Os propongo mi cuaresma Queridos diocesanos: Hemos iniciado la cuaresma y estamos metidos de lleno en la experiencia espiritual, litúrgica, catequética y de caridad que estos cuarenta días tan especiales nos demandan. Sé que muchos de vosotros vivís con intensidad, aunque no sin dificultades, este camino cuaresmal en vuestras parroquias, donde se os ofrecen cauces y medios para ir dando pasos hasta la Pascua del Señor, nuestra pascua. Porque, como muy bien sabéis, la cuaresma es un camino personal, que cada uno vive mejor si se siente alentado y fortalecido por la comunidad en la que vivimos la fe, acompañados por el ejemplo y el servicio de nuestros pastores. Por eso os voy a contar, por si os es útil, cómo he encauzado mi cuaresma, sobre todo la que acabamos de empezar, que tiene el tono de la misericordia. He procurado elegir bien, pero no muchos, mis propósitos, así como los pasos que he de dar para, con la ayuda del Señor, cumplirlos. En principio, he considerado que debía elegir lo esencial. He tenido en cuenta aquello de que “el que mucho abarca, poco aprieta”. He empezado por preguntarme qué necesita mi vida. En el camino cuaresmal el primer paso es siempre mirar a fondo dentro de nosotros con un examen interior de nuestra conciencia, que nos lleve a descubrir si es el adecuado o no el rumbo que llevamos. Y todos sabemos por experiencia que no hay tentación que no nos sobrevenga. De ese no se libró ni el mismo Jesús. Me he preguntado entonces: ¿de qué me tengo que convertir? Sin esa pregunta bien respondida y con sinceridad de corazón, nos pasaremos los días de la cuaresma dando palos de ciego. Desde el rito mismo de la invitación a la conversión del miércoles de ceniza, me dije: ¿Qué tiene que sanarse en mi vida y qué he de hacer para que de verdad se renueve? Por recomendación del Santo Padre, he entendido que tenía que empezar por abrirme a la misericordia de Dios. Y me he dejado llevar por esa corriente de amor y de gracia que sólo se puede encontrar en el corazón de Dios, hasta sentir que todo en mí decía Magnificat. Os confieso que me hubiera gustado que este sentimiento hubiera sido tan profundo y sincero como el de María de Nazaret; pero, a pesar de que no tengo su inocencia, porque soy un pecador, por la gracia que me enriquece y me trabaja cada día os aseguro que se puede sentir el asombro de experimentar que me ha tocado la misericordia de Dios; el asombro de experimentar el cosquilleo de unas entrañas que se muestran bondadosas y compasivas conmigo. Las entrañas del Dios amor me conmueven el corazón cuando escucho atentamente su Palabra, cuando rezo filialmente, cuando celebro gozoso la Eucaristía y me encuentro con el rostro misericordioso de Jesucristo, su Hijo; y sobre todo cuando con humildad pongo mi vida en el Sacramento de la Reconciliación. Entonces siento la ternura del amor sin condiciones, del amor que todo lo perdona. Y todo esto me sucede en el seno de la Iglesia, mi madre, a la que veo cada día más convertida y atenta a la misericordia, porque es una Iglesia en salida, una Iglesia que siente que Dios quiere “que alcance al pecador incluso en la lejanía” y, además, lo hace con la esperanza de enternecer los corazones más endurecidos. Os puedo asegurar que, a partir de esta experiencia interior, uno se siente capaz de misericordia; solamente así se produce el milagro de que la misericordia divina irradie en mi vida; solamente así puedo ser misericordiosos como el Padre. Y es entonces cuando siento que estoy llamado a ser instrumento y cauce de misericordia, de ayuda a mi prójimo en cuerpo y espíritu. Es entonces cuando me pregunto: ¿dónde está el pobre Lázaro que mendiga a la puerta de mi vida? Y es sólo entonces cuando se pueden percibir con toda nitidez y sin engaños las llagas y las heridas que necesitan ser curadas por mis manos. Como dice el Papa Francisco: “Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizás no vemos”. Lázaro siempre está ahí. Por eso yo le pido al Señor que no sea nunca un Epulón; sobre todo que yo vea la figura de Cristo, que en los pobres mendiga la conversión de mi corazón y me muestra sus necesidades. “En el pobre, en efecto, la carne de Cristo se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado” (MV 15). Si en esta carta cuaresmal estoy siendo tan personal es sencillamente porque sólo así podemos de verdad anunciar el evangelio de la misericordia. ¿Cómo podríamos evangelizarnos unos a otros, si no es con el testimonio de nuestra experiencia? A veces hablamos de los asuntos de la fe y de la vida cristiana con una distancia que nos hace muy maestros, pero poco testigos; y así nos va. Ya sabéis lo que dijo Pablo VI: “El hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros”. He usado también este tono coloquial y experiencial, porque como recuerda el Santo Padre en la carta que nos ha dirigido con motivo de la cuaresma: “El corazón del kerigma apostólico late con la experiencia recibida de la misericordia divina”. El kerigma lo anuncian los que han sido tocados por la belleza del amor salvífico, los que muestran en su vida la alegría de la misericordia. El kerygma siempre tiene necesidad del testimonio. En fin, con gusto seguiría abriendo mi corazón y contando mi experiencia. Con esto que acabo de ofreceros no pretendo otra cosa que sentirme en vuestra fila de convertidos en esta cuaresma, porque con vosotros soy cristiano. Pero como también el Señor me ha puesto entre vosotros como vuestro obispo, os animo a seguir conmigo este camino cuaresmal. Con mi afecto y bendición. + Amadeo Rodríguez Magro Obispo de Plasencia