La alegoría de la pantalla Gonzalo Tapia Al principio fue el cine Mucho antes de la velada memorable del “Grand Café” de París en que unos cuantos curiosos asistieron a la primera función pagada del cinematógrafo de los Lumière, los miembros de la especie humana ya eran antiguos usuarios de las pantallas. Esa pantalla inaugural del cine tuvo su remoto antecedente, conjeturando con algo de audacia, en los muros de las cuevas que cobijaron a los hombres primitivos. Sobre esas irregulares superficies, el fuego proyectaba formas ondulantes que –como las nubes, el mar y las estrellas– tenían la virtud de excitar la imaginación de los hombres. Algunos miles de años después, Platón el ateniense, propuso con intrepidez que todo lo que le está deparado conocer a los comunes mortales es una representación universal de sombras sobre el modesto ecran de un fondo de caverna. Sin embargo, en ese cuestionado mundo real, las pantallas continuaron sus existencias larvarias a través de los siglos en improvisados teatros de sombras, ejerciendo con modestia su función de sustrato de sueños. La primera carga Esa proyección de los Lumière fue para las pantallas como el clamor de trompetas que abatió las murallas del tiempo. En pocos años, estos rectángulos de paño plateado se harían fuertes en las ferias arrabaleras, ocuparían los barrios modestos de las grandes capitales y avanzarían como una marea incontenible hacia los lujosos barrios centrales, congregando multitudes cada vez más perfumadas y mejor vestidas. El mundo entero conoció así la primera carga de las pantallas: de las capitales de segundo orden a las cabeceras de provincia y luego a poblados cada vez más anodinos, las sala cinematográficas engullían a las multitudes hacia sus pantallas. También erraron por las plazas de pueblos perdidos, tomando los muros de las iglesias o usurpando la delicada función de las sábanas. El sólito estupidizante Dos guerras mundiales y 50 años después de iniciada la marcha de las pantallas, estas se habían expandido hasta los países más remotos de la tierra aunque seguían confinadas al fondo de las salas de cine donde sus grises existencias fulguraban cada día al iniciarse la función. Pero no por mucho más tiempo más: a mediados del siglo XX otro sensacional invento –la televisión– iniciaba su poderosa expansión sacando a las pantallas de sus oscuros reductos, y trasladándolas al centro mismo de la vida doméstica: la sala de la casa. En los siguientes 30 años, las pantallas empacadas en sólidas cajas de madera se multiplicarían entronizándose en cada hogar del mundo en una incontenible reacción en cadena. Era apenas era el principio: el frenesí expansivo de las pantallas apenas empezaba: los aparatos de televisión dejaron de ser sucedáneos de la hoguera de la caverna y se extendieron, a todo color, por las habitaciones interiores de las casas. Otras pantallas Las pantallas ya tenían el control de los ámbitos domésticos y aguardaban la señal para emprender su siguiente asalto. En 1982 salían a la venta las primeras PC. El objetivo era esta vez cada lugar donde los hombres ejercieran trabajo intelectual: las oficinas administrativas, los claustros universitarios. En el curso de unos pocos años, unas poco seductoras pantallas monocromáticas, apenas buenas para alojar severas líneas de comando, inundaron las instalaciones laborales y educativas. Era apenas el preludio que antecedió a una nueva generación de pantallas de PC que recuperaron los vivos colores e imágenes en movimiento que habían perdido solo temporalmente. Gracias a la interfaz gráfica, las computadoras pasaron a ser dispositivos domésticos y tomaron su lugar como antes lo hicieran las pantallas de TV en las residencias de los hombres. Con la incorporación del mouse a la periferia de las computadoras, las pantallas se apropia ron de un insospechado atributo: a diferencia de los teclados que producían un carácter como efecto de una pulsación, el mouse añadió un pretendido grado de libertad a la voluntad humana: la sensación de extender su influjo al interior de las pantallas para controlar su despliegue ante nuestros ojos. En el mundo de los niños, usuarios nativos de las pantallas, la sensación de intervenir en sus entrañas fosforescentes se hizo aún más pronunciada con los joysticks que gobernaban los progresos de los personajes de videojuegos, y terminó siendo una nueva característica imprescindible de la realidad. Una vez más se removía la sospecha –o la fe– de que una realidad simultánea nos hace guiños detrás de los espejos –como en novela de Carroll– y del otro lado de las pantallas, tentándonos a atravesar la frontera hacia esa realidad soñada y expurgada de eventos anodinos, como le ocurre a Mia Farrow en “La rosa púrpura de El Cairo”. Así las pantallas de las PC se afianzaron y tomaron ubicación en las casas de la gente común sumándose invasivamente a las pantallas de la tele, creciendo ambas en número sostenidamente. La ligereza y la finura Las innovaciones suscitadas por el mouse y las ventanas se unieron a la proclividad humana a caer adicciones. Los propagandistas de la “modernidad” no demoraron en inducir en las personas la especie de que la vida alejada de las pantallas no era vida. La idea de una pequeña pantalla portable e inseparable a su dueño había aparecido ya en el comic yanki Dick Tracy, que en 1964 incorporó video a su radio-reloj. Pero esta pantalla “de muñeca” tendría que esperar aún algunos años para pasar al mundo real. Al finalizar el siglo, las pantallas se habían hecho más planas y ligeras que sus robustas antecesoras; estos importantes avances en su tecnología hicieron posibles a las laptops. Estos aparatos muy reñidos con la ergonomía tenían la sorprendente característica de hacerse más pesadas con el paso del tiempo, pasando progresivamente de portátiles a estacionarias, contradiciendo su proclamada naturaleza andariega. Su multiplicación fue atizada por la explosión del uso de la red intenet que en pocos años se hizo universal, y por la sensación de desamparo que invadía a los ejecutivos y universitarios que aún no poseían una. El asedio hacia afuera Empezaban nuevos tiempos. Las laptops no solo multiplicaron el número de las pantallas en el mundo sino que las hicieron más visibles al iniciar la conquista de los espacios exteriores y abandonando para siempre su reclusión. La gran industria no tuvo que hacer grandes esfuerzos para convencer a la gente de que no bastaba con las pantallas en los escritorios de la casa y en los trabajos. Las laptops eran necesarias para asegurarse de que los seres humanos no quedaran inermes, desprovistos de potencia de computo y desconectados de internet durante los trayectos entre las oficinas y las casas: millones fueron persuadidos a sumar pantallas portátiles a las estacionarias so pena de lucir anacrónicos. Pero algunos usuarios perspicaces de grandes pantallas portátiles sospecharon de sus costosos aparatos: rara vez los utilizaban más que para conectarse a internet y para trabajos de baja exigencia. Para eso bastaba una fracción de la potencia de sus poderosos procesadores. Con ese descubrimiento, las pequeñas pantallas de las netbooks, potenciadas por modestos procesadores, proliferaron otra vez. No se necesitaba más para conectarse a internet, manejar textos y lanzar Powerpoints a otras pantallas. Su precio se reducía y aumentaba el número de usuarios con pantallas portables transitando las anchurosas avenidas del progreso. La abolición del teclado y del mouse Quienes imaginaron que el ímpetu expansivo de las pantallas había cedido, poco sabían. La siguiente fase de la conquista del mundo por la pantalla asociada a la PC prescinde de la parafernalia que anteriormente las acompañaba, del burdo CPU, del teclado, del mouse, de la cablería, del voluminoso monitor, y preludia el gran asalto múltiple de los smartphones, con sus pequeñas pantallas táctiles que habrían de desplazar con arrebatada violencia a los celulares convencionales, y la posterior invasión de las tablets. Todas esas partes superfluas fueron engullidas por las pantallas, que tras haberse posesionado de hogares y oficinas y luego de los espacios exteriores, sin dejarnos salir del asombro, ya estaban ocupando nuestros bolsillos, llenando el mundo con sus reclamos sibilinos a nuestra atención, al contacto de nuestros dedos, a nuestras voces, sugiriendo que les hablemos y respondiendo con voz sintetizada a nuestras preguntas. Pantallas que capturan con avidez las imágenes que luego devolverán en otras innumerables pantallas a través de la red; pantallas que nos repletarán de textos, música, juegos y un inquietante sucedáneo del contacto humano: las redes sociales. Otras pantallas, las de los e-readers, pueden ser poseidas temporalmente por el espíritu de cualquier libro escrito por el hombre y vertido a caracteres digitales, y pueden reemplazar a bibliotecas enteras. Naturaleza en píxeles También las pantallas asociadas al video y la TV se han expandido de manera poderosa. Los televisores adelgazaron, crecieron, y las imágenes y sonidos que brindan son de una calidad poco tiempo atrás inimaginable. Nuevas variantes prometen pantallas aún más grandes, ligeras, flexibles de insana resolución. Los espacios públicos urbanos muestran como signo de modernidad una cobertura creciente de pantallas con sus ululantes réclames. Pantallas en las pantallas de la TV “en vivo”, dejan apenas lugar a los presentadores humanos quienes en cualquier momento serán reemplazados por otra pantalla. En tamaño gigante están en los auditorios, bares y restaurantes, en las aulas, en los conciertos, en los partidos en fútbol y hasta en los mítines políticos donde el fementido arte de la oratoria ha cedido parte de sus potencias a la socorrida pantalla que completa (o tal vez reemplaza) hasta donde es posible las habilidades discursivas del orador. Y en la sala de cine, sin respeto alguno por el oscuro lugar donde se originó su gesta, las insolentes pantallitas de los smartphones han alterado, tal vez sin remedio, el venerable espectáculo de los Lumière. Pantallas sin fronteras Situadas en la elusiva frontera de la tecnología, algunas pantallas asociadas al cómputo y las comunicaciones, como los smartwatch, los Google Glass y otros “wearables” (para ponerse) de “realidad aumentada” se aprestan a tomar posición en la inmediatez de cuerpo del usuario con prestaciones aún no muy claramente definidas. La futura generación de pantallas flexibles estaría ya tentando a los diseñadores a cubrir partes del cuerpo con pantallas. (¿Por qué no tatuarlas bajo la piel?) y la comunicación con las máquinas que pasó del mouse a la yema de los dedos y a la voz con Siri, podría dar lugar a pantallas que reconozcan gestos, movimientos de los ojos y hasta ondas cerebrales. Epílogo Un episodio de la serie británica de TV “Black mirror”, que atisba los extremos del desarrollo tecnológico, muestra un mundo futuro desprovisto de paisaje natural, donde las pantallas han rodeado todos los flancos de la vida cotidiana. En esa alegoría, la vida de los hombres se limita a un sistema con dos extremos que confluyen en el acto de pedalear una bicicleta estacionaria frente a una pantalla. El pedaleo se convierte ante los ojos del trabajador en las imágenes de su pantalla, en la que él mismo, desdoblado en su avatar, transita en un mundo simplificado como los dibujos animados que reemplazan el mundo real. “El futuro de la interfaz es el futuro de la computadora” dice John Underkoffler, científico del MIT célebre por su diseño de la interfaz que Tom Cruise manipula en Minority Report (Spielberg 2002). Esa pantalla ya existe. Ya pocos dudan de que en el futuro inmediato las pantallas que nos comunican con las computadoras abandonarán el plano bidimensional (el 3D de los televisores es solo una ilusión) y pasarán efectivamente al espacio. Los dispositivos de “realidad aumentada”, como el Google Glass, estarían en trance de interponer una instancia entre nuestra retina y la realidad. Así nos estarían proponiendo un cambio sustancial: las pantallas que hasta hoy eran objetos externos en nuestro campo visual, pasarían a ser un filtro capaz de intervenir sobre la percepción y eventualmente, reemplazarla con “algo”. Las pantallas interpuestas ostensiblemente entre el nervio óptico y el mundo, pasarían de ser objetos para ser vistos a ser objetos a través de los cuales se ve. Un lugar de privilegio para el momento en que las máquinas interconectadas decidan la conquista el mundo. Más avezadas todavía, otras conjeturas introducen las pantallas al interior del cuerpo: una pantalla interior que reemplace la percepción por completo y se comunique directamente con el cerebro, haciéndolo parte de un centro de cómputo, que vuelva superfluos los sentidos tradicionales. Estas pantallas que empiezan por ir sustituyendo al mundo para luego pasar a ser el único mundo, nos brindan la irresistible oportunidad de recordar al viejo filósofo de los jardines de Academo: esa pantalla que es el mundo nos vuelve de regreso al tibio pero delusional antrum platonicum. Mientras lejos allá afuera un ignorado sol sigue brillando sobre el cielo transparente.