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El secreto de
la belleza
carlos augusto rojas galindo
bogotá
Bogotano. Hijo de una
bondadosa comerciante y un
desprendido artista, nací el día
en que descubrí que quienes
caminan también llegan
temprano y que entender
–citando a Borges- es una dicha
más grande que la de imaginar
o la de sentir.
Ciencias políticas. Universidad
Nacional de Colombia.
Bogotá, D.C.
uno
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El secreto de la belleza
carlos augusto rojas galindo
N
o fue un gran aguacero pero bastó para inundar el barrio
y rompernos el techo de la casa (eso era costumbre). El verdadero desastre fue que mi madre tuviera tres hijos en vez de dos. Mi
hermana mayor se pidió ser la ingeniera civil (por las repetidas
inundaciones). Yo no tuve más opción que tomar la vacante del arquitecto. Y mi hermana menor (¿en qué diablos estaba pensando?)
se pidió ser reina de belleza.
Pero como Gertrudis no es nombre de reina y Siabato tampoco
es el apellido más acomodado para tal oficio, mi hermanita, con
tan sólo 9 años, resolvió el problema tan pronto lo entendió. Necesitaba un nombre que sin esfuerzo se pudiera cortar. Algo así como
Carolina para que la llamaran Caro, o Alejandra para que le dijeran
Ale. Y una vez decidiera lo del nombre, se apropiaría del apellido
de algún ex presidente porque esos sí que suenan bonito.
–¡Hola Gertrudis! –saludó el tendero atrás del mostrador, imitando la voz de un niño y sacudiendo al tiempo la cabeza. Así la
saludaba siempre.
–Ya no me llamo Gertrudis –dijo mi hermana–. Me llamo Cata,
Cata Samper, y esta es la última vez que me ve en su tienda. Seré
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colombia cuenta
reina de belleza y las reinas no le hacen mandados a la mamá.
El tendero, después de encogerse y sobar sutilmente la cabeza
de Gertrudis, decidió regalarle la más reciente revista de reinas.
Esa que le marcaría, en hojas brillantes y esmaltadas, el camino a
su añorada profesión.
Sobre una de las esquinas del espejo más grande de la casa, Gertrudis puso la revista y modeló como si alguien le fuera a dar una
calificación. Primero se reflejó el lado izquierdo; luego, empinada,
mostró el derecho; después tomó una posición frontal que era de
todo menos natural (estaba rodeándose la cintura con un brazo y
con el otro completaba una ele que le llegaba hasta la barbilla) y no
pudo encontrarse parecido alguno con la mujer de la portada.
“¿Será el pelo, Cata?”, se preguntó en voz alta. Pasó velozmente
las páginas de la revista y no tardó en encontrar que el secreto peor
guardado para tener una hermosa cabellera son las frutas. Y como
cada reina se untaba una distinta, mi hermanita decidió hacer su
bálsamo con todas las que encontró.
Mamá dice que para enojar al pobre basta con desocuparle la
nevera, por eso no dudó en darle unas merecidas palmadas a Gertrudis (que parecía disfrutarlo porque adoptó posición de foto y
no paró de sonreír durante el castigo).
Lo de las frutas era cierto porque a mi hermanita le quedó el
pelo como para anunciar champús en la tele. Lo lució con orgullo
altivo frente al espejo para que, como la primera vez, le mostrara
que su parecido con una reina era nulo.
“¿Será la piel, Cata?”, volvió a preguntarse. Mamá también dice
que los secretos no se cuentan. Pero en esa revista las reinas siempre contaban algún secreto para algo. Y lo de la piel (según otro
secreto revelado) se arreglaba con baños de lodo. Por eso Gertrudis
con la tierra de las materas hizo un montón en la ducha y se metió
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en un capullo de tierra y agua del que esperaba salir convertida en
un hermoso cisne de revista. Pero antes de que se descascara del
todo el revoltijo seco, mamá la sacó a coscorrones del baño.
“¿Será el cuerpo, Cata?”, se preguntó la Gertrudis de la piel y el
cabello de lujo, después de seguir ceremonialmente ese ritual de
evaluación frente al espejo con la revista. Y fácilmente descubrió el
secreto: todas las reinas van al gimnasio.
Cuando esa culicagada dañó la bici de mi hermana y mi patineta para hacerse una bicicleta estática, quise comprar a mamá,
con lloriqueos y pataletas, para que le diera otra de esas lecciones a Gertrudis. Pero mamá sólo suspiró y dijo –también para mi
hermana mayor– que no había manera de que el castigo físico le
hiciera recapacitar a una niña que no paraba de sonreír (supongo
que lo hacía porque en la revista todas sonreían).
–Ay, Gertrudita… –dijo mamá en su esfuerzo por usar uno de
esos modernos métodos pedagógicos que tanto le incomodaban
y desconocía–. Si esa revista dijera que las reinas son huérfanas...
¿Me mataría?
–¡Soy Cata Samper! –aclaró Gertrudis. Tomó con calma el tiempo para buscar la respuesta en la revista, la puso en la esquina del
espejo y siguió–. No seas exagerada,
Martha. Las reinas no son huérfanas.
Mamá no entendió la respuesta porque estaba congelada: ¡el
más joven de sus retoños acababa de llamarla Martha y la tuteó!
–¿Soy fea, Martha?
Mamá tenía la solución al problema en las manos y la dejó ir: si
le decía a Gertrudis que era fea, esta no haría más daños en casa.
Pero madre es madre y al final no fue capaz.
–No, mi amor. No hay mujeres feas sino mal arregladas.
Muy cara le cobró Gertrudis la compasión a mamá, porque le re188
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cortó con tijera todos los vestidos para hacerse unos nuevos como
los de la revista y, para completar la pinta, le quitó a los zapatos de
mamá los tacones para ponerlos en sus tenicitos.
Esa vez no hubo suspiros pacientes ni métodos pedagógicos.
La travesura logró que mamá pasara por alto la estúpida sonrisa
y procediera como debió hacerlo cuando Gertrudis me dañó la
patineta.
El espejo, los moretones y la ausencia del parecido que buscaba, obligaron a mi hermanita a ir de nuevo a la tienda.
–Estoy muy, pero muy molesta contigo –le dijo Gertrudis al
tendero. Luego lanzó la revista sobre el mostrador, agachó la cabeza (sin borrar la incómoda sonrisa) y se cruzó de brazos–. A esta
revista le falta una página.
El tendero revisó, se fijó en la consecución de las páginas y
comprobó que la revista estaba completa.
–A ver. ¿Por qué dice que a la revista le falta una página?
–Sí. Falta la página donde dice que para ser bonita toca nacer
bonita.
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