponiéndose con formas falsas como, por ejemplo, el federalismo. México es un Estado federal, pero ese federalismo no correspondió nunca con las identidades culturales, pues la organización jurídica del Estado federal no tomó como base las antiguas identidades culturales, sino que simplemente impuso cierta uniformidad jurídica para una mejor administración de la población mexicana. El movimiento homogeneizador del Estado se manifiesta de manera jurídica, social, política y económica. Desde la perspectiva jurídica, se trata del "Estado de Derecho", es decir, se trata del marco jurídico en el que existe un país. El Estado toma para sí mismo el derecho a la violencia. Es el único que tiene derecho a ejercerla, mientras que los ciudadanos no pueden ponerla en práctica por su propia cuenta. Deben acudir al Estado para que la canalice y la ejerza. El Estado exige, además, un ciudadano homogéneo sin otra determinación que la de ser ciudadano de un Estado. Políticamente –dice Villoro– el Estado exige una democracia representativa, mientras que económicamente es capitalista. Modernizar, en este sentido, significa tener un sistema jurídico, social, político y económico homogéneo. Pero este Estado moderno, continúa Villoro, está en crisis puesto que no cumple con el ideal de mantener una unidad interna. Es decir, no hay una coincidencia entre el Estado y la Nación. Desde la perspectiva externa, desde la perspectiva de la soberanía del Estado nacional, la globalización expone cada vez más a los Estados a las circunstancias internacionales del mercado. Desde la perspectiva interna, el Estado no ha podido afirmarse sobre las diferentes identidades culturales y nacionalidades que lo habitan, puesto que no sienta las bases para configurar una "comunidad imaginada". Para Villoro, en efecto, como respuesta al desarraigo de las tradiciones que los movimientos de migración han producido en nuestros países, se ha generado la necesidad de una "comunidad imaginada", que permita a las personas pertenecer a un espacio común simbólico más amplio que el de la familia o de las comunidades cercanas. Así, las poblaciones que se han desplazado hacia las ciudades buscando el progreso, aún cuando no han visto disminuidos por la modernización sus niveles de pobreza, pueden mantener la esperanza de una comunidad que los albergue a todos. Lamentablemente, el Estado legalista fracasa en el intento de generar una comunidad imaginada puesto que pretende establecer esta nueva identidad solamente en función de un derecho abstracto, de una identidad impuesta desde arriba, desde lo jurídico. Entonces, la modernidad se limita a significar la incorporación de la totalidad de los moradores de una región bajo un único modelo político. Para ello, el Estado necesita eliminar las diferencias, no a través de la anulación real de las distinciones, sino mediante la uniformidad legal. De este modo, el Estado obtiene una administración centralizada y un mejor manejo del proyecto en común. Por un lado, esto es positivo, pues el Estado intentará que todo conflicto se resuelva en términos legales e imparciales. Pero también puede ser negativo, pues al eliminar las diferencias, se eliminan también las particularidades regionales, culturales y lingüísticas. Villoro describe, entonces, la dialéctica entre un centralismo homogeneizador y un regionalismo particularista. Esta misma tensión entre las perspectivas liberales y comunitaristas está presente en el libro de Sinesio López, Ciudadanos reales e imaginarios. Concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú. Allí se dice que nuestra historia, hasta el siglo XVIII, muestra una tendencia comunitarista, tomista, en cuanto a la concepción de un poder que procede de Dios y que tiene como objetivo el bien común. Posteriormente, desde el siglo XVIII, llegan a nuestro territorio las ideas ilustradas y significan la presencia en el Perú de lo que nosotros estamos denominando liberalismo. En el mismo libro, López estudia, de manera más precisa, lo sucedido en el Perú durante el siglo XX, sobre todo desde los años veinte hasta ahora, y analiza cómo se han articulado las diferentes posiciones liberales y comunitaristas en nuestro país. En el texto se indican los diferentes actores sociales y políticos. Se nos muestran los distintos partidos y los principales personajes políticos con sus distintas estrategias. También se hace un balance entre estas dos posiciones. Dos maneras de entender la representación En el Perú, a partir de la Colonia, se impuso el modelo político español, que incorpora elementos tomistas y aristotélicos. El poder legítimo es el que vela por el bien común, siendo un poder centralizado que cuida del bienestar general. A diferencia de este modelo, la propuesta liberal inglesa tiende a la privatización, a desentenderse del poder o a hacer del poder una cuestión formal en lo político, mientras que se resuelve, en realidad, en lo económico. Los dos modelos representan dos maneras de entender la libertad y el poder: en forma positiva o negativa. En este sentido, desde el punto de vista que estamos llamando hispano, existe una concepción positiva de la libertad, porque la libertad es la participación efectiva en el poder con el objetivo de alcanzar el bien común. En la concepción inglesa, el poder se entiende en términos más formales y está repartido a nivel de lo económico y de la sociedad porque, en general, la sociedad es considerada un mecanismo económico de producción. En la propuesta liberal interesa entonces la formalidad del poder que permite la igualdad de todos ante la ley, a la vez que el poder real se ejerce en las relaciones económicas, en la lucha económica por la producción y la subsistencia. Claro que esta diferencia entre liberales y comunitaristas es, en realidad, teórica. En la práctica, difícilmente podemos encontrar ambas posiciones en estado puro. Pero mantener la diferencia entre ambas posturas nos permite utilizarlas como instrumentos de análisis de nuestra realidad política y social, por ejemplo como teorías diversas de la representación, formas diferentes de entender las funciones de los representantes políticos. Para ello, sería útil retomar también la reflexión histórica de Richard Morse acerca de las diferentes concepciones del derecho. En su libro El espejo de Próspero, Morse hace una distinción entre una concepción de la política angloamericana y otra iberoamericana. Para Morse, sucedió que los países del norte de Europa migraron hacia el norte de América, mientras que los países del sur de Europa migraron hacia el sur de América, principalmente españoles y portugueses. De estas distintas migraciones resultaron dos modos diferentes de concebir la política. En el norte predomina la que podríamos llamar "concepción liberal o universalista" de la política y en el sur la que denominamos "concepción comunitarista o particularista". Esta propuesta de Morse nos permite profundizar un poco más en la distinción entre comunitaristas y liberales. Morse afirma que en la concepción angloamericana de la política importan la imparcialidad y el universalismo, que caracterizan a la justicia. Del mismo modo, interesa la representación política desde el punto de vista de los procedimientos: que los representantes políticos actúen de acuerdo a ciertos principios, que respeten la imparcialidad de los procedimientos y que cumplan las decisiones que hayan sido tomadas por las bases, a través de discusiones en las que todos hayan participado como "iguales". La legitimidad del representante político consiste en el cumplimiento de los mandatos surgidos de una discusión democrática sostenida en sociedad. De esta manera, se asegura la continuidad entre lo que sucede en la sociedad y en el ámbito político. El representante político permite que las decisiones sostenidas en sociedad y producto del diálogo se trasladen al nivel político, a partir del respeto de algunos principios básicos procedimentales, imparciales y justos. En lo que se refiere a la posición iberoamericana, Morse rastrea sus antecedentes hasta el siglo XII en diferentes filósofos como Suárez y Victoria y nos muestra cómo, entre los españoles, existe una concepción diferente de la representación política. En el caso ibérico, lo que se pide a los representantes no es principalmente el respeto por los principios y procedimientos imparciales. Se les solicita que funcionen, que sean efectivos y que resuelvan los problemas. Del mismo modo, lo que sucede en las bases no es propiamente político. Las discusiones en el ámbito de la sociedad se orientan más bien hacia lo privado. El líder tiene que ser capaz de intuir lo que necesita esa comunidad, tiene que buscar el bien común. No interesa tanto el respeto por ciertos procedimientos, sino que éstos sean de interés general. En Latinoamérica, tenemos un ejemplo de ello. No interesa tanto la formalidad democrática ni el que todos podamos discutir por igual para llegar a una decisión que, posteriormente, nuestro representante podrá llevar a cabo. Lo que interesa es, en primer lugar, precisar lo que necesita nuestra comunidad y que nuestro representante político lo implemente. Es esta implementación la que la sociedad fiscalizará posteriormente. Desde la perspectiva liberal, como lo importante es el funcionamiento en base a principios universales, procedimientos imparciales, el punto de vista comunitarista aparece como autoritario porque el representante se separa de la discusión en la comunidad y resuelve los problemas independientemente de las discusiones de las bases. La mentalidad ibérica pretende que el interés común esté representado sólo por el líder y, en ciertos casos límite, el representante podrá funcionar "de cualquier manera”, incluso de forma inmoral, con tal que resuelva los problemas de la comunidad1. Desde el punto de vista liberal, aquí nos encontramos en un tipo de autoritarismo y, efectivamente, este estilo es autoritario. Lo que desearía en esta presentación es quitarle la carga moral al autoritarismo y tratar de entenderlo como una concepción distinta de la representatividad política. El comunitarismo y el individualismo deben servirnos como instrumentos de análisis de la realidad social y política para comprender, por ejemplo, por qué funcionamos de un cierto modo los peruanos o los latinoamericanos. 1 Pensemos en Fujimori, que tuvo una alta votación y un amplio respaldo porque, aparentemente, resolvía ciertos requerimientos de la comunidad sin importar el cómo. Representación mecánica y orgánica Las formas de entender lo político, lo democrático y la representación, entonces, son distintas para los liberales (ingleses y norteamericanos) y para los comunitaristas (España y América Latina). El modelo liberal es un modelo mecánico, donde las cosas funcionan porque el mecanismo democrático está bien afinado. Es formal, hay votaciones periódicas y se elige a los representantes en función de lo que se ha discutido previamente en las bases y de acuerdo a ciertos procedimientos básicos que reconocen la igual dignidad de los hombres ante la ley. La justicia y la representatividad política consisten en el correcto funcionamiento de este mecanismo representativo. Por su lado, el comunitarismo tiene una posición organicista que no concibe a la sociedad como un mecanismo, sino como un organismo. Es decir, como un conjunto de partes en donde cada una de ellas tiene importancia en función del todo y donde, al mismo tiempo, el todo funciona para cada parte. Por ejemplo, tomemos la relación entre el corazón y el cuerpo humano: el corazón es una parte de nuestro cuerpo y funciona para mantener viva a la totalidad de ese cuerpo. Pero podríamos también decir lo contrario, que todo el cuerpo se mantiene para que el corazón funcione bien. En el organismo, no hay diferencias entre la parte y el todo. Cada parte es, de alguna manera, el todo. Para los comunitaristas, la sociedad es un organismo donde cada miembro es una parte y donde, a la vez, el todo está funcionando para esa parte solamente. A partir de esta concepción orgánica de la sociedad, podemos entender también cuál es la concepción comunitaria respecto a la legitimidad de la representatividad política. El líder político, en esta concepción comunitaria, se vuelve representante en el sentido fuerte de la palabra porque lo que está detrás de esta propuesta organicista es que cada persona representa al todo. El líder representa a toda la comunidad y los miembros de esa comunidad trasladan su organización y su búsqueda personal, para realizarse o fracasar con él en la medida en que encarna la voluntad general. ¿Dónde encuentra satisfacción la comunidad en el modelo comunitarista? En los grandes actos colectivos. Podemos pensar en el Inti Raymi, que se realiza en el Cusco cada 24 de junio y que es la ocasión para que un sector de cusqueños se sienta realizado por esa participación en común, con un sentimiento de vida orgánica. Pero lo característico de esta posición es que la participación común es llevada hacia el ámbito privado, no tiene significación política. El líder, por otro lado, se ha desprendido de la comunidad orgánica y él, por sí mismo, pasa a representar a toda la comunidad. Hegel, en este mismo sentido, tiene algunas reflexiones sobre Napoleón. Napoleón fue una persona particular, un soldado de Córcega y del Ejército francés. Si juzgamos desde la historia, podríamos decir que Napoleón se apoderó del Estado y se hizo Emperador, pero si lo miramos desde la perspectiva del propio Napoleón veremos que lo que él buscó fue su propio interés y que éste coincidió con la voluntad general. Napoleón tomó el poder por sí mismo, al mismo tiempo que los franceses reconocían que su interés particular (no político) coincidía con la voluntad general, con el interés de todos. Por ello, la lucha particular de Napoleón de todos esos años fue percibida como la lucha de todos los franceses (y, en un momento, la de los europeos en general). Ese es el ideal de la representatividad política comunitarista, el ideal del gran hombre. Este modelo ibérico de la política nos pertenece como descendientes de hispanos. Delegamos el poder y nuestra responsabilidad política en el líder para que él resuelva los problemas. Nosotros, como miembros de la sociedad, aumentamos nuestros lazos comunitarios a través de nuestra participación en acontecimientos públicos como el Corpus Christi. Allí nos sentimos realizados porque pensamos que la cuestión política debe ser resuelta por los políticos, puesto que para ello los hemos elegido. Son ellos los que deben discutir, mientras que nosotros, en comunidad, compartimos modos de ser, hábitos y costumbres. Por lo anterior, entendemos por qué los ingleses o los liberales consideran que nuestra manera de hacer política es autoritaria: elegimos a un líder y delegamos todo el poder en él, sin importarnos cómo este líder nos tratará posteriormente, si hace trampa en las elecciones, si roba o si miente. Lo que importa es que nos resuelva los problemas, que nos tenga contentos. Todo esto puede funcionar hasta que los problemas no sean muy graves y sobre todo en comunidades pequeñas y homogéneas. En estas comunidades, el representante está, efectivamente, cerca de la gente y, además, los problemas a resolver son concretos e implican a toda la comunidad. Por ejemplo, en una comunidad pequeña donde el problema a resolver es el de conseguir agua o mejorar los canales de riego para beneficio de toda la comunidad, se elige a un representante y se le exige que sepa leer y escribir, que sea hábil para que pueda enfrentarse a los abogados, que tenga buenas relaciones con la policía y, sobre todo, que consiga el agua que se necesita o la canalización. Las cosas funcionan porque la gente está muy implicada y porque es un pueblo pequeño donde todos se conocen, donde todos están en contacto constante y donde, por esas mismas razones, se puede fiscalizar casi cotidianamente al representante, controlar si ha cumplido con los objetivos en común, con las finalidades que exige el bien común. En los momentos de crisis, en las comunidades pequeñas con un objetivo claro perseguido por todos, existe un movimiento de fiscalización más o menos efectivo sobre el líder. Pero cuando pasamos a una comunidad más amplia, cuando pasamos a las dimensiones de un país completo, este modelo parece tener muchas deficiencias, muchos vacíos, especialmente por la dificultad de fiscalizar a un líder que está lejos y por no disponer de los mecanismos necesarios para enfrentar esta situación, justamente porque pertenecemos a una ideología comunitarista. En la medida en que no hemos construido medios de fiscalización convenientes para nuestros políticos, cuando hablamos de comunidades de dimensiones amplias, nos encontramos con los vicios típicos de nuestros líderes. Entregamos a nuestro representante todo el poder y el líder lo aprovecha para obtener lo que necesita de acuerdo a sus propios intereses. Como nadie participa en una fiscalización sostenida (la fiscalización no nos interesa porque no resuelve nuestros problemas), nos encontramos con ese mal endémico que es la corrupción. Podríamos decir que nuestro modelo político se presta a la corrupción en la medida en que en él se delega el poder a un representante que funciona como un “símbolo”, tal como lo afirma Guillermo Nugent en su artículo “¿Cómo pensar en público? Un debate pragmatista con el tutelaje castrense y clerical”. El representante se convierte en el símbolo de la comunidad y, en esa medida, se confunde lo privado con lo público. El interés del líder es el interés de todos, ese es el ideal comunitarista. Pero, en la práctica, el interés del líder es el interés del líder, es el interés de aprovechar todo lo que pueda para sí mismo sin resolver los problemas del bien común, y la sociedad no puede hacer nada frente a ello porque no dispone de los mecanismos de fiscalización y de participación democráticos formales. La formalidad, el respeto por las normas, por los procedimientos imparciales, aparecen como cuestiones más bien abstractas, propias del mundo político anglófono. Para nosotros, el líder tiene derecho a hacer lo que le parezca y a beneficiarse de todo lo que pueda, siempre y cuando nos represente efectivamente a todos y busque el bien de la comunidad. Lamentablemente, son pocas las veces que los líderes cumplen con estas expectativas. La representación liberal es semejante a la del signo que tiene la característica de ser transparente, de no significar por sí mismo. El signo refiere, es como la palabra. Cuando escuchamos hablar, no atendemos a la materialidad de la palabra, sino a su significado. El signo es como una ventana que nos abre a significados diferentes de aquello que expresa el aspecto concreto de ese mismo signo: la palabra caballo no se parece al caballo. A excepción de la poesía, donde se nos exige que prestemos atención a la materialidad de los sonidos, en general la palabra significa comunicación y referencia. Para Nugent, en la representación mecánica, el representante es como un signo que no vale por sí mismo, sino en función de su significado. El representante no se representa a sí mismo, sino que es transparente, nos representa a nosotros. En cambio, en el modelo comunitarista, el representante vale como un símbolo. Mientras que el signo es puramente transparente y nos lleva directamente a pensar en el significado, el símbolo funciona de una manera distinta: tiene un espesor, no es transparente y exige que prestemos atención a la imagen que lo configura para comprenderlo. Desde esta imagen accedemos, luego, a un mundo simbólico. Para Nugent, entre nosotros, el representante es un símbolo y no un signo. Es decir, vale por sí mismo, nos representa densamente, materialmente y casi físicamente y se considera con derecho (y de alguna manera nosotros también lo consideramos así) a tomar decisiones por cuenta propia. No como un signo transparente que solo transmite las decisiones de las bases, sino como un símbolo que vale y tiene una densidad por sí mismo. A partir de esta comprensión, podemos restarle peso moral a nuestra tradición autoritaria. Entenderíamos que esta tradición no es antinatural, no es un vicio, sino sólo una manera de entender la representación política. Bibliografía Morse, R. 1982 Nugent, G. 2001 El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo. Siglo XXI editores. México. “¿Cómo pensar en público? Un debate pragmatista con el tutelaje castrense y clerical”. En: S. Lopez Maguiña (y otros), Estudios Culturales: discursos, poderes, pulsiones. Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, Lima, pp.121-143. López, S. 2001 Villoro, L. 1998 Matrices culturales y estrategias en la construcción de la ciudadanía. IDS, Lima. Estado plural, pluralidad de culturas. Paidós, México,