ESTEBAN MAGNANI La colaboración como negocio Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie! Antonio Machado, Juan de Mairena I 1 a cita de Machado sintetiza con exquisitez un problema irresoluble para la humanidad: a medida que crece el volumen acumulado de saberes, resulta más difícil articularlos de manera útil. Así es como el conocimiento se especializa, fragmenta y desconecta: los naturalistas capaces de abarcar todo el mapa de la cultura científica con su mirada se extinguieron irreparablemente en el siglo XIX. Nada queda ya de ellos. Sin embargo, la utopía de disponer de un saber de múltiples fuentes, coordinado y accesible para todos ha vuelto en las últimas décadas en clave digital gracias a Internet, esa suerte de memoria externa pero cada vez más propia. La posibilidad de sistematizar, compartir, reelaborar y distribuir el conocimiento de forma más democrática es una de las grandes promesas de la red de redes y parte de una utopía tecnológica que resuelve los problemas de la humanidad. Por desgracia, no todos están de acuerdo en que será tan fácil y ven en esa utopía un “solucionismo tecnológico”, tal como lo llama Evgeny Morozov.2 Según este investigador bielorruso, se está instalando una nueva narrativa que abreva en la lógica del policía bueno y el policía malo: “Wall Street predica la penuria y la austeridad; Silicon Valley exalta la abundancia y la innovación”. Serán los héroes de remeras monocromáticas y jeans quienes resolverán las contradicciones del capitalismo con buenas apps y bases de datos. ¿Qué pasó? El trabajo colaborativo coordinado de la sociedad comenzó a verse como una nueva fuente para revolucionar el mundo de los negocios. Como suele ocurrir, el capital logró inseminar con su propia lógica incluso aquellas alternativas que parecían en condiciones de resolver sus L Esteban Magnani es escritor, docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y periodista. Entre otros libros, ha publicado El cambio silencioso. Empresas y fábricas recuperadas en la Argentina (Prometeo, 2003) y Tensión en la red. Libertad y control en la era digital (Autoría, 2014). 20 | REVIEW Reed Hastings, cofundador y director ejecutivo de Netflix, en una presentación en la feria de tecnología CES en Las Vegas, en enero de 2016 (Steve Marcus/Reuters/Latinstock). problemas intrínsecos. Es en esta tensión donde se construyen nuevas formas de distribución del conocimiento, pero también de despojo de bienes comunes y apropiación de rentabilidades extraordinarias con inversión reducida. Pero vayamos por partes. i un alquimista destilara la diferencia entre quienes, por un lado, creen que el saber es de y para unos pocos y, por el otro, quienes piensan lo contrario, la disputa entre los defensores de la Enciclopedia Británica y Wikipedia sería uno de los resultados. ¿Qué es mejor: un grupo de expertos seleccionados escribiendo la verdad definitiva sobre un tema o millones de personas socializando y debatiendo permanentemente sus conocimientos? Un estudio realizado por la revista Nature en 2005 y otro de la Universidad de Harvard de 2015 buscaron saltar definitivamente esa grieta con método científico. Distintos especialistas evaluaron artículos sobre los mismos temas de cada una de las enciclopedias, sin conocer su origen. En el estudio de Nature el resultado fue apenas mejor para la Enciclopedia Británica, que tenía tres errores por artículo contra cuatro de Wikipedia. La investigación de la Universidad de Harvard encontró que Wikipedia, S por contar con más espacio y más redactores, incluía más puntos de vista; del otro lado, la supuesta objetividad de la Enciclopedia Británica, tal vez por ser monolítica, resultaba menos equilibrada. Los resultados no sirvieron para zanjar definitivamente la disputa sino para diferenciar dos formas distintas de aproximarse al conocimiento: si bien ambas pueden definirse como enciclopedias, su forma de funcionamiento es tan distinta que cuesta compararlas. Por ejemplo, mientras la Enciclopedia Británica publica nuevas ediciones con una frecuencia regular y organiza el conocimiento de acuerdo con su criterio, Wikipedia está en permanente construcción, los artículos se extienden en redes que dependen, sobre todo, del interés de los usuarios/productores por esos temas, y algo que ocurrió ayer podrá aparecer como artículo mañana. Las entradas más controvertidas (“capitalismo”, “anticlericalismo” o personajes como George W. Bush o Pol Pot, por ejemplo) son campos en disputa y sufren constantes modificaciones, mientras que en la Enciclopedia Británica se clausuran los temas desde una neutralidad tan inalcanzable como el horizonte. Queda claro que la joven Wikipedia es, como mínimo, capaz de plantear un desafío serio a la lógica de una institución centenaria gracias a una novedosa “colaboración distribuida” (o crowdsourcing, en inglés) basada en pequeños aportes de miles o millones de personas con un nivel de coordinación sólo posible gracias a Internet. Hay variados ejemplos del trabajo colaborativo; uno de los más bellos probablemente sea el de los captcha, acrónimo de Completely Automated Turing Test to Tell Computers and Humans Apart [test de Turing completamente automatizado para diferenciar humanos de computadoras]. Los captcha son esos recuadros que los usuarios deben llenar para acceder a algunos sitios, copiando letras y números borrosos o deformados y que sólo un ojo humano puede interpretar. Su objetivo es evitar que ciertos scripts –pequeños programas– saquen información de esos sitios sistemáticamente. Después de desarrollar el sistema, el guatemalteco Luis von Ahn se sintió culpable: los captcha completados diariamente por la humanidad dilapidaban millones de horas de trabajo humano en algo tan trivial como demostrar que uno no es un programa informático. La genial solución para su dilema moral y económico fue el sistema ReCaptcha. Existen millones de libros en papel que los sistemas de reconocimiento de texto tienen problemas para digitalizar correctamente; si se le muestran a un humano las palabras escaneadas que han sido separadas automáticamente, se puede comprobar si la interpretación del sistema fue correcta. Por eso, en el sistema ReCaptcha por lo general se muestran dos palabras: una ya conocida y otra escaneada cuya interpretación se busca verificar. Si varias personas ven lo mismo en la palabra incierta, se asume que la palabra es correcta. El resultado son miles de libros digitalizados y verificados anualmente palabra por palabra, con trabajo involuntario de millones de personas. El sistema es ideal para digitalizar documentos en papel, como hacen algunos diarios que contrataron el servicio. El poder de los microtrabajos sumados puede ser enorme. Pero probablemente el ejemplo más exitoso de trabajo colaborativo sea el software libre en general, con el sistema operativo GNU/Linux a la cabeza. El software libre suele partir de una iniciativa individual, comunitaria, empresarial o educativa y luego se abre a otros posibles interesados que lo mejoran y comparten sus resultados o que, incluso, lo toman para desarrollar un proyecto distinto y propio, un fork. Cada persona que utiliza el software aprovecha el trabajo acumulado y, si lo desea, hace su aporte a un bien común, pero este debe ser también libre. Para evitar que SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2016 alguien se apropie de ese conocimiento común acumulado, el informático y fundador del movimiento del software libre Richard Stallman desarrolló un tipo de licencia llamada General Public License o GPL. De esta manera el conocimiento se distribuye digitalmente, se acumula y se comparte, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con el software privativo, que requiere del pago de una licencia para ser usado o se desarrolla desde cero una y otra vez, lo que aumenta los costos y dificulta la competencia. Buena parte de los servidores, los cajeros automáticos y los celulares utilizan distintas herramientas de software libre. En estos ejemplos, el trabajo coordinado de la humanidad produce bienes comunes compartidos que cada uno podrá utilizar a su manera. En lugar de que un privado pague fortunas por la redacción de enciclopedias, la digitalización de libros o el desarrollo de herramientas informáticas y luego los venda para recuperar su inversión, son las comunidades quienes hacen sus aportes de acuerdo con sus recursos y posibilidades para aumentar los bienes comunes accesibles a todos. Si esto no es un paso hacia la utopía, se le parece bastante. Pero esta lógica no opera sólo en el caso de bienes intangibles como el conocimiento, sino que ha comenzado a penetrar el mundo analógico. a sistematización de datos simples es una herramienta poderosa para incidir en bienes materiales con una renovada eficiencia. El libro de Rachel Botsman y Roo Rogers What’s mine is yours3 (“Lo que es mío es tuyo/nuestro”, se podría traducir el juego de palabras visual) hace hincapié en el crecimiento del consumo colaborativo. En él se presenta una larguísima (por momentos, desbocada) serie de ejemplos y se detalla cómo impactan en la economía, en la sociedad o en el medio ambiente. Uno de ellos es el carpooling, un sistema de uso compartido del auto. El razonamiento es simple: millones de personas en el mundo salen todos los días con una tonelada de hierro para hacer un recorrido solitario. ¿Por qué no compartir los asientos vacíos con otras personas, o simplemente disponer de un número limitado de autos que se “alquilan” por horas según la necesidad de cada usuario? Se reduciría el gasto en combustible, se agilizaría el tránsito y el medio ambiente lo agradecería. Todos ganan. Y sigue: ¿cuántas veces usaremos una perforadora o alguna otra herramienta específica? Muy pocas, tal vez unos pocos minutos al año. ¿Por qué no utilizar plataformas que permitan L geolocalizar herramientas ociosas en el barrio para compartirlas, en lugar de que cada uno compre sus propias herramientas? El libro también da ejemplos de gente que tiene una porción de tierra en su jardín, pero no el tiempo para cuidar una huerta: ¿por qué no asociarse a alguien que sí disponga del tiempo y compartir la producción? Otro ejemplo exitoso en el mundo es el de los préstamos entre pares, sistemas automáticos que quitan intermediarios, reducen costos y permiten tasas más bajas que los bancos. En estos y otros ejemplos se ve cómo pequeños aportes de información correctamente articulados pueden romper oligopolios, asentar actividades conocidas sobre nuevos principios, aprovechar recursos ociosos, disminuir el derroche, acumular bienes comunes y hermanar el esfuerzo entre pares sin necesidad de concentrar el poder. De esta manera los bienes comunes, que históricamente han sido apropiados por unos pocos, se vuelven accesibles para todos. Pero los autores no parecen notar que entre los múltiples ejemplos que presentan se cuelan otros que, si bien pueden ser metodológicamente similares, tienen un efecto totalmente distinto. Se trata de los casos en que existe un actor que organiza y actúa como intermediario sobre el conocimiento acumulado, comparte sólo una parte y, de ser posible, lo capitaliza. Frente a la dificultad de medir el beneficio del consumo colaborativo, Botsman y Rogers recurren a herramientas del mercado y, por ejemplo, muestran como medida del éxito que Netflix facturó 359 millones de dólares en 2009. No se cuestionan cómo el ocio de millones de personas se ha transformado en tanta ganancia ni que esta se concentre en una sola corporación. La explicación es que Netflix comprendió el valor de acumular datos de sus usuarios, como películas, actores y directores favoritos, horarios de utilización, interrupciones, ubicación espacial, amigos, etcétera; esta información se puede cruzar con otra proveniente de las redes sociales para armar perfiles detallados de los clientes existentes y potenciales. Esos datos se transformaron en poder para atraer más usuarios e incluso para avanzar con firmeza en un campo relativamente incierto para la inversión, como la producción de series o películas. Así, por ejemplo, la serie House of Cards fue customizada, diseñada a la medida de los clientes de Netflix, en parte gracias a los datos acumulados. Donde antes se utilizaban el instinto y la experiencia de un especialista, algo que –se sabe– puede fallar, ahora se utiliza el rigor de un algoritmo Revista de Libros | 21 Autos eléctricos pertenecientes al sistema de préstamo temporal de vehículos Drive Now, en Copenhague (Francis Joseph Dean/Deanpictures/Alamy/Latinstock). alimentado con datos. El modelo es tan exitoso que se expande cada vez más por el mundo y genera un nuevo canal de flujo de divisas desde la periferia hacia el centro, además de favorecer la homogeneización cultural global. Netflix es sólo un ejemplo particularmente exitoso de nuevas formas de reproducción de una lógica colonial, esta vez en formato digital, y que se asienta sobre una hegemonía cultural muy fuerte, la acumulación de datos y tecnologías de punta. Corporaciones casi centenarias de la industria ven con horror cómo la falta de datos sobre sus clientes las está desplazando del centro del negocio. Como las nuevas corporaciones 2.0 tienen el planeta como mercado, sus costos para desarrollar una plataforma se reducen hasta puntos Airbnb es una exitosa plataforma creada en 2008 que permite a los viajeros alquilar cuartos o viviendas en todo el mundo, generalmente por menos dinero que un hotel. Además, permite al visitante conocer mejor el lugar o incluso compartir el espacio con los nativos; el anfitrión, por su parte, hace unos pesos utilizando recursos ociosos. Por mantener la plataforma y hacer las conexiones, la empresa cobra cerca de un 15% de comisión. O sea: alguien publica la disponibilidad de un cuarto, lo limpia, lo prepara, asume riesgos, recibe a un huésped y afronta gastos de mantenimiento y demás; el húesped hace la reserva llenando una planilla virtual y paga la estadía por medio de la plataforma. Ambos trabajan y comparten, pero Airbnb se junio de 2013 con su servicio de limusinas (Uber Black) y sin hacer demasiado ruido. El problema se desató cuando al año siguiente lanzó Uber X, el servicio de autos particulares, previamente declarado ilegal por las autoridades de Seúl. La ciudad contraatacó ofreciendo recompensas de casi 900 dólares a quien delatara a los choferes/socios. A fines de ese mismo año, un chofer de Uber India fue denunciado por violación y las cosas se calentaron aún más. Incluso el CEO de la empresa en Seúl, Travis Kalanick, fue imputado por violar la ley. Finalmente la empresa tuvo que ceder, cerró su servicio Uber X y mantuvo los menos controvertidos. El gremio de los taxistas, muy fuerte en la ciudad, usó todo su peso pero aprendió la lección y comenzaron a florecer distintas apps para mejorar el servicio, sobre todo la exitosa Kakao Taxi. ¿Son los coreanos luditas y retrógrados? Por el contrario, Corea del Sur es un país en la frontera del desarrollo y la innovación mundial y, por eso mismo, consciente de que la tecnología nunca es neutral; cuenta además con un plan de desarrollo nacional propio y un Estado decidido a hacerlo respetar cuando algo no encaja. Uber aprendió la lección y –aseguran desde la empresa– está trabajando con la ciudad para revisar las leyes de transporte. La empresa tiene espaldas para seguir empujando allí y en el resto del mundo gracias a un rentable negocio a escala global, pocas inversiones tangibles (excepto en publicidad y lobby) y una tasación de más de 62.000 millones de dólares. También cuenta con aplicaciones prácticas y simples, ideales para canalizar la frustración que generan BAJO LA ETIQUETA “COLABORATIVO” SE CUELA PARTE DEL IDEARIO NEOLIBERAL que hacen casi impensable invertir para competidores desde el Tercer Mundo. En ese contexto, la utopía del emprendedorismo startupero desde la periferia es sólo eso: una fantasía que permite culpar a los pobres del mundo por su falta de iniciativa schumpeteriana. Quienes no lograron colarse en los comienzos de la nueva era digital (como lo hicieron Mercado Libre o Taringa!) sólo pueden aspirar a que las grandes corporaciones del Primer Mundo compren sus proyectos para disponer del dinero y los datos necesarios para alcanzar una escala global. na vez más, en el sistema capitalista los más genuinos intentos de innovación son sometidos, cuando es posible, por la lógica de la ganancia. Bajo la etiqueta “colaborativo” se cuela parte del ideario neoliberal, sobre todo el emprendedorismo y un determinismo tecnológico que supone que cualquier innovación tiene consecuencias necesariamente positivas. El paraguas innovador permite al capitalismo dar un disimulado paso adelante: en lugar de apropiarse del trabajo de empleados, con todos los problemas que eso implica, ¿por qué no coordinar microtrabajos voluntarios o directamente inconscientes, acumularlos y concentrar la ganancia que generan? El ejemplo de cómo Netflix transformó el ocio de sus clientes en un bien monetizable pierde dimensión cuando se lo compara con otros casos. U 22 | REVIEW queda con un porcentaje de ese trabajo gracias a una plataforma capaz de hacer miles de transacciones automáticamente. Es cierto que también ofrece un seguro para cubrir accidentes y que, en algunos países, paga los impuestos que se le exigen, pero su mayor inversión es la difusión necesaria para convertirse en el lugar de encuentro entre quienes buscan alquilar un espacio y sus eventuales huéspedes. La innovación, una vez más, es un extenso brazo tecnológico que permite aspirar porciones de pequeños trabajos ajenos multiplicados por millones. Algo similar ocurre con Uber. Esta empresa, con su “emprendedorismo de shock” (como lo ha definido el experto en economía colaborativa Neal Gorenflo4 en varias oportunidades), puentea la ley y a los gobiernos locales para acceder directamente a conductores y clientes desde su etérea imagen de aplicación práctica y neutral. Cuando Uber llegó a Argentina, disparó una intensa disputa: de un lado, quienes sólo veían una app que favorece arreglos entre privados; del otro, quienes veían en ella una forma de apropiación de la renta por parte de un intermediario que se lleva dinero del país sin invertir un peso. La intensidad del debate no es consecuencia de la sangre latina caliente: algo similar ocurrió en ciudades como Seúl, insospechada de conservadurismo tecnológico o exceso de pasiones. La empresa llegó allí en gremios anquilosados como el de los taxistas. Paradójicamente, esa organización gremial conservadora permitió a los trabajadores, tanto en Argentina como en otros países, resistir al menos temporalmente los embates, algo que en otros rubros no ocurre. Si bien en ellos la apropiación resulta más evidente, estos dos ejemplos abrevan del modelo más exitoso a la hora de capitalizar el trabajo de millones por medio de una plataforma automática: las redes sociales. Mientras los medios tradicionales necesitan periodistas, actores, locutores, guionistas, iluminadores, etcétera, para producir contenidos, en las redes sociales son los supuestos usuarios quienes comparten links a contenidos producidos por ellos mismos o por terceros: videos, fotos, anécdotas y más. El dinero proviene de avisadores de todo el mundo que pagan por un espacio al costado de esos contenidos. Es un modelo perfecto en el que, por un lado, millones de personas comparten sus ideas e intereses y, por el otro, los avisadores llenan formularios y pagan online para que un algoritmo automático ubique sus avisos. La red social sólo debe mantener el sistema en funcionamiento y puede, además, vender información detallada sobre el mercado y sobre potenciales clientes a terceros, lo que redondea aún más el negocio. En el siglo XV se produjo un fenómeno de apropiación privada de tierras comunales que dio origen a lo que Karl Marx llama “acumulación originaria”: esa fue una de las formas de concentrar el capital inicial capaz de financiar las bases del capitalismo. Los fenómenos de despojo continuaron bajo distintas formas en los siglos siguientes; en la actualidad, algunas corporaciones 2.0 descubrieron que al concentrar en sus plataformas el flujo de bienes sociales comunes como la amistad, las novedades personales o la seducción, podían llevar el fenómeno a niveles desconocidos hasta el momento. Tampoco es menor la cuestión de que el mercado de medios global se ve así canibalizado por unas pocas corporaciones transnacionales que dejan menos para los medios tradicionales locales y reducen el número de voces. Para colmo, las empresas de comunicación, debido a los cambios en las formas de consumo, necesitan cada vez más del tráfico que las redes sociales les derivan. Así las cosas, dependen para sobrevivir de aquellos que se las están comiendo vivas y se ven obligadas a repensar su negocio de acuerdo con nuevas lógicas. uis von Ahn, el creador del sistema ReCaptcha, explicaba en una entrevista5 que los proyectos humanos más grandes de la historia, como la construcción de las pirámides de Egipto o el viaje a la Luna, tocaron los límites de la organización analógica al coordinar el trabajo de unas cien mil personas: “Pero ahora, con Internet, vemos que podemos coordinar, si queremos, a un millón de personas. O más. Entonces la pregunta es: si podemos poner un hombre en la Luna con el trabajo de cien mil hombres, ¿qué podríamos hacer con un millón de personas trabajando en lo mismo?”. Esa debe haber sido la primera pregunta que se hizo Google en 2009 cuando compró ReCaptcha. La segunda debe haber sido cómo hacer que ese trabajo redundara en beneficios para la empresa: por eso ahora las imágenes que los humanos deben interpretar son muchas veces fotos borrosas con, por ejemplo, el número de una casa. Así, el trabajo colectivo se utiliza para interpretar imágenes tomadas de Google Street View y los resultados se suman a las monstruosas bases de datos que esa corporación tiene para sus negocios, muchos de ellos moonshots o “lanzamientos a la Luna”, como llaman a los proyectos más audaces e, incluso, improbables. Esta y otras empresas tienen un modelo tan rentable que pueden perder dinero en cantidades con tal de desarrollar algo que sí logre dar ganancia. ¿Resulta útil hablar de trabajo o economía colaborativa, colaboración distribuida o trabajo de pares, sin distinguir? Si bien es mucho lo que entra en ese paraguas general, lo fundamental es entender si hay ganancia y cómo se distribuye; sólo así se podrá determinar si se trata de una verdadera innovación o, más bien, de la profundización de modelos históricos de apropiación de trabajo ajeno y bienes comunes sobre los que se ha construido el capitalismo desde sus comienzos. n L 1. Losada, 1977. 2. E. Morozov, La locura del solucionismo tecnológico, Capital Intelectual, 2015. 3. Harper Collins, 2010. 4. Véase www.shareable.net/users/neal-gorenflo. 5. Karina Salguero-Moya, “Luis von Ahn: el guatemalteco que equilibra el mundo”, en Orsai, No 14, julio-agosto de 2013. SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2016