[12] Uno de los pintores más famosos, y más originales e independientes de estos tiempos, es Munkacsy, un húngaro. Ya es un potentado, merced al precio extraordinario que alcanzan sus cuadros, y hace poco vivía en la miseria, que llevó como debe llevarse la miseria, sonriendo y bizarramente. Una de sus obras celebradas es el cuadro en que el triste Milton, ciego, lleno de dolores de familia, y sentado en su sillón ancho de roble y cuero, dicta a sus hijos los versos del Paraíso perdido. Otro cuadro de Munkacsy, que revela a un hombre honrado y venturoso, es Una visita, la visita de las amigas que vienen a conocer al niño que acaba de nacer a su amiga, que sonríe pálida y orgullosa, vestida de ropas blancas, desde su sillón de convaleciente. Está allí de tal y tal modo reflejada la felicidad doméstica, que ver el cuadro hace entrar en deseos de aspirar a ella. Ahora Munkacsy, que es un hombre leal y modesto, piensa visitar a Munkacs, la ciudad en que nació, y donde los habitantes le preparan una recepción suntuosa. Entre las ofrendas de la ciudad, es muy bella una corona de laurel, hecha de plata oxidada. Los cuadros de Munkacsy están llenos de naturalidad y de poder. Se ven en ellos las figuras, poco acabadas a veces, pero como vivas y de bulto; y no planas y sin vigor, como en los cuadros lamidos y convencionales de casi todos los pintores modernos. Relieve y luz, una especie de deslumbradora luz boreal, son las cualidades con que contribuyen especialmente a la pintura moderna los artistas de esos países, en cierto modo primitivos, del Centro y Este de Europa. Esas son las condiciones del infortunado Chelmonski, pintor polaco, que de exceso de amor al lujo, acaba de volverse en París loco; las de Vereschaguin, el gran pintor de Rusia; de Hans Makart, el célebre austríaco, cuya faz franca, luminosa y robusta, anuncia el tamaño colosal, forma bella y vida natural de sus creaciones. Para muchos de nuestros lectores son sin duda conocidos los nombres de las actrices más renombradas del teatro francés: la Bernhardt, la Croizette, la Bartet, la Baretta, la Reichenberg, la Brohan, la Favart, la Dinah Félix. Ahora está a punto de hacer su estreno en París, en el Teatro Francés, una actriz nueva, a la cual conceden los críticos singulares aptitudes. No es francesa, sin embargo, sino rusa; y se llama Mlle. Feyghine, que ya comienza a dar prenda de buen gusto en la elección de su obra de estreno, la cual será una de esas elegantísimas comedias de guante blanco que escribió Alfred de Musset, delicadas y vagas, como el color de aquel tentador y venenoso ajenjo que fue su bebida favorita. La nueva novela de Zola, desde el nacer famosa, ha sido pagada a extraordinario precio por el Gaulois, ese brillante y activo diario parisiense, afortunado rival del Fígaro, a quien anda disputando siempre la primicia de los libros y talentos nuevos de Francia. Por el derecho de publicar en sus columnas el Pot-Bouille, pagó el Gaulois a Zola treinta mil francos, cinco mil más de los que le pagaba el Globe, a quien había hecho antes la venta el novelista. El primer capítulo del libro ha causado curiosidad y escándalo, porque desde él comienza ya Zola a sacar a luz, sin cuidado del decoro de los ojos, inmundicias que deben ser puestas en vergüenza si son regla, porque el mal terrible quiere remedio terrible, pero que deben ser calladas si no son más que excepciones, por estar estas, y haber de estar inevitablemente, sin que su publicidad baste a corregirlas, en la compleja e imperfecta naturaleza humana. El rey Humberto parece, a la par que defensor valiente y entero de la unidad e independencia de la nueva Italia, hombre llano y afable, que divierte sus ocios en perseguir zorras, liebres y venados. Es frecuente verle, como se le ha visto este año, solo por el campo, cazando, sin más cortejo que sus dos perros. Acaba de ser héroe de una airosa aventura. En una de sus solitarias correrías, se encontró con un campesino que, creyendo que el Rey era uno de los monteros de la casa real, se le quejó de que una zorra le comía noche tras noche sus buenas gallinas, y se fugaba antes del alba, a cuyas quejas respondió Humberto con la promesa de que vendría en persona en la madrugada siguiente a matar a la zorra, cuando tuviere aún el hocico agudo en el gallinero, lo cual hizo, porque el Rey italiano no promete en vano, y caza bien. Gozoso el campesino, retuvo a Humberto a que almorzase con él, y luego del almuerzo, le obsequió con una moneda de dos francos, que el Rey volteó en el aire alegremente, diciendo que la guardaría con esmero, porque era el único dinero que había en toda su vida ganado con su labor propia. Por de contado, la crónica romana añade que dos días después del de la caza de la zorra, un carruaje lleno de presentes, en que iba un oficial del Rey, se detuvo a la puerta del azorado campesino, que no supo hasta entonces quién había sido el salvador de su gallinero. El barón Nordenskjold, el célebre navegante sueco, explorador afortunado del Polo Ártico, dice que el único pájaro que halló en el extremo Norte, fue el Emberiza nivalis, que hace sus nidos en las grietas de las piedras y en las ásperas rocas, y que retando y venciendo a las nieves terribles, canta alegre entre ellas, y regocija con su gorjeo animado a los sombríos habitantes del Spitzberg. Hace su nido de yerba seca, plumas y arena. La Opinión Nacional, Caracas, 28 de marzo de 1882 [Mf. en CEM]