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Crisis, desafección y empobrecimiento
Violeta Assiego Cruz
vassiego@metroscopia.es
José Pablo Ferrándiz
jpferrandiz@metroscopia.es
Metroscopia
Resumen
Con los sondeos realizados por Metroscopia es posible conocer el pulso social de los ciudadanos
respecto a temas de interés público. En esta ocasión, se ofrece el análisis de los datos recogidos
de octubre de 2012 a mayo de 2013 sobre cuál el estado de la opinión pública ante el avance de la
crisis y el mayor empobrecimiento y malestar social.
Palabras clave
Desafección; Pobreza; Movimientos Sociales; Opinión Pública; Estallido Social
Abstract
With surveys carried out by Metroscopia can help to understand the opinion of citizens on
subjects of common interest. This analysis is mainly based on data from October 2012 through
May 2013 as the effects of the financial crisis unfolds and the further impoverishment and social
malaise.
Keywords
Disaffection, Poverty; Social Movements; Public Opinion; Social Explosion.
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Introducción
La crisis económica que atraviesa actualmente España, camino ya de cumplir su sexto año, ha
desembocado en otras dos crisis igual de importantes, igual de profundas e igual de inciertas: una
política y otra social. Al hablar de la crisis económica hay que retrotraerse a finales de 2007: en
noviembre de ese año los españoles que calificaban negativamente la situación económica
nacional superaron a quienes la evaluaban positivamente tras una década en la que
ininterrumpidamente había sucedido lo contrario. La opinión pública española parecía
constituirse como un eficiente sensor para calibrar el estado global de la situación económica.
Esta tendencia en la opinión pública que abarcó desde 1997 hasta 2007 —coincidiendo con el
ciclo económico expansivo más largo de la democracia— se quebró justo cuando la crisis de las
hipotecas subprime en Estados Unidos comenzaba a extenderse hacia los mercados financieros de
todo el mundo. Desde entonces, las evaluaciones negativas sobre la situación económica han ido
en continuo aumento: en junio de 2009, un año después de la segunda victoria consecutiva de
José Luis Rodríguez Zapatero en unas elecciones generales —marzo de 2008— y casi un año
después del comienzo de la crisis económica mundial, la evaluación ciudadana sobre la situación
económica era negativa —un 74% la calificaba como muy mala o mala— y la previsión sobre la
evolución de la crisis era mayoritariamente pesimista —un 84% situaba lejos el final de la crisis
española—. Unos datos sin duda negativos pero que, teniendo en cuenta los actuales, nos pueden
parecer ahora incluso voluntarista. En esa fecha, España volvió a ser, como ya había ocurrido en
meses anteriores, el país de la Unión Europea con más desempleo (18.1 % de población activa sin
trabajo frente al 9.4 % de media en la Eurozona y el 8.9 % en la Unión Europea de los 27).
Actualmente, en junio de 2013, un 96 % de los ciudadanos considera mala o muy la situación
económica del país, 20 puntos más que hace cuatro años (y un porcentaje que apenas ha variado
en los últimos meses), y un 78 % cree que esta situación se va a mantener invariable (o, si cambia,
será a peor) en los próximos meses. La tasa de paro en abril de 2013 se situaba ya en un 26.8 %
(la más alta junto a la de Grecia). En definitiva, desde el inicio de la crisis económica los
indicadores tanto objetivos (como la mencionada tasa de paro) como los subjetivos (lo que
expresa la opinión pública a través de las encuestas) han mostrado un continuo empeoramiento
de la economía y, por ende, de la calidad de vida de los españoles a quienes mayoritariamente les
es difícil vislumbrar donde está el final del túnel.
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1.- La crisis política
Al analizar las encuestas de los últimos 20 años en España se observa que una negativa
percepción ciudadana de la situación económica siempre va acompañada de una negativa
percepción de la situación política. Al revés, sin embargo, no siempre ocurre lo mismo. En otras
palabras, cuando la economía va mal los políticos son señalados como uno de los principales
culpables (bien por acción —las políticas económicas que llevan a cabo—, bien por omisión —
no ser capaces de resolver la crisis—), pero si la economía va bien, no corresponsabilizan de ello
a los políticos. Los ciudadanos parecen entender que una parte importante del trabajo de los
políticos —a quienes eligen democráticamente— pasa por conseguir que los ciudadanos disfruten,
entre otras cosas, de un buen nivel de vida. En el caso de España, y según la opinión mayoritaria,
los políticos no solo no fueron capaces de prever la crisis (es más, el Gobierno socialista de
entonces, con Rodríguez Zapatero a la cabeza, estuvo negándola hasta julio de 2008 cuando por
primera vez el Presidente calificó la situación del país con ese concreto término) sino que han
demostrado ser incapaces de hacerla frente. La cada vez más extensa —en duración y en número
de personas afectadas— crisis económica está poniendo en tela de juicio la capacitación y
cualificación de la élite política española. Los políticos —la política en general— han pasado de
ser la solución a convertirse en una parte del problema. En febrero de 2013, tres de cada cuatro
ciudadanos (74 %) consideraban que el Congreso de los Diputados no representaba a la mayoría
de los españoles y un porcentaje incluso superior (80 %) no se sentía personalmente representado
por él. Esta percepción era compartida por siete de cada diez votantes del PP, es decir, apenas un
año después de que se celebraran las últimas elecciones generales, una amplia mayoría del
electorado popular —el mismo que le otorgó una rotunda victoria en las urnas— se sentía ajeno
a las decisiones que emanan del Congreso. Aquel grito que pusieron de moda las movilizaciones
sociales del 15M —“No nos representan”— parecía que había dejado de ser el lema de una
minoría para pasar a expresar un sentimiento mayoritario. De hecho, la abrumadora mayoría de
los ciudadanos (83 %) desaprobaban la forma en que el Congreso de los Diputados estaba
llevando a cabo su trabajo. La erosión de las instituciones políticas lleva ya meses anclada en
niveles extremos: el saldo aprobación/desaprobación de políticos y de partidos es, según los
últimos datos correspondientes al mes de abril de este años, de -87 y -84, respectivamente. Los
españoles reprochan a ambos de forma masiva (sin diferencias en función de la edad o de la
ideología) su incapacidad para alcanzar los grandes acuerdos que demanda la actual coyuntura
económica política y social. Los datos disponibles indican con claridad que no estamos ante un
NO ciudadano a la política o a la democracia: no hay a la vista oleada antisistema alguna que
amenace con anegar nuestra vida pública. El actual desapego afecta exclusivamente a la forma —
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mediocre, mezquina— en que gestionan, unos y otros, los asuntos públicos. Y no sirve de
consuelo saber que esta decepción con el ámbito político se detecta en comparable medida en la
mayoría de las democracias actuales, desde Francia o Italia a Estados Unidos o Gran Bretaña.
Pues ocurre que los españoles —los de más edad y los jóvenes, por igual— saben que las cosas
aquí fueron una vez distintas. Pese a la creciente distancia temporal, ha pervivido intacto, como
referente quizá idealizado pero no por ello menos valorado, el recuerdo de aquellos años de la
Transición en que, por encima de sus diferencias ideológicas, nuestros partidos sabían alcanzar
pactos y consensos fundamentales. Y eso es lo que la ciudadanía añora. Y eso es, exclusivamente,
lo que reclama: más grandeza de espíritu, menos mezquindad cortoplacista. A este descrédito de
la clase política por su incapacidad para acertar con las soluciones hay que añadir, además, los
casos de corrupción política que, cada vez más, inundan las noticias de los medios de
comunicación. En este sentido, la abrumadora mayoría de los españoles (85 %) considera que los
Diputados del Congreso no desempeñan su trabajo con honestidad. Una falta de ética de nuestro
representantes políticos solo igualable —a ojos de los ciudadanos— a la de los banqueros (un
84 % cree que estos no realizan su trabajo honestamente). La casi totalidad de los ciudadanos —
96 %— considera que existe mucha o bastante corrupción en nuestra vida política y, además, que
el grado de corrupción es ahora más elevado que el de hace dos o tres décadas (así lo piensa un
63 %), que es superior a la que existe en los países de nuestro entorno (54 %) y que está más
extendida en el ámbito político que en otras esferas de nuestra sociedad (50 %). En realidad, los
propios españoles matizan la percepción inicial que declaran, ya que reconocen de forma
mayoritaria —67 %— que, de hecho, no hay tanta corrupción como parece, sino que se dan
casos minoritarios pero suficientes como para poner en entredicho el buen nombre de los demás.
Pocos casos pero suficientes para que en el Barómetro de mayo de 2013 del Centro de
Investigaciones Sociológicas (CIS) los españoles sigan situando (como en meses anteriores) la
corrupción y el fraude en el tercer lugar del ranking de principales problemas de España (con un
31 % de menciones), tras el paro y los problemas de índole económica y precediendo a los
políticos en general/los partidos/la política (30 %).
En todo caso, lo que parece quedar patente es la existencia de una acuciante necesidad por parte
de la ciudadanía de cambios en la vida política española: en cuanto a las ideas y propuestas pero
también en cuanto a los líderes. De hecho —y pensando en la mayoritaria desaprobación
ciudadana con la que cuentan los actuales líderes políticos y la desconfianza que generan— es
probable que unas nuevas ideas y propuestas que surgieran serían creíbles para los ciudadanos
solo si fueran planteadas por otros políticos diferentes. La regeneración política requiere otra
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generación de políticos: una que sea capaz de revertir la actual situación, de frenar la tendencia
descendente que está afectando, sobre todo, a los más débiles.
Si la crisis económica parece haber puesto en evidencia la existencia de la crisis política (sobre
todo de falta de liderazgo político), también ha desembocado en una crisis social debido a que
son las personas con menos recursos quienes están fundamentalmente soportando el peso de la
crisis económica (cuya mayor expresión son, probablemente, recortes en los servicios públicos):
así opina un 84 % de los españoles.
2.- La crisis social
2.1. – Una sociedad alarmada y solidaria.
Existe un deterioro sin precedentes de las condiciones de vida de la ciudadanía en España: la tasa
de riesgo de pobreza y exclusión social es del 27% (según datos de Eurostat) y afecta a casi 12
millones y medio de personas y, lo más relevante, todo indica que el paro no se reducirá
significativamente en los próximos meses.
A la decepción con la clase política —el 97 % de los ciudadanos manifiesta que la actual crisis
está haciendo que muchas personas desconfíen cada vez más de nuestras instituciones políticas—
se suma el desánimo generalizado. A pesar de ello, la mayoría de los ciudadanos piensa que la
crisis nos ha vuelto más solidarios (el 74 %); aunque su opinión es unánime y crítica cuando se les
pregunta sobre quienes “están pagando” los efectos de la crisis: el 91% piensa que todos menos
los bancos. Otra importante mayoría (el 83 %) piensa que si no fuera por la asistencia de
organizaciones como Cáritas o Cruz Roja los efectos de la actual crisis serían mucho peores y la
situación insostenible. Sin embargo, a pesar de que los ciudadanos perciben que los efectos de la
crisis están siendo repartidos de manera desigual, este descontento —a diferencia de lo que
parece estar pasado en otros países europeos— no está dando lugar a un repliegue hacia
identidades nacionalistas o a la elaboración de discursos discriminatorios hacia los colectivos más
vulnerables en las crisis (inmigrantes, las personas sin hogar o los homosexuales). Puede que en
esto tenga mucho que ver que todavía el 70 % de los ciudadanos considera que debe ser el
Estado el que ayude y proteja a los más necesitados, mientras que solo un 6% considera que cada
persona debe responsabilizarse de sí misma. Los principios inspiradores del Estado de Bienestar
Social están todavía arraigados en los ciudadanos y esto favorece que la convivencia entre
ciudadanos se mantenga. El rechazo se dirige hacia la clase política.
Entre los ciudadanos hay alarma cuando el 73 % afirma que España está al borde de un estallido
social a causa del nivel de paro y pobreza existentes. En la sociedad española existe preocupación
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ante la posibilidad de que el mayor empobrecimiento y desigualdad puedan dar lugar a un
estallido social. De forma masiva los españoles (83 %) perciben que nuestra sociedad se está
empobreciendo, y que esta situación no será pasajera y fácilmente recuperable, sino que puede
suponer un derrumbamiento de las condiciones generales de vida, que perdurará largo tiempo y
que alcanzará a más personas de las ya afectadas. El pronóstico ciudadano es tan profundamente
pesimista que el 96 % (es decir, prácticamente todo el mundo) cree que si no se toman medidas
urgentes y eficaces, país corre el riesgo de acabar dividiéndose cada vez más en ricos y pobres.
La pregunta sería por tanto, ¿qué es lo que está frenando ese posible estallido social? Hasta el
momento, la familia, las amistades, las organizaciones de carácter asistencial y los movimientos
sociales más activos en la defensa de los derechos humanos son los que están sosteniendo y
asistiendo a la población que –desde hace muchos meses- está pasando mayor necesidad a causa
de los ajustes y la crisis.
La calidad de la red de apoyo social de los ciudadanos españoles es la que está frenando en gran
medida ese estallido social que el imaginario popular ve como inminente y por tanto, como
prácticamente inevitable. Según los últimos datos de la OCDE correspondientes a 2010, el 94 %
de los españoles decía contar con familiares y amigos en los que apoyarse en caso de necesidad,
una de las tasas más altas de Europa. Sin embargo -y según datos del sondeo de Metroscopia
realizado esta semana- ese porcentaje se ha visto reducido al 77 %. Pero la función social de las
redes de apoyo -y el capital social que representan- se puede llegar a evaporar si persiste la
pérdida real de bienestar y calidad de vida de los ciudadanos.
2.2. – Las protestas ciudadanas
España va perfilándose como una sociedad más pobre y más desigual pero no indiferente a los
recortes y a las medidas de ajuste. Las protestas pacíficas y las manifestaciones masivas han
estado a la orden del día a lo largo de los últimos dos años. Pero no es buena señal que en la
defensa de los derechos civiles, sociales y económicos el ritmo lo marque el clamor popular. Son
los Parlamentos —y no la opinión pública— los que deben velar en primera instancia por las
necesidades y derechos de sus ciudadanos.
Si tomásemos como ejemplo el drama de los desahucios —y el papel que ante este han jugado los
Partidos Políticos y las Plataforma de Afectados por la Hipoteca— nos encontramos que los
ciudadanos no confían en el Gobierno (el 87 %) para defender sus intereses si atravesaran una
situación de necesidad similar a la de las personas que están inmersas en un proceso de desahucio.
Tampoco en el principal partido de la oposición (el 86 %) ni en el resto de partidos políticos (el
72%). Sí confían, en cambio, en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (el 81 %) y en las
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ONG (el 76 %). Y a pesar de que ha sido un juez el que ha elevado al Tribunal de Justicia de la
Unión Europea las dos cuestiones prejudiciales sobre préstamos hipotecarios y desahucios —y
cuya resolución exige modificar la actual normativa española—, la confianza de los ciudadanos (el
47 %) en los jueces y fiscales parece caer en terreno de nadie, y es el abogado (para el 75 %) la
figura clave para defender sus intereses ante los tribunales en un proceso de desahucio. Las
acciones de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) han venido contando con un
amplio apoyo de la sociedad al igual que el Movimiento 15 M. El 78% de los ciudadanos opina
que quienes participan en este movimiento tienen razón en las cosas que dicen y por las que
protestan.
En el surgimiento de los movimientos sociales que representan las mareas ciudadanas, la PAH y
el Movimiento 15 M ha sido clave la conexión emocional que han establecido con los ciudadanos.
Estos han sentido, a través de sus acciones colectivas, el interés y “protección” que echan en falta
de la clase política y otros agentes sociales. El apoyo de la opinión pública a estos movimientos
sociales se ha debido en gran medida al uso de medios pacíficos y solidarios en las protestas que
han tenido lugar, a la percepción de los ciudadanos de que lo que se reclama era “de justicia” y a
primar en su discurso los derechos que benefician a toda la sociedad. Es en esta clave de medios
pacíficos y de Bien Común desde donde la ciudadanía se viene posicionando mejor y por eso un
66% piensa que somos un país pacífico y con fuertes valores que nos permiten lograr acuerdos
ante los problemas.
El gran logro de estos movimientos —más allá de encarnar con gran acierto la indignación y el
desconcierto existente entre los ciudadanos— es estar influyendo en la vida política y la
organización social de nuestro país durante este tiempo sin alterar el sistema democrático. Un
amplio sector de la sociedad (60%) piensa, de hecho, que el 15 M es un movimiento que intenta
regenerar la actual democracia.
2.3. – Los pobres y la clase media
Los problemas estructurales que provocan exclusión social ya estaban antes de que se iniciara la
crisis. Muchas de las denuncias y las propuestas para solucionarlos. Los movimientos sociales y
las mareas ciudadanas representan para una gran parte de los ciudadanos la esencia de un cambio
necesario y la esperanza de que este es todavía posible de una manera colectiva aunque no a
cualquier precio. En gran medida estos movimientos sociales representan el descontento de la
clase media empobrecida de ahí que se suscite un interés generalizado en si terminarán
convirtiéndose en nuevas formaciones políticas.
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Un porcentaje significativo de la población —antes del inicio de la crisis y durante el comienzo de
esta— ya se encontraba en la denominada zona de vulnerabilidad: trabajos precarios y mal
remunerados, viviendo de alquiler o con elevadas hipotecas, relaciones familiares y redes sociales
debilitadas, poco interés en la participación social cuando no difícil acceso a esta por motivos de
desventaja social, etc. Con la crisis ya instalada, factores como el incremento del paro, la
imposibilidad de hacer frente al endeudamiento y una reducción de la protección social del
Estado ha llevado a que gran parte de esta población haya dejado la zona de vulnerabilidad para
formar parte de las filas de la zona de exclusión, al tiempo que los que estaban en la zona de
exclusión ahora se encuentran en una grave y extrema situación.
Existe una nueva población en exclusión —la clase media empobrecida— que se caracteriza en
este momento más por la falta de ingresos, el sobrendeudamiento y el alejamiento del mercado de
trabajo que por una ausencia de participación social: votan, son potenciales emprendedores y
participan en las mareas ciudadanas.
La clase media empobrecida —los llamados “nuevos pobres” — no comparte con los hasta
ahora excluidos la aparente indefensión aprendida de estos, y se resiste a tolerar la pérdida de
derechos sociales que menoscaben los principios del Estado de Bienestar: pensiones, educación,
sanidad, empleo, vivienda, tutela judicial efectiva, prestaciones sociales… Los “pobres” que ya
eran pobres antes de que llegará la crisis (la tasa de pobreza en el 2007 era del 17,7 % y el
porcentaje de hogares sin ingreso del 2,12 %) se diferencian del resto de los ciudadanos —tal y
como señala FOESSA— por su falta de ideología y de participación en las elecciones a través de
su voto o en las mareas planteando sus propias necesidades y demandas.
3.- Conclusión
La crisis avanza y el sistema de protección sufre continuos ajustes y recortes. Cada vez parece
más real la posibilidad de que una parte de los movimientos sociales se conviertan en
formaciones políticas —la opinión mayoritaria de los ciudadanos (67 %) es que deben formar una
plataforma política que los agrupe y puedan competir con los actuales partidos en las próximas
elecciones—. El Tercer Sector atraviesa una grave crisis de financiación que amenaza la
sostenibilidad y viabilidad de muchos de sus proyectos. La reforma de régimen local afectará a la
configuración de los Servicios Sociales. Y los medios de comunicación construyen las noticias
que hablan de pobreza a partir —fundamentalmente— de las situaciones que sufren los “nuevos
empobrecidos”.
La pregunta que queda en el aire es —a medio plazo, en Europa y en España— ante un escenario
de elecciones y cambios en la escena política ¿quién va a asumir la representación y protección de
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los derechos de “los más pobres”? ¿Qué ideología será la que se ofrezca a velar por sus intereses
y conectará con sus emociones?
Son varias las razones que pueden llevar a una sociedad a no olvidarse de sus ciudadanos más
vulnerables y desfavorecidos, las principales tienen que ver con la solidaridad y los Derechos
Humanos pero hay otras, no menos importantes, que tienen que ver con la necesidad de velar
por la paz social y no solo a través de la caridad.
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