NO TODO SE CIBERESPACIO: VALE EN EL Las nuevas reglas de la guerra Por Andrés Molano-Rojas (*) Especial para EL NUEVO SIGLO La guerra no es sólo la prolongación de las interacciones políticas con la incorporación de otros medios, como reza la definición ya clásica de Carl von Clausewitz. Es también un fenómeno social y cultural, y por lo tanto, profundamente ligado al desarrollo de la civilización. La complejización de las sociedades humanas entraña, de suyo, la complejización de la guerra. La invención de nuevas tecnologías susceptibles de ser empleadas con fines bélicos supone no sólo la disponibilidad de recursos adicionales para hacer la guerra, sino también, la aparición de nuevas vulnerabilidades, y por lo tanto, de nuevos desafíos para el esfuerzo siempre inconcluso (y efectivo sólo parcialmente) de racionalizar el uso de la fuerza en las relaciones internacionales sometiéndola al imperio del derecho. Las viejas reglas de la guerra Ese esfuerzo es tan antiguo como la guerra misma. Todas las culturas tienen códigos que restringen de una u otra forma la práctica de la guerra. En Occidente, la tradición greco-romana, la escolástica medieval, y la tradición jusnaturalista confluyeron en la elaboración del ius ad bellum (que establece las condiciones en las que resulta válido hacer la guerra) y el ius in bello (que señala lo que está permitido y lo que está prohibido hacer en medio de ella). Ese es el origen de lo que hoy se conoce como Derecho Internacional de los Conflictos Armados (DICA). El trágico balance de las dos guerras mundiales dio un enorme impulso al desarrollo del DICA. En la Carta de San Francisco (1945) se consagró la proscripción del uso o la amenaza del uso de la fuerza contra la independencia política o la integridad territorial de los Estados y se reguló el derecho a la legítima defensa individual o colectiva. Posteriormente los convenios de Ginebra (1949) y sus protocolos adicionales, recogiendo el patrimonio jurídico preexistente, establecieron formalmente los principios del derecho internacional humanitario (DIH), aplicables no sólo a los conflictos armados internacionales sino también a los conflictos armados internos. Bajo ese régimen, las nociones de agresión, ataque armado, proporcionalidad, necesidad militar, distinción, entre otros, constituyen los referentes fundamentales para establecer la licitud o ilicitud del uso de la fuerza. Un uso que se entiende esencialmente ligado a la actividad de grupos organizados de combatientes que emprenden acciones físicas y territorializadas, a través de instrumentos directamente orientados a provocar la destrucción física del adversario. Las nuevas realidades Pero durante los últimos años esas nociones parecen haber ido quedando obsoletas frente a las nuevas realidades, y específicamente, por la creciente dependencia funcional de las sociedades de redes y sistemas informáticos de muy diversa naturaleza. A los dominios tradicionales en los que tradicionalmente se han librado las guerras —y que constituyen el centro de gravedad de la soberanía territorial de los Estados— (tierra, mar y aire) parece haberse añadido uno nuevo: el ciberespacio. En mayo de 2007 Rusia lanzó contra Estonia —en represalia por una medida aparentemente inocua: el traslado de un monumento— la que tal vez haya sido la primera “ciberguerra” de la historia. Estonia, uno de los países con mayor penetración de internet en el mundo, fue atacado masivamente por virus informáticos que hicieron colapsar los servicios gubernamentales, el sistema bancario, la policía y algunos medios de comunicación. Dos años después, a través del virus Stuxnet, se presume que los Estados Unidos afectaron gravemente el programa nuclear iraní, retrasándolo — según algunos reportes— por lo menos tres años. Y en febrero pasado el presidente Barack Obama firmó un decreto de poderes especiales ante una ola de ataques cibernéticos provenientes de China, considerados “un serio desafío para la seguridad y la economía de Estados Unidos”. En busca de respuestas Ante la ausencia de una regulación específica en el derecho internacional sobre este tipo de situaciones emerge el desafío de adaptar y actualizar el régimen existente. Por ahora, el mayor esfuerzo realizado ha quedado plasmado en el “Manual Tallinn sobre el derecho internacional aplicable a la ciberguerra”, un proyecto patrocinado por la OTAN, cuyo centro especializado de defensa de la red opera desde 2009 en la capital de Estonia. En lo esencial, el manual propone aplicar analógicamente las reglas del DICA a la práctica de la ciberguerra. Así, la prohibición del uso de la fuerza debe entenderse extendida a los ataques cibernéticos en tanto que éstos vulneren la integridad física de los individuos, provoquen daño a bienes materiales, o interfieran gravemente con la ciberestructura de un Estado y vayan más allá de causar “irritación o inconvenientes”, que en todo caso pueden ser respondidos con contramedidas. Por otro lado, un Estado objeto de un “ataque armado cibernético” tiene derecho a la legítima defensa mediante el uso de la fuerza —en su sentido tradicional— o por medios igualmente cibernéticos. Esto es también aplicable a ciberataques ejecutados por actores no estatales (por ejemplo, en caso de ciberterrorismo), y por lo tanto, un Estado podría repelerlos por la fuerza aunque estén ubicados en territorio de otro y no operen en su nombre. Por analogía también los principios del DIH deben aplicarse en caso de un ataque cibernético, y por ejemplo, dirigir un ataque de este tipo contra civiles debe considerarse un crimen de guerra, como también lo serían los ataques indiscriminados o a objetivos “especialmente protegidos”. Finalmente, en un conflicto armado las operaciones cibernéticas deben ser empleadas sólo como último recurso, y únicamente en cuanto produzcan menor daño que el armamento convencional. Una tarea pendiente El Manual, sin embargo, carece de valor vinculante. Pero al menos constituye un punto de partida, un referente en medio de la incertidumbre que plantean las nuevas formas (cibernéticas) de la guerra. Con demasiada frecuencia la respuesta del derecho internacional llega tardíamente. Ojalá que en este caso no haya que esperar a que se produzca una experiencia límite y traumática para afrontar estos desafíos. Este es un asunto en el que la comunidad internacional tiene el imperativo político y el deber moral de ir adelante en el tiempo. +++ (*) Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario. Catedrático de la Academia Diplomática de San Carlos. Miembro del Instituto de Ciencia Política “Hernán Echavarría Olózaga”.