PABLO NAVAJAS MARTÍNEZ El Barón Evans Primer Premio de Narración Corta “Jóvenes” 25 Miguel Alonso de la Peña - 3º A ESO 27 EL BARÓN EVANS El Barón Evans gobernaba todo el condado de Lest Middletown. Hombre tacaño y malvado, se refugiaba en el imponente castillo en el que residía. El edificio, construido hacia el siglo XII, era una fantástica obra de arte esculpida entre las montañas. Se asentaba en el lado este del lago Basingon, cuyas frías aguas se mostraban con aspecto fantasmal para todo visitante. El castillo tenía torres que se elevaban hasta los doscientos metros de altura, amplios ventanales y un gran número de edificios que se unían mediante puentes, viaductos y multitud de pasadizos. La puerta principal era una descomunal mole de madera de haya, decorada con finas líneas doradas que dibujaban escenas mitológicas. Un largo sendero llevaba desde ésta a los jardines, una gran masa boscosa donde se podían encontrar múltiples sorpresas. Entre los caminos que serpenteaban por los jardines y terrenos se encontraban numerosas esculturas y figuras, todas ellas dotadas de excepcional belleza. Contaban las leyendas de Lest Middletown que por la noche, aquellas gráciles formas, con dulces rostros y delicadas posiciones, se transformaban en horrendos monstruos, con serpientes cubriéndoles las cabezas, cien ojos más en sus frentes y miradas tan terroríficas que podían petrificar con sólo mirarlas. Las personas que habían penetrado en ese antro por la noche, jamás habían regresado. Se rumoreaba que se transformaban en estatuas de piedra por las miradas letales de los monstruos, y, una vez petrificados, al llegar la noche se sumaban a la conversión en criaturas posesas. El temor hacia los jardines se compensaba con la delicia de poder entrar en el fastuoso castillo. Largos pasillos con ventanales góticos y techos abovedados discurrían por las plantas del edificio. Habitaciones repletas de sorpresas, una gran biblioteca con estanterías llenas de libros, que parecían querer palpar el cielo. Salas hogareñas, con sofás, sillones y chimeneas que calentaban en las frías noches de invierno. Entre los edificios del castillo, se abrían 29 patios con porches románicos, en cuyo centro siempre se podía encontrar una escultura, o una fuente en la que refrescarse. Todo el castillo en sí mismo era belleza: una obra mágica que se abrazaba fuertemente al entorno natural en el que se asentaba, como si fuese imposible separarlos. Hace medio siglo ya, cuando la gente aún admiraba el lugar, los temores hacia el entorno del castillo se fortalecieron: el misterio de los bosques y jardines vio la luz, y por fin se pudo confirmar la existencia del terror que se escondía entre aquellos árboles. El miedo se paseaba libremente por los jardines. Les presento a mi abuelo, Joe Morrison Spall. Puede que ahora tenga arrugas, más barriga y problemas en los bronquios, pero por aquel entonces era un joven alto y apuesto, con una cabellera oscura y casi siempre revuelta, que hacia enloquecer a todas las muchachas de la aldea. El orgullo y la arrogancia que posee ahora ya lo desprendía entonces, cuando tan solo tenía dieciséis primaveras contadas. A mi abuelo le gustaba apostar dinero con sus amigos, para lo cual realizaban pequeñas o grandes proezas, según la energía y las ganas que tuvieran ese día. Una cálida noche de verano, preparando la siguiente canallada en la taberna del Puerto Viejo, se pusieron a discutir. Reñían sobre quién debía realizar la próxima “aventura”, y nadie se ofrecía voluntario, bien por haberla hecho en anteriores ocasiones, o bien porque siempre acababan descubriéndolos y se veían obligados a sufrir las torturas del padre Adams, el pastor de la aldea. El joven Joe miró al otro lado de la taberna, donde Elizabeth Watson, la guapa hija del tabernero se encontraba sirviendo. Ésta le dirigió una mirada cómplice y Joe le sonrió descaradamente. De repente, al volver su mente al asunto de la aventura, dio un respingo y les dijo en voz alta a sus compañeros: - Yo me ofrezco voluntario, la última la hice ya hace dos semanas. - Bueno, pues en tal caso, ya sabes cuales son las reglas, ¿no?le contestó Sam Grint, el mayor gamberro de Middletown, cuyos padres lo habían abandonado nada más nacer, y cuya vida había transcurrido encerrada entre las cuatro paredes de un orfanato- A ver, chicos, ¿qué gamberrada podemos apostar para este gallina? 30 - Un asalto nocturno a la carnicería de Billy el Sanguinariopropuso Ivanov Robinson. - ¡Qué poca originalidad, imbécil!- le contestó Aron JacobsEsas bromas están ya lo suficientemente explotadas. Propongo que Joe se esconda entre los matorrales del río el domingo por la mañana para espiar a las campesinas del pueblo en todo su esplendor. -Desde luego, siempre estás pensando en lo mismo, depravado mental- sentenció Sam- Tengo una idea mucho mejor, algo que jamás se os ocurriría a ninguno de vosotros. Puede que os parezca una locura fuera de las habituales, pero hay que experimentar cosas nuevas, ¿no? Se produjo un asentimiento general. - Dinos, genio,- soltó Matt Sthepenson, el más joven del grupo, con solo doce años- ¿Qué nueva genialidad se te ha ocurrido ahora? Recuerda que la última vez que propusiste algo, concretamente hace tres meses, a poco acabamos en prisión-lo fulminó con la miradaEspero que sea algo dentro de lo normal. - No te preocupes, mi querido amigo- contestó Sam, riéndoseSe me ocurrió anoche mientras observaba desde la ventana de mi alcoba el castillo del viejo Evans. - ¿No estarás pensando que destruya algo suyo?- respondió Joe, aparentemente preocupado- Las bromas y gamberradas que hacemos tienen un limite. - Nada de eso- contestó Sam- Propongo que te internes en el jardín-bosque del castillo. Creo que es una apuesta bastante buena, y- miró de reojo a Matt- nada fuera de la ley. - Estás loco, Sam, sabes que nadie que haya entrado allí ha conseguido salir- contestó Aron- ¿Te acuerdas de la señora Johanson, la panadera? Todos los días le llevaba el pan al Barón Evans. Como un día la puerta principal estaba cerrada, accedió al castillo por una 31 Beatriz Fernández Bajo - 3º A ESO 32 trasera. Para ello tenía que atravesar los jardines. Esa noche, se oyó un terrible grito- Aron puso cara de misterio- Al día siguiente nadie la encontró. Se registró todo el condado, y la policía registró cada metro cuadrado del pueblo. Nadie quiso entrar en los jardines, seguramente por miedo. - Aún así-contestó de repente Joe- acepto el reto. No solo entraré en el jardín, sino que lo haré de noche, cuando dicen que se produce lo peor. Ya es hora de demostrar que esas leyendas y cuentos que se inventa la gente no son otra cosa más que patrañas y tonterías. - Joe, eres un inconsciente-sentenció Matt- Te estás metiendo en un agujero muy oscuro del que probablemente no logres salir. Recapacita y haz una diablura normal y corriente, por favor. - Déjalo ya, Matt, ¿vale?- atacó Aron- Es lo suficientemente inteligente como para saber lo que es y no es peligroso. Quizá opine diferente cuando vea que se está convirtiendo en una estatua de piedra. Nadie más dijo nada. Todos miraban fijamente a Joe. Unos deseando que lo hicese, otros lamentándose de su falta de conocimento y prudencia. El reloj de la iglesia dio las doce de la noche. El grupo de amigos salió de la taberna: primero Joe y después el resto. Aron y Matt intentaron convencerlo por última vez de que no lo hiciese. Sam le sonreía maliciosamente. Ivanov sólo le pudo decir un “buena suerte, la vas a necesitar”. A continuación, cada uno de ellos se marchó para su casa, dejando solo ante la puerta de la taberna al pobre Joe. Éste miró hacia el otro extremo del lago, donde descansaba el castillo entre los acantilados y las montañas. Sin pensárselo dos veces, echó a correr en dirección hacia la puerta de madera de haya, donde se localizaba la entrada a los jardines. - Dios mío, qué estoy haciendo-pensó Joe mientras corría a través de la pasarela que conducía al castillo- Sabe Dios lo que se puede ocultar en esa selva. Muchos me lo han advertido, pero mi orgullo vence a mi cerebro. Aún estoy a tiempo de cambiar de idea. 33 De pronto se paró en seco. Se imaginó qué pasaría si no lo hacía, si se retiraba de esta arriesgada apuesta. Todos sus amigos se mofarían de él; Sam le llamaría “cagado” durante meses y Elizabeth ya no volvería a estar prendada de él. - Sí- decidió entonces Joe- lo haré. - Desde luego, chico, con la edad te vuelves más estúpido- le dijo una vocecilla proveniente de su cabeza. Y empezó a caminar hacia la puerta del jardín: unos enormes pilares, profusamente decorados, sostenían sendas esculturas de caballos alados. Una pesada verja, de estilo victoriano, se interponía entre Joe y aquel mundo tan desconocido como temido. Antes de hacer nada, observó si había alguna luz encendida en el castillo, por si acaso alguien lo veía. Una vez controlada la situación, empujó con todas sus fuerzas la pesada verja. Era una suerte que fuese musculoso pues ningún delgaducho habría podido con ella. Al abrirla, observó el paisaje nocturno que se abría ante sus ojos: árboles de todas las regiones del planeta, fuentes saltarinas, matorrales repletos de rosas, petunias, claveles, tulipanes, geranios, hortensias, etc... Un sendero de piedra circulaba entre todos éstos y se perdía en la oscuridad. Joe se quedó boquiabierto: todas las historias sobre el supuesto jardín maldito no concordaban en absoluto con lo que tenía ante sus ojos. La curiosidad le invitó a explorar aquel exótico lugar y a conocer sus secretos más profundos. Joe dejó atrás la puerta y se adentró en el jardín... El chico caminaba y caminaba, ya había perdido la cuenta de los metros que había recorrido y se sentía incapaz de encontrar la salida. Aún así, la satisfacción de conocer el jardín hizo que continuase caminando. La luna se alzaba llena sobre las oscuras siluetas de las copas de los árboles. De pronto, dos cuervos pasaron volando por encima de la cabeza de Joe y sus graznidos provocaron un profundo escalofrío, que recorrió su cuerpo de arriba abajo. Joe se detuvo y 34 miró a su alrededor. La belleza del jardín se había evaporado por completo. Donde antes se veían armoniosos y robustos árboles, ahora no se veía nada más que oscuras y espectrales siluetas de hayas, abetos, y otros muchos árboles. Aquello ya no tenía ninguna gracia y por un momento Joe pensó en lo idiota que había sido al entrar en este sitio. Echó a correr y se volvió a internar en las sombras del jardín. El suelo de piedra había desaparecido y ahora sólo se veía un suelo de tierra sucia y húmeda. Oyó una especie de crujido a sus espaldas, y se volvió para ver qué era. Se quedó helado: de entre la tierra estaban surgiendo unos tallos espinosos, que, a medida que surgían de la tierra, iban agrandándose en forma y tamaño. Joe no se lo pensó dos veces: echó a correr entre los árboles. Procuraba no mirar hacia atrás, pero cuando lo hizo, vio que no sólo uno, sino cientos de tallos estaban creciendo, y se dirigían hacia él, enroscándose y arrastrándose por el suelo como serpientes. Joe corría veloz como el viento, atravesando matorrales y plantas de todo tipo. Cuando llevaba ya un buen rato corriendo, vio que a lo lejos se divisaba una puerta. No era como la anterior, no tenía verja alguna. Era simplemente un arco de medio punto en ruinas. Su única escapatoria. Su pasaporte a la libertad, a salir de aquel agujero endemoniado, a burlar a la muerte. Se acercaba, ya estaba muy cerca, pero seguía oyendo por detrás deslizarse a los tallos, que iban creciendo a velocidad de infarto. Ya estaba, sólo tocarlo, solo... Joe salió despedido hacia atrás y cayó en el embarrado suelo. Se dirigió de nuevo al arco para averiguar por qué razón no había logrado pasar. Tocó el espacio de aire entre las columnas y se asustó mucho: se había creado una barrera invisible, más dura que la piedra. Intentó derribarla, mas no pudo. Se dio la vuelta, y se asustó todavía más: los tallos llegaban... Un grueso ejemplar alcanzó su tobillo derecho y se enroscó alrededor de su pierna. Acto seguido lo arrastró hacia lo más profundo del jardín, a gran velocidad. Joe gritaba, pedía auxilio, e intentaba desatar el tallo mediante las manos. Mientras era arrastrado, multitud de tallos se echaban sobre él, para intentar ahogarlo. De repente, Joe lo vio claro: se sacó de un pequeño bolsillo de su pantalón una navaja bien afilada. Con la mano 35 izquierda, sujetó el tallo que apresaba su pierna derecha y con la derecha empezó a cortar con fuerza. Le llevó un tiempo la operación ya que era un tallo muy grueso y estaba siendo arrastrado a gran velocidad. Finalmente cortó el tallo y profirió un grito de dolor. Su pierna estaba agujereada por las espinas del tallo y la sangre empañaba toda la pata derecha del pantalón. Sin detenerse a aliviar el dolor, se puso en pie y siguió corriendo como pudo, aguantándose el sufrimiento. Por detrás, los tallos volvieron a perseguirlo. Se deslizó entre matorrales con pinchos, sorteó plantas carnívoras, y descendió colina abajo al resbalar con una gruesa raíz de roble. Abatido y muerto de miedo, miró hacia todos los lados por miedo a ver surgir de nuevo los tallos. Pero no se oía nada. Sólo se podía advertir el canto de los grillos. Joe se sentó en la tierra. Sentía muchísimo dolor en su pierna, un dolor que llegaba a cegarlo. Cogió unas hojas secas e intentó vendarse la pierna con ellas. De repente, localizó un pequeño agujero situado bajo el tronco de un árbol. - Quizá me sirva para pasar la noche- pensó Joe-. Al fin y al cabo no puedo pasar toda la noche a la intemperie en esta selva maldita. ¡En qué momento no recapacité y pensé detenidamente sobre lo que iba a hacer! Soy un rematado idiota. Padre y Madre se estarán preguntando donde estoy: madre se habrá echado a llorar y a preguntar a todos los aldeanos sobre mi paradero; padre habrá llegado incluso a llamar a la policía para que me encuentre y me lleve de nuevo a casa. Conociendo a padre, lo primero que hará nada más verme será soltarme dos buenos bofetones. Bueno- se dijo para sus adentros-, prefiero pasar la noche aquí, escondido en este agujero, que aventurarme a salir, exponiéndome a todos los peligros que se esconden aquí. Así pues, Joe entró en la “madriguera”. El sitio era cálido y Joe vio cómo gotas de lluvia iban cayendo, haciéndose poco a poco más abundantes. -En menudo lugar me he metido- dijo Joe en voz baja-. ¡Si al menos supiera encontrar la manera de salir de este laberinto! Porque más que un jardín esto es una selva que se come a los humanos que entran en ella. 36 Ana Jiménez Alesanco - 2º A ESO 37 Poco a poco, mientras la luna iba cruzando el cielo, iluminándolo todo, Joe se fue durmiendo. Serían las dos de la mañana cuando unos ruidos de cascos lo despertaron de su apacible y tranquilo sueño. Joe se incorporó rápidamente y asomó su cabeza por el agujero. Fuera todo seguía oscuro, fantasmagórico, pero no se volvió a escuchar el ruido de cascos. Más relajado, volvió a meterse bien acurrucado en el hoyo. Fue justo en ese momento cuando lo volvió a oír. Salió corriendo del agujero y se quedó observando el oscuro sendero. El ruido de cascos se mezclaba con otros muchos sonidos que se podían distinguir perfectamente. Se hacía cada vez más cercano y Joe supo enseguida que algo se aproximaba. El ruido iba en aumento. Ya llegaban. Joe volvió a sacar la navaja de su pantalón y acto seguido gritó: - ¿Quién va? Entonces aparecieron de entre las sombras. Al verlos, Joe se quedó helado, y por fin aceptó lo que él llamaba la mayor patraña de la aldea: la leyenda de las estatuas. Decenas de estatuas de piedra se dirigían hacia él, temibles y grotescas formas que avanzaban a gran velocidad hacia Joe: caballos alados con afilados dientes y resplandecientes ojos rojos, minotauros que rugían ferozmente, leones con serpientes por cabellos, centauros que avanzaban al galope alzando lanzas decoradas con cráneos humanos, etc... Joe empezó a correr, sus pies intentaban responder todo lo posible a una posible escapatoria de aquel infierno. La pierna dolorida impedía a Joe ser más rápido de lo que era en circustancias normales. Aún así, Joe intentó aguantar con todas sus fuerzas el dolor que sentía. Por detrás percibía a todos esos monstruos de piedra, seres mitológicos, prácticamente imaginarios, pero que ahora se hallaban en vida. Joe podía percibir el asqueroso olor putrefacto que emanaban sus cuerpos, la sangre goteando de grandes y afilados colmillos... Era una pesadilla, una auténtica y horrible pesadilla. Quizá chasqueando los dedos, o simplemente propinándose un pellizco, Joe se despertaría entre las cálidas sábanas de su habitación y oiría a su madre llamándole para desayunar. No, no era una pesadilla. Era la vida real. Sorteaba árboles y matorrales, cruzaba estanques poblados por pirañas y serpientes, corría, saltaba, seguía corriendo. 38 -¡Por favor, Dios, ayúdame!- dijo Joe entre sollozos- Ayúdame a salir de aquí. De repente, sucedió todo: Joe vio las puertas de entrada, y las columnas coronadas por caballos alados que la custodiaban. Su última oportunidad. La única ocasión de salir de aquel infierno. Oía a sus perseguidores correr hacia él. Los caballos de la entrada adoptaron una brillante luz y revivieron. Extendieron sus enormes alas y mostraron a Joe sus afilados dientes. Acto seguido, se lanzaron sobre él. Joe cayó al suelo y rodó. Fue en ese momento cuando aprovechó la ocasión. Los dos caballos se habían desorientado y durante una fracción de segundo se volvieron hacia el otro lado. Fue entonces cuando Joe aprovechó el despiste de los jamelgos para colarse por la estrecha abertura que había dejado la verja. Huyó. Corrió montaña abajo en dirección hacia el pueblo, cojeando por la herida. No se sentiría a salvo hasta que no llegase a la aldea. Por fin, la divisó a lo lejos. Todas las casas tenían las luces encendidas y se oían gritos por todas partes. Joe se dio cuenta de que estaban llamándolo. Por fin había llegado a casa, tras abandonar aquel jardín maldito. La gente se congregaba en torno a la plaza mayor, donde habían quedado todos para hacer una ronda nocturna. Quizá mediante esta táctica lograrían encontrar a Joe. Éste corrió hacia la plaza mayor y, al llegar allí, la luz de cientos de antorchas cegó su visión. - ¡Está vivo!- gritó la señora Newell, la lechera. - ¡Dios mío, es un auténtico milagro!- exclamó entre sollozos la vieja Glesoon, la pescadera. - Ya verás tu padre, chico- gritó furioso Billy el Sanguinariocuando te vea te soltará un guantazo del que tardarás un tiempo en recuperarte. - ¡Hijo, hijo mío!- gritó su madre, que se acercaba a toda velocidad hacia él. Lloraba a moco tendido y nada más acercarse a Joe, lo abrazó. El chico empezó a llorar. Ya no le importaba ni su orgullo ni su hombría. Esa noche había sufrido una terrible experiencia. Para celebrar su regreso a casa, toda la aldea se congregó en la taberna del Puerto Viejo. A pesar de que todos manifestaban una profunda 39 alegría y satisfacción por la aparición de Joe, éste no se encontraba para fiestas ni celebraciones. Estaba pálido, con la herida mal vendada, tenía rasguños por toda la cara y la ropa rasgada. Antes de entrar en la taberna, su madre lo llevó a casa para ponerlo en condiciones: lo bañó, desinfectó su herida y le puso vendas nuevas y limpias. Después lo vistió. Ya en la taberna, Joe relató su mala experiencia en el jardín. Las gentes lo escuchaban atónitos y sus amigos estaban muy asustados. Sam lo miró directamente a los ojos. Se sentía muy arrepentido ya que, indirectamente, había sido él quien lo había introducido en aquel infierno. Todo el pueblo de Lest Middletown reconoció, al fin, la oscura realidad: no se trataba de cuentos y patrañas, sino que en aquel jardín habitaba algo oscuro, una fuerza maligna que sólo hacía su aparición por las noches. La leyenda se convirtió en realidad. Al día siguiente, por la mañana, todo el mundo se congregó ante las puertas del jardín. Armados con antorchas, los habitantes de la aldea quemaron todos los árboles de aquel bosque maldito. Miles de árboles, helechos, arbustos y plantas desaparecieron. Se derribaron todas las fuentes y esculturas que adornaban los senderos. La tierra ardió y nunca más nacerían tallos espinosos. El jardín quedó arrasado. La masa boscosa que rodeaba el castillo desapareció y sólo quedó un inmenso terreno incendiado. Toda la aldea entera, tras el incendio del jardín, se dirigió hacia el castillo para apresar al Barón Evans. Gracias a un tronco de roble quemado del jardín, los aldeanos consiguieron echar abajo las puertas del castillo. La mole de madera cayó estrepitosamente al suelo y todos entraron en el edificio. Tuvieron que dividirse para encontrar al Barón pues el lugar era tan grande que hasta el viejo Evans se perdía en él. Lo encontraron en la biblioteca. No se compadecieron de su anciano rostro, ni de su posición encorvada. Aquel hombre había traído la desgracia al condado, construyendo ese bosque de ánimas. Lo menos que podían hacer era no tener piedad de un malvado y tacaño vejestorio. El Barón Evans fue ahorcado al día siguiente en la plaza mayor del pueblo. Arrojaron su cadáver al lago, junto con todas las esculturas, donde sería devorado por los monstruos que el mismo había creado. En pocos segundos su cuerpo inerte ya descansaba bajo las gélidas aguas del lago Basingon. 40 Ochenta años después ya nadie se acordaba del jardín. Nadie, excepto Joe, que era el único de todos aquellos chiquillos que continuaba en vida. Ante la pesadez de la edad, los problemas de salud y los achaques que sufría a menudo, mis padres decidieron ingresarlo en una residencia, ubicada en un antiguo castillo medieval. Este lugar, regentado por religiosas, acogía a todo tipo de indigentes y enfermos. Joe recibía los cuidados de la hermana Sonia, una monja joven y bastante guapa, cuya voz encandilaba a casi todas la almas en pena que circulaban por aquellos pasillos. Todos los días Sonia acompañaba a Joe a dar un pequeño paseo por los alrededores del castillo y soportaba con extremada paciencia las interminables narraciones de las aventuras e infortunios de Joe, a las cuales respondía con interés fingido. Una mañana de domingo Joe suplicó a Sonia que lo condujese hasta los terrenos del castillo. La hermana accedió a regañadientes pues no convenía alejarse mucho por si le ocurría algo a Joe. Cuando se dirigían hacia los terrenos, Joe observó dos columnas semiderruidas que se alzaban en la entrada. Al entrar se fijó en algo que se encontraba a unos pocos metros de donde ellos estaban. Mientras se acercaban, Joe pudo ver de qué se trataba: era una escultura de unos dos metros de altura, un fauno, un espíritu de la naturaleza, inmortalizado en piedra. Las patas traseras se apoyaban de manera graciosa sobre las malas hierbas y estaba tocando una flauta de madera tallada. Joe buscó su rostro, un rostro angelical, infantil, e incluso pícaro. De su rizada cabellera surgía una esbelta cornamenta. - ¡Que bonita escultura!- exclamó Sonia, maravillada- Parece encajar a la perfección con la naturaleza. Es preciosa, ¿no cree, Joe? Si usted quiere, podemos volver más días por aquí. Quiza haya más todavía. ¿Qué le parece? Joe contempló la escultura, embelesado. La edad no le había hecho olvidar lo malignos que eran aquellos mitos de piedra. Un destello fugaz iluminó los ojos del fauno. Parpadeó para asegurarse de que sólo había sido un lapsus. Se volvió hacia Sonia. - Déjelo, hermana. Volvamos, que se nos hace tarde. 41