Diario La Ley, núm. 8147 (12 de septiembre de 2013)

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Gracia y Justicia (1)
Esteban MESTRE DELGADO
Catedrático de Derecho Penal. Director de la Revista LA LEY PENAL
Diario La Ley, Nº 8147, Sección Tribuna, 12 Sep. 2013, Año XXXIV, Editorial LA LEY
LA LEY 4918/2013
I. Confieso que, cursando los estudios de Historia del Derecho, en el primer año de la entonces
Licenciatura de Derecho, no terminé de entender por qué, durante cerca de dos siglos, el
departamento administrativo que gobernaba los asuntos de la Justicia y las Jurisdicciones se
denominó «de Gracia y Justicia», nombre que entonces a mi me evocaba más una sección de «La
Codorniz» (al modo de «la cárcel de papel» o «la Comisaría de papel» del inefable Evaristo
Acevedo) que una de las expresiones de un Gobierno de la Nación.
Mi curiosidad por tal denominación me llevó a saber que, como instituto protoministerial, la
Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia fue creada por Decreto de 26 de agosto
de 1754, dentro del ambicioso plan de reformas impuesto por Fernando VI; que heredaba las
funciones de la Secretaría de Negocios Eclesiásticos, Justicia y Jurisdicción; y que con posterioridad
asumió también los asuntos provenientes de la Secretaría de Gracia y Justicia de Indias. Supe
también que en 1812 esta Secretaría pasó a denominarse Ministerio de Gracia y Justicia, aunque
ambas rotulaciones coexistieron de hecho hasta 1851, en que se hizo oficial el nombre de
Ministerios para las antiguas Secretarías del Despacho. Y aprendí que sus competencias radicaban
en el conocimiento de los asuntos que hasta su creación asumían la Cámara de Castilla y el Consejo
Real, y que por ello le competían, entre otros más periféricos a lo que ahora me importa, los
relativos a la organización y funcionamiento de los Tribunales de Justicia, y entre ellos, aún más
específicamente, el gobierno de Tribunales y Chancillerías; el nombramiento de sus Presidentes,
Gobernadores y Ministros; y los recursos de Justicia.
De las competencias de «Gracia», empero, no me fue fácil saber más. Me consta que en el Archivo
Histórico de Simancas se guardan, bajo la referencia de «Secretaría del Despacho de Gracia y
Justicia», 400 libros y 1283 legajos que recogen la documentación procedente del archivo de esta
oficina, y que entre ellos hay numerosísimas solicitudes de gracias y mercedes, provenientes de
particulares y de instituciones, así como abundante número de los más variados informes al
respecto. Y en el inventario de este archivo imprescindible se da cuenta de que «los asuntos de
gracia» abarcaban desde los títulos y noblezas, y los indultos, a la instrucción pública, los
espectáculos, la Policía urbana, los Abastos y Pósitos, los Hospitales, y hasta una variopinta
temática marginal archivada como «Vagos, gitanos y malhechores». Hoy agruparíamos la mayor
parte de estos ámbitos de actuación en la categoría de policía —entendida como intervención—
administrativa en la vida y actividades de los ciudadanos (entonces súbditos).
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Lo evidente, en todo caso, es que la atribución al Poder Ejecutivo de las facultades de indultar las
penas impuestas por los Tribunales, está secularmente enraizada en nuestra concepción de la
administración de la Justicia.
II. Hoy en día, el indulto es una institución constitucionalizada [pues el art. 62 i) de esta carta
magna, al enumerar las funciones que corresponden al Rey, le atribuye «ejercer el derecho de
gracia con arreglo a la ley», que no podrá autorizar indultos generales], que extingue la
responsabilidad criminal (en los términos expresamente reconocidos por el art. 130.1.4.º CP
vigente, que también en esto sigue una larga tradición histórica).
Su regulación detallada figura en la Ley provisional de 18 de junio de 1870, por la que se establecen
las reglas para el ejercicio de la gracia de indulto. Pese a su antigüedad y su autoinvocada
provisionalidad, esta norma lleva vigente en España más de 140 años, con tan sólo una
actualización, que se realzó por Ley 1/1988, de 14 de enero, esto es, en tiempos constitucionales
y democráticos.
En su día, y muy coherentemente con su contenido, esta Ley fue presentada a las Cortes
Constituyentes por Montero Ríos, entonces Ministro de Gracia y Justicia, que se refirió a esta
institución (y así también se le denomina en la Exposición de Motivos de aquélla) como una
«preciosa prerrogativa» (que produce «los efectos de una derogación transitoria de la ley penal»).
Y, para justificar la oportunidad —y hasta la «necesidad»— de la aprobación de esta Ley, en su
presentación a las Cortes se manejaron dos argumentos que hoy vuelven a tener indiscutible
actualidad: por un lado, en respaldo de la utilidad de esta institución, «las consecuencias siempre
lamentables de la inflexibilidad de la sentencia ejecutoria, que por mil variadas causas conviene en
ciertos y determinados casos suavizar, a fin de que la equidad, que se inspira en la prudencia, no
choque nunca con el rigor característico de la Justicia»; y, por otro, en reivindicación de su uso
reglado y excepcional, la existencia de abusos en la concesión de indultos («la abusiva facilidad con
que los delincuentes lograron muchas veces eximirse del cumplimiento de las penas a que se habían
hecho acreedores por sus crímenes»), abusos «que tanto quebrantan la recta administración de
justicia, el prestigio de los Tribunales, y la misma moralidad y orden público».
III. Ciento trece años después, y haciendo buenas las verificables reglas del eterno retorno que con
tanta magia reflejó Borges, volvemos a encontrarnos en la misma tesitura que entonces MONTERO
RÍOS. Algunos casos recientes (el doble indulto sucesivo a los cuatro mossos d’Esquadra
condenados por delitos de torturas —que ha llegado a ser calificado por 200 Jueces y Magistrados
como «ejercicio abusivo» de esa facultad—; el indulto de las penas de inhabilitación a dos oficiales
condenados por el accidente del Yak-42; el indulto al conductor «kamikaze» que fue condenado a
trece años de cárcel por homicidio imprudente; y el amplísimo indulto concedido al vicepresidente y
consejero delegado de una gran entidad bancaria) han encendido la protesta ciudadana y mediática,
pero especialmente de numerosos profesionales de la Justicia.
No hay duda de que, hoy en día, tal competencia la detenta legalmente el Poder Ejecutivo, y que el
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legislador postconstitucional la ha avalado con una reforma normativa que ha respaldado la esencia
de una norma de 1870, tal y como ha detallado recientemente el Prof. GARCÍA VALDÉS («Sobre los
indultos» en www.cuartopoder.es). Pero, como ese debate técnico está abierto, y los modelos de
regulación del indulto son plurales, hemos dedicado la parte monográfica del presente número de
«LA LEY PENAL» a esta institución, problemática, cuestionada, y sin embargo útil —y hasta
necesaria— en algunos casos
Mi tesis, al respecto, y para lo que pueda servir, es la siguiente:
a) En el actual sistema constitucional, la separación de poderes es un fundamento básico e
irrenunciable para el desarrollo y funcionamiento del Estado democrático de Derecho.
b) El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo
juzgado, corresponde exclusivamente —como literalmente dice el art. 117.3 CE, que me limito a
transcribir— a los Juzgados y Tribunales determinados por las Leyes.
c) El Poder Ejecutivo no puede interferir de ninguna manera en esa función jurisdiccional de juzgar y
hacer ejecutar lo juzgado. Y la concesión de un indulto, por el que deja de cumplir pena quien ha sido
condenado a ella por un Juez o Tribunal, es una evidente interferencia en la faceta de hacer ejecutar
lo juzgado.
d) En el sistema procesal y penal vigente, todas aquellas «mil variadas causas» a que hacía
referencia la Exposición de Motivos de la Ley de 1870, para justificar la necesidad de «suavizar» la
rígida letra de la Ley, tienen cabida como eximentes o atenuantes, o como fundamento de las
decisiones —siempre judiciales— de suspender o sustituir la ejecución de las penas.
e) Pero, como los Jueces y Tribunales no pueden asumir tampoco labores legislativas que no les
corresponden, en los casos en que la Ley penal sancione conductas que no deben estar penadas, o
prevea castigos excesivos para el caso en concreto, deben tramitar —conforme lo dice ya el art.
4.3 CP— la correspondiente solicitud de indulto.
Éste es, a mi juicio, el único ámbito que actualmente debe tener esta institución, ya que todos sus
demás cauces de expresión son, como ya he detallado, una rémora histórica de tiempos
predemocráticos donde el Poder Ejecutivo concentraba las funciones de un Poder Judicial
prácticamente nominativo.
(1)
Editorial de la revista LA LEY PENAL 103, julio-agosto 2013 (LA LEY, WOLTERS KLUWER).
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