Hay que torcerle el cuello a la historia

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Hay que torcerle el cuello a la historia
Sólo si entendemos el núcleo de nuestro carácter, el “síntoma”
de nuestro conflicto no resuelto y somos conscientes de él,
podremos superarlo y empezar a construir la verdadera 1ª
República. Sólo así podremos pasar del reconocimiento falso –
que es una primera fase del camino a la verdad–, a la afirmación
plena de nuestra realidad.
Fernando Dorado
Activista social
Colombia vive un momento muy particular. Algunos protagonistas del proceso
constituyente de 1991 creen –porque así lo desean– que lo de 2016 va a ser una
nueva versión de ese instante. Acuerdo de paz, desmovilización, reintegración a
la vida política legal y aprobación de “nuevas” normas para el post-conflicto. Y
claro, el remate posterior con la aplicación del 2° paquete neoliberal en un clima
de reconciliación y convivencia pacífica. ¿Para qué más?
Sin embargo, la vida demuestra que la historia no retrocede. 1991 no volverá a
ser. La trampa imperial y oligárquica que quiere instrumentalizar la paz para
engañar una vez más, va a ser derrotada. Claro, no totalmente. Lo será en otro
terreno. Colombia parece ir, políticamente, detrás de los demás países de
América Latina pero –sin saberlo– va adelante. Pero lo hace por una variante “no
progresista” que pareciera “un error”. Pero no hay tal, es una muestra de la “nolinealidad” de la vida, del desarrollo desigual y combinado, de lo Real.
En 1991 parecía que les cogíamos casi 10 años de ventaja a los demás países
de América Latina. Se aprobaron amplios derechos fundamentales. Se reconoció
la plurinacionalidad, la multiculturalidad y la diversidad étnica y regional. La
descentralización política y la democracia participativa estaban a la orden del
día. Todo olía a futuro: “Bienvenidos al futuro” fue la consigna del presidente
César Gaviria. No obstante, 25 años después estamos desilusionados. Los
cambios constituyentes se quedaron en el papel.
Para que se concreten los saltos históricos se deben tocar las esencias, los
nudos gordianos, los conflictos determinantes de las sociedades. Si no se logra
ese objetivo pareciera que volviéramos atrás pero nunca es así. Lo que no se
“tocó” antes, volverá a ser asumido pero de una forma nueva. Lo que en el primer
intento se dejó de hacer, vuelve a jugar y encontrará una salida diferente. Es lo
que enseñan las ciencias de la complejidad.
Para entenderlo debemos echar una mirada bien atrás en nuestra historia. Sólo
si entendemos el núcleo de nuestro carácter, el “síntoma” de nuestro conflicto no
resuelto y somos conscientes de él, podremos superarlo y empezar a construir
la verdadera 1ª República. Sólo así podremos pasar del reconocimiento falso –
que es una primera fase del camino a la verdad–, a la afirmación plena de nuestra
realidad. Es el siguiente paso.
El problema de la propiedad monopólica de la tierra ha sido calificado por casi
todo el mundo como el origen de nuestros conflictos armados. Pero detrás de
ese problema existe un conflicto mayor que está en el origen del “espíritu
cortesano”. Es como una especie de complejo de Edipo que vive Colombia
surgido del rechazo al “padre” que tiene el poder omnipotente de incluir o excluir
de la familia a quien él desee. Hasta el ex presidente Uribe lo manifiesta
inconscientemente en su obsesiva lucha contra la oligarquía bogotana.
Los habitantes de Colombia llevamos encima esa carga psicológica tan fuerte.
Todavía no hemos superado el trauma de la conquista española, el dolor de ser
–en su mayoría– hijos e hijas de mujeres indias y negras, violadas y violentadas
por blancos europeos que eran verdaderos bárbaros y criminales. En otros
países de América Latina las burguesías nacionales lograron dar –parcialmente–
ese paso. En Colombia ha sido imposible.
Ante tanta violencia, humillación y dolor, la mayoría de la población tuvo que
asumir la actitud del “acomodamiento cortesano”, la aceptación obligada de la
opresión y el comportamiento ladino y oportunista. Pero al lado de ese
sentimiento, se ha mantenido en forma subterránea y profunda (inconsciente),
un espíritu de rebelión reprimida, un instinto libertario que está por allí escondido
en nuestros genes indios y negros, y que de cuando en vez, resurge mediante
alzamientos parciales y controlados. Dichas rebeliones siempre terminaron en
armisticios (“procesos de paz”) pero los acuerdos fueron desconocidos.
Sin embargo, ahora, en 2016, ha llegado el momento en que la oligarquía
colombiana –en su versión pérfida (Santos) y en su versión frentera (Uribe) – va
a ser finalmente derrotada. No por las fuerzas populares directamente porque no
existe unidad popular. La tarea va a ser cumplida por una “burguesía emergente
decente” que ya no tiene mayor interés en conservar los dos elementos centrales
por los que luchó toda su vida la clase dominante: 1. El poder de excluir de la
sociedad a las clases, sectores de clase y grupos sociales que ellos consideran
“inferiores” (vagabundos, pobretones, indios, negros, mestizos rebeldes, mujeres
liberadas, librepensadores, comunidades LGTBI, trabajadores, etc.) y 2. El poder
de plasmar ese poder en propiedad territorial (tierras) que ha sido el símbolo
material de su hegemonía.
Hoy, por fin, se abre esa posibilidad ante nuestros ojos. Esa “burguesía
emergente decente” requiere del apoyo estratégico de las fuerzas populares
porque no puede romper en forma beligerante y radical con sus progenitores.
Tiene que hacerlo respetando lo que ellos son en lo económico. Pero va a
derrotar la ideología “señorial” y “colonial” que es el componente esencial del
actual régimen político falsamente democrático. Y lo hará, apoyándose en el
grueso de la sociedad que quiere pasar la página de la guerra.
Por ello es tan clave que alentemos a esa “burguesía emergente decente” a
romper con sus pares de clase, sin colocarle más condiciones que desarrollar un
ambiente de participación democrática. Sus líderes saben que el primer cáncer
que hay que extirpar es la “burguesía burocrática”, núcleo de la corrupción
político-administrativa, baluarte de todas las mafias incrustadas en el Estado.
Ese paso debe ser dado con “pulso quirúrgico”, sin otorgarle ninguna ventaja a
los grupos armados que se están reintegrando a la sociedad pero dándoles todas
las garantías para que lo hagan en forma plena y segura.
Si esa “burguesía emergente decente” se ve rodeada por las mayorías sociales
de nuestro país, el “síntoma” lacaniano que llevamos dentro, el resentimiento, la
vergüenza, el odio y el rencor acumulado tendrá un canal de superación, y el
pueblo colombiano podrá avanzar –más adelante– hacia la conformación de una
República Social, después de reencontrar sus raíces, que deberá incluir el “gen”
o raíz blanca-europea, pero colocado a la par de igualdad con los demás
componentes de nuestra esencia racial y social.
Si queremos que a la vez se derrote el neoliberalismo y se supere el capitalismo,
no sólo no daremos ese paso sino que podríamos sacrificar a quienes como Luis
Carlos Galán Sarmiento quisieron ir un poco más allá de lo que la oligarquía
criminal podía permitir en ese momento de nuestra historia. Allí está la clave de
1986-91. La oligarquía asesinó a uno de sus hijos (L. C. Galán) y a diversos
líderes que representaban la rebelión popular (Pardo Leal, Jaramillo Ossa,
Pizarro León-Gómez) pero cooptó –a la fuerza– hacia la institucionalidad oficial
a los rebeldes que “entendieron el mensaje” y se acomodaron al régimen (M19).
Ahora, vamos a derrotar a la “burguesía burocrática”, núcleo de la corrupción.
Ese pequeño paso práctico (no ideologizado ni presentado como una gran
revolución) nos pondrá nuevamente a la cabeza de la transformación
democrática que los pueblos de América Latina no han terminado de hacer. Pero
será un paso muy importante para despejar el camino. Nuestros vecinos también
quisieron pasarlo por alto y la corrupción político-administrativa les está pasando
la factura. Las tareas hay que hacerlas o se vuelven una carga.
Por ello el evento de 1991 no se puede repetir. Hay que torcerle el cuello a la
historia.
Edición 507 – Semana del 12 al 18 de Agosto de 2016
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