la autoridad en moral

Anuncio
PAUL VALADIER
LA AUTORIDAD EN MORAL
Los dos artículos siguientes abordan la problemática de la autoridad en moral. Ante la
innegable crisis de autoridad que, por razones distintas e incluso opuestas, se advierte
tanto fuera como dentro de la Iglesia, Paul Valadier se plantea una serie de preguntas:
¿rechaza realmente la modernidad ética la autoridad en moral? ¿por qué realmente la
teología moral católica rechaza, por su parte, la modernidad? Y en definitiva: ¿en qué
consiste realmente, desde un punto de vista cristiano, la autoridad moral? Una más
profunda comprensión de la modernidad, la revalorización de la razón universal como
fuente de conocimiento, al mismo nivel que la revelación, y sobre todo el recurso al
Jesús de los Evangelios, como modelo de toda autoridad, permiten al autor concluir
que la modernidad ética no ignora la autoridad moral bien entendida, sino que la
necesita. Pues la razón misma es una autoridad que se expresa en una ley: la que nos
ordena construir nuestra humanidad y quererla en toda otra persona. En el segundo
artículo, ciñéndose a la autoridad eclesiástica, Jean-Yves Calvez llama la atención
sobre el hecho del distinto tratamiento que, por parte de la Iglesia, recibe la moral
social y la moral sexual. Una vez demostrado documentalmente el hecho, el autor
expone las distintas hipótesis excogitadas para explicarlo, para terminar afirmando que
sólo una mayor unidad de criterio y una más franca adaptación también a la moral
sexual de los principios de solución arbitrados para la moral social puede contribuir a
que las enseñanzas de la Iglesia en materia sexual consigan un día la misma acogida
que hoy obtienen los enunciados de moral social.
L'autorité en morale, Études 379 (1993) 213-224.
Que la autoridad en general y especialmente en moral está actualmente en crisis es una
trivialidad tan evidente que huelgan las lamentaciones. Pero no deja de ser un hecho que
vale la pena explicar el que nuestras sociedades democráticas y pluralistas se muestren
reticentes respecto a todo lo que está ligado con la autoridad en moral: la llamada a los
principios y normas, la afirmación de la verdad moral, la referencia al deber... Por otra
parte, ¿qué autoridad, jurídica o política, se aventuraría hoy a afrontar tales reticencias?
Pues las autoridades no están mucho más seguras de afirmar el derecho y los valores
que los súbditos. No hay más que pensar en los titubeos y reiteradas discusiones sobre
la legislación en ética médica y en el tema de la nacionalidad. En contra de lo que se
suele pensar, la crisis de autoridad no proviene solamente ni primariamente de una
insubordinación generalizada, sino que radica también en la inhibición de las
autoridades a la hora de decidir con conocimiento de causa.
¿Es distinto en el seno de la Iglesia católica? Aparentemente sí. La autoridad
eclesiástica parece dudar menos que nunca de su auténtico derecho en materia moral y
no titubea en pronunciarse "a tiempo y destiempo" incluso sobre temas sometidos
todavía en otras partes a cuestionamientos, a investigación y a incertidumbres respecto a
los valores que están en juego. La tradición moral católica, preocupada como está de
iluminar las almas y pensando que tiene en la revelación los elementos necesarios para
guiar con seguridad en los caminos de la verdad, por lo general es poco propensa a la
duda. La pregunta es aquí si no es justamente esa seguridad de la tradición moral y de la
jerarquía eclesiástica la que genera escepticismo y duda en numerosos fieles y arrastra
así a la Iglesia a una crisis de autoridad.
PAUL VALADIER
Naturalmente uno no se alegra del descrédito de la autoridad, que se percibe tanto en el
ámbito civil como en el eclesial. Nuestras constataciones no se basan en el postulado de
que nuestros contemporáneos pasan de la autoridad y que ésta pertenece a la minoría de
edad de la humanidad. Todo lo contrario: esta crisis es preocupante en la medida en que
uno posee la certeza de que, tanto en la sociedad civil como en la Iglesia, el ejercicio de
la autoridad es indispensable y que sin él algo esencial falla y todos salimos perdiendo.
Y sobre todo en moral, donde se declara el deber ser, ¿cómo imaginar un déficit de
autoridad sin cuestionar el estatuto mismo de la moral? Esta cuestión tiene tal
importancia que en ella vamos a centrar toda nuestra atención aquí. El lenguaje moral
¿no está por naturaleza, constituido autoritariamente? ¿puede uno acomodarlo a su gusto
a base de considerandos justificativos, sin confundir el bien y el deber con la utilidad o
las ventajas? Sin autoridad y sin palabra autoritativa ¿existe todavía lo que se llama
moral?
Fundamento antropológico de la autoridad
Si ahora, menos que nunca, no cabe pensar en una desaparición de la autoridad, es que
ésta posee un fundamento antropológico y teológico sólido. Ella está ligada a la
construcción de la humanidad en nosotros. Cada uno de nosotros no accede a su
humanidad sino por relación a los demás que quedan así constituidos en institutores
nuestros, término rico en significado que entraña la idea de crear, de desarrollar una
realidad que no existía, de estrenar, de suscitar una originalidad específica. Es así como,
en el proceso de socialización, el niño se integra en un inmenso diálogo, que no se
interrumpe nunca, con el entorno social. Remitir a una Palabra creadora de alteridad que
suscita una libertad apta a su vez para penetrar en el universo de la Palabra: ¿qué
cristiano no percibe ahí el eco de su fe y no se encuentra en un contexto familiar?
Alteridad, pues, que hace crecer. No es por azar que auctoritas (autoridad) viene de
augere (hacer crecer). Autoridad que, al hacer crecer, pretende suscitar en el otro
alguien que responda. No se trata de un subordinado y mucho menos de un esclavo que
obedece pasivamente. Se apunta a un cara a cara capaz de establecer una relación de
reconocimiento mutuo. Ésa es la naturaleza de la autoridad, que se levanta sobre dos
columnas, tan esenciales la una como la otra: es ante todo poder de hecho que se apoya
en la anticipación de su estatuto efectivo (el de las tradiciones, los maestros, los padres,
los saberes constituidos); y es valor que, en algún sentido, se impone si el individuo
quiere entrar en la compleja red de las relaciones sociales y de la comunicación que la
constituye. Con todo, ese poder de hecho portador de valor sólo tiene sentido si todo él
tiende hacia lo que su propio fin quiere. Y lo que quiere la autoridad es suscitar una
libertad que se convierta ella misma en autoridad.
Pero nuestra pregunta se redobla. Parece, en efecto, comprobado que la modernidad
ética está en equilibrio inestable respecto a la autoridad, sobre todo en moral. ¿Por qué?
¿Y por qué el catolicismo parece acentuar todavía esa inestabilidad? La cuestión ahora
es saber si la modernidad ética rechaza toda forma de autoridad moral y si, al mismo
tiempo no resultaría más ventajoso para la Iglesia comprender mejor esa modernidad
que, como ocurre a menudo, hacer una caricatura de ella.
PAUL VALADIER
Posición insegura de la modernidad ética respecto a la autoridad
Se entiende por "modernidad ética" una configuración filosófica específica que se
diferencia de la anterior por instancias nuevas, si no totalmente originales, puesto que en
materia intelectual no existe la creación espontánea. Tomemos a Kant como portavoz
principal de esa modernidad. Dos temas de su obra se refieren a nuestra pregunta. Con
el sapere aude (atrévete a pensar), acaso sin saberlo, hace añicos toda una tradición
moral e intelectual. Atreverse a pensar por sí mismo no es un eslogan inocente y juvenil,
sino que abre un horizonte intelectual considerable, al desplazar la actitud intelectual
"tradicional": la que, por principio, da crédito a la autoridad de la tradición y, por
consiguiente, prima los derechos de la autoridad sobre los de la subjetividad. La minoría
de edad del hombre consiste en el rechazo o la incapacidad de "servirse de su
entendimiento sin ser dirigido por otro". El hombre sale de ese estado y se hace mayor
de edad cuando accede al uso (regulado) de su "propio entendimiento".
Esa sospecha por principio respecto a la autoridad moral de la tradición va ligada en
Kant -y éste es el segundo tema- a una auténtica "revolución copernicana": en adelante
el sujeto moral deberá encontrar la ley de su conducta. No se trata, para Kant, de elevar
esa subjetividad al rango de norma última. La mayoría de edad del hombre implica el
poder crítico del entendimiento. No hay, pues, que inclinarse ante cualquier veredicto de
la razón práctica, sino poner en acción la "crítica". Es esa crítica la que hace surgir el
hecho de razón, que es una libertad que se instituye en la ley de lo universal. Esa ley
suscita en el hombre respeto y así muestra que es una autoridad que no proviene del
individuo y de sus poderes propios, sino que está por encima de él. Esa autoridad es
intrínsecamente la de una libertad que quiere ser digna de la humanidad en sí, de la
humanidad que se quiere en todo otro hombre. De un golpe, esa libertad que se apoya en
la ley de lo universal resulta la única autoridad admisible en moral.
Pero Kant puede parecer todavía muy tímido. La filosofía de la Ilustración tira por esa
pendiente abajo en el sentido de una afirmación más radical de los derechos de la
subjetividad y de una crítica cada vez más aguda de la autoridad. Ya antes de Kant hubo
quien se deslizó por esa pendiente. Así, por ej., en 1686 Pierre Bayle no sólo
propugnaba la más amplia tolerancia en materia religiosa y moral, sino que erigía la
conciencia individual, incluso errónea, en instancia última e indiscutible del juicio
moral. Y así llegaba a afirmar que "un hombre que comete un asesinato siguiendo los
instintos de su concienc ia hace una acción mejor que si no lo hiciese y los jueces no
tienen ningún derecho de castigarlo, ya que no ha hecho sino cumplir su deber".
Distinto y posterior en el tiempo es el caso de Stuart Mill, el cual, a mediados del siglo
pasado, reacciona, no contra toda autoridad, sino contra sus formas subrepticias, que
son el "despotismo de la costumbre" y la "tiranía de la mayoría", que imponen
comportamientos uniformadores de las conductas. Y denuncia su presencia en el
puritarismo moralizante y en la presión ejercida por las Iglesias. Mill sostiene que, a fin
de cuentas, es el individuo el que está mejor situado para juzgar y no las autoridades que
pretendían saber mejor que él por dónde pasa su deber. El individuo puede aceptar, libre
y soberanamente, unas limitaciones, a condición de que la autoridad justifique que se
imponen a causa de los daños sociales ocasionados por el individuo. Esta posición
inspira todavía una gran parte de la filosofía moral anglosajona, para la que el único
fundamento éticamente aceptable reside en la libertad individual. El único cometido de
la autoridad consistiría en respetar estrictamente la disposición del individuo, que
PAUL VALADIER
puede, a su arbitrio, pedir o rechazar la eutanasia, solicitar el aborto o disponer
libremente de sus órga nos.
Estas afirmaciones representan una postura extrema y ponen de manifiesto el mayor
obstáculo para las decisiones públicas en un contexto individualista: hay que contar con
la aceptación libre del individuo erigido en único juez de su bien y, por consiguiente,
del bien. Es la postura más característica de la modernidad ética. Pero existen otras
posturas menos, pero también más, radicales.
Modernidad ética y teología
Semejante perspectiva es la que particularmente deja el discurso teológico, en especial
en la Iglesia católica, en una postura desairada, al suponer que, con esto, la modernidad
queda comprendida, más que desacreditada a priori. Tres son las razones principales de
la falta de receptividad de esta modernidad en la teología moral católica dominante.
1. El planteamiento católico de los problemas morales está condicionado por el
neotomismo, que toma como punto de partida de la moral el tema de la felicidad. Esa
teología supone que la existencia humana ha de comprenderse en función de un bien
que constituye su finalidad, algo que está más allá del individuo y de lo que depende su
realización como hombre (naturaleza humana, vocación divina, llamada a la felicidad).
Esto se halla en las antípodas de la posición extrema que acabamos de explicar y que,
para esa teología, representa la modernidad. Porque, so capa de proponer el bien
(revelado) al hombre, lo que en realidad se hace es otorgar a la autoridad el privilegio de
interpretar ese bien y, por consiguiente, de determinarlo sobre la base de una
exterioridad que desposeería la libertad de su ejercicio moral legítimo.
2. Pese a que esa teología se da maña en distinguirse de toda suerte de voluntarismo que
desemboca en morales autoritarias, montadas sobre una valoración exagerada de la ley y
articuladas en preceptos, la insistencia en la corrupción de la naturaleza humana, por
razones del pecado original, entraña la sospecha de que el hombre, aunque quiera, no
puede ni discernir ni obrar el bien. Sólo la voluntad divina, expresada en la Ley, es
capaz de arrancar al hombre de su estado de corrupción y error moral. La libertad sólo
encontrará la verdad moral si la recibe de esa Ley y de las instituciones que la
representan (Iglesia y tradición) y no de las constantes oscilaciones y obnubilaciones de
la subjetividad.
3. La tercera razón de incomprensión consiste en los reales y supuestos peligros de la
libertad sin límites y del subjetivismo. La verdad objetiva es la norma de la moralidad.
Ignorar esto es deslizarse por la pendiente fatal de la "dialéctica intrínseca de la
modernidad", que, a partir de la afirmación de la libertad desprovista de toda referencia
objetiva, conduce a la destrucción de los fundamentos de esa libertad. La modernidad
ética es así caracterizada (¿caricaturizada?) como "mentalidad de muerte" y, por
consiguiente, profundamente enemiga de la fe cristiana. Como portadora de la
revelación, la Iglesia se constituiría en defensora de la verdad. ¿Puede llevarse más lejos
-esta vez so pretexto de reivindicar la verdad- la discrepancia de posturas entre el
catolicismo y la modernidad?
PAUL VALADIER
El reconocimiento de la autoridad
¿Es cierto que la modernidad ética es rebelde a la autoridad en moral y elimina toda
referencia a la autoridad sometiéndola al arbitrio del subjetivismo? Cierto que Kant hace
una crítica de la heteronomía, que califica de falta de madurez moral. Pero ¿no es el
Evangelio particularmente severo con los que creen que la tradición es una patente de
moralidad y de virtud? ¿Y no ha sido Jesús el que, rechazando una tradición
esclerotizada, ha apelado a una reinterpretación libre y responsable de la palabra de los
antiguos?
Además no podemos olvidar que Kant pasa como el introductor del rigorismo del deber
incondicional. Si se le interpreta correctamente, no cabe ese reproche. Su filosofía
inscribe la libertad bajo el régimen de la ley. Para él, libertad y ley se identifican. Si la
ley es la que se da la libertad, se trata de una ley que limita estrictamente la sensibilidad
y, con mayor razón, el capricho individual. La moral kantiana afirma, pues, la autoridad
moral. Sin el sentido del deber, ni la moral ni la libertad razonable tiene ningún sentido.
Y no se trata de una moral para unos pocos escogidos, sino de una moral que se remite a
nuestra moralidad común y universal, que se apoya sobre el principio de que siempre y
en todas partes el hombre tiene que ser respetado como fin, jamás solamente como
medio. Es una moral que se levanta contra todo aquello que lesiona los derechos del
hombre. Mejor aún: en la época de una pretendida decadencia moral la humanidad llega
a considerarse a sí misma como un todo, como un cuerpo solidario, no sólo porque se
siente amenazada por los ataques al entorno, sino porque se siente afectada siempre que
lo débil es amenazado o despreciado. Llegamos, pues, a afirmar que la humanidad como
tal tiene autoridad sobre nosotros y que es deber nuestro enfrentarnos con las exigencias
de esa humanidad, sobre todo allí donde es negada. ¿No es esto totalmente coherente
con la modernidad ética?
Y más en general: es inexacto establecer una incompatibilidad de principio entre
modernidad ética y autoridad. Cierto que la modernidad no respeta la tradición
simplemente por ser tradición ni la autoridad porque se proclama autoridad. Pero sí
respeta una autoridad que exhibe sus razones para ser respetada y admite una tradición
bien fundada. La modernidad acepta aquellas autoridades que justifican lo que dicen y
hacen, no invocando simplemente ese "eterno ayer" de que habla Weber, sino dando
muestra de su poder creador, tal como se ve en el arte y en la ciencia. Cuanto más
moderna quiere ser una sociedad democrática, tanto más experimenta la necesidad de
apoyarse en sus autoridades -las de la tradición y las del presente-, capaces de trazar
unas líneas de futuro en continuidad con su propia identidad, recibida del pasado y
fecundada por el presente. Si quiere ser respetado como persona humana, el individuo
debe justificar sus expectativas, debe confrontarlas con los valores comunes recibidos
en nuestras sociedades: los que vehicula el derecho y los que remiten a los derechos del
hombre que están en el fondo de la moral kantiana.
La modernidad ética no rechaza, pues, la autoridad moral. Incluso espera que las
autoridades morales expresen con fuerza ciertas exigencias radicales en nombre de la
justicia, de la solidaridad, de la promoción de la paz, allí donde la vida está amenazada.
Y acepta lo que el lenguaje moral tiene de funcional, encarándonos con la exigencia de
un deber-ser, fuera del cual la existencia humana sólo sería mediocridad y acomodación
a lo inmediato, o sea, en realidad, a la más cruda violencia.
PAUL VALADIER
En la Iglesia católica
¿Valen esas conclusiones para la Iglesia? ¿Puede la teología moral católica reconciliarse
con la subjetividad moderna y con las demandas de la libertad? Esto no sólo es posible
y altamente deseable, sino que incluso se está cumpliendo.
Para nosotros el modelo de toda autoridad es el Jesús de los Evangelios. También Jesús,
sobre todo él, habla con autoridad. Pero no es él el que la invoca sino la multitud que le
escucha la que se la reconoce (Mt 7,28-29). No es él el que comienza por exigir el
respeto y la obediencia, sino son los demás los que, después de oírle, reconocen su
autoridad. Además, si su enseñanza, a diferencia de la de los escribas, genera autoridad,
es porque habla por sí mismo, fundamentando la fuerza de su enseñanza en su cualidad
intrínseca, en su poder de convicción, en su propia inspiración, y no porque se apoya en
una autoridad de prestado. Habla en primera persona y se compromete con lo que dice
(pagará su precio por ello). No habla como un repetidor, que dice las cosas de memoria,
sino como una libertad que se compromete y arrastra a las demás libertades a
comprometerse con lo que dice.
¿Adaptó Jesús su discurso al talante de su tiempo? Él ha recordado las exigencias
morales más radicales, pero con un rostro lleno de humanidad. Sin esfumarse ante la ley
ni pretender hablar en nombre de una verdad objetiva, producto de las ideologías del
miedo, él es una subjetividad que habla a otras subjetividades, una libertad que arrastra
a otras libertades a arriesgarse como él. ¿No está ahí la naturaleza misma de toda
autoridad moral?
La idea de hablar en nombre de la verdad objetiva, so pretexto de curar la modernidad
de su subjetivismo, es cuestionable. Primero porque obtiene el efecto contrario. Y luego
porque el conocimiento moral no tiene el mismo estatuto que el conocimiento
especulativo. Si el fundamento de toda moral es el respeto a todo hombre, hay que
atreverse a afirmar que ese fundamento es eminentemente subjetivo y que en moral no
se puede alcanzar otra objetividad fuera de ésa. A nivel de fe, el fundamento teológico
es el respeto al rostro del Hijo de Dios que resplandece en todo hombre. Y esa
reinterpretación teológica no hace sino redoblar la subjetividad, ya que se apoya en un
acto libre de fe que reconoce en el otro el rostro de Dios. ¿No es claro que la tradición
católica puede ofrecer un clima de comprensión y de acogida a una modernidad así
entendida?
Puede tal vez objetarse que un discurso moral, como el cristiano, que se articula sobre la
base de una revelación, ha de ser necesariamente heterónomo, extrínseco a la razón,
incluso -añadirán algunos- incomprensible para la razón "corrompida". Pero no
olvidemos: la tradición católica ha recelado siempre de las condenas de corrupción
radical dirigidas a la razón y ha afirmado con fuerza que la luz del Evangelio puede
iluminar a todo hombre, especialmente en materia moral. Está en la lógica de la postura
católica la afirmación de una especie de ley de reversibilidad entre fe y razón práctica,
de suerte que todo lo que, en materia moral, se enuncia en nombre de la revelación,
puede afirmarse también sobre bases racionales. El catolicismo no es un esoterismo para
uso de iniciados. El ejemplo de Juan Pablo II puede ilustrar esa ley de reversibilidad. En
el discurso pronunciado en octubre de 1979 en la ONU, ante una asamblea ideológica y
religiosamente pluralista, refiriéndose a los derechos del hombre, el Papa se sitúa en el
nivel de la filosofía moral y política. En cambio, en la Encíclica Redemptor hominis
PAUL VALADIER
afirma lo mismo a partir de la cristología. En este último caso se apela a la autoridad de
la revelación y la teología. Por el contrario, en la ONU el Papa se mueve dentro del
terreno común entre él y sus interlocutores, que es el de la razón y la experiencia
histórica. Pero en ambos casos se afirma lo mismo: los derechos del hombre. ¿No es
éste el modelo de todo discurso moral en la Iglesia? En todo caso, esto se halla en
perfecta coherencia con la autonomía justamente reclamada por Kant o con el ejercicio
moderno de una autoridad que exhibe sus razones, propone sus valores al juicio
informado y libre de todos, se apoya en las bases antropológicas de nuestra común
humanidad, prescindiendo de lo que, al mismo tiempo y por otros conductos, también la
autoridad -en este caso eclesial- pueda manifestar a los creyentes sobre la base del
Evangelio.
La modernidad ética no ignora, pues, la autoridad moral, sino que la necesita. Afirmar
que la libre subjetividad y el ejercicio correcto de la razón están en la base de la moral
no equivale de ningún modo a lanzarse en brazos del capricho y el relativismo. Pues la
razón misma es una autoridad. Ella se expresa en una ley: la que nos ordena construir
nuestra humanidad y quererla en toda otra persona. Las autoridades morales y religiosas
han de dar muestra, también ellas, de autoridad, pero de una autoridad que, al recordar
las exigencias de la razón y de una vida común digna de ser vivida, sepa hablar el
lenguaje de la autoridad constructiva. Más y mejor acaso que otros, los que han oído y
acogido como una gracia admirable que el hombre ha sido creado por Dios deberían de
ejercer la autoridad moral lanzando sin cesar la llamada, moral y religiosa a la vez, a
que el hombre llegue a ser lo que es en realidad: infinitamente más de lo que piensa.
Tradujo y condensó: MARIO SALA
Descargar