LOS ÁNGELES MUERTOS Buscad, buscadlos: en el insomnio de las cañerías olvidadas, en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras. No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube, unos ojos perdidos, una sortija rota o una estrella pisoteada. Porque yo los he visto: en esos escombros momentáneos que aparecen en las neblinas. Porque yo los he tocado: en el destierro de un ladrillo difunto, venido a la nada desde una torre o un carro. Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos. En todo esto. Más en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego, en esas ausencias hundidas que sufren los muebles desvencijados, no a mucha distancia de los nombres y signos que se enfrían en las paredes. Buscad, buscadlos: debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro o la firma de uno de esos rincones de cartas que trae rodando el polvo. Cerca del casco perdido de una botella, de una suela extraviada en la nieve, de una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio. R. Alberti, Sobre los ángeles TEXTO 3 TEXTO 2 LA NORIA La tarde caía triste y polvorienta. El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta. Soñaba la mula ¡pobre mula vieja!, al compás de sombra que en el agua suena. La tarde caía triste y polvorienta. Yo no sé qué noble, divino poeta, unió a la amargura de la eterna rueda la dulce armonía del agua que sueña, y vendó tus ojos, ¡pobre mula vieja!... Mas sé que fue un noble, divino poeta, corazón maduro de sombra y de ciencia. [A. Machado: Soledades] Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!... ¿Adónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero, a lo largo del sendero... —La tarde cayendo está—. En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día; ya no siento el corazón. Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río. La tarde más se oscurece; y el camino se serpea y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece. Mi cantar vuelve a plañir: Aguda espina dorada, quién te volviera a sentir en el corazón clavada. [Antonio Machado: Soledades] 1 TEXTO 4 TEXTO 5 ANCHAS SILABAS Hay golpes en la vida tan fuertes... Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en.el alma... Yo no sé! Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Que mi pie te despierte, sombra a sombra he bajado hasta el fondo de la patria. Hoja a hoja, hasta dar con la raíz amarga de mi patria. Que mi fe te levante, sima a sima he salido a la luz de la esperanza. Hombro a hombro, hasta ver un pueblo en pie de paz, izando un alba. Que mi voz brille libre, letra a letra restregué contra el aire las palabras. Ah, las palabras. Alguien heló los labios -bajo el sol- de España. [B. de Otero: En castellano] Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre .el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! [C. Vallejo: Los heraldos negros] Pasear y soñar JUAN JOSÉ MILLÁS 23/01/2009 Me fui a la cama a la hora de siempre. Encogí las piernas, doblé la espalda, metí la barbilla en el pecho, me tapé hasta las orejas con el edredón e imaginé que salía de mi cuerpo y viajaba por el aire hasta el centro de la ciudad. La luna iluminaba el ambiente, pero proyectaba también grandes sombras sobre la ciudad; a veces me parecía ver la mía atravesando la terraza de un ático. Reconocía cada edificio, enumeraba sus particularidades, reparaba en los pormenores de las esquinas, nombraba las calles... Se trata de un ejercicio recomendado por mi médico para la memoria. Al principio lo hacía por obligación, pero luego empezó a divertirme y estaba deseando meterme en la cama para volar. El caso es que al pasar por encima del tanatorio de la M-30, algo me impulsó a descender. Tras curiosear un poco por las salas, me introduje en la cabeza de un cadáver asomándome a través de sus ojos al exterior. Al otro lado de la pecera donde se encontraba el ataúd había una mujer de espaldas, recibiendo el pésame de un hombre cuyo rostro me resultaba vagamente familiar. Tras unos instantes, el hombre se retiró y la mujer se dio la vuelta. Iba de negro, con un collar de plata que le traje de México, pues se trataba de mi mujer. La impresión, mortal, me hizo regresar volando a mi cuerpo, donde abrí los ojos para comprobar dónde me encontraba realmente. Y me encontraba en el ataúd. Oh, Dios, no puede ser, me dije, pero cierra los ojos, espera unos segundos, vuelve a abrirlos y todo habrá regresado a su ser, como cuando el cerrojo del cuarto de baño funciona al segundo intento. Lo hice y, en efecto, ahora estaba en la cama. No he vuelto a imaginar que salgo por las noches, aunque sea bueno para la memoria. También dejé de pasear, que según el mismo médico era excelente para el corazón, porque llegaba a sitios que no debía. Aire JUAN JOSÉ MILLÁS 12/12/2008 El radiador del cuarto de baño estaba hemipléjico, pues la mitad de él permanecía fría. Deduje que tenía aire y que convenía purgarlo, por lo que busqué el destornillador, que no hallé en su sitio, así que tomé un cuchillo de la cocina y caminé con él por el pasillo. Me sobrecogió la imagen de mí mismo, armado, en la soledad de la casa. Por asociación 2 con el cuchillo (y con la fontanería) pensé en mis venas y recordé una película en la que el protagonista se abría las muñecas transversalmente, como casi todos los suicidas frustrados, pues por lo visto hay que cortar en sentido longitudinal. Al aflojar el tornillo del radiador, la espita emitió un silbido. Cuando comenzó a expeler agua con apariencia de saliva, cerré de nuevo la válvula y recogí el agua que había caído al suelo con un pedazo de papel higiénico que arrojé al váter, aunque no tiré de la cadena. Al regresar con el cuchillo a la cocina pensé en la palabra purgar, tan polivalente. Funcionaba en la fontanería con la misma eficacia que en la moral. De haber en el cuerpo un tornillo que al aflojarlo dejara escapar las impurezas, ¿dónde se encontraría? Era una pregunta retórica, claro, para defenderme del miedo al pasillo y del silencio de la casa. Ya en la cocina, encendí la radio y dijeron que en estos momentos era un deber patriótico consumir. Me pareció rara la idea de una patria (significara lo que significara esa palabra tan siniestra) basada en el hecho de gastar, incluso de malgastar. Por mi parte al menos, lo que necesitaba era lo contrario, una purga. Coloqué el cuchillo cuidadosamente en el cajón, apagué la radio, tomé un bolígrafo y allí mismo escribí estas líneas junto a las que salió un poco del aire -no todo- que ensuciaba los circuitos -con perdón- de mi alma. Al día siguiente encontré el destornillador, que estaba, como yo, fuera de sitio. Vacío MANUEL VICENT 22/02/2009 Montó en el coche de 16 válvulas y primero se palpó los genitales para comprobar que seguían en su sitio, luego acarició el salpicadero para estimularlo como se hace con los caballos, estiró la yugular con un gesto de halcón, puso en marcha el motor y finalmente el tipo arrancó encabritado para convertir la máquina en un arma. Tumbó la aguja a 190 y enseguida montes, valles y sembrados se fundieron con su mente en el cristal del parabrisas. Le bastaba con impulsar un poco la suela del zapato y la máquina obedecía: a cada segundo se tragaba el horizonte con más voracidad. Podía aniquilar a su antojo el tiempo y el espacio, esos dos conceptos estúpidos de la creación; de hecho a 220 por hora el tipo comenzó a sentirse amo del vacío. En plena exaltación decidió hacer un alto en el camino y en cuanto entró en aquel bar de carretera su existencia volvió a llenarse de intrascendentes actos anodinos que pertenecen al resto de los mortales. Bostezó, se rascó una oreja y después de vaciar la vejiga sobre la raja de limón del urinario, escribió el número de su teléfono móvil en la puerta de uno de los retretes. Lo había hecho muchas veces en otros bares de carretera. Mientras tomaba una ración de queso contempló una vitrina repleta de mantecadas, tarros de miel y embutidos de la comarca. Dudó si comprar un chorizo. Ése fue el pensamiento más profundo que tuvo ese día. Miró el reloj. Volvió a montar en el coche, acarició el salpicadero y salió disparado. De nuevo el tiempo y el espacio se constriñeron en un punto, pero ahora el vacío no era distinto de la propia soledad. Si es cierto que un segundo antes de morir se concentra toda la vida en un solo pensamiento, a 220 por hora, antes de ver el camión que se le venía encima, el tipo pensó en el chorizo que estuvo a punto de comprar. Jamás supo si se había salvado del golpe mortal, aunque al llegar a su destino comprobó que los genitales seguían en su sitio. Vivía solo. Su número de teléfono anotado en todos los retretes del camino era su única conexión con el mundo, pero nunca nadie le había llamado. Una vez en casa, el tipo habló con el gato en la cocina y luego se cortó las uñas mirando por la ventana. Como les pasa a muchos, tal vez había muerto y lo ignoraba. Un grumo JUAN JOSÉ MILLÁS 6/03/2009 Llamó desde el hotel a su mujer, que en ese instante se estaba preparando un café. Pese a la distancia, la cobertura era excelente, pues le llegaban los ruidos domésticos con la misma claridad que la voz. Así, mientras charlaban, visualizaba sin esfuerzo lo que ocurría al otro lado. Tanto la conversación como los sonidos se atenían a una pauta, a unos clichés preexistentes. Hablaron de si hacía frío o calor, de si llovía, de la salud de un familiar enfermo, de si había aparecido por fin el fontanero... Todo ello al tiempo que la taza se encontraba con el plato, que la cafetera pitaba, que vibraba el cajón de los cubiertos... Tuvo la impresión de comunicarse con los objetos de la lejana cocina tanto como con su mujer. Le hablaban al mismo tiempo que ella, transmitiéndole también una información rutinaria. Ahora viene el golpe de la cucharilla contra los bordes de la taza. Ahora yo debo preguntar si Teresa ha vuelto del colegio... Aunque todo se repetía de manera mecánica, como una coreografía mil veces ensayada, el hombre advirtió que aquel día, por debajo del cliché, sucedía algo distinto, como si la escena ocultara un misterio, un alma. Hazme un favor, dijo entonces, abre la nevera y mira si me quedan puros. Escuchó los pasos de su mujer, la puerta del frigorífico, el movimiento de la caja al ser removida de su sitio... Te quedan tres, dijo al fin ella. Le dio las gracias y comprendió que quería colgar porque el cliché se había agotado. Entonces preguntó si había vuelto el gato, que se había escapado la semana anterior, y ella dijo que no. Después, ambos permanecieron en silencio, con la sensación incómoda de haber agotado el guión. Incapaces de improvisar a partir de aquella ruptura, colgaron por miedo al vacío. Luego ambos sintieron que aquel vacío había sido real. Un grumo de realidad en medio de la nada absoluta. 3 ANTOLOGÍA ÁNGEL GONZÁLEZ Contra-orden (Poética por la que me pronuncio ciertos días). Esto es un poema. Aquí está permitido fijar carteles, tirar escombros, hacer aguas y escribir frases como: Marica el que lo lea, Amo a Irma, Muera el…(silencio), Arena gratis, Asesinos, etcétera. Esto es un poema. Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro. Responsable la tarde que no acaba, el tedio de este día, la indeformable estolidez del tiempo. Elegido por aclamación Sí, fue un malentendido. Gritaron: ¡a las urnas! y él entendió: ¡a las armas! -dijo luego. Era pundonoroso y mató mucho. Con pistolas, con rifles, con decretos. Cuando envainó la espada dijo, dice: La democracia es lo perfecto. El público aplaudió. Sólo callaron, impasibles, los muertos. El deseo popular será cumplido. A partir de esta hora soy -silencioel Jefe, si queréis. Los disconformes que levanten el dedo. Inmóvil mayoría de cadáveres le dio el mando total del cementerio. Quédate quieto Porvenir Te llaman porvenir porque no vienes nunca. Te llaman: porvenir, y esperan que tú llegues como un animal manso a comer en su mano. Pero tú permaneces más allá de las horas, agazapado no se sabe dónde. … Mañana! Y mañana será otro día tranquilo un día como hoy, jueves o martes, cualquier cosa y no eso que esperamos aún, todavía, siempre. Para que yo me llame Ángel González Para que yo me llame Ángel González, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: hombres de todo mar y toda tierra, fértiles vientres de mujer, y cuerpos y más cuerpos, fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo. Solsticios y equinoccios alumbraron con su cambiante luz, su vario cielo, el viaje milenario de mi carne trepando por los siglos y los huesos. De su pasaje lento y doloroso de su huida hasta el fin, sobreviviendo naufragios, aferrándose al último suspiro de los muertos, yo no soy más que el resultado, el fruto, lo que queda, podrido, entre los restos; esto que veis aquí, tan sólo esto: un escombro tenaz, que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio. El éxito de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento… Deja para mañana lo que podrías haber hecho hoy (y comenzaste ayer sin saber cómo). Y que mañana sea mañana siempre; que la pereza deje inacabado lo destinado a ser perecedero; que no intervenga el tiempo, que no tenga materia en que ensañarse. Evita que mañana te deshaga todo lo que tu mismo pudiste no haber hecho ayer. 4 Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba BERNARDA: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la muerte de tu padre? ANGUSTIAS: No era mi padre. El mío murió hace mucho tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted? BERNARDA: Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo. Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna. ANGUSTIAS: ¡Eso lo teníamos que ver! BERNARDA: Aunque fuera por decencia. ¡Por respeto! ANGUSTIAS: Madre, déjeme usted salir. BERNARDA: ¿Salir? Después de que te hayas quitado esos polvos de. la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita violentamente con un pañuelo los polvos.) Ahora vete. LA PONCIA: ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva! BERNARDA: Aunque mi madre esté loca, yo estoy en mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago. MARTIRIO: (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela! (Aparece ADELA. Viene un poco despeinada.) ADELA: ¿Por qué me buscas? MARTIRIO: ¡Deja a ese hombre! ADELA: ¿Quién eres tú para decírmelo? MARTIRIO: No es ése el sitio de una mujer honrada. ADELA: ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo! MARTIRIO: (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así. ADELA: Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía. MARTIRIO: Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado. ADELA: Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí. MARTIRIO: Yo no permitiré que lo arrebates. Él se casará con Angustias. ADELA: Sabes mejor que yo que no la quiere. MARTIRIO: Lo sé. ADELA: Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí. MARTIRIO: (Despechada.) Sí. ADELA: (Acercándose.) Me quiere a mí. Me quiere a mí. MARTIRIO: Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más. ADELA: Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere; a mí tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias, pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, lo quieres. MARTIRIO: (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero! ADELA: (En un arranque y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa. MARTIRIO: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya. Aunque quisiera verte como una hermana, no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.) ADELA: Aquí ya no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla. MARTIRIO: ¡No será! ADELA: Ya no aguanto el olor de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado. MARTIRIO: ¡Calla! ADELA: Sí, sí. (En voz baja) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias, ya no me importa, pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana. MARTIRIO: Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo. ADELA: No a ti, que eres débil, a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique. MARTIRIO: No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que, sin quererlo yo, a mí misma me ahoga. ADELA: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. (Se oye un silbido y ADELA corre a la puerta, pero MARTIRIO se le pone delante.) MARTIRIO: ¿Dónde vas? ADELA: ¡Quítate de la puerta! MARTIRIO: ¡Pasa si puedes! ADELA: ¡Aparta! (Lucha.) MARTIRIO: (A voces) ¡Madre, madre! 5 Palabras Hace unos 15 millones de años, según dicen los entendidos, un huevo incandescente estalló en medio de la nada y dio nacimiento a los cielos y a las estrellas y a los mundos. Hace unos 4 mil o 4 mil 500 millones de años, años más años menos, la primera célula bebió el caldo del mar, y le gustó, y se duplicó para tener a quien convidar el trago. Hace unos dos millones de años, la mujer y el hombre, casi monos, se irguieron sobre sus patas y alzaron los brazos y se entraron, y por primera vez tuvieron la alegría y el pánico de verse, cara a cara, mientras estaban en eso. Hace unos 450 mil años, la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego, que los ayudó a defenderse del invierno. Hace unos 300 mil años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse. Y en eso estamos, todavía: queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabras.... Eduardo Galeano El otro yo Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable». El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo. Mario Benedetti 6