Construir narraciones vividas: el tiempo en los proyectos de trabajo1 Fernando Hernández El maestro ha de transmitir antes que un saber, un tiempo. El maestro ha de llegar como el autor, para dar tiempo y luz, los elementos esenciales de toda mediación. María Zambrano Pensar sobre el tiempo en la escuela Escribir un artículo sobre el tiempo en la escuela me plantea la posibilidad de escoger entre diferentes hilos conductores. Es por eso que he dado varias vueltas al posible nexo de este artículo. Inicialmente pensé escribir sobre los límites que produce el tiempo escolar fragmentado sobre el conocimiento y las identidades de los sujetos pedagógicos. Luego me planteé explorar cómo el profesorado lucha contra el tiempo (que no encuentra, que no tiene, que le desborda). También pensé reflexionar sobre algo que me preocupa últimamente, que es el tiempo del cambio, o el tiempo que se necesita para cambiar. Tema de importancia si tenemos en cuenta que cada vez hay más muestras, a partir de los esfuerzos de reforma de todo el mundo, de que la falta de tiempo es el mayor impedimento al aprendizaje de los docentes y a la mejora de la escuela. Pensé que podía escribir un artículo sobre la diferencia (y los efectos) entre el tiempo vivido que se abre como posibilidad y experiencia, frente al tiempo impuesto (por la Administración, el currículum o el libro didáctico) que limita y constriñe. Tenía ante mí un artículo que podía nutrirse del abundante material sobre el tiempo en la escuela aparecido recientemente en la revista Cooperación Educativa (número 69, 2003) o en un libro que habla sobre el tiempo que se necesita para aprender (Stoll, Fink y Earl, 2004). Y es que, como nos recuerdan estos autores, el tiempo no es un concepto nuevo en educación. Por eso permite múltiples aproximaciones. Sin embargo, la velocidad de las actuales reformas y las rígidas estructuras de las escuelas sitúan el tiempo como una cuestión de primera orden para los docentes. El tiempo en las escuelas no sólo está 1 Publicado en 2004: O tempo nos projetos de trabalho. Pátio, Revista pedagógica, 30, 12-15. programado, sino que es rítmico y cíclico, y se vive de forma diferente dependiendo de la situación. La organización de las escuelas en clases, con una duración fija establecida y grupos de 20 a 30 alumnos en una sala con un solo docente, limita los modos de uso del tiempo. Ante estas posibilidades pensé que escribiera lo que escribiera no podía obviar hacer referencia al papel que el tiempo escolar juega en el aprendizaje de la ‘racionalización’ de la que hablaba Max Weber. Afrontar el tiempo escolar requiere no olvidar que quienes pensaron el 'debe ser' de la escuela a comienzos del siglo XX optaron por la carta de la racionalización, entendida como “la organización de la vida a través de la división y la coordinación de las actividades fundamentada en un estudio exacto de las relaciones de los hombres entre sí, con sus herramientas y su entorno, con el propósito de alcanzar mayor eficacia y productividad”. Visión que explica el uso que hoy se ha naturalizado del tiempo fragmentado en la escuela. Goodson nos ofrece algunas pistas sobre las finalidades de esta decisión cuando escribe: "Algunos académicos han argumentado recientemente que el sistema (escolar) desde sus inicios fue construido para asegurar la estabilidad y para mitificar y enmascarar las relaciones de poder que sostienen todas las decisiones curriculares". Afirmación que ilustra con el ejemplo del sistema alemán (válido también para otros países europeos) en el cual, desde su emergencia en 1816, "la división de los programas de acuerdo con el nivel y el tipo de escuela, además de la detallada división en tiempos, regulaciones de exámenes y promoción, normativas relacionadas con los libros didácticos, etc" no responde a razones neutrales, educativas, burocrácticas o racionales, sino que persiguen su estabilidad, frustrando toda otra iniciativa de carácter holístico. Desarrollar de manera argumentada esta idea, con la finalidad de desnaturalizar lo que hoy parece que no puede ser pensado de otra manera: el tiempo escolar fragmentado, en función de los curricula disciplinares y de las agrupaciones de los alumnos por edad era un buen tema para este artículo. Pero requeriría mayor extensión de la que dispongo. Es por ello que he optado, en esta misma línea, detenerme a ejemplificar el sentido del tiempo en los proyectos de trabajo. La importancia del tiempo vivido para el aprendizaje Recientemente he escrito (Hernández, 2004) que, desde sus inicios, la perspectiva educativa de los proyectos de trabajo, ha tratado de cuestionar y superar la dicotomía entre el tiempo asignado y el tiempo de elección. Es por ello que no se puede olvidar que un proyecto de trabajo es, sobre todo, un formato para la indagación que nos permite estructurar y contar una historia. Construir una historia que tiene que ver con nosotros mismos demanda un proceso de acompañamiento que no puede dejarse en suspenso, porque 'ahora toca' ir a otro libro didáctica o a otra actividad. Requiere flexibilidad frente a los límites temporales artificiales y forzados. Además, si un proyecto de trabajo no se rige por la obsesión de los contenidos que ha de cubrir, o las materias por las que ha de circular puede expandir sus límites a lo largo de la jornada escolar. Pues no hay que olvidar que consideramos al aprendiz como un viajero, que se detiene el tiempo que necesita en los lugares de su interés, que disfruta del encuentro inesperado y que se siente atraído por la intensidad de la experiencia que por la cantidad de postales que acumula. Para contrastar en la práctica esta visión sobre los proyectos de trabajo, a lo largo de los años he ido recogiendo experiencias que trataban de cambiar la naturaleza y la experiencia del tiempo en las escuelas. Compartir el saber que se deriva de dos de ellas es el contenido de la segunda parte de este artículo. Decidir juntos la organización del tiempo escolar Hace unos años me invitaron a dar una conferencia a un grupo de docentes de un pueblo cerca de Barcelona. Eran los primeros días del curso escolar y comencé preguntándoles cómo habían iniciado su relación y su trabajo con los alumnos. Se hizo silencio. Les animé a explicar y compartir cómo habían pasado aquella primera semana. Poco a poco se fueron animando a hablar. Unos dijeron que la habían dedicado a repasar lo aprendido el curso anterior; otros, a iniciar los libros de texto de acuerdo el horario de las clases; algunos me hablaron de las actividades que habían hecho en relación con las vacaciones de verano. La mayoría coincidía que estas tres habían sido las formas predominantes de comenzar el curso. Les pregunté si alguno les había pedido a sus alumnos que pensaran sobre lo que podían aprender juntos. Se sorprendieron de mi pregunta. Les dije que uno de los problemas de las decisiones curriculares es que los alumnos son ‘objetos’ del currículo y no ‘sujetos’: que se supone que van a la escuela para aprender, pero que no pueden decidir sobre el qué, el cómo y el cuándo de su aprendizaje. Me escuchaban desde un silencio sorprendido. Les comenté que el inicio de un curso era muy importante, porque no sólo se define el camino que se piensa seguir, sino que además se orienta la forma de hacerlo. Les conté que, con Mercè Ventura, comenzábamos el curso preguntándonos con los niños y las niñas lo que cada uno pensaba que necesitaba aprender ese año. Unos decían, ‘mejorar la ortografía’, otros ‘aprender a dividir’, alguno ‘ los nombres de las capitales de los países’, otros ‘estudiar cómo funciona el cuerpo humano’. A partir de esas necesidades particulares, hablábamos de lo que podíamos aprender juntos y de lo que cada uno necesitaba reforzar o quería aprender por su cuenta. La maestra también sugería lo que pensaba que les iría bien aprender. A lo que añadían los proyectos de trabajo que iban a hacer juntos (bien porque habían quedado pendientes del año anterior, bien porque había surgido una nueva preocupación que reclamaba una investigación). En el aula, mientras hablábamos se tomaba nota de lo que decíamos y luego lo escribíamos con letras grandes en una tira de papel y se colocaba en la pared, bien visible, para que no solo nosotros, sino cualquiera que entrara en el aula, supiera lo que íbamos a aprender. A continuación, cada uno lo escribía en una hoja, señalando tanto su aprendizaje particular como el compartido. Esta hoja era el inicio de su portafolios del curso. De esta manera lo escrito nos servía para comenzar a andar, pero sabiendo que cada inicio de trimestre tendríamos que revisar lo aprendido y que podríamos introducir temas y necesidades nuevas que despertaran nuestra curiosidad. Entonces, cuando la carta de navegación estaba esbozada, nos planteábamos organizar el tiempo escolar: en función de lo que íbamos a aprender planificábamos el tiempo que íbamos a dedicar a ello. Un tiempo que incluía momentos compartidos y otros para la actividad individual. Un tiempo en el que se enseñaban matemáticas o lengua pero como si fuera un proyecto, es decir, vinculado a los problemas y las necesidades que surgían en el aprendizaje, las observaciones, la indagación. Un tiempo en el que la dedicación a los proyectos de trabajo no quedaba cerrada entre fragmentos, sino que ocupaba toda una mañana o una tarde, para que ‘hubiera tiempo’ de buscar, dialogar, ordenar, relacionar y exponer. No sé el efecto que tuvo esta historia en los profesores que me escuchaban, pero sí recuerdo que me dijeron que les parecía muy interesante, pero que claro, había que tener en cuenta que la Administración educativa ‘obliga’ a ‘dar’ un determinado número de horas por asignatura a la semana; que el colegio había decidido que los padres y las madres compraran los libros de texto y que había que usarlos; que sus alumnos nos estaban acostumbrados a aprender de esta manera, pues ya sabían que cuando llegaran al aula el maestro o la maestra les entregaría la distribución del tiempo escolar. Me di cuenta de que hablaban de los límites que el sistema de racionalización al que me refería más arriba ha impuesto a la escuela. Y que ellos estaban anclados en ese 'lugar de fragmentos', sin posibilidad de viajar a otros puertos donde el tiempo se adaptara a ellos y no al revés. Explorar el sentido del tiempo para el aprendizaje La segunda historia tuvo lugar hace algunos años cuando fui a una escuela para acompañar-aprender de una maestra, Mercè de Febrer, y un grupo de niños y niñas de tres años. Una de las experiencias que construía con el grupo era la distribución de las actividades escolares en el tiempo escolar. Me explicó que no había llegado el primer día y les había presentado ese cuadro de doble entrada, en el que confluyen intervalos de tiempo con el nombre de las materias escolares. Un horario que está presente en un rincón de todas las aulas y en las agendas de todos los alumnos. Ella había comenzado con una hoja en blanco, que día a día, hora a hora se iba llenando, sólo cuando el grupo había tenido la experiencia de un actividad, la dotaba de un sentido diferencial y adquiría un valor compartido para todo el grupo. Sólo cuando los niños y las niñas decían : “ahora podemos poner ‘Música’ porque sabemos que ese día y esa hora vendrá la profesora tal para enseñarnos canciones”. En ese momento tiempo y actividad se unían y pasaba a ocupar un lugar en un cuadro en el que el sentido del tiempo (cuando) era tan importante como el de las actividades que se realizaban (qué). Nada entraba en el cuadro, en el tiempo de la maestra y de los alumnos, sin que primero se hubiera experimentado su sentido. En aquel momento el cuadro todavía estaba incompleto. Quedaban tiempos por cubrir. Pero ya habían establecido la distinción entre la mañana y la tarde. La relación con los días de la semana. Algo necesario para comenzar a caminar en el tiempo escolar. Sobre la hoja que era como el plano de un tesoro, algunos niños y niñas (¡de tres años!) me contaban lo que hacían y cuando lo hacían y lo que significa para ellos. Pensé que estaban adquiriendo la experiencia de un tiempo vivido y no impuesto. Un tiempo con sentido y no naturalizado que quizá luego perderían, cuando la regulación de la escuela actuara sobre su aprendizaje. Pero ahora disfrutaban del descubrimiento de su tiempo en la escuela. Y es que, como dice Morin (2000) la inteligencia que sólo sabe separar, romper con la complejidad del mundo, atrofia las posibilidades de comprensión y reflexión, al mismo tiempo que elimina la oportunidad de hallar su sentido común colectivo que para mantenerlo vivo tiene que estar compuesto por grupos mixtos de seres humanos que tienen ritmos mentales diferentes. Y que necesitan tiempos diferentes, añadiría yo. Algo que la escuela, en su afán racionalizador y de control ha dejado de lado. Ya va siendo hora de revalorizarlo si se pretende que los individuos construyan experiencias 'auténticas' de aprendizaje. Para saber más HERNANDEZ, F. (2004) Participar de manera apasionada en el proceso de conocer. Cuadernos de Pedagogía, 332 (en prensa). MORIN, E. (2000) La mente bien ordenada. Barcelona: Seix Barral. STOLL, L., FINK, D. y EARL, L. (2004) Es la hora del aprendizaje (y del tiempo que se necesita para ello). Barcelona: Octaedro.