la ética cristiana: ¿fe o razón?

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EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE
LA ÉTICA CRISTIANA: ¿FE O RAZÓN?
¿Se pueden conciliar la ética, basada en la razón, y la moral, basada en la revelación?
¿Son incompatibles? ¿Debe estar aquélla supeditada a ésta? ¿Se debe hablar de ética
autónoma, de moral de fe, o bien de ética cristiana? La conducta humana, ¿a qué
autoridad debe someterse, a la de la conciencia racional o a la del magisterio? Son
preguntas que producen frecuentes conflictos y a las que el artículo responde
largamente (el estilo de nuestra revista, con todo, nos ha obligado a condensar bastante
el artículo original).
La ética cristiana: ¿fe o razón? Discusiones en torno a su fundamento, Cuadernos Fe y
Secularizad, n. 4 (1988) 5-31
I. Introducción
Nuestros manuales clásicos de moral
En ambientes católicos, los libros de texto solían señalar, en sus primeras páginas, una
clara distinción entre moral y ética.
La moral se consideraba como una ciencia teológica y, por tanto, debía encontrar en la
revelación su único fundamento. Por ella Dios había manifestado su voluntad, y al
hombre no le quedaba otra salida que la sumisión. La iglesia, guardiana de este
depósito, era la encargada de traducir estas exigencias a la complejidad de las
situaciones reales. Y correspondía al moralista analizar esas dos fuentes - la palabra de
Dios y la enseñanza de la iglesia- para exponer los criterios morales.
La ética, en tanto que disciplina filosófica, debía intentar probar, a la luz de la razón, las
normas orientadoras de la conducta. Una tarea secundaria, dado que su esfuerzo sólo
servía para confirmar lo revelado por la fe. Por lo demás, sólo el magisterio de la iglesia
podía interpretar con garantía las conclusiones que la filosofía derivaba de la ley natural.
Así, la aceptación de unos contenidos éticos no dependía tanto de las justificaciones
racionales como de los motivos sobrenaturales en los que se apoyaba. Nadie podrá
negar que semejante planteamiento era claramente heterónomo.
Fundado en la certeza de que todo estaba garantizado por la autoridad de Dios, el
mundo de nuestros manuales clásicos era de una maravillosa armonía. No había espacio
para la vacilación. Las dudas que pudieran surgir serían más bien fruto de la ignorancia
o acaso de un estado de conciencia patológico, designado como escrúpulo o perplejidad.
Pero como la moral, condicionada por su finalidad práctica, se orientaba hacia el
sacramento de la confesión no es extraño que los libros de texto se centrasen en saber
cuándo una conducta resultaba pecaminosa. Sin exagerar, podríamos designarlos como
"pecatómetros".
No digo esto con ánimo de ironía o menosprecio. Respeto esta tradición que logró dar
una orientación válida a tantas generaciones, situadas, eso sí, en un contexto histórico y
cultural distinto del nuestro. Hay que decir, sin embargo, que ya antes del concilio
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fueron muchos los intentos de renovación que pretendían superar esa exposición
negativa y legalista, muy lejos del ideal evangélico. Pero se quedaron a medio camino,
porque más que justificar el porqué de una conducta, trataron de animar simplemente a
su cumplimiento. La justificación siguió teniendo un marcado carácter heterónomo.
El reto de la secularización
El reto, el cambio profundo de perspectivas en moral vino como consecuencia del
proceso de secularización. Guste o no, éste es el hecho real. Entendemos por
secularización el intento de recuperar la autonomía perdida desde que el hombre, por
diversos motivos, había querido buscar en Dios la explicación de todos los fenómenos
naturales.
Era comprensible que, en la medida en que nuestros conocimientos se mostraban
incapaces de ofrecer una explicación adecuada a los misterios naturales, se intentara
buscarla en una causa superior, que supliera nuestra ignorancia. "dios" (con minúscula)
aparecía en todas las culturas como la única justificación coherente de los fenómenos.
Ahora bien, los constantes progresos de las ciencias ha hecho que esa hipótesis - "dios"sea cada día menos necesaria; poco a poco, los descubrimientos científicos podrían
llevarnos a una sociedad en la que "él" ya no tenga sentido.
En efecto, muchos representantes radicales de este movimiento secularizador piensan
que la existencia misma de Dios constituye una negación del hombre o, al menos, un
obstáculo para su libre desarrollo. Hay que decir, sin embargo, que esta exigencia no es
consecuente con los presupuestos más esenciales de la secularidad. Esta nueva cultura
se esfuerza por clarificar las relaciones entre Dios y el mundo, distinguiendo con mayor
exactitud la esfera que a cada uno le corresponde para evitar, de esta manera, la
mundanización de Dios o la divinación del mundo. En otras palabras, la secularización
no intentaría destruir o eliminar la sabiduría de la fe, sino protegerla y conservarla bajo
una forma distinta. En términos evangélicos, se trata de dar a Dios lo que es de Dios y al
César lo que es del César. Sólo cuando la secularidad se cierra sobre sí misma,
excluyendo la dimensión trascendente, se convierte en secularismo, y se hace
inaceptable para el cristiano.
El Vaticano II, en su Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo moderno, ha
distinguido con claridad este doble planteamiento y ha aceptado sin reservas las
exigencias cristianas de la verdadera secularidad: Si por "autonomía de lo terreno"
entendemos que las cosas y las sociedades tienen sus propias leyes y que el hombre
debe irlas conociendo, empleando y sistematizando..., es absolutamente legítima esta
autonomía, por cuanto responde a la voluntad del Creador. Pero si "autonomía de lo
temporal" quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y que el hombre
puede disponer de todo sin relacionarlo con El, entonces no hay ni uno solo de los que
admiten su existencia que no vea la falsedad de tales palabras.
Cambio de óptica en la moral cristiana
Esta mentalidad secular ha tenido, obviamente, una influencia extraordinaria en el
campo de la ética, no sólo porque se ha subrayado la importancia de lo mundano, sino
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porque se ha recalcado con urgencia la necesidad de encontrar una justificación humana
a las normas morales. El hombre moderno, como se viene repitiendo, ha alcanzado la
mayoría de edad y no se contenta ya con una explicación externa y autoritaria. Huye de
toda heteronomía, incluso religiosa, que intente imponer unos valores éticos sin
procurar, al mismo tiempo, una fundamentación razonada. ¿Qué fund amentación? Una
moral que se adjetiva como "cristiana", necesita tener una dimensión religiosa y
trascendente. La fe y la razón tienen, pues, que encontrarse de alguna manera
implicadas. Ahora bien, según la insistencia con que cada cual subraya uno u otro de
estos factores, ha surgido en estos últimos años una doble formulación bajo el nombre
de "ética autónoma" y "moral de fe". Voy a trazar aquí una síntesis de ambas posturas,
en sus planteamientos generales, para deducir, al final, algunas conclusiones de interés.
II. La etica autonoma
Un lenguaje común a cristianos y no cristianos
La ética autónoma es la respuesta del hombre moderno, que desea actuar por
convencimiento interior y no por el hecho de estar mandado. Aun careciendo de la
vivencia de la fe, una persona honesta está capacitada para conocer los contenido éticos
y comprometerse con ellos, en pugna con los factores que condicionan el
descubrimiento de la verdad o el seguimiento del bien. La historia demuestra que en
culturas anteriores, o ajenas a la revelación cristiana, se aceptaban conductas
consideradas como propias y aun exclusivas del cristianismo. El amor a los enemigos,
por poner un ejemplo bien característico, fue proclamado antes que la revelación judía.
No obstante, los autores que defienden esta postura reconocen que cuando la educación
se desarrolla en un clima religioso, éste ilumina y estimula el aprendizaje de la moral.
Claro que descubrir un valor por la enseñanza de la revelación no significa que sólo por
ella puede justificarse. Las actitudes que un día alguien llegó a conocer por ese camino
pueden hacérsele también comprensibles y aceptables desde una reflexión racional.
Una doctrina tradicional
Este planteamiento parece confirmado por una amplia y autorizada tradición, asumida
por el mismo Sto. Tomás. Toda la teoría clásica de la ley natural, al margen de sus
interpretaciones históricas, mantiene ese mismo supuesto básico: las normas de
conducta encuentran su justificación en la interioridad del hombre racional. En el fondo,
este principio implica la idea de una moral secular. Con ello no se quiere sacar a los
creyentes del ámbito de la fe, sino acreditar las exigencias de la fe, mediante los
postulados del derecho racional.
Aparece así una visión profundamente optimista respecto a la capacidad del ser humano
para orientar su propia existencia. Según aquella, el hombre está en medio del mundo
como una pequeña providencia, encargado por Dios de llevar adelante la obra de la
creación. En efecto, el creyente sabe que esa autonomía para dirigir su vida es un regalo
del Creador. Sabe también que su destino es sobrenatural. Pero esta relación de origen y
de destino, que ha descubierto por la revelación, no destruye de ningún modo su
capacidad de autogobierno, ni su responsabilidad sobre el mundo.
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Lo que se quiere subrayar con esta postura es que la fe no es un requisito necesario para
el conocimiento ético. Y además que la aceptación de un lenguaje común - la razón- a
todos los que buscan y trabajan en el bien del hombre posibilita la comprensión del
mensaje moral evangélico y el acceso razonable a sus valores éticos.
Papel de la fe
Evidentemente, esto no minusvalora la importancia de la fe en la praxis del cristiano.
Con matizaciones diferentes, todos los autores insisten en que la fe no es algo superfluo
o ajeno al campo de la conducta. Ateniéndonos a una terminología bastante común,
podemos distinguir en la vida del hombre el nivel trascendental del nivel categorial. En
el primero se da un significado más profundo del ethos humano. La fe, que actúa con
fuerza en el interior del corazón, estimula al creyente a una coherencia de vida. A veces,
lo que nos falta no es el convencimiento, sino el impulso para actuar. Pues bien, el
cristiano, que cree en Dios y siente su llamado, que se esfuerza en seguir e imitar a
Jesucristo, posee una "motivación extraordinaria" que no tendría, tal vez, si sólo actuase
por motivos de razonable honestidad.
Por otra parte, la fe ofrece una ayuda inestimable, ya que facilita y confirma el
"conocimiento" de los valores éticos. Lo que el Vaticano I afirma respecto a la
necesidad de la revelación para el conocimiento natural de Dios habría que aplicarlo
también con mayor razón, a la captación de los valores morales: A esta divina
revelación hay que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo
inaccesible a la razón humana pueda ser conocido por todos... de modo fácil, con
certeza y sin mezcla de error.
No se pretende buscar en la Escritura soluciones concretas a nuestros problemas
actuales; pero de ella brota como una sintonía de fondo que puede dotar al cristiano de
una transparencia y lucidez singulares. Desde la antropología de la biblia se captan
mejor las experiencias y valores morales. Ella configura, por dentro, una actitud de
entrega que nos hace sensibles a las exigencias éticas. Y no hay que olvidar todo lo que
el mundo de la gracia nos aporta y la forma como nos influye en la práctica. Regenerado
por la gracia, el creyente actúa con la fuerza del Espíritu, que le dinamiza para el
cumplimiento del bien. Adviértase, no obstante, que la verdad ética tiene que
descubrirse con el esfuerzo de la razón. Si la fe tiene una primacía absoluta en el plano
trascendental, esto no afecta a los contenidos morales, que pertenecen al ámbito
categorial. Aquí Dios no se ha pronunciado de forma directa, como al dictado. Y si bien
la obediencia a su palabra ha de ser incondicional, lo difícil, en muchas ocasiones, es
conocer lo que El quiere y desea de nosotros.
Papel del magisterio
En este punto, la iglesia tiene una misión importante que cumplir. Ella no sólo ha de
conservar y defender la fe, presente en el depósito de la revelación, sino que ha de
iluminar también la conducta del hombre en el campo de las costumbres, aunque no
pertenezcan al depósito de la revelación. En efecto, la voluntad de Dios, como hemos
dicho, se manifiesta en todo lo que es recto y justo. El problema radica en saber cómo
llegar al descubrimiento de esta moralidad. Es aquí donde la iglesia no debe ahorrarse el
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esfuerzo y la reflexión racio nal para ofrecer las respuestas éticas, que no están explícita
ni directamente solucionadas en la revelación.
Aunque ninguno de los autores rechaza la asistencia del Espíritu a este magisterio moral
de la iglesia, todos insisten en que semejante ayuda no excluye la posibilidad de error,
puesto que no se trata aquí de la verdad infalible. Ninguna enseñanza ética -al parecer
de la mayoría- alcanza este nivel de infalibilidad. Por lo demás, la historia demuestra
que algunas de las doctrinas propuestas por el magisterio no infalible han ido
cambiando con el tiempo, e incluso han sido abandonadas. Ofrecer algo como
razonable, en función de los datos científicos en un determinado momento histórico, no
significa que lo sea siempre.
Por ello, hay quienes piensan que tales intervenciones no se hacen en virtud de un
especial magisterio, sino por una preocupación sincera de orientar la conciencia de los
fieles cuando éstos no se hallan capacitados o cuando surgen especiales dificultades
para el discernimiento de los valores. Se trata, en todo caso, de una tarea vicaria (y en
ocasiones, de manifiesta necesidad) pero que nunca podrá exigir una absoluta sumisión
de la voluntad y del entendimiento. Recuérdese que, por hipótesis, nos referimos a una
verdad sobre la que Dios no ha manifestado ninguna enseñanza particular, de modo que
sólo queda el recurso a la razón para que la conciencia, después de examinar las
doctrinas -también las del magisterio- juzgue y decida lo que es mejor. Esta
interpretación tocante al magisterio no es compartida por todos los autores de esta
tendencia. Sin embargo, todos hablan de la posibilidad de un disentimiento respetuoso,
después de una reflexión seria y sin actitudes de autosuficiencia o de rebeldía.
Resumen final
En síntesis, podemos decir que la "ética autónoma" tiene como punto de partida una
moderada confianza en la razón humana, a pesar de sus limitaciones. Y como meta,
tiende a hacer comprensibles los valores éticos en un mundo secularizado, que postula
una explicación racional para su asentimiento. El creyente descubrirá que esa autonomía
le ha sido dada por Dios, y encontrará en El una ayuda, pero nunca le servirá de excusa
para ignorar el origen y el destino de su "autonomía ética".
III. La moral de fe
Acusación de ingenuidad a la postura anterior
La "moral de fe", como es obvio, manifiesta serias reservas sobre algunas afirmaciones
de la postura anterior. El mismo término "autonomía" despierta ya un fuerte rechazo por
considerarse inaceptable en un discurso cristiano, dado su origen y significación laica.
Todo lo que niega la absoluta soberanía de Dios o el carácter de criatura del hombre es
incompatible con el núcleo de la fe. El punto de partida no ha podido, pues, ser más
funesto. Pero no acaban aquí las dificultades.
La antropología subyacente a la corriente anterior se considera también demasiado
optimista e ingenua, por cuanto se olvida de las consecuencias del pecado sobre el
hombre. Puesto que la capacidad para el conocimiento ha quedado tan mermada, no es
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posible fundar un valor sin referencia a la revelación. Basta considerarla interminable
lista de errores y barbaridades que se han cometido en nombre de una fundamentación
racional. La Ilustración es un ejemplo que no debería repetirse. Colocar la razón
humana como criterio definitivo es negar de antemano la solución de los problemas
éticos. Ineludiblemente, la ética requiere la iluminación de la fe. Por tanto, y en este
sentido, parece absurdo hablar de autonomía. O se acepta la dependencia de Dios o se
cae en una moral sin fundamento.
Por lo demás, no es fácil exponer de forma coherente la variedad de posiciones y
matices con que se presenta esta postura. El denominador más común, frente al
optimismo de la autonomía ética, es la desconfianza respecto a la capacidad de la razón.
Sólo la fe posibilita el conocimiento de los auténticos valores.
Esta tendencia se radicaliza en algunos autores. El desprecio de lo humano tiene
entonces el peligro de deslizarse hacia un fideísmo de graves consecuencias. El Dios
"tapa-agujeros" se dibuja con demasiada claridad para no sentir una cierta desconfianza.
Lo religioso sobre lo humano
De todos modos, la opinión de la mayoría se inclina hacia la dimensión religiosa, la
única que puede dar garantías. Típico de este pensamiento es la idea de que sin fe se
arruina por completo el orden moral. La vigencia de lo humano no tiene apenas
consistencia, ya que sólo sirve para confirmar las enseñanzas de la revelación. El único
camino eficaz es el anuncio de la fe, que posibilita el conocimiento de los auténticos
valores. Evidentemente, esto significa que la fe no tiene una función meramente
complementaria de la razón. Su importancia es primordial y absoluta. Sólo desde esa
óptica sobrenatural es posible captar el sentido pleno de la vida y de todos sus
aconteceres, frente a los que el hombre se siente desconcertado. El que algunos o
muchos de estos valores sean compartidos por personas sin fe no debería tener mayor
relevancia. De hecho, toda la cultura de occidente se halla transida de cristianismo; y
aunque haya pretendido liberarse de su influjo, no es fácil desligarse de las primeras
experiencias.
En consecuencia, la especificidad de la moral católica no consiste exclusivamente en los
aspectos "trascendentales", de los que se hablaba en la postura anterior, sino que se
afirma también la existencia de unos valores éticos "categoriales", que sólo la fe puede
captar y que, por tanto, son inasequibles a una ética racional. Se citan, como ejemplos,
el perdón de los enemigos, la indisolubilidad del matrimonio, la virginidad libremente
elegida, la significación de la muerte. Si la gracia transforma al hombre entero, resulta
incomprensible que su actuar no sea distinto del de quien no la ha recibido.
La autoridad sobre lo humano
Obviamente, también el magisterio de la iglesia adquiere aquí un relieve mayor. Dado el
vínculo entre moral y fe, la autoridad eclesiástica tiene la obligación de imponer una
enseñanza ética basada en motivaciones teológicas y no en argumentaciones racionales.
Además, la obediencia constituye una garantía superior a cualquier otra justificación,
parezca o no convincente. Algunos llegan a admitir, incluso, que ciertas enseñanzas
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morales alcanzan el grado de la infalibilidad. El magisterio no puede equivocarse
cuando, durante mucho tiempo y de forma constante, ha propuesto a sus fieles una
doctrina como obligatoria en conciencia. De lo contrario, la confianza de los fieles
caería por los suelos. Este es el caso, por ejemplo, de los métodos anticonceptivos.
Resumen final
Como síntesis, podríamos decir que en esta tendencia el "punto de partida" es una visión
más pesimista de la razón humana, que necesita apoyarse en la luz de la revelación. Su
"meta" es defender la plenitud de la moral evangélica, aunque para ello sea necesaria la
renuncia a los intentos de explicación racional. La fe no sólo descubre los valores éticos,
sino que es su única justificación objetiva.
IV. La etica cristiana
Exigencia de racionalidad
No es fácil el concordismo entre ambas posturas. Existen, como es lógico, elementos
comunes y soluciones idénticas; pero los presupuestos contienen matices diferentes.
Tengo la impresión de que unas veces esas diferencias son demasiado especulativas, y
otras veces se reducen a diferencias de lenguaje. En cambio, el problema de fondo
queda sin resolver: hay que encontrar una metodología que permita hacer presentes los
valores de la ética cristiana en la sociedad moderna y secularizada.
En un mundo como el nuestro, nadie podrá negar que cualquier obligación ética por la
fuerza de la autoridad y sin una explicación razonable suscita el rechazo y la
agresividad. Este es un dato objetivo e irrenunciable. La justificación última sobre la
bondad o malicia de una acción no se encuentra jamás en que esté mandada o prohibida
-comportamiento infant il-, sino en el análisis de su contenido interno. Hay que pasar de
una moral heterónoma e impositiva a una conducta autónoma y responsable: adulta.
La fe exige la aceptación de los misterios que sobrepasan nuestra capacidad de
comprensión y sólo cuando sabemos que Dios los ha revelado; pero la moral no
pertenece a ese mundo misterioso, aunque a veces la complejidad de una norma resulte
difícil y de solución incierta. El hombre tiene derecho a conocer el porqué de una
valoración ética. Sólo el que no tenga razones deberá atenerse a los argumentos de
autoridad. Sto. Tomás confirma esta orientación: Así pues, quien actúa
espontáneamente actúa con libertad; pero el que recibe su impulso de otro no obra
libremente. Por tanto, el que evita el mal no porque es un mal, sino porque está
mandado no es libre; y quien lo evita porque es un mal, ése es libre (In epistolam II ad
Corinthios, en Opera omnia, Vives, París 1876, t, 21, 82).
Si al cristiano se le pide dar una explicación de su fe, que encierra misterios
incomprensibles -"dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
pida una explicación "(1 P 3,15)con mucho mayor motivo deberá estar preparado para
justificar su conducta. Y obsérvese que el recurso a la autoridad podrá servirle de ayuda
para la práctica; pero cuando se utiliza con el deseo de convencer sólo despertará fuertes
sospechas.
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De cara al mundo de hoy, la jerarquía, los moralistas y los educadores han de esforzarse
por presentar una doctrina que sea razonable y que no se ampare exclusivamente en
argumentos de soluciones humanas al mundo alejado de la fe y reacio a cualquier
intento de manipulación ideológica. No hay que decir que ésta es una tarea mucho más
comprometida que la de levantar la voz para repetir lo que está mandado o para
amenazar con las consecuencias del pecado. Creemos que la "ética autónoma" ha
subrayado esta urgencia con mayor énfasis que la "moral de fe".
Moral fuera del cristianismo
El problema de fondo radica en aceptar o no la capacidad del hombre para conocer los
valores éticos, sin necesidad de recurrir a la fe para su justificación. Pues bien, dejando
de lado ahora las discusiones especulativas o interpretaciones históricas, me parece que
existen datos objetivos para hacer "razonablemente" una determinada opción. El
conocimiento mayor de otras culturas, así como el sentido ético de muchas personas
honestas sin relación con la fe, hace muy difícil creer que algunos valores son
exclusivos del cristiano. Por lo que tiene de sintomático, no me resisto a copiar un viejo
texto, anterior al cristianismo, en el que un padre habla a su hijo, con un talante que nos
recuerda a Jesús: "No hagas mal a tu adversario, recompensa con bienes al que te hace
mal; procura que se haga justicia a tu enemigo, sonríe a tu adversario..., muéstrate
amable con el débil, no insultes al oprimido, no lo desprecies con aire de autoridad"
(Está tomado de J.L. Sicre, La preocupación por la justicia en el antiguo Oriente,
Proyección 28 (1981) 99-100). Este y otros datos similares demuestran que al razón
humana, a través de la experiencia y de la reflexión individual o comunitaria, puede
llegar a captar valores supuestamente "incomprensibles", al margen de la revelación.
Luces y sombras de la moral cristiana
Por otra parte, sin ánimo derrotista, hay que reconocer que los cristianos, a pesar de la
función iluminadora de la fe, no siempre hemos sobresalido en la defensa de algunos
valores o en la condena de algunas injusticias. En la misma iglesia, como doctrina
oficial o comúnmente aprobada, se han permitido comportamientos, que hoy nos
resultan censurables. De todos modos, sería injusto negar que la iglesia haya
contribuido a la defensa del hombre con su esquema de valores. Pero ello no es óbice
para reconocer que otros grupos, por vía racional, hayan conocido y aceptado dichos
valores. Más que hablar de una ética específicamente cristiana, se podría admitir que la
moral de los cristianos encierra un conjunto de valores que, tal vez, no se dé en otros
colectivos; pero sin que ninguno de estos valores pueda ser considerado incomprensible
a la razón (con esto no queremos caer en una exaltación ingenua de la razón. Sus
limitaciones son muchas, aparte de los condiciones que la determinan. El desencanto
que caracteriza hoy la cultura postmoderna subraya con fuerza esta relatividad).
El conocimiento de un valor ético tiene una dimensión racional, pero exige también
dosis de intuición y sensibilidad: la evidencia de un silogismo no lo resuelve todo. Y
hay más: los datos científicos, los prejuicios colectivos, los intereses de cualquier índole
nos hacen ver una misma realidad con distintos matices. El hombre no accede nunca a la
materialidad de las cosas, en una actitud de despojo absoluto. Nuestro conocimiento se
halla mediatizado. Por ello, no se puede pedir que la solución a problemas complejos
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resulte evidente para todos; pero sí debe exigirse que la opción presentada aparezca,
entre otras posibles, como razonable. Lo más importante es que ninguna oferta ética
resulte incomprensible o absurda.
Dimensión racional de la moral revelada
Para superar tales limitaciones, no es licito acudir a la revelación con la esperanza de
encontrar resueltos los problemas éticos que nos preocupan. La Escritura no es un texto
de moral, aparte de que el ethos de Israel ya era practicado por otros pueblos, privados
de la revelación. Además, los exegetas han subrayado la importancia de lo racional en la
moral de la revelación: la literatura sapiencial, sobre todo, es un ejemplo evidente,
extensible a las enseñanzas éticas de los libros restantes. Habría que decir, por tanto,
que lo que Dios manda y quiere en el campo de la conducta es fundamentalmente lo que
el hombre mismo descubre que debe realizar. Esto no significa que El se acomode a la
mentalidad de cada época o que se haga tolerante, permitiendo hoy lo que mañana
prohibirá. Es Dios mismo quien deja al hombre, como ser dotado de autonomía y capaz
de responsabilidad, que busque las formas concretas de su vivir en amistad con El.
Si la moral revelada cambia, es porque la inteligencia humana se acerca a la verdad con
titubeos y equivocaciones que ha de ir remontando lentamente. Pero Dios no ha querido
exigir más de lo que el hombre ha ido descubriendo poco a poco: allí donde el hombre
percibe una llamada al bien, allí se manifiesta el querer de Dios. Nuestra obediencia no
consiste en el sometimiento a los preceptos revelados, sino en la docilidad a la llamada
interior y personal de la razón. Aquí radica la gran tarea del hombre y del cristiano.
Límites de la fe en las valoraciones éticas
No entro ahora en el problema de si la existencia de Dios es requisito imprescindible
para dar carácter absoluto a la obligación. Algunos insisten en este presupuesto. Pero
parece demasiado duro afirmar que un agnóstico, por ejemplo, no pueda mantener una
vida honesta, coherente con sus esquemas. El hecho de que algunas veces falte no tiene
por qué atribuirse a su inmanentismo ético, sino a la debilidad propia de la condición
humana, como les ocurre a tantos creyentes, a pesar de su fe. No hay que decir que esta
insistencia en la importancia de la racionalidad no significa que haya que confiar
plenamente en sus posibilidades, sobre todo teniendo en cuenta que se halla
determinada, de alguna manera, por el contexto en que actúa.
Por su parte el creyente encuentra en el mensaje revelado no sólo la luz y el impulso que
necesita, sino también un nuevo marco de comprensión, una cosmovisión totalizante
que le pone en espontánea sintonía con los valores más profundos. La entrega
incondicionada a Dios; la opción por Jesús y su reino; la vida puesta al servicio de los
demás; la esperanza de un éxito final; el sentido de la realidad, por muy negativa que
aparezca, son otras tantas dimensiones que la fe descubre al creyente y que lo hacen más
sensible, más apto y más dispuesto a las exigencias éticas. En teoría, al menos; porque
en la práctica hay que reconocer que todo ello no basta para que se dé un eficaz
discernimiento ético. Aun con muy buena voluntad, la iglesia, como comunidad, y los
santos, como testigos de Dios, han defendido conductas que hoy se consideran poco
evangélicas y poco humanas, o han condenado otras que se han permitido con
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posterioridad. Hicieron lo que les parecía mejor, teniendo en cuenta los elementos de
aquellas circunstancias concretas. Después, con perspectiva histórica, se comprendieron
mejor todos los condicionantes. Por eso, nadie puede exigir que las obligaciones
impuestas tengan un carácter definitivo e inmutable. Nuestra responsabilidad radica en
que lo que ahora se pida sea, por lo menos, razonable.
V. Conclusión
Complementación entre la fe y la razón
Estas reflexiones me llevan a una conclusión pragmática: si la comunidad cristiana
hubiera vivido con autenticidad los valores humanos, sería lógico deducir que sólo a
partir de la fe se hace posible la fundamental de la moral. De igual manera, si se hubiese
dado la hipótesis contraria, otros podrían concluir que la fe era una ideología alienante y
que no cabe otro recurso que la razón.
Así como sería imposible -e históricamente injusto- probar esta segunda hipótesis; así
también la primera es de difícil comprobación: ni siempre los cristianos han vivido la
plenitud del conocimiento moral, ni, en cualquier caso, han sido los únicos.
Dado, pues, que ni la fe sola, ni mucho menos la sola razón, garantizan el conocimiento
ético, se hace del todo inevitable insistir en la necesidad de su mutua complementación.
Magisterio y teólogos
La iglesia puede y debe ofrecer una orientación moral a sus fieles. Cuando descubra que
determinados comportamientos se alejan del espíritu evangélico o que se convierten en
una amenaza para el hombre, ella ha de levantar la voz de alerta. Y su testimonio se
hace vinculante, por encima de cualquier otra opinión.
Cierto que hoy se ignoran o se marginan estas intervenciones. Tal vez ello es debido a
un excesivo dogmatismo por parte del magisterio. La moral que enseña la iglesia no es
un conocimiento que le venga de arriba; por consiguiente, no debe darle un carácter
absoluto y definitivo. Las valoraciones hechas en un momento determinado pueden
sufrir matizaciones y cambios; estos cambios, evidentemente, nunca se van a realizar
por iniciativa de la autoridad. Antes de que el magisterio intervenga, las nuevas
orientaciones se habrán planteado y discutido en niveles inferiores. La historia
demuestra, por ejemplo, que si no hubiera sido por la "disidencia" de los teólogos, el
enriquecimiento progresivo en la doctrina del magisterio habría permanecido estancado.
Juan Pablo II lo reconoce explícitamente: el teólogo "debe hacer nuevas propuestas;
pero sólo son una oferta... hasta que, en un diálogo sereno, la iglesia las pueda aceptar"
(Discurso a los teólogos en Altötting: Papst Johannes Paul II in Deutschland (Offiziele
Ausgabung), Bonn 1980, 171.
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Un disentimiento respe tuoso
Esta tensión - magisterio/teólogos- podría extenderse también a las relaciones entre la
doctrina oficial y el juicio honesto y reflexivo de la propia conciencia, cuando a pesar de
su buena voluntad no comprende las razones de una enseñanza concreta. Es posible que
esta incomprensión sea consecuencia de motivos interesados, de poca lucidez, de
insensibilidad para ciertos valores o hasta de una autosuficiencia orgullosa; pero es
posible también que, después de un esfuerzo serio y profundo, continúe sin comprender
la ilicitud de una conducta. En tales casos, la misma iglesia admite la posibilidad de un
disentimiento respetuoso: Aquel que, a su parecer, crea poseer ya la opinión que la
iglesia alcanzará en el futuro deberá preguntarse ante Dios y su conciencia si sus
conocimientos teológicos son tales que le permitan apartarse, en la teoría y en la
práctica, de la enseñanza que la iglesia presenta como provisional. (Episcopado
alemán, Documen. Cathol., 65 (1968) 324). Después de la publicación de la Humanae
vitae, otra Conferencia episcopal advirtió: Que ninguno sea considerado como mal
católico por la sola razón de un tal disentimiento. Se trata, pues, del reconocimiento de
la autonomía de la conciencia cuando, después de una seria y responsable reflexión ante
Dios, se decide respetuosamente por otra alternativa.
Evidentemente, la autoridad del magisterio está por encima de la de cualquier teólogo.
No fiarse del propio juicio es una postura sensata y de sentido común. Pero la situación
cambia cuando se sabe que son muchos los que, con toda sinceridad, sienten las mismas
dificultades frente a una determinada doctrina oficial. En estas circunstancias, es
comprensible que la autoridad insista en la obediencia incondicionada para evitar
interpretaciones subjetivas y tensiones. Pero no se debe abortar la confrontación. Hay
que hacer presente en nuestro mundo un mensaje ético que no sea ajeno ni extraño a los
intereses del hombre actual. Para ello no basta repetir siempre lo mismo de siempre; es
necesario presentar el estos cristiano como profundamente humano y racional y hacer
que esta visión cristiana sea suficientemente lúcida para convertirse en la conciencia
crítica de la sociedad, en consonancia con el testimonio de todos aquellos que se han
dejado iluminar por los mismos valores.
Conclusión final
Esta ética cristiana, comprometida con Aquel que está más allá de todo valor, tiene
también una dimensión humana, pues se fundamenta sobre la propia razón. Si hasta
ahora se había dado primacía a la fe, hoy habría que enfatizar la urgencia de su
explicación racional para facilitar la apertura del hombre sin fe y también para que el
creyente alcance el nivel de autonomía y el grado de madurez humana indispensables
para un cristianismo auténtico.
Condensó: JOSEP CASAS
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