Habían pasado dos semanas desde que partí de Tebas cuando avisté, en el horizonte, la Ciudad de los Inmortales. He de reconocer que tengo dificultades para recordar cuanto sucedió en el viaje, y tampoco recuerdo con certeza el momento en el que vi dibujada en la distancia la silueta de los edificios de este lugar. Tengo la sensación de que todo lo ocurrido estos días no es más que un sueño del que despertaré pronto. Aún ahora, mientras escribo estas líneas, conservo esa esperanza. Como he dicho, inicié mi camino desde Tebas tras los Idus de marzo, hará ahora unas semanas. Mi historia no tiene demasiada importancia, pero te diré que me alisté a las legiones, como muchos otros jóvenes, con promesas de gloria y riquezas, y pronto descubrí que ninguna de esas dos cosas tenía demasiada importancia para mí. Conmigo venía mi hermano, buscando las aventuras que nunca podría encontrar en casa, donde todos nos conocemos y nada nos es extraño. Llevábamos unos años en estas tierras cuando mi hermano y varios legionarios de nuestra centuria comenzaron a obsesionarse con la idea de una ciudad lejana levantada por una civilización caída y olvidada, una ciudad que existía desde los orígenes del tiempo en la que se decía que se encontraba el secreto de la inmortalidad. Tentados por tal promesa, reclutaron a un grupo de soldados y partieron en su búsqueda con la ayuda de unos comerciantes que decían conocer los caminos del desierto. Y yo, que nunca había creído en esas historias, me quedé en Tebas mientras ellos buscaban esa ciudad legendaria a la que los ancianos del lugar llaman la Ciudad de los Inmortales. Temo que me estoy alargando, pero creo importante conocer los motivos que me impulsaron a realizar un viaje que, de cualquier otro modo, nunca habría hecho. Tras su partida decidí esperar, con la certeza de que regresarían al fracasar su empresa. Porque, hasta que no me encontré en su interior, yo no creía en la existencia de este lugar. Lo cierto es que pasaron varias semanas y nadie tenía noticias de la expedición. Entonces partieron varios grupos de exploradores, entre los que estaba yo, pero nunca encontramos rastro alguno de mi hermano y sus compañeros. Dejé pasar algunos días más, pero nada cambió. Fue entonces cuando, siguiendo las indicaciones de unos viajeros, tomé la decisión de adentrarme en el desierto siguiendo la dirección que mi hermano había tomado. De lo que sucedió a continuación ya he dicho que no estoy muy seguro. Recuerdo cabalgar siempre con el sol a la espalda, con la única compañía de mi sombra y la de mi caballo. Recuerdo cabalgar durante días abrasadores y noches heladas, y recuerdo ver como todo se nublaba. Ahora todo aquello me parece lejano e incierto. Entonces la vi, o la imaginé, o la soñé, no estoy seguro. Pero ante mis ojos se dibujó la Ciudad de los Inmortales y yo, sin ser consciente de lo que me aguardaba dentro, pero negándome a regresar sin mi hermano, me adentré en ella. Tengo la impresión de haber vagado por amplios pasillos durante horas, siguiendo una luz que cada vez me parecía más lejana, hasta llegar a una sala con un gran pórtico. Lo siguiente que recuerdo es una nave, tan alta y profunda que por más que me esforzaba no encontraba su final. Entendí en ese momento lo que había impulsado a aquellos hombres a buscar estas salas, y he de decir que por un instante lamenté no haber partido con ellos. Lo que allí vi me pareció tan majestuoso que dudé de que fueran los hombres los que lo habían construido. La impresión del momento pronto fue sustituida por la urgencia de buscar a mis compañeros, e inicié precipitadamente mi camino sin perder detalle de cuanto me rodeaba. Recuerdo una luz blanca y difusa que penetraba por unas ventanas en los laterales y me acompañaba mientras recorría la sala. Quizás no fue así, pero así está en mi mente, y así lo recojo aquí. El camino se me hizo eterno, la sala parecía infinita y la monotonía de las ventanas laterales y las grandes arcadas que se superponían piso a piso nunca se rompía. Entonces debió aparecer una escalinata que ascendía a los niveles superiores. Y lo supongo porque, aunque no lo recuerdo, sí tengo imágenes de escalones que tuve que trepar, grandes vigas de madera que crujían y una luz cegadora que aumentaba a cada paso. Excepto mi hermano y los demás, me atreví a imaginar que habían pasado siglos desde que alguien las recorrió por última vez. Y me sentí minúsculo e insignificante entonces, pero también afortunado. Aquel lugar era digno de los dioses y sin embargo allí sólo estaba yo. A veces me paraba y me asomaba al vacío, repasaba todo lo que había dejado atrás en mi camino y me volvía a maravillar con la escena que se presentaba ante mis ojos. Todo parece incierto ahora, pero así tuvo que ser. Grandes arcos levantados sobre pilares con sillares del tamaño de un hombre, pasarelas que volaban grandes espacios con la ligereza de la seda y estructuras descomunales de madera que, a modo de andamios, aguardaban a que alguien continuara los trabajos donde lo abandonó hace siglos. Así pasó el rato hasta que me topé, repentinamente, con una nueva sala. Con la esperanza de encontrar a mi hermano y al resto de los legionarios allí, me adentré aún más en la Ciudad de los Inmortales. Sabía que no era la opción más inteligente, difícilmente encontraría la salida en aquel laberinto. Consciente de esto, recuerdo haber gritado sus nombres sin recibir más respuesta que la de mi voz en la lejanía. Y sin embargo tenía la certeza de que no podían andar muy lejos. Aquella sala ascendía por una escalinata, flanqueada por dos grandes estatuas, que se dividía en dos tramos laterales. Tomé el camino de la izquierda, que daba paso a una gran puerta en la que me paré a descansar. En ese momento, me asaltaron todas las dudas que no había tenido hasta entonces y que desde entonces no me han dejado de perseguir. De repente todo había cambiado, el lugar en el que me encontraba me pareció oscuro y tuve la tentación de volver sobre mis pasos. De nuevo se sucedían en todas direcciones grandes arcos, pero aquellos se me antojaron más propios de una tumba que de las salas que tanto me habían maravillado hasta entonces. Tomé la decisión de continuar, seguro que no sin antes haber dudado, por unas escaleras que se abrían a mi lado. Aquellas eran mucho más toscas y verticales que las anteriores, como si sólo las hubieran colocado ahí provisionalmente. Sin apartar la vista del suelo, sin pensar, debí ascender casi corriendo porque pronto apareció una nueva sala. Y allí les encontré. Las escaleras desembocaban precipitadamente en un espacio central bajo una gran cúpula iluminada por la luz del sol, que entraba por unas enormes ventanas termales que se abrían en las fachadas laterales. Allí estaban ellos, recostados en una pared con los rostros serenos y las piernas cruzadas, como si aguardaran pacientemente algo que sabían que iba a llegar pronto. En nada se parecía su gesto al mis ojos llorosos y mi mirada de terror. Con las manos temblorosas les zarandeé, esperando acaso que se incorporaran de su sueño. Así debí pasar horas hasta que caí agotado entre ellos. Después recuerdo haber despertado, y tardar unos instantes en recordar dónde estaba. Ellos seguían allí, en silencio, y yo empecé a asumir que mi fin no iba a ser muy distinto del suyo. Me tomé mi tiempo en pasear por la sala sin alejarme mucho de ellos, y pude contemplar las grandes estatuas que la decoraban, levantadas sobre una gran losa de mármol, las lámparas que colgaban del techo, las cadenas que recorrían el suelo y que debían ser un vestigio de su construcción y unas pequeñas escaleras que tímidamente se alejaban del suelo y llevaban a las pasarelas superiores. Pero no puedo decir nada que tú no sepas. Si estás leyendo estas líneas es porque, como estos hombres y yo, has acabado en este lugar. No sé quién eres, qué motivos te han traído aquí ni qué te espera a partir de ahora. . Siento que esto sea tan precipitado. Entiende que para mí es una despedida, y a cada palabra que escribo me quedan menos fuerzas para continuar. Sólo puedo desearte mejor suerte de la que ellos tuvieron y de la que a mí me espera.