La vida: origen y evolución

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La vida: origen y evolución
(¿Por qué sobrevivió Pikaia?)
La teoría de la evolución, además de constituir el principio unificador de las
ciencias de la vida, interesa a todo el mundo por su relación con las preguntas sobre el
origen y significado de nuestra existencia, preguntas que forman parte de la estructura
original del corazón humano.
Cualquier teoría general de la vida debe dar cuenta, en primer lugar, de la
capacidad de autorreplicarse que caracteriza a los seres vivos. En nuestros días se
conocen con detalle la estructura química del material genético (el ADN), los
mecanismos que garantizan su replicación, y el proceso mediante el cual la información
genética es “traducida” en proteínas, permitiendo al óvulo fecundado desarrollarse en un
cuerpo adulto. Se sabe también que la información genética fluye únicamente en una
dirección, del ADN hacia las proteínas y no al revés, y que los caracteres adquiridos por
el uso o el desuso no pueden heredarse. Ahora bien: si el mecanismo de replicación del
ADN se limita a producir copias del molde original, y, por otra parte, los cambios
desarrollados por el adulto no se transmiten a su descendencia, ¿cómo puede tener lugar
la evolución? La respuesta es que ocasionalmente se producen mutaciones, es decir,
cambios en el ADN que no están relacionados con, ni son causados por, las exigencias
que el ambiente impone al organismo. Por fin, el concepto de selección natural, que
constituye la aportación realmente original de Darwin, tiende un puente entre las
mutaciones, aparentemente aleatorias, y el orden de formas y funciones que observamos
en la biosfera: cualquier mutación que, una vez ocurrida, confiera a su portador una
mayor capacidad de sobrevivir para dejar descendientes, aumentará de frecuencia en la
siguiente generación.
Según la teoría evolutiva, la diversidad biológica se explica por descendencia
con modificación a partir de un origen común, y la adaptación al ambiente se explica
por selección natural. La mutabilidad de las especies se demuestra por los cambios
morfológicos que se producen en la naturaleza al cambiar las condiciones ambientales,
por la “re-creación” de especies vegetales en el laboratorio mediante técnicas de
hibridación, y por el registro fósil de ciertos grupos particularmente bien documentados.
En cuanto al origen común, es el único modo de explicar determinadas semejanzas entre
especies: las extremidades de los vertebrados cuadrúpedos, por ejemplo, tienen todas la
misma estructura básica, pese a desempeñar funciones muy distintas (marchar, nadar,
volar, etc.), porque han sido heredadas de un antepasado común que ya poseía esa
estructura. A nivel molecular, las semejanzas alcanzan la máxima extensión posible. El
código genético - el “diccionario” que permite la traducción del ADN en proteínas - es
universalmente compartido por todos los organismos, pese a ser arbitrario desde el
punto de vista químico; representa una especie de “accidente congelado” que debió
fijarse casi al inicio de la historia de la vida. Así que, una vez demostradas la
mutabilidad de las especies y su origen común, la evidencia nos lleva a contemplar la
evolución, no como una simple hipótesis científica, sino como un hecho probado.
En cuanto al papel de la selección natural, hay que preguntarse si basta para
explicar el origen de todas las adaptaciones, hasta el punto de funcionar como el
equivalente en biología de la ley de gravitación universal en física newtoniana. La
respuesta es que no, puesto que la selección es incapaz de dar razón de por qué se
producen las mutaciones que constituyen la materia prima del cambio evolutivo. Una
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mutación favorable en el ADN es “sólo” una preadaptación para la función que
desempeñará la proteína alterada. La selección natural, por tanto, explica el desarrollo
histórico de la evolución, pero no su origen, hasta el punto de que la palabra
contingencia es la que mejor describe la naturaleza última del proceso evolutivo. Un
ejemplo paradigmático de este carácter contingente es el de los fósiles de Burgess Shale
(Canadá). Lo que estos fósiles sugieren es que hace 530 millones de años había en los
mares primitivos seres de formas extrañas y fantásticas, con más diversidad estructural
que todos los tipos de animales que pueblan hoy los océanos del mundo, y que las pocas
estirpes supervivientes no son las que en su tiempo resultaban más numerosas y
eficaces. Entre los géneros que lograron sobrevivir se encuentra Pikaia, el primer
ejemplar registrado del tipo de organización a que nosotros mismos pertenecemos.
Gould, un conocido divulgador, afirma: “Sospecho, por la rareza de Pikaia en Burgess
Shale y por la ausencia de cordados en otros yacimientos del Cámbrico, que los
cordados se enfrentaban a un delicado futuro en la época de Burgess Shale. Pikaia es el
eslabón perdido y final en nuestro relato de contingencia, la conexión directa entre la
diezmación de Burgess Shale y la eventual evolución humana... Así, si se quiere
formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una
parte de la respuesta, relacionada con aquellos aspectos del tema que la ciencia puede
tratar de algún modo, debe ser «Porque Pikaia sobrevivió a la diezmación de Burgess
Shale». Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora
afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades
basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue
una contingencia de la historia.”
En resumen: la ciencia abre nuevos interrogantes a los que es incapaz de dar
respuesta. ¿Por qué sobrevivió Pikaia? ¿Por qué se producen las mutaciones, y por qué
precisamente las que han originado un mundo en el que nosotros nos planteamos estas
preguntas? En la medida en que estos interrogantes atañen al significado de nuestra
existencia, son tan irrenunciables como científicamente incontestables. De lo que se
deduce que la “verdad científica” no agota toda la verdad, ni es una verdad definitiva: la
ciencia no puede demostrar si la evolución es obra del azar o si representa el desarrollo
histórico de algún tipo de proyecto. Ahora bien, la experiencia lleva a admitir un
concepto de razón más amplio que el de “medida” de la realidad, en el sentido de
demostrabilidad directa. La certeza que tiene un niño de que sus padres le quieren, por
ejemplo, es perfectamente razonable aunque no susceptible de demostración. El método
que permite alcanzar este tipo de certezas (que son las más importantes
existencialmente) es un método que, partiendo de signos, llega a una intuición sintética
de la verdad. Pues bien, también en el campo de la biología existen indicios que
reclaman a adquirir una certeza no ya científica sino moral. En primer lugar, la exquisita
racionalidad de los procesos que rigen la transmisión y conservación de la vida. En
segundo lugar, el carácter contingente de los sucesivos episodios que han hecho de
nuestra propia evolución un acontecimiento único e irrepetible. Así, cuanto más
improbable resulta el hombre, tanta más fuerza cobra la hipótesis de que, en el origen de
cada una de las mutaciones aparentemente accidentales, y de cada una de las
circunstancias supuestamente fortuitas que en su día permitieron sobrevivir a lejanos
ancestros como Pikaia, no está la ciega casualidad que nos ha arrojado en el mar de la
nada, sino una libertad a la que nosotros, los no-necesarios, podemos dirigirnos
agradeciendo el don de ser hombres con la palabra más conmovedora de todo el
lenguaje humano: Tú.
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