AÍiO VI MUM. 236 La semana ¿Conocen ustedes d Marianita C, L.':* ¡Sí, hombre!... La lian visto ustedes mover el vientre 'en el Teatro Japonés, primero; luego, en líomea: en Rslavamás tarde. Bueno; pues ¿ ella me refiero. Marianita se casa, y la alegre artista, regocijo de tantas Ijacanales, penetra en el sereno mar muerto del matrimonio, suavemente, sin impaciencias ni convulsiones, como desaguan en el Océano los grandes ríos, cuyas ondas tras una peregrinación demasiado larga, avanzan pausadamente y como cansadas. "¡Adiós! todo!"—murmurani para su corsé la linda hetera. Ijas vistosas pelucas rojas con que bailó desaforados cancanes, quedarán perdidas en la (luietud obscura de las sombrereras cerradas; los trajea de japonesa y de odalisca, colgando melancólicos á lo largo de las perchas, bajo el polvo, perderán su color; los zapalitoH perderán la forma y el perfume de los pies que íintuño la llevaron al vértigo del bailo: y todo, simultáneamente, sufrirá la nostalgia inmensa de los triunfos pretéritos, de las candilejas apagadas, de los aplausos para siempre extinguidos en la amplitud do las salas donde ahora triunfan otras artistas. Mariana C. se casa con un militar retirado con quien sostuvo relaciones íntimas durante muchos años. Esto me lo dijo anoche, precisamente, Pilar A., á quien deberes que no son del momento referir, mantienen alejada de loa palcos de la Zarzuela y de Apolo. —Me caso con Paco—dijo Mariana á su amiga, una tarde que hablaban á solas en casa de ésta, cuando empezaba á vestirse y eu tanto que se sujetaba una liga, L f—¿Por qué?... ¡Eis original! ¿Acaso vuestros amorea van á ser fecundos? f, Mariana C. se echó á reir... ?¿¡—Lo hacemos —dijo-por variar, por rebozar nuestra posición con la salsa, siempre estimulante y sabrosa, de lo nuevo. El matrimonio, que acerca á los novíoSj es probable quo distancio á los amantes por aquello de convertir en lícito lo censurable y prohibido, ¿comprendes?... Y todo es variar. Mariana refirió, con estilo íraneo y pintoresco, la historia, larga ya, de su amancebamiento. —Al principio—comenzó diciendo la joven—l'aco, tan hombretón y voluntarioso como os, era para mí una especio de pina de América ó de perita en dulce; y siempre, mientras trabajaba, él quedaba esperando en la primera caja de bastidores, sosteniendo la capa de pieles con que yo abrigaba mis liombros desnudos y un gran ramillete de flores que luego me ofrecía galantemente. Aunque duciía en la difícil ciencia de conocer caracteres, me equivoqué creyendo á Paco todo suavidad, condescendencia y blandura, y segura do que jamás sabría incomodarse formalmente conmigo, le engañaba á mi antojo: con éste, porque era rico, con aquél por guapo, con otro... sin motivo, por el capricho de estropearle á una am^iga mía un buen negocio,.. —¡Capricho muy humano—insinuó Pilar-que todas nosotras liemos sentido al día, dos veces por lo menos! —Hasta que Paco—prosiguió Mariana—me sorprendió escribiendo una carta de araor. Y ¿sabes qué hizo? —Echarse á llorar... — ¡Quiá! Levantar el brazo, un brazo de oso, y darme dos bofetadas ^ae casi me dejaron sin conocimiento. Yo, como supondrás, lloré, pateé, juró dejarle para siempre... mas no lo hice, pues en el fondo me complacía que aquel hombre, que hasta allí supo hablarme de flores y do pájaros, tuviese el puño tan robusto. Hicimos las paces. Otro día (yo no escarmiento) mi buen Paco me sorprendió en flagrante delito de infidelidad con cierto marqués amigo suyo, el cual, viendo el asunto mal parado, puso ágilmente pies en polvorosa. Entonces Francisco, cogiendo un bastón, la emprendió á golpes conmigo: fué una paliza enorme. Pero, hasta la tercera, dice el refrán, no va la vencida^ —¿Y tú?... — S'o necesite un nuevo escarmiento. Un muchacho muy simpático, abonado á uno de los palcos proscenios del'teatro donde yo trabajaba, me había escrito citándome en cierto sitio. Aquella carta también la leyó Paco, que sin duda me espiaba mucho más de lo quo yo creía, y llejjcandü al lugar designado por mi cortejador antes que él, me disparó á quemarropa cuatro tiros, uno de los cuales me atravesó esta pierna; desde entonces soy buena. J'ilar exclamó estupefacta: —¿Y serás capaz de casarte con esa fiera? — ¡Vaya!... A un marido así tengo, por lo menos, la seguridad de no engañarle! ...¡Ah, el corazón de las mujeres! Yo no te diré que las dejes, lector amigo; ¡pero desconfía de ellas!... L. DE MONTEMAR ILUSTRACIONES DR V, TUR —¡I íyo, Niiiasia, mira aquel aoñorito!... —(Y qué tiene? — ¡No vea que le lian salido ios ijigotcsal revés de las personasl... —Kosalinda, aquí en Madrid lo que" haj' que hacar as mostrai- iiiiliferencia absoluta por todo lo que vemos, porque ai lo admiras, nos oono.^en en sefj;uida que ionios forasteros... UT^ — Í Y tú, Pascasio, conoces al general Weylerí —|Ya lo creo que lo cononco!... —iV lo lias haliiao alguna vez? — Hublai'lo, precisamente, no; pero tuando nos venios por la calle, nos baludamos siempre. — Oiga, podría esperarse un ratii;o, (¡ue me voy li bajar/Ja hacer una necesidad. —.Vquí no espora el tranvía á nadie. —Pero hombre, isi es una necesidad menor! UlDi;.10 UK K A R K A T O FiR:jvi.^s ]Nrx;jev^.A.s HOMBRE I Se hahi'a criado en lafí ariscas peñosidados del Atias c en ios bosques frondosísimos de India, en los ardientes arénale» del desierto, ó entre los helados témpanos do Silería, junto Et los la^ioa az-iiles de Suiza óal lado délas levíficas aguas del mar Ilojo. Era un caire, y, sin eniliartío, era bailo, porí]uo no está en pugna la belleza con el salvajismo. Sus formas oran de escultura turiega; atrevidas las líneas desús piernas y . de sus brazos, varoniles las ne<íruras que ensomltrecían sus facciones; vigorosos sus músculos; potentes sus nervios, y magnífico ol conjnnlo de su hermosa figura do Atlante.^ Mas, á posar de todo¡ no eraiiombra. Porque ser hombre, as sentir llamas dentro del pocho, pasiones que so nfíilan en las entrañas, deseos que punzan el corazón y vértigos que destrozan el cerebro; ser hombre es ambicionar algo, tener, á veces, deseos ríe embriagarse con sangro, y á ratos, ansias ¡«r perdonar, por r e z a r á un Dios, por rozarse con semejantes en forma y en espíritu; ser liombro es abrigar Injuria, sentir amor, tendencia hacía la hembra, angustias por liesar, liebre tenacísima por gustar el supremo argumento del placer. Y él no sentía na<la de oso. En las fragosidades de las selvas ó entre las breñas do los peñascales ingentes, sólo había llegado á distinguir el rugirlo de! tierra del aullido del chacal, el silbar espanloso del reptil, del lúguiíro graznido del avestruz. No sabía ongemírar. ignoraba las delicias de la mujer, no aljrigaba deseos, ni temores, ni ansias, ni dudas, ni sabía distinguir la felicidad de la desgracia, la pena del consuelo, el bien del mal. No ora hombre, era una iiei-a: el tigre que da zarpazos, el chacal que clava el dienie en la carne podrida; el nonúlar que crece en la charca pantanosa; el avestruz que gira en el espacio sin sospechar que le sigua la Hecha onvonanada del salvaje. No era hombro: ora un engendro de la Naturaleza, el hijo de la selva, sin ra'zón ni [lasiones, ni luchas, n; d e seos,.. [I El gabinete do Porla, Ja daifa del príncipe ruso , \ . , es un delicioso rincón lleno de encantos voluptuosos, un nido tejido ccn besos, un edén. Sus paredes están tapizadas de rosa; loa balcones guarnecidos do amplias colgaduras de gasa roja, indolontomenta recogidas por grandes lazos do terciojielo blariiio; vestido el tocador con relinada coquetería, produciendo los eapejos tautásticas irisaciones y cargada la atmósfera de aromas, aires de perfumes dulcísimos y enarvadores, de ese olor lúbrico que trasciende á mujer joven y hermosa. En uno de los ángulos, la cama sugestiva, hecha para el amor con maderas riquísimas; adornada con nabellonea rocogirios en el centro, y entre sus pliegues, focos eléctricos, cuyas luces so quiebran en el espejo que hay á los pies. Y entre las sábanas cuajadas de encajes, ligeramente arrebujada, una linda mujer que enseña sus desnudeces y se cubre á medias con el polo suelto y vaporoso que cao atrevido sobre sus pechos redondos y sus espaldas gozadoras... iir El hombre cafre, la bestia humana, se introduce mágicamente en aquel reino iie Asmodeo, el espíritu dolos amores impuros. lírillan sus ojos con elluvíos de lujuria, tiemblan BUS lyirnes, laten siis sienes con calenturiontas palpitaciones y cae sobre nquellecho de amor, campo do manioliras do deliciosas caricias, inipregnado de más poesía que el alma de Shnkspeare... Y cuando el sol naciente, ávido de curiosidad, penetraba por las rendijas ile los balcones, uno de sus más a t r e vidos rayos hería el rostro del salvaje, descolorido, frío, tétrico, domostrando la lucha que sus nervios babfan sostenido, ios deseos extintos con que había pretendido ser hombre. Como la reina Edita, qun había muarto siendo virgen al par de esposa, el Atlante de las selvas, el hombre déla monlaña, murió sin haber llegado á ser homliro... li. S. DKlNESriíILLAS AÍíiS D E MI V I D A CU (Conolusión) Aquella míiñaiía mi vccinfi se levantó muy farde; ei'íi ílomiii^o: el di'a donulo del reposo del sol. Cuando salí do mi cuíirto para ir al de Luisa, serían las doce: ella acababa ilc lovaiilarse y su rostro ^ru^sü conservaba av'iii !ii pesadez soñulienta de una larga quietud; probablemente estuvo acostaba y dospicrín durante muchas horas, sin otro propósito que holgar gustando el placer aristocrático, tan codiciado por los pobres, de levantarse tardo. —^.Dónde irá usted eaía tarde?—pregunté. — Xosé; quizíi visite á una tía mía dueña de un Salón do Tjcctura. —¿Y dónde almorzará usted? —Aquí. -^ñl^iarabres? — Sí. Con un panecillo y un pedazo de queso que reservé de mi cena do ayer, puedo resistir perfectamente hasta la noche. Yo cómo muy poco. Describióme el aspecto dol modestísimo rosiau~ rani donde ella y sus compañeras de trabajo almorzaban. Era un Balón rectangular, sucio y obscuro, sombrado de mcsifas cubiertas por largos manteles blancos cuyas puntas llegaban al suelo; un mozo alto y cetrino, iba de aquí para allá con pnso tardo y una servilleta al hombro, sirviendo á los parroquianos; gen le pobre que comía deprisa, metiendo g r o s e r a mente sus cucharas en los platos de potaje, y con el sombrero puesto. Al fondo del local y alrededor de una mesa capaz para doce ó quince personas, se sentaban las compañeras de Tiuisa: entraban arracimadas y riendo, llenando el salón liúmedo con la alegría estruendosa do sus voces y la expresión de sus semblantes piUÍdo.s bañados en el nimbo chillón de sus rojos cabellos. Todas se sentaban juntas, hablando simultáneamente, entregándose al doble júbilo de la libertad j--dol reposo, cnnicntando lo más notable ocurrido en el obrador, burlándose de la maestra y del jefe de talleres, con su abdomen puniiagudo y sus piorneeillas estevadas, preparando diversiones y giras campeslres. Algunas citaban allí á sus amantes, sobre cuyos hombros reclinaban á los postres, bajo la atmósfera azulada que formó el humo de los cigarrillos, sus eabecitas inconscientes... Pero aquello sólo ocurría durante la semana; los domingos In gran mesa del rpstaiirntit quedaba vacía do obreras; el regocijo de vivir las dispersaba y todas corrían tras su contento, unas al campo, otras al baile. Luisa Come, que no tenía amanto ní amigas predilectas, liabia de resignarse con el melancólico Salón de Lectura do su tía Beatriz. Yo repuse: . (1) Véaae el número aaterior. - ¿Quiere usted almorzar conmigo? —ííY después? — Después, daremos un paseo. Ella, recordando, tal vez, los aplazamientos propuestos por su prudencia á mi deseo, me miró con la parsimoniosa cautela con que se observa al acreedor que viene á presentarnos una factura importante. —Bueno...— dijo. Salimos á la calle dirigiéndonos hacia el pasaje Joiiffroy, donde almorzamos. Era uno de los t'útimos días del pálido otoño; las calles estaban mojadas y las mujeres caminaban recogiéndose los vestidos: el ambiente í'reseaclión acariciaba las mejillas; un apretado tapiz neblinoso cubría los cielos. Luisa vestía como siompre; su sombrero adornado con un lazo y un manojo Je viejas íloreK; su gabaneillo de corto inglés que apenas la cubría las caderas; su falda negra, bastante usada: sus brodequines de becerro... Al pasar por una tienda de modas, Luisa sumergió en los escaparates una larga mirada codiciosa y profunda. — Cuando t e n g a dinero- dijo hede comprarme un sombjerito redondo. Asentí mordiéndome los labios, lamentando no podi^r satisfacer inmediatamente aquel fácil capricho. Los sombreros canotié y s son, para las obrerillas parisinas, un ideal; lo que paraun jovenzuelo el primer traje do frac; lo que para una chula, un man ton alf omhrado. Almorzamos bien y obsen'é c o m p l a c i d o los bienhechores efectos que aquella comida copiosaproducfa en mi compañera, avezada á los guisotes suicidas de un rnsfauranl de ínfimo orden, Luisa habló mucho; tenía los ojos brillantosy sus carnosas mejillas ardían. Luego de beber café nos dirigimos baeia los grandes houlev^ares, invadidos á la sazón por una multitud fanática y estúpida que la heroica cam|)aria de Emilio Zola, en favor do Dreyfus, enardecía. Nadie, ni aun el prodigioso pintor de Germinnl y de La Debiicle. sabría copiar la espantosa hoguera de intereses, odios, ambiciones políticas y rencores innñmeros que abrasaba á París en aquella época. Los judíos acobardados momentáneamente por el inaudito suplicio que la injusticia brutal de los fuertes estaba realizando en la Isla del Diablo, callaban horrorizados; y París, luego de salvar lo que él llamaba "honor del ejército francés", iba olvidando á Dreyfus, la víctima inocente que agonizaba allende los maros cubierta de oprobio, entre cuatro paredes... ü e pronto Zola arroja a l a cabeza del Presidente de la Ilepúbliea su implacable ¡J'accusse!... "¿Quién osalevantür su voz hasta nosotros?"—exclaman los poderes constituidos. — Zola respondo: — "Yo."—Y al contestar así, no alude á su elevada personalidad de artista inmortal, sino á su condición de hombre libro y consciente, amante de la razón y del derecho. que habla porque cree hallarse bajo la noble égida protectora de un gobierno honrado y justo. La voz poderosa de Zola es el grito eolórico del clarín que empuja á la batalla: los semitas, reaniniiidos súbilamente, se buscan, se agrupan, se estreclian las manos, juran vaciar el oro de sus arcas para rescatar al hermano infelix. cargado, como el efibn'jii que los antiguos egipcios lanzaban al desierto, con las culpas de todos, y L'Auíore les sirve de tribuna. Con ellos están tarnbiún los anarquistas, los socialistas, los republicanos de buena cepa, enemigos do la teocracin, los librepensadores; lodos los díscolos, en iin, que forman más ó menos en la extrema ixquiorda de las m.odernas corrientes filosóficas y políticas. Pero ante aquella numerosa, fuerte y apietada buesfe, congrégase otra nuiltitud infinitamente más numerosa y mejor armada; los antisemitas disfrutan el apoyo material y moral del ejéicito, que creyéndose ofendido en las personas do los generales acusados por Zola, abomina de este; y suman también á esta el¡caeísima alianza la de todos los elemonlns aristocrtíticos y teocráticos, la protección incondicional del gobierno, la adhesión de los jesuítas, de la juventud estudiosa, de las autoridades civiles, de la prensa, que tan inmenso poder ejerce sobre la opiniíín francesa. Casi todos los periódicos son antidreyfusistas: los caricaturistas, Caran-Dachc entro otros, ridiculizan á Zola, presentándole en momentos y actitudes innobles, y aquellas caricaturas so venden por millares; líochci'orty Drumont concitan sóbrela cabeza augusta del padre de Torosa Raquin y do Nanii. una tempestad implacable de odio.s. El artístico ifontmarire le vuelve la ospalda, la adinerada burguesía del í'aiibourg Sainl-Gcrraain abomina del "miserable crapuloso" que surge inopinadamente á turbar con su briosa protesta y sus alardes justloieros, el reposo beatífico de sus digestiones; los estudiantes del barrio Latino también gritan: — ¡Gonipiiez /Cola!.., Zola, como Voltaire, hul)iera podido escribir sobre su escudo nobiliario: "Todos contra uno, uno contra lodos." Tras el inolvidable ¡J'accusse!... la prueba más gallarda y rotunda de independencia de espíritu que conozco, Emilio viola publico su Carta ñ }u juvoniud. y sucesivamente la Caria al Ejército y la Carta al Cuerpo de seguridad, do todas las cuales se vendieron por París en pocos minutos millares de ejemplares; y la gran ciudad tembló. N'o obstante, Zola triunfa, su esfuerzo sobrehumano arrolla el esfuerzo combinado de millares de enemigos, y su gesto es bello y heroico como el del nadador que vence el empuje de un torrente. Ya lia logrado la revisión del famoso proceso, ya algunos miseraliles que él acusó se han suicidado", ya el itifeliz Drcyfus ha vuelto de la isla del Diablo y espera entre rejas la sentencia, favorable y adversa, del tribunal que ha de juzgarle; dreyfusistas y antisemitas rodean desde las cinco de la mañana los altos muros del Palacio de Justicia, sin cuidarse del barro donde se hunden sus pies ni d6l agua que llueven las nubes. "M. Zola — Jeo en L' Intransigeaut. — protegido por algunos policías, dirígese hacia la salida del boulevavd del Palacio. La multitud, que logró romper el cordón de guardias, lo persigue injuriándolo. Zola, macilento, desfallecido, es casi arrastrado por el abogado Labori al franquear la verja. Por todas partes resuenan gritos terribles de: ¡Cainpuoy. Zola! La policía carga para dispersar á los manil'estantos; la muchedumbre procura acercarse á Zola ensenándole los puños; un hombre avanza y poniéndole un puño en la naríz, grita: ~ ¡Crapuloso! ;M¡s6vuh]e! ¡A muerte!... Y la multitud repite: — ;.\ inuorle, ñ Cuando Luisa y yo llegamos al houlevavd, el grito eterno, el odioso grito de ¡Coinpnez Zola! llegó it nuestros oídos; el hampa de París y nutridos grupos de estudiantes, avanzaban por el comedio del anchuroso boulevard de los Italianos, dando ¡mueras! li Dreyl'us y á los judíos; los agentes de orden público procuraban ahuyentar á los manifestantes sable en mano; la multitud que discurría por las aceras, se arremolinaba delíinte los portales, recelando una agresión. Luisa no sabía exactamente lo que tan revuelta baraúnda significaba: ella no leía periódicos: hasta su obrador, perdido en la encrucijada de dos viejas calles estrechas y aislado del mundo por el culto devorante del trabajo, no llegaban los ecos clamorosos de la vida. Mientras nos dirigíamos hacia el Louvre, procuré explicar concisa y claramente, de qué se trataba: y Luisa, qne era buena, púsose inmediatamente y por íntimo y espontáneo impulso, de |)arte de Dreyl'us y de Zola, de los oprimidos; Alfi'odo l)rcyl'us tenía hijos y mujer; ipobreeillo!... ¡Cuánto liabrá sufrido; «jué ganas tendrá de abrazarlesl.. Luego, su alma candida desatóse en improperios contra la l)urguesía y el clero, guiada por ese insIin 10 que mue\'e al pueblo á vor en loa jesuítas ios autores y responsables únicos de todo lo malo. Los grupo.s de furiosos manifestantes pasaban (i nuestro lado rozflndonos con un aleteo fjitídicode buitre que persigue hambriento alguna presa, y sus gritos nos oprimían el corazón con la doble emoción depresiva de la injusticia y del miedo. — ¡AbajoZola!... ¡Abajo Droyfus! ¡Mueran loa j u díos! ¡Viva el ejército!... Frente ala iglesia déla Magdalena, varios gendarmes dieron una carga, que los manifestantes procuraron resistir arrojando sobre los represontanies de la autoridad una lluvia de piedras; también sonaron varios tiros, pci'o el grupo de revoltosos fjuedó deshecho; los Que lo formaron corrían por las aceras para tornar á reunirse más lejos: tras aquel pelotón vocinglero venían otros y otros... y las cargas y las carreras se repetían. Dominando el fragor de aquellos combates, las gargantas enronquecidas gritaban; —¡Abajo Zola! ¡Mueran los judíos!... Luisa se aferraba á mi brazo, intimidaila por tan furioso y sostenido clamoreo; sabúimos que, cu tal situación, bastaba que un mal intencionado gritase: —¡Esos son judíos!... —para quo la muchedumbre imbécil y fanática cerrase contra nosotros, Llegamos á los Campos Elíseos y proseguimos nuestro paseo hacia el Areo de Triunfo, cuya mugnífieamole de piedra recuerda desde muy lejos la figura de Napoleón, entrando por él cargado do laureles. De pronto ocurrió un lance que p .(;ü.costarrae muy caro y que referiré sucintamente ;"\ra que nadie crea que pretendo cehir á mis sienes -lentirosos laureles. Delante de nosotros, á bastante distancia, un numerosísimo grupo antidreyfusista se apiñaba, profiriendo en giitos iracundos contra Zola y los judíos. Como por ensalmo, los gritos cesaron para comenzar en seguida: Todos voceaban: — ¡Un judío... un judío!... ¡A oso, que es judío!... Advertimos en la muchedumbre un movimiento cxtrafio, é inmediatamente Luisa y yo, presintiendo un gra\o peligro, quisimos aportarnos de allí, huyendo del centro del pasco hacia la acera más próxima. Luisa corría delante de mí, repitiendo: —Ven, ven... Pero ya no pudimos, porque á los dos la emoción de lo trágico acababa de oncadenarnos al suelo. Del fondo negro formado por los gabanes y obscuros trajes de los manifestantes, surgía el rostro lívido, espantosamente lívido, de un hombre quo huía; y tras aquel semblante descompuesto por ol terror, otros pálido.'j ó rojos, descompuestos por la ira. — ¡A ese, á ese, quo es judío! ¡Mntadle ahí!.., —rugían quinientas gargantas. sSXKSmiB^ 4- La emoción tuc Iiabía quitado todo movlraienío y mis ojos se dilataban abarctiodo el horror de la innoble escena; Luisii me llamaba inútilmonte deede lejos. El pobre judío perseguido corría avanzando hacia mí dorecliamente; había perdido el sombrero y sobre su frente, cubierta de sangre, los cabellos se erizaban: tenía los labios exangües; en sus ojos de par en par abiertos por el miedo, creí leer una súplica dirigida íi mi'; In súplica de no lastimarle, de no atajarle en gu huida... Era un hombre de freíala y cinco á euiírenta anos, alto y virroroso; los que le acotíaban de más cerca, oran quince á veinte estudiantes, jovenzuelos harbilampiiios en su mayoría, que se disputaban el placer innoble de golpear ¡i mansalva sobre la pobre víctima: uno le daba un puntapié en luH lirioiiL's: aiiuéi, queriendo acogotarle, le desgarraba el cuello: otro, de un bastonazo en la cabeza, le derribo. Entonces todos le rodearon: alfíunos, por el impulso adquirido en la carrera, no pudieron detenerse y pasaron sobre el infeliz caído; pero muy luego volvieron sobre sus pasos y todos l'ucron a pisotearle, á insultarle, á escupirle... Aun pudo la víctima le^•a^la^se y continuó caminando, RÍcniprc hacia mí: ya no tíorrra. el terror, sin duda, paralizaba sus piernas y limitábase á andar, alelado, humillando la cabeza y el busto bajo los golpes. — jEs unperro judío!-gritaban todos;—jacabemoa con él!... Aquello me indignó, y repentinamente sentí que el estupor y amilnraiento de los primeros instantes se trocaba en movimiento agresivo de repugnancia y luego en fiereza y coraje vivísimos. Quise defender al judío, al miserable fugitivo que, con algo más de ánimo y un cuchillo, hubiese podido represar todo aquel enjambre de cobardes verdugos. — ¡Atrásl-grité sin conciencia exacta de lo que decía. Creo que les llamé miserables y canallas; aquello no fué valor, ni temeridad, sino una explosión noble de mis nervios, una protesta viril de todos mis sentimientos humanüarios: denosté y cerré las manos para herir instintivamente, como pude echarmeállorar ó extender los brazos impetrando piedad para el delincuente. En un instonte perdí de vista á Luisa y me vi cercado y agredido por multitud de brazos. — jDefiéndetel—dije al judío. _ Recuerdo que le insulté; el desdichado temblaba sobre sus rodillas y movía los labios sin poder hablar, produciendo u n ronquido angustioso como un estertor. Al senlirrae empujado y golpeado injuslomente, me volví loco: el griterío de mis enemigos mo enardeció, aumentando mi vértÍgo,y bajando a cabeza acometí,arremetiendo contra todos, sin acordarme de que en un bolsillo inferior llevaba una llave inglesa. Caí y me levant''', y luego í'uí reculando, buscando para mi espalda el amparo de una pared vecina: cuando varios agenles de orden público acudieron íi mi auxilio, mis vestidos estaban rolos y mis • cabellos y mi rostro ensangrentados. Ante los sables de la auloridad. los revoltosos huyeron: Luisa so acercó á mí: estaba llorosa y pálida. — r^Qué tienes? ¿Cómo esUls?-exclamó cogiéndome las manos; - ¡oh, qué disgusto! .. Creí que te mataban... Ya era larde y emprendimos el regreso hacia nuestro hotel, recorriendo los viejos jardines de las Tullerías; en una fuente lavé con mi pañuelo mis ligeras heridas; Luisa rae ob.^ervaba atentamente, con expresión do cariño y respeto, y comprendí satisl'ecbo que mi hazaña había rendido su corazón: fué aquella una excursión dulce, triste y callada: bajo ol cielo plomizo los árboles retorcían sus negras ramas desnudas: las fuentes repelían en el silencio la monótona canción interminable de su despedida... Aquellanoche cené en el cuarto de Luisa, pan, queso y un trozo de carne fría. Luego dije: —Son las once. ¿Ouieres que me vaya? Ella bajó los ojos, ruborosa. Yo añadí: —¿Me quedo? - Como gustes. —Entonces.,, me quedo. Comenzó á deánudarse, haciendo sobre sí mismo, para vencer su pudor, un gran esfuerzo, Enajenado de gozo, quise abrazarla, besándola frenéticamente, empujándola hacia el lecho. Ella exclaraó: —¡Ah, en España los hombros son brutales!... Pues • ello ha cíe ser, ¿á qué vienen esas impaciencias?... Tenía razón y me contuve, algo humillado por aquel reproche. Luego, viéndola ya acostada, apagué la luz... EDUARDO Z A M A C O T S ILUSTRACIONES DE MFOINA VEHA.. SEMANA TEATRAL —M'ologro... CUADRO PIUMERO. —LA 'A VUiíI.TA DEL VÜJKCEDOK h~ á m i desahogo ingénito y también ú la galantería d e mi amigo el editor señor Sopenn, usurpando t r a n q u i l a y d i i l e e m e n t e sus funciones á VéUx Linieiidoux, ajeno con s e g u r i d a d de la "cola" que v a á traer su codazo de marras. jY que, en efecto, n o va ú HDr,irenderse Félix cuando He encuentre montada esta página. Me motejará, me recriminará. ¡Poco á poco! A d e m á s , señor don Félix de mis pceadoSj si y o me atreví ¿suplantarlep'or una sola madrugada en V I D A G A L A N T E , fué OüADRO SEGUNDO.—LA PASTORA (Pilar Delgado).—EL PBtNOiPBJ (Lúa García Cenra). con la h fotógrafo (notabilidad en la clase, dicho sea e n tre paréntesis) cargó los chasis, y u n a vez t e r m i nada esta preliminar operación, él y este humilde c'/ér/go, nos colamos en casa del mismísimo P e p o Kiquelmc. - ¡Hola, Pepe! —¡Hola, gentecillal , — ¡Adiós, burgués!... etc., etc. ¿Que plan os trae por aquí? Y hablé y o : hablé y o y d i j e : - P u e s , tú verás... Esta mañana se ha dado un golj'e B» el codo derecho VóWx. Limendoux. Y como, según los supertieiosos, un g o l p e así, es señal de sorpresa... liemos pensado Rodríguez y y o : ¿por qué no le hemos de dar u n a sorpresa á Félix? Y á eso venimos... esol-'-exclamó Jíiquelme.—Voy á apelar "á la mas precipitada" (fr eipitada" (frase favorita de nuestro interlocuíor.) — X a d a d e fugas.Es preciso que avises inmediatnmenfe á la compañía; que se vistan "al r e s p e c t i v e " los trajes do El heredero del trono, y se coloquen en el e s c e n a rio á fm de que pueda funcionar la cámara folográíicnY P e p e Riquelmo, diligoi^ie, "si los h a y " , circuló las órdenes oportunas. Una hora después l a faena estaba terminada. Un día más tarde, salían del taller los p r e c i o sos fotograbados que ilusi'an esta página. Y a l a hora p r e s e n t e (cinco de la madioigada de la víspera de salida del n.''230 de V I D A G A L A N T E ) , me encuentro yo, g r a c i a s QUAÜBO TBRCBKO. —CONQUE, ¿B3TA EIÍA LA MUÑECA? más s a n a de Jas intenciones; con la de burlarle, c o n s i guiendo que la noticia de sn triunfo escénico pasase de confrahanda la zona de su exagerada modestia. ¿Qué delito han cometido, querido Limendoux, los lectores de este popular semanario, donde m á s HC patentizan los primores de su estilo y las d e l i e a d e zag de su i n g e n i o , para i g norar que El heredero del J CUADRO TERCERO.—¿DÓNDE ESTA LA PASTOllA? ELi flEREDERO DELk TÍ^ONO Fot. BodrljueE iroiio, lia sido un éxitü? Conviene que sepan, si, que es su obra sátira delieada, espejo fidelísimo de costumbres palaciegas, en el que '"burla b u r l a n d o " se analiza lo que sometido á serios análisis fuera, con toda Suerte de s e g u r i d a des, puesto en entredicho. Y conviene que sopan que á l a i n t e n c i ó n de fondo,une suobritadonosura.gracejo. chiste. I í s d e u s t e d , y ¡ b a s t a ! Lo dicho, dicho está, y no rae arrepiento de mi argucia. T r a t á n d o s e de j u z gar, h á g a l o mal ó bien, pienso siempre en aquella misteriosa Jlor de loto que crece á orillas del Nilo. Sefíún la tradición e g i p cia, el que respiro su perfume pierdo la memoria. Y al hablar b o y Líraonduux. me he olvidado de nuestra amistad... lio "respirado" imparcialidad, flor de loto preciosa para el cronista. ¡No, n o me arrepiento! L a plana está montada... ¡A tirar! ¡á tirnri AKüieL A L C A L D E CUADHOSEGUNUü.—EL GENEUAI,{.Sf. Uiqíiclmc) EL BIOMBO DE Lfl TIPLE Se desnuda delante del biombo. Es un pudor á medias; porque, en n-xiÜdad, no es mwho lo que lo. neparu de los adniiradurcH ijue tiene en el ruarlo y que loman poscKián del dicán á primera hora, de la norhe ¡/no ¡^e mueoeiL ds allí hasta que la función termina. El busto del sátiro que kan por la parte de dentro, no es tan a iífni/lcati DO >:omo las caras de los (¡tie hay por la parte de atrátí. Prueba de ello la que asoma indiscretamente en este momento. Pero ella nc ha aperaibido y parece como que dice'. —Mientras no baje usted la cabeza... ¡no aa¡o yo la falda} botas de alcaníarillero, y al descalzarse las tira retemblando todo el fecho. —Pero ¡;si es una señora!! —íQue es unaseíiora;'... Rueño; pues dígaselo al marido. —Pero, jijsi es soltera!!! —¡Cuerno! í'ues hafe'a el favor, entonces, de^suplicarselo... ÍI CUOH. P O m P A S DE JABÓN —Caballero, una limosna ;t ente pQl)recito dogo que ostd cargado do liijos y «ia poJür mantenerlos!... • —¿Cuántos tiune usted-' —;Q(io cuantos? I'uos no lo sé, oaballoro. —llomtire, ¿y cómo no lo sabe.' —iXo VG uatod que no loa veo.' •# —i-liga usted, tramoyista: í.<]u¡(jri a-s ese |ioll¡to almibarado QUe tiene arrinconada á esa coristaf —l'or lo que he sospechado^ sotí dottfaaios que juegan-áia Dista.- -jConque ya el doctor Uigiina, oculista renombrado, no hace visita ninguna? — N o , Koñor; so ha retirado con una buena fortuna. — No es de a-vtrañar que alfjiui día á millonario llegara; cada visita que hacia al cliente le salía por un ojo de la cara... m —Oiga usted, señor fondista: dígalo usté al caballero que está encima de mi cuarto, que hace ya ¡un mes' que no duermo. l'orque debe usar, síu duda, Humorada enmendada solamente al linal do la humorada: .Sí/I cf- amor que encanta, la soledad de un ermitaño espanta. Pero csmáaietipantQsa todavía la Soledad.,, r e m a n d e / y García. En. un veMaiirant barato con ribetes de taberna, —Este bisté es muy pequeño y ademiis es ¡media suelal El camarero con ilgo dejllosófi'^a fltma: —iQuería usted por tras reales un par de botas completasí FJÍUX LIMENDÜL'X Los reyes que viajan Europa fie ve cruzada de un extremo ¡í otro por los soberanos de las grandes poteneins que se visitan mutuamente, acortando de este modo distancias polílicas y..., divirtiéndose á la vez puesto que on todaa partes son recibidos con fiestas y aclamaciones. Eduardo VII de Inglaterra ha sentido reverdecer en sí sus costumbres de toiirísfo y de sportinniii y á pesar de todos sus achaques ha querido dar una vuelta por Europa. Portugal, Ital i a y l'Vancio han sido laS' naciónos que recorrió úlLimamenie siendo recibíilo en todas las conferencias con su elevado raniio. En Níipoles cncóntrósGconla UcinaAme-. lia de Portugal que viaja por su cuenta hace una porción de tiempo, alejada de su esposo el rey Don Carlos. Juntos han visitado Pompeya y otra porción do sitios dándole esto ocasión Eduardo VII para sentirse galante como en los mejnres tiempos de su juventud. Las fotografías que damos en eslaplana representan el momento de desembarcar en Ñapóles y de abandonar juntos á lahermosa ciudad del "N'esubio, ÜESPEDIIIA DE BAI'OLEB A la reina Amelia la acompañan el duqii,e do Uraganza y el infaato don Miguel, con los cuales ha recorrido todo el Mediterráneo en una graii toiirnáe de recreo que, para mayor comodidad, viene realizando de incógnito. Como se ve, pues, los royes viajan. Son amantes del movimiento, de trasladarse á países que desconocen y de admirar amplios y nuevos horizontes para recreo de sus ojos y esparcimiento de sus espíritus. Los reyes, entendiéndolo así, no se dan punto de reposo y gustan, soborear las dulces impresiones que lo desconocido produce. Únicamente, el nuestro. Alfonso XIII, permanece aún sujeto á la voluntad del Consejo de Ministros, sin cuya autorización no puede abandonar las costas ni siquiera para ir de caza. riltHAHDO KM EIi AI.BUM DK LOS VISITANTES ÜH FUM l-SVÁ. IiA RKINA Aüiríl.IA IIOV LAS ClKKClAS ADELANTAN. vs "GANCHO*' E S ACCIÓN ar CALENTURA T R U J E R E S , VOI.VERAS CON CALENTOJU. Página cómica de Méndes Aleares i^ B]viOFtr>i ]vi I Eiv^r o ' ^ — Amigos míus —cmpexó Kniique,—me pedís un relato ameno y entretenido que oliuyoiite el fastidio do nuestra velada y vais á oir una confesión. ¿Por qur no decirlo? ¿Se es m.áa digno ó me nos culpable por guardar en al secreto una acción que nos avergüenza? Sí, la confesión pública tiene algo de grande, de noble y de hermoso. Al mismo tiempo que alivia de au pesada carga el acongojado peclio del delincuBute, parece agua del Jordán, que fortifica su razón y BU conciencia. Si la penitencia religiosa es la antesala del perdón, ¿por qué no ha de ser absuelto de eua yerros y faltas, el que francamente los expone ante sus amigos, y sin rodeos ni ambajcs se acusa? ^ Eso voy á hacer yo... ¡Yo que, ciego, he cometido en los días negros, tristes y míseros de mi juventud bohemia, una falta, de cuyo sincero arrepentimiento es buena prueba el remordimiento amjirgo y persistente que me ha dejado! ¡Oh! la evocación de la juventud, que para oíros es motivo de placenteros recuerdos, produce en raí el efecto que ¡36 siente á la vista de un cuadro horrendo y sombrío, ó en plena pesadilla. Al cerrar los ojos para mirar lo pasado, sólo diviso luchas sin tregua y sin sostén, aislamiento, desesperaciones, hambre, frío, congojas y trabajos. Sí, queridos amigos. Antes de llegar a la casi opulencia en que me veis, antes de lograr nombre, fama, amistades y honores, he gustado todo el rigor de la desgracia y el infortunio. —Es una historia triste, muy triste, la que vais ií oír—agregó después, acariciándose la entrecana barba, como el que quiere traer á la memoria recuerilos que el tiempo, dejándolos desperdigados por las celdillas del cerebro, hizo borrosos. Luego prosiguió, con lentitud prijnero, más animadamente después: — 'I'odo lo que soy, lo que valgo y lo que tengo, me lo debo á mi mismo. Esto me enorgullece y llena mi espíritu do satisfacción vivísima. Estimo y saboreo hoy con placer el lujo que me rodea, porque lie conocido ayer todas las angustias de la miseria, lie conocido esos días en que el intelectual envidia al obrero, porque su trabajo rudo lo proporciona pan, casa y abrigo. He conocido la angustia dol pensar: ¿Comeré mañana? O mejor dicho: ¿Comeremos mañana? Pues debo deciros que en la época á que me rcíiero, yo tenía una querido... Nos encontramos en un café económico de los barrios baj os, al que aun lioy, por simpatía, suelo ir alguna que otra vez. Ella era una modistilla graciosa y alegre, hija do una pobre familia de obreros, que acudía allí todas las mañanas á tomar nú des ayuno antes de ir al taller. Yo frecuentaba mucho el cafetín porque solía pasar en él loa heladas noches del invierno, cuando no tenía hogar en que recogerme. Algunos tiernos requiebros quo la dirigí, otros pocos besos que la hurté y en definitiva la necesidad de cariño que ambos sentíamos, hiciéronnos, al cabo, el uno del otro. Cierta tardo de primavera en que los enamorados pajarillos dirigían sus más tiernas endechas al sol brillante y al cielo azul, nuestros amores fueron un idilio. Veréis cómo pasó: Treinta duros cohrados en la Administración de una Revista nueva y algunas pesetas ganadas en varios periódicos, nos permitieron la dicha do vivir juntos. ¡Cuántos sueños! Lo malo es que los sueños no se realizan nunca. La revista dejó do publicarse y los periódicos rehusaron mis escritos. Vivimos, pues, penosamente; pero esperando. ¿Qué esperábamos? Tiempos mejores, ¡Lo imposible! Al fin, todo nos falto. Fui de amigo en amigo mendigando casi el pan de una semana -. El disguslii de nuestra situneiúii, me hizo odiar el trabajo... Teresa se volvió brusca y de mal carácter; yo concebí ideas extrañas l'n día quo no cnmimos, tampoco pude llevar á casa qué cenar. ¡El recuerdo de aquella noche me atormenta siempre! Recuerdo también lo que en ella me sucedi-i, como si se tratara de acontecimientos de ayer. Luego de correr inv'itilmenle todo Madrid en busca de recursos, llegué á Recoletos y me senté desfalle cido en un banco. La luna llena rielaba su luz pálida sobre el jardín del Banco Hipotecario. La soledad y el silencio me parecieron lúgubres. El baTubre mordía ro¡ estómago. Seatí deseos de fumar. En mis bolsillos enconiré un poco de tabaco suelto; pero no tenía papel. La casualidad me lo deparó, líl viento trajo hasta mí uno, de no sé dónde y lo cogí. Fumando se despertó mi imnglnaoión. Y comencé á pensar. Una idea obsesionante se apoderó de mi inteligencia: Matar para tener dinero... La razón sobrepúsose al delirio y entrevi la prisión, la deshonra, el cadalso... ¡Tengo hambre! rae dije. Luego pensé en el suicidio. ¿Siii haber gustado de la vida, sin llegar á la meta de tus anhelos? —díj orno una voz íntima. ¡Tengo ham bre repetí. Por último, cruzó mi pensamiento otra idea más vil, más vergonzosa... \l €t :^£:rN. Enrique suspiró... Yo tenía un amigo que pretendía á Teresa. iSe la ofreceré! pensé. La recobraré luego. Teresa me quiere, no quiero sino á mí, estoy seguro. Ella podrá comer y vestirse, y yo saciaré mi hambre. La perspectiva de un bienestar probable, cruzaba ante mí vista ofuscando mis sentidos. En aquel momento no me avergonzaba de verla en brazos de otro, ni la ¡dea de ser yo quién la prostituyese. Galvanizado por esta idea, corrí ácasa para proponérselo á Teresa. Estaba seguro de convencerla cuando la dijese: —Va á ganar tu pan y el mío vendiendo tu cuerpo. Cuando llegué á nuestra casa, Teresa no estaba en ella. ¡Si rae hubiera dejado! pensó con aneustia. A poco la v¡ subir la escalera con paso rápido. Cuando entró, puso algunas viandns sobre la mesa. Mirándome tristemente, de rodillas á mis pies, me confesó que hebía vendido sus caricias para que yo comiese.—Ha sido por ti. ¡Te veo sufrir tanto! Y me tendió suplicante los labios como pidiéndome perdón. Yo la rechacé y la abandoné sin piedad. Cometí la cobardía de no perdonarla, hice la mala acción de huir de su lado. Yo que meditaba venderla para mi provecto aun amigo, realicé la villanía do rechazarla porque se (lió voluntariamente á un desconocido por amor á mí... ¡Cuánta sería hoy mi vergüenza sin su abnegación! Pero ¿sov meros culpable? S. CLOVIS A yi32^ - ^ Croniquilla ¡Oh, el oafé! Los que íinaiemati/iin cié ese centro de lOuTiiíín que es imprcfíciiidible en las {rriindes c a pitales y que :io falta Innipoeo on iodos los puebloa de quinientos v e cinos, son espíritus reaccionarios y estrechos que van en contra do la ten (Icncia luoiloriia á la expansiini y al amplio comercio social. E l café es nocesario para la vida: y ai no le g u s t a á usted eL eal'é... tome u s ted cerveza ú otra cualquier cosa. L a cuestión es ir á uno de esos cenfros donde, agrupados j u n t o á una mesa varios amibos, ve usted desfilar anlc si todos los s u c e s o s del día, comentados diversamente, V donde se pone á discusión todo punto culminante de la política, 'del arto de la l i t e r a t u r a y aun de la vida privada de cualquiera, hasta el extremo de que muchas v e c e s queda, el mármol conreríido lín me^a. de disúccián, como dice Eehepcaray por boca de imo de los personajes de El (¡ran Gñleoío. El cale es una liolsa donde se cotiza lodo; por eso y o no puedo prescindir de él y soy el más asiduo concurrente á la reunión que tenemos unos cuantos de la misma cuerda, en el oafé de Cevaiite de la P u e r t a del HüL Sin que esto quiera decir que por la n o c h e í'alie á otra peña que tenemos en F o r n o s á última h o r a una porción de socios trasnochadores. He aquí porqué discutía y o la otra tardo con don Emeterio, un amigo mío contrario CTI todo á mi m a n e r a de ser y que, al invitarle y o á. que me acompañase á Levante, me contestó como si le liubiese picado la tarántula del tango: —; \'íj(/fi z-círo! No seré yo el que contribuya con cincuenta céntimos diarios al sostenimiento do esos centros de vicio y de corrupción donde se disfruta de u n a libertad peligrosa para hablar de todo sin r e s p e tos ni consideraciones á la moral, y donde queda do hecho establecida u n a democracia antipática sólo por g a s t a r cualquiera dos reales de vellón que le dan derecho á codearse con todo el mundo. — Creo que e x a g e r a usted—me atreví á contestarle á don Emeterio.—El café no es sólo l u g a r de e a p a r c i miento para el cuerpo, sino para el espíritu, porque allí puede abrirse éste á todos loa v i e n t a s y cambiar impresiones de todas clases, — ¡Primero la tumba helada!—volvió á decir mi respetable amigo.—Yo tomo el café en mi casa; t e n g o con ello dos ventajas. —^;Ouáles':' — L a de que sé que lo tomo p u r o y la de que con esos dos reales t e n g o contenta á mi mujercita. ^/Cómoy ' . —Dándoselos todos l o s días al l e v a n t a r m e de la mean, con lo cual olla tiene para s u s gastos pequeños. Vo cumplo de esto modo con mi teoría contraria al café como establecimiento público, y, al propio tiempo, satisfago el gusto de ver á mi esposa intrigada siempre por la monedita de plata que y o le e n t r e g o todos los días con una formalidad p u r a m e n t e comercial. — Hin embargo... -- ¡Nada, nada!—volvió á decirme don Emeterio repitiendo s u s máximas contra el café.—¡Vade retro! ¡Primero la tumba lielnda! No quise discutir más con él porque llegábamos á L e v a n t e , en c u y a puerta nos despedimos. Cuando entré no pude m e n o s de contarles el caso á mis c o m p a ñ e r o s de mesa, — E s e don Emeterio es un imbécil que no s a b e lo q u e s e d i c e — m e contestó uno de los amigos que escuchaba. —¿VoT qué? —Porque los dos r e a l e s s u y o s v i e n e n , efectivamente, á parar á este cale. —rtCómo e s eso? — L o s miamos c i n c u e n t a céntimos quo él le da á su mujer, que por cierto es m u y g u a p a y bastante más j o v o u que él, sc los da ella a aquel pollo que veis allí en la mesa de enfrente y que v i e n e á tomar café todas las tardes. ¡Justo castigo á la p e r v e r s i d a d de don Emeterio!... SIMÓN ILUSTRACIONES DF. V. T U a Rn'ÜLAR EL ENCARGO CUMPLIDO, ~j\lirii Pepito, á tu padre le duele la eabezaiÜvcta ;ií (lespae!io á jiigar, pero ¡cuidado con hacer ruido! POR KARIKATO —¡Marm Snntisimit!.,. si estaba cargada... ¡con cato sí que no contaba yo! _—Mamií... ya no í'ai el ijiio huo el rut'du: ha aidii la escopeta,