Diagonal // Del 10 al 23 de noviembre de 2005 12 // ESPECIAL ESPECIAL // LA RECONFIGURACIÓN DEL ESTADO La legitimidad de la idea del Estado español como “patria única e indivisible” prevista en la Constitución ha vuelto a verse cuestionada. Tras el plante españolista de la segunda legislatura de Aznar, las propuestas de reordenación abren el debate sobre el carácter plurinacio- nal del Estado. A la realidad de una Transición parcial se suman las divergencias sobre el modelo de financiación territorial, en un debate hegemonizado por la clase política y donde la cuestión social sigue postergada a la espera de que otros actores intervengan. PANORAMA // ¿HACIA UNA SEGUNDA TRANSICIÓN? Más allá del mito del consenso La polémica sobre la tímida propuesta de reforma del Estado introducida por el nuevo Estatut evidencia los límites de la Transición. El cierre en falso de la ‘cuestión nacional’ facilita que la derecha invoque un consenso tan desvirtuado entonces como ahora. Jaime Pastor* a aprobación por la gran mayoría del Parlamento catalán de la Propuesta de Reforma Estatutaria ha desatado una intensa campaña de la derecha española, amparada por la Corona y la jerarquía militar y pronto secundada por sectores significativos del PSOE y de los sindicatos, según la cual la “unidad de España” estaría amenazada. La definición de Catalunya como nación, la formulación ambigua de un derecho a “determinar libremente su futuro como pueblo” y la disposición a blindar una serie de competencias para su autogobierno, incluidas las relacionadas con la financiación, parecen ser los temas más conflictivos de una reforma que, sin embargo, está llena de insuficiencias y autocensuras con tal de poder encajar dentro del texto constitucional vigente. Pero, aun con esas limitaciones, lo que se ha percibido en este inicio del ‘debate’ ha sido una aceptación por parte de casi todas las fuerzas parlamentarias del mito de la Transición política y de la Constitución de 1978. En el caso del PP, pese a que un ala del mismo no votara a favor del Título VIII de aquella Constitución, su fundamentalismo llega a oponerse siquiera a la toma en consideración de esa propuesta y, por tanto, a cualquier reforma que suponga un tímido avance hacia el reconocimiento de la plurinacionalidad y un ‘proceso federalizante’ del Estado; pero también en el resto de fuerzas, salvo en las nacionalistas ‘periféricas’, sus discursos reflejan un respeto reverencial a lo que se define como el gran “consenso” de 1978. Y sin embargo, la experiencia real de aquel período de la ‘Transición’ tiene poco que ver con el escenario ideal que nos describen tantos hoy. Porque lo que vivimos en los L años ‘75 al ‘78 fue un proceso conflictivo en el que hubo una auténtica carrera contrarreloj entre, por un lado, las ansias populares de ruptura con el Franquismo, estimuladas por la revolución portuguesa de 1974 y la muerte del dictador en noviembre de 1975 y, por otro, el proyecto de la gran burguesía, apoyada por EE UU y la socialdemocracia europea, de anticiparse a esa ruptura mediante una reforma que permitiera la convivencia ‘pacífica’ de una democracia liberal con pilares clave del régimen. La dinámica de ‘concesiones’ (“claudicaciones”, según Rafael Sánchez Ferlosio) en la que se embarcó la mayoría de la oposición política a favor de los sectores reformistas de la dictadura contribuyó a que se inclinara la balanza en beneficio de estos últimos, con el consiguiente ‘pacto de olvido’. Esto fue evidente ya en los límites que se marcaron a esa misma reforma poco antes de las elecciones de junio de 1977, reflejadas en declaraciones como la que hizo el entonces ministro de Información, Andrés Reguera, cuando se refirió a “la Corona, las Fuerzas Armadas y la unidad nacional” como algo que El Estatut de Catalunya está lleno de autocensuras para poder encajar dentro del texto constitucional vigente no cabía cuestionar en el “nuevo orden” que se empezaba a construir. Todo esto se pudo percibir con mayor detalle en la elaboración de la Constitución de 1978 y, en particular, en la discusión del tristemente famoso artículo 2 cuya redacción final, una vez aceptado a regañadientes el término ‘nacionalidades’, decía y dice así: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común LA ‘TRANSICIÓN’. Imagen de la Diada del 11 de septiembre de 1977. e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. ¿Qué mayor afirmación cabe de un nacionalismo esencialista y etnicista que la pretensión de declarar a perpetuidad el carácter “indisoluble” de la “Nación española” y la “indivisibilidad” de ésta como “patria común”? No es casualidad que esta versión final fuera dictada por unos poderes fácticos ante cuya nota, facilitada por un intermediario de la UCD, el ponente constitucional José Pedro Pérez Llorca, como cuenta José María Colomer, “se cuadró y, llevándose la mano extendida a la sien, hizo el saludo militar”. El hecho de que ese artículo venga precedido por el 1.2, según el cual “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, marcaba todavía más los límites a cualquier intento de ‘dividir’ esa ‘soberanía’ y, por tanto, imponía e impone una barrera infranqueable para el reconocimiento del derecho de autodeterminación, exigido entonces por unos pocos parlamentarios y senadores como Letamendía y Xirinachs. Ni el desarrollo del Título VIII ni el reconocimiento en las Disposiciones Adicionales de los derechos históricos de Euskadi y Navarra han servido para superar el profundo déficit democrático y de legitimidad con que nació esta Constitución, aunque sólo en Euskadi, con ocasión del referéndum, se llegara a expresar un rechazo mayoritario a la misma. El nacionalismo español reacciona temeroso de que se cuestione su condición de única nación soberana Nos hallamos ahora en un nuevo momento histórico en el que tanto la ‘globalización’ y la integración del Estado español en la UE como el reforzamiento de las identidades nacionales catalana, vasca o gallega están provocando una reacción defensiva de un nacionalismo español temeroso de ver cuestionada su autoproclamación como “única nación soberana” dentro del Estado español. Un nacionalismo que, por cierto, no pone ningún obstáculo fronte- rizo al libre movimiento del capital, mientras construye nuevos muros racistas frente a quienes huyen del hambre y las guerras en antiguas plazas como Ceuta y Melilla, cuya ‘españolidad’ es muy discutible. Defender hoy el derecho de Catalunya a decidir cómo quiere relacionarse con los pueblos del Estado español, de Europa o del Mediterráneo obliga, por tanto, a plantear la necesidad de una ‘segunda Transición’ que permita una reconstrucción desde abajo de una libre unión entre los pueblos que ojalá sea federal y republicana. Porque, más allá de las divergencias razonables que, sobre todo desde la ‘izquierda de la izquierda’, se puedan tener con la propuesta catalana, no corresponde al Parlamento español su modificación, y más cuando sabemos que va a recortarla con el fin de que el pueblo catalán se tenga que ajustar a esa ‘camisa de fuerza’ que es la Constitución del ‘78. El autor * Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política en la UNED. ILUSTRACIONES: LUIS DEMANO FEDERALISMO CONFEDERACIÓN La descolonización norteamericana instituyó esta forma organizativa para alejar el peligro de un nuevo Gobierno central despótico. La asociación voluntaria de diversos entes estatales delega en el poder federal algunas atribuciones, más allá de las cuales prevalece la legislación local. Aquí, Pi i Margall introdujo los principios federalistas del anarquista Proudhon. A diferencia de la federación, los miembros pueden recuperar su independencia. Quizá por ello, la confederación ha sido más usada para crear partidos, asociaciones y sindicatos que Estados, pero están los ejemplos de EE UU hasta 1787, cuatro años después de su independencia, o de Argentina entre 1831 y 1853.