Capítulo 28 Como agua que fluye en los ríos, arena que se escurre entre los dedos, viento que agita la floresta, con la precisión de los astros al circunvalar sus órbitas generando estaciones que desnudan árboles, calientan tierras, hielan cumbres, florean colinas, producen cosechas y percibido de tan distintas maneras: lento, aburrido, triste o feliz, divertido, excitante, creando expectativas, destruyendo sueños, produciendo cambios, originando estragos, estableciendo inexorablemente los ciclos de renacimiento y vida o de destrucción y muerte, el tiempo, seguía pasando. En la hacienda Chilán era poco lo que había cambiado. La bebe Elena María tenía cuatro años más, ya era una niñita de cinco, que no se cansaba de explorar los numerosos aposentos de la casona, invadiendo de bullas infantiles aquellas estancias acostumbradas a ecos menos felices. La casa estaba llena de personajes que ahora identificaba y reconocía. Etra, su amiguita de juegos y aventuras, vivía en la parte de atrás y le enseñaba palabras en quechua, que luego ella repetía en alemán. Era divertido jugar juntas cuando Epifania no la tenía castigada, como ocurría a menudo. Después estaba Tante Helga quien era la que decidía todo en torno a sí. Qué debía comer, cómo vestir, cuándo y con quién jugar; le enseñaba también muchas cosas, algunas bonitas como tejer y otras aburridas, como escribir. Pero ella tenía que aprender porque si no se molestaba la Tante Helga. Aunque no le tenía miedo, como los demás, porque también jugaban juntas y se divertían mucho. El [193] 193 juego favorito de Tante era encerrarla en la despensa oscura y simular que la dejaba allí olvidada. Al cabo de mucho rato le abría la puerta y exclamaba sorprendida «¿qué haces aquí?, ¿cómo entraste?», y ella le decía, «Tante, tú me encerraste», «¿yo?, no puede ser, habrá sido el duende de la casa». Ella al principio se asustaba con este juego; las primeras veces había llorado ahí encerrada. Pero luego descubrió que si lloraba, más rato la dejaban olvidada; pero si se quedaba calladita, la Tante la buscaba pronto. Después de un tiempo el juego le pareció divertido. A su papá lo veía poco ya que no dormía en la casa. De vez en cuando venía y le pedía a Eustaquia que preparara platos ricos para invitar a sus amigos. Cuando aparecía la buscaba y jugaban juntos por un ratito, «para que no olvides que soy tu padre», le decía, pero él se aburría pronto y la despedía con un beso sonoro que le humedecía la cara y que ella limpiaba apurada. Nunca dejaba de repetir muy divertido y entre risas: «cada día te pareces más a tu madre.» A mamá Elvira, Elenita la miraba con cierto recelo; sentía algo de pena por ella porque siendo tan bonita siempre la veía triste, sonreía poco y se pasaba las tardes sentada en el balcón, muy aburrida. En algunas ocasiones Tante Helga le decía, «Sie ist deine Mutter. Gehe und küsse Sie». Ella obedecía la orden, se acercaba a su mamá y le daba un beso. Mamá se inclinaba con una ligera sonrisa, recibía el cariño y a cambio le daba unas suaves palmaditas sobre la cabeza. Elenita se sentía incómoda con ella; nunca sabía cómo hablarle ni qué decirle y aunque parecía buena, nunca jugaban juntas. No era como Edita, alegre, y a la que quería mucho porque siempre adivinaba sus caprichos y le daba gusto en todo. Con ella se iban de excursión al campo; también venían sus primitos Emilina y Gabriel, hijos de Eda («no son tus primos», le decía muy molesta Tante Helga) y Etra. Se divertían juntos jugando a las escondidas, a la ronda, a la «gallinita ciega». Además, Edita le enseñaba a cantar canciones bonitas y le hacía collares de flores. La Epifania, aunque tan mala con sus hijos, con ella era muy buena. Le decía «mamita linda» y estaba dispuesta a atenderla en lo que quisiera; ella a veces abusaba, «la leche está muy caliente, enfríala», y al ratito, «ahora ya se enfrió mucho, caliéntala». Le gustaba fastidiarla así. Era un juego que tenían entre las dos. 194 La Eustaquia era la cocinera vieja y fea que siempre estaba en la cocina. Antes, de más chica, le tenía miedo. Pero ahora no porque la entretenía enseñándole a preparar dulces. Juntas hacían alfajorcitos que luego compartía con Etra y los mellizos. Una vez a Elenita se le ocurrió que quería montar a Cirila pero Eustaquia no quiso; Elenita corrió a quejarse con Tante Helga pero ésta no le hizo ningún caso. Algún día montaría a Cirila como ya lo hacía con otras mulas y caballos que se guardaban en los establos. Pero lo que más la fastidiaba era cuando su papá aparecía por la casa con Tavito, un niño un poco menor que ella, al que había tomado gran antipatía. Era muy mal educado, no saludaba a las personas mayores, insultaba a los empleados, pellizcaba a los niños, pateaba a Jazmín, saltaba sobre los sillones y ya había roto varias cosas. «Ese es mi diablillo», solía decir papá entre risas. Un día Elena María lo gritó al ver que despanzurraba una linda muñequita de trapo que le había hecho Ernestina, «niño malo y feo, has roto mi muñequita», le dijo entre llantos. Tavo le tiró la muñeca por la cabeza a la vez que le decía, «toma tu trapo viejo, voy hacer que mi papá te bote de aquí y yo seré el dueño de todo esto». Ernestina, que andaba cerca cargó a Elenita y la refugió en el cuarto de mamá Elvira. «No le hagas caso», la consolaba, «yo arreglaré tu muñequita». Ernestina atendía a mamá Elvira y a ella. Su hijo era el muchacho que servía la mesa; alto, flaco, un poco encorvado, caminaba con pasos largos y cansados. Siempre estaba rezando; ya le había enseñado varias oraciones y a reconocer las cuentas del rosario. Elenita también sabía sobre sus abuelos a los que no conocía porque vivían en un lugar lejano que los mayores llamaban «la costa». De vez en cuando le enviaban regalos bonitos, muñecas, libros de cuentos y golosinas. «Tal vez algún día, no sé cuando», le decía mamita Elvira, «viajes a la costa para conocer a tus abuelos. Y podrás ver el mar». «¿Y cómo es el mar?» «El mar es lo más hermoso del mundo.» Muchos han sido los días que han pasado. Días de lluvia y días de sol, noches de luna, noches oscuras, sequías a veces y desbordes de ríos después. Muchos arcos iris han aparecido y luego se han 195 disuelto en el cielo, perdiendo poco a poco sus colores. Cartas que van y vienen. Aburrimiento y recuerdos, aburrimiento y ensueños, aburrimiento. Epifania sigue aguardando el regreso de Prudencio. Está segura de que un día lo verá aparecer por el camino que viene de Curipampa. Viejo, cansado y cubierto de los polvos de las mil rutas que ha recorrido, pero contento porque segurito que ya encontró la tierra de sus antepasados. Para allá se irán y podrán llevar una vida mejor y ser felices. Epifania no sabe muy bien qué es ser feliz, pero sí está segura de no serlo en Chilán. Mientras tanto sigue aleccionando a sus cuatro hijos en las durezas de la vida. Eda ha engordado más y pareciera que este aumento de peso va aparejado con su carácter alegre, despreocupado, charlatán y cantarino. Silvestre vendrá pronto a buscarla, a ella y a sus hijos, para asentarse como colonos en una zona muy próspera de la montaña. Se irá feliz, no porque no lo sea en Chilán sino porque siempre es bueno cambiar de aires. Helga sigue siendo Helga. Autoritaria, exigente, agria y antipática. Ahora está muy entretenida con una nueva obligación que se ha impuesto, educar a Elenita. Y los días seguían pasando, como agua que fluye en los ríos, arena que se escurre entre los dedos, viento que agita la floresta… 196