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DERECHOS Y
LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOS
BARTOLOMÉ DE LAS CASAS
UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
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Revista Derechos y Libertades
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Sentido de la Revista
Derechos y Libertades es la revista semestral que publica el Instituto de
Derechos Humanos Bartolomé de las Casas de la Universidad Carlos III de
Madrid. Forma parte, junto con las colecciones Cuadernos Bartolomé de las
Casas, Traducciones y Debates de las publicaciones del Instituto.
La finalidad de Derechos y Libertades es constituir un foro de discusión y
análisis en relación con los problemas teóricos y prácticos de los derechos
humanos, desde las diversas perspectivas a través de las cuales éstos pueden ser analizados, entre las cuales sobresale la filosófico-jurídica. En este
sentido, la revista también pretende ser un medio a través del cual se refleje
la discusión contemporánea en el ámbito de la Filosofía del Derecho y de la
Filosofía Política.
Derechos y Libertades se presenta al mismo tiempo como medio de expresión y publicación de las principales actividades e investigaciones que se desarrollan en el seno del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las
Casas.
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
ÍNDICE
NOTA DEL DIRECTOR ................................................................................... 11
ARTÍCULOS
Hobbes y los fundamentos del pensamiento internacional moderno..... 17
Hobbes and the foundations of the modern international thought
DAVID ARMITAGE
Rousseau y la soberanía del pueblo ............................................................... 47
Rousseau and the people’s sovereignty
YVES CHARLES ZARKA
Algunas estrategias para la virtud cosmopolita ........................................... 65
Some strategies for the cosmopolitan virtue
OSCAR PÉREZ DE LA FUENTE
El republicanismo de Pettit y el Estado ético de Aranguren
(no-dominación y acceso a la política desde la ética):
Una aproximación formal a ambas teorías....................................................... 101
Pettit's republicanism and Aranguren's ethical State
(non domination and access to the politics from the ethics):
A formal approximation to both theories
JUAN CARLOS RINCÓN VERDERA
Pluralismo, conflictos trágicos de valores y diseño institucional.
En torno a algunas ideas de Isaiah Berlin.................................................... 135
Pluralism, tragic conflicts of values and institutional design.
Around some ideas of Isaiah Berlin
GUILLERMO LARIGUET
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
10
Índice
Razón práctica y argumentación en MacCormick:
de la descripción a la justificación crítico-normativa................................ 173
Practical reason and argumentation in MacCormick:
from description to critical-normative justification
LEONOR SUÁREZ LLANOS
A vueltas con el paternalismo jurídico ........................................................ 211
Thinking about legal paternalism
MIGUEL ÁNGEL RAMIRO AVILÉS
Cuestiones jurídicas sobre el derecho al desarrollo como
derecho humano ............................................................................................... 257
Legal questions about the right to development as human right
ANA MANERO SALVADOR
RECENSIONES
Rafael de Asís Roig, Cuestiones de derechos, (ALBERTO IGLESIAS GARZÓN) . 283
Massimo La Torre, Alberto Scerbo (a cura di) Diritti, procedure,
virtù. Seminari catanzarese di filosofia del diritto,
(CARLOS LEMA AÑÓN) ............................................................................ 295
Gregorio Robles Morchón, La influencia del pensamiento alemán,
en la sociología de Émile Durkheim, (LUIS LLOREDO ALIX) .................... 307
Participantes en este número ......................................................................... 319
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
NOTA DEL DIRECTOR
El número 15 de Derechos y Libertades incluye trabajos sobre cuestiones
vinculadas a la Filosofía política y moral, a la Teoría del Derecho y a los derechos fundamentales.
David Armitage en su trabajo sobre “Hobbes y los fundamentos del
pensamiento internacional moderno”, plantea la cuestión de la consideración de Hobbes como autor fundacional del pensamiento internacional, señalando que las reflexiones de Hobbes sobre la dimensión externa del Estado son más amplias de lo que suele señalarse, y subrayando que, en
realidad, es a partir del siglo XX cuando la importancia de Hobbes en este
ámbito es reconocida como consecuencia de la toma de conciencia de que el
ámbito de las relaciones internacionales es en muchas ocasiones ciertamente
anárquico. Y todo ello, señala Armitage, no es consecuencia directa de la
obra de Hobbes, sino de una determinada interpretación de la misma, ya
que Hobbes opinaba que el estado de naturaleza interestatal no podía ser
equiparado al interpersonal, dado que si bien los Estados podían ser tan temerosos y competitivos como los individuos en sus relaciones mutuas, no
obstante, no eran tan vulnerables ni esta situación de anarquía impedía la
cooperación internacional. Por su parte, Yves Charles Zarka, dedica su trabajo “Rousseau y la soberanía del Pueblo” a reflexionar sobre la renovación
del concepto de soberanía del pueblo que se origina con el pensamiento de
Rousseau, en cuya obra la soberanía del pueblo pasa de ser virtual o potencial a ser en acto. El trabajo desemboca en el reconocimiento de la imposibilidad de las exigencias del concepto roussoniano, que entrega el testigo al
primer liberalismo del siglo XIX.
El análisis de la conexión entre la noción de virtud cívica y la de patriotismo constituye el punto de partida del trabajo de Oscar Pérez de la Fuente, “Algunas estrategias para la virtud cosmopolita”. En el escenario constituido por la globalización, se ensayan nuevas interpretaciones del
cosmopolitismo genuino, del patriotismo cosmopolita y de la virtud cosmopolita. En este sentido, se presenta una concepción del cosmpolitismo que lo
entiende como virtud moral a partir de la cual se puede efectuar una aproxiDERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
12
Nota del Director
mación específica a la ética de la alteridad, al diálogo transcultural, a la paz
y a la solidaridad. Juan Carlos Rincón Verdera, en “El republicanismo de
Pettit y el Estado ético de Aranguren (no-dominación y acceso a la política
desde la ética): una aproximación formal a ambas teorías” nos propone un
examen de la utilidad del Estado ético teorizado por Aranguren como marco formal para la libertad como no-dominación en la versión de Pettit. Vinculada la libertad como no denominación a la ausencia de inseguridades individuales, a la garantía de defensa ante los demás y a la innecesaria
subordinación ante los otros, aquélla exige –de acuerdo con Rincón Verdera- un Estado éticamente fuerte, donde la moral esté institucionalizada en
sus propias estructuras jurídicas y administrativas. Y en este sentido, la propuesta del filósofo español podría constituir un escenario adecuado a la hora de compatibilizar la libertad como no-dominación con la función ética del
Estado. Por su parte, Guillermo Lariguet propone un análisis de la vinculación entre el pluralismo de los valores y los conflictos trágicos tal y como ésta es tematizada en la obra de Isaiah Berlin, en su aportación sobre “Pluralismo, conflictos trágicos de valores y diseño institucional. En torno a algunas
ideas de Isaiah Berlin”. Para ello se sirve de un contraste con aportaciones
del último Dworkin.
El punto de partida del trabajo de Leonor Suárez Llanos sobre “Razón
práctica y argumentación en MacCormick: de la descripción a la justificación crítico-normativa” está constituido por el cambio de paradigma que se
produce en el ámbito de la Teoría del Derecho a partir del desarrollo de las
teorías de la argumentación jurídica. En este sentido el trabajo asume como
referencia central explicativa la teoría de la argumentación elaborada por
MacCormick para entender las propuestas referidas a la lectura moral de la
actividad judicial, al mismo tiempo que sus insuficiencias y su problemática
relación con el positivismo, al menos en su versión legalista.
Por último, incluimos dos trabajos que tratan cuestiones relacionadas
directamente con los derechos humanos. Abordando una cuestión clásica,
en “A vueltas con el paternalismo jurídico”, Miguel Ángel Ramiro se enfrenta a lo que, en su opinión, constituye uno de los principales retos a los
que tiene que hacer frente el Estado de Derecho, esto es, la presentación como compatibles –tanto desde el punto de vista teórico como práctico– de los
derechos humanos y del paternalismo jurídico. A través de una caracterización del paternalismo jurídico partiendo de determinados elementos (intervención estatal, carácter no directamente lesivo respecto a terceros de los
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Número 15, Época II, junio 2006
Nota del Director
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comportamientos que se quieren desalentar o prohibir, propósito benevolente o beneficente), el autor subraya la posibilidad de identificar argumentos a favor de la compatibilidad entre los derechos humanos y el paternalismo jurídico. El número se cierra con la aportación de Ana Manero Salvador,
“Cuestiones jurídicas sobre el derecho al desarrollo como derecho humano”, en el que se examina, desde una perspectiva básicamente internacionalista, la cuestión de la posible existencia de un derecho al desarrollo como
derecho humano, analizando las claves de su inserción en esta categoría.
Gregorio Peces-Barba Martínez
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006
ARTÍCULOS
HOBBES Y LOS FUNDAMENTOS DEL
PENSAMIENTO INTERNACIONAL MODERNO*
HOBBES AND THE FOUNDATIONS OF THE
MODERN INTERNATIONAL THOUGHT
DAVID ARMITAGE
Universidad de Harvard
Fecha de recepción: 1-11-05
Fecha de aceptación: 15-11-05
Resumen:
Este artículo indaga sobre cómo llegó a aceptarse a Hobbes como una figura
fundacional en la historia del pensamiento internacional a causa de su afirmación de que el ámbito de las relaciones internacionales se asemeja a un estado
de naturaleza habitado por agentes competitivos y atemorizados. El autor sostiene que las reflexiones de Hobbes sobre la dimensión externa del Estado son
más amplias de lo que suele señalarse y realiza un estudio de la pervivencia de su
pensamiento a partir del siglo XVII, demostrando que no fue hasta el siglo XX
cuando adquirió tal preeminencia, como consecuencia del consenso alcanzado
respecto al hecho de que el ámbito de las relaciones internacionales era ciertamente anárquico. Sin embargo, Hobbes no inspiró directamente esta concepción de las relaciones internacionales, sino que fueron sus partidarios quienes
recurrieron a él para apoyar sus teorías, pues Hobbes opinaba que el estado de
naturaleza interestatal no podía ser equiparado al interpersonal, dado que si
bien los Estados podían ser tan temerosos y competitivos como los individuos
en sus relaciones mutuas, no obstante, no eran tan vulnerables ni esta situación de anarquía impedía la cooperación internacional.
Abstract
This article tries to explain how Hobbes came to be accepted as a foundational
figure in the history of international thought as a consecuence of his
identification of the international arena with a state of nature populated by
fearful and competitive actors. The author points out that Hobbes´s reflections
on the state in its international capacity are more expansive than could be
* Traducción de Ramón Ruiz Ruiz, Universidad de Jaén. Esta traducción cuenta con la
autorización de Cambridge University Press. El autor quiere mostrar especialmente su agradecimiento por sus comentarios a las versiones anteriores del presente trabajo a Annabel
Brett, Michael Doyle, Tim Hochstrasser, Quentin Skinner, James Tully y Lars Vinx.
ISSN: 1133-0937
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
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David Armitage
inferred from most treatments of the subject and carries out a survey on the
afterlife of his international thought from the seventeenth century,
demonstrating that it was only in the twentieth century when he assumed
such a canonical place, once a consensus had emerged that the international
realm was indeed anarchic. However, Hobbes did not directly inspire this
conception of the relations between states, but it was its proponents who
invoked him to support their theory because Hobbes thought that the
international state of nature was not equivalent to the interpersonal one, given
that though states could be just as fearful and competitive as individuals in
their relations with one another, they were not so vulnerable nor did this
condition of anarchy prevent international cooperation.
PALABRAS CLAVE: anarquía, estado de naturaleza, derecho de las naciones, derecho natural
anarchy, state of nature, law of nations, law of nature
KEY WORDS:
«Profecto utrumque vere dictum est,
Homo homini Deus, & Homo homini Lupus.
Illud si concives inter se; Hoc, si civitates comparemus».
(Thomas Hobbes, De Cive)1
El renacimiento que ha tenido lugar en la historiografía del pensamiento
político a partir de los años sesenta ha sido uno de los mayores logros de la historia intelectual angloamericana. Los orígenes de este resurgimiento se pueden
remontar a la revolución contextualista en la historia del pensamiento político,
asociada principalmente con algunos historiadores de la Universidad de Cambridge como Peter Laslett, John Pocock, Quentin Skinner y John Dunn. Si miramos a sus inicios, es evidente que el impulso crucial para la inminente revolución lo supuso el célebre veredicto emitido por Laslett en 1956, quien afirmó
que “por el momento, en cualquier caso, la teoría política está muerta” 2.
1
T. HOBBES, De Cive: The Latin Version, ed. de Howard Warrender, Clarendon, Oxford,
1983, p. 73; “Con razón se han dicho estas dos cosas: el hombre es un dios para el hombre y el
hombre es un lobo para el hombre. El primer dicho se aplica a las conductas de los conciudadanos; el segundo a la de los Estados entre sí” (T. HOBBES, El ciudadano, trad. de J. Rodríguez
Feo, C.S.I.C. y Debate, Madrid, 1992, p. 2; la versión utilizada en el original es: T. HOBBES,
On the Citizen, Cambridge University Press, 1998). Sobre este pasaje, véase : F.TRICAUD,
«Homo homini Deus, Homo homini Lupus: Recherche des Sources des deux Formules de Hobbes», en R. KOSELLECK, y R. SCHNUR (eds.), Hobbes-Forschungen, Duncker & Humblot,
Berlín, 1969, pp. 61-70.
2
P. LASLETT (ed.), Philosophy, Politics, and Society, Blackwell, Oxford, 1956, p. vii.
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
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Hobbes y los fundamentos del pensamiento internacional moderno
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Para la siguiente generación esta opinión de Laslett supuso tanto un epitafio prematuro como una saludable provocación. Ciertamente, aquellos
años, que de modo convencional se suelen enmarcar entre la conferencia inaugural de Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad” (1958), y la publicación de Una teoría de la justicia (1971) de John Rawls, anunciaron un florecimiento sin par de la teoría política que continúa hasta hoy. Del mismo
modo, durante prácticamente el mismo periodo –desde The Ancient Constitution and the Feudal Law (1957) de Pocock hasta Los fundamentos del pensamiento político moderno (1978) de Skinner–, asistimos a los inicios de un filón
singularmente fértil en la indagación en la historia de la teoría política.
El renacimiento de la historiografía del pensamiento político, sin embargo, no se vio acompañado de un resurgimiento paralelo del interés en lo que
podría llamarse la historia del pensamiento internacional3. Tal circunstancia
pudo deberse, en parte, al hecho de que los mismos estudiantes de relaciones internacionales se mostraban escépticos respecto a las perspectivas de
que tal historia pudiera ser abordada. De hecho, sólo tres años después de
que Laslett pronunciara su epitafio de la teoría política, Martin Wight, uno
de los fundadores de la llamada “escuela inglesa” de relaciones internacionales, emitió un juicio igualmente notorio sobre la tradición histórica de la
teoría internacional “como aquejada no sólo por la escasez, sino también por
la pobreza moral e intelectual”4. Pero esta provocación de Wight, a diferencia de la de Laslett, no suscitó ningún intento inmediato de historiar la teoría
de las relaciones internacionales porque, en aquel momento, la teoría política era poco receptiva a las cuestiones fundamentales de aquéllas.
Los nuevos historiadores políticos, en cambio, concentraron su atención en los aspectos domésticos de la Teoría del Estado, lo que suponía un
reflejo de sus intereses esenciales durante aquel periodo, y contribuyeron al
debate, aun abierto, entre historiadores y teóricos políticos. Así, Quentin
3
El término “pensamiento internacional” no ha tenido un uso comparable al de “pensamiento político”. Tuvo algún protagonismo en los años veinte, durante el periodo de vigencia de la Liga de Naciones, como lo prueban las obras de J. GALSWORTHY, International
Thought, Cambridge, 1923 y de F. M. STAWELL, The Growth of International Thought, Londres,
1929, pero su uso declinó y no ha reaparecido hasta muy recientemente, como, por ejemplo,
en el libro de N. G. ONUF, The Republican Legacy in International Thought, Cambridge University Press, 1998.
4
M. WIGHT, “Why is there no International Theory?”, en H. BUTTERFIELD, y M.
WIGHT (eds.), Diplomatic Investigations: Essays in the Theory of International Politics, Allen and
Unwin, Londres, 1966, p. 20.
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DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
20
David Armitage
Skinner concluyó Los Fundamentos del Pensamiento político moderno con la
afirmación de que “para principios del siglo XVII, el concepto de Estado –su
naturaleza, sus poderes, su derecho a exigir obediencia– se había convertido en el objeto de análisis más importante del pensamiento político europeo”. Para respaldar sus palabras, citaba a Thomas Hobbes, quien, en su
prefacio a De Cive (1642) escribió que “el objeto de la “ciencia civil” es “hacer una indagación más esmerada en los derechos de los Estados y los deberes de los súbditos”5.
La citada obra de Skinner examinaba desde una perspectiva histórica
cómo, precisamente, el Estado llegó a convertirse en el objeto fundamental de análisis del pensamiento político y cómo se habían sentado las bases del concepto moderno de Estado –siendo esencial para este concepto
la independencia del Estado respecto a “toda potencia externa y superior”6–. No obstante, con la excepción de un breve pero sugerente estudio
sobre las concepciones escolásticas del Derecho de las naciones, Skinner
no abordó la naturaleza del Estado y sus poderes o derechos como agente
internacional7, sino que lo definía casi enteramente en términos de sus
competencias internas; las relaciones entre los Estados, al parecer, no se
habían convertido todavía en un importante objeto de análisis político o
histórico.
Para Skinner, al igual que para la mayoría de los teóricos políticos, Hobbes fue el “primer […] teórico moderno del Estado soberano”8, en el sentido
de que era soberano sobre sus súbditos, más bien que como un soberano entre soberanos. Ciertamente, el conjunto de los propios escritos de Hobbes
justificaba esta priorización de la dimensión interna del Estado, puesto que
5
Q. SKINNER, Los fundamentos del pensamiento político moderno, trad. de J. J. Utrilla, F. C. E.,
México, 1993, vol. 2, p. 359 (la versión citada en el original es: Q. SKINNER, The Foundations of
Modern Political Thought, Cambridge University Press, 1978). “In jure civitatis, civiumque
officiis investigandis opus est” (T. HOBBES, De Cive, ed. Warrender, p. 78). Compárese
con Q. SKINNER, “From the State of Princes to the Person of the State”, en Q. SKINNER,
Visions of Politics, Cambridge University Press, 2002, vol. II: Renaissance Virtues, pp. 368-413;
Q. SKINNER, “Hobbes and the Purely Artificial Person of the State”, en Q. SKINNER, Visions
of Politics, cit., vol. III: Hobbes and Civil Science, pp. 177-208.
6
Q. SKINNER, Los fundamentos del pensamiento político moderno, cit., vol. 2, p. 360.
7
Vid. Q. SKINNER, Los fundamentos del pensamiento político moderno, cit., vol. 2, pp.
157 a 161.
8
Q. SKINNER, “'From the State of Princes to the Person of the State'” en Q. SKINNER,
Visions of Politics, cit., p. 413.
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
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Hobbes y los fundamentos del pensamiento internacional moderno
21
Hobbes tenía mucho menos que decir sobre las relaciones entre Estados de
lo que a muchos académicos –en especial a los teóricos de las relaciones internacionales– les habría gustado. En comparación con su tratamiento de los
poderes internos y los derechos del soberano, sus reflexiones sobre el Derecho de las naciones, sobre los derechos de los Estados como agentes internacionales y sobre el comportamiento de los Estados en sus interrelaciones
eran esporádicas y lacónicas. Por este motivo, los estudiosos de la teoría política de Hobbes han considerado habitualmente su teoría internacional como de interés secundario en relación con las cuestiones fundamentales de su
ciencia civil: “las relaciones externas del Leviatán se sitúan para ellos en la
periferia de la teoría de Hobbes”9.
El relativo silencio de Hobbes y sus comentaristas respecto a esta cuestión contrasta profundamente con su privilegiada posición entre los fundadores del pensamiento internacional: “ningún estudiante de teoría de las relaciones internacionales, según parece, puede permitirse desatender la
contribución de Hobbes a este campo”10. Ciertamente, entre las tipologías
convencionales de la teoría de las relaciones internacionales, Hobbes se sitúa entre Hugo Grocio e Immanuel Kant como el indiscutible líder de una
de las tres tradiciones fundamentales de la teoría internacional: la teoría
“realista” hobbesiana, la teoría “racionalista” de la solidaridad internacional
de Grocio y la teoría “revolutionista” de la sociedad internacional de Kant11.
Surge aquí un claro problema para los historiadores, los teóricos políticos y
los teóricos de las relaciones internacionales: ¿cómo se ha podido pasar tal
hecho por alto durante tanto tiempo?; y ¿cómo llegó a considerarse a Hobbes una figura fundacional en la historia del pensamiento internacional si
sus reflexiones sobre esta materia fueron tan escasas?
Entre la vasta cantidad de comentarios sobre Hobbes en su faceta de
teórico internacional no hay mucho que pueda describirse como de carácter
9
M. FORSYTH, “Thomas Hobbes and the External Relations of States”, British Journal of
International Studies, núm. 5, 1979, p. 196. Una visión un tanto distinta la ofrece D. GAUTHIER en The Logic of Leviathan: The Moral and Political Theory of Thomas Hobbes, Clarendon
Press, Oxford, 1969, pp. 207-12.
10
N. MALCOLM, “Hobbes's Theory of International Relations”, en N. MALCOLM, Aspects of Hobbes, Oxford University Press, 2002, p. 432.
11
Vid. M. WIGHT, “An Anatomy of International Thought”, Review of International Studies, núm. 13, 1987, pp. 221-27; G. WIGHT y B. PORTER, International Theory: The Three Traditions, Leicester University Press, 1991.
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DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
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David Armitage
genuinamente histórico12. Por consiguiente, la primera parte de este artículo
abordará las concepciones de Hobbes respecto a las relaciones entre Estados a
lo largo de sus escritos13. Tal como este estudio mostrará, el conjunto de la obra
de Hobbes proporciona una serie de reflexiones sobre la dimensión internacional del Estado más amplia y llena de matices de lo que suele señalarse; el hecho
de que no se haya llevado a cabo hasta ahora ningún intento para rastrear la influencia de las reflexiones de Hobbes, se debe en parte a que se ha prestado poca atención a la recepción de sus obras a partir de mediados del siglo XVIII14.
12
Además de las obras de Forsyth y de Malcolm, véase especialmente M. A. HELLER,
“The Use and Abuse of Hobbes: The State of Nature in International Relations”, en Polity,
núm. 13, 1980, págs, 21-32; H. BULL, “Hobbes and the International Anarchy”, en Social Research, núm. 48, 1981, pp. 717-38; C. NAVARI, “Hobbes and the "Hobbesian Tradition" in International Thought”, en Millennium: Journal of International Studies, núm. 11, 1982, pp. 203-22;
D. W. HANSON, “Thomas Hobbes's "Highway to Peace"”, en International Organization,
núm. 38, 1984, pp. 329-54; T. AIRAKSINEN y M. A. BERTMAN (eds.), Hobbes: War Among
Nations, Gower Press, Londres, 1989; P. CAWS (ed.), The Causes of Quarrel: Essays on Peace,
War, and Thomas Hobbes, Beacon Press, Boston, 1989; L. M. JOHNSON, Thucydides, Hobbes, and
the Interpretation of Realism, Northern Illinois University Press, DeKalb, 1993; R. MALNES,
The Hobbesian Theory of International Conflict, Scandinavian University Press, Oslo, 1993; M.
W. DOYLE, Ways of War and Peace: Realism, Liberalism, and Socialism, WW Norton, Nueva
York, 1997, pp. 111-36; D. BOUCHER, Political Theories of International Relations: From Thucydides to the Present, Oxford University Press, 1998, pp. 145-67; D. HÜNING, “Inter arma silent leges: Naturrecht, Staat und Völkerrecht bei Thomas Hobbes”', en R. VOIGT (ed.), Der Leviathan, Nomos, Baden-Baden, 1999, pp. 129-63; R. TUCK, The Rights of War and Peace: Political
Thought and the International Order from Grotius to Kant, Oxford University Press, 1999, pp.
126-39; K. AKASHI, “Hobbes's Relevance to the Modern Law of Nations”, Journal of the History of International Law, núm. 2, 2000, pp. 199-216; G. CAVALLAR, The Rights of Strangers:
Theories of International Hospitality, the Global Community, and Political Justice since Vitoria,
Ashgate, Aldershot, 2002, pp. 173-91; P. SCHRÖDER, “Natural Law, Sovereignty and International Law: A Comparative Perspective”, en I. HUNTER y D. SAUNDERS (eds.), Natural
Law and Civil Sovereignty: Moral Right and State Authority in Early Modern Political Thought, Palgrave, Basingstoke, 2002, pp. 204-18; H. WILLIAMS, Kant's Critique of Hobbes: Sovereignty and
Cosmopolitanism, University of Wales Press, Cardiff, 2003; C. COVELL, Hobbes, Realism and the
Tradition of International Law, Palgrave, Basingstoke, 2004.
13
Este trabajo recoge sólo las citas directas de Hobbes. Cualquier estudio completo sobre su visión de las relaciones internacionales debería incluir también sus traducciones de las
cartas de Fulgenzio MICANZIO al segundo Conde de Devonshire sobre asuntos internacionales (1615-26), Chatsworth, Hobbes MS 73.Aa, transcritas en la Biblioteca Británica, Additional MS 11309, y de TUCÍDIDES, Eight Bookes of the Peloponnesian Warre (Londres, 1629).
14
No ha aparecido todavía ningún análisis completo sobre la recepción de la obra de
Hobbes a finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX comparable al de N. MALCOLM, “Hobbes
and the European Republic of Letters”, en N. MALCOLM, Aspects of Hobbes, cit., pp. 457-545, o
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Número 15, Época II, junio 2006, pp. 17-46
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Hobbes y los fundamentos del pensamiento internacional moderno
23
La segunda parte del artículo se centrará, por tanto, en la pervivencia del
pensamiento internacional de Hobbes desde el siglo XVII hasta el XX para
mostrar cuán reciente es la adopción de Hobbes como un –si no el– teórico
de la anarquía internacional.
La primera manifestación sobre la cuestión de las relaciones internacionales atribuible a Hobbes procede del “Discourse of Laws”, incluida en Horae Subsecivae (1620), un conjunto de ensayos atribuidos a su discípulo
William Cavendish, que se convertiría en el segundo Conde de Devonshire.
En ellos el autor (que el análisis estilométrico ha sugerido que puede tratarse del propio Hobbes)15 proporcionaba la siguiente definición, absolutamente convencional, de los “tres tipos de Derecho que conciernen a los hombres,
cada uno más estricto que el otro”:
“El Derecho natural, que compartimos con todas las demás criaturas vivientes. El Derecho de las naciones, que es común a todos los hombres en general;
y el Derecho interno de cada nación, que es peculiar y propio a este o aquel
país, así como el nuestro lo es de nosotros, los ingleses. El Derecho natural,
que es la base o fundamento de los demás, nos enseña ciertos comportamientos
que son comunes a cada criatura viviente, y no sólo a los hombres, como, por
ejemplo, la asociación de los distintos sexos, que llamamos matrimonio, la procreación, la cría de la descendencia, y otros similares; estos comportamientos
son propios de todas las criaturas vivientes, incluidos nosotros. El Derecho de
las naciones son esas normas que la razón ha prescrito para todos los hombres
en general, y como tales, todas las naciones observan en sus relaciones mutuas
por considerarlo justo”16.
Esta definición era convencional porque estaba extraída casi palabra
por palabra de las páginas iniciales del Digesto del Derecho romano, cuyo
primer párrafo distinguía entre Derecho público (que se ocupaba de los
asuntos religiosos, del sacerdocio y de los cargos públicos) y Derecho privado; a continuación dividía el Derecho privado en tres partes: el ius naturale,
el ius gentium y el ius civile (collectum etenim est ex naturalibus praeceptis aut
gentium aut civilibus). En palabras que serían seguidas al pie de la letra por el
14
al de Y. GLAZIOU, Hobbes en France au XVIIIe siècle, P.U.F., Paris, 1993; aunque también merecen la pena ser revisados los siguientes: M. FRANCIS, “The Nineteenth-Century Theory of
Sovereignty and Thomas Hobbes”, en History of Political Thought, núm. 1, 1980, pp. 517-40;
R. TUCK, Hobbes, Oxford Paperbacks, 1989, pp. 96-98; y James E., CRIMMINS, “Bentham and
Hobbes: An Issue of Influence”, en Journal of the History of Ideas, núm. 63, 2002, pp. 677-96.
15
Vid. N. B. REYNOLDS y J. L. HILTON, “Thomas Hobbes and the Authorship of the
Horae Subsecivae”, en History of Political Thought, núm. 14, 1994, pp. 361-80.
16
Horae Subsecivae. Observations and Discourses, Londres, 1620, pp. 517-18.
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autor del “Discourse of Laws”, se proclamaba que el ius naturale es común a
todos los animales y de él procede el matrimonio, la procreación y el cuidado de los niños, mientras que el ius gentium, “el Derecho de las naciones es el
que todos los seres humanos observan”. El origen del ius naturale era el instinto; el del ius gentium, el pacto humano. Por tanto, obligaban a los seres
humanos de distinta forma. Se podía, así, concluir respecto al ius gentium
“que puede entenderse fácilmente que se distingue del natural porque el natural es común a todos los animales y el de gentes únicamente a los hombres
entre sí”.'17. Aunque ambos podían ser distinguidos del ius civile, el Derecho
interno de las comunidades particulares, el ius gentium no podía ser asimilado al ius naturale. Más adelante, la teoría medieval del Derecho natural se
basaría en esta tricotomía con su fundamental distinción entre éste y el Derecho de las naciones18.
Las definiciones del Derecho natural y del de las naciones que aparecen
en Horae Subsecivae contrastan marcadamente con la que sería la postura habitual de Hobbes en sus obras posteriores, tales como los Elementos de Derecho natural y político (1640), El ciudadano (1642) o el Leviatán (1651; 1668). Así,
si el citado pasaje del “Discourse of Laws” puede atribuirse a Hobbes, entonces su posterior tratamiento del Derecho natural y del Derecho de las naciones suponía una evidente ruptura con esta temprana definición triádica19.
Ciertamente, la concepción madura de Hobbes del Derecho de las naciones
presentaba tres diferencias básicas con la ofrecida en el “Discourse of
Laws”: primero, derivaba el Derecho natural únicamente de la razón; se17
El Digesto de Justiniano, versión castellana de A. D’ORS, F. HERNÁNDEZ, P. FUENTESECA, M. GARCÍA-CARRILLO y J. BURRILLO, Aranzadi, Pamplona, 1968-1975, Tomo I,
p. 45: 'Ius gentium est quo, gentes humanae utuntur. quod a naturali recedere facile intellegere licet,
quia illud omnibus animalibus, hoc solis hominibus inter se commune sit'; Max Kaser, Ius gentium
(Cologne, 1993), 64-70. Este pasaje es habitualmente atribuido a Ulpiano.
18
Vid. M. SCATTOLA, “Before and After Natural Law: Models of Natural Law in Ancient and Modern Times”, en T. J. HOCHSTRASSER y P. SCHRÖDER (eds.), Early Modern
Natural Law Theories: Contexts and Strategies in the Early Enlightenment, Kluwer, Dordrecht,
2003, pp. 10-11.
19
El hecho de que estas palabras estén tomadas literalmente del Digesto, hace imposible
el tipo de análisis realizado por REINOLDS y HILTON en “Thomas Hobbes and the Authorship of the Horae Subsecivae”, en T. HOBBES, Three Discourses: A Critical Modern Edition of a
Newly Identified Work of the Young Hobbes, editado por Noel B. Reynolds y Arlene W. Saxonhouse, University Of Chicago Press, 1995, donde se aporta poca información sobre las fuentes
de los discursos y, por ende, ninguna indicación de si otros pasajes podrían haber sido también parafraseados.
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gundo, distinguía claramente entre el Derecho natural (law of nature) y el
derecho de la naturaleza (right of nature) –una distinción que algunos escritores posteriores, tales como Samuel Pufendorf, no observarían tan escrupulosamente como Hobbes–; y, tercero, reducía el Derecho de las naciones al
Derecho natural.
Las formulaciones posteriores de Hobbes eran mucho más cercanas a la
definición del jurista Gayo, que aparece también en el primer capítulo del
Digesto, donde distinguía entre ius civile, propio de cada sociedad particular,
y “el que la razón natural establece entre todos los hombres […] se observa
con carácter general por todos los pueblos […] llamado ius gentium, es decir,
como si fuese el Derecho que utiliza todo el mundo” 20. Nos encontramos,
así, ante una taxonomía dicótoma del Derecho en la que el Derecho natural
se aplicaba tanto a los individuos como a las comunidades políticas y el Derecho civil se distinguía de aquél como los mandatos positivos de los soberanos. El uso por parte de Hobbes de la distinción entre Derecho de las naciones y Derecho civil ayudaría a crear dos tradiciones enfrentadas que le
considerarían el fundador tanto de la disciplina del Derecho natural y del de
las naciones de los siglos XVII y XVIII como del positivismo jurídico del siglo XIX. Su posterior reputación como opositor del Derecho internacional y
como teórico de la anarquía internacional nacería de estas concepciones enfrentadas que lo veían a la vez como naturalista y como positivista, dependiendo de si era considerado un teórico del Derecho internacional o un teórico político.
En su primera manifestación madurada sobre el Derecho de las naciones –expuesta en sus Elementos de Derecho–, Hobbes denunciaba que hasta
entonces los teóricos del Derecho natural no habían logrado ponerse de
acuerdo sobre si éste representaba “el consentimiento de todas las naciones
o el de las más sabias y civilizadas de ellas” o “el consentimiento de toda la
humanidad”, porque “no hay acuerdo sobre quién ha de juzgar qué naciones son las más sabias”. A su juicio, por tanto, “no puede haber […] otro Derecho natural que la razón, ni otros preceptos naturales que aquéllos que
nos indican los caminos de la paz”. Más adelante, sostenía que “derecho
(ius) es esa libertad que la ley nos deja; y las leyes (leges) esas restricciones en
virtud de las cuales acordamos limitarnos la libertad mutuamente”, antes de
20
GAYO, Instituciones, trad. de M. Abellán, J.A. Arias, J. Iglesias-Redondo y J. Roset, Civitas, Madrid, 1985, p. 31.
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aplicar esa distinción a una división tripartita del Derecho absolutamente
diferente a la encontrada en el Digesto y en Horae Subsecivae: “sea lo que fuera lo que haga en virtud del Derecho un hombre que vive en un Estado, lo
hace en virtud del jure civili, jure naturae y jure divino”. Esta división omitía el
Derecho de las naciones como estrictamente irrelevante para los asuntos internos de un Estado y para sus ciudadanos como individuos y lo sustituía
por el ius divinum como tercera fuente de obligación en la sociedad civil. Los
individuos no son los sujetos del ius gentium; lo son los Estados en su condición de personas artificiales. El ius gentium, por tanto, sólo aparecía como
una idea tardía en la última frase de los Elementos de Derecho natural y político: “Todo esto puede decirse en lo que se refiere a los elementos y bases generales del Derecho natural y político. En cuanto al Derecho de las naciones,
es lo mismo que el Derecho natural, pues lo que era ley natural entre los
hombres, antes de constituirse la comunidad, es después la ley de las naciones entre soberano y soberano”21.
Hobbes desarrolló esta tesis, más bien superficial, en El ciudadano, un trabajo cuyos temas centrales –los deberes de los hombres, primero como hombres,
luego como ciudadanos y por último como cristianos– definió como los constitutivos “no sólo de los elementos del Derecho natural y de gentes (iuris naturalis
gentiumque elementa) y el origen de la fuerza de la justicia, sino también de la
esencia de la religión cristiana”22. Aquí Hobbes elaboró su definición de Derecho natural en su aplicación primero a los individuos y luego a los Estados:
“La [ley] natural, a su vez, se puede dividir en natural de los hombres, la única
que merece llamarse ley natural, y la natural de los Estados, que puede llamarse
ley de gentes (lex Gentium), pero que generalmente se llama derecho de gentes (ius
Gentium). Los preceptos de ambas son los mismos: pero dado que los Estados, una
vez instituidos, adoptan propiedades personales de los hombres, a la ley que, hablando del deber de cada hombre, llamamos natural, al aplicarla a los Estados enteros, naciones o gentes, se le llama derecho de gentes. Los elementos de la ley y del
derecho natural tratados hasta aquí, si se aplican a Estados o naciones enteras, se
pueden tomar como elementos de las leyes y del derecho de gentes (Et quae legis &
iuris naturalis Elementa hactenus tradita sunt, translata ad civitates et gentes integras, pro legum et iuris Gentium Elementis sumi possunt)”23.
21
T. HOBBES, Elementos de Derecho natural y político, trad. de D. Negro Pavón, C.E.C.,
Madrid, 1979, p. 369 (la versión utilizada en el original es T. HOBBES, The Elements of Law,
Natural and Politic, edición de Ferdinand Tönnies, Frank Cass, Londres, 1969).
22
T. HOBBES, El ciudadano, cit., p. 5.
23
T. HOBBES, El ciudadano, cit., pp. 124 y 125.
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Ésta es la explicación más clara que Hobbes ofrecería nunca de su razón
fundamental para identificar el Derecho de las naciones con el Derecho natural. En el Leviatán solamente diría que “por lo que se refiere a las funciones
de un soberano con respecto a otro soberano, las cuales están comprendidas
bajo la ley comúnmente denominada ley de las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las naciones y la ley de la naturaleza son
una y la misma cosa”, en la medida en que “cada soberano tiene el mismo
derecho en procurar la seguridad de su pueblo que el que pueda tener cualquier individuo particular en procurar la seguridad de su propio cuerpo”24.
De este modo, expresó aquí implícitamente lo que había escrito de manera
explícita en El ciudadano: que el Estado, una vez constituido como persona
artificial, adquiría las características y potestades de los individuos, asustados y facultados para autodefenderse, que lo instauraron. No obstante, no
sugería necesariamente que pudiera darse por sentado que los individuos
en el estado de naturaleza poseyeran “las características de los Estados soberanos”25; la analogía entre individuos preciviles y Estados era imperfecta y
sólo tenía sentido para Hobbes una vez que éstos se habían constituido como personas. En cualquier caso, describir a los individuos como poseedores
de las características de los Estados suponía eludir la cuestión de qué características poseerían, de hecho, los mismos.
Cuando Hobbes formuló la teoría definitiva sobre la relación entre el
Derecho natural y el Derecho de las naciones en su versión latina del Leviatán (1668), repitió que ambos son lo mismo (idem sunt) y amplió la definición que había ofrecido en la versión inglesa afirmando que “cuanto un particular pudiera hacer antes de que se constituyeran los Estados, un Estado
puede hacerlo conforme al ius gentium”26. Lo que podía hacer exactamente
un Estado, por su parte, –afirmaba– podía encontrarse en la lista de las leyes
naturales que había consignado previamente, dejando así que sus lectores
determinaran los derechos de los Estados en el estado de naturaleza, aun24
Vid. T. HOBBES, Leviatán. La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, trad.
de Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 299 (la versión utilizada en el original
es: T. HOBBES, Leviathan, ed. de Richard Tuck, Cambridge University Press, 1996).
25
R. TUCK, The Rights of War and Peace, cit., p. 129.
26
“De officiis summorum imperantium versus se invicem nihil dicam, nisi quod contineatur in
legibus supra commemoratis. Nam jus gentium et jus naturae idem sunt. Quod potuit fieri ante civitates constitutas a quolibet homine, idem fieri potest per jus gentium a qualibet civitate […]” (T. HOBBES, Leviathan (1668), en Thomae Hobbes Malmesburiensis Opera Philosophica Quae Latine Scripsit
Omnia, edición de Sir William Molesworth, 5 vols. Londres, 1839-45, III, p. 253).
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que sin reconocer que su relación había cambiado con el tiempo. Por ejemplo, en los Elementos de Derecho, Hobbes había especificado (como la duodécima ley natural), “que los hombres permitan indiferentemente el tráfico y
el comercio mutuo”, e ilustró el principio con el ejemplo (también usado antes por Grocio en el mismo sentido) de la guerra entre Atenas y Megara27.
Sin embargo, las posteriores enumeraciones de las leyes naturales en El ciudadano y en el Leviatán omitieron, sin dar explicaciones, esta condición de
que el comercio no debe ser obstaculizado. En cambio, la decimotercera ley
natural –“que todos los mensajeros de paz, que se dedican como tales a procurar y mantener la amistad entre los hombres, puedan ir y venir con seguridad”– sí se reiteraba en las enumeraciones posteriores; incluso en El ciudadano era una de las escasas leyes naturales que no encontraba equivalente en
el Derecho divino28. Puede que Hobbes hubiera llegado a pensar que el derecho al libre comercio no necesitaba de regulación propia, una vez que se
había proclamado la ley genérica de tratar a todos los demás del mismo modo, pero, en cualquier caso, creía que no tenía sentido en el estado de naturaleza, donde “no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso
de productos que podrían importarse por mar”29. Hobbes, por tanto, acomodó su concepción del Derecho de las naciones a la del Derecho natural: lo
que no podía ser demandado legítimamente (o factiblemente) por los individuos en el estado de naturaleza, difícilmente podía serlo por los Estados en
sus relaciones mutuas.
Era sobre la base de su asimilación del Derecho de las naciones al Derecho natural como Hobbes identificaba el ámbito de las relaciones internacionales con el estado de naturaleza. Ciertamente, aparte de “los pueblos salvajes de muchos lugares de América”, los Estados, en sus relaciones mutuas,
ponían de manifiesto la más acusada y perdurable prueba de la existencia
de ese estado de naturaleza30. Hobbes parece haber hecho ese descubrimiento en el intervalo entre sus Elementos de Derecho y El ciudadano. Así, en la primera de estas obras, su análisis de los fundamentos de las relaciones internacionales era tan superficial como su tratamiento del ius gentium. Hobbes
se limitaba a considerar el ius in bello como un asunto expresamente perso27
Vid. T. HOBBES, Elementos de Derecho natural y político, cit., p. 226.
Vid. T. HOBBES, De Cive, ed. Warrender, p. 115; T. HOBBES, El ciudadano, cit., p. 38; T.
HOBBES, Leviatán, cit., p. 140 (donde es la décimo quinta ley de la naturaleza).
29
T. HOBBES, Leviatán, cit., p. 115.
30
Vid. T. HOBBES, Leviatán, cit., p. 116.
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nal: “hay poco que decir con respecto a las leyes que los hombres deben observar recíprocamente en tiempo de guerra, en el cual son la existencia y el
bienestar lo que rige sus acciones”. Ahora bien, más allá de esto, su examen
de los Estados como agentes internacionales era descriptivo más que normativo y se refería sólo a “los medios para reclutar soldados y disponer de
dinero, armas, barcos y plazas fortificadas listas para la defensa y, además,
evitar las guerras innecesarias”31.
En El ciudadano, en cambio, Hobbes ofrecía ya por primera vez la gama
completa de características descriptivas y normativas de los Estados como
agentes internacionales que también se encontraría, con algunas modificaciones y desarrollo, en el Leviatán. Para responder a las criticas de que había
sobreestimado la preeminencia del miedo como el motivo fundamental del
comportamiento humano en el estado de naturaleza, Hobbes aducía la
prueba de las relaciones entre los Estados, que “suelen proteger su territorio
con tropas y sus ciudades con murallas por miedo a los Estados vecinos”;
“todos los Estados e individuos se comportan de este modo, y así reconocen
su miedo y desconfían de los demás”. Este aprensivo afán de autodefensa
definía la naturaleza misma de los Estados cuando eran observados desde
fuera: “¿y qué otra cosa son muchos Estados sino otros tantos campamentos
protegidos unos de otros con fortalezas y con armas (totidem castra praesidiis
et armis contra se invicem munita), cuya situación […] ha de equipararse al estado de naturaleza, esto es, al estado de guerra?”. Así, Hobbes concluía que
“para mantener un ánimo hostil basta que exista la desconfianza, que las
fronteras de los Estados, de los reinos o de los imperios estén armadas con
fortalezas, o que se miren mutuamente con actitud y gesto de gladiadores
(statu vultuque gladiatorio) como enemigos, aunque no se hieran”32.
En el Leviatán, esta imagen se convertiría en una prueba más decisiva
aun de la existencia del estado de naturaleza: “aunque no hubiese habido
ninguna época en la que los individuos estuvieran en una situación de guerra de todos contra todos, es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y
las personas que poseen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y
disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamen31
T. HOBBES, Elementos de Derecho natural y político, cit., pp. 244 y 360.
T. HOBBES, El ciudadano, cit., pp. 17, 98 y 187. La fuente de información sobre los gladiadores más fácilmente accesible para Hobbes seguramente habría sido Justus LIPSIUS, Saturnalium Sermonum libri duo, Qui de Gladiatoribus (Amberes, 1585 y ediciones posteriores).
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te, es decir, con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos constantemente, en una actitud
belicosa”33. De este modo, no podía haber esperanza de paz entre los Estados, como el jurista explicaba en la obra de Hobbes Diálogo entre un filósofo y
un jurista (1666), “no habéis de esperar semejante paz entre dos naciones,
porque no hay en este mundo ningún poder común para castigar la injusticia que puedan cometer. El mutuo temor puede mantenerlas en calma por
un cierto tiempo; pero a la menor ventaja visible se invadirán la una a la
otra”34. Sin embargo, Hobbes no dedujo de esta postura de hostilidad que el
miedo mutuo diera lugar a un Leviatán internacional que liberara los Estados de los peligros del estado de naturaleza, tal y como la institución del soberano había liberado a los individuos de esos peligros. Los dos supuestos
eran incomparables porque “como [los soberanos] con estos medios protegen la industria de sus súbditos, no se sigue de esta situación la miseria que
acompaña a los individuos dejados en un régimen de libertad”35. De modo
que como el estado de naturaleza internacional no era equivalente al interpersonal, aquél no era susceptible de remedios similares para superar sus
inconvenientes36.
Las dispersas reflexiones de Hobbes sobre el Derecho de las naciones,
sobre el comportamiento de los Estados y sobre las relaciones entre ellos,
dieron lugar a dos importantes concepciones diferenciadas con las que se
asociaría su nombre en el posterior pensamiento sobre las relaciones internacionales. La primera, y fundamental, era que el Derecho de las naciones
era simplemente el Derecho natural aplicado a los Estados. La segunda, y
habitualmente considerada como más característicamente hobbesiana, era
que el ámbito internacional es un estado de naturaleza habitado por agentes
competitivos y atemorizados. Estos dos conceptos no podían encontrarse
juntos en las obras de Hobbes anteriores a El ciudadano, ni los desarrolló ni
aclaró después de que aparecieran en el Leviatán, salvo en su posterior tra33
T. HOBBES, Leviatán, cit., p. 116.
T. HOBBES, Diálogo entre un filósofo y un jurista, trad. de M. A. Rodilla, Tecnos, Madrid, 1992, p. 8 (la versión utilizada en el original es T. HOBBES, A Dialogue Between a Philosopher and a Student of the Common Laws of England, edición de Joseph Cropsey, University of
Chicago Press, 1971).
35
T. HOBBES, Leviatán, cit., p. 117.
36
Vid. M. A. HELLER, “The Use and Abuse of Hobbes”, cit.; S. J. HOEKSTRA, “The
Savage, the Citizen, and the Foole: The Compulsion for Civil Society in the Philosophy of
Thomas Hobbes” tesis doctoral no publicada, Universidad de Oxford, 1998, pp. 69-84.
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ducción al latín en 1668. El hecho de que no las expusiera sistemáticamente
dio lugar a tres duraderas consecuencias para su reputación y para la recepción de su filosofía política. La primera, que surgió por primera vez en el siglo XVII, fue que se acentuó la división entre naturalismo y positivismo en
el Derecho internacional. La segunda, que emergió en los siglos XVIII y XIX,
fue la distinción entre sus concepciones del Derecho de las naciones y del estado de naturaleza internacional. La tercera, que se originó a partir de las
dos anteriores en el siglo XX, supuso la identificación de Hobbes como el
teórico clásico de la anarquía internacional. Esta última es la más reciente y
la más contingente, pero sigue constituyendo la base de la reputación de
Hobbes como teórico de las relaciones internacionales.
Por otro lado, la reacción positivista al naturalismo de Hobbes surgió incluso antes de la aparición del Leviatán, con la publicación en 1650 de Iuris et
Iudicii Faecialis, sive Iuris Inter Gentes, escrito por el profesor monárquico de
Derecho civil de la Universidad de Oxford Richard Zouche. La reputación
de Zouche como “el primer auténtico positivista” en la historia del Derecho
internacional se debe a su distinción entre el ius gentium y el ius inter gentes37.
El ius gentium comprendía todos aquellos elementos comunes a las leyes de
diversas naciones, tales como las distinciones entre libertad y esclavitud o
propiedad privada y pública. Este Derecho de las naciones debía distinguirse
del Derecho entre las naciones, el ius inter gentes, que se refería a las normas
que diferentes pueblos o naciones observaban en sus relaciones mutuas, tales como las leyes de la guerra y del comercio38. Conforme a esta definición,
el ius inter gentes era el producto de la convención y del acuerdo y no derivaba de ninguna otra fuente del Derecho, natural o divino. No obstante, en
una previa versión manuscrita de su tratado, Zouche había definido inicialmente el ius inter gentes como aquél que es común entre distintos soberanos
o pueblos y que deriva de los preceptos de Dios, la naturaleza o las naciones; una definición que procedía de la que Gayo expusiera en el Digesto39.
Era evidente que Zouche había cambiado su opinión respecto a la definición
del ius inter gentes y había creído necesario distinguirlo tanto del ius gentium
37
Vid. A. NUSSBAUM, A Concise History of the Law of Nations, MacMillan, Nueva York,
1947, p. 122.
38
Vid. R. ZOUCHE, Iuris et Iudicii Faecialis, sive, Iuris Inter Gentes, Oxford, 1650, p. 3.
39
"Ius inter Gentes est quod in Communione inter diversos Principis vel populos obtinet, et deducitur ab Institutis divinis, Naturae et Gentium" R. ZOUCHE, Iuris Faecialis. Sive
Juris et Judicii inter Gentes Explicatio, BL, Add. MS 48190, fol. 14r.
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como del ius naturae. El motivo para tal cambio parece haber sido la lectura
de las tesis hobbesianas sobre el Derecho natural y el de las naciones. No
hay evidencia de que Zouche hubiera leído ninguno de los trabajos de Hobbes cuando compuso la versión manuscrita del Iuris Faecialis, pero en el primer capítulo de su versión impresa sí aparecía citado a pié de página El ciudadano40. Puede, por tanto, que Zouche haya sido el primer teórico legal en
rebatir la identificación de Hobbes del Derecho de las naciones con el Derecho natural.
Dentro de la posterior tradición del iusnaturalismo, de Pufendorf a Vattel y más adelante, Hobbes sería aclamado como un innovador esencial sobre la base de esta fusión. Para finales del siglo XVIII, la relación entre estos
dos tipos de Derecho aparecería como la cuestión primordial a la hora de
determinar el fundamento de la obligación misma. Como señaló en 1795 Robert Ward, el primer historiador anglófono del Derecho de las naciones: “en
general […] los grandes puntos de diferencia relacionados con el modo de
su estructura, parecen resumirse en esto: si el Derecho de las naciones es
simplemente el Derecho natural en lo que respecta al hombre, y nada más; o
si no cuenta con ciertas instituciones positivas fundadas en el consentimiento”. Ward tomó a Hobbes, Pufendorf y Burlamaqui como los principales
partidarios de la primera postura; en tanto que, a su juicio, Suárez, Grotius
Huber, Bynkershoek “y en general los autores más recientes, defienden la
segunda”41. Pufendorf preguntó, “¿existe o no algo tal como un Derecho de
las naciones particular y positivo, diferente al Derecho natural?”; e inmediatamente respondió a su propia pregunta citando El ciudadano: “así, el Sr. Hobbes
divide el Derecho natural en Derecho natural de los hombres y Derecho natural de los Estados, comúnmente llamado Derecho de las naciones. Él observa que los preceptos de ambos son los mismos […] Nosotros, por nuestra
parte, suscribimos de buena gana esta opinión”42. Y Burlamaqui coincidía,
tras citar el mismo pasaje de El ciudadano: “no hay lugar para cuestionar la
40
R. ZOUCHE, Iuris et Iudicii Faecialis, sive, Iuris Inter Gentes, cit., p. 3.
R. WARD, An Enquiry into the Foundation and History of the Law of Nations in Europe,
From the Time of the Greeks and Romans, to the Age of Grotius, 2 vols., Londres, 1795, I, 4.
42
S. PUFENDORF, Of the Law of Nature and Nations (1672), edición de Basil Kennett,
Londres, 1729, pp. 149-50 (De Jure Naturae et Gentium, II. 3. 23); compárese con R. SHARROCK,
Hypothesis Ethike, De Officiis Secundum Naturae Ius, Oxford, 1660, p. 229; S. RACHEL, De Jure
Naturae et Gentium Dissertationes, Kiel, 1676, p. 306; Wilson, James, 'Lectures on Law', en The
Works of James Wilson, edición de Robert Green McCloskey, 2 vols. Belknap Press of Harvard
University Press, Cambridge, 1967, I, 151 (citando a Pufendorf).
41
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33
realidad y certeza de tal Derecho de las naciones, obligatorio por su propia
naturaleza, y al cual las naciones, o los soberanos que las gobiernan, deberían someterse”43. Para cuando Emer de Vattel publicó su Droit des gens en
1758, las tesis de Hobbes eran ya consideradas como fundamentales, si bien
no eran incontrovertidas: “Hobbes […] fue el primero, que yo sepa, en darnos una idea distinta aunque imperfecta del Derecho de las naciones […]. Su
afirmación de que el Derecho de las naciones es el Derecho natural aplicado
a los Estados o naciones es sólida. Pero […] se equivocó al pensar que el Derecho natural no experimentaba necesariamente ningún cambio al ser aplicado”44.
Por su parte, antes del siglo XX, la concepción hobbesiana del estado de
naturaleza internacional dio lugar a muchos menos comentarios y aprobación que su concepción naturalista del Derecho de las naciones45. Sus primeros críticos habían atacado su concepción del estado interpersonal de naturaleza basándose en que hacía suposiciones insostenibles respecto a la
motivación humana (tal y como Grocio alegó por primera vez) o que retrotraía características del estado civil de la humanidad al estado pre-civil (tal y
como Montesquieu denunció, anticipándose a Rousseau)46. Sin embargo, éstos no alegaron que su concepción de las relaciones entre Estados fuera ne43
J. J. BURLAMAQUI, The Principles of Natural Law, trad. de Thomas Nugent, Londres,
1748), pp. 195-96 (Les Principes du droit naturel, VI. 5).
44
E. DE VATTEL, The Law of Nations or the Principles of Natural Law Applied to the Conduct
and to the Affairs of Nations and of Sovereigns, trad. de Charles G. Fenwick, Washington, DC,
1916, 5a-6a (Le Droit des gens, 'Preface'); E. JOUANNET, Emer de Vattel et l'émergence doctrinale
du droit international classique, Pedone, París, 1998, pp. 39-52.
45
Los comentarios favorables de Leibniz a la imagen de las relaciones interestatales
como similares a las de los gladiadores supusieron una distinguida excepción (vid. G. W.
LEIBNIZ, Codex Iuris Gentium, 'Praefatio' en Leibniz: Political Writings, edición de Patrick Riley, Cambridge University Press, 1988, p. 166.
46
'Putat inter homines omnes a nature esse bellum et alia quaedam habet nostris non congruentia': Hugo Grocio a Willem de Groot, 11 de abril de 1643, en Briefwisseling van Hugo Grotius,
edición de P. C. Molhuysen, B. L. Meulenbroek y H. J. M. Nellen, 17 vols., La Haya, 19282001, vol. XIV, p. 199; « Hobbes se pregunta: por qué los hombres van siempre armados si no
son guerreros por naturaleza, y por qué tienen llaves para cerrar sus casas ? Con ello no se da
cuenta de que atribuye a los hombres, antes de establecerse las sociedades, posibilidades que
no pueden darse hasta después de haberse establecido, por no existir motivos para atacarse o
para defenderse » (MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 2002, p. 9; la versión citada en el original MONTESQUIEU, L'Esprit des
Lois, ed. R. Derathé, Garnier, Paris, 1973.
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cesariamente incorrecta por los mismos motivos que lo era su opinión respecto a las relaciones entre individuos atomizados. De hecho, la misma
superficialidad del estudio empírico de Hobbes respecto a las relaciones internacionales contribuyó a favorecer un silencio de casi dos siglos sobre la
cuestión. A lo largo del siglo XIX, ni los primeros manuales sobre relaciones
internacionales ni los primeros estudios sobre el pensamiento de Hobbes
vieron necesario tratarlo como teórico internacional; no aparecía, por ejemplo, junto a Grocio y Pufendorf en el texto norteamericano más comúnmente utilizado sobre relaciones internacionales durante el siglo XIX, la Introduction to the Study of International Law (1860) de Theodore Woolsey, una obra
que sería también fundamental para la disciplina emergente de la ciencia
política en los Estados Unidos47. Igualmente, ninguno de los estudiosos británicos de Hobbes del siglo XIX mencionaron siquiera sus reflexiones sobre
las relaciones internacionales o el Derecho de las naciones48, en tanto que
hasta la segunda edición del estudio de Ferdinand Tönnies sobre Hobbes,
en 191249, no aparecieron algunas alusiones superficiales a sus opiniones sobre el Völkerrecht.
En efecto, Hobbes sólo empezó a ser considerado como un teórico de la
anarquía internacional una vez que surgió un consenso sobre el hecho de
que el ámbito de las relaciones internacionales era ciertamente anárquico.
Este consenso fue el producto de la evolución interna, durante el siglo XIX y
principios del XX, de las incipientes disciplinas modernas de Ciencia Política y Derecho Internacional50 y se basaba en una serie de proposiciones, cada
una de las cuales debía ser fundamentada antes de que el “discurso de la
anarquía” pudiera ser considerado como plausible y coherente. Primero, debía aceptarse que los ámbitos interno e internacional eran analíticamente
distintos; y, después, debían identificarse y distinguirse las normas relevan47
Vid. T. D. WOOLSEY, Introduction to the Study of International Law, Devised as an Aid in
Teaching, and in Historical Studies, Boston, 1860; B. C. SCHMIDT, The Political Discourse of
Anarchy: A Disciplinary History of International Relations, State of New York Press, Albany, pp.
52-54.
48
Vid. W. WHEWELL, Lectures on the History of Moral Philosophy in England, Londres,
1852, pp. 14-35; F. D. MAURICE, Modern Philosophy, Londres, 1862, pp. 235-90; G. C. ROBERTSON, Hobbes, Edimburgo, 1886; J. F. STEPHEN, Horae Sabbaticae, Londres, 1892, pp. 1-70; L.
STEPHEN, Hobbes, Londres, 1904.
49
Vid. F. TÖNNIES, Hobbes, Leben und Lehre, Stuttgart, 1896; F. TÖNNIES, Thomas Hobbes, der Man und der Denker, Osterwieck, 1912.
50
Vid. B. C. SCHMIDT, The Political Discourse of Anarchy, cit., caps. 3 y 5.
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tes a cada ámbito. Sobre estas premisas, podría argüirse que los Estados en
sus relaciones internacionales no estaban constreñidos por ningún tipo de
normas equivalentes formal u obligatoriamente a las que aplicaban a sus
propios súbditos; los Estados eran, por tanto, independientes, no sólo unos
de otros, sino de cualquier superior a ellos. Y precisamente, a fuer de ser
atomistas, sus relaciones eran antagonistas: en ausencia de cualquier autoridad externa, sus relaciones estaban regidas sólo por la fuerza, estableciéndose, por tanto, entre ellos una relación de agentes competitivos dentro de un
estado de naturaleza internacional. Sin embargo, la identificación hobbesiana del Derecho natural con el Derecho de las naciones no resistiría una distinción analítica tan abrupta entre las esferas interna y externa. Aunque admitía que la inseguridad de los individuos en el estado de naturaleza era
incomparable a la creada por la rivalidad entre soberanos, Hobbes aceptaba
una analogía esencial entre las relaciones entre individuos y las relaciones
entre Estados como personas internacionales.
La concepción hobbesiana del Derecho civil condujo a conclusiones
muy distintas respeto a la separación entre los asuntos internos y externos y
respecto a la naturaleza de las relaciones internacionales. La segunda generación de utilitaristas ingleses y sus herederos del siglo XIX no consideraban
a Hobbes como el fundador del iusnaturalismo internacional, sino como el
padrino del positivismo jurídico, esto es, de la concepción del Derecho como
un mandato “impuesto por los superiores políticos a los inferiores políticos”, tal y como señaló su admirador John Austin. Juzgado conforme a esta
definición estrictamente antinaturalista de Derecho, lo que había venido a
llamarse “Derecho internacional” no podía ser llamado Derecho en absoluto
porque no procedía de una autoridad superior; no era, por tanto, más que lo
que Austin describió como “moralidad positiva internacional”51. Los Estados, en sus relaciones mutuas, no estaban constreñidos por ninguna autoridad superior porque las normas de las esferas internacional e interna eran
distintas e inconmensurables. Dentro de una tradición de positivismo jurídico que debía más a Hegel que a Austin, Hobbes aparecía igualmente como
un crítico del Derecho internacional y como un defensor de la división entre
lo externo y lo interno; en palabras de Carl Schmitt, un siglo después de
Austin: “el Estado establece su orden dentro de él mismo, no fuera […] Hobbes fue el primero en señalar expresamente que en el Derecho internacio51
J. AUSTIN, The Province of Jurisprudence Determined, edición de Wilfrid E. Rumble,
Cambridge University Press, 1995, pp. 19, 112, 171, 229-33.
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nal los Estados se relacionan entre sí en un estado de naturaleza. […] La seguridad sólo existe en el interior del Estado (extra civitatem nulla securitas)”52.
No obstante, Hobbes no inspiró directamente la concepción de las relaciones entre Estados como esencialmente anárquicas; fueron, más bien, los defensores de un “discurso de la anarquía” en las relaciones internacionales
quienes invocaron a Hobbes para apoyar su teoría, en tanto que los detractores de este discurso, del mismo modo, recurrieron a él para desacreditarlo53.
Los teóricos jurídicos del Estado argüían que “el aislamiento teórico es la principal condición de su existencia como Estado y su independencia política es
uno de sus atributos esenciales. A esto es a lo que Hobbes se refería cuando
sostenía que, en sus relaciones mutuas, se debe concebir a los Estados como
viviendo en un estado de naturaleza”54; en tales condiciones, “cada comunidad política independiente está, en virtud de su independencia, en un estado
de naturaleza respecto a las otras comunidades”55. De modo que, dado que
los Estados disponen cada uno de su propio Derecho, “la situación del mundo, desde un punto de vista internacional, ha sido durante largo tiempo de
cortés anarquía”56. Los críticos pluralistas de la teoría jurídica del Estado sostenían, por su parte, que ésta no sólo describía, sino que, de hecho, creaba una
situación de anarquía internacional, al tiempo que invocaban a Hobbes en
apoyo de sus tesis57. La conformidad con la teoría de la soberanía como independencia aseguraba que “la situación de la sociedad internacional sería, en
efecto, tal como Hobbes la había concebido en su día”58. “El Estado es irresponsable” –concluyó Harold Laski, resumiendo esta línea de crítica– “no está
sujeto a ninguna obligación, salvo la que es aceptada por é mismo en relación
52
C. SCHMITT, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes: Meaning and Failure of
a Political Symbol, trad. de G. Schwab y E. Hilfstein, Greenwood, Westport, 1996, pp. 47-48.
53
Vid. B. C. SCHMIDT, The Political Discourse of Anarchy, cit., pp. 232-33.
54
S. LEACOCK, Elements of Political Science, Boston, 1906, p. 89; compárese con Willoughby,
Westel Woodbury, 'The Juristic Theory of the State', en American Political Science Review, núm.
12, 1918, p. 207.
55
J. BRYCE, International Relations, Nueva York, 1922, p. 5.
56
D. J. HILL, World Organization as Affected by the Nature of the Modern State, Nueva York,
1911, pp.14 y 15.
57
Vid. B. C. SCHMIDT, The Political Discourse of Anarchy, cit., pp. 164-87; respecto a los
pluralistas y su deuda con Hobbes, véase D. RUNCIMAN, Pluralism and the Personality of the
State, Cambridge University Press, 1997.
58
J. W. GARNER, 'Limitations on National Sovereignty in International Relations', en
American Political Science Review, núm. 19, 1925, pp. 23-24.
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a cualquier otra comunidad o grupo de comunidades. En el hinterland entre
estados el hombre es respecto a su vecino tal y como Hobbes señalaba que era
en el estado de naturaleza –vil, mezquino, brutal” 59.
Hobbes adquirió su lugar entre los fundadores del pensamiento internacional tanto a pesar, como a causa de sus propias afirmaciones sobre el Derecho de las naciones y las relaciones entre los Estados. Como muchos críticos
posteriores de una versión supuestamente “hobesiana” de las relaciones internacionales, aquél reconocía la limitada utilidad analítica de la analogía entre
individuos y personas internacionales en el estado de naturaleza60. Ciertamente, aunque admitía que los Estados podían ser exactamente tan temerosos, jactanciosos y competitivos como los individuos en sus relaciones mutuas, no
obstante no eran tan vulnerables ni su existencia tan frágil. Los acuerdos e intercambios eran posibles tanto en el estado de naturaleza interpersonal como
en el internacional. En definitiva, si la actual teoría “hobbesiana” de las relaciones internacionales se fundamenta en una concepción de la anarquía internacional caracterizada por la rivalidad interestatal sin ninguna posibilidad de cooperación, entonces el mismo Hobbes no era hobbesiano.
La concepción estándar de Hobbes como un teórico internacional no fue
motivada por él mismo. Los positivistas se enfrentaban a los naturalistas, los
teóricos pluralistas del Estado criticaban a los teóricos del Derecho, y los
científicos políticos definían su naciente disciplina contra el Derecho internacional y la teoría de las relaciones internacionales. Hobbes podía ser invocado por ambos bandos de cada disputa: los naturalistas apuntaban a su
identificación del Derecho de las naciones con el Derecho natural como una
revelación fundacional, en tanto que los positivistas recurrían a la teoría hobbesiana del Derecho como mandatos para denegar la validez del Derecho
internacional como Derecho; los teóricos del Derecho anglo-americanos recurrían a Hobbes para respaldar su concepción de la personalidad legal tanto como sus homólogos alemanes recurrían a Hegel; los críticos de la teoría
monista de la soberanía invocaban a Hobbes para advertir contra las consecuencias de recurrir a tal teoría cuando se trataba de describir las relaciones
entre Estados; para los científicos políticos, el concepto de Estado de Hobbes
59
H. J. LASKI, 'International Government and National Sovereignty', en The Problems of
Peace, Londres, 1927, p. 291.
60
Vid. E. DICKINSON, 'The Analogy Between Natural Persons and International Persons in
the Law of Nations', Yale Law Journal, núm. 26, 1916-17, pp. 564-91; H. BULL, The Anarchical Society: A Study of Order in World Politics, Columbia University Press, Nueva York, 1977, pp. 46-51.
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le confería un lugar de preeminencia entre los fundadores del pensamiento
político moderno; entre los teóricos de las relaciones internacionales, sería
bautizado retrospectivamente como uno de los fundadores del moderno
pensamiento internacional, lo mismo que en su momento había sido aclamado por los iusnaturalistas como una figura clave para su disciplina.
Los sucesores de Hobbes, por su parte, lo identificaban como el precursor de la distinción fundamental entre lo exterior y lo interior, lo interno y lo
externo al Estado. Esta división se fundaba en otra distinción, también atribuida a Hobbes, entre el ámbito interno del Derecho positivo y ámbito externo gobernado por el Derecho natural y el de las naciones. Con el surgimiento del positivismo internacional en la era previa a los acuerdos de 1815,
Hobbes llegó a ser identificado como uno de los primeros teóricos de lo que
más adelante se conocería como el “sistema de Westfalia” de los Estados soberanos: después de todo, ¿puede haber sido sólo una coincidencia que el
Leviatán fuera publicado en 1651, sólo tres años después de la paz de Westfalia en 1648?61. Apenas importaba que Hobbes hubiera expuesto por primera vez las principales tesis de su concepción de las relaciones internacionales y del Derecho de las naciones en sus Elementos de Derecho y en El
ciudadano, mucho antes de 1648, o que nunca demostrara ningún conocimiento de los términos o consecuencias de la Paz de Westfalia, a diferencia
de Pufendorf, por ejemplo62. Incluso si lo hubiera hecho, difícilmente habría
inferido de ellos la emergencia de un sistema positivo de estados soberanos
mutuamente reconocidos: esto sería el producto de un “mito de 1648” mucho más tardío, que precedió en casi un siglo al mito de Hobbes como el teórico de la anarquía internacional63.
61
Para un ejemplo reciente, véase H. WILLIAMS, Kant's Critique of Hobbes, cit, p. 1: “la
publicación de la justificación de Hobbes del Estado moderno coincidió con lo que es a menudo denominado el “sistema de Westfalia”
62
S. PUFENDORF, The Present State of Germany, trad. de Edmund Bohun, Londres, 1690,
pp. 135-96; P. Schröder, 'The Constitution of the Holy Roman Empire after 1648: Samuel Pufendorf's Assessment in his Monzambano', The Historical Journal, núm. 42, 1999, pp. 961-983.
63
S. D. KRASNER, 'Westphalia and All That', en J. GOLDSTEIN y R. O. KEOHANE
(eds.), Ideas and Foreign Policy: Beliefs, Institutions, and Political Change, Cornell University
Press, Ithaca, 1993, pp. 235-64; A. OSIANDER, 'Sovereignty, International Relations, and the
Westphalian Myth', International Organization, núm. 55, 2001, pp. 251-88; E. KEENE, Beyond
the Anarchical Society: Grotius, Colonialism and Order in World Politics, Cambridge University
Press, 2002, pp. 20-22; B. TESCHKE, The Myth of 1648: Class, Geopolitics and the Making of Modern International Relations, Verso, Londres, 2003.
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El pensamiento internacional posmoderno ha deconstruido tímidamente
la oposición entre naturalismo y positivismo y ha desvanecido la distinción
entre las dimensiones interna y externa del Estado64; ha demolido los fundamentos históricos y conceptuales del orden de Westfalia y ha proclamado el
advenimiento de la “post-soberanía” 65. Las condiciones y las teorías que determinaron la tesis “hobbesiana” de las relaciones internacionales han sido
ahora o bien desafiadas teóricamente o desacreditadas históricamente. Esto
ha ocurrido paralelamente a una expansión de la definición misma de la teoría política para incluir los ámbitos internacional, global y cosmopolita66; de
hecho, hay ya señales de que las fronteras de la historia del pensamiento político están siendo redefinidas para dar debida cuenta de esta ampliación67.
Mientras tanto, el ámbito de las relaciones internacionales ha entrado en
una fase “post-positivista” 68, lo que se ha puesto de manifiesto de varias formas: en el retorno a la gran teorización histórica sobre las relaciones internacionales69; en el auge del “constructivismo” o del estudio de la auto-constitución
mutua de los agentes internacionales por medio de normas y declaraciones70; en
64
Vid. M. KOSKENNIEMI, From Apology to Utopia: The Structure of International Legal Argument, Finnish Lawyers’ Publishing Co., Helsinki, 1989; R. B. J. WALKER, Inside/Outside: International Relations as Political Theory, Cambridge University Press, 1993.
65
J. BARTELSON, A Genealogy of Sovereignty, Cambridge University Press, 1995; S. D.
KRASNER, Sovereignty: Organized Hypocrisy, Princeton University Press, 1999.
66
Por ejemplo, C. R. BEITZ, Political Theory and International Relations, Princeton University Press, 1999; H. WILLIAMS, International Relations in Political Theory, MacMillan, Basingstoke, 1990; D. BOUCHER, Political Theories of International Relations, Oxford University Press,
1998; B. C. SCHMIDT, 'Together Again: Reuniting Political Theory and International Relations
Theory', British Journal of Politics and International Relations, núm. 4, 2002, pp. 115-140.
67
Por ejemplo, R. TUCK, The Rights of War and Peace; International Relations in Political
Thought: Texts from the Ancient Greeks to the First World War, Cambridge University Press,
2002; E. KEENE, International Political Thought: A Historical Introduction, Polity Press, Cambridge, 2005; D. ARMITAGE, The Foundations of Modern International Thought, Cambridge
University Press (en prensa).
68
S. SMITH, K. BOOTH y M. ZALEWSKI (eds.), International Theory: Positivism and Beyond, Cambridge University Press, 1996.
69
Por ejemplo, P. BOBBITT, The Shield of Achilles: War, Peace, and the Course of History,
Knopf, Nueva York, 2002.
70
Vid. F. KRATOCHWIL, Rules, Norms and Decisions: On the Conditions of Practical and
Legal Reasoning in International Relations and Domestic Affairs, Cambridge University Press,
1989, N. G. ONUF, World of Our Making: Rules and Rule in Social Theory and International Relations, University of South Carolina Press, Columbia, 1989; A. WENDT, Social Theory of International Politics, Cambridge University Press, 1999.
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el estudio de la historia de las relaciones internacionales como disciplina71; y en
el creciente interés en el lenguaje de la política internacional una vez que le
ha llegado su propio turno lingüístico a las relaciones internacionales72. El
momento es, por tanto, propicio para que el estudio de los fundamentos del
pensamiento internacional moderno devenga una empresa en la que colaboren estrechamente historiadores, teóricos políticos, teóricos de las relaciones
internacionales e historiadores del Derecho. Tal empresa podría ser continuadora de la cooperación entre todos ellos que fue posible antes de que la
moderna competencia entre las facultades distanciara sus disciplinas de una
manera tan enérgica, aunque no irreversible. Ello quizás podría también tener el saludable efecto de desterrar a Hobbes del panteón de los fundadores
del pensamiento internacional.
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71
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72
Vid. D. S. A. BELL, 'International Relations: The Dawn of a Historiographical Turn?',
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e-mail: armitage@fas.harvard.edu
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ROUSSEAU Y LA SOBERANÍA DEL PUEBLO*
ROUSSEAU AND THE PEOPLE’S SOVEREIGNTY
YVES CHARLES ZARKA
Université René Descartes Paris 5 (Sorbonne)
Fecha de recepción: 1-11-2005
Fecha de aceptación: 16-11-2005
Resumen:
El artículo reflexiona sobre el nuevo concepto de soberanía del pueblo que se origina con el pensamiento de Rousseau, cuya obra representa un giro en la historia de
la soberanía. Con él, la soberanía del pueblo pasa de ser virtual o potencial a ser en
acto. Y.C. Zarka muestra cómo esto es posible gracias a las ambigüedades y las
aporías. Precisamente por ello, para que la soberanía del pueblo llegue a ser el principio real de las democracias históricas, será preciso desprenderse de ella.
Abstract
The article explores the new concept of people’s sovereignty proposed by
Rousseau. Y.C. Zarka explains how the people’s sovereignty in potentia
becomes people’s sovereignty de facto due to the ambiguities and aporias of
Rousseau’s theory. Nevertheless, if we want to base the historic democracies
on people’s sovereignty, it will be necessary to overcome the Rousseau’s notion
of popular sovereignty.
PALABRAS CLAVE: soberanía popular, democracia, voluntad general.
KEY WORDS:
popular sovereignty, democracy, general will.
Hay un punto particular de la historia de la soberanía cuyo alcance me parece de una importancia totalmente considerable. Quiero hablar de la noción
«soberanía del pueblo». En cierta manera, puede decirse, sin exagerar, que to* Traducción de Emilio Moyano, Universidad Carlos III de Madrid.
El artículo que ahora se traduce fue publicado bajo el título “Le tournant rousseauiste ou
la réinvention de la souveraineté du peuple”, en G.M. CAZZANIGA, Y.C. ZARKA (Dirs.),
Penser la souveraineté à l’époque moderne et contemporaine, Edizioni ETS–Vrin, Pisa–París, 2001,
pp. 287–302. Asimismo, fue objeto de la conferencia titulada “Rousseau y la soberanía del
pueblo” pronunciada en el marco ciclo “Pasado y presente de la democracia”, impartido por
el autor y organizado por el Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la
Universidad Carlos III de Madrid, en el mes de mayo de 2003 [N del T].
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da la historia moderna de la soberanía ha girado en torno a este concepto, incluso en los pensadores cuya intención absolutamente explícita era mostrar
que la noción de soberanía del pueblo era insostenible o en el fondo inviable.
Lo que deseo mostrar aquí es cómo, a través de las ambigüedades y las
aporías, y no a pesar de ellas, Rousseau efectúa un giro en la historia de la soberanía. Este giro consiste en hacer de la soberanía del pueblo una realidad,
un acto, cuando antes esta noción no representaba más que una potencialidad. Con Rousseau se pasa de una soberanía del pueblo virtual o potencial a
una soberanía del pueblo en acto. Pero, como se verá más detalladamente a
continuación, es una composición aporética de lo absoluto y lo relativo, lo sagrado y lo profano, lo ideal y lo real, lo ahistórico y lo histórico. Esta composición aporética tendrá fin después de Rousseau. Dicho de otro modo, habrá
que pasar por una crítica de la soberanía rousseauniana para que la soberanía
del pueblo llegue a ser el principio real de las democracias históricas.
El pensamiento de Rousseau constituye un giro en la medida misma en
la que funda un nuevo concepto de soberanía del pueblo que va a ocupar el
centro de la reflexión política hasta nuestros días. Pero trataré de mostrar al
mismo tiempo que, es precisamente de esta teoría de la soberanía del pueblo
de la que habrá que desprenderse, de la que habrá que liberarse –y no será
fácil– para abrir la vía a la experiencia histórica de la democracia real, es decir, a una concepción de la soberanía desacralizada de los pueblos históricos, susceptible de inscribirse en las instituciones jurídico–políticas reales.
1.
LA SOBERANÍA IMPRACTICABLE DEL PUEBLO
Rousseau no inventó la noción de soberanía del pueblo, ni mucho menos. Podría fácilmente mostrarse que esta noción tiene una larga historia.
Para limitarnos a los tiempos modernos, debe señalarse que los monarcómacos protestantes hicieron uso de esta noción en la primera parte del siglo
XVI. La soberanía es para ellos la del pueblo o la de sus representantes. Hay
que señalar sin embargo que, antes de Rousseau, la soberanía del pueblo era
considerada como fundamento posible de la legitimidad del poder político,
para ser enseguida neutralizada. Tan pronto como la soberanía del pueblo
es nombrada, es desprovista de toda su carga políticamente explosiva. En
los monarcómacos en particular, el paso por los representantes del pueblo,
es decir, los magistrados, es indispensable. La soberanía del pueblo no se
ejerce directamente, no se pone en práctica más que por mediaciones cuya
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función es precisamente impedir al pueblo llegar a ser una fuerza autónoma, imposible de dominar.
Dicho de otro modo, los teóricos de la soberanía anteriores a Rousseau,
en su mayoría, han tratado de mostrar que la soberanía del pueblo no puede
ponerse en práctica por sí misma o al menos que, si puede hacerlo, es únicamente en el acto que la destituye o la aliena, provisional o definitivamente.
La soberanía del pueblo era considerada simplemente como un momento de
la constitución de la soberanía. Para mostrarlo de manera más detallada
conviene examinar los argumentos que sostienen esta imposibilidad de poner en práctica la soberanía del pueblo en los teóricos de la soberanía anteriores a Rousseau: Grocio, Hobbes y Burlamaqui. Escojo estos tres autores
porque sus argumentos son diferentes y nos permitirán captar diferentes aspectos de la impracticabilidad de la soberanía del pueblo.
1.1.
Grocio
Grocio define la soberanía en el capitulo III del Libro I de De jure belli ac
pacis:
“He aquí en lo que consiste el poder civil (potestas civil). Se le llama soberano
(summa potestas) cuando sus actos son independientes de cualquier otro poder superior, de suerte que no pueden ser anulados por ninguna voluntad humana. Digo por ninguna otra voluntad humana, puesto que hay que exceptuar aquí al soberano mismo, que es libre de cambiar su voluntad, así como el
que le sucede en todos sus derechos y que, por consiguiente, tiene el mismo poder y no otro”1.
La soberanía (summa potestas) se define por tres propiedades: 1) es un
poder civil cuyos actos son independientes de cualquier otro poder superior; 2) sus actos no pueden ser anulados por ninguna voluntad humana; 3)
de lo que se sigue que sólo el soberano mismo o su sucesor con el mismo poder conserva la libertad de cambiar sus actos. Todo esto es de origen eviden1
H. GROCIO, De iure belli ac pacis libri tres in quibus ius naturae et gentium item iuris publici praecipua explicantur [...], 1625, cur. B. J. A. de Kanter-van Hettinga Tromp, Lugduni Batavorum, In aedibus E. J. Brill, 1939, Scientia Verlag, Aalen, 1993, p. 100; traducción al francés de J.
BARBEYRAC, Le droit de la guerre et de la paix, Ámsterdam, 1724, reimpresa en la Bibliotèque
de Philosophie politique et juridique, Université de Caen, 1984, p. 120.
Existe versión española Del derecho de la guerra y de la paz, versión directa del original latino por Jaime Torrubiano Ripio, Editorial Reus, Madrid, 1925, pp. 153–154. No obstante, hemos optado por traducir del texto francés, utilizando así el término “soberano”, que preferimos a la expresión “poder supremo” de la versión española [N del T].
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temente bodiniano, pero no me detengo aquí. En cambio lo que es aquí importante para mi propósito, es que Grocio distingue dos sujetos de la
soberanía: un sujeto común (subjectum commune) que es el Estado (civitas) y
un sujeto propio (subjectum proprium) que es la persona una o múltiple del
soberano. Evidentemente, Grocio no ha inventado esta distinción, pero extrae de ella la siguiente conclusión: es falso pensar que el poder pertenece
siempre y sin excepción al pueblo, de suerte que tendría el derecho de reprimir y de castigar a los reyes cuando que abusasen de su autoridad. Un pueblo dispone del derecho de elegir la forma de gobierno que le parece mejor,
dispone pues del derecho de someterse a una o varias personas por una
transmisión total (y no parcial) del derecho de gobernar. Pero, desde entonces, el poder constituido no puede ser cuestionado por el poder constituyente. Grocio sostiene esta tesis contra las tesis de los monarcómacos para negar
la existencia de un derecho de resistencia del pueblo o de los magistrados
inferiores. La diferencia entre el subjectum commune y el subjectum propriun,
es uno de los procedimientos que hace impracticable la soberanía del pueblo
o, si se quiere, que no la realiza más que con la noción de subjectum proprium,
es decir, en el acto por el cual se aliena. Son conocidos los sarcasmos de
Rousseau contra las posiciones de Grocio:
“Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y queriendo hacer la
corte a Luis XIII, a quien había dedicado su libro, no escatima nada para despojar a los pueblos de todos sus derechos y revestir a los reyes con todo el arte
posible”2.
1.2.
Hobbes
La segunda forma de neutralización de la soberanía del pueblo es obra de
Hobbes. Preciso en seguida que la expresión no es empleada por él. La razón
es particularmente simple: su teoría política tiene precisamente por objeto refutar la idea de una soberanía del pueblo practicable o efectiva. Esta refutación
pasa por un proceso de neutralización: la atribución de la soberanía al pueblo
no es inconcebible teóricamente, pero, de manera necesaria, es políticamente
2
J.J. ROUSSEAU, Contrat social, II, II, en Œuvres complètes, Gallimard, coll. Pléiade tome
III, Paris, 1964, p. 370.
Existe versión española por la que se cita, J.J. ROUSSEAU, El contrato social o principios de
derecho político, estudio preliminar y traducción de María José Villaverde, Tecnos, Madrid, 4ª
ed. 1999, reimp. 2000, p. 28. A partir de ahora, en las referencias, la página de la traducción
aparecerá entre paréntesis [N del T].
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impracticable. En efecto, el acto por el cual la soberanía es instituida, es decir, el
acto que da nacimiento a la persona civil, instaura una relación entre los representados (los individuos) y un representante (un hombre o una asamblea, al
menos en la versión que da el Leviatán). Ahora bien, esta asamblea puede estar
formada por un pequeño número de hombres (aristocracia) o por la totalidad
de los representantes (democracia). No hay pues ningún impedimento en el
plano teórico para concebir al pueblo mismo como soberano. El soberano y el
pueblo son instituidos al mismo tiempo, el pueblo es soberano cuando los representados mismos en su totalidad se instituyen como el representante. Ningún argumento prohíbe de derecho la posibilidad de concebir la democracia,
es decir la soberanía del pueblo, aunque la palabra no sea empleada.
“La diferencia entre los Estados consiste en la diferencia entre los soberanos, o
entre las personas representativas de todos y cada uno de los componentes del
pueblo. Y como la soberanía está, o en un hombre, o una asamblea de más de
uno, asamblea en la que, o bien todo hombre tiene derecho a entrar, o bien únicamente ciertos individuos que se distinguen de los demás, resulta manifiesto
que sólo puede haber tres tipos de Estado”3.
Estas clases son evidentemente la monarquía, la aristocracia y la democracia. Hobbes tiene por tanto claro que la soberanía puede ser ejercida por
el pueblo sobre el pueblo, es a lo que denomina democracia, Democracy o Estado popular, Popular Common-wealth4. Sin embargo, lo que no es imposible
de derecho, es absolutamente imposible de hecho. «La diferencia entre estos
tres tipos de Estado no radica en una diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia o aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo,
fin para el que los Estados fueron instituidos»5. Es pues en el plano de los
hechos en el que Hobbes quiere mostrar el carácter inviable de las democracias. El principio es el siguiente: hay una falta de efectividad de la voluntad
soberana cuando es atribuida al pueblo, es decir, a la asamblea general de
súbditos, General Assembly of Subjects6. Esta falta de efectividad se debe a la
3
T. HOBBES, Leviatán, XIX, edición Macpherson, Penguin Classics, Harmondsworth,
1968, p. 239.
Existe versión española por la que se cita, T. HOBBES, Leviatán o la materia, forma y poder de
un estado eclesiástico y civil, versión, prólogo y notas de Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 169. A partir de ahora, en las referencias, la página de la traducción aparecerá
entre paréntesis [N del T].
4
Id.
5
Ibid., p. 241 (p. 170).
6
Ibid., p. 245 (pp. 173–174).
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inoperancia del acto de autorización, que no llega a constituir una diferencia
entre la instancia que manda y la que obedece. La república popular es
siempre impracticable. Desde su institución está condenada, bien a desmoronarse en la discordia (estado de naturaleza), bien transformarse en aristocracia y después en monarquía. En el plano político la soberanía del pueblo
es impracticable y lo será siempre. En los Elements of Law (1640), Hobbes
mostraba, por un argumento que no retomará en el Leviatán, que la democracia es, cronológicamente, la primera de las tres especies de gobierno:
“El primero en el tiempo de estos tres tipos de estos tres tipos fue la democracia; lo cual tuvo que suceder necesariamente, pues una aristocracia y una monarquía requieren la designación de personas mediante acuerdo; en una gran
multitud de hombres el acuerdo debe consistir en el consentimiento de la mayoría, de modo que cuando los votos de la mayoría representan los votos del
resto, existe realmente una democracia”7.
Sin embargo, Hobbes mostraba ya en esta obra que la democracia es
esencialmente inestable: no puede políticamente durar. Es, en efecto, el lugar privilegiado de la demagogia y la ambición. De suerte que una «una democracia no es, en efecto, más que una aristocracia de oradores interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador»8. La democracia no es
un régimen político viable, es por lo que se pasa a la aristocracia y de ésta a
la monarquía. La soberanía del pueblo no es pues conceptual o jurídicamente imposible en Hobbes, pero es radicalmente impracticable en el plano político. El pueblo no puede ser su propio soberano porque la doble estructura
derecho/deber, mandato/obediencia, no puede estabilizarse.
1.3.
Burlamaqui
La tercera forma de neutralización de la soberanía popular se encuentra
en los Principes du droit politique9 de Jean-Jacques Burlamaqui. He aquí la definición que da de la soberanía:
7
T. HOBBES, The Elements of Law, Natural and Politic, II, II, 1, edición de Ferdinand Tönnies, Frank Cass, Londres, 1969, p. 118.
Existe versión española por la que se cita, T. HOBBES, Elementos de Derecho natural y político, traducción de D. Negro Pavón, C.E.C., Madrid, 1979, p. 228. La referencia a la página de
la traducción aparecerá entre paréntesis [N del T].
8
T. HOBBES, The Elements of Law, Natural and Politic, II, II, 5, cit., pp. 120–121 (pp. 230–
231).
9
J.J. BURLAMAQUI, Principes du droit politique, Zacharie Chatelain, Ámsterdam, 1751,
reimpresa en la Bibliotèque de Philosophie politique et juridique, Université de Caen, 1984.
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“En cuanto a la soberanía, hay que definirla. El derecho de mandar en última
instancia en la Sociedad civil, que los miembros de esta sociedad han concedido a
una sola y misma persona para mantener el orden en el interior y la defensa en el
exterior, y en general, para procurarse bajo su protección, por sus cuidados, una
verdadera felicidad y, sobre todo, el ejercicio asegurado de su libertad”10.
Esta definición es muy interesante por los elementos que añade a las definiciones de la soberanía del siglo XVII. En particular, las referencias a la sociedad civil, a la prosperidad y a la felicidad. Sin embargo, en relación con la
génesis de la soberanía sigue siendo muy tradicional, pues subraya el hecho
de que ésta consiste en una convención de sumisión voluntaria por la cual
«es posible despojarse a favor de alguien, que acepta la renuncia, del derecho natural que se tenía de disponer plenamente de la libertad y las fuerzas
naturales»11. El interés de la posición de Burlamaqui consiste, sin embargo,
en el hecho de que la génesis de la soberanía política hace intervenir el término soberanía del pueblo:
“Hay pues que decir que la Soberanía reside originariamente en el pueblo, y en
cada particular con relación a sí mismo, y que es el traslado y la reunión de todos los derechos de todos los particulares en la persona del Soberano lo que le
constituye como tal, y que produce verdaderamente la Soberanía”12.
Para responder a la objeción según la cual una multitud de individuos
libres e independientes no tienen la soberanía y no pueden pues conferirla
al rey, Burlamaqui muestra que los individuos poseen virtualmente13 la soberanía bajo la forma de la soberanía sobre sí o la libertad de disponer de su
propia persona. La soberanía se constituye a partir de estas semillas. Pero
una vez constituida ésta, no se puede ya hablar de una soberanía del pueblo:
“Así la distinción que hacen algunos políticos de una Soberanía real, que reside siempre en el pueblo, y de una Soberanía actual que pertenece al Rey, es
10
Ibid., I, V, 2, pp. 42–43.
Ibid., I, VI, 5, p. 52.
12
Ibid., I, VI, 6, p. 52.
13
Este término es explícitamente empleado por BURLAMAQUI, cf. ibid., I, VI, 14, p. 56:
«El principal razonamiento que los políticos emplean para probar su opinión, es que ni cada
particular entre un gran número de gente libre e independiente, ni la multitud entera, que no
tiene de ninguna manera la majestad soberana, no podrían conferirla al Rey. Pero este razonamiento no prueba nada. Es cierto que ni cada miembro de la sociedad ni la multitud, están
revestidos formalmente de la soberana autoridad tal como lo está el Soberano, pero es suficiente con que la posean virtualmente, es decir que tengan en ellos mismos todo lo que sea necesario para que puedan, por el concurso de sus voluntades, y por su consentimiento, producirla en el Soberano», la cursiva es mía.
11
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igualmente absurda y peligrosa; es ridículo pretender que, incluso después de
que un pueblo haya concedido la Soberana autoridad a un Rey, permanece sin
embargo en posesión de esta misma autoridad, superior al Rey mismo”14.
La efectividad de la soberanía política no existe pues aquí más que en el
poder instituido por la convención. La soberanía del pueblo no se realiza
más que para destituirse ella misma.
Acaban de estudiarse tres figuras de la impracticabilidad de la soberanía del pueblo. El giro rousseauniano va a consistir en el paso a una concepción exclusivamente en acto de la soberanía del pueblo.
2.
POSIBILIDAD DE REALIZACIÓN DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO
Con Rousseau la soberanía del pueblo proporciona el único concepto legítimo y válido de la soberanía, como puede mostrarse tanto en relación con
los términos del contrato social, como con el concepto de voluntad general.
Rousseau quiere modificar al mismo tiempo el problema del contrato social
y la respuesta que tradicionalmente se le ha dado. El problema consiste en volver a la primera institución: la del pueblo. El pueblo está ahora en el centro de la
operación contractual, mientras que ésta tenía antes por función destituirlo quitándole toda posibilidad de ser el sujeto efectivo de la soberanía. El contrato social tiene pues por objeto mostrar cómo el pueblo se realiza como tal: «Antes de
examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey, habría que examinar el acto mediante el cual un pueblo se convierte en tal pueblo, porque, siendo este acto siendo necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad»15. No podría partirse de la distinción entre instancias exteriores entre sí
–los individuos, el soberano, el pueblo– para mostrar que la soberanía se constituye por una transmisión de derecho de una a otra. Al contrario, hay que dar
cuenta de la manera en la que una multitud llega a ser un pueblo: éste no es un
momento en la constitución de la sociedad política, sino la meta. La dificultad a
superar es la de la constitución de un cuerpo moral y colectivo superior a los individuos (dotado de una fuerza común) pero que, sin embargo, no les trascienda (cada uno se conserva tan libre como antes):
“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias al cual cada uno, en
14
15
Ibid., I, VII, 13, p. 66.
J.J. ROUSSEAU, Contrat social, cit., I, 5, p. 359 (p. 13).
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unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre
como antes”16.
La cláusula única de este contrato, que pretende aportar una respuesta a
esta dificultad, no hace mas que reproducir la antinomia entre el momento de
la superioridad –«la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a
toda la comunidad»17– y el de la no-trascendencia –«dándose cada uno a todos,
no se da a nadie»18. El contrato social tiene algo de juego de manos por el cual
se afirma resuelta la antinomia por su simple desplazamiento a otros términos.
Lo esencial de la operación consiste, para Rousseau, en sustituir una distinción
de los puntos de vista por la distinción de instancias exteriores entre sí:
“Esta persona pública, que se constituye mediante la unión de todas las restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad–Estado, y toma ahora el nombre de
república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando
es pasivo, soberano cuando es activo y poder al compararlo a sus semejantes.
En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado”19.
Los dos términos entre los cuales se realiza el contrato son de hecho el
mismo, considerado bajo dos relaciones diferentes: como multitud de individuos, de una parte, como un todo, de otra. No se trata, pues, de un contrato
jurídico propiamente dicho entre dos instancias realmente distintas, sino de la
recalificación de una misma realidad: los individuos, que pasan del estatus de
multitud discordante al de miembro del todo: «Cada uno de nosotros pone en
común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, recibiendo [nosotros] a cada miembro como parte indivisible del todo»20. El segundo uso del «nosotros» es una recalificación del primero.
La soberanía del pueblo es la única forma en acto y válida de la soberanía
porque solamente el pueblo puede dar un contenido real a la voluntad general.
2.1.
La generalidad de la voluntad
La generalidad es constitutiva de la voluntad soberana. Esta voluntad
es, en efecto, general en su origen, en su objeto y en su fin. Sus otras propie16
17
18
19
20
Ibid., I, 6, p. 360 (p. 14).
Ibid., I, 6, p. 360 (p. 15).
Ibid., I, 6, p. 361 (p. 15).
Ibid., I, 6, p. 361–362 (p. 16).
Ibid., I, 6, p. 361 (p. 15).
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dades –es siempre igual, siempre justa, apunta necesariamente al interés público, etc.– se deducen de esta característica formal de generalidad:
“que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su esencia; que debe partir de todos para aplicarse a todos, y pierde su
natural rectitud cuando tiende hacia algún objeto individual y determinado”21.
Ahora bien, ¿qué voluntad efectiva puede dar un contenido real a la generalidad formal? ¿Cuál es el ser del que la voluntad puede ser general?
“Cuando todo el pueblo decreta sobre sí mismo, sólo se considera a sí mismo, y
si se establece entonces una relación es del objeto en su totalidad, considerado
bajo un punto de vista, al objeto en su totalidad bajo otro punto de vista, sin
ninguna división del todo. Por lo cual la materia objeto de decreto es general,
al igual que la voluntad que decreta. A este acto es al que yo llamo una ley”22.
El pueblo es pues el sujeto de la voluntad general, pero también su objeto, por
eso mismo es el sujeto real y en acto de la soberanía: «De igual modo que la Naturaleza otorga a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, el pacto social
otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo
poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía»23
La generalidad es la condición formal a partir de la cual son determinados, al mismo tiempo, el contenido de la voluntad soberana y el ser moral
del soberano. Este paso de la forma al contenido se hace por reducción de
toda particularidad, que podría afectar a la voluntad general y la destruiría
inmediatamente. En un primer sentido, se trata pues para Rousseau de purificar la voluntad general de toda particularidad que podría afectar a su origen, su acto o su objeto. Esto puede mostrarse fácilmente a propósito de la
ley: «Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo
que la ley considera a los súbditos como corporación y a las acciones como
abstractas, jamás a un hombre como individuo ni a una acción particular»24.
De suerte que, si la generalidad es la condición formal del contenido y del
sujeto de la voluntad soberana, determina igualmente su límite: «vemos así
21
Ibid., II, 4, p. 373 (p. 31).
Ibid., II, 6, p. 379 (p. 37).
23
Ibid., II, 4, p. 372 (p. 30).
24
Ibid., II, 6, p. 379 (p. 37).
Nos apartamos aquí del texto de la traducción de M. J. Villaverde, para seguir la traducción de Mauro Armiño, pues en la primera “sujets en corps” es traducido como “sujetos en
cuanto cuerpos”, Cf. J. J. ROUSSEAU, Del contrato social; Discurso sobre las ciencias y las artes;
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, prólogo, traducción
y notas de Mauro Armiño, Alianza Editorial, Madrid, 2000, p. 61 [N del T].
22
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que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no
excede ni puede exceder los límites de las convenciones generales»25.
Sin embargo, esta normatividad de la condición formal de generalidad
no puede mantener su inmanencia con relación a las voluntades individuales, sino porque se la presupone en el corazón de cada particular. Sin esta
presuposición, sería imposible pensar la libertad moral del estado civil tal
como Rousseau la concibe: «se podría añadir, a lo dicho anteriormente, la libertad moral, que es la única que convierte al hombre verdaderamente en
amo de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es esclavitud y la
obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad»26. Por le hecho de que cada
uno puede escuchar en el interior de su persona la voz de la voluntad general, ésta no es simplemente una norma trascendente que se impondría desde
el exterior a los individuos.
“¿Cómo es posible que obedezcan sin que nadie ordene o que sirvan sin tener
amo, siendo de hecho tanto más libres cuanto que, bajo una aparente sujeción,
uno pierde la libertad sólo si esta puede perjudicar a la de otro? Estos prodigios son obra de la ley. Es tan sólo a la ley a quien los hombres deben la justicia
y la libertad. Es ese saludable órgano de la voluntad de todos quien restablece,
en el derecho, la igualdad natural de los hombres. Es esa voz celeste quien dicta a cada ciudadano los preceptos de la razón pública; quien le enseña a obrar
según las máximas de su propio juicio y a no caer en contradicción consigo
mismo”27.
Se comprende pues por qué el concepto de voluntad general no es solamente político sino también moral e incluso metafísico. La voluntad general
puede ser así concebida como una norma que se impone al individuo y como la expresión de lo que es más propio a este individuo: «Cada individuo
puede, en cuanto hombre, tener una voluntad particular contraria o diferen25
Ibid., II, 4, p. 375 (p. 33).
Ibid., I, 8, p. 365, la cursiva es mía (p. 20).
27
J. J. ROUSSEAU, Discours sur l’économie politique, cit., p. 248 (p. 14). El párrafo de Rousseau comienza así: «La primera y más importante máxima del gobierno legítimo y popular,
es decir, del que tiene por objeto el bien del pueblo, es, por tanto, como ya he dicho, la de
guiarse en todo por la voluntad general. Pero para seguirla es necesario conocerla y sobre
todo distinguirla de la voluntad particular, comenzando por uno mismo; distinción siempre
difícil de hacer y para la cual sólo la más sublime virtud puede proporcionar luces suficientes», Ibid., pp. 247–248 (p. 13).
Existe versión española por la que se cita, J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre la economía política, traducción y estudio preliminar de José E. Candela, Tecnos, Madrid, 1985. La referencia a
la página de la traducción aparece entre paréntesis [N del T].
26
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te a la voluntad general que tiene como Ciudadano»28. El conflicto no es solamente aquí entre la voluntad particular del individuo, que iría al interés particular, y la voluntad general del ser colectivo del soberano, que iría al interés
común, sino que es interno al individuo mismo que escucha las dos voces.
Este punto hace posible la muy famosa afirmación: «quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre»29.
2.2.
La absolutización de la voluntad general
Hay en Rousseau una absolutización más fuerte de la soberanía que en sus
predecesores. El soberano de Hobbes, por ejemplo, es mucho menos absoluto
que la voluntad general de Rousseau, porque no puede reducir un derecho de
resistir al poder unido al ser mismo del individuo30. «Se le obligará a ser libre»
es una afirmación propiamente inconcebible en Hobbes. Ahora bien, la absolutización rousseauniana es al mismo tiempo una sacralización. Se supera aquí el
lenguaje de la moral y de la metafísica por el de la teología: «El soberano, por
ser lo que es, dice Rousseau, es siempre lo que debe ser»31. El ser que es siempre lo que debe ser es tradicionalmente el ser divino. Así la voluntad general es
indestructible, no puede ser pues ni aniquilada, ni corrompida: «es siempre
constante, inalterable y pura», aunque pueda ser eludida32. La soberanía, definida como el poder legislativo que no puede tener por sujeto sino al cuerpo del
pueblo en su totalidad, es inalienable, indivisible, siempre recta –aunque pueda errar–, teniendo siempre el vista el interés común y sagrado: «…el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea…».
Posiblemente el lugar en el que aparecerá con más fuerza esta sacralización de la soberanía es en el capítulo del Contrato social «Del derecho de vida
y de muerte». Para subrayar su alcance, conviene recordar que en Hobbes
este derecho es profundamente problemático: no puede estar fundado en la
convención social y aparece pues como el retorno de un arcaísmo en el seno
28
J. J. ROUSSEAU, Contrat social, cit., I, 7, p. 363, la cursiva es mía (p. 18).
Ibid., I, 7, p. 364, la cursiva es mía (pp. 18–19).
30
Cf. Y. C. ZARKA, Hobbes et la pensée politique moderne, PUF, París, 1995, en particular el
capítulo X “Du droit de punir”, pp. 228–250.
Existe versión española, Y. C. ZARKA, Hobbes y el pensamiento político moderno, traducción
de Luisa Medrano, Herder, Barcelona, 1997.
31
J. J. ROUSSEAU, Contrat social, cit., I, 7, p. 363 (p. 18).
32
Ibid., IV, 1, p. 438 (p. 32).
29
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mismo del Estado33. Montesquieu por su parte, tiende a considerar el derecho de gracia y el derecho de vida y de muerte como atributo de la soberanía. Ahora bien, en Rousseau, al contrario, no hay derecho más cierto de la
soberanía que el derecho de vida y de muerte:
“Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe entregarla también por ellos cuando es necesario. Ahora bien, el ciudadano no es juez del peligro al que quiere la ley que se exponga, y cuando el Príncipe le dice: «es indispensable para el Estado que mueras», debe morir, puesto que sólo con esta
condición ha vivido hasta entonces seguro, y puesto que su vida no es tan sólo
un don de la naturaleza, sino también un don condicional del Estado”34.
La sacralización de la soberanía explica que toda infracción al derecho social es considerada como una rebelión o una traición, que excluye al que la comete de su pertenencia al orden social. El criminal o el malhechor, sea quien
sea, rompe por su acto el pacto social: es desposeído de su cualidad de persona moral y puede ser exiliado matado como enemigo público. La sacralidad
de la soberanía del pueblo es así concebida exactamente sobre el modelo de
sacralidad de la persona del rey, contra la que se ha afirmado y de la que, sin
embargo, toma sus atributos. El exilio o la muerte deben azotar al ser, por decirlo así, impuro que ha atentado contra lo sagrado y que no puede ya volver
a ser miembro del Estado. En efecto, el mismo Rousseau lo subraya, el soberano no puede pronunciar una condena particular, pero ésta se ejecuta en su
nombre: «Pero se nos dirá que la condena de un criminal es un acto particular.
De acuerdo. Por eso esta condena no corresponde al soberano; es un derecho
que puede conferir, pero no puede ejercer él mismo»35. Se deduce de manera
evidente que el derecho de gracia se vuelve a partir de ahora incierto:
“Respecto al derecho de gracia, o al de eximir a un culpable de la pena impuesta
por la ley y pronunciada por el juez, no corresponde sino al que está por encima
del juez y de la ley, es decir, al soberano; sin embargo, su derecho a este respecto
no está muy claro, y los casos en que se puede emplear son muy raros”36.
Si fuera necesaria una confirmación última de esta sacralización de lo
secular, la encontraríamos en el penúltimo capítulo del Contrato social «De la
religión civil». Rousseau tiene por objeto mostrar que no había, antes del cristianismo, separación entre la teología y la política –incluso en lo que concierne a los Hebreos: «Estando, pues, cada religión unida únicamente a las leyes
33
34
35
36
Cf. Y.C. ZARKA, Hobbes et la pensée politique moderne, cit., pp. 228–250.
J.J. ROUSSEAU, Contrat social, cit., II, 5, p. 376 (p. 34).
Ibid., II, 5, p. 377 (p. 35).
Id.
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del Estado que la prescribe, no había otra manera de convertir a un pueblo
que la de someterlo, ni existían más misioneros que los conquistadores; y
siendo ley de los vencidos la obligación de cambiar de culto, era necesario
comenzar por vencer antes de hablar de ello»37 Es pues con el cristianismo
con lo que la teología y la política se separan, causando «divisiones intestinas que jamás han cesado de agitar a los pueblos cristianos»38. Rousseau ex37
38
Ibid., IV, 8, p. 461 (p. 131).
Ibid., IV, 8, p. 462 (p. 131). La denuncia por Rousseau de los efectos políticamente nocivos del cristianismo parece inspirarse en los Discorsi de Maquiavelo. He aquí lo que escribe
Rousseau: «Pero me equivoco al hablar de una república cristiana; cada una de estas palabras
excluye a la otra. El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que ésta no se aproveche de ellos siempre. Los verdaderos
cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben y no se conmueven demasiado por ello:
esta corta vida tiene poco valor a sus ojos», Ibid., IV, 8, p. 467 (p. 137). Se puede comparar con
este pasaje de Maquiavelo: «Pensando de dónde puede provenir el que en aquella época los
hombres fueran más amantes de la libertad que en ésta, creo que procede de la misma causa
por la que los hombres actuales son menos fuertes, o sea, de la diferencia entre nuestra educación y la de los antiguos, que está fundada en la diversidad de ambas religiones. Pues como
nuestra religión muestra la verdad y el camino verdadero, esto hace estimar menos los honores mundanos, mientras que los antiguos, estimándolos mucho y teniéndolos por el sumo
bien, eran más arrojados en sus actos. Esto se puede comprobar en muchas instituciones, comenzando por la magnificencia de sus sacrificios y la humildad de los nuestros, cuya pompa
es más delicada que magnífica y no implica ningún acto feroz o gallardo. Allí no faltaba la
pompa ni la magnificencia, y a ellas se añadía el acto del sacrificio, lleno de sangre y de ferocidad, pues se mataban grandes cantidades de animales, y este espectáculo, siendo terrible,
modelaba a los hombres a su imagen. La religión antigua, además, no beatificaba más que a
hombres llenos de gloria mundana, como los capitanes de los ejércitos o los jefes de las repúblicas. Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos que a los activos. A
esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y el desprecio de las
cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres. Y cuando nuestra religión te pide que tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar, no de hacer un acto
de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo, convirtiéndolo en presa de
los hombres malvados, los cuales lo pueden manejar con plena seguridad, viendo que la totalidad de los hombres, con tal de ir al paraíso, prefiere soportar sus opresiones que vengarse
de ellas. Y aunque parece que se ha afeminado el mundo y desarmado el cielo, esto procede
sin duda de la vileza de los hombres, que han interpretado nuestra religión según el ocio, y
no según la virtud», N. MAQUIAVELO, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, Tutte le Opere,
a cura di Mario Martelli, Sansón Editore, Firenze, 1992, pp. 149–150.
Existe versión española por la que se cita, N. MAQUIAVELO, Discurso sobre la primera década de Tito Livio, traducción, introducción y notas de Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 198–199 [N del T].
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trae de ello dos conclusiones. La primera consiste en decir que es finalmente
Hobbes quien ha sabido ver al mismo tiempo el mal y el remedio proponiendo reunir lo teológico y lo político bajo la égida de este último. Este
punto ha de ser subrayado, puesto que es uno de los únicos lugares en los
que Hobbes, no solamente no es condenado, sino aprobado: «De todos los
autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el
remedio; y que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del águila, y
reducir todo a la unidad política, sin lo cual jamás habrá Estado ni gobierno
bien constituido»39. La segunda consiste para Rousseau en definir una religión civil que tenga por objeto empujar a cada ciudadano a «amar sus deberes», «cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como
dogmas de religión, sino como normas de sociabilidad, sin las cuales es imposible ser buen ciudadano y súbdito fiel»40 Ahora bien, cuando se examina
el contenido, puede darse uno cuenta de que algunos de sus artículos de fe
son propiamente teológicos (la existencia de la divinidad, la vida venidera,
la felicidad de los justos y el castigo de los malos) y otros teológico–políticos:
la santidad del contrato. Se encuentra así realizada la sacralización de lo secular que hemos encontrado en los diferentes momentos constitutivos de la
doctrina de la soberanía del pueblo. A partir de ahora, no solamente el contrato social, sino también la legislación del Estado se encuentra sacralizada
en «una suerte de catecismo del ciudadano»41.
2.3.
La composición del Derecho y de la virtud
Rousseau asocia en su teoría de la soberanía, las categorías jurídicas desarrolladas por los teóricos del derecho natural desde Hobbes y una teoría
de las virtudes cívicas que reenvía a la República romana y a Maquiavelo.
Debe al iusnaturalismo las nociones de estado de naturaleza y de contrato
social, aunque modifique su sentido. Debe a la tradición republicana el uso
de las nociones de virtud y de patria. Así, la voluntad general no es solamente la fuente de las leyes del Estado, sino que ella misma echa raíces en la
39
Ibid., IV, 8, p. 463 (p. 133).
Ibid., IV, 8, p. 468 (p. 138).
41
La expresión es de Robert Derathé en las notas a su edición del Contrat social, cit., p.
1504. Pero parece considerar esta integración de lo político en el campo de lo sagrado como
una especie de accidente, «estaríamos tentados de ver una extraña confusión de lo profano y
de lo sagrado» (ibid.). En cambio, creo que se trata de un punto central de la filosofía política
de Rousseau.
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virtud de los ciudadanos. Se encuentra un patriotismo y un llamamiento a la
virtud cívica muy en consonancia con Maquiavelo42. Como éste, Rousseau
asocia el amor de la patria y el amor de la libertad43.
Virtud: “Un autor celebre44 ha considerado la virtud como el fundamento de
la república, porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud;
pero, por no haber hechos las distinciones necesarias, este gran genio ha carecido con frecuencia de exactitud, algunas veces de claridad, y no ha visto que, al
se la autoridad soberana en todas partes la misma, el mismo principio debe
prevalecer en todo Estado bien constituido, aunque con algunas pequeñas diferencias, bien es verdad, en función de la forma de gobierno”45.
Patria: “ésta es la condición que garantiza de toda dependencia personal, al entregar a cada ciudadano a la patria; condición ésta que constituye el artificio y el juego de la máquina política, y que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales
sin ello serían absurdos, tiránicos, y estarían sujetos a los más grandes abusos”46.
“Todos tienen que combatir, en caso de necesidad, por la patria; es cierto, pero
en cambio nadie tiene que combatir por sí mismo, ¿y no se sale ganando, al
42
Es sabido que Rousseau cita varias veces a Maquiavelo en el Contrat social y que lo elogia: «Fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado y muy grandes a los pueblos. El príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos», ibid., III, 6 p. 409 (p. 71). Rousseau establece igualmente una relación muy fuerte entre virtud cívica y amor de la patria en los Fragments
politiques: «El amor de la humanidad da muchas virtudes, como la dulzura, la equidad, la
moderación, la caridad, la indulgencia, pero no inspira nada el coraje, ni la firmeza, etc.: y no
les da esta energía que reciben del amor de la patria que las eleva hasta el heroísmo», J. J.
ROUSSEAU, Œuvres complètes, T. III, cit., p. 536. En los fragmentos relativos a la comparación
de las Repúblicas de Esparta y Roma, Rousseau tiene rasgos muy maquiavelianos: «siempre
presto a morir por su país, un Espartano amaba tan cariñosamente la Patria que habría sacrificado la libertad misma por salvarla. Pero jamás los romanos imaginaron que la Patria pudiese sobrevivir a la libertad, ni siquiera a la gloria», Ibid., p. 543. Maquiavelo escribe por
ejemplo: «en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria [della salute de la
patria], no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel,
lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir
aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad», N. MAQUIAVELO, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, cit., p. 249 (p. 433).
43
Cf. la nota sobre Calvino, Contrat social, cit., II, 7, p. 382 (p. 41). Para un examen del
amor a la patria en Maquiavelo, cf. Y. C. ZARKA, “L’amour de la patrie chez Machiavel”, en
Y. C. ZARKA, Figures du pouvoir. Etudes de philosophie politique de Machiavel à Foucault, PUF,
París, 2001, pp. 13–26.
Existe versión española, Y. C. ZARKA, Figuras del poder: estudios de filosofía política de Maquiavelo a Foucault, traducción de Tomás Onaindía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004. [N del T].
44
Se trata de Montesquieu, por supuesto.
45
J. J. ROUSSEAU, Contrat social, cit. III, 4, p. 405 (pp. 66–67).
46
Ibid., I, 7, p. 364 (p. 19).
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arriesgar por lo que garantiza nuestra seguridad, una parte de los peligros que
habría que correr por nosotros mismos, tan pronto como nos fuese aquélla
arrebatada?”47.
Es pues a través de la norma de generalidad, la absolutización y la sacralización del contrato y de la legislación, así como de la composición del
derecho y de la virtud, la manera en la que se plantea el concepto rousseauniano de la soberanía del pueblo. Sin embargo, las condiciones que se acaban de examinar son tan fuertes que hacen imposible la realización histórica
de esta soberanía en su puridad y santidad originarias. De algún modo,
Rousseau hace de la soberanía del pueblo la única forma en acto de la soberanía, pero hace simplemente inaplicable en la historia esta figura de la soberanía: la Revolución Francesa pasará precisamente por la experiencia de
esta imposibilidad. La soberanía del pueblo así absolutizada no puede definir la democracia real. Ésta, para llegar a ser histórica, debería emanciparse
de la absolutización y de la sacralización a las que Rousseau la somete. Esta
tarea será realizada por los pensadores liberales, en particular, Benjamín
Constant y Alexis de Tocqueville.
YVES CHARLES ZARKA
Université René Descartes Paris 5 (Sorbonne)
19, Rue Lahire, 75013 Paris
e–mail: yczarka@vjf.cnrs.fr
47
Ibid., II, 4, p. 375 (p. 33).
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ALGUNAS ESTRATEGIAS PARA LA VIRTUD COSMOPOLITA*
SOME STRATEGIES FOR THE COSMOPOLITAN VIRTUE
OSCAR PÉREZ DE LA FUENTE
Universidad Carlos III de Madrid
Fecha de recepción: 20-12-2005
Fecha de aceptación: 8-1-2006
Resumen:
La virtud cívica está habitualmente asociada a la noción de patriotismo. La
globalización plantea nuevas dimensiones que definen las posiciones del cosmopolitismo genuino, del patriotismo cosmopolita y de la virtud cosmopolita.
En esta última visión, el cosmopolitismo es una virtud moral que desarrolla la
ética de la alteridad, una distancia irónica de la propia tradición, el diálogo
transcultural, un compromiso con la paz y nuevas visiones para los habituales
enfoques sobre la solidaridad humana.
Abstract:
The civic virtue is usually associated to the notion of patriotism. Globalization
deals new dimensions that define the positions of genuine cosmopolitism,
cosmopolitan patriotism and the cosmopolitan virtue. In this last vision, the
cosmopolitism is a moral virtue that developes the ethics of alterity, an ironic
distance of the own tradition, the transcultural dialogue, a compromise with
peace and new visions for the common approaches about human solidarity.
PALABRAS CLAVE: Globalización, virtud cívica, cosmopolitismo, patriotismo
KEY WORDS:
Globalization, civic virtue, cosmopolitism, patriotism
1.
GLOBALIZACIÓN, VIRTUD CÍVICA Y EL DISCURSO DE LAS IDENTIDADES
La globalización se ha convertido en un nuevo paradigma explicativo. En
los tiempos de la Ilustración, se desarrolló durante un siglo un importante ba* Una versión de este artículo se presentó como comunicación en Grupo de trabajo sobre “Multiculturalismo, nacionalismo, derecho y globalización” en el XII Congreso mundial
de Filosofía del Derecho y Filosofía social IVR, “Derecho y Justicia en la sociedad global”, celebrado en Granada del 24-29 de mayo 2005.
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DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 65-100
66
Oscar Pérez de la Fuente
gaje intelectual que posteriormente se tradujo en cambios políticos, sociales,
económicos y culturales. En tiempos de globalización, los cambios en los diferentes ámbitos han precedido al análisis y desarrollo intelectual de la comprensión y teorización del fenómeno global.1 El discurso sobre la globalización se
ha convertido en un ámbito particularmente fértil donde las diferentes ideologías parecen encontrar la confirmación de sus presupuestos teóricos. Por tanto,
parece más adecuado referirse a las globalizaciones y considerar el nuevo escenario global un espacio sobre el que se requiere adoptar una perspectiva.
Una dimensión relevante a analizar en esta serie de procesos múltiples
es cómo afecta la globalización a las diferentes identidades. Es algo que se
podría denominar globalización cultural que traduciría determinados cambios en las percepciones y autocompresiones comunes de los individuos a
partir del nuevo marco global. Algunas de las palabras clave de la nueva
perspectiva tienen que ver con la desterritorialización, la interdependencia y la
hibridación. La primera característica –desterritorialización– afirma, según
Held, el cambio de mentalidad que supone la ruptura entre ‘ambiente físico’
y ‘situación social’ ya la formación debida a los nuevos medios de comunicación de nuevos marcos de significado, experiencias y coincidencias no dependen, como antes, del contacto directo entre las personas. Esto puede tener un ‘impacto pluralizante’ en la formación de las identidades, que se
pueden desligar con mayor facilidad de los lugares y tradiciones particulares.2 La segunda característica –interdependencia– tiene que ver, como sostiene Pareck, con que la tecnología y la posibilidad de viajar libremente tienen implicaciones culturales. Ninguna política cultural puede proteger a
una sociedad de los medios de comunicación internacionales. La gente viaja
por trabajo o como turista e importan y exportan nuevas ideas e influencias.
1
Reyes Mate sostiene: “La globalización tiene muchos padrinos que la han estudiado desde
diferentes puntos de vista. Ulrich Beck es uno de sus más decididos intérpretes. A la interpretación que él ha dado le ha impuesto el nombre de Segunda Modernidad. Kant decía en el celebre
artículo ‘¿Qué es la Ilustración?’ que había que distinguir entre tiempos ilustrados y tiempos de
Ilustración. El suyo, por ejemplo, era ‘el siglo de Federico’, es decir, un tiempo que había apostado
por ponerse en marcha hacia la Ilustración. Tiempos, pues, modestamente ‘de ilustración’ y no todavía (plenamente) ilustrados. Beck repite a su manera esa contención ilustrada de Kant pero insuflándole un entusiasmo desconocido por el filósofo germano. Los años noventa representarían
un paso intermedio entre los tiempos ilustrados y tiempos de ilustración. Es la hora de la Segunda Modernidad”. R. MATE, “Globalización y política”, Isegoría, núm. 22, 2000, pp. 197-206.
2
D. HELD, La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, traducción de Sebastián Mazzuca, Paidós, Barcelona, 1997, p. 156.
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Gracias a todo eso, ninguna sociedad puede mantenerse culturalmente aislada. El proyecto de la unificación cultural donde antiguas sociedades y todos los Estados modernos confían para su estabilidad y cohesión no es viable hoy día.3. La tercera característica –hibridación– hace referencia a que los
tradicionales sistemas de inclusión y exclusión se enfrentan a nuevas situaciones definidas por la hibridación, diversidad y heterogeneidad4 frente a
anteriores cánones de homogeneidad, uniformidad y asimilación. Por tanto,
el discurso de las identidades se comprende en un renovado contexto en la
era de la globalización.
Paradójicamente con las implicaciones que se podrían prever a partir de
estas características globales, en la actualidad, se ha producido un auténtico
resurgimiento identitario. Como afirma Castells, “la identidad proyecto, en el
caso que se desarrolle, surge de la resistencia comunal. Éste es el sentido real
de la nueva primacía de la política de la identidad”5. Frente a una globalización homogeneizadora, cobran protagonismo las definiciones del nosotros con
un referente cercano, particular y movilizador. En la ‘era de la información’
esto tiene un nuevo sentido, ya que, como afirma Castells, “el nuevo poder reside en los códigos de información y en las imágenes de representación en torno a los cuales las sociedades organizan sus instituciones y la gente construye
sus vidas y decide su conducta. La sede de este poder es la mente de la gente”6. La relevancia de las identidades se ha convertido en un elemento destacado de la reflexión intelectual y el debate político en las últimas décadas.
Paralelamente, el discurso de la globalización comporta un referente ineludible, de forma implícita o explícita, en algunas nociones que se relacionan con un viejo valor de la Historia de la Ideas como es cosmopolitismo.
Según Pogge, se puede distinguir un cosmopolitismo legal que está comprometido con un ideal político concreto de un orden global en el que todas las
3
B. PARECK, “Polítical theory and the multicultural society”, Radical Philosophy, mayojunio, 1.999, pp. (27-32). 28.
4
S. B. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, Theory, culture
and society, núm. 19, 2002,pp (45-63) 58.
5
M. CASTELLS, La era de la información, vol. 2. El poder de la identidad, traducción de
Carmen Martínez Gimeno, Alianza, Madrid, 1998, p. 34.
6
Castells continúa afirmando que “por ello, en la era de la información, el poder es al
mismo tiempo identificable y difuso. Sabemos lo que es, pero no podemos hacernos con él
porque es una función de una batalla interminable en torno a los códigos culturales de la
sociedad”. M. CASTELLS, La era de la información, vol. 2. El poder de la identidad, op. cit.,
p. 399.
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personas tienen unos derechos y deberes equivalentes, por tanto, son ciudadanos de una república universal, de un cosmopolitismo moral que sostiene
que todas las personas se encuentran en ciertas relaciones morales con otro:
están obligados a respetar su estatus uno a otro como unidades morales últimas de interés moral –una obligación que impone límites sobre nuestra conducta y, en particular, nuestros esfuerzos para construir esquemas institucionales.7 Desde otra perspectiva, Beck distingue el cosmopolistismo auténtico
del cosmopolitismo inauténtico donde el segundo intrumentaliza la retórica
cosmopolita –de la paz, de los derechos humanos, de la justicia global– con
fines nacional hegemónicos. Como el caso de Stalin con la Internacional comunista y los intereses de la Union Soviética y, últimamente, los Estados
Unidos con el retorno medieval a la Guerra Justa para la imposición global
de los derechos humanos8.
Los transformadores globales, como Held, están en la línea del cosmopolitismo legal que defendería el desarrollo de instituciones mundiales
con poder legislativo, ejecutivo y judicial.9 Sin embargo, existe una tradicional resistencia a contemplar de forma realista esa posibilidad ya que se
correría el riesgo que advierte Scheuerman del leviatán planetario.10 Desde
otra perspectiva, como afirma Greiff los jueces de la última instancia transnacional tendrían una impresionante autoridad en sus manos y se reproducirían a gran escala los problemas de interpretación y discrecionalidad
que han sido analizados para los Tribunales que son última instancia a nivel estatal.11Quizá el referente clásico de este recelo al cosmopolitismo legal, se encuentra en el Kant de la Paz perpetua y su propuesta de la Federa7
También añade las categorías de cosmopolitismo institucional y cosmpolitismo interaccional que complementan las anteriores categorías. T. POGGE, “Cosmopolitanism and sovereignty”, Ethics, vol. 103, núm. 1, 1992, pp (48-75) 49.
8
U. BECK, Poder y contrapoder en la era global, traducción de R. S. Carbó, Paidós, Barcelona, 2004, p. 44.
9
D. HELD, La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, traducción de Sebastián Mazzuca, Paidós, Barcelona, 1997, p. 156.
10
W. E. SCHEUERMAN, “Cosmopolitan democracy and the Rule of Law”, Ratio Iuris,
núm. 4, 2002,p. (439-457) 441.
11
Greiff sostiene que “Auque el derecho publico democrático cosmopolita probablemente daría un impresionante poder legislativo a una variedad de actores políticos trasnacionales, los jueces transnacionales poseen en ultima instancia la impresionante autoridad para
determinar como los derechos constitutivos del Derecho público cosmopolita que son en última instancia concretados e interpretados” P. de GREIFF, “Habermas on Nationalism and
Cosmopolitism”, Ratio Iuris, vol. 15, núm. 4, 2002, p. (418-438), 450.
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ción pacífica de Estados libres y republicanos frente a la idea de un Estado
mundial12.
La articulación de un cosmopolitismo moral tiene diversas implicaciones en contextos institucionales y de argumentación ética en el debate sobre
la globalización. El objetivo de este trabajo es delinear algunas perspectivas
para analizar la virtud cosmopolita como un ámbito relativamente inexplorado de las virtudes públicas que son relevantes en el discurso democrático.
La ética de las virtudes no tiene demasiada popularidad actualmente, frente
a los modelos de éticas deontológicas y éticas consecuencialistas13. Algunos
autores contemporáneos que reivindican la ética de las virtudes son Nussbaum14, MacIntyre15 y Camps16. Etimológicamente, la virtud –o la areté– es
aquello que una cosa debe tener para funcionar bien y para cumplir satisfactoriamente el fin a que está destinada.17Por tanto, argumenta Camps, también los seres humanos, en tanto que son personas, han de poseer unas cualidades, unas virtudes, que pongan de manifiesto su “humanidad”.Y la
moral –o la ética– no es sino el conjunto de las virtudes o la reflexión sobre
ellas: la serie de cualidades que deberían poseer los seres humanos para serlo de veras y para formar sociedades igualmente “humanas”18.
12
Llano afirma que “Kant pretende conjurar el peligro inherente a la instauración de un
gobierno mundial único que, finalmente, pudiera degenerar en un puro despotismo, o lo que
es igual, “en el cementerio de la libertad”. Kant parece preferir la separación de los pueblos
en unidades nacionales antes que la confusión de éstos en un solo Estado mundial uniformizador e insensible a sus diferencias.” F. LLANO ALONSO, El humanismo cosmopolita de Inmanuel Kant, Cuadernos del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, Dykinson,
p. 78.
13
McDonald caracteriza el enfoque habitual de las posiciones éticas que contrapone el
deontologismo al consecuencialismo.El consecuencialismo se cuestiona si La acción X produce buenos resultados? Maximiza la satisfacción?”En cambio, el enfoque deontológico se pregunta: Debo hacer la acción X? es correcta? Estoy obligado a ello?. Finalmente, la ética de las
virtudes considera si¿Es la accion X compatible con ser una persona virtuosa?” L. C. McDONALD, “Theree forms of political ethics”, The Western Political Quaterly, vol 31, núm. 1, 1978,
p (7-18) 15.
14
M. NUSSBAUM, La fragilidad del bien, Fortuna y ética en la tragedia y la filosofia griega,
traducción de Antonio Ballesteros, La Balsa de la Medusa, Madrid, 2003.
15
A. MACINTYRE, Tras la virtud, traducción de Amelia Valcárcel, Crítica, Barcelona,
1987.
16
V. CAMPS, Virtudes públicas, Espasa, Madrid, 1990.
17
V. CAMPS, Virtudes públicas, cit., p. 17.
18
V. CAMPS, Virtudes públicas, cit., p. 17.
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La actual revitalización del discurso sobre la relevancia de las virtudes
públicas está relacionada con las nuevas versiones del republicanismo cívico.19La participación activa de los ciudadanos es uno de los elementos definitorios de esta versión democrática del autogobierno de los asuntos públicos. Las virtudes cívicas son reivindicadas como disposiciones morales que
construyen una esfera pública participativa, donde los ciudadanos de implican efectivamente en el bien común. Tradicionalmente se ha concebido que
una de las virtudes cívicas más destacadas es el patriotismo. Cabe plantearse si la globalización cultural que supone desterritorialización, interdepedencia e hibridación no afecta a carácter y orientación de la virtudes cívicas
en las actuales sociedades democráticas. Este es el trasfondo de este trabajo
al plantear la necesidad de considerar la relevancia de la virtud cosmopolita
como parte integrante de las virtudes públicas a considerar en el contexto de
la globalización.
El ejercicio de la virtud cosmopolita supondría el término medio entre
los excesos del cosmopolitismo abstracto –que se confunde con una simple
retórica bienintencionada– y del particularismo excluyente, en cada una de
sus posibles manifestaciones religiosas, nacionalistas o comunitarias. Lo que
caracteriza al cosmopolitismo es un particular análisis que replantea las ha19
Alguna bibliografía sobre republicanismo se encuentra en Mª C. BARRANCO AVILES, “El concepto republicano de libertad y el modelo constitucional de derechos fundamentales”, Anuario de Filosofía del Derecho, núm. XVIII, 2001, pp. 205-226; G. BOCK, Q. SKINNER,
M. VIROLI, (comp.), Machiavelli and republicanism, Cambridge University Press, 1990; V.
CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid, 1990; V. CAMPS, y S. GINER, El interés común, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992; A. DOMENECH, De la ética a la política, Crítica, Barcelona, 1989; S. GINER, “Las razones del republicanismo”, Claves de la razón
práctica, núm. 81, abril, 1998; S. GINER, “La estructura social de la libertad republicana”, en J.
RUBIO CARRACEDO, J. Mª ROSALES, M. TOSCANO MÉNDEZ, Manuel, Retos pendientes
en ética y política, Trotta, Madrid, 2002, pp. 65-86; F. OVEJERO, “Democracia liberal y democracias republicanas”, Claves de la razón práctica, núm. 111, pp. 18-30, 2001; F. OVEJERO,
“Tres ciudadanos y el bienestar”, La Política, núm. 3, 1997, pp. 93-116; P. PETTIT, Republicanismo, traducción de Toni Domenech, Paidós, Barcelona, 1999; R. VARGAS MACHUCA, “El
liberalismo republicano, los modelos de democracia y la causa del reformismo”, en J. RUBIO
CARRACEDO, J. Mª ROSALES, M. TOSCANO MÉNDEZ, Retos pendientes en ética y política,
Trotta, Madrid, 2002, pp. 87-106; J. RUBIO CARRACEDO, ¿Democracia republicana versus
democracia liberal?, en J. RUBIO CARRACEDO, J. Mª ROSALES, M. TOSCANO MÉNDEZ,
Retos pendientes en ética y política, Trotta, Madrid, 2002, pp. 133-150; M. VIROLI, Por amor a la
patria, traducción de Patrick Alfava MacShane, Acento, Madrid, 1997; M. VIROLI, La sonrisa
de Maquivelo, traducción de Atili Pentimall, Barcelona, Tusquets, 2000.
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bituales connotaciones de los discursos identitarios y, en especial, de las visiones de la alteridad, defendiendo como horizonte moral relevante a la Humanidad en su conjunto. Esta virtud comprende una serie de prácticas y
disposiciones morales que sirven para negar como fundamentación moral
válida al etnocentrismo y, a la vez, negar la fundamentación moral válida al
relativismo. Los excesos identitarios pueden llevar al racismo, al fundamentalismo religioso o cultural ya que construyen una imagen esencialista y distorsionada de la alteridad, convirtiendo la diferencia en un estigma. El relativismo
tampoco es una solución viable ya que afirmando la incomensurabilidad radical entre culturas, niega la posibilidad de fundamentar valores universales,
lo que convierte el diálogo y la comunicación intercultural en un ejercicio innecesario.
El concepto de virtud cosmopolita ha sido desarrollado por Turner que
considera que incluye un conjunto de virtudes como la consideración por
otras culturas, la distancia irónica de la propia tradición y obertura a la crítica transcultural.20 En este trabajo se perfilarán algunas perspectivas que desarrollan esta noción, aunque apartándose de algunas implicaciones de la
propuesta de Turner. Básicamente la virtud cosmopolita se corresponde con
la distancia irónica de la propia tradición y la consideración por otras culturas. La conclusión de este análisis está en la línea de considerar nuevas dimensiones para la solidaridad en un mundo global que se corresponden como el ejercicio de las virtudes cosmopolitas.
2.
DISTANCIA IRÓNICA DE LA PROPIA TRADICIÓN
El cosmopolitismo es una idea que tiene su origen en la Grecia clásica,
que suele mostrarse como antítesis del nacionalismo. Esto, lejos de estar claro, ha permitido desarrollar un rico y denso debate intelectual. Para ofrecer
un panorama, a continuación se caracterizará al cosmopolitismo genuino, al
patriotismo cosmopolita y, finalmente, la virtud cosmopolita.
2.1.
Cosmopolitismo genuino
La etimología del término “cosmopolita” hace referencia a la noción de ser
ciudadano del mundo. Este enfoque se ha trasladado, desde varias perspectivas, a la
20
S. B. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, op. cit., p. 60.
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consideración la relevancia de la Humanidad como referente moral básico y a la
afirmación de la arbitrariedad de las consecuencias institucionales de las diferencias basadas en la identidad particular de los seres humanos. Estas visiones pueden considerarse genuinamente cosmopolitas, aunque otros rótulos podrían ser
cosmopolitismo universalista, mundial, humanista o extremo. Esta visión se encuentra en la tradición estoica, como muestra Séneca cuando afirma que “importa
menos dónde vas que con qué disposición vas. Por eso nos debemos consagrar el
alma a un solo lugar. Hay que vivir con esta convicción: “No nací en único rincón,
mi patria es el mundo entero” 21. Una reformulación de esta visión la ha realizado
Nussbaum que sostiene que las circunstancias del nacimiento son un accidente22
y las fronteras nacionales son algo moralmente irrelevante a lo que, sin embargo,
se le confiere habitualmente “un falso aire de gloria y peso moral”23. Según esta
visión, la máxima lealtad se debe otorgar a la comunidad moral constituida por
todos los seres humanos24. Su programa cosmopolita incluye una educación
abierta a la diversidad, aumento de la cooperación internacional, reconocimiento
de obligaciones morales con el resto del mundo y coherencia en la argumentación
moral ya que “de otro modo, no hacemos sino educar una nación de hipócritas
morales que hablan el lenguaje del universalismo pero cuyo universo, por el contrario, tiene un alcance restringido e interesado.”25 .
21
SENECA, Ideario extraido de las Cartas a Lucilio, Península, Barcelona, 1995, p. 27.
Nussbaum sostiene que “el accidente de donde se ha nacido no es más que esto, un
accidente; todo ser humano ha nacido en alguna nación. Una vez admitido esto, sostenían
sus sucesores estoicos, no deberíamos permitir que diferencias de nacionalidad, de clase, de
pertenencia étnica erijan fronteras entre nosotros y nuestros semejantes”. M. NUSBAUM,
“Patriotismo y cosmopolitismo”, en M. NUSSBAUM, , Los límites del patriotismo”, traducción
de Carme Castells, Paidós, Barcelona, 1999, p. (13-32) 18.
23
Nussbaum afirma que “Si nos contemplamos a nosotros mismos con la mirada del
otro, veremos lo que en nuestras prácticas hay de local y no esencial, así como lo que es más
amplia y profundamente compartido. La ignorancia de nuestra nación en cuando se refiere a
la mayor parte del resto del mundo es apabullante. En mi opinión esto significa también que,
en muchos casos e importantes aspectos, es ignorante respecto a si misma”. M. NUSSBAUM,
“Patriotismo y cosmopolitismo”, op. cit., p. 22.
24
M. NUSSBAUM, “Patriotismo y cosmopolitismo”, op. cit., p. 18.
25
Nussbaum basa su programa cosmpolita en cuatro puntos: “a) La educación cosmopolita nos permite aprender más acerca de nosotros mismos b)Avazamos resolviendo problemas que requieren la cooperación internacional c)Reconocemos obligaciones morales con el
resto del mundo que son reales y de otro modo pasarían desapercibidas d)Elaboramos argumento sólidos y coherentes basados en las distinciones que estamos dispuestos a defender.”
M. NUSSBAUM, “Patriotismo y cosmopolitismo”, op. cit., p. 22-26.
22
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El discurso cosmopolita pone en cuestión la legitimidad de sostener en
exclusiva lealtades particulares, habitualmente es considerado un sinónimo
de crítica al nacionalismo. Esto supone que, si todos los seres humanos son
igualmente dignos de consideración y respeto, las exclusiones que se justifican en fronteras son moralmente arbitrarias. Es una exigencia coherente con
el universalismo ético considerar como referente a la Humanidad en su conjunto. La cuestión es que si alguien se pregunta “¿quién soy?” es difícil que
su única respuesta haga referencia a su pertenencia al género humano. Las
dimensiones de la identidad forma parte de las auto comprensiones habituales de los individuos y existen argumentos que afirman su relevancia
moral y su traslación política en desarrollos institucionales. Las identidades
son particulares y algunas suponen un sentido de pertenencia para los seres
humanos. Lo relevante es que toda identidad necesariamente supone una
alteridad. El círculo del nosotros excluye a los otros. Como señala Thiebaut
“eso es, precisamente, lo que puede cuestionarse, lo que puede no desearse,
no aceptarse. El cosmopolita cuestiona que nuestra identidad tenga que hacerse por lo que excluye y busca una pertenencia no hecha de exclusiones.”26
Esto significa una redefinición de las habituales connotaciones de la identidad, pertenencia y exclusión. La cosmopolita, según Thiebaut, sería una forma de pertenencia, sin exclusiones, que habita una identidad de forma modal, en una distancia reflexiva27. Una vez más, el cosmopolita niega la
noción de frontera y niega que las pertenencias definan un territorio28. Este
planteamiento ha sido considerado una antítesis de la argumentación nacionalista, sin embargo, actualmente tiene un nuevo escenario en la globalización, donde de forma coherente con sus planteamientos, el enfoque cosmopolita debería abogar por un una ciudadanía mundial, gobierno mundial,
26
C. THIEBAUT, “Cosmopolitismo y experiencia”, Revista La Laguna, número extraordinario, 1999, p. (101-119) 112.
27
Thiebaut afirma que “La hipótesis cosmopolita diría que todo territorio, que cualquier
territorio, puede ser el espacio de una identidad y que no hay limites de entrada respecto a
cual deba ser el territorio de la humanidad. El cosmopolitismo es una manera de habitar lo
local, cualquier localidad, habitándolo sin exclusiones; pero no es, por ello mismo, un territorio. Mientras el particularista define su pertenencia por el territorio(sus espacios de creencias)
y hace de su identidad algo ontológico, el cosmopolita define su pertenencia por una manera
de habitar éste y cualquier territorio y hace, por lo tanto, de su identidad algo modal; se define por cómo habite y crea –en la distancia reflexiva, diremos-aquello que habite y crea”C.
THIEBAUT, “Cosmopolitismo y experiencia”, op. cit., p. 113.
28
C. THIEBAUT, “Cosmpolitismo y experiencia”, op. cit, 113.
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un parlamento mundial, un tribunal mundial y una opinión pública mundial.29
Otra perspectiva crítica respecto del valor de la identidad del cosmopolitismo genuino, la propone Waldron cuando considera que el cosmopolita rechaza pensar en sí mismo como definido por su localización, sus ancestros, su ciudadanía o su lenguaje. Puede vivir en San Francisco y tener ancestros
irlandeses, no cree que su identidad esté comprometida cuando aprende español, come en un restaurante chino, lleva ropa hecha en Corea, escucha arias de
Verdi cantadas por una princesa Maori en un equipo de música japonés, sigue
la política ucraniana y practica con técnicas de relajación budista. Es una criatura de la modernidad, consciente de vivir en un mundo compuesto y en un yo
compuesto30. La estrategia cosmopolita no es negar el papel de la cultura en la
constitución de la vida humana, pero sí cuestiona, primero, la asunción de que
el mundo social está dividido en culturas particulares y distintas, una por cada
comunidad y, segundo, la asunción de que cada persona necesita, al menos,
una de estas entidades –una cultura única y coherente– para dar forma y sentido a su vida31. Para un cosmopolita, “necesitamos significados culturales, pero
no necesitamos marcos culturales homogéneos: necesitamos entender nuestras
elecciones en el contexto de poder estructurar todas ellas. En pocas palabras, necesitamos cultura, pero no necesitamos integridad cultural”32. Esta argumentación parte la consideración de que el proceso de globalización supone que las
identidades se comprenden de forma híbrida e interdependiente. El objetivo de
la integridad cultural es considerado una culturización de la idea que no es función del Estado determinar cuál es la verdadera fe, en la línea del liberalismo
igualitario frente a posiciones culturalistas liberales y multiculturalistas.33
Este planteamiento recibe algunas críticas ya que, hoy por hoy, el papel
de las identidades particulares en la vida moral de los sujetos es considerado de forma relevante en el discurso moral, en las relaciones políticas y en el
desarrollo institucional. Algunas posiciones sostienen que mantener una
29
Esta sería la tesis del cosmopolitismo legal que se ha explicado en el punto anterior
Globalización, virtud cívica y discurso de las identidades.
30
J. WALDRON, “Minority cultures and cosmopolitan alternative”, en KYMLICKA,
Will, The right of minority cultures, Oxford University Press, 1.996., p. 95.
31
J. WALDRON, “Minority cultures and cosmopolitan alternative”, op. cit., p. 105.
32
J. WALDRON, “Minority cultures and cosmopolitan alternative”, op. cit., p. 108.
33
Estas ideas se desarrollan ampliamente en O. PEREZ DE LA FUENTE, Pluralismo cultural y minorías.Una aproximación iusfilosófica, Dykinson, Madrid, 2005.
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práctica moral cosmopolita suponen comprometerse con tenues lazos de solidaridad, frente a color y la pasión de la lealtad patriótica.34 La conjugación
moral del nosotros se ha producido históricamente en círculos más cercanos
que el de la Humanidad. El cosmopolita genuino mantiene el universalismo
de forma estricta como su mayor baluarte moral. Algunas posiciones ponen
en cuestión que en la vida moral de los seres humanos no se particularice, de
forma implícita o explícita, este proclamado universalismo35. Algunos podrían sostener que este cosmopolitismo genuino, a la espera de las instituciones mundiales, sólo estaría al alcance de los seres noumenales kantianos.36
Sin embargo, el discurso cosmopolita aborda el tema característico de la
globalización: los seres humanos habitamos un solo mundo.37
1.2.
Patriotismo cosmopolita
Algunos ven en el cosmopolitismo genuino un ideal impracticable y a la vez
necesario. El vocabulario moral de la identidad afirma que la traducción política
del sentido de pertenencia debe corresponderse con una institucionalización
particular, que históricamente ha tenido una de sus formas en el Estado-nación.
En este sentido, la legitimidad de los valores de la esfera pública se ha afirmado
en términos universalistas, aunque sustentada en prácticas particularistas respecto a la identidad nacional y los derechos de los nacionales. Como es fácilmen34
Nussbaum afirma que “El patriotismo está teñido de colorido intensidad y pasión
mientras el cosmopolitismo parece tener que enfrentarse a la ardua tarea de excitar la imaginación. .” M. NUSSBAUM, “Patriotismo y cosmopolitismo”, op. cit., pag 27.
35
Himmelfarb sostien que “Por encima de todo, lo que el cosmopolitismo oculta, e incluso niega, son los dones que la vida nos da: parientes, ancestros, familia, raza, religión, herencia, historia, cultura, tradición, comunidad y.. y nacionalidad. Estos no son atributos accidentales del individuo. Son atributos esenciales" G. HIMMELFARB, “Las ilusiones del
cosmpolitismo” en M. NUSSBAUM, Los límites del patriotismo, cit., pp 91-96, 96.
36
Himmelfarb afirma que “Otorgar nuestra “lealtad fundamental” al cosmopolitismo es intentar trascender no sólo la nacionalidad, sino todas las verdades, particularidades y realidades de la vida que constituyen la propia identidad natural. El cosmopolitismo tiene una aureola de bondad y de altruismo, pero es una ilusión, y es también, como
todas las ilusiones peligroso” G. HIMMELFARB, “Las ilusiones del cosmopolitismo”, op.
cit., p. 96.
37
Singer articula sus reflexiones sobre la ética de la globalización en torno a las consideraciones sobre: un mundo cambiante, una sola atmósfera, una sola economía, una sola ley,
una sola comunidad. En P. SINGER, Un solo mundo. La ética de la globalización, traducción de
Franciso Herreros, Paidós, Barcelona, 2003.
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te comprensible la conjugación simultánea del universalismo y el particularismo
presenta una amplia gama de matices y perspectivas, que ponen su acento de
forma diferenciada según el trasfondo de su argumentación. Existen una serie de
posiciones que afirman la importancia del patriotismo conjuntamente con un referente cosmopolita, sin embargo difieren en cómo se articulan estos conceptos.
Básicamente, de forma gráfica, se podría clasificar estas visiones en patriotas, por
tanto, cosmopolitas –Habermas– y patriotas, y además, cosmopolitas –Taylor–.
La primera versión afirma que la esfera pública se configura en torno a
un consenso de valores procedimentales que son universales como la libertad y la igualdad. Habermas afirma que a los ciudadanos les debe unir un
vínculo estrictamente político en la formulación de un patriotismo de la Constitución. Esto supone una cultura política común, en su visión posnacional,
que no se define en términos étnicos, lingüísticos o culturales.38 Este es un
patriotismo, por tanto, cosmopolita ya que si se establece un patriotismo basado
en valores universales, el cosmopolitismo debe ser una exigencia lógica del
discurso. En efecto, Habermas es partidario de un Derecho cosmopolita que
vincule a los sujetos jurídicos individuales39, en el establecimiento del parlamento mundial, en la construcción de la justicia mundial y en la obligada reorganización del Consejo de Seguridad40. En esta línea Habermas afirma
38
Habermas afirma que “la tendencia a traincherarse en sí mismas de subculturas aparentemente homogeneas puede justificar el recurso al esbozo de comunidades imaginarias o
reales. De esta forma siempre se conectan en el proceso de construcción de diferencias internas nuevas formas de vida colectiva y proyectos de vida individual. Ambas tendencias refuerzan en el interior del Estado-nación las fuerzas centrífugas y agotan las reservas de solidaridad civil si no se consigue deshacer la simbiosis histórica entre republicanismo y
nacionalismo, y asentar las convicciones republicanas de la población sobre el nuevo fundamento que representa el patriotismo de la Constitución.” J. HABERMAS, La constelación posnacional, traducción de Pere Fabra, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 102-103.
39
Habermas afirma que “El quid del derecho cosmopolita consiste mas bien en que pasando
por encima de las cabezas de los sujetos colectivos del derecho internacional alcanza la posición
de los sujetos jurídicos individuales y fundamenta para éstos la pertenencia no mediatizada a la
asociación de ciudadanos del mundo libres e iguales J. HABERMAS, “La idea kantiana de paz
perpetua. Desde la distancia histórica de doscientos años”, Isegoria, núm. 16, 1997, p. (61-90) 74.
40
Habermas sostiene que “la retórica del universalismo contra el que se dirige esta crítica se
encuentra su expresión en las propuestas sobre la necesidad de que las Naciones Unidas se constituyen en una “democracia cosmopolita”. Las propuestas de reforma se concentran en tres puntos: en el establecimiento del parlamento mundial, en la construcción de la justicia mundial y en
la obligada reorganización del Consejo de Seguridad.” J. HABERMAS, “La idea kantiana de paz
perpetua. Desde la distancia histórica de doscientos años”, op. cit., p. 78.
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que “el estado cosmopolita ya ha dejado de ser un puro fantasma, aun cuando nos encontremos bien lejos de él. El ser ciudadano de un Estado y el ser
ciudadano del mundo constituyen un continuum cuyos perfiles empiezan ya
al menos a dibujarse.”41 Es interesante ver como Habermas se aparta del antecedente kantiano y es partidario de la configuración de un derecho cosmopolita, frente a la visión de Rawls de un Derecho de gentes 42.
Este patriotismo de la Constitución, por ende, cosmopolita, es una síntesis de perspectivas que puede ser criticado desde el cosmopolitismo genuino y desde el patriotismo con referente identitario. En el primer sentido,
Thiebaut afirma que el patriotismo de la constitución, analizado de forma
estricta, es un oximoron ya que la emoción que suscita la justicia carece de
territorio: “seríamos patriotas de toda constitución democrática”. Aunque,
añade Thiebaut, no quiere decir que su intento no sea certero43. En el segundo sentido, Taylor considera que el patriotismo es una identificación común
con una comunidad histórica fundada en determinados valores44. Frente al
modelo procedimental, Taylor considera que estos valores deberían ser nacionales, culturales y lingüísticos. En este sentido, define el patriotismo como un amor de lo particular45.Esta visión reivindica la relevancia moral de
41
J. HABERMAS, Facticidad y validez, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Trotta,
Madrid, 2000, p. 643.
42
Habermas afirma que “El concepto kantiano de asociación de naciones respetuosa a la
larga con la soberanía de los Estados no es consistente. El derecho cosmopolita debe estar tan
institucionalizado que vincule a los diferentes gobiernos. La comunidad internacional debe
poder obligar a sus miembros, bajo amenazas de sanciones, al menos a un comportamiento
acorde con el derecho.” J. HABERMAS, “La idea kantiana de paz perpetua. Desde la distancia histórica de doscientos años”, op. cit. ,p. 72.
43
Thiebaut afirma que “El concepto tenso, casi imposible de “patriotismo de la constitución”(imposible pues la emoción que suscita la justicia carece de territorio: seríamos patriotas
de toda constitución democrática) intenta anclar en un territorio(una nación, un estado) una
forma de vinculo afectivo que, no obstante, es negado en la distancia de la justicia. Pero, que
se un concepto casi imposible(es, estrictamente, un oximoron) no quiere decir que su intento
no sea certero” C. THIEBAUT, Cosmopolitismo y experiencia, op. cit, p. 105.
44
Taylor afirma que C. TAYLOR, Argumentos filosóficos, Ensayos sobre el conocimiento, el
lenguaje y la modernidad, traducción de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1997, p. 262.
45
Taylor afirma que “Hemos de recordar que el patriotismo implica algo más que principios
morales convergentes; se trata de una lealtad común a una comunidad histórica particular. Apreciarla y sostenerla ha de ser un objetivo común y es algo más que mero consenso en la regla de derecho. Dicho de otro modo, el patriotismo implica, más allá de los valores convergentes, una
amor de lo particular. Apoyar este específico conjunto de instituciones y formas históricas es y
debe ser un fin común socialmente aprobado.” C. TAYLOR, Argumentos filosoficos, op. cit., p. 260.
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la identidad cultural para la configuración de la esfera pública que necesariamente debe realizar determinadas opciones culturales ya que no puede
permanecer neutral culturalmente. Taylor afirma que, en el mundo moderno, no podemos hacer nada sin el patriotismo46.
El patriotismo cosmopolita no es ajeno a las lealtades particulares. En algunos pasajes, Habermas destaca la relevancia de circunstancias particulares en configuración los valores de la esfera pública del Estado constitucional.47 En este sentido, Eusebio Fernández, que ha desarrollado la idea de
patriotismo cosmopolita, afirma que: “en definitiva, lo que me produce gran
zozobra es que se desee crear un futuro de ciudadanos desarraigados. Los
valores cosmopolitas nunca van a poder sustituir al ideal de pertenencia comunidades más pequeñas, comunidades con las que nos identificamos y
que conforman el contexto de nuestra existencia cotidiana”48. El patriotismo
de la Constitución, por ende, cosmopolita conjuga el lenguaje moral del universalismo, que conlleva necesariamente una dimensión cosmopolita, pero
no puede olvidar fácilmente en su argumentación las dimensiones particulares y las pertenencias que inevitablemente aborda.
La segunda versión, patriotismo, y además, cosmopolita se basa en una visión tradicional en el republicanismo cívico del papel del patriotismo. En la
línea de Maquiavelo, Viroli propone distinguir entre el patriotismo –que defendería las instituciones y la libertad comunes– y el nacionalismo –cuyo objetivo sería la homogeneidad étnica, cultural y lingüística–. El patriotismo
formaría parte de la virtud cívica apelando a la unidad política de la república, sustentada además en los significados compartidos de la cultura en
común. Viroli afirma que “el amor al bien común y el amor a la patria que
46
C. TAYLOR, “Por qué la democracia necesita del patriotismo” en M. NUSSBAUM, Los
límites del patriotismo, op. cit., p. 145.
47
Habermas afirma que “el concepto autoreferencial de autodeterminación colectiva señala el espacio lógico que ocupan los ciudadanos unidos democráticamente como miembros
de una particular comunidad política. Y aunque tal comunidad se constituya a partir de los
principios universalistas del Estado constitucional del Estado constitucional democrático, desarrollará una identidad colectiva, de modo que los principios universalistas serán interpretados y puestos en práctica a la luz de su historia y en el contexto de sus formas de vida. Esta
autocomprensión ético-política de los ciudadanos de una determinada comunidad política es
la que le falta a una comunidad de ciudadanos del mundo inclusiva” J. HABERMAS, La constelación posnacional, op. cit, p. 140.
48
E. FERNÁNDEZ, Dignidad humana y ciudadanía cosmopolita, Dykinson, Madrid, 2001,
p. 14.
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Maquiavelo pone en el centro de la virtud cívica es de hecho amor a la libertad y las leyes que la protegen”49. Sin embargo, Viroli se distancia del patriotismo de la Constitución ya que “una república puramente política conseguiría el consentimiento en filosofía, pero no generaría ninguna vinculación ,
ningún amor, ningún compromiso. Para generar y sustentar este tipo de pasiones se debe apelar a la cultura común, a la memoria compartida”50. En la
disyuntiva entre el camino de la libertad y el camino de la homogeneidad,
Viroli se decanta por la primera opción pero con el significativo matiz de
considerar este patriotismo de la libertad común es un amor particular, que
no es exclusivo, ya que “es el amor a la libertad común del pueblo fácilmente se extienden más allá de las fronteras nacionales y se transforma en solidaridad”.51 Este planteamiento adolece de ambigüedades ya que parte de la
noción de pueblo, situando al patriotismo no estrictamente en términos de
vinculación política, sino en referencia a una cultura y memoria común, que
49
M. VIROLI, Por amor a la patria, traducción de Patrick Alfaya MacShane, Acento, Madrid, 1997, p. 50.
50
Viroli afirma que “una buena republica que de verdad quiere serlo de todos no necesita unidad cultural, o moral o religiosa; necesita otro tipo de unidad, principalmente una unidad política sustentada por el nexo con el ideal de republica. Aquí quiero resaltar que no
quiero decir amor a la republica en general o vinculación a una republica impersonal basada
en valores universales de libertad y justicia. Quiero decir vinculación a una republica en particular como su forma particular de vivir en libertad. Una república puramente política conseguiría el consentimiento filosofía, pero no generaría ninguna vinculación , ningún amor,
ningún compromiso. Para generar y sustentar este tipo de pasiones se debe apelar a la cultura común, a la memoria compartida. Pero si esta apelación tiene la libertad como objetivo, se
debe recurrir a la cultura que emana de la practica de la ciudadanía y que se sustenta en las
memorias compartidas del compromiso con al libertad, el criticismo social y la resistencia
contra la opresión y la corrupción. No hay necesidad de fortalecer la unidad religiosa y moral, la homogeneidad étnica, o la pureza lingüística” M. VIROLI, Por amor a la patria, op. cit.,
pp. 29-30.
51
Viroli afirma que “Para encontrar solución a este dilema, debemos reexaminar los trabajos de los teóricos republicanos que definen la virtud cívica o política como el amor a una
patria, entendiéndolo, no como una vinculación a la unidad cultural, étnica y religiosa de un
pueblo, sino como amor a la libertad común y a las instituciones que lo sustentan. Es un amor
particularista, ya que es el amor a la libertad común de un pueblo en particular, apoyado en
instituciones con una historia particular que tiene para ese pueblo significado, o significados
particulares que inspiran y a cambio se sustentan en una forma de vida y cultura particulares. Porque es un amor de lo particular es posible, pero porque es amor a una forma de libertad en particular no es exclusivo: es el amor a la libertad común del pueblo fácilmente se extienden más allá de las fronteras nacionales y se transforma en solidaridad.” M. VIROLI, Por
amor a la patria, op. cit. , pp. 28-29.
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comporte la movilización de los ciudadanos. Aunque Viroli insiste en que el
objetivo no es asegurar la italianidad de los italianos, sino incluir los valores
de la ciudadanía democrática en la cultura del pueblo52, sus presupuestos,
bagajes y argumentación acaba por situar la distinción entre nacionalismo y
patriotismo en un continuum que requiere ser matizado. Lo relevante, desde
la perspectiva cosmopolita, es que este patriotismo puede comportar solidaridad más allá de las fronteras nacionales.53 El cosmopolita genuino realiza
una crítica de la noción de frontera, mientras este patriotismo afirma las
fronteras, y además, puede sostener solidaridades cosmopolitas.
Frente a tradicional visión que consideraba que nacionalismo y cosmopolitismo era una clara antítesis, recientemente se han realizado esfuerzos
por considerar que ambas perspectivas tienen un ámbito de compatibilidad.
De la intersección de las diversas gramáticas morales que afirman la relevancia de la identidad nacional y las que afirman valores cosmopolitas, surge la consideración que la moralidad se entendería en forma de círculos concéntricos que empezarían en las lealtades más particulares a las más
universales. Como sostiene Walzer, “un particularismo que excluye otras lealtades más amplias es una invitación a la conducta inmoral, pero lo mismo hace el cosmopolita que invalida otras lealtades más estrechas”54. El horizonte
moral en la globalización comprende nuevos matices, una inexorable perspectiva más compleja y la constatación que los enfoques unidimensionales pierden una parte significativa del panorama.55
52
Viroli afirma que “Necesitamos, por expresarlo con sencillez, patriotismo, y debemos
al mismo tiempo ayudar a reducir, más que invocar, la identificación con los valores etnoculturales. No deberíamos reforzar la italianidad de los italianos o fortalecer su unidad étnica o
cultural, sino más bien centrarnos en los valores políticos de la ciudadanía democrática y presentarlos y defenderlos como valores que forman parte de la cultura del pueblo”, M. VIROLI,
Por amor a la patria, op. cit., p. 217.
53
Viroli sostiene que “si el amor a la libertad común, el patriotismo se puede traducir en
solidaridad más allá de las fronteras nacionales. Todos los oprimidos son compañeros del patriota. El amor a la patria refuerza su capacidad de reconocimiento; le permite a él o a ella reconocer a un extranjero como a un compañero en la lucha común por la libertad” M. VIROLI,
Por amor a la patria, op. cit., p. 181
54
M. WALZER, “Esferas de afecto”, en M. NUSSBAUM, (ed.), Los límites del patriotismo,
op. cit., p. (153-155) 155.
55
Taylor afirma que “Creo que no nos queda otra opción que ser cosmopolitas y patriotas, lo que significa luchar por un patriotismo abierto a las solidaridades universales, contra
otros patriotismo mas cerrados”, C. TAYLOR, “Por que la democracia necesita del patriotismo” en M. NUSSBAUM, Los límites del patriotismo, op. cit, p. 147.
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El cosmopolita genuino es criticado por los exiguos resultados de la institucionalización en un sentido cosmopolita56 y por ofrecer un discurso que
recela de las identidades cercanas, que movilizan a los individuos. Mientras
que el discurso nacionalista extremo se basaría en un etnocentrismo indubitado que sólo se explica con una referencia exclusivamente particularista
que afirmaría los lemas “con mi país tenga o no razón” o “Deutschland über
alles”57. En este contexto, como sostiene Kymlicka, el nacionalismo liberal
comportaría una redefinición del cosmopolitismo. Ambos tienen como verdaderos enemigos la xenofobia, la intolerancia, la injusticia, la patriotería, el
militarismo, el colonialismo, y comparten puntos comunes como un rechazo
de la xenofobia, un compromiso con la tolerancia y el interés del destino de
los seres humanos que habitan tierras lejanas. Kymlicka afirma que “como
he tratado de mostrar, no hay razón alguna para que el nacionalismo liberal
no pueda encarnar esas virtudes cosmopolitas”58.
Algunos pueden considerar que combinar nacionalismo y cosmopolitismo es un oxímoron que sólo se sostiene a base de una retórica bienintenciona56
Walzer no se considera un ciudadano del mundo, “ni siquiera tengo conciencia de
que haya un mundo del que pueda ser ciudadano. Nadie me ha ofrecido nunca esa ciudadanía, ni me ha descrito el proceso de naturalización, o me ha inscrito en las estructuras institucionales de ese mundo, ni me ha explicado los procesos de toma de decisiones (espero que
sean democráticos), me ha ofrecido una lista de derechos y deberes de esa ciudadanía, o me
ha mostrado su calendario y las festividades y celebraciones comunes de sus ciudadanos” en
M. WALZER, “Esferas de afecto”, op. cit, p. 153.
57
Nathanson afirma que “los nacionalistas extremos creen que el bienestar de su nación
es el mas significativo de todos los valores y que no hay nada que tenga prioridad ante su
procura. Tratan de dominar a otras naciones, creen que su nación es superior a las demás y
consideran que cualquier acción que promueva los intereses de su propia nacion esta justificada. Este es el nacionalismo que sugieren eslóganes como el de “Deutschland über alles” y el
de “con mi país, tenga o no razón”.
Los nacionalistas moderados creen que fomentar el bienestar de su nación es muy importante, pero reconocen dos cosas que los nacionalistas extremos no admiten. Estas dos cosas
son, en primer lugar, que la moralidad impone límites a la procura de todos los objetivos humanos y, de este modo, prohibe determinados medios de fomentar el bienestar nacional; y,
en segundo lugar, que las personas que no son miembros de la nación son objetos provistos
de valor moral, con legítimos intereses y derechos propios”, S. NATHANSON, “El nacionalismo y los límites del humanismo global” en R. McKIM, y J. McMAHAN, La moral del nacionalismo, Gedisa, Barcelona, 2003, traducción de Tomas Fernández Auz y Beatriz Eguibar,
p. 266.
58
W.KYMLICKA, La política vernácula. Nacionalismo, multiculturalismo y ciudadanía, traducción de Tomás Fernández Auz y Beatriz Eguibar, Paidós, Barcelona, 2003, p. 243.
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da combinada con la práctica cotidiana del Estado-nación. Sería una nueva
versión actualizada y global de, guardando prudentes distancias, la teoría de
las dos Ciudades de San Agustín, donde “la ciudad de Dios es esencialmente
interior”.59 Otras posiciones considerarán que precisamente existen ámbitos
comunes, que excluyen los extremos, pero suponen una interesante exploración de que al articulación de la dinámica del nosotros en un mundo global no
es necesariamente incompatible con afirmar que los valores universales deben
formar parte de la moralidad básica de las sociedades democráticas.
2.3.
Cosmopolitismo como virtud moral
Una nueva perspectiva de análisis supone considerar que el lenguaje de
las virtudes cívicas, que ha sido revitalizado por el republicanismo, debe incorporar la dimensión cosmopolita. En este sentido, Turner ha propuesto
concebir la virtud cosmopolita en términos de una distancia irónica de la
propia tradición que permitiría respetar otras visiones. Pero añade que la
ironía sólo es posible cuando alguien tiene un compromiso emocional con
algún lugar. Lo que supone que el patriotismo no sólo es compatible, sino es
precondición para la ironía60. Lo que caracteriza la virtud cosmopolita es la
distancia reflexiva de la propia especificidad que permite considerar a los
otros. Por tanto, es una serie de prácticas y disposiciones morales que afirman, desde la distancia, una identidad, a la vez que valoran su alteridad. Es
una concepción inclusiva de las identidades frente a la consideración de que
éstas pueden justificar exclusiones. Uno de los argumentos principales de la
virtud cosmopolita es el desarrollo de la ética de la alteridad, que se desarrollará en el siguiente apartado.
59
Analizando la visión cosmopolita de Séneca, Prieto afirma que “La cosmopolis no se
nos presenta como sociedad posible en el futuro sino en el presente. No es una nueva sociedad que sucederá a la actual, sino que es coetánea con esta, porque se rata de un nuevo nivel
de profundidad que el ser humano debe alcanzar su existencia. El hombre es a la vez ciudadano de las dos ciudades, pero se define auténticamente por el grado de su ciudadanía cosmopolita. (…) La figura de San Agustin surge espontáneamente en la nuestra memoria. Aunque no lo toma directa y expresamente de los estoicos, San Agustin opera con el mismo
esquema de las dos ciudades coextensivas en el tiempo –y para Agustin también en la eternidad: La ciudad de Dios es esencialmente interior.” F. PRIETO, El pensamiento político de Séneca, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1977, pp. 132-133.
60
Turner añade quizá “ironía sin patriotismo puede ser demasiado frío y tenue para
proveer de identificación e implicación con un lugar y con la política.” S. B. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, op. cit., p. 55.
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Las características de la noción de ironía, a la que alude Turner, ha sido
explicitada por Rorty que considera que “ironista” es la persona que reune
estas tres condiciones: 1) Tenga dudas radicales y permanentes acerca del
léxico último que utiliza habitualmente, debido a que han incido en ella
otros léxicos, léxicos que consideran últimos las personas o libros que ha
conocido. 2) Advierte que un argumento formulado con su léxico actual no
puede ni consolidar ni eliminar esas dudas 3) En la medida en que filosofa
acerca de su situación, no piensa que su léxico se halle más cerca de realidad que los otros, o que este en contacto con un poder distinto de ella misma61. Quizá por la implicaciones pragmáticas y posmodernas de su lenguaje moral, la versión de Rorty pueda ser criticada. Simplificando su
perspectiva, la ironía tiene que ver con la duda, con la actitud eminentemente filosófica de la distancia socrática. Algo que lleva a que, según Rorty, el
ironista pasa su tiempo preocupado por la posibilidad de haber sido iniciado en la tribu errónea, que haber aprendido el juego de lenguaje equivocado.62
La duda socrática, en términos de ironía, fundamenta el ejercicio de
la virtud cosmopolita que rechaza la consideración de identidades monolíticas, como esencias puras e inmutables. Supone que los matices del
discurso de las identidades son importantes para no absolutizar posiciones, lo que permite dar dimensión moral a la alteridad. Esta visión es
contraria al relativismo y comprender una actitud positiva respecto del
mestizaje.
La virtud cosmopolita comprende una serie de obligaciones y prácticas
morales que se apuntalan la noción de Derechos Humanos63. Existen límites
a la diferencia, lo que es coherente con una noción pluralista y se presenta
como una alternativa al relativismo. Esto supone un argumento positivista
en defensa de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU de 1948. Independientemente de algunas connotaciones iniciales, como afirma Parekh,
“se ha convertido con el tiempo en una parte importante de la moralidad
doméstica e internacional”64. La legitimidad del texto, según esta interpreta61
R. RORTY, Contigencia, ironía y solidaridad, traducción de Alfredo Eduardo Sinnot, Paidós, Barcelona, 1996, p. 91.
62
R. RORTY, Contigencia, ironía y solidaridad, op. cit., p. 93.
63
B. S. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, op. cit., p. 60.
64
B. PAREKH, “Cultural particularity of liberal democracy”, en HELD, David, Propects
for democracy, Polity press, Oxford, 1993, (156-175), p. 173.
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ción, proviene del hecho de que la mencionada declaración ha sido ratificada por un gran número de gobiernos representando diferentes culturas,
áreas geográficas y sistemas políticos, y que, además, las personas de todo el
mundo han apelado frecuentemente a esta Declaración de Derechos Humanos en sus luchas contra gobiernos represivos65. Sin embargo, según esta posición, estos valores universales no coinciden necesariamente con la interpretación que hace el liberalismo ya que ninguna doctrina política o
ideología puede representar la completa verdad de la vida humana66. Esta
versión del pluralismo considera que la diversidad es un valor positivo,
inescapable y enriquecedor mientras que el liberalismo tiene una tendencia
a absolutizarse. En ese sentido, se afirma que la universalidad de los valores
requiere un grado mayor de abstracción que permita interpretaciones liberales y también no liberales. En esta línea, Parekh afirma que la Declaración
de Derechos Humanos “provee la base más valiosa para un consenso libremente negociado y constantemente evolucionado de los principios universalmente válidos de buen gobierno”67.
Otro argumento próximo a la virtud cosmopolita consiste en valorar la
condición humana desde la fragilidad y la mutua vulnerabilidad68. Desde el
estoicismo cosmopolita, Seneca afirma que “en la necesidad de sufrirlo todos somos iguales : nadie es más frágil que nadie, nadie está más seguro de
lo que deparará el mañana.” 69. El desarrollo de esta consideración afirmaría
que existen más posibilidades de llegar a un consenso contra las manifestaciones del sufrimiento humano. Moore considera que mientras existe una
diversidad de felicidades, existe una unidad de la miseria humana.70 Garzón
Valdes, en este sentido, considera que la disparidad de las concepciones so65
B. PAREKH, “Cultural particularity of liberal democracy”, op. cit., p. 174.
B. PAREKH, Rethinking multiculturalism: Cultural Diversity and Political Theory, Harvard University Press. Cambridge, Massachusetts, 2.000 , p. 338.
67
Parekh afirma que “esto no quiere decir que las instituciones liberal democráticas no tienen
valor para las sociedades no occidentales, sino más bien que estas sociedades tienen que determinar el valor por sí mismas a la luz de sus recursos culturales, necesidades y circunstancias, y no que
esas instituciones pueden ser mecánicamente trasplantadas. Como cuestión de hecho, muchos países del tercer mundo han intentado todo tipo de experimentos políticos, algunos exitosos, otros desastrosos. En B. PAREKH, “Cultural particularity of liberal democracy”, op. cit., p. 171- 175.
68
S. B. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, op. cit., p. 59.
69
SENECA, Ideario extraido de las Cartas a Lucilio, op. cit, p. 88.
70
B. MOORE, Reflections on the causes of human misery an upon certain propossals to elimitae
them, The Penguin Press, London, 1970, p. 11.
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bre la vida buena no se da cuando se trata de calificar los males71. El reconocimiento de la fragilidad y vulnerabilidad humana es un paso para el consenso moral tras la senda de la virtud cosmopolita, incompatible con el
relativismo.
3.
CONSIDERACIÓN POR OTRAS CULTURAS
Articular el cosmopolitismo como una virtud moral debe comportar algunas prácticas, actitudes y predisposiciones en la argumentación y la vida moral
de los individuos. Lejos de presentarse como empresa utópica y alejada de re71
Garzón Valdés caracteriza su propuesta con estos términos:
i) No existen diversas concepciones del mal(o del ill-being)..
ii) Aquellas máximas o reglas de conducta que propician el mal radical son absolutamente irrazonables. Son expresión de una irracional perversión.
iii) Aquellas máximas o reglas de conducta que propician la imposición de un mal son
prima facie irrazonables.
iv) Si la consecuencia concreta de una regla tiene consecuencias absolutamente irrazonables, esa regla debe ser abandonada: es absolutamente injustificable.
v) Si la aplicación concreta de una regla tiene consecuencias prima facie irrazonables, esta
regla debe ser sometida a examen y modificada o especificada de forma tal que aquellas desaparezcan. En todo caso requiere ser justificada. La interrelación parcial de hechos y valores
puede ser aquí de utilidad.
vi) Una regla o máxima de comportamiento será considerar como razonable mientras no
se demuestre su irrazonabilidad (absoluta o prima facie).
vii) El ámbito de lo irrazonable es moralmente inaccesible, el de lo razonable tiene un carácter residual: en él pueden realizarse aquellas acciones cuya imposibilidad deóntica no está
determinada por lo irrazonable.
viii)Por lo tanto, acuerdos razonables no son aquellos que realizan personas razonables
sino que personas razonables son aquellas que no se saltan el cerco de la irrazonabilidad. En
este sentido, podría hablarse de pautas de irrazonabilidad o de racionabilidad.
O sea, que el razonamiento sería el siguiente:
i) Personas razonables son aquellas que rechazan máximas irrazonables de acción.
ii) Esto vale para todas las personas, cualquiera que sea su concepción de lo bueno.
iii) Las concepciones de lo bueno no son inconmensurables, como suelen sostener algunas versiones del multiculturalismo.
iv) Todas aquellas concepciones de lo bueno que excluyen máximas irrazonables son razonablemente aceptables.
Entre dos concepciones de lo bueno razonablemente aceptables, aquella que permite una
promoción mayor del bienestar (entendido como un mayor alejamiento del mal-estar) es mejor.
E. GARZÓN VALDÉS, “El consenso democrático: Fundamento y límites del papel de las
minorías”, Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, núm. 0, (1-17), pp. 13-14.
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ferentes particulares, la característica básica de la virtud cosmopolita se compromete con desarrollar una ética de la alteridad que considera que una determinada posición moral se legitima precisamente en el tratamiento del otro. Por
tanto, el ejercicio de esta virtud moral es compatible con afirmar la relevancia
moral de una determinada identidad particular, que puede convertirse en cosmopolita en función de las condiciones específicas que establezca para el reconocimiento institucional de que su alteridad forma igual y recíprocamente parte de la Humanidad. Esta posición, lejos de ser novedosa, está tras la urdimbre
moral de la Humanidad72, sin embargo, también existen históricamente poderosos planteamientos que parten de premisas opuestas.
Un primer antecedente de la virtud cosmopolita se encuentra en la senda del estoicismo cosmopolita de Séneca cuando afirma “como hombre que
soy: no juzgo ajeno a mí nada que sea humano”73. La traslación de este planteamiento clásico supone un replanteamiento en las construcciones habituales de la dicotomía entre identidad y alteridad como categorías excluyentes
y necesariamente en conflicto. Esto pone, más bien, de manifiesto la relevancia moral de la alteridad, que es el punto clave del ejercicio de la virtud cosmopolita. Aranguren utiliza la expresión ética de la alteridad para caracterizar el momento “plena y genuinamente ético” de la relación personal e
interpersonal que: “ve en cada hombre no un alius, otro cualquiera, sino un
alter ego, otro yo, el otro, otro hombre igual que yo”74. Este enfoque presupone que existe un valor moral genuino en el ejercicio de sensibilización, reflexividad y aprendizaje a partir de la visión del otro. Esto afirma como requisito éticamente relevante la asunción de la reciprocidad. Otro autor que
afirma la relevancia moral de la alteridad es, desde su discurso posmoderno, Levinas cuando afirma que: “uno es para otro lo que el otro es para uno;
no hay lugar excepcional para el sujeto. Se conoce al otro por empatía, como
otro-yo-mismo, como alter ego”75. Esta posición desarrolla un humanismo del
72
Utilizo una pequeña variación de un título de un artículo de Salvador Giner en S. GINER, “La urdimbre moral de la modernidad”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 30,
2002, pp. 63-100.
73
SÉNECA, Ideario extraído de las Cartas a Lucilio, op. cit., p. 97.
74
J. L. ARANGUREN, “La ética de la alteridad”, Revista Cal y Canto, 1959, p. (7-13) 10.
75
Levinas sostiene que “Mi respuesta principal se reduce a decir que la relación con
otro, considerada en el nivel de nuestra civilización, es una complicación de nuestra relación
original; una complicación que nada tiene de contingente, que está en cuento tal fundada en
la dialéctica interior de la relación con los demás” E. LEVINAS, El Tiempo y el Otro, traducción de José Luis Pardo Torío, Paidós, Barcelona, 1993, p 126.
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otro hombre, que, según Levinas, se cuestiona que: “¿Es cierto que la experiencia más humilde, la de quien se pone en el lugar del otro (autre) –es decir, la de quien se acusa del mal o el dolor del otro–, no está animada del
sentido mas eminente según el cual “yo es otro?”76. Cabría plantearse que
identidad, diferencia y alteridad son grandes conceptos de la reflexión filosófica de todos los tiempos y no es extraño que algunos autores aludan a estos valores en el transcurso de sus argumentaciones respectivas.77 ¿Qué sentido tiene hablar de una ética de la alteridad como parte integrante de la
virtud cosmopolita?
La virtud cosmopolita se corresponde con el desarrollo de algunos hábitos y disposiciones morales frente al Otro, que necesariamente se alejan del etnocentrismo, del racismo, del fundamentalismo y, a la vez, niegan el escepticismo ético del todo vale o la incomensurabilidad radical entre culturas propia
del relativismo metaético78. Como afirma Beck, la pregunta cosmopolita reza:
“¿Qué piensas de la otredad de los otros?”79 La ética de la alteridad busca alejarse tanto de los excesos del etnocentrismo como de los excesos del relativismo,
en tanto sitúa al Otro en el momento genuinamente ético mediando el ele76
E. LEVINAS, Humanismo del otro hombre, traducción de Graciano González R. Arnáiz,
Caparrós editores, Madrid, 1998, p. 87.
77
Gabilondo estudia,entre otros, los enfoques de Heidegger, Foucault, Derrida y Levinas. Precisamente sobre Levinas afirma que “las relaciones sociales no nos ofrecen sólo una
materia empírica superior que pueda ser tratada en términos del género y de la especie. Son
el despliegue original de la Relación que no se ofrece ya en la mirada que abarcaría estos términos, sino que realza desde el Yo al Otro en el cara a cara”. Esto supone considerar “la exterioridad –o si se prefiere la alteridad” como “esencia del ser”, ya que el cara-cara sería la relación última e irreductible que ningún concepto podría abarcar sin que el pensador que piense
este concepto se encuentre de pronto frente a un nuevo interlocutor y ello es lo que precisamente “hace posible el pluralismo de la sociedad”. Las citas de Levitas se corresponden con
LEVINAS, Emmanuel Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca,
1995, p. 294-296. La cita completa se encuentra en A. GABILONDO, La vuelta del otro, Diferencia, identidad y alteridad, Trotta, Madrid, 2001.
78
Beck afirma que “cosmopolitismo significa disputarle el futuro al racismo, aparentemente atemporal y por lo tanto futurible, pero también significa presentar el universalismo
etnocéntrico de Occidente como una anacronismo que puede vencerse sin caer en las trampas
del relativismo. El cosmopolitismo es un antídoto contra el etnocentrismo y el nacionalismo,
sean de derechas o de izquierdas. La sutil comprensión de la detestable comunidad mundial
de etnocentrismo y xenofobia ya puede ser un primer paso realista hacia un common sense
cosmopolita.” U. BECK, Poder y contrapoder en la era global, traducción de R. S. Carbó, Paidós,
Barcelona, 2004, p. 371.
79
U. BECK, Poder y contrapoder en la era global, op. cit, p. 369.
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mento de la reciprocidad. Este enfoque dista de ser un espacio inexplorado,
Küng en su proyecto para una ética mundial ha encontrado principios similares en la religiones confuciana, judía, cristiana, islámica, jainita, budista e hinduista en lo que denomina Regla de Oro de la Humanidad80.
Algunas posiciones pueden sostener que, precisamente, la ética de la alteridad no es más que otra denominación para el valor del universalismo moral.
En concreto, sería un desarrollo del imperativo categórico de Kant cuando
afirma: “Obra según la máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo,
en ley universal”81. Este es un enfoque procedimentalista de la moral82 que con80
Küng explicita la Regla de Oro en diferentes religiones:
“Confucio “Lo que tú mismo no quieres, no lo hagas a los otros hombres”(Diálogos, 15,23)
Rabbi Hillel (60 aC-10 n.e.) “No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”(Sabbat 31a)
Jesús de Nazaret “Todo cuanto quieras que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; Lc 6,31)
Islam “Ninguno de vosotros será un creyente mientras no desee para su hermano lo que
desea para sí mismo” (40 Hadithe de an-Nawawi 13)
Jainismo: “Como indiferente a todas las cosas debiera comportarse el hombre, y tratar a
todas las criaturas del mundo como él mismo quisiera ser tratado”(Sutrakritanga I, 11.33)
Budismo: “Una situación que no es agradable o conveniente para mí, tampoco lo será para
él ¿Cómo se lo voy a exigir a otro?” (Samyutta Nikaya V, 353.35-354.2)
Hinduismo: “No debería uno de comportarse con los otros de un modo que es desagradable para uno mismo; esa es la esencia de la moral”(Mahabharata XIII, 114.8)” en H. KÜNG,
Una ética mundial para la economía y la politica, traducción de Gilberto Canal Marcos, Trotta,
Madrid,1999, p. 111.
81
I. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, edición de Luis Martínez de
Velasco, Espasa Calpe, Madrid, 1990, p. 92.
82
MacIntyre critica la vacuidad lógica del imperativo categórico kantiano: “pues la
prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de universalizarlo consistentemente. Todo lo que necesito hacer es caracterizar la acción propuesta en una forma tal
que la máxima me permita hacer lo que quiero mientras prohíbe a los demás hacer lo que
anularía la máxima en caso de ser universalizada. Kant se pregunta si es posible consistentemente universalizar la máxima de que puedo violar mis promesas cuando me conviene. Supóngase, sin embargo, que hubiera investigado la posibilidad de universalizar consistentemente la máxima de que “Yo puedo violar mi promesa sólo cuando...”. El espacio en blanco
se llena con una descripción ideada en forma tal que se aplica a mis actuales circunstancias, a
muy pocas más, y a ninguna en que la obediencia de alguien más a la máxima me produjera
inconvenientes, y mucho menos me demostrara que la máxima no es capaz de una universalidad consistente. Se deduce que, en la práctica, la prueba del imperativo categórico sólo impone restricciones a los que no están suficientemente dotados de ingenio. Y ésta no era seguramente la intención de Kant”,A. MACYNTIRE, Historia de la ética, traducción de Roberto
Juan Walton, Paidós, Barcelona, 1998, p. 192.
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vivió históricamente con la exclusión de mujeres, minorías raciales y minorías económicamente desaventajadas. Se produjo, en términos, de Benhabib
un universalismo de sustitución ya que las características definitorias de lo humano se establecían en función de un grupo específico, el de los hombres,
blancos y propietarios83. Quizá la reconstrucción actual más cercana al ejercicio de ponerse en el lugar del otro84, se podría argumentar que es la posición original de Rawls. En esta propuesta de inspiración kantiana, nadie,
tras el velo de la ignorancia, conoce que lugar ocupará en la sociedad, ni
cuales son sus características contingentes, lo que permite elegir los principios que regirán las instituciones sociales con imparcialidad y neutralidad85.
83
Benhabib sostiene “Las teorias morales universalistas de la tradición occidental desde
Hobbes hasta Rawls son sustitucionalistas en el sentido de que el universalismo que defienden
es definido subrepticiamente al identificar las experiencias de un grupo específico de sujetos
como el caso paradigmático de los humanos como tales. Estos sujetos invariablemente son
adultos, blancos y varones, propietarios o al menos profesionales. Quiero distinguir el universalismo sustitucionalista del universalismo interactivo. El universalismo reconoce la pluralidad de modos de ser humano, y diferencia entre los humanos, sin inhabilitar la validez moral
y política de todas esas pluralidades y diferencias. Aunque está de acuerdo en que las disputas normativas se pueden llevar a cabo de manera racional, y que la justicia, la reciprocidad y
algún procedimiento de universalizabilidad son condiciones necesarias, es decir son constituyente del punto de vista moral, el universalismo interactivo considera que la diferencia es
el punto de partida para la reflexión y para la acción. En este sentido la “universalidad” es un
ideal regulativo que no niega nuestra identidad incardinada y arraigada, sino que tiende a
desarrollar actitudes morales y a alentar transformaciones políticas que puedan conducir a
un punto de vista aceptable para todos. La universalidad no es el consenso ideal de selves definidos ficticiamente, sino el proceso concreto en política y en moral de la lucha de los selves
concretos e incardinados que se esfuerzan por su autonomia” en S. BENHABIB, “El otro generalizado y el otro concreto”, en S. BENHABIB, D. CORNELL, Teoría feminista y teoría crítica,
op. cit., pp (119-150) 127.
84
En inglés se suele utilizar la expresión “put in their shoes”.
85
Cuando describe las circunstancias, bajo el velo de la ignorancia, que configuran la
posición original, Rawls afirma: “ante todo, nadie conoce su lugar en la sociedad, su posición
o clase social; tampoco sabe cuál será su suerte en la distribución de talentos o capacidades
naturales, su inteligencia y su fuerza, etc. Igualmente nadie conoce su propia concepción del
bien, ni los detalles de su plan racional de vida, ni siquiera los rasgos particulares de su propia psicología, tales como su aversión al riesgo o su tendencia al pesimismo y al optimismo.
Más todavía, supongo que las partes no conocen las circunstancias particulares de su propia
sociedad. Esto es, no conocen su situación política o económica, ni el nivel de cultura y civilización que han sido capaces de alcanzar. Las personas en la posición original no tienen ninguna información respecto a qué generación pertenecen”, J. RAWLS, Teoría de la Justicia, traducción Maria Dolores González, Fondo de Cultura Ecónomica, Madrid, 1993, p. 164.
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Sin embargo, Benhabib con su distintinción entre el otro generalizado y el otro
concreto advierte que la reciprocidad moral parece implicar la capacidad de
adoptar el punto de vista del otro, de ponerse con la imaginación en el lugar
del otro, pero con las condiciones del velo de la ignortancia, el otro en tanto
que diferente de self desaparece. A diferencia de las anteriores teorias del contrato, el otro no es constituido en este caso mediante la proyección, sino como consecuencia de la total abstracción de su identidad. No es que nieguen
sus diferencias; son irrelevantes.86Un crítica similar la realiza Sandel cuando
afirma que tras el velo de la ignorancia no hay negociación, ni discusión de
diferentes personas, sino un solo sujeto87. Como todas las características individualizadoras están excluidas de la descripción de la posición original
sometida al velo de la ignorancia, las partes no sólo están situadas sólo similarmente, sino idénticamente situadas, haciéndose por tanto indistinguibles88. La tradición kantiana parte de presupuestos de racionalidad monólogica que han recibido la crítica de la abstracción y de un excesivo
individualismo que acaba por convertir en moralmente irrelevante la identidad específica de los individuos89.
La ética de la alteridad parte de la identidad de los individuos pero
otorga valor moral intrínseco, que se conoce como virtud, al ejercicio de las
disposiciones y prácticas que tienen como objetivo internalizar los valores
de la diferencia, ponerse en la posición del otro. La cuestión que subyace es
que comprender al diferente supone un aprendizaje moral y práctico que
ayuda a conocer mejor nuestras propias circunstancias y convicciones. La
reciprocidad social no se justifica con meras razones prudenciales, sino sobre la base de razones morales que, en última instancia, sostienen que el otro
es un igual. Como afirma Aranguren “la dualidad tú-yo, el aprender a ser a
partir de los demás, de cómo me miran, me sienten, me ven, genera mi capacidad de verme a mí mismo como si fuera otro, y en esta dualidad entre mi
86
S. BENHABIB, “El otro generalizado y el otro concreto”, en S. BENHABIB, D. CORNELL, Teoría feminista y teoría crítica, traducción de Ana Sánchez, Edicions Alfons el Magnanim, Valencia, 1990, pp (119-150) 139.
87
Sandel afirma que “la noción de que no hay personas sino sólo un solo sujeto, que es
el que se encuentra tras el velo de la ignorancia, podría explicar por qué no tiene lugar ninguna negociación ni discusión allí”. En M. SANDEL, Liberalism and the limits of justice, Cambridge University Press, 1990, p. 131.
88
M. SANDEL, Liberalism and the limits of justice, op. cit., p. 131.
89
O. PEREZ DE LA FUENTE, La polémica liberal comunitarista: Paisajes después de la batalla, Cuadernos Bartolomé de las Casas, Dykinson, Madrid, 2005.
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yo y mi alter ego consiste la personalidad.”90 Esta práctica moral también ha
recibido la denominación de tolerancia positiva y ha sido desarrollada por
Carlos Thiebaut91y Eusebio Fernández92.
La ética de la alteridad es un compromiso con el pluralismo, propone una
determinada concepción para su gestión. Esto se traduce en asumir que las
diferentes visiones del mundo son necesariamente limitadas, pero comparten valores comunes. Esto lo separa del monismo y del relativismo. Esta visión otorga un papel moral relevante a la reciprocidad. La cuestión es que
toda identidad es particular y su afirmación presupone una alteridad. El
90
J.L. ARANGUREN, “El Yo, el sí mismo, el otro y El Otro”, Revista de Occidente, núm.
140, 1993, pp (9-12), 9.
91
Thiebaut afirma que “la tolerancia positiva modifica las maneras que tenemos en que
entendemos al diferente y la manera de entendernos a nosotros mismos. Es un aprendizaje
cognoscitivo y práctico.” Más adelante Thiebaut afirma que “así se abre el camino de la tolerancia positiva, al comprender: la tolerancia modifica también las maneras en que entendemos al diferente y, al cabo, las maneras de entendernos a nosotros mismos. Este elemento racional y cognoscitivo que anida en la idea de tolerancia, en la virtud de la tolerancia, es una
innovación estructural en la historia de nuestras moralidades, y lo es, precisamente, al hilo de
la complejidad de nuestra racionalidad y de la diversidad en nuestra convivencia. Con la
idea de tolerancia aprendemos una determinada manera de entender la fuerza de nuestros
valores y creencias y, tal vez porque es un aprendizaje cognitivo y práctico (y no una adquisición de nuestra historia natural), podemos, como solemos, olvidarlo”. C. THIEBAUT, De la
tolerancia, Visor, Madrid, 1.999, p. 59.
92
Eusebio Fernández considera que la tolerancia positiva supone una actitud que es
más abierta, crítica y escéptica que la tolerancia negativa, pero también más interesante, compleja y difícil. Concluye afirmando: “así se posibilita el diálogo serio y comprometido en la
búsqueda de la postura más correcta. Creo que se puede aceptar, sin lugar a dudas, que las
ventajas de la tolerancia positiva son mucho mayores que las de la tolerancia negativa” Más
adelante, Eusebio Fernández sostiene que “la tolerancia positiva va detrás de otros logros.
Parte de la idea de que la tolerancia permite el contraste con otros pensamientos, maneras de
ser y actuar y culturas distintas a las nuestras. Ese contraste, mantiene esta postura, puede
enriquecer nuestras propias concepciones del mundo. De esta forma, el pensamiento, conducta o cultura que se tolera, aunque diferentes, pueden ayudarnos a descubrir y eliminar
prejuicios culturales y las ideas erróneas y servir de complemento y mejora de nuestra postura o punto de vista. Se trata, por tanto, de una actitud más abierta, crítica y escéptica que la
tolerancia negativa; también más interesante, compleja y difícil. Tiene siempre sentido, aunque resulte incómodo, tolerar la disidencia y la diferencia, puesto que todos, ellos y nosotros,
vamos a salir ganando. Así se posibilita el diálogo serio y comprometido en la búsqueda de la
postura más correcta. Creo que se puede aceptar, sin lugar a dudas, que las ventajas de la tolerancia positiva son mucho mayores que las de la tolerancia negativa”. E. FERNÁNDEZ, Filosofía política y Derecho, Marcial Pons, Madrid, 1.995, p. 98.
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discurso identitario es limitado necesariamente y la clave de la ética de la alteridad es que un identidad se legitima en la inclusión de la alteridad. Para poder considerar que el “momento ético” se produce con el contraste con el
otro, existen unos límites claros en el uso de la violencia y en el concepto más
general del daño a terceros.93. La ética de la alteridad no supone renunciar a
las propias creencias, sino supone una actitud abierta y crítica frente a los
valores.
Es importante considerar que esta visión ética que se basa en la alteridad, no es un sinónimo de relativismo. La virtud cosmopolita, de la que forma parte la ética de la alteridad, son una serie de prácticas y disposiciones
morales que son previas a la noción de Derechos Humanos. Esa debería ser
la noción de virtud cívica. La ética de la alteridad se opone, obviamente, a
cualquier forma de alterofobia ya que el odio al otro no lo reconoce como un
igual. Las ideologías que defienden el etnocentrismo, la xenofobia, el racismo, el fundamentalismo cultural y el fundamentalismo religioso son incompatibles con la ética de la alteridad. La igualdad dignidad y la identidad diferenciada son dos grandes ideales moral a respetar y movilizar a los seres
humanos como señala Taylor94.
Inclusión, redistribución y reconocimiento componen las nuevas gramáticas morales para la Justicia en las actuales democracias, los límites que
aportan la ética a la alteridad suponen afirmar el valor moral de la reciprocidad y que existe la necesidad de valorar las condiciones de inclusión de la
alteridad en la afirmación de una identidad. Cabe plantearse, si la globalización no puede suponer que los nuevos vocabularios morales deben aportar
un giro desde una política de la identidad a una política de la alteridad.
Tampoco cabe ser ingenuo. Ha sido un tipo de argumentación común
considerar la alteridad como sinónimo de barbarie. Según Harris, el etnocentrismo es la creencia de que nuestras propias pautas de conducta son siempre naturales, buenas, hermosas o importantes, y que los extraños, por el he93
Thiebaut afirma que “no podemos aceptar un orden posible que instituya la identidad
absoluta de todos en punto a sus creencias o sus valores, y precisamente porque les reconocemos a todos la misma identidad en términos de su dignidad como seres humanos. No podemos disfrazar el daño –el daño que las víctimas dicen, el que viven, el que no quieren soportar– bajo el valor de la diferencia. Si lo hiciéramos, nuestro grito moral, y todos los nombres
con los que nombramos al daño como daño, resultaría inane. O sería un culpable cinismo”. C.
THIEBAUT, De la tolerancia, op. cit., p. 74.
94
C. TAYLOR, Argumentos filosóficos,op. cit.., p. 304.
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cho de actuar de manera diferente, viven según modos salvajes, inhumanos,
repugnantes e irracionales95. Esta ha sido una forma históricamente importante de abordar la dicotomía entre identidad y alteridad. La construcción
del nosotros en algunas ocasiones se ha apoyado en la distancia insalvable
con el ellos, lo que lleva aparejado un injustificado sentimiento de superioridad. Esta es la semilla de muchos y poderosos planteamientos que, bajo diferentes denominaciones, han sido motor de acontecimientos históricos,
forman parte destacada de determinadas ideologías y se trasladan de una u
otra forma a la agenda política de la sociedades democráticas. La manera de
concebir al otro ha distado de la reciprocidad de esta ética de la alteridad,
ha sido más la historia de la barbarie. Ya desde la Antigüedad clásica, como
afirma Fernández Buey, la barbarie entendida como crueldad, salvajismo o
primitivismo esenciales, atribuidos siempre al otro, a los otros, a la in-cultura del prójimo96. En este sentido, como señala Rosales el estudio de la cultura occidental quedaba reservado a la sociología y el análisis a las culturas no
occidentales a la antropología. Tradicionalmente el conocimiento de la diferencia remitía a las culturas no-occidentales97. Este principio etnocéntrico ha
sido un planteamiento hegemónico en la tradición occidental y en ocasiones,
ha derivado a otras posiciones.
En la Historia de las Ideas, también, ha habido precedentes de la virtud
cosmopolita como ética de la alteridad. Es el caso de Bartolomé de las Casas
y su consideración por los indígenas. Como afirma Fernández Buey que
“Las Casas descubre en su vejez, y en el plano axiológico, esta aspiración:
amar y estimar a los indios no en función del propio ideal, sino lo que es
más difícil, en función del ideal de ellos.”98 Otro ejemplo paradigmático de
la ética de la alteridad lo ofrece Montaigne en su célebre ensayo sobre los caníbales cuando afirma “bien podemos llamarlos bárbaros, si consideramos
las normas de la razón, mas no si nos consideramos a nosotros mismos, que
95
Harris afirma que “Las personas intolerantes hacia las diferencias culturales, normalmente ignoran el siguiente hecho: Si hubieran sido endoculturados en el seno de otro grupo,
todos estos estilos de vida supuestamente salvajes, inhumanos repugnantes e irracionales serían ahora los suyos”, en M. HARRIS, Antropología cultural, traducción de Vicente Bordoy y
Francisco Revuelta, Alianza, Madrid, 2001, p. 22.
96
F. FERNANDEZ BUEY, La barbarie. De ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona, 1995, p.
33.
97
J. Mª ROSALES, “Diversidad, interpretación y reconocimiento: sobre las relaciones
entre etnocentrismo y pragmatismo”, Isegoría, núm. 8, 1993, p (151-161) 154.
98
F. FERNANDEZ BUEY, La barbarie. De ellos y de los nuestros, op. cit., p 78.
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los superamos en toda clase de barbarie.”99Esta es la expresión de la que denominaré paradoja de Montaigne que se concibe como una refutación del etnocentrismo. Desarrollando esta idea, Montagine continua afirmando que
“estimo que hay mayor barbarie en le hecho de comer un hombre vivo que
en comerlo muerto, en desgarrar con torturas y tormentos un cuerpo sensible aún, asarlo poco a poco, dárselo a los perros y a los cerdos para que lo
muerdan y lo despedacen (cosa que no solo hemos leído sino también visto
recientemente, no entre viejos enemigos sino entre vecinos y conciudadanos
y, lo que es peor, so pretexto de piedad y religión), que asarlo y comerlo después de muerto.100
La historia del siglo XX ha ejemplificado la paradoja de Montaigne ya que
en las cimas más elevadas de la civilización occidental se ha producido el
holocausto nazi, el Gulag staliniano y el terror atómico de Hiroshima.101 El
argumento de la barbarie, siempre referida a ellos, no puede ahora sostenerse sin más.102 Algunos han buscado interpretarlo como un punto de no retorno. Ignatieff señala que históricamente, la Declaración Universal es parte de
una profunda reordenación de orden normativo en las relaciones internacionales después de la guerra, diseñadas para crear muros de fuego contra
la barbarie.103 Afirmar que “todos los seres humanos nacen libres e iguales
en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros”104 debería convertirse en
un referente moral ineludible.
99
M. MONTAIGNE, Ensayos completos, traducción de Almudena Montojo, Cátedra, Madrid, 2003, p. 238.
100
M. MONTAIGNE, Ensayos completos, op. cit., p. 237.
101
Fernandez Buey afirma que “el holocausto nazi, el Gulag staliniano y el terror atómico
sobre Hiroshima son, los tres, obra y efecto de las puntas más altas de la civilización euroamericana. Se da la circunstancia de que el Holocausto nazi se ha producido en el país mas
culto de la Europa de la época, de un país en el no solo la euforia nacionalista presentaba la
Kultur como un momento mas elevado en comparación con la civilization europea anglofrancesa) en su conjunto, sino que era, además, generalmente reconocido como patria de las
ciencias de la naturaleza, de la filología, de las humanidades y de la historiografía de entonces.” F. FERNANDEZ BUEY, La barbarie. De ellos y de los nuestros, op. cit., ,pp 182-183.
102
R. MATE, Memoria de Auschwitz, Trotta, Madrid, 2003; C. AMERY, Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, Fondo de de Cultura Economica, Madrid, 1998.
103
M. IGNATIEFF, “Human rights as politics and idolatry,” en A. GUTMANN, (ed) Human rights as politics an idolatry, Princeton University press, 2001, p (3-100) 5.
104
Articulo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
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La ética de la alteridad es, obviamente, incompatible con cualquier forma
de alterofobia ya que no considera al otro como un igual y quiebra la regla
de la reciprocidad. Un ejemplo es la separación radical entre el nosotros y el
ellos que afirma el discurso de la xenofobia con la construcción de la diferencia como estigma inmutable. Otro discurso alterofobo es el racismo, que señala Cavalli Sforza, aludiendo a Claude Lévi-Strauss, se define como el convencimiento de que una raza (la nuestra, naturalmente) es biológicamente la
mejor, o de que, como mínimo, es excelente. Nuestra ventaja sobre todos los
demás se debería a la superioridad de nuestros genes, nuestro ADN 105. Las
actuales investigaciones sobre genética humana han llevado a la conclusión
que la pureza de raza es indeseable e imposible, además de que el concepto
de raza no sirve para la especie humana por la variabilidad, mutabilidad y
complejidad de los genes humanos106. Los argumentos del racismo biológico
se rebaten con un buen manual de biología.
Una nueva versión de la alterofobia ha sutilizado sus argumentos, en una
alarmante retorsión del argumento antirracista, tomando la forma del fundamentalismo cultural Stolcke107 o racismo diferencialista Taguieff 108. La crítica antirracista
de la Teoría de las Razas asume, según Taguieff, tres principios: autonomía de los
fenómenos culturales, determinismo cultural dominante de las estructuras mentales y de las formas de vida e igualdad de valor de todas las culturas109. Es la afirmación del relativismo cultural como sinónimo del antirracismo, que efectivamente refuta al racismo biológico, pero, de forma imprevista, fundamenta otro
racismo que defiende, con una particular interpretación, las identidades cultura105
L. L. CAVALLI SFORZA, Genes, pueblos y lenguas, traducción de Juan Vivanco, Crítica,
Barcelona, 1996, pp 14.
106
Según Cavalli Sforza, “Darwin señala que el numero de razas identificadas por distintos investigadores varia mucho de unos a otros. Es lo que sigue sucediendo hoy, pues podemos encontrar clasificaciones recientes en las se enumeran de tres a 60 “razas”. Puestos a precisar, se podrían contar muchas más, pero no se ve utilidad. Todas estas clasificaciones son
igual de arbitrarias” CAVALLI SFORZA, Quienes somos. Historia de la diversidad humana, traducción de Juan Vivanco, Crítica, Barcelona, 1994, p. 247.
107
V. STOLCKE, V “Europa: nuevas fronteras, nuevas retoricas de exclusión”, en VVAA
Extranjeros en el paraíso, Virus, Barcelona, 1994, pp 235-266.
108
P. A. TAGUIEFF, La Force Du Préjugé. Essai sur le racisme et ses doubles, La Decouverte,
Paris, 1987.
109
Taguieff afirma que “el fatalismo biológico implicado en el pensamiento racista podía
por consiguiente, al principio de los años cincuenta, ser definitivamente refutado” P.A. TAGUIEFF, “Las metamorfosis ideológicas del racismo y la crisis del antirracismo”, en J.P. ALVITE, Racismo e inmigración, Tercera prensa- Hirugarren Prentsa, Donostia, 1995,p. (143-204) 155.
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les y el derecho a la diferencia110. Como sostiene Taguieff, el nuevo racismo doctrinal se funda en el principio de incomensurabilidad radical de las formas culturales diferentes.111 El nuevo racismo afirma el relativismo cultural donde cada cultura
debe mantenerse pura, separada, singular, aislada112. El pernicioso salto argumentativo del racismo diferencialista surge de afirmar la incompatibilidad de unas culturas con otras. Como afirma San Román, “la tactica dialéctica ( o la afirmación
errónea) de argumentar una irreductibilidad, invariabilidad, impenetrabilidad de
la cultura que justificaría también la afirmación de incompatibilidad”.113Una de
las claves de este neorracismo es que afirma que existe incompatibilidad entre determinadas identidades. Esta es la línea argumentativa, implícita o explícita, de Sartori en La sociedad multiétnica114, de Huntington en El reto hispano115o El choque de la
civilizaciones116 o de Oriana Falacci en La rabia y el orgullo117.
110
Taguieff sostiene que “Estas formas de neoracismo, no presuponen ya el dogmatismo biologista y la evidencia desigualitaria aplicada a las relaciones entre “razas”, posiciones que en lo sucesivo
científicamente descalificadas y socialmente inaceptables, derivan en un bricolage ideológico basado en dos esquemas fundamentales: la defensa de las identidades culturales y el elogio de la diferencia
tanto interindividual como intercomunitaria, traducido en derecho a la diferencia” P. A. TAGUIEFF,
Pierre-André, “Las metamorfosis ideológicas del racismo y la crisis del antirracismo”, op. cit., p 167.
111
P. A. TAGUIEFF, “Las metamorfosis ideológicas del racismo y la crisis del antirracismo”, op. cit., p 168.
112
San Román afirma que “en definitiva se trata de que, por ejemplo, si el racista proclama la
diferencia biogenética y jerárquica resultante entre las razas, la reacción antirracista proclama la
inexistencia empíricamente contrastada de tal supuesto y la base de la diferenciación en la cultura,
sin admitir una jerarquización en la medida en que las culturas se inscriben en visiones del mundo
no medibles, en que al haber gran diversidad cultural el intento europeo de imponer su cultura es
etnocéntrico e imperialista, en que cada cultura tiene un valor en sí misma, es valiosa en sí misma. El
racista entonces asume la crítica, pero por un movimiento de “retorsión” la devuelve llevada a su extremo lógico: no hay diferenciación biológica. No hay superioridad. No hay conmensurabilidad posible, cada cultura es valiosa en sí misma y es un producto único. Por lo tanto, el respeto implica separar y aislar esas culturas y defender la propia. Ante eso, el antirracismo rutinario contesta con una
carga de profundidad en el lenguaje de la ciencia empírica sobre la inexistencia de las razas y el derecho a la diferencia. Racismo y antirracismo se explican mutuamente se responden y, sin querer, se
mezclan” T. SAN ROMAN, Los muros de la separación, Tecnos, Barcelona, 1996, p. 19.
113
T. SAN ROMAN, Los muros de la separación, op. cit., p. 131.
114
G. SARTORI, La sociedad multiétnica, Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, traducción de Angel Ruiz de Azúa, Taurus, Madrid, 2.001.
115
S. HUNTINGTON, “El reto hispano”, Foreign Policy, abril 2004, p. (1-12), 1.
116
S. HUNTINGTON, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,
traducción de José Pedro Tossaus Abadia, Paidós, Barcelona, 1997.
117
O. FALACI, La rabia y el orgullo, traducción de Miguel Sánchez, La esfera de los libros,
Madrid, 2002, p. 143.
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La ética de la alteridad supone una gramática moral que inevitablemente
conjuga reciprocidad, diálogo, mezcla e inclusión. Los límites están delimitados por la violencia y la intolerancia. Una de las mejores interpretaciones del
republicanismo considera que los grandes ideales políticos deben movilizar e
implicar a los ciudadanos en el día a día de las democracias. En este sentido, a
virtud cosmopolita como ética de la alteridad considera valioso desarrollar
prácticas y disposiciones morales que suponga que el “momento ético” que
legitima ideologías e identidades se situa en la alteridad, en las condiciones de
la inclusión del otro. Estas disposiciones morales son un trasfondo necesario y
coherente con tomarse en serio la noción de Derechos Humanos. La globalización es un escenario idóneo para desarrollar en cada contexto estas virtudes
cívicas, que deben articularse con referente moral para la vida cotidiana de las
sociedades y de los seres humanos, iguales y diversos.
4.
ALGUNAS CONCLUSIONES: NUEVAS VÍAS PARA LA GRAMÁTICA
MORAL DE LA SOLIDARIDAD HUMANA
Un de las características de la perspectiva cosmopolita reside en que supone un replanteamiento de las habituales connotaciones entre identidad y
alteridad. Esto puede tener diversas traslaciones como son las propuestas
de un cosmopolitismo genuino, un patriotismo cosmopolita y la virtud cosmopolita. Beck plantea que se debería pasar de un nacionalismo metodológico a un cosmopolitismo metodológico118. Una perspectiva más cercana sea
la de considerar el cosmopolitismo como una virtud moral que desarrolla la
ética de la alteridad, una distancia irónica de la propia tradición, el diálogo y
la crítica transcultural, un compromiso con la paz y , también, un replanteamiento lo habituales enfoques sobre la solidaridad humana.
El lenguaje moral tras la visión de Turner, que desarrolla la idea de virtud cosmopolita, se basa, en buena medida, en la perspectiva de Rorty y
Dewey. Sin embargo, paradójicamente, la obra de Rorty propone un declarado etnocentrismo frente al cosmopolitismo especialmente relacionado con
la noción de solidaridad.En este sentido,
Rorty afirma que “aquello a lo que apunto con estos ejemplos es que nuestro
sentimiento de solidaridad se fortalece cuando se considera aquel con el que expresamos ser solidarios, es “uno de nosotros”, giro en el que “nosotros” significa algo
118
U. BECK, Poder y contrapoder en la era global, op. cit..
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más restringido y más local que la raza humana. Esa es la razón por la que decir
“debido a que es un ser humano” constituye la explicación débil, poco convincente,
de una acción generosa”119 Lejos de ser una novedad, este planteamiento sigue, de
alguna forma, la visión de Durkheim120. Es decir, como sostiene Javier de Lucas la
vinculación necesaria entre la idea de solidaridad y la idea de comunidad121.
Esta es la forma habitual de concebir actualmente la solidaridad. Sin
embargo, cabe considerar que el ejercicio de la virtud cosmopolita, que supone considerar incluir la alteridad en las propias argumentaciones morales, debe comportar una redefinición de la solidaridad humana. Según Sebastián,la solidaridad es el reconocimiento práctico de la obligación natural
que tienen los individuos y los grupos humanos de contribuir al bienestar
de los que tienen que ver con ellos, especialmente de los más necesitados122.
El lenguaje del universalismo, los derechos humanos y el discurso cosmopolita evidencian que la excesiva particularización del discurso solidario
requiere mayor justificación. En el contexto de la globalización, la construcción de las identidades se conciben como desterritorializadas, interdependientes e híbridas. El discurso global replantea la noción de frontera. Cabe
proponer que las bases para instituciones mundiales requieren nuevas dimensiones para la solidaridad entre unos y otros, iguales y diversos. Como
sostiene Sen, el cosmopolitismo “la virtud de afrontar un problema distinto:
el ninguna persona quede excluida de nuestra incumbencia moral”123.
119
R. RORTY, Contigencia, ironía y solidaridad, traducción de Alfredo Eduardo Sinnot, Paidós, Barcelona, 1996, p. 209.
120
Javier de Lucas afirma que “La idea de vinculación entre el individuo y la comunidad
que la subyace, noción que permite a Durkheim pensar que la solidaridad es la esencia misma de la moralidad, el ideal moral, porque conjugaría autonomía e integración, sí permite
ofrecer otras exigencias del principio de solidaridad que supondrían algo distinto de la igualdad: la solidaridad requiere no sólo asumir los intereses del otro como propios sin quebrar su
propia identidad, ni aun asumir los intereses comunes del grupo (la vieja intuición romana
de las res comunis ommium), sino asumir también la responsabilidad colectiva. J. LUCAS, El
concepto de solidaridad, Fontarama, México, 1993, p. 30.
121
Javier de Lucas afirma que “a mi modo de ver no es posible entender la noción de solidaridad sin la de comunidad, lo que no significa necesariamente que sólo desde una concepción holista (o comunitarista en sentido de colectivista) se pueda mantener la solidaridad
como principio fuerte” J. LUCAS, “La polémica sobre los deberes de solidaridad”, Revista del
Centro de Estudios Constitucionales, núm. 19, 1994, p. (9-90) 11.
122
L. SEBASTIAN, La solidaridad, Ariel, 1996, p 16.
123
A. SEN, “Humanidad y ciudadanía” en M. NUSSBAUM, Los límites del patriotismo, op.
cit., s, p. (135-143) 140.
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El discurso de la solidaridad no debe quedarse en una mera retórica
bienintecionada sino, como sostiene Amuchastegui, debería reforzar, la noción de deberes positivos124.
En esta línea, Ignatieff afirma que históricamente, las doctrinas de los
derechos humanos emergieron para contraactuar su tendencia hacia los
círculos éticos particularistas y exclusivistas de consideración y cuidado.
Como Margalit ha sostenido “necesitamos moralidad para superar nuestra
natural indiferencia por lo otros”125. Si la solidaridad tiene relación con la
comunidad cabe ampliar los limites de la comunidad –Rorty– o considerar
que la comunidad debe ser solidaria con su alteridad, la alteridades . Tampoco es razonable pretender una solidaridad ilimitada e incondicional, pero en un mundo global no se justifica que las fronteras de la solidaridad se
definan en exclusiva en función de una identidad particular. Nuevas iniciativas y nuevas expresiones deben combinar la gramática moral de formas concretas de solidaridades más allá de las fronteras. La solidaridad,
como señala Peces Barba, cumple una doble función en la vida social a
priori y posteriori126. El a priori de la solidaridad global tiene el referente ineludible de los Derechos Humanos. El a posteriori de la solidaridad global
debe combinar gramáticas morales que sepan conjugar las nociones de reciprocidad, inclusión, mezcla y diálogo. Algunos puede sostener que la
virtud cosmopolita es una noción ingenua y elitista, Turner sugiere que
precisamente están dirigidas a aquellos que tienen poder responsable de
los genocidios en Bosnia, Kosovo y Ruanda, del narcotráfico y comercio
mundial de armas127. La constatación de las exclusiones, desigualdades e in124
J. GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, Sistema, núm. 101, 1991, p. (123-134) 134.
125
M. IGNATIEFF, Human rights as politics and ideolatry, Pricentown University Press,
2001, p. 79.
126
Peces Barba afirma que “Identificado el ideal de solidaridad con la necesidad de un
ideal común, y con la tarea común se puede constatar que se realiza una doble función en la
vida social: a priori sirve para impulsar tareas tendentes a la realización de ese ideal común, a
posteriori si se potencia o se enriquece por el buen fin de la actividad, aunque en la dialéctica
de la acción social el “a priori y a posteriori” a veces se confunden y se unen en el tiempo lo
que de una determinada situación consideramos que es una realidad solidaria, consecuencia
de una acción, se convierte en el punto de partida para una acción posterior” G. PECES BARBA, “Humanitarismo y solidaridad social como valores de una sociedad avanzada”, en R.
LORENZO GARCÍA (ed) Las entidades no lucrativas de carácter social y humanitario, La ley, Madrid, 1991, p. (13-62) 57.
127
S. TURNER, “Cosmopolitan virtue, globalization and patriotism”, op. cit, p. 61.
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justicias en la globalización no pueden ser más que un aliciente añadido en
la necesidad de situar el debate en términos éticos, algo que subyace a la noción de virtud cosmopolita.
OSCAR PÉREZ DE LA FUENTE
Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas
Universidad Carlos III de Madrid
C/Madrid, 126
Getafe 28903 Madrid
e-mail: oscar.perez@uc3m.es
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EL REPUBLICANISMO DE PETTIT Y EL ESTADO ÉTICO DE
ARANGUREN (NO-DOMINACIÓN Y ACCESO A LA POLÍTICA DESDE
LA ÉTICA): UNA APROXIMACIÓN FORMAL A AMBAS TEORÍAS
PETTIT'S REPUBLICANISM AND ARANGUREN'S ETHICAL STATE (NON
DOMINATION AND ACCESS TO THE POLITICS FROM THE ETHICS): A
FORMAL APPROXIMATION TO BOTH THEORIES
JUAN CARLOS RINCÓN VERDERA
Universitat de les Illes Balears
Fecha de recepción: 29-11-2005
Fecha de aceptación: 16-2-2006
Resumen:
Philip Pettit ha centrado su teoría política republicana en el concepto de libertad como no-dominación, a través de la cual se desprende la ausencia de inseguridades individuales, la garantía de defensa ante los demás y la innecesaria
subordinación ante los otros. A su vez, el logro de tal concepción de la libertad
descansa en el Estado y las instituciones políticas y, sobre todo, en la acción
que sean capaces de llevar a cabo los ciudadanos, es decir, en la sociedad civil
organizada. Se trata de una teoría que pretende que nadie se sienta excluido ni
ajeno a la realidad política, entendiendo la democracia como una construcción
dialéctica, participativa, deliberativa y contestataria. Entiendo que esta concepción política precisa de un Estado éticamente fuerte, donde la moral esté
institucionalizada en sus propias estructuras jurídicas y administrativas. En
este sentido, la propuesta de Aranguren me parece un marco formal, como formal es la teoría política de Pettit, bastante aceptable en el que poder conjugar la
no-dominación y la función ética del Estado.
Abstract:
Philip Pettit has centred his political republican theory on the concept of
freedom as non-domination, wich implicates the absence of individual
insecurities, the guarantee of defence before others and the unnecessary
subordination before others. In turn, the achievement of such a conception of
freedom rests in the State and the political institutions and, especially, in the
action that citizens might be capable of carrying out, that is to say, in the civil
organized society. It is a question of a theory that claims that nobody feels
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neither excluded nor foreign to the political reality, understanding the
democracy as a dialectical construction, participative and deliberative. This
political conception needs an ethically strong State, where morals is
institutionalized in his legal and administrative structures. In this regard,
Aranguren's proposal seems to me a formal frame, so as formal is Pettit’s
political theory, quite acceptable, in which we can conjugate the nondomination and the ethical function of State.
PALABRAS CLAVE: Pettit, Aranguren, libertad como no-dominación, Estado ético,
ciudadanía, sociedad civil, democracia.
Pettit, Aranguren, freedom as non, domination, ethical state, ciKEY WORDS:
tizenship, civil society, democracy.
1.
ESTADO EDUCADOR COMO CORRELATO DE LA NO-DOMINACIÓN Y DE LA ÉTICA DE LA ALIEDAD
La teoría política del profesor Pettit (no-dominación), es una reivindicación de la identidad fuerte de la democracia, el Estado, la ciudadanía y la sociedad civil, mediante un republicanismo entendido como una tercera vía o
alternativa superadora e integradora de los modelos políticos clásicos dominantes en nuestras sociedades: el liberalismo y el comunitarismo. Toda su
teoría política se sustenta en la idea de la no-dominación, la cual descansa
sobre la base de un Estado fuerte e intervencionista que la posibilite, sin
caer, él mismo, en posturas dominadoras, lo cual exige, necesariamente, una
ciudadanía cívicamente formada. Por su parte, la propuesta arangureniana
de un Estado éticamente fuerte, un Estado moralmente positivizado (ética
de la aliedad), también debe entenderse como una propuesta superadora e
integradora de los modelos ético-morales liberal (consumista insatisfecho) y
comunitarista (proletariado y socialización de toda la vida). Se trata de una
teoría que pretende que la política se humanice y que con ello se preserven
las libertades de los individuos en un marco de justicia social y de democracia como moral. La teoría ética del profesor Aranguren es una teoría fundamentada en la virtud política de los ciudadanos que exige, a su vez, un Estado moralmente educador y una ciudadanía activa y participativa.
Pienso que ambas teorías, la política y la ética, pueden encontrarse, siendo la segunda un buen sustrato para la primera, pues, al menos en el plano
puramente formal (formales son las dos teorías que presento), la no-dominación sólo puede conseguirse en el escenario de un Estado ético que se sustente en las virtudes cívicas de los ciudadanos, es decir, sobre las bases de
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una sociedad civil educada en la participación activa en los asuntos que son
de todos, en la res pública. El presente trabajo no tiene mayores pretensiones
epistemológicas que la de querer exponer descriptivamente estas dos teorías, que aunque separadas por racionalidades diferentes (la racionalidad
política y la racionalidad ética), tienen nexos comunes fundamentales:
1. La importancia que ambas teorías otorgan al Estado en cuanto posibilitador constitutivo de la democracia y el papel que debe jugar la ciudadanía
(la sociedad civil) para el sostenimiento y consolidación de dicha democracia, lo cual nos conduce a la necesidad de un Estado fuerte y moralmente
comprometido en la formación cívica de la ciudadanía. La forma de Estado
que ambos autores defienden se acerca mucho al modelo de Estado hegeliano, pues el Estado que para Hegel merece ser un fin en sí mismo es el que se
mueve bajo la objetividad de la ley, objetividad por la cual las libertades
particulares deben ser compatibles con las libertades públicas. Ahora bien,
ni uno ni otro pretenden la socialización total de la vida, puesto que ambos
otorgan un papel fundamental a la ciudadanía: Pettit a través de la posibilidad de disputabilidad por parte de la gente corriente de las decisiones del
Estado; Aranguren a través del concepto de la ética de la alteridad, según el
cual las reivindicaciones sociales frente al Estado tienen mayor posibilidad
de éxito si se realizan de manera colectiva. En definitiva, podemos decir que
no hay libertad como no-dominación ni Estado ético si no se da una ciudadanía consciente y responsable de sus derechos, deberes, y de su capacidad
para instituirse en su propio futuro, lo cual precisa, necesariamente, de educación para la participación. El fundamento de la participación cívica, como
propio elemento dinamizador de carácter educativo, debe concederse desde
las instituciones, y debe instituirse en el pueblo soberano a través de la educación política de la sociedad, porque una sociedad libre, no-dominada y
moral exige que sea una sociedad educada consciente de sus posibilidades.
Sólo a través de la Educación cívica puede el Estado devolver a los ciudadanos su protagonismo cívico haciéndole consciente de sus derechos y de sus
deberes de control del propio poder. En definitiva, las instituciones democráticas son una realización efectiva de la libertad que, no obstante, precisa
de las virtudes cívicas de la ciudadanía para su materialización.
2. El concepto de democracia que defienden ambos autores es abierto en
el sentido de que ambas concepciones (democracia contestataria y democracia como moral) encuentran su identidad en el proceso continuado de hacerse más perfectas y de profundizar en sus valores, con lo cual la democracia
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es siempre lucha por la democracia, es decir, tarea permanentemente inacabada y siempre por hacer. Desde esta perspectiva, uno y otro autor entienden la política como algo que va más allá de lo puramente instrumental,
pues la política y sus instituciones deben ser, antes que nada, espacios de
discusión, diálogo y debate, de consenso desde la disensión. En este sentido,
la democracia se convierte en el vehículo en el que participar es una práctica
común, y que permite a los ciudadanos convertirse en sujetos políticamente
responsables de una comunidad de sujetos libres e iguales. La ciudadanía se
concibe, por lo tanto, como una esfera abierta de participación, necesaria en
la construcción de la voluntad política. Los ciudadanos son activos y buscan
el interés común, el bien colectivo por encima de los intereses egoístas o partidistas. En definitiva, existe una clara correspondencia entre la moral cívica
de la sociedad civil y la democracia de la sociedad política.
3. Ambas teorías defienden una concepción democrática que va más allá
de la clásica y tradicional concepción representativa. En uno y otro caso, la
participación activa de la ciudadanía en los asuntos que incumben a toda la
ciudadanía es, no sólo un derecho, sino un deber cívico que debe ejercitarse, si
bien no exclusivamente, a través de los canales abiertos por los movimientos
sociales de liberación. No es que los partidos políticos o los sindicatos estén de
más, sino que a través de ellos no se pueden obtener todos los objetivos que la
nueva ciudadanía persigue: desde ellos no es posible encauzar todas las reivindicaciones que emanan de la no-dominación y de la democracia como moral. Por lo tanto, la democracia es mucho más que ir a votar cada cuatro años;
la democracia contestataria de Pettit y el Estado ético de Aranguren a través
de la ética de la aliedad son dos concepciones fuertes de la política entendida
como participación activa de la sociedad civil. En ambas concepciones se persigue la supresión de toda forma de dominación de los gobernantes sobre los
gobernados. Así, la organización de la democracia significa participación plenaria de los ciudadanos en ella, o sea, responsabilidad personal y corresponsabilidad social. Además de los canales formalmente institucionales, es preciso buscar otras vías para la participación, la vigilancia y la contestación.
4. Si bien la concepción de la libertad que defienden estos autores es distinta (Pettit aboga por la libertad como no-dominación y Aranguren estaría
más próximo al concepto liberal de la misma, es decir, a la libertad como no
interferencia, si bien en su acepción más igualitaria o, si se quiere, más progresista), ambos están de acuerdo en que la libertad en sentido amplio precisa, necesariamente, de la ausencia de dominación ajena. Además, uno y otro
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están de acuerdo en que primero es necesario asegurar a la ciudadanía unos
mínimos comunes de libertad (libertad para lo básico), para posteriormente,
una vez asegurados estos mínimos de libertad, ir ampliando el abanico de
las libertades, es decir, se trataría, en un principio, de reducir la libertad a lo
moralmente indispensable, para posteriormente, una vez conseguidos estos
mínimos, ir acrecentando las posibilidades, reduciendo las influencias que
condicionan la libertad y las influencias que la comprometen. En definitiva,
esta libertad en lo básico, nos está diciendo que uno y otro están de acuerdo
en que ser tratados como persona, con la autonomía y dignidad que se merece todo ser humano, es ser tratado como una voz que no puede ser ni ignorada ni preterida; al contrario, es ser tomado como alguien digno de ser
escuchado por el valor moral e intelectual que ello supone.
Estos cuatro puntos nos llevarían, ahora sí de una forma material, a exponer el modelo de Estado educador que ambas teorías sostendrían; o sea,
el modelo de educación cívica, política y social que ambos autores podrían
propugnar (cuestión ésta que abordaremos en otro artículo). En tal caso, como ya hemos dicho, ya no estaríamos hablando de una cuestión puramente
formal, sino estrictamente material, pues se trataría de dar verdadero contenido político y moral, es decir, antropológico, axiológico y teleológico, o si
se quiere, verdadera paideia ética y política a ambas propuestas que, sin duda,
y pese a los distintos, y en algunos aspectos contrapuestos puntos de los que
parten, tienen claras e inequívocas coincidencias que nos permiten hablar de
un hipotético modelo educacional que tenga en la formación cívica de la ciudadanía su punto de partida y de llegada. No cabe la menor duda que ambas teorías están fuertemente ideologizadas, en el buen sentido de la palabra, es decir, en el sentido de que están cargadas de valores morales cívicos,
y, en este sentido, el logro del ciudadano y el de la ciudadanía debe realizarse bajo un enfoque político-ideológico porque, en definitiva, la ideología es
la que propicia el armazón defensivo de las voluntades individuales y colectivas frente a toda forma de dominación. En este sentido, no se trataría de
confundir la Educación cívica, política y social con ideologías de grupos o
con las diversas formas de encarnar el poder, sino de que la Educación formara políticamente al hombre, es decir, lo dotara de las cualidades y del saber político para que desde el contexto del conocimiento político pudiera tener defensas ante la manipulación, al mismo tiempo que fuera capaz de
optar ideológicamente por lo que considerara más oportuno. Hay que formar al hombre con capacidad de pensar y optar políticamente y es obligaISSN: 1133-0937
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ción del Estado y de sus educadores orientarlos en las diversas opciones políticas, máxime cuando el concepto de ciudadanía es un concepto político
que entra en relación directa con el poder en todas sus formas y variantes.
En este sentido, el Estado y el poder detentado por él deben ser poder y Estado compartidos. Todo ello apunta a que el Estado debe estar cívica y políticamente comprometido con la formación de la personalidad moral de la
ciudadanía, puesto que las virtudes cívicas constituyen un valor central,
aunque jugando un papel instrumental como medios para maximizar las libertades.
2.
PETTIT Y LA LIBERTAD COMO NO-DOMINACIÓN
2.1.
La libertad como no-dominación: una tercera vía a la libertad
positiva comunitarista y a la libertad negativa liberal
Philip Pettit ha centrado su discurso político en la teoría de la libertad
como no-dominación1, según la cual un agente está dominado “en la medida
en que un grupo o individuo está en posición de interferir arbitrariamente en sus
asuntos. El agente dominador no está forzado a seguir los intereses declarados del
individuo objeto de la interferencia [...] sino que puede interferir más o menos según
su voluntad o conforme a los dictados de su propio juicio. Un acto de interferencia
será arbitrario en la medida en que no está controlado por los intereses reconocidos
de la víctima sino [...] por el arbitrio de quien interfiere, donde arbitrio puede referirse a la voluntad o al juicio. La arbitrariedad del acto está establecida por los controles a los que está sujeto, no por los fines que se logra realizar”2. Estar dominados
significa, por lo tanto, tener que vivir de manera tal que nos volvamos vulnerables a algún mal que otro esté en posición de infligirnos arbitrariamente3. Desde esta perspectiva, la libertad como no-dominación es la condición
en la cual la persona es, más o menos, notoriamente inmune a interferencias
arbitrarias. Esta concepción de la libertad descansa de lleno en el Estado y
1
A. CRUZ, “Republicanismo y democracia liberal, dos conceptos de participación”,
Anuario Filosófico, XXXVI/1, 2003, p. 100.
2
Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, en J. CONILL y D.A. CROCKER (Ed.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003,
p. 191.
3
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona,
1999, pp. 21 y 22; Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., pp. 198 y 199.
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en la sociedad civil organizada4, proporcionándonos, tal y como nos dice
Pettit5, una imagen muy rica y convincente sobre lo que es razonable esperar
de un Estado y de una sociedad civil decentes. En este sentido, la libertad republicana sólo puede existir bajo un régimen jurídico bien ordenado, donde
se facilite la participación activa de la ciudadanía, con lo que podemos afirmar que no hay libertad sin Estado libre, ni Estado libre sin sociedad civil
participativa. Pues bien, la propuesta republicana de Pettit pretende ser una
posible alternativa a las dos formas políticas más extendidas en la actualidad6: la liberal y la comunitaria; más concretamente, la libertad como no-dominación busca ser una síntesis integradora y superadora de la concepción
de la libertad positiva comunitarista y de la concepción de la libertad negativa liberal.
De acuerdo con el comunitarismo, la libertad entraña la presencia y el
ejercicio de aquellas actividades que fomenten el autodominio y la autorrealización; en particular, la presencia y el ejercicio de las actividades participativas y de sufragio, mediante las cuales los individuos pueden unirse a otros
en la formación de una voluntad común. Pues bien, el republicanismo no
identifica la participación democrática del pueblo como una de las formas
más elevadas del bien (como sucede en el comunitarismo), sino que la halla
valiosa e importante en tanto instrumento que permite promover la libertad
como no-dominación7. En el republicanismo la ciudadanía es una actividad
pública participativa, a través de la cual se contribuye a que la vida en común sea una vida buena. El modelo republicano toma la concepción liberal
de los derechos8 y le añade la idea de que un ciudadano se hace participando en la construcción de su comunidad, mediante procedimientos democráticos, con lo cual integra el comunitarismo con el objetivo de desarrollar los
4
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., p. 23; P. SAVIDAN, “La crítica republicana del liberalismo”, en J. CONILL y D. A. CROCKER (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003, p.
139; Q. SKINNER, “The republican ideal of political liberty”, en G. BOCK (Ed.), Machiavelli
and Republicanism, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, pp. 293 a 309; J. G. A. POCOCK, Politics, Language, and Time, University of Chicago Press, Chicago, 1989.
5
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 21, 57 y 58.
6
Ibidem, pp. 29 y 30.
7
Ibidem, pp. 25, 35, 46, y 114 a 116; F. PEYROU, "Ciudadanía e historia, en torno a la ciudadanía", Historia Social, núm. 42, 2002, p. 146.
8
J. Mª. PUIG, “La Escuela Como Comunidad Democrática”, Encuentros sobre Educación,
Volumen I, Ontario, Queen’s University, 2000.
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Juan Carlos Rincón Verdera
intereses políticos y lograr los objetivos deseables por la propia comunidad9.
Por otra parte, mientras que en el comunitarismo el pueblo, colectivamente
presentado, es el amo y el Estado el siervo, el republicanismo ve al pueblo
como fideicomitente, tanto individual como colectivamente, y ve al Estado
como fiduciario; en particular, entiende que el pueblo confía al Estado la tarea de administrar un poder no arbitrario10. Aquí, como nos dice Conill11, el
republicanismo se abre a la libertad radical, a fin de que nadie pueda ejercer
un poder tiránico; pero para eso se necesitan individuos muy potentes (una
ciudadanía activa generalizada) que quieran superar la servidumbre, que
estén abiertos a un cierto perfeccionamiento, y que se comprometan y participen en los asuntos de todos.
El liberalismo, por su parte, defiende una concepción negativa de la libertad, según la cual ésta consistiría en la ausencia de obstáculos externos a
la elección individual. Además, parte del supuesto de que no hay nada negativo en el hecho de que algunos tengan poder de dominación sobre otros,
siempre que no lo ejerzan, ni sea probable que lleguen a ejercerlo nunca12. El
republicanismo, sin embargo, entiende que todos los sometidos a la voluntad arbitraria de otros son ilibres, incluso si esos otros no llegan a interferir
realmente en sus vidas13. La clave de la diferencia entre ambas posturas resulta del hecho de que es posible tener dominación sin interferencia, y al revés, tener interferencia sin dominación14. Así pues, podemos decir que los liberales valoran el hecho de tener opciones, estén o no-dominadas las
opciones (cantidad de opciones disponibles), mientras que los republicanos
valoran el hecho de tener opciones indominadas, pero no necesariamente el
hecho en sí de tener opciones (calidad de las opciones disponibles). En este
9
J. RUBIO, “Educar ciudadanos. El planteamiento republicano liberal de Rousseau”, en
J. CONILL y D.A. CROCKER (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003, p. 36.
10
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 25 a 27.
11
J. CONILL, "La tradición del republicanismo aristocrático", en J. CONILL y D.A. CROCKER, (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo? Editorial Comares,
Granada, 2003, p. 67.
12
Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., p. 190.
13
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 25, 41,
56, 113 y 350.
14
Ibidem, p. 44; V. CAMPS, “Republicanismo y virtudes cívicas”, en J. CONILL y D. A.
CROCKER (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003, p. 244.
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sentido, para los republicanos, aun representando el Derecho una forma de
interferencia, no por ello compromete la libertad del pueblo, puesto que es
una interferencia no-dominante, erigiéndose, de hecho, en constitutivo de la
libertad15. Desde esta perspectiva, el Estado tendrá capacidades para interferir sobre los ciudadanos tan sólo cuando persiga la satisfacción de los intereses comunes de la ciudadanía, y sólo cuando lo haga de forma y manera que
se adecue a las opiniones recibidas de esta ciudadanía16. Para los liberales,
sin embargo, toda ley es una forma de interferencia, pues siempre reduce la
libertad de la gente o interfiere en sus posibilidades de elección17.
2.2.
La libertad como no-dominación: un bien primario, igualitario
y comunitario a promover por el el Estado como ideal político
Como ya he dicho, toda interferencia entraña siempre un cierto empeoramiento intencional de la situación de elección de las personas, es decir, del alcance y dominio de su libertad18; ahora bien, el tipo de interferencia a la que se
opone el republicanismo es la arbitraria19, aquella que está controlada por el
arbitrium (la voluntad o el juicio) de quien interfiere; es decir, aquella interferencia en la que el agente dominador no se vea forzado a atender los intereses,
y las interpretaciones de esos intereses, de quienes la padecen. Una parte domina a la otra, por lo tanto, sólo en la medida en que tenga capacidad real pa15
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 57 y 93 a
95; P. SAVIDAN, “La crítica republicana del liberalismo”, op. cit. p. 140; V. CAMPS, “Republicanismo y virtudes cívicas”, op. cit., p. 245; N. MACHIAVELLI, Discursos sobre la primera
década de Tito Livio, Alianza, Madrid, 2000.
16
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 58 a 64 y
136.
17
Ibidem, pp. 118, 119 y 350; Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., p. 186;
E. MARAGUAT, “El concepto republicano de la libertad en la filosofía política de Hegel”, en
J. CONILL y D. A. CROCKER (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003, p. 46; L. BARRÓN, “Liberales conservadores, Republicanismo e ideas republicanas en el siglo XIX en América Latina”, The 2001 meeting of the Latin American Studies Association, Washington, 2001, p. 9; G. NOVACK, Democracia y revolución,
Barcelona, Fontamara, 1977; R. NOZICK, Anarquía, estado y Utopía, FCE, México, 1988.
18
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 79 y 81.
19
M. J. BERTOMEU, “Republicanismo y libertad”, Espai Marx, 2005, p. 350 [http://
www.espaimarx.org/150505aa_5.htm]; M. VILLORIA, “Control democrático y transparencia
en la evaluación de políticas públicas”, VII Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del
Estado y de la Administración Pública, Lisboa, Portugal, 2002, p. 4.
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ra interferir sobre bases arbitrarias en algunas de las elecciones de la otra20. Esta dominación puede ser más o menos intensa, según lo grave, expedito y
arbitrario que pueda ser el tipo de interferencia disponible, y puede tener un
alcance menor o mayor, según el abanico de opciones afectadas21. En tales circunstancias, cuando hay dominación, esta situación tiende a ser asunto de conocimiento público, excepto cuando la dominación supone una manipulación
encubierta22. Por otra parte, la no-dominación significa ausencia de dominación en presencia de otras gentes, pues el estatus de no estar dominado está ligado al papel cívico de la libertad cívica, no al de la libertad natural y, consecuentemente, se da siempre en virtud de un diseño social o institucional, es
decir, estatal. Así pues, la no-dominación es un ideal social que exige que existiendo otras gentes que podrían ser capaces de interferir arbitrariamente en
nuestras vidas, esas personas se vean impedidas de hacerlo23.
Al ser la no-dominación un ideal social es preciso que sea promovido jurídicamente a través de un régimen político que frene las ansias de dominación de la gente, sin convertirse, él mismo, en una fuerza de dominación, es
decir, sin caer en el imperium24. Se trata, por lo tanto, de introducir una autoridad constitucional que prive a las gentes del poder de interferencia arbitraria y que posea, al mismo tiempo, el poder y la capacidad de castigar esa
interferencia en caso de que se produzca, y debe hacerlo, como hemos apuntado, atendiendo a los intereses y a la interpretación que de esos intereses
hagan las partes afectadas (debe ser convenientemente sensible al bien común). Pues bien, cuando alguien disfruta de no-dominación, este hecho, al
igual que pasaba con la dominación, también llega a ser un asunto de común conocimiento entre las partes relevantes, de manera que la no-dominación tendrá siempre un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo25: por una
20
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 81, 82,
197, 350 y 351.
21
Ibidem, pp. 84 a 86.
22
Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., pp. 202 y 203.
23
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 82, 95,
113 y 351; D. RAVENTÓS, J. A. NOGUERA, y D. CASASSAS, “Catorce respuestas sobre la
renta básica”, El Ciervo, núm. 610, 2002.
24
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., p. 96; S. GINER, “Cultura republicana y política del prevenir”, en S. GINER (Ed.), La cultura de la democracia, Ariel, Barcelona, 2000, pp. 173 y 174.
25
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 100 a 102
y 351.
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parte, la no-dominación va ligada al hecho de reducir la incertidumbre de
las personas (objetividad), mientras que, por otra parte, también va ligada a
la capacidad para mirar de frente a los demás (subjetividad). Además, la nodominación tiene grados tanto de intensidad, como de alcance26. En este
sentido, tanto el liberalismo como el republicanismo están de acuerdo en
que, igualados los ciudadanos en lo básico (intensidad), debemos ampliar el
abanico de opciones favorables (alcance); es decir, estamos obligados a reducir las influencias que condicionan la libertad y las influencias que la
comprometen. La diferencia entre ambas concepciones es que interpretan de
distinta manera este aspecto27: mientras que para la concepción liberal28 tan
sólo influencias no intencionales como los obstáculos naturales condicionan,
sin comprometer, la libertad (el Derecho está del lado de los factores que
comprometen la libertad), para los republicanos las interferencias intencionales no arbitrarias son similares a los obstáculos naturales en punto a condicionar, sin comprometer, la libertad (el Derecho no arbitrario está del lado
de los factores que condicionan positivamente la libertad).
Para Pettit29 el ideal político de la no-dominación es un valor superior al
ideal político de la no interferencia, pues su maximización exige y necesita
la promoción de tres beneficios que la simple maximización de la no interferencia podría no conseguir30: 1) la ausencia de incertidumbre, 2) la ausencia
de necesidad de deferencia estratégica frente a los poderosos, y 3) la ausencia de subordinación social a otros sujetos. En este sentido, ser tratados como personas, con la dignidad que se merece todo ser humano (el hombre
como un fin, nunca como un medio), es ser tratado como una voz que no
puede ser, en ningún caso, preterida, pues, de lo contrario, nos convertiríamos en personas con vivencias inciertas, forzadas al medro estratégico y a la
subordinación31. Desde esta perspectiva, la libertad como no-dominación
26
Ibidem, pp. 106 y 107.
Ibidem, pp. 108, 116 y 117.
28
J. RAWLS, Teoría de la justicia, FCE, México, 1979; J. RAWLS, Justicia como equidad, Tecnos, Madrid, 1986.
29
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 113 a 115.
30
Ibidem, pp. 117 a 124 y 353; A. DOMÈNECH y D. VELASCO, “Una visión republicana
del cristianismo”, Iglesia viva. Revista de pensamiento cristiano, núm. 208, 2001; J.M. ELGARTE,
“Non-domination, real freedom and basic income”, Tenth Congress of the Basic Income European Network, Barcelona, Forum of Cultures, 2004; M. NAVARRO, “La necesidad de reinventar la democracia o cuando la representación deja de representar”, Dhial, núm. 35, 2001.
31
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 124 a 127.
27
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tiene el estatus de bien primario en el sentido que le otorga Rawls; un bien
que por su importancia no puede dejarse en manos de las personas para que
lo persigan por sí mismas de manera descentralizada, sino que el modo natural de articularlo es centralizadamente, por vía estatal32, siendo el papel de
la ciudadanía el de estar vigilantes para que el Estado cumpla con su función (democracia contestataria). En este sentido, la no-dominación tiene una
existencia intrínsecamente institucional33, pues las instituciones democráticas, tal y como señala Martins34, son una realización efectiva de la libertad.
En esta promoción de la no-dominación, el objetivo primario a conseguir
por parte del Estado35 debe ser el incremento de la intensidad con que la ciudadanía disfruta de la no-dominación (libertad estructural), para luego, en
un segundo momento, incrementar también el alcance de las opciones indominadas (libertad material).
La libertad como no-dominación es un bien significativamente igualitario y significativamente comunitario. Es igualitario, en tanto que es un bien
que está, más o menos, igualmente distribuido entre todos los componentes
del cuerpo político, pues, como ya hemos dicho, maximizar la no-dominación de que disfruta la ciudadanía requiere que ésta la disfrute con igual intensidad, aunque no requiere, necesariamente, que la disfrute con igual alcance (los ciudadanos están igualados en una situación a prueba de
dominación, aunque no lo están respecto de la igualdad de recursos y oportunidades). Es comunitario, en tanto que tiene un carácter, a la vez, social y
común36: social, ya que su realización exige que la gente se implique en la
mutua interacción intencional (sólo puede realizarse bajo un ordenamiento
justo que implique a la gente); y, común, ya que sólo puede realizarse para
uno, si se realiza para algunos o incluso para todos (sólo puede realizarse
para una persona, si se realiza para otros que pertenezcan a la misma clase
de vulnerabilidad). Desde esta perspectiva igualitaria y comunitaria, tal y
32
33
148.
J. M. ELGARTE, “Non-domination, real freedom and basic income”, op. cit.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 143 a
34
A. M. MARTINS, “Republicanismo y libertad”, Res publica, núm. 9-10, 2002, p. 190.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 113, 127,
140 y 353; Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., pp. 205 a 207.
36
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 152 a 163
y 354; Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., p. 210; GREECS, “Seminari de recerca y debat en ètica, economia i societat. Document de treball número 2”, UBWeb. Secció de
Teoria Sociològica i Metodologia de les Ciències Socials, Barcelona, Universitat de Barcelona, 2000.
35
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como nos dice Pettit37, la política adecuada a la tarea de la no-dominación
tendrá que articularse en el plano de los grupos de agravios y afirmaciones
comunes, es decir, en el plano de las distintas clases de vulnerabilidad. En
este sentido, a medida que progrese la no-dominación el significado político
de la diferencia tiene que ser cada vez menos significativo como indicador
de vulnerabilidad a la interferencia. De hecho, la comunidad entera debería
convertirse en una única clase de vulnerabilidad. Ahora bien, lo cierto es
que no hay esperanza alguna de promover la causa de la libertad como nodominación entre la ciudadanía si los individuos no están dispuestos a abrazar, tanto la perspectiva de una igualdad substancial (bien igualitario),
cuanto la condición de la solidaridad comunal (bien comunitario), pues querer la libertad republicana es querer la igualdad republicana, realizar la libertad republicana es realizar la comunidad republicana, y para ello se precisa, no sólo de un Estado fuerte y comprometido con la no-dominación,
sino también de ciudadanos responsablemente participativos38.
2.3.
Libertad como no-dominación: los contenidos (objetivos) y las
formas (mecanismos constitucionales y democráticos) del
Estado republicano
La filosofía política republicana tiene que ser juzgada según el método
rawlsiano del equilibrio reflexivo39, es decir, según nos dé o no una imagen reflexivamente aceptable de lo que el Estado debería hacer y ser40. En cuanto a
lo que debe hacer el Estado, la primera cosa que hay que observar es que el
republicanismo ofrece al Estado un lenguaje pluralista en el que formular
los agravios que él habrá de tratar de rectificar (un lenguaje de libertad, en el
que es posible dar sentido a una variedad de exigencias dirigidas al Estado).
Este pluralismo se revela en una variedad de causas que no sólo incluyen la
tradicional y conservadora petición de orden, predictibilidad y propiedad
privada, sino también causas tan diversas como las reivindicaciones formuladas por los distintos movimientos sociales de liberación. El lenguaje repu37
y 192.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 166 a 168
38
Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., p. 197.
A. FERNÁNDEZ, “Dinâmicas evolutivas, hermenêutica jurídica e o equilíbrio reflexivo”, Revista Juristas, núm. 43, 2005.
40
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 140, 174
a 178 y 355.
39
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blicano puede lograr este grado de pluralismo porque el ideal de la libertad
como no-dominación es intrínsecamente dinámico, es decir, exige que los
intereses y las interpretaciones de la gente sean sistemáticamente atendidas
por el Estado, de manera que deja espacio para que intereses nuevos o nuevas clarificaciones de las interpretaciones de esos intereses obliguen a una
reconsideración de las exigencias de la libertad41. Se trata, en definitiva, de
abrir sistemáticamente posibilidades de reconstrucción discursiva42, a medida que las gentes descubren nuevas filiaciones y se hacen capaces de ver
viejas formas de trato bajo una nueva luz crítica43.
Pues bien, por lo que respecta a las políticas específicas que el ideal de la
libertad como no-dominación tendría que sostener (en particular, las políticas que tendría que sostener para combatir el tipo de dominación ligado al
dominium privado de los recursos), dos cosas saltan a la vista44: una, que el
ideal es políticamente menos escéptico que el ideal de la libertad como no
interferencia, pues admite la posibilidad de un gobierno no-dominador; y
otra, que es socialmente más radical, pues exige, no sólo la ausencia de interferencias arbitrarias, sino de capacidades para la interferencia arbitraria.
Su menor escepticismo viene del hecho de que no entienden la acción del
Estado, siempre que esté convenientemente restringida, como una intrínseca afrenta a la libertad, es decir, como una forma, ella misma, de dominación; y su mayor radicalismo viene del hecho de que entienden como tal
afrenta a la libertad cualquier forma de dominación, incluso aquellas en las
que puede esperarse que el dominador se abstenga de dominar a nadie. En
este sentido, los republicanos estarán bien dispuestos respecto de una forma
de gobierno que confiera al Derecho y al Estado un respetable abanico de
responsabilidades; por contra, estarán muy mal dispuestos ante una forma
de gobierno que confiera a las autoridades, o incluso a las mayorías, un elevado grado de poder y discreción45.
Ahora bien, el Estado republicano no sólo debe tratar de combatir las
consecuencias dominadoras del dominium, también debe evitar la propia do41
Ibidem, pp. 179, 181 a 194, 356.
J. HABERMAS, Más allá del estado nacional, Trotta, Madrid,1997.
43
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 194, 195
y 356; Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit., p.199 a 201.
44
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 196 y
356.
45
Ibidem, pp. 196, 269 a 313 y 356.
42
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minación procedente del imperium del Estado46; es decir, tiene que preocuparse tanto por lo que hace el Estado, cuanto por lo que es, tanto por los contenidos materiales, como por las formas en que procede en el desarrollo de
dichos contenidos. En este último sentido, si el modo de operar del Estado
no ha de estar sujeto a manipulación sobre bases arbitrarias, hay, al menos,
tres condiciones constitucionalistas que deben ser plausiblemente satisfechas47: 1) Un sistema constituido como un imperio de la ley y no de los hombres (lugar y contenido de las leyes). Se trata del imperio de la ley, según el cual el
Estado debería proceder de acuerdo con la ley, no según los casos, y en particular, de acuerdo con un tipo de leyes que satisfagan restricciones establecidas. 2) La dispersión de los poderes legales entre las diferentes partes (funcionamiento cotidiano de las leyes). Se trata de la restricción de la dispersión del
poder, según lo cual el poder estatal tendría que dividirse en varios brazos;
esta condición viene en apoyo de la división de las funciones legislativas,
ejecutivas y judiciales, pero también de otras formas de dispersión del poder, como la de la bicameralidad y la de los ordenamientos federales. 3) Una
ley relativamente resistente a la voluntad de la mayoría (modos de alterar legítimamente las leyes). Se trata de la condición contramayoritaria, según lo
cual tiene que dificultársele, no facilitársele, a la voluntad mayoritaria las
modificaciones de, al menos, ciertas áreas fundamentales del cuerpo de leyes.
En definitiva, sin mediación de una ley acorde con esas condiciones, el
gobierno será fácilmente manipulable por voluntades arbitrarias y tal vez
partidistas48. En este sentido, cabe hacer patente, como nos dice Maraguat49,
que el concepto de libertad que defiende Pettit, esto es, como ausencia garantizada de no interferencia arbitraria, reproduce el pensamiento de Hegel,
pues el estado que para Hegel merece ser un fin en sí mismo es el que se
mueve bajo la objetividad de la ley, objetividad por la cual las libertades
particulares son compatibles con las libertades públicas. Ahora bien, por
muy restringido por la ley que esté un sistema constitucionalista, el Estado
46
47
y 357.
A. DOMÈNECH y D. VELASCO, “Una visión republicana del cristianismo”, op. cit.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 227 a 239
48
J. C. VELASCO, “Patriotismo constitucional y republicanismo”, Claves de razón práctica, núm. 125, 2002, pp. 33 a 40.
49
E. MARAGUAT, “El concepto republicano de la libertad en la filosofía política de Hegel”, op. cit. p. 55.
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siempre tendrá un margen de discrecionalidad. Se da por sabido que los legisladores tienen que disponer de ese margen, pues son ellos quienes hacen
las leyes; pero también tendrán ese margen quienes ocupen cargos ejecutivos y judiciales, pues la interpretación de las leyes nunca está completamente constreñida por la legislación. El único modo que tiene un régimen republicano para garantizar que este ejercicio de discrecionalidad no será hostil a
los intereses y a las interpretaciones del conjunto de la ciudadanía, o a los de
algún sector de la comunidad, es la introducción sistemática de posibilidades de disputar los actos del Estado por parte de la gente corriente50. La promoción de la libertad como no-dominación exige, en consecuencia, que se
haga algo para garantizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y las interpretaciones de los ciudadanos51. La toma pública de decisiones no puede representar una imposición arbitraria, sino que tiene que
proceder de tal modo que los ciudadanos puedan identificarse con ella y hacerla suya; es decir, que los ciudadanos puedan ver en ella promovidos sus
intereses y respetadas sus interpretaciones. En este sentido, la no arbitrariedad requiere, no tanto consentimiento, cuanto disputabilidad52. Sólo si podemos efectivamente disputar ese tipo de interferencias podremos decir que
la interferencia no es arbitraria, ni el que interfiere, un dominador. Así pues,
el ideal republicano apunta hacia una democracia basada, no en el supuesto
consentimiento de las gentes, sino en la disputabilidad, por parte de la gente, de cualquier cosa que pueda hacer el Estado; lo que es importante asegurar es que los actos del Estado puedan sobrevivir a la contestación popular,
no que sean el producto de la voluntad popular53.
La democracia debe entenderse, por lo tanto, de acuerdo con un modelo
más de disputa o de disenso que de consenso. De acuerdo con este modelo,
un gobierno será democrático y representará una forma de poder controlado por el pueblo, en la medida en que el pueblo, individual y colectivamente, disfrute de la permanente posibilidad de disputar las decisiones del gobierno54. En este sentido, una democracia contestataria tendrá que ser
deliberativa y, si tiene que haber una base sistematizada para que la gente
pueda cuestionar lo que hace el gobierno, requerirá, también, que las deci50
51
52
53
54
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 91 y 357.
Ibidem, pp. 241 y 242.
A. M. MARTINS, “Republicanismo y libertad”, Res publica, 9-10, 2002, p. 190.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 13 y 14.
P. NEY, “Republicanismo, tradición perdida”, Relaciones, núm. 84, 2004.
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siones se basen en consideraciones de un supuesto interés común55. Por otra
parte, una democracia contestataria tendrá que ser incluyente y dar espacios
para que gentes procedentes de todos los rincones de la sociedad puedan
impugnar las decisiones legislativas, ejecutivas o judiciales56. Este requisito
significa que el Estado tendrá 1) que ser representativo de diferentes sectores de la población, que 2) los canales de disputa tendrán que estar bien establecidos en la comunidad y que 3) el Estado tendrá que guardarse de la influencia de las organizaciones empresariales y de otros intereses poderosos.
En este sentido, deberá haber voces que tengan crédito al hablar de las preocupaciones y las opiniones de todos los grupos significativos, y que puedan obligar a que esas preocupaciones y esas opiniones entren en el foco de
atención de los legisladores. Ahora bien, para que esas voces tengan crédito,
tienen que venir del sector representado, no ser simplemente ecos de la simpatía despertada por ese sector; y así, idealmente, el grupo logrará ser representado, no por la gracia de los portavoces parlamentarios, sino por la presencia de algunos de sus miembros. La democracia incluyente tendrá que
incorporar, por derecho propio, a todas las voces disonantes que puedan hallarse en la comunidad57. Desde esta perspectiva, tal y como señala Martínez58, la tradición republicana debería tomar como uno de los criterios de
medida de su nivel de aceptabilidad, su capacidad para dar cuenta de a
quiénes se excluye de la vida democrática y qué formas tenemos de no excluirlos; no es sólo tiempo de afinar los modelos de democracia y de república, sino también de estar atentos a las discriminaciones y exclusiones para
las que tenemos el peligro de estar ciegos.
Hay muchos canales por los que puede discurrir esta faceta de la inclusión. Entre ellos, nos dice Pettit59, están la posibilidad de escribir al representante de los ciudadanos en el parlamento, la capacidad para exigir que un
defensor del pueblo haga indagaciones, el derecho de apelación a un tribunal superior frente a una sentencia judicial, así como limitaciones menos formales, como pueden ser las derivadas de los derechos de asociación, protes55
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 242 a 246 y 358.
Ibidem, pp. 248, 249, 344 y 358.
57
Ibidem, pp. 249 a 253.
58
V. MARTINEZ, “Excluidas y excluidos de las tradiciones democráticas. Un diálogo
con el republicanismo”, en J. CONILL y D.A. CROCKER (Eds.), Republicanismo y educación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Editorial Comares, Granada, 2003, p. 99.
59
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., p. 252.
56
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ta y manifestación. Los canales de disputa serán efectivos en la medida en
que existan movimientos sociales de liberación a los que dirigir, en primera
instancia, nuestras quejas. Esos movimientos deberían contribuir a mantener limpios de ruido los canales de expresión de quejas, pues podrían servir
a modo de cámara inicial de compensaciones en la que depositar y consolidar las quejas60. Estos movimientos pueden revelarse muy eficaces a la hora
de ejercer presión a favor de la rectificación de los agravios que hacen suyos,
pues disponen de una audiencia que ningún ciudadano individual podría
esperar igualar. Lo que exige una democracia con disputabilidad es que las
quejas sean despolitizadas, y su audiencia apartada del tumulto de la discusión popular, apartada, incluso, del foro de debate parlamentario. Lo que
aquí exige la democracia es el recurso a la tranquilidad y la serenidad de las
comisiones parlamentarias multipartitas, o a la indagación parlamentaria
formal, o a un cuerpo autónomo y profesionalizado61. Una verdadera democracia republicana tiene que estar sujeta a las restricciones de una forma disputatoria de democracia, es decir, una democracia que sigue pautas deliberativas de toma de decisiones, que incluye a las principales voces de la
diversidad presentes en la comunidad y que responde apropiadamente a las
quejas contra ella formuladas62. Por último, esta democracia tendrá que ser
sensible a las críticas lanzadas contra las decisiones estatales63. Tendrá que
haber ordenamientos que permitan una audiencia adecuada (una audiencia
adecuada, no una audiencia popular) de las quejas procedentes de distintos
ámbitos; tendrán que realizarse procedimientos de toma de decisión que
disfruten del crédito general; y en caso de perderse ese crédito, tendrá que
haber posibilidades de secesión, o modos de dar a los disidentes el tipo especial de estatus concedido tradicionalmente a los objetores de conciencia64.
La concepción de la democracia que sale de estas reflexiones insiste en
que lo importante radica en la creación de un ambiente de prueba y selección de las leyes, más que en tener leyes diseñadas por consenso. Es decir, se
trata65: por una parte, de disponer de leyes que hayan pasado la prueba del
60
61
62
63
64
y 358.
65
Ph. PETTIT, “Anatomía de la dominación”, op. cit.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., p. 255.
Ibidem, p. 261.
V. CAMPS, “Republicanismo y virtudes cívicas”, op. cit., p. 245.
Ph. PETTIT, Republicanismo, una teoría sobre la libertad y el gobierno, op. cit., pp. 259, 260
Ibidem, pp. 260 a 267, 358 y 359.
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tiempo y que formen parte de una tradición; y, por otra, de que el pueblo
tenga derecho a desafiar y a resistir las leyes que sean de naturaleza arbitraria, siendo eso, en definitiva, lo que hace al pueblo soberano. Desde esta
perspectiva, tal y como señala Puig66, políticamente la democracia republicana se entiende como una forma de socialización y de acción política en un
contexto moral, ético y cívico, lo cual implica que, en las votaciones, los ciudadanos deben comportarse, no como defensores de unos intereses partidistas, sino como controladores de la calidad global de los resultados de la acción política de sus representantes. Se trata de la defensa de la adecuación
de la acción política al bien común67. En este marco de consideraciones, los
políticos deben consagrarse a la deliberación y a la búsqueda de acuerdos
justos, en un ejercicio de comunicación pública orientada al entendimiento y
a la formación cívica para el ejercicio de las virtudes cívicas. Así pues, la ciudadanía no se limita a votar cada cuatro años, sino que ser ciudadano supone, incluso más que ir a votar, el deber de participar en aquellas prácticas cívicas que permitan alcanzar acuerdos en los modos de organizar la
convivencia colectiva para que responda al bien común. En este sentido, es
interesante incidir en los planteamientos que realizan Ovejero, Martí y Gargarella68 al entender que un ciudadano activo es el que participa cívicamente, es decir, con altruismo y no sólo por y en defensa de sus intereses, de
donde se desprende que la solidaridad, como forma de fraternidad social, se
encuentra en la esencia de la civilidad republicana.
Ahora bien, como ya hemos dicho, la libertad, la participación, sólo es
posible en un contexto de moralidad, de ordenamiento ético-social, de tal
manera que la cuestión moral es determinante en la sociedad republicana,
pues se incardina, no sólo como característica esencial del civismo, sino, en
general, de la política. La república encarna la necesaria moralidad de la política, hasta tal punto que el propio Estado republicano debe ser un Estado
ético y moral, es decir, como nos dice Aranguren69, de justicia social y no sólo de Derecho. Pues bien, entiendo que la propuesta arangureniana, aunque
no pueda catalogarse de republicana, sí que es, desde un punto de vista for66
J. Mª. PUIG, “La Escuela Como Comunidad Democrática”, op. cit.
C. VALLS LLOBET, “El compromís cívic dels ciutadans o el dret a la llibertat”, El Canvi, Butlletí mensual de Ciutadans pel Canvi, Barcelona, 2001.
68
F. OVEJERO, J. L. MARTÍ y R. GARGARELLA, Nuevas ideas republicanas, Paidós, Barcelona, 2004.
69
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, Guadarrama, Madrid, 1963.
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mal, un buen punto de partida para incardinar planteamientos republicanos
que descansen sobre la estabilidad de un Estado moralmente fuerte, es decir, de un Estado que tenga institucionalizada la eticidad en sus propias estructuras jurídicas y administrativas.
3.
ARANGUREN Y LA ETICIDAD POSITIVA DEL ESTADO
3.1.
Moral personal y moral social: tensión y apertura
La moral político-social en Aranguren tiene como punto de partida, como principal suplemento y desarrollo, la moral personal, porque la moral
es, primariamente, personal, aunque, también es cierto, nos dice Aranguren70, que la persona es mucho más social de lo que nos imaginamos y su
moral personal, es ya, de partida, social. Nuestro filósofo rehúsa radicalmente cualquier separación entre la moral individual y la moral social, lo
que hay siempre entre ambas es un conflicto, un problema, una tensión, sin
embargo, las dos se necesitan mutuamente. El hombre, nos dice Aranguren71, es constutivamente social, lo mismo que es constitutivamente moral;
el hombre vive en sociedad y, por lo tanto, con ella y de ella y, en particular,
del grupo social de pertenencia, acogerá todo un conjunto de valoraciones,
actitudes y comportamientos morales estrechamente relacionados con la
realidad o situación sociocultural que le envuelve. La posición abiertamente
disidente de Aranguren consiste en el hecho de entender, y no aceptar, de
ninguna de las maneras, que la fuerza moral sobre las valoraciones morales
que el hombre recibe de la sociedad o de su grupo social de pertenencia, tengan su origen, única y exclusivamente, en la presión social72. La presión social, aun siendo un condicionante muy fuerte, jamás puede anular la moral,
la cual surge de la vida personal. El hombre es una realidad debitoria y es
por ello, precisamente, que la sociedad puede imponerle deberes, sin embargo, es éste, en última instancia, quien debe asumirlos libre y personalmente73.
70
106.
J. L. ARANGUREN, Ética de la felicidad y otros lenguajes, Tecnos, Madrid,1988, pp. 105 y
71
Ibidem, pp. 106 y 107; J. L. ARANGUREN, “Moral y Sociedad en el Siglo XIX”, en VARIOS, Historia Social de España. Siglo XIX, Guadiana, Madrid, 1972, p. 89.
72
J. L. ARANGUREN, Ética, Revista de Occidente, Madrid, 1958, p. 39.
73
Ibidem, p. 42.
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Si recurrimos a su Ética74, en la que Aranguren deja claramente planteada la tensión existente entre una moral orientada hacia el individuo y otra
que se propone exigencias transpersonales, podremos entresacar tres aspectos fundamentales para nuestro cometido: 1) la moral, no sólo en su origen,
sino a lo largo de toda su historia ha estado íntimamente ralacionada con lo
social y lo político; 2) lo que cada uno hace de su vida, de él mismo, lo hace,
lejos de toda abstracción, en el marco de una situación concreta y real que
es, básicamente, situación y realidad política y social; y, 3) al hacer nuestras
vidas (bien o mal) nos hacemos copartícipes y corresponsables de las vidas
de los demás y, por la misma regla, el resto de las personas que nos rodean
son corresponsables de las nuestras, pues todos formamos una unidad solidariamente ética encaminada a evitar la alienación del prójimo. De estas tres
conclusiones podemos ver que lo social y lo personal en la moral se nos presentan como dos vertientes complementarias y no disociadas, hasta tal punto que Aranguren ha podido llegar a decir, de una parte, que moral y sociedad son una y la misma cosa75; y, de otra, nos asegurará que la dimensión
personal es intrínseca a la moral social. La moral personal, aun en el caso
más extremo, que consistiría en el utópico caso de un Estado perfectamente
socializado éticamente, es del todo ineliminable76. En definitiva, podemos
decir que la sociedad no nos da hecha nuestra conducta, sólo nos da elementos sociopolíticos y culturales con los cuales hacer nuestras vidas.
Por lo tanto, en Aranguren habría que hablar de moral como el perfecto,
aunque no exento de dificultades, equilibrio entre lo personal y lo social. No
podemos establecer una línea de separación entre ambas perspectivas de la
moral porque la zona fronteriza es muy estrecha y, en ocasiones, confusa77.
La moral en Aranguren será, tanto por su origen, como por sus contenidos y
por sus metas, eminentemente social, pero, en tanto que la última palabra, la
elección, aceptación, sumisión, renunciación de las normas o valores sociales, políticos y culturales depende, única y exclusivamente, del sujeto moral
individual, del hombre que ha de desarrollar su propia vida con los otros
hombres y con las cosas, haciéndose responsable de ella, es por lo que, por
su fundamentación, la moral será personal. Aranguren, como podemos ob74
Ibidem, pp. 31 a 38.
J. L. ARANGUREN, “Moral y Sociedad en el Siglo XIX”, op. cit., p. 87.
76
J. L. ARANGUREN, Memorias y esperanzas españolas, Taurus, Madrid, 1969, p. 69.
77
J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral: ética de la aliedad”,
Taula. Quaderns de Pensament, núm. 31-32, 1999, pp. 97 y 98.
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servar, huye: de un lado, del individualismo que no tiene en cuenta las repercusiones sociales de la moral individual y la influencia que la sociedad
tiene sobre los individuos; y, de otro, del sociologismo que desatiende la
vertiente personal que hay en toda acción moral. Para que lo moral exista es
preciso partir del hombre, que es el que ha de aceptar o no las pautas sociales, el que debe criticar, mejorar, innovar o reformar otras, el que configura,
en definitiva, la propia sociedad. Aranguren, no admite que lo social se pueda considerar el origen principal de la moral, sino que es el medio para que
se exprese lo moral78. Para salvaguardar la moral se necesita reconocer y
mostrar la independencia de la dimensión personal respecto de la sociedad.
Resulta imposible eliminar la constitutividad moral del hombre.
3.2.
Ética de la alteridad y Ética de la aliedad
La ética ha sido, hasta hace poco, mera ética de la individualidad, siendo el Derecho correspondiente a esta visión moral el romano napoleónico79.
La ética individual es la concepción propia del liberalismo burgués que se
fundamenta, tanto en el orden económico como en el político, en la creencia
de la armonía preestablecida de los diferentes intereses individuales. El
egoísmo racional debe conducir al buen ordenamiento social y constituir la
única virtud social a partir de una serie de virtudes privadas como la laboriosidad, la buena administración, la industriosidad, la honradez comercial,
la previsión o el ahorro (moral protestante del trabajo). El Derecho, dentro
de este contexto, se limita a la protección legal de los interes del egoísmo razonable. En este sentido, lo que le interesa destacar a Aranguren del liberalismo es su aspecto político de minimización del Estado y su ceguera para
reconocer su eticidad positiva. El liberalismo condena al Estado a la pasividad, ya que considera una gran virtud el egoísmo razonable de los individuos (egoísmo basado en la espontánea armonía de los intereses de éstos) y
en que, consecuentemente, la mejor política estatal es la del dejar hacer, sin
inmiscuirse en los asuntos de los ciudadanos80. En este sentido, Aranguren
nos advierte de que el liberalismo puede convertirse en el mayor enemigo
78
C. HERMIDA, Filosofía moral y filosofía jurídico-política de J.L.L. Aranguren, Universidad
Autónoma, Madrid, 1997, p. 494. (Tesis doctoral en microficha. Universidad Autónoma de
Madrid, Facultad de Derecho, Departamento de Derecho Político).
79
Ibidem, p. 505.
80
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 217.
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de la libertad real, ya que puede dar paso a los totalitarismos, a las tiranías
de las mayorías. Pues bien, la experiencia histórica del liberalismo económico, y de un capitalismo sin trabas, demostró la radical insuficiencia de la ética liberal de la alteridad y de su Derecho para el buen ordenamiento social.
La reacción natural contra su constitutivo individualismo, según el profesor
Aranguren, ha consistido en lo que se denomina la ética social.
Ahora bien, por ética social cabe entender dos cosas distintas, que conducirán a la diferenciación entre ética de la alteridad y ética de la aliedad: “[...]
bien la relación interpersonal de cada hombre con el alter o alter ego, con el
otro hombre, persona moral como yo; o bien la relación impersonal, que fundamentalmente transcurre en el plano político-social, hoy cada vez más técnico-económico, pero que debe estar penetrada de sentido ético, de todos los
otros hombres [...] A lo primero llamaremos ética de la alteridad. A lo segundo, ética de la aliedad”81. El significante alteridad deriva del significante latino
alter, y en latín hay dos palabras de significado próximo: alius, que significa
otro en general, otro entre muchos; y, alter, que significa otro entre dos. En este sentido, alteridad significa mi relación con el otro, y aliedad la relación entre
muchos otros82. En la alteridad es fundamental la relación personal e interpersonal, mientras que la aliedad se queda en los aspectos más técnicos e impersonales de las relaciones humanas. Para Aranguren es preciso pasar de
una ética de la alteridad a una ética de la aliedad para el establecimiento de
un orden social justo, es decir, pasar al plano político, en el que intervienen
elementos científicos, técnicos, impersonales, institucionales, estructurales,
para que se pueda construir la justicia en una sociedad bien ordenada.
La ética de la alteridad pretende la moralización de la política desde lo
ético personal, fijándola puramente al sentido social de los individuos. Existen dos modelos de ética de la alteridad: el de la moralización de la política
desde lo personal; y, el de la moralización de la política desde los grupos sociales. El primero tuvo sus representantes históricos en el siglo XVIII con
pensadores como Montesquieu, Rousseau y Kant; el segundo, en el siglo pasado con el marxismo. Así, Aranguren nos dirá83 que cuando Montesquieu
afirma que el fundamento de la república es la virtud; o cuando Rousseau
pide la síntesis en el ciudadano de los status de súbdito y soberano, recla81
J. L. ARANGUREN, “Ética social y función moral del Estado”, Conferencias del Ateneo
de la Laguna, núm. 1, 1962, p. 8.
82
J. L. ARANGUREN, “Ética de la alteridad”, Cal y Canto, núm. 1, 1959, p. 9.
83
J. L. ARANGUREN, “Ética social y función moral del Estado”, op. cit., pp. 5 a 26.
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mando la conversión del hombre privado en público; o cuando Kant define la
Ilustración como la promoción de cada hombre a su mayoría de edad, y considera que ser mayor de edad significa, no sólo tener el derecho, sino también el
deber de la autonomía o gobierno por sí mismo; todos ellos, sin excepción, están confiando la moralización social y política a los ciudadanos y reclamando
el ejercicio de la moral personal de la alteridad. Aranguren considera que la
virtud fundamental de la alteridad, junto con la libertad y la igualdad, es la
justicia entendida ésta en el sentido de voluntad, de buena voluntad, de lucha
personal por la justicia, en el reconocimiento y respeto de la dignidad de las
personas y de su libertad e igualdad esenciales, así como de una subsistencia,
un nivel de vida y un trabajo verdaderamente humanos.
Dentro de esta concepción (ética de la alteridad), el Derecho ha de ser la
proyección y el garante externo del momento moral84. El aseguramiento jurídico-positivo de los derechos de la persona es, visto desde el lado de los gobernados, el carácter esencial del Derecho; así como, visto el problema del lado del
Estado y los que nos gobiernan, lo es la constitución del poder político como Estado de Derecho. De esta manera, como se puede observar, el Derecho resulta
ser el marco de la vida social, marco dentro del cual ésta queda encuadrada, encauzada y, por modo negativo, moralizada. Decimos negativamente porque
hasta aquí no se trata más que de una eticidad restrictiva por parte del aparato
estatal. Según esta concepción ética, la moralidad del Estado es extrínseca y le
viene dada de la ética de la alteridad, pues se considera que la fuente de la moral social es la persona. Así las cosas, los modos fundamentales de moralización
del Estado desde fuera de él son85: la limitación ético-jurídica del poder, la división y el equilibrio de poderes, la conversión del poder en autoridad por la vía
de la legitimidad, la respetabilidad y el prestigio, la democratización del régimen de gobierno y la creación de instantes supranacionales asistidos de poder
jurídico o, al menos, capaces de actuar por presión moral. Para Aranguren, la
justicia o virtud personal de la justicia, es decir, el Derecho como establecimiento de relaciones restrictivas formales y, en definitiva, una ética de la pura alteridad, aunque supongan un progreso frente a la moral individualista para el establecimiento de un ordenamiento colectivo justo, tampoco basta, sobre todo en
el complejo régimen político económico y social de nuestro tiempo86.
84
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 229.
C. HERMIDA, Filosofía moral y filosofía jurídico-política de J. L. L. Aranguren, op. cit., p. 510.
86
E. BONETE, Aranguren, la ética entre la religión y la política, Tecnos, Madrid, 1989, pp.
191 y 192.
85
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Existe otro tipo de moralización, según Aranguren, que se realiza desde
dentro del Estado, de arriba abajo. Esta moralización puede ser negativa o
restrictiva por parte del Estado, o bien positiva, que es la ética de la aliedad,
es decir, el plano de las estructura sociales objetivas y el de la exigencia de
una eticidad positiva, y no meramente negativa por parte del Estado. Para
Aranguren es necesario que la fuente de la moral política sea el Estado. Tanto la moralidad de las personas, como la de los grupos sociales, no son suficientes, pues se olvida que personas y grupos sociales viven dentro de un
Estado, que debe convertirse en un destacado punto de la moralidad social87. En consecuencia, si es necesaria la intervención moral del estado, si de
él debe provenir la eticidad, y no tanto de los ciudadanos o de los grupos sociales, una ética de la alteridad, aunque suponga un progreso frente a la moral individualista, no es suficiente para el establecimiento de un ordenamiento colectivo justo. Ahora bien, lo cierto es que pasar del plano de la
alteridad al de la aliedad supone considerar al Estado como sujeto de eticidad, pero con características diferentes a las que Hegel le asignaba. Efectivamente, Aranguren, separándose de aquél, no pretende reducir toda la moral
a moral político-social, ni tampoco sostener que el Estado sea el único sujeto
de la moralidad política, sino que su pretensión última es dejar bien establecida la dimensión política y social de la moral. En este sentido, la virtud sola, por muy social que sea, no basta para la producción de un orden social
justo88. Aranguren abogará por una ética técnica, inscrita en las estructuras
jurídico-administrativas, es decir, institucionalizada y que sirva para modificar las actitudes políticas89.
El objetivo de una ética en función de la política, no es otro que la construcción de un Estado ético o de justicia social, en el que la moral esté institucionalizada, de tal forma que los hombres consigan ser mejores aun sin ellos pretenderlo, aunque nunca contra su voluntad90. El problema real estriba en cómo se
puede conseguir la construcción de este Estado, pasar de la política a la ética,
moralizar la política. La tarea no es fácil, implica muchos riesgos y dificultades
y, lo que es más importante, supone tener siempre en cuenta que la construcción de un Estado socialmente justo conlleva, en mayor o menor medida, un
87
C. HERMIDA, Filosofía moral y filosofía jurídico-política de J.L.L. Aranguren, op. cit., p. 515.
P. CEREZO, “J. L. L. Aranguren, reformador moral en época de crisis”, Isegoría, núm.
3, 1991, p. 98.
89
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., pp. 47 y 48.
90
Ibidem, pp. 26 y 27.
88
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cierto apartamiento de lo personal, perdiendo con ello los ciudadanos un poco
de su libertad individual en pro de la libertad colectiva. De todas formas, una
ética de la aliedad, tal como la entiende Aranguren, no elimina la función y el
sentido que puedan tener tanto la ética individual, como la ética de la alteridad, pues la ética como la vida, ya lo sabemos, es, al mismo tiempo, individual
y social, y se la empobrece y falsea al amputarle una u otra de ambas dimensiones91. Si la moral tiene que ser, a la vez, personal y social, ello significa que el
Estado de Derecho, sin dejar de serlo, tendrá que constituirse en Estado de justicia social. Ahora bien, este Estado no puede darse sin una mínima autoexigencia ética por parte de la ciudadanía, individual y socialmente considerada,
pues de lo contrario, si se diera un traspaso total de lo ético-social a la administración pública, los ciudadanos se convertirían en simples consumidores de las
directrices estatales, cayéndose en la inercia, en el conformismo, en la pasividad, en un despojamiento de todo sentido ético que degradaría y reduciría la
instauración de la justicia a puro tecnicismo y oportunismo tecnocrático.
Así pues, Aranguren propone dos vías de moralización de la sociedad: por
una parte, la relación interpesonal de la alteridad, que por redundancia trasciende la moralidad intersubjetiva al cuerpo social en su conjunto (sociedad civil); y, por otra parte, el plano impersonal de la aliedad u orden institucional
(aparato estatal). Esta distinción la realiza Aranguren en base a que mientras la
primera tiende a la conversión del hombre privado en hombre público o ciudadano en sus relaciones intersubjetivas y en sus virtudes cívicas, la segunda,
tiende a la conversión de las instituciones públicas, y en particular del Estado,
en instituciones con sentido ético92. Se trata, como se puede observar, de relacionar la ética y la política, tarea ésta intrínsecamente problemática.
3.3.
La problemática manera de relacionar la Ética y la Política: el
acceso a la Política desde la Ética
La relación entre la moralidad política y la moralidad privada es problemática, ardua y siempre cuestionable. La auténtica moral es lucha por la
moral, tensión permanente y autocrítica implacable93. La relación entre la
91
J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral: ética de la aliedad”,
op. cit., pp. 98 a 101.
92
C. HERMIDA, Filosofía moral y filosofía jurídico-política de J.L.L. Aranguren, op. cit., p. 515.
93
J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral: ética de la aliedad”,
op. cit., p. 104.
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ética y la política, en cuanto constitutivamente problemática, sólo puede ser
vivida, de un modo genuino, dramáticamente94, lo cual quiere decir que
siempre se da una compatibilidad ardua, siempre cuestionable, de lo ético y
lo político, fundada sobre una tensión de carácter más general: la de la vida
moral como lucha moral, pues, como nos dice Aranguren95, “El hombre no
es malo, pero hace el mal; el hombre no es pecado, pero el justo peca siete
veces al día; cae una y otra vez, para volverse a levantar. El cristiano no se
absuelve a sí mismo, pero tampoco se condena, que es otra manera –la manera luterana– de dispensarse y renunciar a la lucha moral”. Aranguren destaca, básicamente, tres modos posibles de relacionar y acceder desde la ética
a la política, que, lejos de ser excluyentes, pueden combinarse y conjugarse96: 1) El individualista de la ética personal, que desde ésta accede a la política; se trata de la moralización del Estado por medio de los individuos que lo
constituyen, es decir, los ciudadanos (Ética de la Alteridad Individual). 2) El
de los grupos sociales desde la ética social que también tratan de moralizar el
Estado, pero ya no se articula individualmente sino por medio de los grupos
sociales; se accede, no desde la ética personal, sino desde la ética social: moralización del Estado y la política por medio de la propia sociedad o, al menos, por un determinado grupo social (Ética de la Alteridad Social). Por último, 3) la Moralización por el Estado o desde él; en este modo se invierte el
sentido de la relación, ya no vamos desde la ética a la política, como en los
casos anteriores, sino desde la política a la ética (Ética de la Aliedad).
La ética de la alteridad individual tiene, según Aranguren, su máximo exponente en la vía liberal de Montesquieu y la vía democrática de Rousseau.
Esta ética persigue la moralización del Estado a partir o desde la persona,
desde la moralidad individual y desde el sentido y compromiso personal de
la responsabilidad. Montesquieu buscará moralizar el Estado a través de la
división de poderes que deberá evitar la inmoralidad del Estado y preservar
las libertades individuales. Rousseau, por su parte, buscará el tránsito de la
alienación a la democracia, es decir, la síntesis de los status, antes separados,
de súbdito y soberano, así como la conversión del hombre privado en hombre público. Para Aranguren es insuficiente la ética política que defendieron
estos ilustrados, sobre todo Rousseau, porque a la moralización política no
94
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 78.
Ibidem, p. 98.
96
Ibidem, pp. 133 y 134; J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral:
ética de la aliedad”, op. cit., p. 105.
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se puede acceder desde la ética individual, pues los individuos por sí solos
son incapaces de asumir una plena actitud ético-política. Para que dicha moralización política pueda llevarse a buen puerto es preciso que haya97: una
educación activa (no pasiva como propugnaba la Ilustración); instituciones
democráticas (democracia formal); y, una organización supraindividual que
esté por encima de los individuos y que sea capaz de encaminarlos hacia la
democracia y la justicia (Estado justo). Las dos razones que apunta Aranguren sobre la insuficiencia de esta postura son: no tener en cuenta los condicionamientos reales de la moral política98; y, que los ciudadanos no pueden
ser considerados como sujetos atomizados, sino que es necesario que estén
organizados en verdadera democracia99. Así pues, desde una ética individual no es posible llegar a la moralización del Estado, entre otras cosas porque mientras las voluntades de los ciudadanos permanezcan aisladas, separadas unas de las otras, atomizadas, no pueden organizarse en verdadera
democracia; es necesario su agrupamiento previo en sociedades intermedias
(Partidos Políticos, Sindicatos, Comunidades, Asociaciones, Organizaciones..., etc.), que doten de conciencia y voluntad colectiva a los individuos.
Como ya hemos dicho, la actitud o virtud fundamental de la alteridad,
de la relación interindividual de los ciudadanos es, junto con la libertad y la
igualdad, la actitud o virtud de la justicia en el sentido de voluntad de justicia y lucha personal por ella100. Pues bien, este concepto de justicia, que no es
otra cosa que la superación de la insuficiencia de la ética de la alteridad individual, se encuentra, para Aranguren, básicamente, en las aportaciones de la
ética de la alteridad social del marxismo (comunitarismo). Se trata de la moralización de la política a partir o desde los grupos sociales. El marxismo, como ética social y praxis, como moralización del Estado a partir de la colectividad, buscará la moralización del Estado, pero no ya desde el individuo,
sino desde la propia sociedad, es decir, desde las distintas clases sociales (el
colectivo). El marxismo sostiene, como sabemos, que no es la conciencia de
los hombres la que determina su ser, sino al revés, es su ser social el que determina su conciencia. La verdadera actitud ético-social surge cuando se cobra conciencia de clase. Así pues, con el marxismo el individualismo ético
97
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 147.
Ibidem, pp. 143 a 145.
99
Ibidem, pp. 177 y 180; J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral:
ética de la aliedad”, op. cit., pp. 105 y 106.
100
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., pp. 195 y 196.
98
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desaparece y lo hace, básicamente, por dos motivos101: por la introducción
del concepto de proletariado como clase; y, por la función de fuerza moral
que se le asigna al partido comunista, que es el portador de la conciencia de
clase del proletariado y el que debe ocuparse de la formación cívica, política
y social de los ciudadanos 102. El proletariado y el partido (sociedades parciales dentro de la sociedad global o nación), asumen un papel ético que los
individuos separadamente jamás podrían representar. Pese a los aspectos
positivos de las aportaciones liberales y marxistas, Aranguren nos dirá que
una ética de la alteridad, individual o social (moralización del Estado de
abajo a arriba y de manera externa), es insuficiente y, por lo tanto, es preciso
otra, la de moralizar el Estado desde arriba a abajo y desde dicho Estado, es
decir, la construcción de una eticidad político-social103.
Así pues, es preciso recurrir al plano de la ética de la aliedad, que es, como
ya anticipamos, el plano de las estructuras político-sociales objetivas, la cual
gira alrededor de la exigencia de una eticidad positiva y no meramente restrictiva o negativa por parte del Estado104. El Estado ya no puede ser éticamente neutral, sino que debe tomar partido por determinados estilos o formas de vida. Sin embargo, la moralización desde el Estado debe llevarse a
cabo sin coerción, por medio del fomento y puesta en práctica de todas
aquellas actividades que socialmente sean deseables y necesarias para la
consecución de la finalidad última. Es, por lo tanto, al Estado, en tanto que
sujeto de eticidad, a quien incumbe la dirección democrática de las fuerzas
sociales105. Ahora bien, para que ello pueda ser una realidad es preciso que
el Estado, en tanto que administración pública, asuma tareas éticas y las administrativas las convierta en funciones técnicas106. Desde esta perspectiva,
el Estado debe perseguir, como mínimo, dos grandes fines morales107: por
una parte, la justicia distributiva o social en cuanto a los bienes materiales e
inmateriales, o sea, perseguir la igualdad en cuanto al bienestar; y, por otra
101
Ibidem, p. 200.
A. GRAMSCI, La política y el estado moderno, Península, Barcelona, 1971.
103
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., pp. 176 y 177.
104
J. L. ARANGUREN, La cultura española y la cultura establecida, Taurus, Madrid, 1975,
pp. 172 a 174.
105
J. C. RINCÓN, “Aranguren y la institucionalización de la moral: ética de la aliedad”,
op. cit., p. 108; J. MARICHAL, El secreto de España, Taurus, Madrid, 1995, pp. 340 y 341.
106
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., pp. 268 y 269.
107
Ibidem, pp. 269 y 270.
102
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parte, la democracia como forma de gobierno, es decir, autonomía y libertad
de la mayoría y de las minorías.
Aranguren señala tres formas de institucionalización de lo ético: la sociedad del bienestar, el comunismo totalitario y el estado de justicia social. Las dos
primeras son, para Aranguren, claramente insuficientes108: por una parte, la
insuficiencia de la sociedad del bienestar la encuentra en que a ésta le es inherente el fomento del egoísmo y el despilfarro individualista de una economía de consumo que, estructural y formalmente, exige ser fomentada, lo
cual nos conduce, básicamente, a la promoción encubierta de la desigualdad
y a la elevación del status; por otra parte, la insuficiencia del comunitarismo
totalitario la encuentra en que a éste le es esencial la socialización del consumo, tanto por razones económicas, como por razones éticas, ya que debe lograr el objetivo supremo de la vida en común, de la colectivización, de la socialización de la vida entera. Para superar estos dos modelos, Aranguren
nos dice que es preciso un Estado de justicia social que contemple, básicamente, tres aspectos109: 1) la real y efectiva democratización económico-social; 2) una preferente atención a los servicios públicos sobre el egoísmo del
arbitrario consumo privado; y, por último, 3) el intervencionismo ético del
Estado. Este nuevo modelo de Estado se logrará, como nos dice Carpintero110, en virtud de un doble proceso: en el plano social, por obra de una adecuada estructuración técnico-administrativa que lleve a cabo los proyectos
de planificación de modo consecuente con la voluntad de democratización;
en el plano personal, por obra de lo que Aranguren llama la conversión del
hombre en ciudadano, transformación cuyo sentido no es otro que el de la
responsabilidad con la res-pública, es decir, con los problemas políticos.
Pues bien, un Estado de justicia que participe de todas estas características implica, necesariamente, una cierta limitación de la libertad111; ello, nos
dice Aranguren, “[...] es innegable. Pero se trata de limitarla precisamente
para su salvaguardia y para la democratización de su núcleo esencial”. La libertad no puede ser de unos pocos y privilegiados acaparadores, ni puede
confundirse con el dejarse llevar, con el hacer o dejar de hacer, según vengan los acontecimientos, al estilo de aquellos que se limitan a subsistir. La li108
Ibidem, pp. 249 y 250.
Ibidem, pp. 303 y 304.
110
M. CARPINTERO, Cinco aventuras españolas, Revista de Occidente, Madrid, 1967, p. 141.
111
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 254; J. L. ARANGUREN, Sobre imagen,
identidad y heterodoxia, Taurus, Madrid, 1982, pp. 172 y 173.
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bertad debe ser de y para todos, y para conseguirlo no queda más remedio
que “[...] reducirla a su núcleo esencial –económico, político, intelectual y cultural, religioso–, hacerla compatible con la libertad de los demás, y recortar la
de todos en lo arbitrario y caprichoso”112. En definitiva, todo lo moral debe ser
incluído en el plano de la aliedad, o sea, en el plano político, administrativo y
técnico, desde una perspectiva eminentemente social. La moralización social
no puede ser confiada a los individuos (ni siquiera en el plano interpersonal
de la alteridad), sino que debe ser una función institucionalizada, entendida
como un servicio público. Sin embargo, para que ello sea una verdadera realidad será necesario: por una parte, que el funcionario responda a su función
pública con una fuerte exigencia moral y profesional, es decir, con sus propias
virtudes interpersonales y privadas113; y, por otra parte, que el ciudadano, en
cuanto beneficiario de la función pública, se autoexija moral y éticamente,
conservando el espíritu de lucha, iniciativa y entusiasmo114.
En resumidas cuentas, debe quedar muy claro que para Aranguren la
moralización social ha de llevarse a la práctica, al unísono, por vía personal
y por modo institucional. Abdicar de la función ético-personal en la moralidad social sería obviar que la moral es primariamente personal, que los actos y las virtudes, los deberes y los sometimientos morales, la conciencia y la
responsabilidad son, básicamente, responsabilidad individual. Sin embargo,
los esfuerzos personales e individuales son, aunque necesarios, insuficientes
frente al Estado y frente a los grupos de presión que están tras él y lo sostienen. Precisamente por ello, la moralidad ha de institucionalizarse en la propia estructura del aparato político-social115. Todo ello, claro está, sin olvidar
el problematismo intrínseco a esta moralización y el hecho de que el quehacer moral, personal o social, es, al igual que el proceso educacional, una tarea infinita, histórica, inacabable, utópica que debe complementarse, necesariamente, con la visión utópica, referida a la democracia como moral:
“Entiendo así la democracia, antes que como una forma política concreta,
como la tarea infinita de democratización de la sociedad, de compromiso
con ella [...] de democratización a todos los niveles”116. La democracia como
112
Ibidem, p. 304.
J. L. ARANGUREN, Sobre imagen, identidad y heterodoxia, op. cit., pp. 172 y 173.
114
J. L. ARANGUREN, Ética y Política, op. cit., p. 306.
115
E. BONETE, “La sociología como ética de la responsabilidad”, en VARIOS, Ética día
tras día, Madrid, Trotta, 1991.
116
J. L. ARANGUREN, Ética de la felicidad y otros lenguajes, op. cit., p. 117.
113
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moral y el Estado de justicia social implican, necesariamente, una nueva forma de relación entre la ciudadanía y el poder que emana del Estado.
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JUAN CARLOS RINCÓN VERDERA
Universitat de les Illes Balears
Campus Universitari
Cra. Valldemossa, Km 7,5
07122 Palma de Mallorca
Baleares
e-mail: jcarles.rincon@uib.es
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ISSN: 1133-0937
PLURALISMO, CONFLICTOS TRÁGICOS DE VALORES Y DISEÑO
INSTITUCIONAL. EN TORNO A ALGUNAS IDEAS DE ISAIAH BERLIN
PLURALISM, TRAGIC CONFLICTS OF VALUES AND INSTITUTIONAL
DESIGN. AROUND SOME IDEAS OF ISAIAH BERLIN
GUILLERMO LARIGUET
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Fecha de recepción: 13-12-2005
Fecha de aceptación: 3-3-2006
Resumen:
Mi propósito en este artículo consiste en analizar la conexión que existe entre
pluralismo de valores y conflictos trágicos en el trabajo de Isaiah Berlin. Dividiré este ensayo en tres partes. Primero, consideraré algunos de los principales
aspectos filosóficos del pensamiento de Berlin. En segundo lugar contrastaré
algunos de estos aspectos con la visión que Ronald Dworkin ha ofrecido sobre
ellos en un artículo reciente. Finalmente, conectaré algunas ideas de la perspectiva liberal de Berlin con la idea de diseño institucional.
Abstract:
My purpose in this paper is to analyze the existing conexion between values
pluralism and tragic conflicts in Isaiah Berlin’s work. The essay will be divided in
three sections. Firstly, I will consider some of the main philosophical topics of
Berlin’s thought. Secondly, I will contrast some of these topics with the vision that
Ronald Dworkin offered about them in a recent paper. Finally, I will connect some
ideas of Berlin’s liberal perspective with the idea of institutional design.
PALABRAS CLAVE: Pluralismo, conflictos trágicos de valores, diseño institucional.
KEY WORDS:
Pluralism, tragic conflicts of values, institutional design.
* Quiero expresar mi agradecimiento al árbitro anónimo por sus sugerencias, aunque no
está de más aclarar que éste es un trabajo de análisis conceptual y no de exégesis. También
agradezco al Profesor Luis Heredia por sus útiles recomendaciones.
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1.
Guillermo Lariguet
INTRODUCCIÓN
En “Conflicto de valores“ Bernard Williams1 ha ponderado la importancia que para la teoría política en particular ha tenido la contribución de
Isaiah Berlin a la investigación sobre los “fundamentos del liberalismo“. Entre esos fundamentos cuenta la tesis del “pluralismo de valores“ que para
Williams no ha sido explorada plenamente.
En efecto, según Berlin las sociedades liberales contemporáneas se caracterizan por una pluralidad de valores. Estos valores pueden entrar en
conflictos. La elección por uno de los valores, que es un acto que se ejerce
cuando se intenta “resolver“ el conflicto, entraña una “pérdida irreparable“
pues algo valioso se ha perdido. Detrás de la tesis del pluralismo que defiende Berlin se encuentra la idea de que hay valores “múltiples“ mutuamente
“irreducibles“ y, en muchos casos, “inconmensurables“.
La tesis de la irreductibilidad, en particular, conduce a pensar que la teoría liberal propugnada por Berlin es anti-monista.2 Cuando digo “anti-monista“
quiero decir que se opone a que resulte inteligible “reducir“ valores a uno que
presuntamente los maximizaría al estilo de los utilitaristas. Un utilitarista repugna precisamente por esto los dilemas morales genuinos pues cree que siempre hay un valor superior que se puede maximizar.3 La aclaración que he efectuado es necesaria puesto que con la expresión 'monismo' se suelen entender
cosas distintas; por ejemplo para William Galston4 el hecho de que Rawls propugne un “orden lexicográfico“ de principios de justicia lo comprometería con
una teoría liberal monista. No estoy muy seguro de cuán aceptable sea esta clasificación de la teoría de Rawls, pero aquí no necesito explayarme sobre esto.
Por su parte, la tesis de la inconmensurabilidad significa que hay valores
que no se pueden comparar; por ende sólo queda entre ellos una elección5
“radical“ no apoyada en ninguna razón última, pues la elección es en sí misma la razón última (tal como pensaba Kierkegaard con relación al conflicto
1
B. WILLIAMS, “Conflicto de Valores“, La Fortuna Moral, traducción de Susana Marín,
Universidad Nacional Autónoma de México, México, p.97, 1993.
2
Ver W. GALSTON, Liberal Pluralism. The Implications of Value Pluralism for Political
Theory and Practice, Cambridge University Press, Cambridge, 2002, p. 8.
3
Ver C. GOWANS, “Introduction. The Debate on Moral Dilemmas“, en Moral Dilemmas, editado por C. W. GOWANS, Oxford University Press, Oxford, 1987, p. 7 y ss.
4
W.GALSTON, Liberal pluralism, op.cit, p. 8.
5
Sobre la cuestión de la elección véase H.BEJAR, “La necesidad de la elección”, Claves
de Razón Práctica, núm. 22, Mayo 1992, p. 48 y ss.
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entre los valores éticos y estéticos)6. Aunque en este ensayo no he de ocuparme con detalle del problema de la inconmensurabilidad de valores, tarea
que difiero para un trabajo independiente, en este trabajo voy a señalar algunas cuestiones aclaratorias respecto del alcance de lo que Berlin tiene en
mente cuando habla de valores inconmensurables, sobre todo por la necesidad de separar su posición de otras para las cuales el pluralismo lleva a la
inconmensurabilidad7 y ésta es el eslabón que conecta con el relativismo8.
Como mostraré más adelante Berlin procura separar claramente su tesis sobre el pluralismo de valores de una tesis relativista.
Ahora bien, deseo especialmente subrayar que, para Berlin, media una
conexión profunda entre la tesis del pluralismo de valores conflictivos con
la idea de tragedia o casos trágicos. Así, en su conocido ensayo “Dos conceptos de libertad“, Berlin ha sostenido con respecto a los valores9 que:
“Si, como yo creo, éstos son múltiples y todos ellos no son en principio compatibles entre sí, la posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social“10.
Hay un vínculo entre pluralismo de valores, conflicto y tragedia, y el ejemplo de Antígona que brinda Berlin en El fuste torcido de la humanidad avala este
vínculo11. Pero, ¿”tragedia” en qué sentido? La respuesta a la pregunta, pese a
la luz que sobre ella han proyectado mentes potentes como Aristóteles, Platón,
Tomás de Aquino, Williams o el mismo Berlin, no es plenamente nítida.
6
Hay alusión a esto en A. MacINTYRE, Tras la virtud, traducción de Amelia Valcárcel,
Crítica, Barcelona, 2001, pp. 60-65.
7
Posición criticada por R. CHANG, “Introduction“ en R. CHANG (ed.) Incommensurability, Incomparability and Practical Reason, Harvard University Press, 1997, p. 1 y ss.
8
Para una discusión de esta cuestión véase H. BEJAR, “Los pliegues de la apertura:
pluralismo, relativismo y modernidad”, en S. GINER, R. SCARTEZZINI (eds), Universalidad y
diferencia, Alianza, Madrid, 1996, p. 160 y ss.
9
Sobre distintos aspectos de la obra de Berlin, pero especialmente sobre el pluralismo de valores, me ha resultado instructiva la lectura del trabajo “El liberalismo de Isaiah
Berlin. La libertad, sus formas y sus límites” de Juan Antonio García Amado, versión
manuscrita.
10
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, Cuatro Ensayos sobre la Libertad, versión castellana de Julio Bayón, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 277.
11
Berlin menciona la divergencia sobre la tragedia de tres enfoques: el de Sófocles, Hegel y Sartre, aunque no desarrolla este punto más allá de esta mención. Ver I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad. Capítulos de historia de las ideas, traducción de José Manuel Álvarez Flores, edición a cargo de Henry Hardy y prólogo de Salvador
Giner, Ediciones Península, Barcelona, 1998, p. 31.
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Guillermo Lariguet
Aunque todavía no resulta del todo claro cuándo un conflicto es “genuinamente“ trágico, suele aceptarse que tal cosa ocurre cuando: i) el conflicto
no tiene resolución racional posible, por ejemplo porque los valores o principios contendores son considerados mutuamente inderrotables12 o incomparables o ii) el conflicto podría ser resuelto eligiendo uno de los principios, pero esta elección entrañaría sacrificio o pérdida moral13.
Cuando digo que la idea de conflicto trágico genuino no es clara estoy
pensando, entre otras cosas, en que i) difiere –si es que lo hace– muy sutilmente de ii) porque sugerir que hay resoluciones 'con sacrificio' podría ser, en
realidad, otra manera de decir que no hay resolución racional o correcta posible
como se alega en i). Aunque algo más diré sobre esto más adelante no podré
tratar con detalle el problema en este trabajo.
Con todo, ¿cuál es la idea específica de conflicto trágico que Berlin tiene
en mente? Aunque la respuesta para esta pregunta será considerada más
adelante aquí se puede adelantar que Berlin se inclina hacia la idea de que
un conflicto involucra una elección trágica (de aquí la idea de “tragedia“) en
el siguiente sentido: la elección por uno de los valores produce sacrificio o
pérdida moral.
Ahora bien, podría pensarse que con esto no se ha avanzado lo suficiente, porque la idea de sacrificio puede tener aplicaciones paradigmáticas pero
su alcance completo no es del todo transparente. Con todo, no es mi propósito en este trabajo analizar este supuesto déficit de transparencia en la idea
de “sacrificio”.
Mi punto para este trabajo consiste en analizar la conexión genérica que
existe para Berlin entre pluralismo de valores y conflictos trágicos. Para analizar esta conexión consideraré, en primer lugar, los principales aspectos filosóficos presupuestos en el pensamiento de Berlin. En segundo lugar contrastaré algunos de estos aspectos con la visión que Ronald Dworkin ha
ofrecido sobre ellos en un artículo reciente14. Por último voy a señalar algunas cuestiones referidas a la relación entre la visión liberal subyacente al
pensamiento de Berlin y la idea de diseño institucional. Este análisis será
importante por la idea que Williams ha forjado del pensamiento de Berlin,
12
T. McCONELL, “Moral Dilemmas“ en Stanford Encyclopedia of Philosophy, p. 2. (se
encuentra en internet).
13
Véase C. GOWANS, “Introduction. The Debate on Moral Dilemmas“, op.cit, p. 18.
14
R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?“ en R. DWORKIN, M. LILLA, R.S. SILVERS (ed.), Legacy of Isaiah Berlin, New York Review Books, 2001, pp. 73-90.
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según la cual la necesidad de “resolver“ conflictos trágicos no es tanto una
demanda “lógica“ como “institucional“15.
2.
LOS ORÍGENES DE DOS MODOS DE PENSAR: EL ERIZO Y LA ZORRA
En su ensayo El Erizo y la Zorra16 Berlin acude a una metáfora del poeta
griego Arquíloco, según la cual “muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo
sabe una sola y grande“.
No es un misterio ya para ningún filósofo que Berlin identifica como
una verdad conceptual el hecho de que nuestra mejor forma de comprendernos es siendo zorras y no erizos. Erizos son los tiranos o los dictadores
que imponen una concepción del mundo que sacrifica o reduce derechos
individuales a un presunto valor maestro17.
Para la tesis del pluralismo defendida por Berlin es una posibilidad conceptual inerradicable el hecho de que haya conflictos entre valores. Así, en
un pasaje muy conocido de su libro18 El Fuste Torcido de la Humanidad, Berlin
ha dicho que:
“Es evidente que los valores pueden chocar, por eso es por lo que las civilizaciones son incompatibles. Puede haber incompatibilidad entre culturas o entre
grupos de la misma cultura o entre usted y yo. Usted cree que siempre hay que
decir la verdad, pase lo que pase; yo no, porque creo que a veces puede ser demasiado doloroso o demasiado destructivo. Podemos discutir nuestros puntos
de vista, podemos intentar encontrar un terreno común, pero al final lo que
usted persigue puede no ser compatible con los fines a los que yo considero que
he consagrado mi vida. Los valores pueden muy bien chocar dentro de un mismo individuo; y eso no significa que unos hayan de ser verdaderos y los otros
falsos. La justicia, la justicia rigurosa, es para algunas personas un valor absoluto, pero no es compatible con lo que pueden ser para ellas valores no menos
fundamentales (la piedad, la compasión) en ciertos casos concretos“19.
No creo tener que explicar por qué este párrafo es tan extraordinariamente rico para el análisis filosófico. En él anidan tesis no sólo sobre los va15
B. WILLIAMS, “Conflicto de Valores“, en La Fortuna Moral, op.cit., pp.101, 108-109.
I. BERLIN, El Erizo y la Zorra. Ensayo sobre la visión histórica de Tolstoi, traducción de Mario Muchnik, Muchnik Editores, Barcelona, 1982, presentado por Mario Vargas Llosa, p. 39.
17
Ver también “Lo uno y lo múltiple“ en “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos
sobre la Libertad, op.cit, p. 274 y ss.
18
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit, pp. 30-31.
19
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad., op.cit, pp. 30-31.
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lores, el problema de su comparabilidad y el tema del conflicto, sino también sobre el modo de concebirlos y el alcance de las soluciones para clases
de casos. Por ejemplo, respecto del “modo de concebirlos“ Berlin dice que,
del hecho de que los valores choquen, no se sigue que unos sean verdaderos y
otros falsos. Esto aproxima su forma de ver las cosas a la opinión de Williams
de por qué no se puede hablar de conflictos de valores en estos términos (en
contraposición con realistas como Philippa Foot20).
Cabe aclarar, de todas formas, que el enfoque de Berlin no pretende
constituir un embate contra el realismo en materia de valores. De hecho para él los valores son “objetivos“21. En cualquier caso, punto por punto volveré al párrafo arriba citado para mostrar cómo funciona cada uno de estos
aspectos que menciono.
Retorno al tema de los orígenes de esta visión pluralista según la cual hay
conflictos que no pueden resolverse sin pérdida y, añado ahora, de manera “final“ o “definitiva“. Por “final“ o “definitiva“, Berlin entiende la creencia, por
ejemplo del marxismo, de que hay, después de todo, una solución “final“. Esto
a Berlin le parece “ininteligible“22 y contrario a la “verdad conceptual“ de que
los valores estarán en contienda siempre porque será inevitable que aparezcan
nuevos problemas y nuevos conflictos. Entonces, la idea de una unidad armoniosa definitiva entre valores, es, para él, una falacia conceptual23.
Es una falacia, además de lo anterior, suponer que hay algo así como
una escala que indique invariablemente qué valores son superiores a otros24.
Esto, dice Berlin, implica
“falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres y
representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran realizar las reglas del cálculo“25.
20
Ver P. FOOT, “Moral Realism and Moral Dilemma“, in C. GOWANS (ed.), Moral dilemmas, op.cit., pp. 250-270.
21
En cuanto para él “existen“ los valores. Ver Bernard Williams realiza a I. BERLIN,
Conceptos y Categorías. Ensayos Filosóficos, traducción de Francisco González Aramburu, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 25. Taylor señala que habría en la tesis de Berlin
una presuposición “realista“. Ver C. TAYLOR, “Plurality of goods“ en The Legacy of Isaiah
Berlin, op.cit, p. 113.
22
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit, p. 32.
23
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit, p. 35.
24
Sobre esto véase el análisis proporcionado por R. CHANG, “Introduction“ en Incommensurability, Incomparability and Practical Reason, op.cit, p. 1 y ss.
25
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 279.
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Ahora bien, Berlin radica el origen de su posición filosófica en las lecciones que aprendió de Maquiavelo y el par Vico-Herder, respectivamente.
Cuando Maquiavelo revela qué reglas debería seguir el Príncipe para
asegurar su poder, tanto de las asechanzas dentro de su Estado como fuera
de él, indica que las virtudes cristianas (humildad, aceptación del sufrimiento, etc.) no le servirán al Estado de que se trate. Pero, según Berlin, Maquiavelo no cuestiona las virtudes cristianas. Se limita a indicar que la moral del
Estado que promueve el Príncipe y la cristiana son incompatibles y no señala
ningún criterio que permita decidir cuál es la vida correcta para los hombres.
La combinación de estos dos tipos de valores le parece a Maquiavelo una
imposibilidad26.
La lección que obtuvo Berlin de Maquiavelo fue que los valores, necesariamente, serán incompatibles, a contrapelo de la philosophia perennis según
la cual no puede haber conflicto entre fines verdaderos27. Pero la lección
completa que obtuvo Berlin no está aún disponible. Falta completarla con
ciertas tesis de Vico y Herder relativas a la “sucesión de culturas humanas“28. A Vico parecía interesarle el hecho de que cada sociedad tenía una
visión de su propia realidad. Estas visiones difieren en cada conjunto sucesivo; cada una tiene una visión que no puede compararse con las otras; cada visión ha de entenderse en sus propios términos, no necesariamente compartirse.29 A la lección sobre la “incompatibilidad“ que Berlin extrae de
Maquiavelo se añade ahora la “incomparabilidad“ o “inconmensurabilidad“ que extrae de Vico.
De acuerdo con Vico, Berlin cree absurdo pensar que se pueda comparar
a Racine con Sófocles o a Bach con Beethoven. Cada uno de ellos responde a
26
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p. 27.
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p.28.
El que Berlin contraponga su idea de los conflictos de valores a la “philosophia perennis“
no es casual. Téngase en cuenta que, tanto para Tomás de Aquino, como para Aristóteles,
no hay conflictos trágicos genuinos. Sobre las posiciones de ambos puede verse el análisis
efectuado por A. MacINTYRE, Justicia y Racionalidad. Conceptos y contextos, traducción y
presentación de Alejo José G. Sisán, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2001,
pp. 189-190.
28
Es importante aclarar que las referencias a Herder, Vico, etc., en este trabajo, no intentan practicar exégesis alguna del pensamiento complejo de tales autores sino, más bien,
citarlos como referencia de los problemas del relativismo y la inconmensurabilidad que aparecen en la obra de Berlin.
29
I. Berlin, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p. 28.
27
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valores de culturas distintas. Sin embargo, esta afirmación de Berlin me parece apremiante para aceptar sin más la incomparabilidad. Téngase en cuenta
que un juicio de comparabilidad sobre dos ítems dados –por ejemplo Bach y
Beethoven– es relativo a lo que Ruth Chang denomina un “valor cobertura“30.
En el caso de Bach y Beethoven este “valor cobertura“ podría ser, por ejemplo,
el “talento musical“. No creo que nadie pueda afirmar, sin más, que respecto
de tal valor Bach y Beethoven no pueden ser comparados. Y lo mismo podría
ser dicho con relación a Sófocles y Racine, dos escritores preocupados por lo
“trágico“ que podrían ser comparados respecto del valor cobertura “talento literario“ o “talento para escribir tragedias“. Desgraciadamente no puedo discutir aquí con detalle cómo podría funcionar, en contraposición con la afirmación de Berlin, la comparabilidad entre valores como los que él ejemplifica31.
Pero en cualquier caso, mi puesta en duda de la plausibilidad de lo dicho por Berlin con relación a la inconmensurabilidad no debe ser llevada
aquí más allá. En rigor quiero describir las posiciones principales de Berlin a
este respecto y no desarrollar sus eventuales vulnerabilidades.
Regreso a Berlin. La tesis de la inconmensurabilidad de los valores se
completa con las lecturas que Berlin hizo de Herder, pensador alemán del
siglo XVIII. Así como Vico se interesaba en el tema de la sucesión de civilizaciones, a Herder le interesaba “compararlas“32. Para Herder cada sociedad
tenía un “centro de gravedad“ que la diferenciaba de las demás. Más allá de
los “parecidos“ posibles entre civilizaciones, cada una de ellas difería de las
otras en aspectos básicos.
Podría decirse que para Berlin la tesis de Herder da pie para la inconmensurabilidad en un sentido que guarda cierto “parecido de familia“ con
la tesis según la cual la comparabilidad entre culturas es problemática en
30
R. CHANG, “Introduction“, in Incommensurability, Incomparability and Practical Reason,
op.cit., p.5.
31
Por ejemplo, mostrando cómo no hay “fallas formales“ que bloqueen la comparación.
La condición formal de una comparación es que haya un valor de cobertura con respecto al cual
la comparación pueda proceder. Ya hemos visto que esto podría no ocurrir si: i) el valor de cobertura no existe o ii) aun si está establecido o implicado no cubra los items. Sin referencia a un
valor con respecto al cual la comparación proceda, la no comparación puede ser entendida.
Una falla sustantiva de comparabilidad, por el contrario, presupone que las condiciones de posiblilidad de la comparabilidad y la incomparabilidad se mantienen, pero como cuestión sustantiva, los items no pueden ser comparados con respecto al valor cobertura. Ver R. CHANG,
“Introduction“, en Incommensurability, Incomparability and Practical Reason, op.cit., pp.27-34.
32
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p.29.
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cuanto la misma supone algún tipo de evaluación y ésta es relativa a una cultura.
Ahora bien, ¿la tesis de la inconmensurabilidad compromete a Berlin
con el relativismo moral? La respuesta de Berlin es negativa33. Eso supondría adherir a la idea de que los valores son subjetivos34, posición que Berlin
descarta.
Para Berlin, el choque de valores de ninguna manera pueden representarse en términos de un diálogo en que un sujeto diga que le gusta el champaña y el otro el café. Pero, ¿cuál es entonces el alcance de su inconmensurabilidad? Recuérdese que en la extensa frase que cité al comienzo, Berlin dice
que “podemos buscar un terreno común para entendernos”. Él cree que los
hombres, aun persiguiendo fines distintos, pueden darse luz unos a otros35.
Según Berlin, podemos entender ideas de Platón o del Japón medieval. Algo
en común tenemos desde que para Berlin las sociedades no son burbujas impenetrables36.
Con estas ideas puede comprenderse que Berlin no exagera la inconmensurabilidad; más bien, quiere significar que no todos los valores son conmensurables37 y que en el choque de valores ambos pueden ser válidos en cierto
sentido y en esto reside la tragedia del conflicto: en que tengamos razones
para perseguir ambos. La idea de que puede haber razones para ambos roza
el problema del empate entre valores. De este problema, empero, no puedo
ocuparme aquí.
En cualquier caso, reténgase de lo señalado hasta ahora lo siguiente:
Berlin postula que la 'resolución' de los conflictos no puede efectuarse sin
provocar pérdidas.
Tentativamente lo primero que podría decirse es que su idea de “solución racional“ es debilitada, pues una solución racional stricto sensu es aquella
que elimina sin pérdida uno de los valores en conflicto, con lo cual no hay
conflicto genuino sino aparente.
33
Es decir, el “pluralismo” de los valores no es una tesis que implique un “relativismo”
de los valores. Una tesis parecida defiende actualmente Joseph Raz en “The Practice of Value”. Ver http://www.tannerlectures.utah.edu/lectures/Raz_02.pdf.
34
Ver I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., pp.
30-36.
35
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p. 29.
36
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste Torcido de la Humanidad, op.cit., p.30.
37
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 279.
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La “solución racional“ en la que piensa Berlin podría ser una que esté apoyada en cierta argumentación “racional“ que justifique la asignación de más
“peso“ a un valor. Empero, esto no eliminará per se al otro valor en pugna. El
valor dejado a un lado quedaría como un residuo o como un “recordatorio“ de
que no hemos hecho algo del todo correcto. Pero si esto es así, la idea de 'solución'
que estoy considerando es enigmática. Ello así si la intuición en juego consiste
en postular que solucionar en forma racional un conflicto trágico supone que se ha
eliminado sin pérdida alguna a uno de los valores en pugna. Con otras palabras, la
solución racional, de acuerdo a esta intuición, es fuerte en la medida en que elimina la posibilidad de residuo. Adoptar en serio esta intuición tiene la ventaja de presentar bajo su mejor aspecto la naturaleza de nuestra aspiración a resolver racionalmente conflictos. Con todo, parece tener una obvia desventaja: si no queda
residuo alguno, entonces el conflicto no puede ser genuinamente trágico38. Y, si
es así, ¿cuál es el lugar –si existe– para este tipo de conflictos?
El argumento anterior, si conserva algún valor, tiene la pretensión de
poner en evidencia un problema, a saber: que si el pensamiento de Berlin alberga la posibilidad de una solución racional debilitada de un conflicto trágico, entonces tendría que revisarse su idea de que hay conflictos trágicos genuinos, esto es, conflictos “irresolubles“. Esto sería así por definición. Si
conflicto “trágico“ es equivalente a conflicto “irresoluble“ no puede haber
solución en ningún sentido y la expresión “debilitada“ no es más que un refuerzo inútilmente persuasivo. Con todo, esto puede controvertirse desde
que no cabe pensar que exista una sola manera de caracterizar una solución
como “racional“. Enseguida retornaré a este punto.
De todas formas, lo que parece claro es que una visión fuertemente conflictualista como la de Berlin, contrasta con las apuestas fuertes a la racionalidad
en el terreno práctico, tanto en una versión instrumental o utilitarista39 como
en una versión deontológica –al menos en sentido estándar– a lo Kant40.
Las mencionadas apuestas tienen, en el campo de la filosofía del Derecho, mi campo habitual de trabajo, a un férreo defensor: Ronald Dworkin.
38
Ver C. GOWANS, “Introduction. The Debate on Moral Dilemmas“, op.cit, p. 18.
Como se sabe, John Stuart Mill piensa que los valores pueden ser ordenados a través
de un valor maestro como el de “utilidad“. Véase C. GOWANS, “Introduction. The Debate
on Moral Dilemmas”, op.cit, pp. 7-9.
40
Como se sabe para Kant no puede haber conflicto genuino entre deberes perfectos. Un
análisis completo de su argumento se encuentra en C. GOWANS, “Introduction. The Debate
on Moral Dilemmas“, op.cit, p.7.
39
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Téngase en cuenta que Dworkin apuesta a la posibilidad de respuesta correcta, aun en casos característicamente difíciles41.
La tesis de Dworkin con relación a la idea de una única respuesta correcta se complementa con su creencia en que los conflictos trágicos pueden
ser, si no eliminados del todo, en gran medida mitigados por una concepción “interpretativista“ de los valores. Más adelante me ocuparé de esto.
Pienso que las tesis de Dworkin no expresan una posición solitaria. Hay
todo un trasfondo filosófico que, en mi opinión, se puede remontar a lo que
Berlin llama el “ideal platónico“42. Tres rasgos caracterizan a este ideal: i) todas las preguntas verdaderas han de tener una respuesta verdadera y sólo
una, siendo, todas las demás, necesariamente errores; ii) tiene que haber una
vía segura para descubrir estas verdades y iii) una vez halladas, deben ser
necesariamente compatibles entre sí y constituir un todo único, ya que una
verdad no puede ser incompatible con otra43.
En rigor, el ideal platónico nos dice que, aun si tenemos déficit en nuestro conocimiento de los valores, aun si tenemos una naturaleza depravada o
una inteligencia débil, las respuestas verdaderas –correctas en el caso de
Dworkin– tienen que existir44. La tesis postula una realidad ontológica.
Para quien no desee convertir el trabajo filosófico en pura exégesis, supongo que no habrá muchos problemas en ver cómo este ideal platónico se
refleja en muchas de las posiciones de Dworkin sobre la respuesta correcta
y, concretamente en lo que me concierne ahora, con respecto a los conflictos
inevitables entre valores. Precisamente sobre esto último mostraré más adelante la manera en que la posición de Dworkin, expresada en el artículo “Do
liberal values conflict?“45, parece reflejar este ideal.
Hasta aquí las tesis principales de Berlin sobre el pluralismo y sus implicancias para el choque de valores. Pero, ¿cuál es la naturaleza de esta tesis?
La pregunta es relevante para mostrar primero si se puede discutir con Berlin
y segundo, si lo fuera, el modo en que habría que hacerse.
41
Por ejemplo en R. DWORKIN, “¿Pueden ser controvertibles los derechos?“, en Los Derechos en Serio, traducción de Marta Guastavino, Planeta Agostini, Barcelona, 1993, Capítulo 13.
42
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 25.
43
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 25. Ver explicación histórica general que Berlin analiza: Platón, estoicos, racionalistas del siglo XVII, empiristas
del siglo XVIII, etc. I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 24.
44
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El Fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 25.
45
En The Legacy of Isaiah Berlin, op.cit, pp. 73-103.
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Adviértase que la tesis de Berlin se presenta bajo la forma de un truísmo . Él sostiene que su tesis según la cual “estamos condenados a elegir y
que cada elección puede entrañar una pérdida irreparable“, configura una
“verdad conceptual“47. En lo que sigue trataré de aclarar el alcance de esto.
46
3.
LA PRESUPOSICIÓN DE VERDAD CONCEPTUAL EN LA TESIS DEL
CHOQUE INEVITABLE DE VALORES DE BERLIN
Como he señalado, Berlin mantiene la idea de que su tesis sobre el conflicto inevitable de valores, conflicto que no puede ser resuelto sin pérdida,
es una verdad conceptual. Lo contrario es una falacia, sin duda, también
conceptual. ¿Qué significa esto? Significa, al parecer, que Berlin entiende
que se trata de una verdad analítica, es decir, la verdad de esta tesis es interna
a los conceptos mismos que pueden entrar en conflicto48, típicamente, los
conceptos de libertad e igualdad que figuran entre los ejemplos más utilizados por Berlin como emblema de conflicto.
Esta manera de entender los conceptos explica por qué para Berlin postular tesis opuestas entraña ininteligibilidad y, concretamente, una falacia. Pero
si su tesis expresa un truísmo en este sentido, resulta difícil concebir cómo
someter a discusión filosófica una concepción como la suya. Si se toma en serio la “apariencia definicional” de su concepción resulta problemático trabar
discusión con ella pues, pretender hacer tal cosa, sería como pretender asediar
a una Cartago inexpugnable. Dicho de otro modo, si el truísmo de Berlin es
parasitario del funcionamiento interno de los conceptos de libertad e igualdad, su tesis es analítica en un sentido definicional clásico. Cualquier “prueba
en contra” que se alegara, por ejemplo la existencia de casos en que la libertad y la igualdad no colisionaran, no tendría efecto alguno.
A la luz de lo expuesto, esta carencia de efecto contra el pensamiento de
Berlin es la que podría exhibir una tesitura como la de Ronald Dworkin –de
la que me ocuparé más adelante– según la cual no hay choques entre valores si se acepta una concepción distinta de los mismos.
46
En este trabajo emplearé como sinónimos las expresiones “truísmo” y “verdad conceptual”.
Es cierto que el término “truísmo” no figura en el diccionario de la real academia española, pero esto
no es muy relevante dado que su uso filosófico no es inhabitual entre los filósofos de habla hispana.
Ver R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?“, en The Legacy of Isaiah Berlin, op.cit., p.79.
47
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, El Fuste torcido de la humanidad, op.cit, p.32.
48
Ver B. WILLIAMS, “Liberalism and loss“, en The legacy of Isaiah Berlin, op.cit, p. 95.
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Si la tesitura de Dworkin se asume como una posible objeción contra el
pensamiento conflictualista de Berlin, ella no sería más que el ejemplo de
aquella piedra que choca contra una escollera invencible. Pero, ¿qué pasa si
se somete esta forma de ver los conceptos a la impugnación de Quine según
la cual la división entre verdades empíricas y analíticas no es tal porque estas últimas verdades también pueden ser sometidas al tribunal de la experiencia? Es probable que la cuestión sugerida por esta pregunta no se pueda
zanjar en forma sencilla. Pienso que hay maneras de sostener que ciertas
verdades conceptuales, aun si no son analíticas en el sentido habitual, sí
pueden reivindicar para sí cierta peculiaridad, respecto de las verdades empíricas, que expliquen por qué la filosofía es un ámbito que todavía puede –
y debe– diferenciarse de las ciencias empíricas. Esto lleva a la discusión de
cuánto crédito merezca el “naturalismo“ a la hora de reformular la naturaleza de la filosofía y su diferencia presunta con las ciencias empíricas. También requiere pensar de qué manera lo “analítico“ podría ser “reformulado“
de tal manera de mantener cierta analiticidad compatible con el tribunal de
la experiencia. Quizás, lo que se denominan verdades conceptuales, no sean
más que verdades dotadas de cierta estabilidad empírica o de “necesidad a
posteriori“, como se acostumbra a decir ahora.
En todo caso aquí no deseo poner en el tapete una discusión que en sí
misma justifica un trabajo independiente. Sí creo importante observar dos
cuestiones interconectadas que muy bien podrían verse como “metafilosóficas”: Primero, que es necesario desentrañar el tipo de “analiticidad” en juego
–si la hay– en el truísmo de Berlin. Esta es una tarea que no puede ser independiente de enfrentar un problema –siempre urticante– como el de la naturaleza de la analiticidad; Segundo, que es necesario precisar el alcance del
“truísmo“ que caracteriza la tesis de Berlin sobre el conflicto de valores,
pues de esta tarea pende la posibilidad de discutir y eventualmente refutar
una concepción como la de Berlin49.
49
Desgraciadamente, qué significa “refutar“ una tesis filosófica también es un intríngulis que requiere de reflexión propia. “Refutar“ una tesis filosófica es algo que no resulta claro
hasta que no se sepa qué método de refutación se tiene en mente. La refutación que usa Sócrates
en los Diálogos de Platón no es exactamente la misma que sugieren los personajes que dialogan en la República. En esta última, Platón esquematiza una teoría eidética que, si fuera construida, permitiría establecer con neutralidad qué posición, acerca de un tema en discusión,
por ejemplo qué es la justicia, es la mejor. Es decir que hablar de refutación no aclara mucho
hasta que no se explicite el método. Pero aun explicitado se podría ser escéptico con respecto
a la posibilidad misma de refutación en la filosofía. Pero aquí no avanzaré sobre esto.
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Respecto de esto último, Bernard Williams señala que, cuando Berlin
postula el rango de verdad conceptual de su tesis, está argumentando que con
ella se puede captar un aspecto “verdadero“ de cómo es la naturaleza humana con relación a los valores50.
De acuerdo con la interpretación de Williams, Berlin ha señalado que
“estas colisiones de valores –que integran su tesis– son de la esencia de lo
que son y de lo que somos“.51
A la luz de esta cita, el “truísmo” de Berlin parece asociarse con una
concepción de la verdad de raigambre metafísica en cuanto apela al dato de
una naturaleza humana constituida por ciertos rasgos invariables –o esenciales– con respecto a los valores.
Todo lo expuesto hasta aquí pareciera indicar que el truísmo que respalda la tesis de Berlin sobre el choque de valores no se puede reconstruir sin
dificultades. Como mostraré más adelante, Berlin parece mitigar su truísmo
cuando admite la posibilidad de reducir al mínimo los choques de valores. Su
truísmo, de esta forma, se mantendría incólume pero con una esfera de aplicación quizás más restringida.
Ahora bien, la historia de las ideas, como se sabe, tiene un papel relevante
en el desarrollo del pensamiento de Berlin52. En este sentido, esta verdad conceptual sobre la naturaleza humana es revelada en cierto momento histórico por cierto
tipo de sociedad: concretamente la liberal. De alguna manera esto podría entrañar cierta idea de “progreso histórico“, pero aquí no exploraré esta posibilidad.
Más bien, es necesario subrayar que esta revelación, articulada teóricamente, es
una herramienta para Berlin de “comprensión adecuada“ de los valores y su
papel en la vida. Una comprensión así nos debe mostrar por qué la aspiración a
una solución final, donde los conflictos de valores sean aplastados definitivamente, no sólo es una falacia sino una peligrosa comprensión. Berlin, al igual
que Heine, a quien cita, piensa que “los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor podían destruir una civilización“53.
La aprensión de Berlin hacia los absolutos, que desembocan en sacrificios fanáticos de la libertad individual54, fueron caracterizados en la misma
50
Ver B. WILLIAMS, “Introducción“, Conceptos y Categorías, op.cit, p. 26.
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 31.
52
Por ejemplo, veáse P. BADILLO, E. BOCARDO (ed.), Isaiah Berlin: la mirada despierta
de la Historia, Tecnos, Madrid, 1998.
53
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 216.
54
Por ejemplo, al estilo del Estado Total de Carl Schmitt.
51
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vena por Emile Cioran en “Adiós a la Filosofía“ cuando, en “Genealogía del
fanatismo“, observa que un resguardo contra el mismo consistiría en que
“en sí misma toda idea es neutra o debería serlo“. Sin embargo, admite Cioran que “el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias;
impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de
suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado“. De esta forma,
señala Cioran, “nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas“.
La historia, bajo esta forma de pensar, se convierte en un “desfile de absolutos“55.
Un “absoluto“, para Berlin, es claramente la postulación de la tesis de la
solución final de los choques de valores merced al triunfo de un valor que se
declara supremo y con capacidad total de disolver las inarmonías de valores.
El tema de la solución final me lleva, de nuevo, al punto de los casos trágicos y qué tipo de enfoque les concede Berlin. Su rechazo de la aspiración a
una armonía definitiva, donde un valor maestro domine el escenario de los
valores, es lo que hay que ver a continuación para entender qué enfoque da
Berlin de los conflictos trágicos y qué solución –si la hubiera– podría darse a
estos conflictos.
4.
CONFLICTOS TRÁGICOS Y RESOLUCIÓN
Como se ha visto, Berlin postula que el choque entre valores o principios resulta inevitable en una sociedad. La esperanza de encontrar una salida airosa, esto es, una solución que no sacrifique alguno de los valores o
principios en pugna, no está disponible. Es un truísmo que la elección por
uno de los valores generará un daño irreparable. Los intentos de “reducir“
valores, que son estrategias monistas tales como las promovidas por el utilitarismo, son consideradas inaceptables para Berlin.
Ahora bien, ¿es cierto que Berlin no cree en algún tipo de solución para
casos trágicos como los producidos por el choque56 de valores? ¿Cuál es su
concepción teórica sobre los valores? En lo que sigue procuro dar respuesta
a estas preguntas.
55
E. CIORAN, Adiós a la filosofía y otros textos, prólogo, traducción y selección a cargo de
Fernando Savater, Alianza editorial, Madrid, 1994, p. 7.
56
Un análisis de la naturaleza de estos choques se encuentra en T. NAGEL, “Pluralism
and coherence“, en The legacy of Isaiah Berlin, op.cit, pp. 108-109.
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4.1.
El tipo de solución a casos trágicos
Recuérdese que, en los casos trágicos que enfoca Berlin, cabría hablar de
respuesta, pero de una respuesta con pérdida moral o sacrificio de algo valioso. ¿Lleva esto a desestimar la posibilidad de solución “racional“ para un
caso trágico de choque de valores? La respuesta de Berlin parece negativa. Él
sólo rechaza como una “quimera metafísica“57 la idea de que haya una solución “final“ o una “armonía definitiva“ donde los choques de valores sean
liquidados para siempre.
En otras palabras, Berlin no negaría la existencia de lo que Thomas Nagel denomina una “presión por la coherencia“58, esto es, del ideal de hacer
compatibles ciertos valores, al menos en cierta clase de situaciones. Lo que diría es que la aspiración a una coherencia definitiva es un imposible metafísico y un generador de peligros concretos: regímenes políticos autoritarios.
Berlin, es mi hipótesis, cree que hay disponible alguna solución racional
pero en un sentido mitigado: una solución con sacrificio. “Sacrificio“ en
cuanto ambos valores o principios en pugna tienen “legítimas“ pretensiones
de ser realizados59. Así las cosas, la elección de uno, que favorece su realización, impide la realización del otro.
No puede ser más patente la oposición que existe entre esta manera de
concebir choques entre principios con la visión de un filósofo del Derecho
como Robert Alexy en su reconstrucción de choques entre principios constitucionales que maximizan valores como los que tiene en la cabeza exactamente Berlin.
Como se sabe, Alexy postula la existencia de una “ley de colisiones” entre principios según la cual es posible, mediante el “método de ponderación“, dirimir “racionalmente“ qué principio debe ser favorecido pero de
una forma tal que el otro principio no quede afectado60. En rigor, Alexy sostiene que la ponderación tiene una presencia “ubicua“ en el Derecho61. Alexy
57
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 275.
Ver T. NAGEL, “Pluralism and coherence“, en The legacy of Isaiah Berlin, op.cit, p. 111.
59
Para Hegel éste era el núcleo de la tragedia. Al respecto, véase el análisis que proporciona C. GOWANS, “Introduction The Debate on Moral Dilemas”, op.cit., pp. 10-11.
60
R. ALEXY, Teoría de los Derechos Fundamentales, versión castellana de Ernesto Garzón
Valdés, revisión de Ruth Zimmerling, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002.
61
R. ALEXY, “On balancing and subsumption. A structural comparison“, Ratio Juris,
vol.16, núm. 4, 2003, p. 436.
58
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mantiene que la razón general para esta “ubicuidad“ está basada en la “estructura del Estado Constitucional“62. ¿En qué sentido esto puede iluminar
la presente discusión? En el sentido que explicita en gran medida cuáles son
las razones que explican que los juristas63 se afanen en batallar contra la posibilidad de conflictos trágicos genuinos, esto es, conflictos de principios o valores “irresolubles“.
La denodada batalla de los juristas por mostrar que en última instancia
existe posibilidad de resolver conflictos con algún tipo de respaldo racional
resulta inteligible, pienso, por una cuestión neta de diseño institucional.
Concretamente, el diseño institucional, relativo al Derecho constitucional,
exige, de un modo u otro, una respuesta y una que esté “justificada en razones“. Una motivación fuerte para esto viene explicada por el hecho de que
“cualquier interferencia a los derechos o garantías constitucionales“, por
ejemplo, una “restricción a la libertad de los individuos“, tiene que estar
“justificada“64. Esto no es más ni menos que la contrapartida institucional de
la idea germinal de Isaiah Berlin acerca de la necesidad de justificación de
las restricciones al valor de la libertad individual.
De acuerdo con Alexy, las interferencias en derechos constitucionales se justifican sólo si son “racionales“, lo que en su planteo es equivalente a sólo si
son “proporcionales“. Los juicios de proporcionalidad son típicos juicios de
“ponderación“ o “balanceo“65.
Creo que las soluciones “racionales“ de Alexy precluyen –o intentan hacerlo– la idea de que hay sacrificio66. Si sus leyes de ponderación de principios en pugna funcionan, diría Alexy, tal ponderación produce una solución
racional que no implica daño o sacrificio para el otro principio, al menos no
un sacrificio que no pueda ser procesado racionalmente en algún sentido. Así, las
soluciones de Alexy pretenden satisfacer el “óptimo de Pareto“67. Dicho de
62
R. ALEXY, “On Balancing and Supsumption“, op.cit, p. 436.
Las razones que, con respecto al tipo de razones que esgrimiría un filósofo moral, podrían ser vistas como peculiares a un ámbito como el Derecho.
64
R. ALEXY, “On Balancing and Supsumption“, op. cit, p. 436.
65
R. ALEXY, “On Balancing and Supsumption“, op.cit, p. 436.
66
En contra de esta idea se ha pronunciado el Profesor Carlos Bernal Pulido en discusiones que hemos mantenido sobre este punto.
67
Ver R. ALEXY, Teoría de los Derechos Fundamentales, op. cit., pp. 112, 164. (nota a pie de
página 222). En “Derechos, Razonamiento Jurídico y Discurso Racional“, en R. ALEXY, Derecho y Razón Práctica, traducción de Ernesto Garzón Valdés, Fontamara, México, 2002, p.37,
Alexy afirma que los “derechos como principios exigen óptimos de Pareto“.
63
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otra forma, en la medida en que una solución satisface el óptimo paretiano
no puede subsistir la idea de pérdida o sacrificio.
Ahora bien, resulta un lugar común pensar que la idea del choque de valores que defiende Berlin presupone una visión extremadamente pesimista
del mundo. Pero esto no es necesariamente así si uno admite que él no rehuye totalmente de la posibilidad de “ponderación“, a menos que los valores
que colisionan se consideren inconmensurables, en cuyo caso se encontraría
bloqueada esta posibilidad. De todos modos hay que insistir en que si hay
ponderación ésta no eliminará el sacrificio. Es precisamente esto lo que explicaría la discrepancia conceptual que los planteos de Berlin y Alexy tendrían con respecto a la idea de ponderación. Esto no puede resultar bizarro
desde que no hay una única manera de concebir la ponderación; en rigor se
puede hablar, como hace por ejemplo Giorgio Maniaci,68 de distintas teorías
sobre la ponderación.
Aunque no puedo extenderme sobre el punto pienso que Berlin tiene la
idea de que, en ciertas ocasiones, se puede solucionar un conflicto optando por
el valor que menos sacrificio comporte. Isaiah Berlin entiende que esta solución
es para el caso en cuestión y, en este sentido, su visión tiene algún “parecido
de familia“ con el tipo de particularismo subyacente a la concepción que sobre
la ponderación tiene un filósofo del Derecho como Riccardo Guastini69, para
quien una ponderación de principios constitucionales en conflicto implica,
al igual que en Berlin, sacrificio o pérdida y se ejerce para un caso concreto,
no habiendo garantías de que la jerarquía que se establece para el caso se extienda a otros casos que se presenten en el futuro70.
Ahora bien, como ya adelanté, Berlin ha mantenido que la cuestión de
que los valores choquen no debe ser exagerada. Ello es así porque, según él,
estos choques “pueden reducirse al mínimo promoviendo y manteniendo
68
Ver G. MANIACI, “Algunas Notas sobre Coherencia y Balance en la Teoría de Robert
Alexy”, Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 20, México, 2004, p. 169.
69
Uso la idea wittgensteniana de parecido de familia porque entre Berlin y Guastini no
hay denominadores comunes. Más allá de los parecidos, ellos tienen diferencias importantes
porque, mientras para el primero la cuestión de los valores es objetiva, para el segundo es
fuertemente subjetiva.
70
R. GUASTINI, “Los principios en el derecho positivo“, en Distinguiendo. Estudios de
teoría y metateoría del derecho, traducción de Jordi Ferrer i Beltrán, Gedisa, Barcelona, 1999, pp.
167-171. Analizo esto en mi trabajo “Conflictos trágicos y ponderación constitucional. En torno a algunas ideas de Gustavo Zagrebelsky y Riccardo Guastini“, actualmente en elaboración.
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un inquieto equilibrio, constantemente amenazado y que hay que restaurar
constantemente“71.
La reducción mínima a la que se refiere Berlin implica la disposición a “hacer eso que se llama concesiones mutuas: normas, valores, principios, deben
ceder unos ante otros en grados variables en situaciones específicas“72.
Creo que el tema de las “concesiones mutuas“ debe ser subrayado. Apunta
a una cuestión política que habitualmente se dirime con herramientas constitucionales pues es la Constitución de un Estado la que suele usarse como una herramienta de solapamiento de compromisos básicos que concedan cierta estabilidad a un sistema político. Cuando me refiera a la cuestión del papel de una
Constitución en el diseño institucional de una sociedad volveré a este punto.
Por ahora repárese en lo siguiente. Berlin sostiene que, en el marco de
las mencionadas concesiones, los valores tienen que ceder unos a otros en
“situaciones específicas“. Esto también apunta al “diseño institucional“ en
cuanto normalmente son los jueces, órganos de aplicación en un diseño institucional estándar, los que tienen que interpretar el alcance de las concesiones mutuas que han sido expresadas en una Constitución para determinar
qué valor debe ceder ante otro. En cierto sentido ya ha sido la autoridad normativa, por ejemplo el legislador, quien ha decidido estas concesiones e incluso puede haber establecido una jerarquización de valores previa. Empero, son los jueces los que establecen la jerarquía de los valores en pugna para
el caso, para lo que Berlin llama la “situación específica“. Aquí las aguas
pueden dividirse. Berlin cree que, generalmente, un valor cederá aunque esto, a diferencia de Alexy, implicará pérdida. Pero, insisto, esta idea de Berlin
no debiera ser sobreestimada. Primero, porque él cree que hay ciertos equilibrios precarios donde puede eliminarse el conflicto. Segundo, porque cree que
estos choques entre valores no nos dejan inermes. Se pueden “elegir“ valores con cierta expectativa de “racionalidad“. “Racionalidad“ en el siguiente
sentido. Aunque no se puede determinar con claridad, dice Berlin, cómo elegir o cuánto sacrificar73 en una colisión de valores, sí puede aspirarse a “suavizar“ estas colisiones.74 Las pretensiones en pugna pueden equilibrarse mediante ciertos “compromisos“ puestos en juego en “situaciones concretas“
71
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 37.
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 36.
73
Por eso, en términos paretianos, un orden entre valores no puede ser cardinal. En el
presente trabajo no me ocupo de esto.
74
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 35.
72
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(aquí retornaría el papel de la Constitución como indicadora de compromisos básicos que pueden iluminar la dirección de la solución al caso). Berlin
aduce que “no todas las pretensiones tienen la misma fuerza“. Es decir, se
puede hacer un “balance“ o una “ponderación“ como la que tienen en mente los filósofos morales o del Derecho cuando dicen que se puede determinar qué valor o principio tiene más “fuerza“ o “peso“.
Pero deseo que se atienda a dos cuestiones que considero importantes con
relación a la presente discusión. Primera cuestión, el hecho de que sea posible
para Berlin la ponderación no precluye de ningún modo la inevitabilidad del
“sacrificio“. Es más, la admisión del balance o ponderación como “método“
de resolución de choques entre valores o principios solo supone que, a veces,
especialmente cuando hay conmensurabilidad, cierto principio o valor puede
ser considerado de mayor peso que otro. Pero esto no es lo mismo que postular
que hay una respuesta correcta. Si hay una respuesta correcta no hay conflicto
de principios trágicos ni en sentido estricto ni en sentido débil (es decir con sacrificio). No puede haber conflictos por razones conceptuales. La Segunda
cuestión es que hay que lograr ver el alcance del balance de valores o principios
rivales. Berlin sostiene que en estas rivalidades “deben establecerse prioridades, nunca definitivas y absolutas“.75 Las prioridades, que expresan un acto
de ordenación jerárquica entre valores en pugna, son para situaciones concretas. Siendo así, Berlin pareciera defender una concepción como la del particularismo. Se podría tener la sensación de que este rótulo me pone en la difícil tarea de explicar qué entiendo por particularismo. No es mi propósito en este
trabajo, sin embargo, embarcarme en una empresa de esta índole. Más bien
con la expresión “particularismo“ quiero dar a entender la idea según la cual
Berlin no rechazaría que haya normas o principios en sentido estándar: esto
es, normas “generales“; por lo tanto su particularismo no representa una amenaza76 para una concepción universalista de las normas y principios77. Sólo
75
I. BERLIN, “Persecución del ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 35.
Sobre esto véase B. CELANO, “Particolarismo, caractterizaziioni di desirabilità, pluralismo etico. Considerazioni sulla forma del ragionamento pratico“, Versión Manuscrita.
77
Ésta es también la idea de H. JOAS, “Pluralismo de Valores y Universalismo Moral“,
en Creatividad, acción y valores. Hacia una teoría sociológica de la contingencia, traducción de Luis
Felipe Segura, Biblioteca Signos, México, 2002, p. 50. Ver, además, J.M PANEA, “El universalismo trágico de Isaiah Berlin”, Leviatán, verano del 2000, p. 122 y ss. En el vínculo entre liberalismo y tragedia algunos autores han entrevisto en la obra de Berlin la expresión de un liberalismo “agonal”. Sobre esto último ver el importante trabajo de J. GRAY, Las dos caras del
liberalismo: una nueva interpretación de la tolerancia liberal”, Paidós, Barcelona, 2001.
76
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quiere decir que la prioridad que hoy se le da a un valor en una situación
concreta 1 puede variar en una situación concreta 2. O, en términos más
precisos, que la prioridad que hoy se le da a un valor no es claro que se pueda generalizar siempre para otras situaciones futuras78. Lo dicho no es más
que una manera de decir que, para Berlin, los valores o principios se reconstruirían en términos de condicionales prima facie. En este sentido se
podría barruntar, como Frances Kamm, que hay una relación entre la teoría pluralista de los valores de Berlin y la teoría de Sir David Ross sobre los
“deberes prima facie“79.
Sin embargo, la alegada relación podría ser recusada si se sostiene, como hace Bernard Williams, que la teoría de Ross sobre los deberes prima facie sería “insuficientemente“ conflictual80 bajo los ojos de Berlin. No sé hasta
qué punto Williams puede tener razón, más cuando uno podría ver que la
teoría de Ross comprometería con la tesis del residuo moral. Pero aquí no
necesito investigar esto.
Reténgase, entonces, la idea según la cual Berlin cree en soluciones racionales que pueden implicar sacrificio. ‘Soluciones’ que no se asientan en
jerarquías de valores definitivas para un caso sino, más bien, en jerarquías
“no concluyentes“ o “derrotables“ eventualmente en el futuro. Esto, como
digo, presupone un particularismo que no necesariamente supone una amenaza para el denominado “universalismo moral“. Si lo que digo es correcto,
el particularismo con el que caractericé a Berlin sería “moderado“.
A este respecto recuérdese aquel pasaje donde Berlin, al referirse al choque entre valores, ejemplifica diciendo:
“Usted cree que siempre hay que decir la verdad, pase lo que pase; yo no, porque creo que a veces puede ser demasiado doloroso o demasiado destructivo“81.
El ejemplo de la verdad sirve para dar crédito a la idea según la cual habría una suerte de tensión irresuelta entre “universalismo“ y “particularismo“82 tanto en la moral como especialmente en el Derecho. Una manera de
suavizar la tensión, quizás, podría consistir en pensar –como los juristas– en
las “presunciones legales“.
78
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 225.
En “Discussion“, in The legacy of Isaiah Berlin, op.cit, p. 134.
80
Respuesta de Bernard Williams a Frances Kamm en “Discussion“, The Legacy of Isaiah
Berlin, op.cit, p. 134.
81
I. BERLIN, “Persecución del Ideal“, en El fuste torcido de la humanidad, op.cit, p. 30.
82
Ver W. GALSTON, Liberal pluralism, op.cit, p. 73.
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Las presunciones legales, como mostró hace bastante tiempo Chaim Perelman83, funcionan sobre la base del “principio de inercia“; ciertos valores
tienen, por la inercia de la práctica, cierto valor, pero éste puede ser puesto
en cuestión en situaciones específicas. Se supone que este cuestionamiento
no puede darse en forma caprichosa. Se requiere de “razones“ que justifiquen el apartamiento de un valor que viene avalado por el principio de inercia.
Parece no haber dudas de que, en gran parte, la cuestión depende de cómo se conciba la reconstrucción lógica de los valores, principios o normas en
pugna. Si la reconstrucción de un deber –el de decir la verdad o no mentir–
se hace en términos incondicionados o categóricos como hace Kant, la idea
de que a veces esté justificado mentir, por ejemplo cuando entre en juego
otro valor rival (salvar un amigo), no será comprendida y el diálogo entre
pensadores como Kant y Constant se asemejará mucho a un diálogo de sordos84.
De todas maneras, Berlin podría argumentar que decir la verdad es un
valor prima facie de mayor peso que mentir, pero a veces su peso cederá, por
ejemplo, “cuando sea destructivo“ para una persona saber la verdad. Como
arguye Sissela Bok, “la mentira tendrá, inicialmente, un “peso negativo“.
Generalmente es así y la explicación de Perelman de que hay un “principio
de inercia“ ayuda a ver por qué mentir requiere de explicación o justificación allí donde decir la verdad ordinariamente no requiere tal cosa85.
4.2.
La concepción sobre los valores de Berlin
Como ya se sabe, Berlin concibe que valores como la libertad y la igualdad pueden entrar en conflicto y que su resolución generará daños irreparables debido a que se dejará de lado un valor que también es valioso. ¿Pero cómo se podría reconstruir el pensamiento de Berlin sin distorsionar el sentido
de sus ideas?
83
C. PERELMAN, “What the philosopher may learn from the study of law“, pp. 102103. Citado por W. GALSTON, Liberal Pluralism, op.cit., pp. 69-72, 75.
84
Sobre la disputa Kant-Constant ver T. TODOROV, El jardín imperfecto. Luces y sombras
del pensamiento humanista, traducción de Enrique Folch González, Paidós, Barcelona, 1999, pp.
313-318.
85
S. BOK, Lying: Moral choice in public and private life, p. 30. Citada por W. GALSTON, Liberal Pluralism, op.cit, p. 75.
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En mi opinión, la reconstrucción de Ronald Dworkin produce cierta distorsión o, dicho en forma menos beligerante, Dworkin genera esa impresión
de distorsión.
Dado que a veces las impresiones son por demás frágiles, aquí simplemente voy a suponer, para seguir con mi argumento, que si la mencionada
distorsión existiese en Dworkin, ésta llevaría agua para su propio molino en
dos sentidos. En el primero, para fortalecer su posición –la que hasta ahora
no encuentro compulsiva– acerca de por qué las teorías éticas, jurídicas, y en
este caso la política, no son –ni deben ser– “arquimedianas“86. Dworkin
ejemplifica el arquimedianismo en teoría política en autores como Isaiah
Berlin.87 Si arquimedianismo, al menos en un sentido de la expresión, implica
decir que la teoría política, como parte de la filosofía práctica, no está vinculada con la práctica, la observación de Dworkin puede ser discutida. Es cierto que hay un problema grave aquí. ¿Qué significa “vinculada“? Esto, desde
luego, no es claro. Dworkin entiende que un no arquimediano rompe la
frontera que divide la especulación filosófica respecto de la batalla política.
Precisamente, Berlin ha señalado al respecto que
“...a pesar de todos los esfuerzos que, llevados por una ciega pedantería escolástica, se han hecho para separarlas, la política ha estado entremezclada con
todas las demás formas de investigación filosófica“88.
Nuevamente, es cierto, puede uno preguntarse qué entiende Berlin por
“entremezclada“ y por “investigación filosófica“. Pero aun así, la tesis
dworkiniana según la cual Berlin es un arquimediano a secas no necesita ser
aceptada sin más.
El segundo sentido en que se podría pensar que Dworkin distorsiona a
Berlin es cuando lo presenta como un “libertario“ estricto89, esto es, como un
filósofo que defiende a rajatabla la “libertad negativa“90 como único valor
rector. Si es el caso, y si no estoy distorsionando a Dworkin, esto nuevamente necesita ser revisado.
86
R. DWORKIN, “Hart's Postcript and the Character of Political Philosophy“, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 24, núm.1, 2004, pp.1-3.
87
R. DWORKIN, “Hart's Postcript and the character of political philosophy“, op.cit,
p. 6.
88
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit,
p. 217.
89
Ver R. DWORKIN, “Hart's postcript and the character of political philosophy“, p. 5
y ss.
90
R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?“ in The Legacy of Isaiah Berkin, op.cit, p. 84.
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Para ver por qué, repárese en las siguientes citas tomadas de reflexiones
de Berlin:
“Es verdad que ofrecer derechos políticos y salvaguardias contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos, mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de su condición; necesitan ayuda médica y
educación antes que puedan entender qué significa un aumento de su libertad
o que puedan hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es
el valor de ésta? Lo primero es lo primero... la libertad individual no es la primera necesidad de todo el mundo. Pues la libertad no es la mera ausencia de
frustración de cualquier clase; esto hincharía la significación de la palabra hasta querer decir demasiado o querer decir demasiado poco“91.
No creo tener que resaltar, mediante el uso de cursivas, cada expresión
de este largo párrafo citado para suponer, por la vía de un simple experimento mental, los posibles reparos que Berlin podría tener con relación a la
reconstrucción de Dworkin.
Lo que dice Berlin no excluye el problema del “sacrificio“. Él señala que
“La libertad no es el único fin del hombre. Igual que el crítico ruso Belinsky,
yo puedo decir que si otros han de estar privados de ella –si mis hermanos han
de seguir en la pobreza, en la miseria y en la esclavitud–, entonces no la quiero
para mí...“92.
Pero, agrega Berlin,
“con una confusión de términos no se gana nada. Yo estoy dispuesto a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar que brille la desigualdad o que
se extienda la miseria“93.
El sacrificio, como se ve, está inevitablemente presente para Berlin. Sin
embargo, hay un punto crucial para calibrar sus diferencias con una postura
como la de Dworkin (que aún no he explicitado).
Berlin rechaza que haya “confusión de términos“. Creo que con esto
Berlin quiere señalar que los términos “libertad“ e “igualdad“ son conceptualmente “independientes“, algo que Dworkin sí reconstruye con muchísima claridad y justeza94.
Con otras palabras, Berlin repugna la confusión conceptual; confusión
que surgiría de concebir los valores en forma “no independiente“ y argüir,
91
92
93
94
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 223.
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 224.
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 224.
R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?“, in The Legacy of Isaiah Berkin, op.cit, p. 85.
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en forma subrepticia, que hay algo así como una “libertad social“. Para Berlin sería una estrategia generadora de confusión hablar así porque supondría, subrepticiamente, meter el valor igualdad dentro del valor de la libertad individual, disfrazando las cosas con la expresión “libertad social“95.
La diferencia entre Berlin y Dworkin es, a mi criterio, metodológica en el
siguiente sentido. Uno apuesta a definir conceptos como libertad e igualdad
en forma “independiente“ (Berlin) y el otro en forma “no independiente“
(Dworkin). La “independencia“ de los conceptos es destacada por Berlin
cuando sostiene que
“cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cultura, felicidad humana o conciencia tranquila“96.
Siendo así, creo inadecuado defender la idea de que Berlin apuesta al
valor libertad negativa en forma excluyente. Esto, además, indicaría una contradicción pragmática en el corazón mismo de una teoría que se auto-asume
como pluralista.
Es cierto, y en esto podría estar pensando Dworkin, que Berlin concede
a la libertad individual un peso fortísimo desde que revela el truísmo de
que, en el fondo, solo hay individuos y derechos de individuos.97 Pero el
truísmo de Berlin tampoco es del todo claro porque a veces sostiene que es
una verdad conceptual y a veces sostiene que se trata de algo que es “más
verdadero que...“, lo cual no parece ser lo mismo. En efecto, él señala que
“El pluralismo, con su grado de libertad negativa que lleva consigo, me parece
un ideal más verdadero y más humano que los fines de aquellos que buscan en
las grandes estructuras autoritarias y disciplinadas el ideal del autodominio
positivo...“98.
Es verdad que Berlin fustiga el error en el que viven las diferentes posiciones que han sustentado la concepción de la libertad “positiva“.
Para Berlin, aunque las concepciones de la libertad negativa y la positiva puedan ser vistas como partes de la misma cosa, se han desarrollado,
a lo largo de la historia, en direcciones conceptualmente divergentes.99 La
divergencia es tal que ya no se pueden presentar como dos interpretaciones de un mismo concepto sino de dos concepciones irreconciliables sobre
95
96
97
98
99
Ver I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 225.
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 224.
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 239.
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 279.
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 239.
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los fines de la vida100. Si esto es así, ni siquiera podría pensarse en que haya un “desacuerdo genuino“ entre ambas desde que no refieren a un mismo concepto.
Ahora bien, ¿este carácter irreconciliable supone que Berlin excluye por
completo la concepción de la libertad positiva, como podría sugerir cierta
lectura de lo reconstruido por Dworkin? La respuesta tiene que ser negativa.
Cuando Berlin habla del carácter “irreconciliable“ entre las concepciones negativa y positiva de libertad lo dice desde una derivación de su tesis sobre el
conflicto inevitable entre valores con sacrificio o pérdida moral. Lo que él
quiere decir es que “ambas pretensiones no pueden ser satisfechas por completo“101.
Pero la concepción positiva de la libertad tiene su “grano de verdad“
también (entre otras cosas, por esto decía que la tesis sobre el truísmo en
Berlin no es del todo clara).
Efectivamente, él afirma que:
“...es una profunda falta de comprensión social y moral no reconocer que la satisfacción que cada una de ellas busca es un valor último que, tanto histórica
como moralmente, tiene igual derecho a ser clasificado entre los intereses más
profundos de la humanidad“102.
Así, el truísmo estricto de Berlin acaba en algo menos analítico de lo que
podría suponerse: la concepción de la libertad negativa es “más verdadera“
que la positiva, menos “peligrosa“ y “más humana“.
Es decir, Berlin busca ver de qué manera se evita el riesgo de una sociedad autoritaria que liquide los derechos individuales. Puede haber “sacrificios“ de la libertad negativa, y de hecho los hay, que se encuentran “justificados“. En esta vena, Berlin ha mantenido que:
“No quiero decir que la libertad individual sea, incluso en las sociedades más
liberales, el único criterio, ni siquiera el dominante, para obrar socialmente.
Obligamos a los niños a que se eduquen y prohibimos las ejecuciones públicas.
Esto es, desde luego, disminución de la libertad, y lo justificamos basándonos
en que la ignorancia, la educación bárbara o los placeres y excitaciones crueles
son peores para nosotros que la cantidad de restricciones que se necesitan para
reprimirlos“103.
100
101
102
103
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 273.
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 274.
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 274.
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 277.
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Berlin explica que la justificación de la disminución de la libertad se
apoya en nuestra concepción de lo que “constituye una vida humana“ en un
sentido “no fanático“ o “pervertido“104.
Creo que con todas estas citas, entonces, puede verse con más justeza la
posición de Berlin. Cada vez que se opta por un valor “distinto“, “independiente“ del de libertad individual, hay “sacrificio“; pero el sacrificio puede
estar justificado cuando se apoya en concepciones morales no fanáticas de lo
que constituye el florecimiento de la vida humana y, además, cuando no
traspasa ciertas fronteras mínimas acerca de la libertad individual, fronteras
definidas en nuestros compromisos básicos. Abordaré el tema de los compromisos cuando vea el papel de la Constitución en el diseño institucional
de una sociedad pluralista a la Berlin.
Pero ahora vuélvase a lo siguiente. Ni Berlin es un libertario a rajatabla
como el que parece presentar Dworkin en su “Hart’s postcript and the character of political philosophy“ ni es un “arquimediano“, al menos en varios sentidos de los que promueve Dworkin. Es cierto que Berlin favorecería la idea
de que las teorías filosóficas sean “descriptivas“, y en esto Dworkin tendría
razón en decir que es un arquimediano, pues es cierto que para este último
la posición arquimediana reposa paradigmáticamente en la creencia de un
“meta-nivel“ descriptivo de las prácticas. Pero Berlin, como he dicho, sostiene, indudablemente en forma vaga, que filosofía y política están entremezcladas e, incluso, que la filosofía política es una rama de la “filosofía moral“
en el descubrimiento de las ideas morales en el ámbito de las relaciones políticas.105 Berlin admite que es cierta concepción moral sobre el florecimiento
de la vida la que anida en la justificación de ciertas disminuciones aceptables de libertad individual. Aquí no habría discrepancia de Berlin con las
ideas que Dworkin defiende como parte de una concepción no arquimediana.
No es muy claro, desde luego, qué significa ser una rama de la filosofía moral; tampoco es claro si Berlin concibe las teorías morales como puramente
descriptivas o les concede funciones normativas. Pero no me expediré sobre
este punto. Más bien, prefiero retornar a una cuestión que juzgo crucial: las
diferencias entre Berlin y Dworkin pueden enfocarse, como observé, en clave “metodológica“. Mientras Berlin define en forma independiente los con104
105
I. BERLIN, “Dos Conceptos de Libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 277.
I. BERLIN, “Dos conceptos de libertad“, en Cuatro Ensayos sobre la Libertad, op.cit, p. 218.
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ceptos implicados en valores políticos y morales, Dworkin emplea la estrategia opuesta. Pero, ¿cuál es la relevancia de señalar aquí esta diferencia? La
relevancia –si existe– estriba en que esta diferencia es la que permite entender por qué mientras Berlin acepta la idea de tragedia (en el sentido que expliqué) Dworkin no lo hace o busca poner reparos que lleven a la tragedia a
ser una “mínima expresión“ de la vida106.
Del Dworkin que sugiere, casi al final de su Is there no really right answer in
hard cases107, que puede haber supuestos de indeterminación en las teorías morales108, al Dworkin de Do liberal values conflict?, hay una distancia considerable. En Is there no really right answer in hard cases? reconoce, en forma marginal
y bastante tibia, que puede “no haber respuesta correcta“ en un caso difícil (el
no usa ahí la expresión trágico) por virtud de algún tipo más problemático de
indeterminación o inconmensurabilidad en la teoría moral.109 A este respecto
no está de más recordar que tanto la indeterminación como la inconmensurabilidad son síntomas que recurrentemente se describen como indicadores de
casos trágicos o dilemas morales estrictos o genuinos110. Dworkin no desarrolla en el artículo mencionado las consecuencias de esto que podría resultar fatal para la tesis de la respuesta correcta.
Ahora bien, en Do liberal values conflict? Dworkin sí se hace cargo específicamente del problema de los dilemas morales que surgirían de las tesis de
Berlin.111 Sus razones para rechazarlos, o llevarlos a su mínima expresión112,
no son de lógica deóntica. No muestran cómo los dilemas se oponen a principios deónticos válidos como el de “aglomeración“ y el “debe implica puede“. Tampoco son razones como las que propiciaría MacIntyre al fustigar la
tradición liberal y mostrar por qué vale la pena optar por una tradición que
106
Así, mientras el liberalismo de Berlin sería “trágico” el de Dworkin sería “no trágico”.
Ver por ejemplo R. DWORKIN, “Is there no really rigtht answer in hard cases?“, en A
Matter of Principle, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1985, p. 144.
108
Tal sería el caso típico de los “dilemas morales“ o casos trágicos que ponen bajo severa crisis su tesis del carácter plenamente “determinado“ del Derecho (recuérdese sus procedimientos para repeler la vaguedad) y de la respuesta correcta.
109
R. Dworkin, “Is there no really right answer in hard cases?“, op.cit, p.144.
110
Ver, por ejemplo, R. SHAFER LANDAU, “Ethical Disagreement, Ethical Objectivism
and Moral Indeterminacy“, en Philosophy and Phenomenological Research, vol. LIV, núm. 2,
1994, pp. 332-335.
111
Un complemento de estas ideas se encuentra en la discusión de Dworkin con Nagel,
Williams, Lilla, etc. Ver “Discussion“ en The legacy of Isaiah Berlin, op.cit, p. 121 y ss.
112
“Do liberal values conflict?“, en The Legacy of Isaiah Berlin, op.cit, p. 90.
107
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para él encarna superioridad racional sobre las otras (como la dupla Aristóteles-Tomás de Aquino) para la cual una vigorosa doctrina de unidad de las
virtudes repelería los dilemas113. Para MacIntyre los dilemas serían producto de concepciones erróneas derivadas de la Ilustración y reforzadas por
una pléyade de filósofos analíticos.
Las razones de Dworkin son metodológicas, es decir, de diseño de teoría.
Estas razones son desarrolladas en “Do liberal values conflict?“ así como
también, y muy específicamente, en “Hart's postcript and the character of
political philosophy“. Veamos esto.
En cuanto a lo metodológico, lo que Dworkin sostiene es que una manera
de evitar la idea de que los valores entren en conflictos que conduzcan a
“elecciones trágicas“ es cambiando de concepción. La concepción de Berlin lleva a la tragedia pues ha definido los valores en forma “independiente“114.
Sin embargo, el desafío de los filósofos no arquimedianos –es decir de
los que libran batallas en la práctica como los políticos– es “construir concepciones que eliminen conflictos entre valores como la amistad, el patriotismo,
la libertad o la igualdad“.115
La idea de Dworkin es que los valores forman parte de una “red de convicciones políticas“ que se interrelacionan en forma holística, esto es, no “jerárquica“116. Es posible ir refinando las concepciones de los valores y para
ello es necesario adoptar tanto una actitud “interpretativa“ como una actitud relacional que vea que no se puede definir un valor en forma aislada, sino en vinculación con los otros valores.
¿Cuál es la metodología en el diseño de conceptos? En Los Derechos en serio
Dworkin asume un modelo constructivista por oposición a uno natural117. Este
constructivismo es un tanto vacilante en Objectivity and truth: you'd better believe
it pues no es claro a qué tipo de ontología apuesta Dworkin118. Pero en The
Hart's Postcript and the character of political philosophy y en Do liberal values
113
Ver A. MacINTYRE, Justicia y Racionalidad. Conceptos y contextos, traducción y presentación
de Alejo José. G. Sison, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2001, pp. 189-190.
114
R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?“, op. cit., p. 85.
115
Ver R. DWORKIN, “Hart's postcript and the character of political philosophy“, op. cit, p. 18.
116
R. DWORKIN, “Hart's postcript and the character of political philosophy“, op. cit, pp. 14; 17.
117
R. DWORKIN, “Hart's postcript and the character of political philosophy“, op.cit, p. 11 y ss.
118
Por ejemplo, ésta es la opinión de filósofos como J.C. BAYON, “Derecho, Convencionalismo y Controversia“, en P. NAVARRO, C. NAVARRO, (comp.) La Relevancia del Derecho.
Ensayos de Filosofía Jurídica, Moral y Política, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 59.
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conflict? parece inclinar las cosas hacia un método realista moral, esto es, un
método que asume que en el mundo hay “hechos normativos“119.
El diseño de conceptos, por consiguiente, no es un diseño descriptivo del
uso de palabras en una comunidad o algo así120. Tampoco pretende ser un estudio descriptivo que descubra hechos normativos121 de la misma forma en que
se descubren hechos físicos como el ADN122. Se trata de hechos “normativos“, y
esto para Dworkin exige de las teorías filosófico-prácticas la adopción de un
punto de vista evaluativo –moral– como directriz de la descripción de esos hechos. De qué manera puede ser plausible que un punto de vista evaluativomoral guíe la descripción es algo que no puedo discutir en este trabajo.
Lo que deseo subrayar es que Dworkin sostiene que se puede evitar la
idea de conflicto si se asume una metodología que conecte los conceptos en
una red de convicciones. Pero esta red de convicciones no descansa en el vacío. Es aquí donde hay que presuponer la existencia de un mundo de hechos
normativos que reflejan estas convicciones. Sobre esto quisiera decir lo siguiente. Primero, que Dworkin parece condenar la concepción de Berlin a
una petición de principio subyacente al truísmo del que parte, responsable
de la idea de conflictos inevitables. Pero Dworkin desestima la circularidad
posible de su propia concepción. La estrategia consistiría en pensar que su
“red de convicciones“ es, en todo caso, ejemplo de un círculo “virtuoso“.
Segundo, Dworkin no cree que la cuestión de los conceptos sea convencional, que dependa de significados o la elaboración de leyes estadísticas.
Cree que, así como hay hechos físicos que muestran cuál es la verdadera naturaleza del ADN o de los tigres o del oro, hay hechos normativos que dicen
cómo son realmente la libertad y la igualdad. Y aquí las consideraciones históricas de Berlin no tendrían valor concluyente para desmentir la genuina
naturaleza de los mencionados valores123.
Tercero, Dworkin cree que esta presuposición realista no precluye una
actitud interpretativista que refine los conceptos, elimine posibles conflictos,
buscando las mejores concepciones político-morales de los conceptos.
119
R. DWORKIN, “Hart's Postcript and the Character of Political Philosophy“, op. cit., p.13.
R. DWORKIN, “Discussion“, en The Legacy of Isaiah Berlin, op. cit., p. 126; también en
“Hart's postcript and the character of political philosophy“, op. cit., pp. 8 y ss.
121
R. DWORKIN, “Hart's Postcript and the Character of Political Philosophy“, op. cit., p. 13.
122
R. DWORKIN, “Hart's Postcript and the Character of Political Philosophy“, op. cit., p. 11.
123
R. DWORKIN, “Do liberal values conflict?”, en The Legacy of Isaiah Berlin, op. cit, p. 86.
120
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Sea como fuere, no estoy seguro de, hasta qué punto, el interpretativismo
de Dworkin, que pareciera tributario de cierta variante del “constructivismo“,
puede ser compatible con el realismo. Pero aun si lo fuera, por ejemplo bajo
una versión de “realismo interno” a la Putnam, no veo por qué la asunción de
un realismo moral debiera comprometer con la eliminación de los conflictos.
Al menos esto no es lo que piensan realistas morales como Philippa Foot que
argumentan que “realismo moral“ y “dilemas morales“ son compatibles124.
De cualquier modo, necesito ahora que se advierta lo siguiente. Mis críticas a Dworkin, si en algo estuvieran justificadas, no deben ser exacerbadas.
Mi idea ha sido, en todo caso, pensar en argumentos que Berlin puede suministrar en réplica a la reconstrucción que de él ofrece Dworkin.
Pero la idea de Dworkin de que los conflictos trágicos pueden ser morigerados en gran medida de acuerdo a qué tipo de concepciones sobre los valores estén disponibles no me parece trivial. Todo lo contrario.
En rigor, Dworkin tiene dos frentes a los que puede apuntar. Uno, el de
los dilemas morales. Dworkin no está solo en el intento de mostrar que los
dilemas morales genuinos no existen o se reducen a la mínima expresión125.
Otro frente es el de las tesis “inconmensurabilistas” de Berlin. El problema
de la inconmensurabilidad todavía está demasiado abierto para los filósofos
del Derecho, de la moral y de la política como para que se de pleno crédito a
las tesis de Berlin. Ruth Chang126 dedica un trabajo minucioso a mostrar por
qué las tesis incomparabilistas no son tan fuertes como se puede pensar. Sobre estos argumentos prometo un trabajo independiente.
5.
CONFLICTOS, CONSTITUCIÓN Y DISEÑO INSTITUCIONAL
El liberalismo sustenta la tesis del pluralismo de valores en diversas interpretaciones. En mi caso he examinado con cierto detalle una en particu124
P. FOOT, “Moral Realism and Moral Dilemma“, en C. GOWANS (ed.), Moral Dilemmas, op. cit., p. 251.
125
Por diversas razones, filósofos como Kant o Mill cuestionan que pueda haber dilemas
morales genuinos. Véase C. GOWANS, “Introduction. The Debate on Moral Dilemmas“, op.
cit., pp. 3-5. Filósofos analíticos contemporáneos como Earl Conee igualmente rechazan la
existencia de dilemas morales genuinos. Ver E. CONEE, “Against moral dilemmas“, en Moral
Dilemas, op. cit., pp. 239-249. La lista, desde luego, podría continuarse.
126
R. CHANG, “Introduction“, in Incommensurability, Incomparability and Practical Reason, op.cit., pp. 1-34.
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lar: la de Isaiah Berlin. Su tesis postula que hay conflictos inevitables y que
estos conflictos generan pérdidas irreparables. Los valores no son reductibles unos a otros y, en varias ocasiones, pueden resultar inconmensurables.
¿Resulta compatible esta manera de pensar con algún diseño institucional de resolución de conflictos? Pienso que la respuesta de Berlin, como la
de cualquier otro liberal, tiene que ser positiva.
La tesis de Berlin tiene tres aspectos que quiero poner de relieve. El primero es que el conflicto entre valores no puede ser adecuadamente visto en
términos lógicos (inconsistencia) debido a que el valor que se sacrifica no es
falso como la hipótesis eliminada de una inconsistencia (en esto Bernard
Williams ha sido influenciado por Berlin127). El segundo es que los conflictos
que se presentan en una misma persona, o entre dos personas, o entre varias, o entre grupos de una misma cultura o entre miembros de distintas culturas, no tienen que ser vistos como algo necesariamente patológico, sino que
pueden ser enfocados como una manifestación de la riqueza compleja de la
naturaleza humana y como una fuente reveladora de nuestro carácter moral. El tercero es que, tanto para Berlin como para Williams, la necesidad de resolver conflictos no es tanto “lógica“128 como social o institucional129. Pienso
que esta necesidad típicamente se encuentra encarnada por el Derecho, al
menos en las sociedades liberales contemporáneas.
Como se sabe, una tradición de la filosofía del Derecho que ha destacado especialmente la naturaleza institucional del derecho es el positivismo jurídico. Con la mentada idea de diseño institucional yo aludo aquí a la existencia de un conjunto de órganos, instituciones jurídicas, como los legisladores,
jueces, etc., que disponen de recursos para “ordenar“ los conflictos sociales.
De aquí no pretendo “derivar“ ninguna tesis particular con respecto a los ti127
Recuérdese que Berlin ha sostenido que si hay un conflicto de valores esto no significa
que un fin sea verdadero y el otro falso.
128
Williams entiende que el conflicto entre valores no puede ser tratado como análogo al
conflicto entre proposiciones sino entre “deseos“, los cuales no pueden ser verdaderos ni falsos. De esto, como se sabe, Williams deriva un ataque a la plausibilidad del realismo moral
para dar cuenta de dilemas morales genuinos y para atacar, en última instancia, a la viabilidad filosófica misma del realismo moral. B. WILLIAMS, “Ethical Consistency“, en Problems of
the Self, Cambridge University Press, 1993, p. 167.
129
Los presupuestos de esta necesidad institucional son variados. Un presupuesto común es el de que los jueces tienen el deber inexcusable de resolver conflictos sociales. Pero
debería ser claro que del hecho que exista este deber no se sigue la eliminación de la posibilidad conceptual de conflictos trágicos genuinos.
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pos de relaciones que quepa establecer entre Derecho y moral. El punto es que
en un diseño institucional estándar de ordenamiento de conflictos hay dos
órganos relevantes: judiciales y legislativos.
El contexto judicial se encarga muy especialmente de ordenar conflictos.
Ordenar un conflicto supone establecer una “jerarquía“ entre los valores o
principios rivales. Esta jerarquía es la que resulta de un “balance“ o “ponderación“ a resultas del cual surge qué valor o principio resulta “mejor“ satisfacer. Pero es claro que con esto se abren problemas que aquí no podré considerar. Porque, ¿qué se entiende por 'jerarquía'? ¿Qué entender por balance
o ponderación? Las respuestas son de hecho muy divergentes tanto en la
teoría moral como en la jurídica.
El contexto legislativo, por su parte, es el que permite dar cuenta de lo que
Berlin denomina los “compromisos básicos“ que reduzcan el nivel de conflicto social130.
Precisamente, la función de los compromisos básicos reside en “reducir“
conflictos. Pero las reducciones que tiene en mente Berlin deben entenderse
apropiadamente. A este respecto es importante comprender que para Berlin
los compromisos básicos, que suponen “equilibrios“ entre partes contrapuestas, son precarios y no se puede aspirar –a menos de caer en una falacia
o un absurdo– a un equilibrio definitivo en que todos los conflictos hayan
desaparecido tras el logro de una armonía entre valores que adquiera carácter perenne. En los compromisos en que está pensando Berlin hay sacrificios,
en especial, que atañen a la libertad individual. Pero estos sacrificios pueden
estar justificados a veces.
Ahora bien, los compromisos básicos a los que se refiere Berlin son necesarios para salir de un posible problema del liberalismo: cómo explicar, por un
lado, cierta cohesión o unidad social (aun en la heterogeneidad) y cómo dar
cuenta de la estabilidad política de un sistema, por el otro. En este marco,
una estrategia común en el liberalismo es la de un “consenso básico“ que se
exprese institucionalmente respecto de un “coto“ de derechos individuales
que estará excluido del cambio legislativo ordinario (en que las mayorías
tienen el rol principal) y respecto del tipo de “control“ “constitucional“ de
130
Pero esto para Berlin no puede ser más que un equilibrio provisorio, pues la amenaza
de cambio está siempre disponible desde que Berlin, como Heráclito, cree que todo cambia
permanentemente. Para mí el apoyo que Berlin traza en Heráclito es complicado porque no
tengo del todo claro el alcance metafísico que tiene la idea del cambio, pero aquí no voy a tocar este problema.
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las decisiones gubernamentales o legislativas que pueden afectar el contenido de ese coto: los derechos individuales que son tan relevantes para Berlin.
Como se sabe, la cuestión dista de ser sencilla dentro del mismo liberalismo. Hay muchos que no están convencidos respecto de este diseño y que
creen, incluso, que se trata de un diseño que no es tributario de un genuino
liberalismo. Esta es la posición de los liberales “igualitarios“ que, en el mundo de habla hispana, están representados por un teórico como Roberto Gargarella131 y en el mundo anglosajón por Jeremy Waldron132. Hay otros, en
cambio, como Garzón Valdés, que no están convencidos de la salida que
propone este igualitarismo, debido a que diluye el contenido del coto y remueve el control de constitucionalidad por considerarlo contra-mayoritario.
Para Garzón Valdés 133tanto el coto como el control de constitucionalidad
son el diseño más apropiado para una sociedad liberal y pluralista, pues es
la única manera de conservar a Ulises “atado“, como piensa Jon Elster.
No voy a entrar aquí en esta polémica. Más bien, voy a suponer que está disponible la idea de consenso como una herramienta que permitiría hacer compatibles dos cosas dentro del liberalismo: su teoría de los valores (el pluralismo) y
su teoría de la solución de conflictos (el diseño institucional). Si el consenso cae,
esta es mi hipótesis de trabajo, el liberalismo podría colapsar debido, por una
parte, a una contradicción pragmática entre las dos teorías mencionadas y, por la
otra, a una falta de recursos para explicar la unidad social básica y la estabilidad
y viabilidad de un diseño de organización normativa de la sociedad.
Ahora bien, siguiendo a John Rawls se puede ver que el consenso puede
ser analizado en dos niveles: un nivel constitucional y un nivel más profundo y amplio (el del “consenso superpuesto“).
Haciendo pie en el planteo rawlsiano se admite que el consenso deviene relevante en una sociedad pluralista debido a que las distintas visiones
acerca de cómo vivir pueden fracturar la estabilidad de un sistema. El punto
es cómo lograr una concepción política que sea aceptada por la mayoría de
131
Ver R. GARGARELLA, “El contenido igualitario del constitucionalismo“, en P. NAVARRO, C. REDONDO (comp.), La Relevancia del Derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y
política, op. cit., especialmente p. 217 y ss.
132
Por ejemplo, J. WALDRON, “A Right-Based Critique of Constitutional Rights”,
Oxford Journal of Legal Studies, núm. 13, 1993, pp. 18-51.
133
E. GARZON VALDES, “Representación y Democracia“, en E. GARZON VALDES,
Derecho, Ética y Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, especialmente
pp. 644-645.
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los ciudadanos. Este problema es el foco de la obra Liberalismo político de
Rawls134. A Rawls le interesa en esta obra mostrar no cómo puede justificarse una teoría de la justicia que sea aceptable (tarea que acomete en su Teoría
de la justicia de la mano de las nociones de “posición original“ y “equilibrio
reflexivo“) sino una que sea “practicable“ o “viable“.
El objetivo de Rawls en Liberalismo político, como ha señalado Hugo Seleme, es desarrollar una concepción filosófico-política cuyo objetivo “sea
diagramar y evaluar el diseño institucional“ 135de una sociedad.
Hay una disputa que Seleme mantiene con Rosenkrantz en torno a decidir si Liberalismo político sacrificó al Rawls filósofo para dar lugar al Rawls ideólogo de un conjunto de valores determinado (el de la sociedad americana).
Aquí no me interesa examinar ese debate sino mostrar que el consenso se
puede ver como una herramienta para ordenar con cierto grado de estabilidad ciertos valores y que ese ordenamiento puede darse en dos niveles: el
constitucional y el superpuesto.
El consenso constitucional es la “primera etapa“ del diseño institucional
en que se interesa Rawls. Aquí Rawls trata de mostrar el papel de la Constitución en el ordenamiento de la rivalidad política; ordenamiento que, como
tal, está basado en un diseño “procedimental“ al que todos fácilmente puedan adherir desde que no están comprometidas visiones sustantivas acerca
de la vida (educación, religión, sexualidad, etc).
El consenso superpuesto136 es la “segunda etapa“ que Rawls tiene en mente para hacer viable un mínimo de estabilidad social por sobre la posibilidad
de un pluralismo que genere un nivel de conflicto exacerbado.
Este consenso evita los “conflictos“ “subsistentes“ 137que pueden emerger
del consenso constitucional que se restringe sólo a cuestiones procedimentales de diseño, pero deja fuera las cuestiones sustantivas acerca de las distintas
visiones sobre el modus vivendi de los agentes morales de una sociedad. Para
Rawls el consenso “superpuesto“ es más “profundo“ y “amplio“138. Más
134
J. RAWLS, Liberalismo Político, traducción de Sergio René Madero Baez, Fondo de
Cultura Económica, 2003.
135
H. SELEME, “Equilibrio reflexivo y consenso superpuesto“, Isonomía, Revista de Teoría
y Filosofía del Derecho, núm. 8, 2003, p. 194.
136
J. RAWLS, “The idea of overlapping consensus“, citado por H. SELEME, “Equilibrio
reflexivo y consenso superpuesto“, op.cit, p. 192.
137
Ver W. GALSTON, Liberal pluralism, pp. 67-68.
138
J. RAWLS, Liberalismo político, op.cit., pp. 163-165.
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“profundo“ en el sentido de que abraza una concepción política de la justicia (en este caso la justicia como “imparcialidad“). Más “amplio“ en el sentido de que abraza principios políticos de convivencia que van más allá de las
cuestiones procedimentales promovidas por el consenso constitucional.
Aquí podrían abrirse frentes problemáticos, entre otros, los siguientes.
Primero, con respecto a la distinción trazada entre aspectos “procedimentales“ y aspectos “sustantivos“ que distingue a ambos tipos de consenso. Uno puede ver que es una “reconstrucción conceptual“ y no una imagen
descriptiva del mundo porque, de hecho, uno podría mostrar que el consenso superpuesto está “implícito“ (o incluso explícito) en una Constitución
(tanto la Constitución como “documento“ como la Constitución desarrollada en un corpus doctrinario que uno denominaría “constitucionalismo“)139.
Pero no creo que Rawls niegue esta observación, apenas superficial.
En segundo lugar resta ver en qué medida los principios que aparecen en el
consenso superpuesto son “imparciales“ o no y en qué medida responden a una
estructura imparcial o al contenido de un sistema ideológico y jurídico particular. Este es el tipo de problema que subyace a disputas como las sostenidas, en el
mundo de habla hispana, por filósofos como Seleme y Rosenkrantz. En el fondo,
el problema puede ser visto no a partir del mismo Rawls sino de sus contendores
más conocidos porque, como es ya sabido, suele aprenderse más cómo funciona
una manera de pensar leyendo las reconstrucciones de aquellos que la desafían.
En este sentido uno puede traer aquí a MacIntyre. Sus conocidas obras Tras la
virtud y Justicia y racionalidad son intentos sistemáticos por mostrar por qué esta
imparcialidad, tal como es diseñada dentro de la tradición a la que responde
Rawls, no logra ser imparcial ni resolver los problemas que tiene en frente. Sin
duda el planteo de MacIntyre es complejo en cuanto obedece a una trama argumentativa que apunta en varias direcciones, muchas de ellas orientadas a cuestionar la filosofía analítica. No voy a discutir esto, sin embargo, en este lugar.
El último tema que quiero dejar sugerido es el siguiente. La estabilidad social
que se lograría con el diseño institucional construido por John Rawls no puede
ser comprendido sin un complemento que él desarrolló en su Teoría de la justicia.
Me refiero a su idea de “orden lexicográfico“140. Para Rawls los conflictos entre
valores pueden ser resueltos mediante este método que establece jerarquías es139
W. GALSTON, Liberal Pluralism, op.cit., pp. 63-65, analiza qué principios conceptuales, a su juicio, subyacen al constitucionalismo.
140
J. RAWLS, Teoría de la Justicia, traducción de María Dolores González, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 52.
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trictas de antemano. Esto es sumamente relevante para discutir luego cuestiones como el conflicto de principios y el alcance de la ponderación, el ordenamiento jerárquico de principios, etc., en autores como Alexy o Guastini, que he
mencionado antes. Digo esto porque para muchos autores, tales como Guastini,
las jerarquizaciones no son ex ante sino ex post y ad hoc. Pero Rawls no es un particularista en lo que atañe a la organización jerárquica de valores sino un universalista como Kant, de quien se reconoce deudor. No es casual que, tanto para
Rawls, como para Kant, los conflictos trágicos no puedan tener cabida. Para ambos los deberes morales son “completos“ en el sentido de que son “capaces de
ordenar cualquier par de pretensiones que se les presente“141.
Sin embargo, no todos los liberales comparten este tipo de diseño institucional. Para filósofos liberales como William Galston los ordenamientos de
valores, o de “compromisos básicos” en el lenguaje de Berlin, que desarrolla
una Constitución, no pueden ser más que “parciales“. No son, por definición,
“completos“ debido a que Galston no cree posible eliminar conflictos con estrategias como el orden lexical142. Galston entiende que los conflictos son posibles y que las soluciones siempre son prima facie. Calificar a qué tendencia responde Galston: si a una particularista o a una universalista no es algo que yo
vaya a hacer aquí. Galston da muchísimos argumentos que parecen emparentados con un particularismo “moderado“. Pero, como ya se sabe, toda la terminología sobre el problema del particularismo-universalismo que aparece en
la literatura de filosofía moral y jurídica es tremendamente variable, múltiple
y confusa. Las fronteras entre universalismo y particularismo no son nada claras, pero no es éste el lugar para desarrollar esta problemática.
GUILLERMO LARIGUET
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Córdoba
Obispo Trejo 242
Córdoba, Argentina.
e-mail: lariguet@tutopia.com
141
R. GARGARELLA, “La teoría de la justicia de John Rawls“, en Las teorías de la justicia
después de John Rawls. Un breve manual de filosofía política, Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 36.
142
W. GALSTON, Liberal Pluralism, op. cit., p. 68.
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RAZÓN PRÁCTICA Y ARGUMENTACIÓN EN MACCORMICK: DE LA
DESCRIPCIÓN A LA JUSTIFICACIÓN CRÍTICO-NORMATIVA
PRACTICAL REASON AND ARGUMENTATION IN MACCORMICK:
FROM DESCRIPTION TO THE CRITICAL-NORMATIVE JUSTIFICATION
L. SUÁREZ LLANOS
Universidad de Oviedo
Fecha de recepción: 23-6-2005
Fecha de aceptación: 19-9-2005
Resumen:
En este artículo se parte del cambio de paradigma que se produce en el ámbito de
la aplicación tras la II Guerra Mundial y que anima la “eclosión” de las teorías de
la argumentación jurídica. En particular, y teniendo muy presente la importancia
del nuevo iuspositivismo inclusivo frente al excluyente, se toma la concepción argumentativa del neoinstitucionalista D.N. MacCormick, de un lado, como paradigma desde el que comprender las nuevas pretensiones moralizadoras de la actividad judicial, sus argumentos y su instrumental. De otro lado, como frente de
contraste de las críticas, objeciones e insuficiencias de las que adolece esa concepción argumentativa, de su tendencia judicialista y de su problemático enfrentamiento a los principios fundamentales de la concepción iupositivista y al legalismo sostenido conforme a argumentos democráticos y de seguridad jurídica.
Abstract:
This article takes as starting point the paradigm´s change which involves
World War II in the judicial application and which animates the “eclosion” of
argumentative theories. In particular, and bearing in mind the importance of
the new inclusive positivism against the exclusive, I take the argumentative
conception of the neoinstitutionalist D.N. MacCormick, on one side, as a
paradigm from which understanding the new moralizing pretensions of the
judicial activity, its arguments and instrumental. On the other side, as a
contrast front of the critics, objections and insufficiences of that argumentative
conception, of its judicialist tendency and of its problematic confrontation
with the fundamental principles of the iuspositivistic conception, with the
legalism supported on democratic arguments and legal certainty.
PALABRAS CLAVE: argumentación, neoinstitucionalismo, positivismo
KEY WORDS:
argumentation, neoinstitutionalism, positivism
ISSN: 1133-0937
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1. La concepción positivista legicéntrica que se impuso en la Europa
continental en el s. XIX encontró su aliada natural en la Teoría General del
Derecho y su concepción cientifista y formalista. Ellas saturaron el panorama teórico y práctico en todos los niveles, desde el legislativo omnipotente
y omniscente hasta el judicial. Frente a cualquier crítica, y fueron muchas
las que demostraron su capacidad de supervivencia histórica –pienso en
Ehrlich, Kantorowicz, el segundo Ihering, etc.–, el estadio de gradas formalizado en torno a la razón especulativa demostró su vigor constructivo/destructivo, convirtiéndose la aplicación del Derecho en uno de los
ámbitos mejor protegidos o, aparentemente, mejor domesticados de la
concepción triunfante. La jurisdicción fue dominada en los países que prologaron la concepción del Estado de Derecho, Francia y Alemania, por la
exégesis y la Jurisprudencia de conceptos proponiendo, más allá de lo que
la lógica prometiera ofrecer, la subsunción deductiva, posibilitada por la
presunción de hiperracionalidad legislativa, como cierre del diseño teórico
formal y del desarrollo práctico.
Sin embargo, y precisamente por el vigor que adquiere la vieja “cuestión social”, en el transcurso del s. XX la dimensión política denostada por
el positivismo lógico y los reclamos económicos, sociales, laborales, etc.
demuestran su capacidad para desestabilizar el Estado y afectar la definición del Estado de Derecho y su instrumento de dominación principal, la
ley, animando, a partir del primer tercio del s.XX, un cambio básico y de
fundamental relevancia en el marco jurídico teórico de la descripción-conocimiento y en el práctico. De tal forma que, economizo detalles, a partir
de la segunda mitad del s. XX comenzaba a considerarse demostrada la pretenciosidad e incapacidad cientifista de la Teoría General y la Metodología
del Derecho objetadas ya desde hacía décadas. Pues bien, si la más importante transformación en el marco de la praxis se produce con la conversión
del Estado de Derecho en Estado social –lo que convierte al legislador racional en legislador manager, productor y distribuidor, etc.– en el marco especulativo, durante décadas pertrechado frente a toda concepción política so
pena de oscuridad metafísica, la más importante/efectiva brecha se abre
precisamente en el nivel más controlado, la jurisdicción. Y, esa brecha paulatinamente se irá extendiendo animada por la praxis del nuevo Estado social
neoconstitucional y su amplia panoplia de derechos normativizados o sustentados por principios, recorriendo todo el dominio de la teorización positivista hasta admonizarse hoy su profunda crisis.
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Así las cosas, se comprueba hoy una actitud crecientemente compartida,
casi de “moda”, que “media” entre aquel extremo logicista dogmático, el
reacio irracionalismo y el objetivismo axiológico que la positivización diera
por cerrado hace un par de siglos; se trata de una forma de incorporacionismo de la moral en el Derecho frente al carácter excluyente del iuspositivismo tradicional. Aquí juega un papel fundamental la segunda analítica jurídica, del lenguaje común e impronta pragmática1. Y es que, ahora se trata de
reconstruir el entramado iuspositivista más allá del normativismo, el realismo y el moralismo centrando el análisis del Derecho en su no exclusiva pero
sí fundamental dimensión argumentativa. Así, se parte de “una visión pragmática, dinámica... instrumental del Derecho... que no contempla al Derecho
como un instrumento que pueda servir para cualquier fin, sino... como un
instrumento de la razón práctica”2 .
2. Con este planteamiento, que se proyectará sobre todos los niveles político-jurídicos reforzando la definición legal democrática en las sociedades
desarrolladas, adquiere una posición preferente la fundamentación y se
exaltan doctrinalmente las “teorías de la argumentación” rehabilitadoras y
encauzadoras de la razón práctica en un marco reglado y positivo. Pues, en
tales sociedades importan menos las decisiones voluntaristas que el tipo de
razones que las sustenten.
La concepción argumentativa potencia respecto de la aplicación del Derecho el uso de las “artes hermenéuticas tanto en el contexto de justificación
de las decisiones como... en el contexto de descubrimiento o selección de las
premisas fácticas y normativas”3, destacándose que el proceso de decisión y
la decisión misma tienen límites. Ya no bastan los requisitos formales del
proceso de legalidad, ni la autoridad, ni la formal apelación a la subsunción
como justificación del fallo. Cierto que permanecen como condiciones de legalidad y racionalidad jurídica, pero limitándose a garantizar la justificación
interna de la decisión, no la justificación misma. Ésta ahora requiere un proceso decisional razonado y razonable orientado a completar aquélla con una
justificación externa garante de la corrección de la resolución jurídica.
1
Profundizo en esta cuestión en L. SUÁREZ LLANOS, “Planteamiento analítico-iusanalítico: el aspecto ontológico”, Isonomía, núm. 22, 2005, pp. 161-206.
2
M. ATIENZA, “El Derecho como argumentación”, Isegoría, núm. 21, 1999, p. 38.
3
J. C. VELASCO ARROYO, “El lugar de la razón práctica en los discursos de aplicación
de normas jurídicas”, Isegoría, núm. 21, 1999, p. 53.
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De esta forma, la teoría de la argumentación pretende superar la concepción positivista jurisdiccional en dos sentidos. Impidiendo la creación
extrajurídica de Derecho. Y, creando instrumentos para caracterizar la decisión como jurídicamente defectuosa y no sólo moralmente dudosa4, pues el
poder y el Derecho deben someterse a la razón y no a la inversa.
Ahora bien, el planteamiento proyecta su fuerza expansiva sobre el concepto y teorización del Derecho, pues puede rebasar la descripción hasta llegar a la justificación sistémica alterando los postulados positivistas básicos,
destacadamente los de coherencia y plenitud. Y es que, se parte de un juez
que se sirve de la razón práctica y no sólo del sistema formalmente positivizado, y de que el Derecho, por ser uno de los más importantes focos de razón práctica, actúa como un instrumento valioso para una concepción político-social racionalmente justificada. Planteamiento que considerado
comprehensivamente impone un desplazamiento, en uno u otro sentido, de
la prevalencia y centralidad sistémica del concepto formal de validez.
3. Dentro del arco teórico que dibujan las teorías de la argumentación
existe una relativa diversidad de planteamientos, pero se mantiene cierta
homogeneidad como para hablar de una teoría standard de la argumentación que aunque es a veces presentada como expresión de la “crisis iuspositivista”, y como factor de su agravamiento, puede ser encauzada, me parece,
como todo lo contrario; como un instrumento al servicio de la rehabilitación
iuspositiva especialmente en el marco del Estado social de Derecho constitucional normativo actual. Aunque probar y articular esto exige muchas matizaciones y una profundización seria no sólo en la teoría de la argumentación
sino también en los standards de corrección legislativos.
4. Aquí me interesaré, teniendo bien presente sus conexiones filosóficopolíticas, por la teoría standard de la argumentación del neoinstitucionalismo jurídico en particular de MacCormick fundamentalmente por lo siguiente. Porque ofrece una alentadora propuesta de un modelo teórico para la
aplicación y también para la concepción y teorización del Derecho que avanza y ayuda a clarificar algunos de los postulados básicos del iuspositivismo
inclusivo, incorporacionista o soft positivism. Y, porque articula una teoría
argumentativa que trata de recoger la práctica judicial positiva para refor4
Cfr. respectivamente G. BERGHOLTZ, “Ratio et auctoritas: Algunas reflexiones sobre
la justificación de las decisiones razonadas”, Doxa, núm. 10, 1990, p. 75 y a R. ALEXY, “The
special case thesis”, Ratio Iuris, vol. 12, núm. 4, 1999, p. 382.
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mularla normativamente conforme a una perspectiva crítica posibilitada
por la concepción filosófica y sociológica que da sentido a su teoría neoinstitucional del Derecho. Por eso, la concepción argumentativa macCormickiana interesa mucho al abrir perspectivas acerca de cómo la ontología jurídica,
el ser del Derecho, su realidad compleja y dinámica es determinado, a la vez
que ilumina, tanto la comprensión de lo que hacen los jueces como la propuesta de cómo deberían hacerlo en un marco iuspositivo normativo pero
realista y pragmatizado.
5. La teoría argumentativa macCormickiana se propone con un carácter
dialógico –la decisión correcta no procede del autoconvencimiento de uno
mismo, sino del diálogo como logos compartido, como debate intersubjetivo–, consensualista –el acuerdo es el objetivo del diálogo para la solución de
la cuestión– y procedimental –interesa el acuerdo conformado a ciertas reglas que purifican el diálogo al garantizar la posición argumentativa de las
partes–. Y, además, demostrando aquella conexión entre la teoría neoinstitucional y la propuesta argumentativa, se vincula a una descripción del Derecho dinámica, pragmática y compleja, al integrar constitutivamente en la
definición de la validez jurídica una teoría normativa referida a las decisiones judiciales5. La cuestión es si tal planteamiento deja un margen suficiente
a la caracterización iuspositivista que el neonstitucionalismo para sí pretende6.
6. La concepción de la coherencia que se extendió hasta la primera mitad
del s.XX diseñada e impulsada por el iuspositivismo formalista, aunque para
dar cuenta de unas pretensiones políticas codificadoras centradas en la autorreferencia racional, es superada por la coherencia material que reivindica la
teoría neoinstitucionalista. Porque ésta atiende a la dimensión de racionalidad
práctica referida por el sistema jurídico cuando éste es entendido comprehensivamente según sus implicaciones político-sociológicas, valorativas, ontológicas, etc. Una racionalidad práctica que consiste “en el cálculo de la adecua5
Si la concepción formalista positivista respondía a qué es el Derecho con independencia
de cuál es el Derecho para este caso concreto, el neopositivismo institucionalista vincula ambas
preguntas y sus respuestas, la respuesta a la primera pregunta depende de la respuesta a la segunda, aunque la haya condicionado previamente en cierta medida (cfr., F. ATRIA, “Del Derecho y el razonamiento jurídico”, Doxa, núm. 22, 1999, pp., 89-ss., también. vid. J. A. GARCÍA
AMADO, Teorías de la Tópica Jurídica, Cívitas, Madrid, 1988, pp. 283-294).
6
En este sentido y complementariamente, vid. A. GARCÍA FIGUEROA, “La tesis del
caso especial y el positivismo jurídico”, Doxa, núm. 22, 1999, pp. 196-ss.
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ción de los medios a los fines y en la sistematización de los principios de
elección entre razones para la acción en conflicto dentro de un todo coherente
y consistente”, y que se convierte en el eje articulador de las creencias y razones de una acción que se desarrolla en el fondo moral y normativo del particular sistema de racionalidad. Pues, “sin racionalidad puede haber praxis, pero no sistema… quizá pueda darse el pensamiento, pero... asistemático”7.
Por todo ello, el razonamiento y la decisión judicial encuentran su justificación en su adecuación a las exigencias de la razón práctica, aunque esto
implique reformular la caracterización formal positivista del Derecho respecto del que actúan8. Probadas las carencias de la concepción logicista, pero, también, de la propuesta material sólo centrada en buscar buenos argumentos, como le pasaría a la tópica de Viehweg9, MacCormick anuncia y
sigue una vía que aún quiere mantener la fidelidad positivista al razonamiento deductivo, pero en un marco argumentativo que indaga tanto en el
procedimiento de selección de los buenos argumentos para la decisión,
cuanto en el modelo de adopción de esa decisión. De esta forma, se consolida la exitosa distinción de Wröblewski entre la justificación interna y la justificación externa, con una pretensión integradora y de complementación
entre la lógica formal y la material.
7. Para ello, el neoinstitucionalismo de MacCormick propone una teoría
argumentativa centrada en un concepto de razón práctica reformulada en
términos de racionalidad comunicativa. Partiendo de un primer nivel, de
“justificación formal o interna” o de deducibilidad lógica de la decisión conforme a las premisas establecidas, desarrolla un segundo nivel centrado en
la argumentación para concretar las premisas conducentes a la decisión y,
también, los criterios mediante los que los jueces identifican, sopesan y concretan los argumentos sustantivos que les deben llevar a adoptar una decisión aceptable y universalizable.
7
D. N. MACCORMICK, “The limits of rationality in legal reasoning”, An Institutional
Theory of Law. New Approcches to Legal Positivism, Reidel. Kluwer, 1986, pp. 197 y 189, respectivamente para las citas.
8
Así, las teorías de la argumentación rebasan las condiciones de la racionalidad lógica
al exigir “la plausibilidad de las premisas, cuya fundamentación última no puede... tener la
forma de un silogismo” J. M. CABRA APALATEGUI, “Racionalidad y argumentación jurídica”, Derechos y Libertades, vol. 9, 2000, p. 155
9
Lo destacan bien García Amado y Atienza, en J. A. GARCÍA AMADO, Teorías de la Tópica Jurídica, op. cit., pp., 88, 369; íd., “Retórica, argumentación y Derecho”, Isegoría, vol. 21,
1999, p. 138 y M. ATIENZA, “El Derecho como argumentación”, op. cit., pp. 42-44.
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8. La “justificación interna”, de primer orden o de consistencia sistémica
de la decisión parte de la explícita afirmación de la posibilidad silogísticodeductiva, lo que ratifica la pretensión iuspositivista macCormickiana. En
concreto, sostiene que “el razonamiento estrictamente deductivo es un elemento genuino e importante de la justificación legal” siempre10. Y que no sólo debe proponerse en todos los casos, fáciles o difíciles, “también” una justificación interna o formal, sino que, al menos respecto de algunos casos, los
fáciles, la lógica silogística es aplicable como criterio único de resolución de
la controversia –planteamiento éste que aparenta abocar la idea de “una
única respuesta correcta” en tanto lógica–. La propuesta es la siguiente: “el
proceso de justificación legal es en ocasiones puramente deductivo y de carácter lógico... Demostrar que al menos respecto de un caso puede darse una
justificación conclusiva de una decisión a través de un argumento puramente deductivo es mostrar conclusivamente que una justificación deductiva es
posible y que en ocasiones se da”. Por eso, afirmar que “el razonamiento legal no es nunca, o no puede ser en su forma exclusivamente deductivo”11 es
“manifiesta y demostrablemente falso”; “puede en ocasiones ser enteramente, y debe ser siempre en parte, deductivo en su esencia”12.
MacCormick muestra sus afirmaciones a partir del caso Daniels and Daniels v. R.White & Sons and Tarbard, en el que el argumento judicial para la
decisión, cuyo mayor interés se centra en la clasificación de los hechos en
Derecho, sería estricta y formalmente deductivo. Recuerdo esquemáticamente el caso. El Sr. Daniels compró en un bar una cerveza y una limonada
para llevarlas a casa. De la limonada bebieron el matrimonio Daniels y, como consecuencia, ambos sufrieron graves alteraciones en su salud por la
presencia de ácido carbólico en la limonada. Los Srs. Daniels demandan al
10
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, Clarendon Press, Oxford,
1978, p. 52. Corrige así la idea de Hart de que en el orbe judicial “la lógica guarda silencio” en
la clasificación de los asuntos particulares, trivializando su relevancia, cuando la clasificación
centra la discusión (cfr. A. MARMOR, Interpretation and Legal Theory, Clarendon Press,
Oxford, 1994, p. 128).
11
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp. 37 y 19 respectivamente. Pues, “en ocasiones, cabe mostrar conclusivamente que una decisión dada está legalmente justificada conforme a un argumento puramente deductivo” (ibídem, p. 19).
12
D. N. MACCORMICK, “Legal deduction, legal predicates and expert systems”, en International Journal for the semiotics of Law, núm. 14, 1992, p. 182. Representativamente, vid. R. A.
WASSERSTROM, The Judicial Decision. Toward a Theory of Legal Justification, Stanford University Press. Standford, 1961, pp. 18-ss.
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manufacturador de la limonada (R.White & Sons) y al tabernero que la vendió (Ms. Tarbard) y reclaman una indemnización por daños emergentes y lucro cesante en su actividad durante la enfermedad. La sentencia absuelve al
manufacturador de toda responsabilidad y/pero responsabiliza a la tabernera de los daños y gastos ocasionados.
El juez Lewis concretó el informe de la sentencia. Existe acuerdo respecto de lo relatado. La botella de limonada se vendió por descripción, pues el
comprador identificó el objeto a adquirir sin depositar una especial confianza en la destreza y el juicio del vendedor. Respecto tales bienes hay una obligación implícita del vendedor de garantizar que poseen suficiente calidad
mercantil, aunque el juez reconoce que razonablemente no cabe exigirle que
examine (pruebe) el producto –la limonada–. Así, aun siendo inocente por
su actuación, la tabernera es jurídicamente responsable por la expendeduría
de bienes que no poseen la suficiente calidad de comercialización. Al otro
demandado, el manufacturador, R.White & Sons, el tribunal le exige que
muestre la diligencia debida en la fabricación del producto y envasado. Como lo que se prueba es que la fabricación y el proceso de limpieza actual de
los recipientes es satisfactoria su responsabilidad decae y se responsabiliza
materialmente sólo al vendedor de productos sin calidad mercantil –la limonada dada a cambio de precio posee ácido carbólico–.
Así planteado, como “(c)ada paso del razonamiento es válido, el conjunto
del argumento es válido; como cada premisa es (dados los criterios legales relevantes válidos) verdadera (al ser una verdadera proposición del Derecho, o
un descubrimiento de hecho, o una conclusión derivada de tales premisas), la
conclusión final... validamente establecida a través de un razonamiento deductivo, debe ser verdadera conforme a aquellos mismos criterios”13.
Pero, la claridad del planteamiento no libra de problemas la afirmación
macCormickiana de la posibilidad y necesidad del razonamiento silogísticodeductivo. Veamos algunos de ellos.
Primer problema. El silogismo y la inferencia y justificación lógica son
ajenos al acto que genera la resolución que es, aun en los “casos fáciles”,
un acto de voluntad14 –no de pensamiento o lógica racional–. La lógica deductiva sólo puede referirse a proposiciones verdaderas o falsas, y exige
13
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 32.
Complementariamente vid. G. KALINOWSKI, Lógica de las Normas y Lógica Deóntica.
Posibilidad y relaciones, Fontamara, México, 1993, p. 15-ss.
14
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una cadena de proposiciones verdaderas que sustenten deductivamente
una conclusión verdadera. Como la norma jurídica es prescriptiva y válida
pero no verdadera, la decisión queda vinculada al acto de voluntad, rompiéndose la cadena descriptiva y la posibilidad de deducir una conclusión
verdadera.
Pues bien, MacCormick acepta parte de la objeción; “la decisión de un
tribunal no es producto lógico de la argumentación que la justifica”, por eso
el razonamiento no llevaría a todos a alcanzar la misma conclusión jurídica
verdadera y excluyente. Lo que no acepta es que esto sea relevante. Porque
lo que importa es si el acto de decisión puede apelar legalmente al razonamiento deductivo, es decir, si respeta los límites de la justificabilidad material de la resolución15, ya que una cosa es afirmar la lógica subsuntiva como
posible y otra muy distinta justificar razonablemente la decisión, lo que exige además de cobertura legal una justificación externa, materialmente argumentativa (argumentada).
El segundo problema de la afirmación de silogismo-deductivo se refiere
a la concreción de los hechos jurídicamente relevantes. Pues su “verdadera
descripción” y valoración para la calificación que convierte el hecho bruto
en jurídico16 a partir de la norma seleccionada son característica y definicionalmente controvertidos.
15
La lógica califica la obligación del juez de fallar en el sentido indicado, pero no la
decisión que “no es un producto lógico, aunque lo que la justifique sea... un razonamiento
lógico-deductivo” (M. ATIENZA, Las Razones del Derecho. Teorías de la Argumentación Jurídica, C.E.C., Madrid, 1991, pp. 136-137) –si bien, para MacCormick y Alexy la obligación de
justificar su decisión, la presión de la opinión profesional, la publicidad, la posibilidad
de apelación, etc. dificultan, aunque no impiden, que el juez se aparte de la solución formalmente lógica (D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp. 33-34.
–Complementariamente D. N. MACCORMICK, “A deductivist rejoinder to a semiotic critique”, I.J.S.L., núm. 14, 1992, p. 216; también V. ITURRALDE, “Sobre el silogismo judicial”,
A.F.D., vol. VIII, 1991, p. 266.
16
Acepta MacCormick (D. N. MACCORMICK, “On reasonableness”. Les Notions a Contenú Variable en Droit, Établissements Emile Bruylant, Bruxelles, 1984, pp. 154-155) que las
consideraciones valorativas de los hechos son tan relevantes como la valoración de los aspectos normativos. Pues, “(l)a interpretación es siempre una operación total. No cabe ...situar la
interpretación sólo en el campo de la normatividad.... las operaciones de selección de normas
para operar sobre ellas, su reconstrucción partiendo de los textos, los hechos o signos a través
de los cuales externamente se manifiesta, y de atribución de sentido o significado son entre sí
inescindibles” (L. DÍEZ PICAZO, Experiencias Jurídicas y Teoría del Derecho, Ariel, Barcelona,
1993, p. 241).
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Tercer problema; la dudosa capacidad normativa de la reglamentación
positiva. En Legal Reasoning and Legal Theory MacCormick contemplaba la
posibilidad de que una reglamentación positiva fuera lo bastante clara como para que el órgano judicial resolviese incuestionablemente. Pero, posterior y sucesivamente irá reconociendo que las reglas positivas no bastan
para sostener una solución exclusiva y excluyente de otras posibilidades
interpretativas. Así, finalmente, en la modificación al Prefacio de la nueva
edición de aquel Legal..., asume que “el razonamiento jurídico a partir de
reglas no puede ser una forma auto-suficiente y auto-sustentable de justificación jurídica. Está siempre envuelto en una red anterior y posterior de
razonamiento a partir de principios y valores”17, lo que puede considerarse consecuencia del planteamiento neoinstitucionalista de MacCormick
conforme al que las reglas de Derecho positivo son y deben ser permanentemente actualizadas y racionalizadas por la argumentación judicial y los
principios.
Pero es que, entonces, el criterio de justificación en Derecho se altera en
favor de una integración, a posteriori, del concepto apriorístico de Derecho
válido. Y, como es el juez quien decide qué entra y qué no en las zonas de
penumbra18, siempre se estaría interpretando creativamente y redefiniendo
el Derecho lo que imposibilitaría una única solución silogística.
Cuarto problema. El silogismo, lejos de sustentar una justificación racional, sólo explicitaría, en el mejor de los casos, las condiciones y razones de la
justificación. A lo que se añade que, para MacCormick, cualquier caso fácil
17
Pero exagera MacCormick, dicen Alchourron y Bulygin, la relevancia de la dimensión
valorativa de las normas. Porque muchas veces los jueces no valoran, “se limitan a registrar
las valoraciones del grupo social al que pertenecen… En otras palabras, no formulan juicios
de valor, sino proposiciones axiológicas... puramente descriptivas… la tarea de determinar si
las condiciones fijadas en la norma están cumplidas, en la mayoría de los casos, lejos de exigir
una doble valoración, no requiere valoración genuina alguna, aún cuando las leyes estén formuladas en términos de ‘razonable’ o similares” (C. ALCHOURRON, E., BULYGIN, Análisis
Lógico y Derecho, C.E.C. Madrid, 1991, p. 316).
18
El corolario de tal argumento podría ser el siguiente: “Si el carácter claro o dudoso de
una disposición depende de las estimaciones del juez, eso conduce a admitir que la claridad
de una disposición no es a su vez cosa clara, es decir, que no se reconoce de manera automática sino decidida por el juez… Y si lo que no es claro debe ser interpretado, establecer que
una disposición es clara (asunto no claro…) es cometido de la interpretación; con lo que la interpretación se extiende también a las disposiciones claras” J. IGARTUA SALAVERRÍA, Teoría Analítica del Derecho (La Interpretación de la Ley), Instituto Vasco de Administración Pública,
1994, p. 49.
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puede convertirse en difícil19, pues ontológicamente todos los casos son difíciles –como consecuencia de la concepción ontológica dinámica y compleja del
Derecho– aunque pragmáticamente se diferencien. Tal es la consecuencia y
punto de arranque de la dificultad para diferenciar ontológicamente reglas y
principios. En concreto, se objeta que la viabilidad del silogismo sólo se mantiene en un nivel formal, pero que es materialmente inefectivo al no servir para solucionar los casos concretos ni retrospectiva ni prospectivamente.
Pues bien, el neoinstitucionalismo acepta que la reglamentación del Derecho positivizado no basta, como no basta apelar a la justicia formal. Las
decisiones se justifican por su aceptabilidad genérica y conforme a un criterio de validez sistémico complejo fuertemente intervenido por los jueces20.
Pues no se trata, como destacan Günther y Habermas, de convencer a un auditorio de que se aplica una buena norma, sino de convencerle de que se aplica de un buen modo la norma positiva que mayor justicia ofrece al caso. Esto supone aceptar en amplia medida la acusación de falta de operatividad material
conclusiva del silogismo por su insuficiencia para fundamentar el proceso
de desarrollo de la justificación judicial. Aunque insiste MacCormick en
que, formulada la decisión, el silogismo le ofrecería un marco de explicitación. Ahora bien, me parece que entonces el problema pasa a centrarse en la
posible banalidad y el carácter retórico de la afirmación del proceso lógicodeductivo21, también incluso respecto de los casos fáciles22.
19
Esto es, “no existe una línea divisoria clara entre los ‘casos fáciles’ y los ‘casos difíciles’” (D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 227; tmb. pp. 197 y
199-200), porque lo que caracteriza a un caso fácil es que los hechos puedan ser probados
como manifestaciones inequívocas de una regla positiva, pero, en realidad, las reglas positivas son susceptibles de interpretaciones variables dependientes de argumentos consecuencialistas y de principio (ibídem, p. 228; cfr. P. J. VAN DEN HOVEN, , “Clear cases: do they
exist?”, en International Journal for the Semiotics of Law, vol. III, núm. 7, 1990, pp. 55-ss.). Por
eso para él la distinción es imposible desde una perspectiva ontológica, aunque no desde la
pragmática del enjuiciamiento judicial (cfr. al respecto A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y
Positivismo Jurídico, C.E.C., Madrid, 1998, pp. 205-206).
20
Pues, para MacCormick, desde el punto de vista interno, el hecho de que jueces, funcionarios y algunos súbditos acepten la Regla de Reconocimiento de un sistema no es un “dato ciego”,
un “hecho bruto”, posee una importante significación jurídica respecto de la justificabilidad de las
decisiones jurisdiccionales (D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 63).
21
Cfr., G. CARCATERRA, “L´argomentazione nell´interpretazione giuridica”, en Atti dei Convegni Lincei. 135 Convegno Internazionale: Hermeneutica e Critica, Roma, 1998, pp. 135, 110-112, 123-124.
22
Corrobora enfáticamente F. ATRIA, “Legal reasoning and legal theory revisited”, Law
& Philosophy, vol.18, núm. 5. 1999b), p. 564.
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Aunando los problemas apuntados, el resultado sería más o menos el siguiente. El argumento silogístico es trivial si sólo concreta una justificación
interna conforme al Derecho, si se limita a afirmar que existe una norma de
Derecho que ampara la resolución23. En el momento en que trata de abandonar esa trivialidad para afirmar que existe una razón de fondo, una justificabilidad para la resolución revitaliza el argumento lógico-deductivo y abandona el pretendido estadio positivo de la descripción para inmiscuirse en el
estadio normativo de la metodología de la aplicación. Además, MacCormick reconoce que no todas las normas deben aplicarse literalmente a todos
los casos, sino que deben adecuarse a la valoración de las circunstancias y
consecuencias respecto del caso concreto. Y, a todo ello se añade que el silogismo se enfrenta al problema de la convertibilidad de todo caso fácil en difícil.
También es verdad que el peso de estas objeciones se aligera cuando,
dando un salto atrás, se recuerda que la pretensión de MacCormick no era
demostrar la capacidad solutiva y justificatoria sustantiva del silogismo deductivo respecto del caso. Sino afirmar que: uno, al menos respecto de los
casos fáciles cabe afirmar en ocasiones el razonamiento deductivo, lo que ya
supondría afirmar el razonamiento deductivo mismo. Dos, aun respecto de
los casos difíciles finalmente se sigue un razonamiento deductivo legal,
pues también la interpretación y la valoración soportan una deducción objetiva, aunque se precise un agregado de premisas resultantes de una interpretación guiada por el razonamiento práctico para alcanzar una “conclusión” legal24. Y, tres, el silogismo parte de los términos proposicionales de
descripción de las premisas normativas, no de las normas, para proponer un
abanico de soluciones posibles.
9. En cualquier caso, como decía, la justificación en el marco general de
las teorías de la argumentación y, en particular, en la de MacCormick no
23
Actuaría el silogismo ocultando que tras el razonamiento justificativo está el decisorio, (cfr. M. TARUFFO, “La giustificazione delle decisioni fondante su standards”. Materiali
per una storia della cultura giuridica, Giuffré, Milán, 1989, p. 155), y que el primero no determina al segundo, le da cobertura, porque “invocar las normas como fundamento de su decisión
no significa que tales elementos sean el factor fundamental de su decisión” (R. SEGURA ORTEGA, La Racionalidad Jurídica, Tecnos. Madrid, 1998, p. 104), es una “coartada de la lógica”
(A. SOETEMAN, Logic and Law. Remarks on logic and rationality in normative reasoning, especially in Law, Kluwer, 1989, p. 229).
24
Cfr. P. H. HALEWOOD, “Performance and pragmatism in constitutional interpretation”, The Canadian Journal of Law and Jurisprudence, vol. III, núm. 1, 1990, p. 94.
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atiende sólo a la racionalidad interna de la resolución, también exige un segundo nivel de justificación centrado en la razonabilidad, corrección material o justificación externa de la decisión.
10. La concepción neoinstitucional macCormickiana aboca la imagen de
un entramado normativo complejo que parte de la capacidad legislativa y
del hecho de la legislación y se continúa y desarrolla por el juez y sus enjuiciamientos, que recrean al Derecho en sus permanentes juicios de valor y
ponderación de las normas en relación con el caso concreto. Lo que lleva a
proponer al Derecho legislado y la actividad interpretativa y aplicativa como un todo integrado25. Así, comprender la teoría de la argumentación de
MacCormick exige entender su esfuerzo por integrar la concepción neoinstitucional sistémica y de conceptualización del Derecho y la metodología de
aplicación con la racionalidad discursiva de la decisión26.
La consciencia de esta dinámica jurídica es la que anima el objetivo de
corrección sustantiva de MacCormick. Más que nada, porque sabe que si logra racionalizar la materialización que exige la aplicación contribuirá a la racionalización y justificación del Derecho válido que es objeto de la teorización del Derecho.
Para ello oferta un modelo de racionalización de la decisión que vincula
su justificabilidad al standard de la “colectivización del razonamiento jurídico” y al substrato sociológico de los principios o razones de segundo grado
que justifican que la elección valorativa será fundamentada y universalizable. Con ello MacCormick pretende una forma de “objetividad hermenéutica” que garantice, aunque en el marco de la legalidad, la justificación política-jurídica de la decisión, su legitimidad. Tomando como punto de partida
que la racionalidad práctica del agente se vincula a los standards valorativos
de los que participa en función de su educación social, se posibilita una concepción hermenéutica conforme a la que los criterios de decisión y justificación se entrecruzan con una moral institucionalizada en un sistema de re25
Complementariamente, vid. M. ATIENZA, “Argumentación jurídica”, El Derecho y la
Justicia, Trotta, Madrid, 1996, p. 231-232
26
Cfr. J. A. GARCÍA AMADO, “Del método jurídico a las teorías de la argumentación”,
Anuario de Filosofía del Derecho, vol. III, 1986, p. 178. Así, sería reductivo creer que el esfuerzo
de MacCormick se refiere sólo la teoría de la argumentación; su objetivo es formular una teoría del Derecho completa en la que ocupa un puesto central la argumentación y la interpretación (cfr. A. SCHIAVELLO, “Neil MacCormick teorico del diritto e dell´argumentazione giuridica”, Analissi e Diritto, Génova, 1998, pp. 310, 314).
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glas y principios. Y, todo ello sirve a la caracterización de la racionalidad del
orden jurídico, el sistema legal y la adjudicación normativa por los órganos
jurisdiccionales.
11. Como la labor del juez, dice MacCormick, es la aplicación racional del
sistema normativo, subsistiendo su obligación de resolver conforme a Derecho aunque se encuentre ante un “caso difícil”27, es fundamental definir las
vías por las que discurrirá la argumentación judicial en tales casos difíciles.
Al adjetivar un caso de difícil (y ya se dijo que esto sucede potencialmente siempre) se “justifica” la introducción de los principios como normas
propias del sistema, pero también la formulación de distintos cánones procedimentales y argumentativos para adoptar la decisión –ya que el sumatorio de reglas y los principios no autorregula su aplicación–. Estas condiciones procedimentales conforman una “justificación de segundo orden”, un
test sobre “lo que tiene sentido en el mundo y en el contexto del sistema” al
definir un procedimiento racional ordenador y evaluativo de la relación entre las reglas y los principios que debe servir para alcanzar “una decisión racionalmente fundamentada”, una respuesta correcta para la controversia
pero conforme al sistema jurídico28. Y esto es importante. Porque permite
concebir la decisión en el marco del discurso de aplicación y no en el de fundamentación –garantizado por el procedimiento de racionalidad legislativa–, algo que separa a MacCormick, p.ej., de Alexy, a la par que dejaría expedita la puerta de la justificación racional de la decisión en el marco del
sistema de Derecho positivo.
La argumentación jurídica se constituye, también para MacCormick, como
un “caso especial” de la argumentación práctica en general29. Y, al respecto, reconoce que Habermas y Alexy le han convencido del vínculo entre la razón
práctica discursiva y el razonamiento jurídico. Por eso, a las condiciones argumentativas para la razonabilidad judicial se suman las del discurso legislativo
27
Como caracterización del “caso difícil”, A. PECZENICK, On Law and Reason, Kluwer,
1989, p. 372; A. AARNIO, The Rational as Reasonable. A treatise on Legal Justification, Reidel,
Dordrecht, 1987, p. 2; P. E. NAVARRO, “Sistema jurídico, casos difíciles y conocimiento del
Derecho”, Doxa, núm. 14, 1993, pp. 252-ss.
28
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit. pp., 103. Complementa, ibídem, pp. 13-18; también, íd., “Formal justice and the form of legal arguments”, Études de
Logique Juridique, vol. VI, Établissements Émile Bruylant, Bruxelles,1976, p., 104.
29
En el mismo sentido, vid. A. PECZENICK, On Law and Reason, op.cit., pp. 188-190; íd.,
“The passion for reason”. The Law in Philosophical Perspectives, Kluwer, 1999, p. 666.
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práctico racional30. Y, esto importa. Pues, de un lado, se concreta un modelo
que no arranca de una teoría general de la argumentación orientado a la fundamentación para luego descender al ámbito del discurso jurídico y la práctica
judicial, sino que parte de la práctica y del discurso judicial para definir al final
un modelo de justificación que sirve a sus pretensiones normativas y que traería su origen de la descripción. Aunque es cierto que este camino ascendente
ya presupone el discurso legislativo fundamentado en el modelo racional discursivo del Estado de Derecho democrático y protector de los derechos. Y, de
otro lado, se comprende mejor el sentido de la normatividad de la propuesta
macCormickiana. Pues, planteada la teoría de la argumentación en el marco de
las condiciones racionales del discurso político-legislativo, se da por garantizada una corrección jurídica mínima del Derecho positivo que permite mantener
el ideal de corrección en el marco del sistema jurídico pero, eso sí, vinculado a
la justificación racional que enturbiaría una propuesta de aplicación correcta
de una ley de un Derecho injusto31. Aunque, ciertamente, este planteamiento
también limita la efectividad de una teoría de la argumentación que quiera
mantenerse al margen de un racionalismo etnocéntrico al imponer sus reglas
de corrección como “la única moral correcta para los europeos medios... los esquimales, los habitantes de África central y los aborígenes!”32.
En cualquier caso, el rendimiento que MacCormick espera de su agregado de condiciones argumentativas y discursivas es alto. Pues, ansía tanto un
instrumento que excluya el conservadurismo del método interpretativo hermenéutico tradicional al incorporar y hacer públicas a través del discurso la
perspectiva crítica de la concepción standard del Derecho33, cuanto un proce30
Cfr., R. ALEXY, Teoría de la Argumentación Jurídica, op. cit., pp. 38-39, también, C.
ALARCON CABRERA, “Filosofía analítica y Lógica Jurídica”, Persona y Derecho, núm. 43,
2000, pp. 286-ss.
31
Está al respecto muy atinado Cabra Apalategui; cfr. J. M. CABRA APALATEGUI,
“Racionalidad y argumentación jurídica”, op. cit., pp. 175-177.
32
E. HILGENDORF, “Zur transzendentalpragmatischen Begründung von Diskursregeln”, Rechstheorie, núm. 27, 1995, p. 198. Evita la acusación Aarnio centrándose en una determinada forma de vida racional.
33
Muy interesante el análisis de Halewood y el enfrentamiento que propone entre a) la tesis de la “integridad” de Dworkin y la hermenéutica gadameriana de presupuestos tradicionales y conservadores de la interpretación del Derecho y b) la argumentación habermasiana y las
posibilidades críticas que ésta sustenta al identificar y expurgar las distorsiones ideológicas de
la “comunidad dialógica” (cfr. P. H. HALEWOOD, “Performance and pragmatism in constitutional interpretation”, op. cit., pp. 101-103; complementariamente, vid. S. SASTRE ARIZA,
Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, McGraw-Hill, Madrid, 1999, pp. 194-195).
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dimiento de justificación de la respuesta correcta como ideal regulativo que
limita la apelación a la intuición y el instinto34.
Aunque, eso sí, la respuesta correcta que propone normativamente tal
ideal regulativo debe entenderse en un sentido débil, no en el fuerte de la
“única” respuesta correcta que invoca, p.ej., Dworkin35. Pues, lo que MacCormick cree que se discute en el proceso interpretativo y de aplicación obstruyendo una solución definitiva son desacuerdos prácticos, no las razones
teóricas que vislumbra Dworkin36. El juez no ejerce una discrecionalidad débil, puede ser fuerte, pero debería someterse a las condiciones de segundo
grado que la volverían “menos fuerte”, aunque no débil37. No hay una única
respuesta correcta para el caso, sino varias posibilidades coyunturalmente
mejor justificadas conforme al sistema jurídico –por mucho que tras la resolución y por la especial naturaleza del proceso judicial la respuesta tenga carácter excluyente–. Por eso, debe abandonarse la dicotomía discrecionalidad
fuerte-débil y asumir la posición intermedia de un cierto condicionamiento
discrecional del juez, pero que no refiere una única respuesta correcta ni justificada completamente, sino justificada entre otras posibles38. Y, por eso, la
“razonabilidad” que debe caracterizar a la decisión y a la que sirve la teoría
de la argumentación tiene “contenido variable”, como señalaba Perelman en
Le Raisonnable et le Déraisonnable en Droit, y es un valor-función contextuali34
Vid. D. N. MACCORMICK, “Rethoric and the Rule of Law”, Recrafting the Rule of Law.
The Limits of Legal Order, Hart Publishing, Oxford, 1999, p. 170.
35
En la misma línea, vid. R. ALEXY, “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica”, Doxa, núm. 5, 1988, p. 151; complementariamente vid. A. PECZENICK, On Law and Reason, op.cit., p. 312.
36
Los “desacuerdos... prácticos se mantienen después de que todos los posibles desacuerdos especulativos hayan sido resueltos” (D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 258). Por eso, es falso que al carácter práctico de los desacuerdos se superponga su solución especulativa posibilitándose la función hiperracional de Hércules y la
discrecionalidad judicial débil (vid. R. DWORKIN, “A reply”. Ronald Dworkin and Contemporary Jurisprudence, Duckworth, 1984, p. 280). El desacuerdo especulativo se solventa con la argumentación y especificación de las condiciones de la elección, pero sin ofrecer una solución
práctica conclusiva y única (D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit,
p., 247-251)
37
Complementariamente vid. H. L. A. HART, “Comment”. Issues in Contemporary Legal
Philosophy, Clarendon Press, Oxford, 1987, pp. 36-40.
38
Al respecto, vid. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp.
252-254. Complementariamente, vid. J. A. GARCÍA AMADO, “Debate: Las Razones del Derecho”, A.F.D., Vol. IX, 1992, p. 477.
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zado del juicio que depende del standard que afirman los principios operativos y las reglas de conducta de ciudadanos y jueces39. Es decir, que la razón
práctica depende de su sentido histórico y social y de las circunstancias temporales y espaciales, refiriendo la ponderación de lo razonable al caso en el
ámbito particular en que actúe. Aunque, destaca MacCormick, al apelar a la
ponderación valorativa razonable de los distintos factores y argumentos no
se invoca la arbitrariedad extrapositiva; esto sería confundir la parte con el
todo. La valoración existe sea cual sea el método de descripción de la argumentación. Es verdad que la exigencia de sopesar distintos argumentos es
metafórica; no cabe pesar los argumentos físicamente. Pero, sería igualmente cierto que puede definirse una instancia reglada y procedimental que defina los márgenes sistémicos en los que puede justificarse esa ponderación40.
12. La justificabilidad de la decisión depende de la razonabilidad del
procedimiento para adoptarla. La propuesta neoinstitucionalista de justificación de MacCormick conjuga diversas condiciones –universabilidad, coherencia, consecuencialismo, consistencia– que definen una teoría descriptiva y normativa en sentido débil y que media entre la ultrarracionalista única
respuesta verdadera, el irracionalismo y el escepticismo.
La justificación de segundo nivel de MacCormick gira en torno al principio de la justicia formal que exige juzgar de modo similar los casos iguales y
de forma distinta los diferentes. Este principio se cualifica en la condición de
“universabilidad”, conforme a la que toda decisión debe proponer una regulación que, siquiera modestamente, sea general, esto es que, aun atendiendo a las características de la controversia, sea universalizable41. Sería
una forma de “justicia natural” la que, para MacCormick, justifica a la justicia formal. Pues ésta, por su contenido, ya expresaría que la decisión legal se
basa en principios cuya aceptabilidad y coherencia respecto de la naturaleza
genérica del caso han sido comprobadas rigurosamente. Por eso, el “contenido” de la justicia formal se proyecta en dos dimensiones: una material,
que exige que la solución del caso responda a argumentos de principio co39
Cfr. D. N. MACCORMICK, “The limits of rationality”, op. cit., p., 203; complementariamente, íd., “On reasonableness”, op. cit., p. 132.
40
Complementariamente, D. N. MACCORMICK, “Razonabilidad y objetividad”. Revista de Ciencias Sociales, Valparaíso, núm. 45. 2000, p. 435, tmb. “On reasonableness”, op. cit.,
pp. 145-ss.
41
Vid. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 86 y “On the
interpretation and understanding of Case-Law”, ARSP, vol. III, 1988, pp. 138-142.
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herentes y jurídica y sistémicamente consistentes respecto de los casos similares dadas sus consecuencias. Y, una dimensión, derivada de la anterior, de
justicia procedimental. Como en el proceso de decisión se elucidan los mejores argumentos para resolver de forma práctica la controversia, debe garantizarse la posición discursiva de las partes, esto es, la igual oportunidad de
las partes para presentar y sostener sus argumentos ante el juez42.
Uno de los efectos de la condición de universabilidad actúa sobre la
doctrina del precedente. Pues, si una decisión es universalizable, parece que
toda decisión posterior respecto de un caso similar debería responder al precedente genérico que constituye.
MacCormick lo reconoce, afirmando la obligación prima-facie de decidir el
caso consistentemente con decisiones anteriores sobre supuestos similares, y las
funciones de unificación y de explicitación de la coherencia sistémica a las que
sirven los precedentes y que potencian “la integridad global del Estado como garante de un único sistema legal”43. Sin embargo, esto no significa que el precedente sea fuente inexcusable de Derecho44. Pues, igual que el juez debe resolver
en el presente sobre los presupuestos adoptados en el pasado en casos afines y
los que hayan de servir en el futuro45, debe apartarse de ellos si se dan razones de
peso, aunque los casos sean similares. Esas razones de peso apelan a la condición
de equidad –consideración de las circunstancias específicas del caso y búsqueda
de la justicia de la resolución respecto de la situación particular– aparentemente
contraria a la justicia formal. Aunque hay que entender rectamente a un MacCormick que rechaza soluciones conformadas a la justicia del caso si con ello se
42
Tales condiciones se concretarían básicamente en “el derecho a ser oído y al debido
proceso, derecho a la representación ante los tribunales administrativos y derecho al enjuiciamiento por un juez no mediatizado” (D. N. MACCORMICK, “Formal justice and the form of
legal arguments”, op. cit., p. 116); actuando complementariamente las condiciones de la argumentación práctica diseñadas por Habermas y catalogadas por Alexy, como MacCormick reconoce.
43
D. N. MACCORMICK, “Formal justice and the form of legal arguments”, op.cit., pp.
103-ss., 113-118; íd., Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp. 72-ss.; cfr. también D. N.
MACCORMICK.; R. S. SUMMERS, “Further general reflections”, Interpreting Precedentes. A
Comparative Study. Darmouth, 1997, p. 1 y D. N. MACCORMICK, L. MORAWSKI, A. RUIZ
MIGUEL, Z. BANKOWSKI, “Rationales for precedent”. Interpreting Precedentes, Darmouth,
1997, pp. 486-487.
44
Vid. D. N. MACCORMICK, “Precedent as a source of Law”, ARSP, núm. 69, 1998, pp. 177-ss.
45
Vid. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 99, en el mismo
sentido, C. PERELMAN, Logique Juridique. Nouvelle Réthorique, Dalloz, Paris, 1976, pp. 160-161.
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conculcan las reglas, los principios y los precedentes, y sólo acepta la equidad como justicia del caso concreto que se conforma a Derecho y representa la justicia
posible de todos los casos del tipo genérico de supuestos concretos que exigen
un trato particular46. Esto es, una equidad que sólo actúa sobre la generalidad de
la norma, no frente a la universabilidad o justicia formal y que, por tanto, lejos de
vulnerar la justicia formal constituiría su mayor y mejor prueba47.
Pero, ¿dónde se establecen los límites de la discrecionalidad valorativa
del juez acerca de si seguir o no el precedente? En las condiciones de coherencia, consistencia y consecuencia que son las que ultiman el sentido de la
universabilidad.
13. Ya se dijo que la condición de coherencia conforma un dogma central de la concepción iuspositivista. Pero un dogma incómodo. Porque al no
condicionar la validez ni por el contenido de las normas, ni por cómo se valore, resulta que, al final, se autolimita extremadamente aquella coherencia
iuspositiva hasta convertirse en una condición formal, especulativa y lógica
del ordenamiento jurídico.
La concepción positivista neoinstitucionalista respeta sólo en parte la
noción de coherencia formal o imposible contradicción de las categorías de
validez impuestas sistémicamente. Su pretensión es más ambiciosa y
orienta la coherencia a la corrección que apela a standards axiológicos y
principialistas. Lo que se propone, de un lado, es convertir a la coherencia
material en una dimensión fundamental no sólo de la resolución en rela46
La idea es que el encorsetamiento que impone la justicia formal en categorías genéricas poco sutiles y ajenas a circunstancias relevantes genera desigualdad e injusticia. Por eso,
Perelman reconoce la equidad aunque, como MacCormick, incorporándola a los requisitos
de la justicia formal y de la legalidad a través de la que se expresa (cfr., R. A. WASSERSTROM, The Judicial Decision. Toward a Theory of Legal Justification, op. cit., pp., 89-ss., D. N.
MACCORMICK, “Formal justice and the form of legal arguments”, op. cit., p. 111, Id., Legal
Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp. 75, 97, C. PERELMAN, The Idea of Justice and the Problem of Argument, Routledge & Kegan, London, 1977, pp.29-ss). Y, por eso se puede y se deben introducir excepciones a la regla positiva instrumentadas en un procedimiento de equidad y que tratarán de preservar la justicia de la resolución si el juez considera que la ley es
injusta respecto del caso, siempre que la solución que se ofrezca sea sistémicamente universalizable (vid. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning…, op. cit., pp., 98-99, íd., “Formal justice
and the form of legal arguments”, op. cit., págs, 111-112).
47
Complementa D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pág,, 98.
Pues, “los ‘méritos’ de un caso individual son los méritos del tipo de casos al que pertenece el
elenco de casos individuales” (ibídem, p. 111), perfeccionándose los requisitos de la legalidad
positivizada (C. PERELMAN, The Idea of Justice and the Problem of Argument, ob cit., pp., 35-36).
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ción con el ordenamiento, sino del ordenamiento mismo. Y, de otro lado,
cuestionar la contrafáctica distinción kelseniana sistema estático/dinámico48.
Para entender la propuesta debe partirse de contemplar el sistema jurídico en el doble nivel legislativo y judicial como un sistema de razón práctica. Por ello, la coherencia puede exigir que ese sistema actúe y se entienda
conformado a un conjunto de principios y valores que afirman estados de
cosas legítimos, valiosos, deseables, a “una estructura ordenada jerárquicamente de reglas y principios de conducta que perduren en el tiempo y sean
universalizables... un orden racional frente a un caos de propósitos particulares”49.
Visto más cercanamente. Sobre la coherencia legislativa aclara MacCormick50 que lo dicho no implica un condicionamiento real (clasificatorio) de
la validez –separándose de Alexy– contrario a la definición positivista del
Derecho. Sólo impone un reclamo para entender al sistema ordenado como si
todas las proposiciones adquiriesen inteligibilidad respecto del conjunto.
Pero sin imponer un criterio sustantivo de corrección acerca del orden material del sistema jurídico. Respecto de la actividad judicial, la coherencia pide
contemplar el Derecho dinámicamente, pero no en sentido kelseniano, sino
como un conjunto que posibilita un standard interpretativo que integra la solución y la argumentación judicial que la sustenta explicitando un cierto valor sistémico o una determinada línea política de acción51, lo que convertiría
a la coherencia en una condición básica de la justicia formal y material del
48
Pues la consistencia material que Kelsen considera un problema pragmático, pero no
de definición lógica de la validez sistémica, se convierte en un aspecto central de la validez
neoinstitucionalista, vinculada definicionalmente a la coherencia material entre normas (reglas, principios y otros standards valorativos) a partir de una definición dinámica y nunca definitivamente cerrada del concepto de validez (cfr. O. WEINBERGER, “The theory of legal
dynamics reconsidered”, Ratio Iuris, vol. 4, núm. 1, 1991, pp. 18-ss.).
49
D. N. MACCORMICK, “Coherence in legal justification”, en Theorie der Normen,
Duncker & Humbolt, 1984, p. 41.
50
Vid. ibídem, pp.46-ss.
51
Aunque la coherencia sistémica “no se refiere a la ‘bondad’ de los principios en los
que tienen que encajar las reglas positivas y las decisiones judiciales… no es un standard cualificado para estimar la bondad de los valores sistémicos” (A. SCHIAVELLO, “On ‘Coherence’ and ‘Law’”, Ratio Iuris, vol. 14, núm. 2, 2001, p. 237) (complementariamente vid. R.
ALEXY; A. PECZENICK, “The concept of coherence and its significance for discursive rationality”, Ratio Iuris, num. 3, vol. 1(bis), 1990, p. 145).
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sistema jurídico52. Como el objetivo es que la decisión se integre coherentemente en el ordenamiento jurídico, la coherencia judicial demuestra su doble dimensión narrativa: de los hechos a considerar como jurídicos, y normativa, adecuación sistémica de la normatividad de la solución.
La “coherencia narrativa” exige “la justificación del hallazgo de los hechos y la delimitación de inferencias razonables” cuando las pruebas directas de observación no son posibles y el juez debe escrutar las evidencias circunstanciales a través de un test de probabilidad –por lo que sus problemas
básicos son de prueba y clasificación–. La “coherencia normativa” o sistémica, sin embargo, trata de dar cuenta de “la justificación de las reglas legales
o las proposiciones normativas... en el contexto de un sistema legal concebido como un orden normativo”53. Esta coherencia normativa refiere un proceso sincrónico que reclama una interpretación actualizadora de la legalidad
conforme a “un proceso de desarrollo histórico de las doctrinas o principios
legales”54, y su resultado se concreta internamente conforme a los hechos
enjuiciados, y los enjuiciados en el pasado, conformando el sentido de la interpretación y de los principios que actuarán en el presente. Por eso se puede afirmar que la coherencia normativa sincrónica se complementa con, porque representa, una forma de coherencia narrativa diacrónica55. Esta
complementariedad constituye, en realidad, una condición de la justicia formal a la que la coherencia viene a dar sentido y proyección material56.
52
La coherencia es ahora una condición de la justicia formal que exige “una racionalidad común en el tratamiento legal de los miembros de toda la comunidad… Las mismas normas… deben ser aplicadas de acuerdo con una comprensión común y determinada de los
principios que subyacen a las mismas” (D. N. MACCORMICK, “Time, narratives, and Law”,
ARSP, núm. 64, 1995, p. 121). Por eso, una argumentación ad hoc, ajena a la idea de un sistema coherente de normas y valores es... injusta (D. N. MACCORMICK, “Coherence in legal
justification” op. cit., p. 243; íd., “Formal justice and the form of legal arguments”, op. cit., p.
118; íd., “Rethoric and the Rule of Law”, op. cit., pp. 171-172, A. PECZENICK, “The passion
for reason”, op. cit., pp. 210-ss., R. ALEXY; A. PECZENICK, “The concept of coherence and
its significance for discursive rationality”, op. cit., p. 143).
53
D. N. MACCORMICK, “On reasonableness”, op. cit., pp. 118-ss.
54
D. N. MACCORMICK, “Time, narratives, and Law”, en ARSP, núm. 64, 1995, p. 123.
55
Cfr., D. N. MACCORMICK, “Coherence in legal justification”, op. cit. p. 53; D. N.
MACCORMICK, “Time, narratives, and Law”, op. cit., 122-123.
56
Destaca bien Dunné la imprescindible complementariedad entre coherencia normativa y narrativa: es fundamental comprender que los hechos se configuran a efectos jurídicos
por normas y que, atendiendo al sentido hermenéutico de la precomprensión, las normas son
delimitadas por los hechos, integrándose las coherencias narrativa y normativa recíprocamente.
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Pero, aquí me interesa destacadamente la “coherencia normativa”, que
posee un inicial sentido descriptivo, pero también el carácter normativo que
le imprime que la moderna racionalidad legal conciba la normatividad jurídica en términos sistémicos. Así, el Derecho constituye un sistema normativo institucional que sigue un “ideal regulativo” para el que la “coherencia”
expresa normativamente “cómo modificar la base del Derecho para producir… un nuevo Derecho”57.
La condición de “coherencia normativa” de la decisión con el resto del
sistema exige “que una decisión está respaldada por principios relevantes
del sistema… que pueden derivarse por extrapolación analógica del sistema
legal”58. Con lo que se destaca la imbricación de la coherencia del sistema
con el “equilibrio reflexivo”59 que anima la resolución y que expresa el reajuste sistémico fomentado por los principios en relación con los hechos60.
Sin embargo, dice Raz en “The relevance of coherence” que “la coherencia es inconsistente con el carácter autoritativo de la ley”. Y que, “no hay razón para esperar que el Derecho sea coherente”. El maremagum normativo
es el resultado contingente, temporal y conflictivo de pasadas y presentes
ambiciones políticas e intereses inconfesados, por lo que carece de un sentido racional concebido como un conjunto. La apelación a la coherencia, así,
56
Por eso, lo que inicialmente es presentado como elementos diferentes, hechos y normas,
termina vinculándose en la relación recíprocamente constitutiva entre coherencia narrativa y
normativa (cfr. , J. M. VAN DUNNÉ “Normative and narrative coherence in legal decision
making”, ARSP, vol. 69, 1998, pp. 196-ss., 205; en similar sentido, vid. B. C. ROERMUND,
“On ‘narrative coherence’ in legal contexts”, ARSP, 1988, pp. 159-160).
57
K. KRESS, “Coherence”, A Companion to Philosophy of Law and Legal Theory, Blackwell
Companions to Philosophy, Oxford, 1999, p. 539.
58
D. N. MACCORMICK, D.N., “Coherence in legal justification”, op. cit., p. 137.
La aplicación analógica se posibilita por los principios y gracias a la coherencia, integrándose un nuevo Derecho en el existente. Esto impide una clara distinción entre razonamientos
analógico y por principios (cfr. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op.
cit., pp. 106-107, 149, 153, 155-ss.).
59
Complementa, A. PECZENICK, “The passion for reason”, op. cit, pp. 190-193. Sobre
la difícil relación entre el equilibrio reflexivo y la vaguedad y textura abierta del lenguaje y
cómo esto obstaculiza la coherencia o hallazgo de los criterios normativos y valorativos adecuados al sistema, cfr. R. ALEXY, A. PECZENICK, A., “The concept of coherence and its significance for discursive rationality”, op. cit., p. 145, A. PECZENICK, A., On Law and Reason,
op. cit., p. 188.
60
Cfr. D. N. MACCORMICK, “Time, narratives, and Law”, op. cit., pp. 121-122, también. J. R. CAPELLA, Elementos de Análisis Jurídico, Trotta, Madrid, 1999, pp. 126-ss, 38-ss.
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no aporta nada ni al conocimiento ni al funcionamiento del Derecho. Además de que, concebida desde una perspectiva material, la coherencia exhala
antipluralismo –pues el pluralismo excluiría la “coherencia global” y tradicional del conjunto normativo vindicando la controversia–.
Pero Raz se equivoca, dice Alexy, al no saber aplicar una teoría de los
principios a la teoría de la coherencia. De haber sabido habría contemplado
la coherencia en relación con la corrección, comprehensividad y la visión
pragmática y contextualizada que sustenta la hermenéutica. Pues, frente a la
idea de que no hay reglas suficientemente rigurosas para sopesar los principios, se descubren criterios racionales de ponderación, aunque no ofrezcan
un cálculo exacto, impliquen elementos valorativos y se encaucen conforme
a los criterios del procedimiento del discurso racional61 (lo que le haría entender, a su vez, que la coherencia no es antipluralista).
Los principios que animan la coherencia normativa del neoinstitucionalismo macCormickiano son normas generales que conforman lo que los jueces denominan el “sentido común”, los standards de valores que delimitan la
materia en cuestión62. Y, sus funciones son tres: explicativa de las reglas en
un contexto, justificatoria de las reglas y decisiones, y racionalizadora de las
reglas positivas, al mostrarlas como conjuntos de mandatos comunitariamente compartidos orientados a la consecución de cierto fin y valor, y no como conjuntos arbitrarios de mandatos63. Como su finalidad es racionalizar el
sistema, los principios sirven de fundamento de coherencia del ordenamiento, aunque no ofrezcan un canon objetivo de bondad de los valores sistémicos64. Justificándose su introducción por la insuficiencia material lógica-subsuntiva frente a los casos difíciles y también los fáciles.
61
Vid. R. ALEXY, “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica”, op. cit., pp. 44-49.
Los principios “en parte los encontramos, y en parte los elaboramos. Los encontramos
porque los jueces y la doctrina precedentes han expuesto amplios informes sobre normas generales que dan sentido al conjunto de normas interrelacionadas y precedentes. ‘Dar sentido’
es demostrar que se promueve cierto valor por la adhesión a las normas en cuestión. Los elaboramos al intentar comprender las normas y precedentes que afrontamos... dándoles más
valor de acuerdo con su número y utilidad” (D. N. MACCORMICK, “Coherence in legal justification”, op. cit., p. 137).
63
Cfr. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp. 152-153, 156157; complementariamente, vid. H. VAN EIKEMA HOMMES, “Positive Law and material-legal principles”, ARSP, vol. LXX, núm. 2, 1984, p. 158.
64
En este mismo sentido, vid. A. SCHIAVELLO, “On ‘Coherence’ and ‘Law’”, op. cit.,
pp. 239-240.
62
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Pero, creo, esto plantea un llamativo problema: aceptar que las reglas
positivas son insuficientes justifica positivamente nada. Y, si ante tal insuficiencia positiva se apela al mismo sistema ya racionalizado no se ve de dónde cae esa racionalización.
Hay que atender, pues, escrupulosamente a MacCormick. Lo que él reclama es una racionalización normativa fiel a criterios implícitos en la legalidad65, definiéndose una especie de circularidad dinámica entre reglas y
principios66. Aquí la relación entre la teoría argumentativa y la ontología jurídica que sostiene el neoinstitucionalismo de MacCormick es fundamental,
pues se vincula la argumentación a la definición dinámica del Derecho conceptualizado como válido. Así, el contenido de las reglas limitaría el abanico
de razones de principio aducibles razonablemente como explicativas de esas
reglas67 y la coherencia diría que los principios resultantes del sentido institucional de las reglas especifican el contenido de éstas al racionalizarlas68.
De este modo, al final, la reglas sirven para identificar y concretar unos principios que, a la vez, son las vías de adquisición de sentido y racionalización
de aquéllas. Peczenick reconoce este planteamiento sistémico circular entre
reglas y principios de la coherencia, y asume que su única solución es un
“regreso infinito”. Por eso cree que quien como él, incluyo aquí a MacCormick, sostenga la coherencia normativa intrasistémica debe aceptar la valiosa circularidad que resulta de un complejo de círculos que definen la red del
sistema otorgándole sentido.
65
Y no a un argumento iusnaturalista libremente seleccionado por el juez (cfr. D. N.
MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 166), ni a la devoción a fuentes
extrañas, p.ej., el Derecho romano, pues sin reconocimiento sistémico previo, su introducción
directa supondría inaceptable ejercicio de “legislación judicial” (ibídem, 165) (complementariamente, cap. 9, pp. 238-239, R. DWORKIN, Taking Rights Seriously, Duckworth, London,
1977, pp. 40, 112, tmb., B. S. JACKSON, Making Sense in Jurisprudence, Deborah Charles, Liverpool, 1996, pp. 263-271).
66
Problematiza para Marmor esta circularidad la dificultad para saber por qué las intuiciones morales sobre los principios sirven para sustentar el equilibrio reflexivo y la coherencia a la que apuntan; cfr. A. MARMOR, “Coherence, holism, and interpretation: The epistemic foundations of Dworkin´s legal theory”, Law & Philosophy, vol. 10, núm. 4, 1991, p. 388.
67
En este mismo sentido y complementariamente vid. D. N. MACCORMICK, “Rethoric
and the Rule of Law”, en Recrafting the Rule of Law. The Limits of Legal Order, Hart Publishing,
Oxford, 1999, pp. 171-172.
68
Complementariamente, vid. G. PINO, “Coerenza e verità nell´argumentazione giuridica. Alcuni reflessioni” Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, vol. LXXV núm. 1, 1998,
pp. 109-ss.
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Pero, el problema planteado aún se agrava al preguntarnos cómo puede
darse una particular racionalización de las reglas a la luz de ciertos principios que es contraria a otras “racionalizaciones” sustentadas en otros principios posibles y justificables conforme a las mismas reglas –obstáculo nuevamente relacionado con la cuestión de los límites materiales o de contenido
de los principios69 y la discrecionalidad judicial–.
Aquí la salida macCormickiana es el planteo hermenéutico. Los principios deben responder a lo que se considera la vida buena en nuestra comunidad y a la experiencia acerca de los cauces más adecuados para alcanzar
los bienes correspondientes. ¿Qué significa esto en el marco de conflictividad que caracteriza al Derecho? y ¿qué hay o qué queda de la seguridad jurídica frente a la arbitrariedad judicial?
MacCormick apela a una razonable tranquilidad. Que el standard de valoración hermenéutico que sirve a la coherencia dependa mucho de las concepciones particulares del juez no vulnera la seguridad jurídica. Pues, aunque ésta exige afirmar la legalidad, también, reclama cláusulas de
razonabilidad ponderativa interpretativas para evitar el manifiesto irracionalismo del formalismo positivista70. Esa razonabilidad parte del juicio de “la
persona razonable” guiada por la “virtud de la prudencia”71; un observador
imparcial que evalúa argumentos fácticos y jurídicos conforme al sistema de
69
Reconoce el neoinstitucionalismo el problema: se llega a un punto en la interpretación
en el que pueden coexistir alternativas que dependen de “preferencias o intuiciones morales,
generándose un estadio extra-racional más que una deliberación propia al discurso práctico
mismo” (D. N. MACCORMICK, ; O. WEINBERGER, “Introduction” a An Institutional Theory
of Law. New Approcches to Legal Positivism, Reidel, Kluwer, 1986, p. 240). En ese punto la solución depende de una “decisión apasionada” del juez –Schiavello destaca que la coherencia
macCormickiana se vincula a la “tesis de la indeterminación” (A. SCHIAVELLO, “On ‘Coherence’ and ‘Law’”, Ratio Iuris, vol. 14, núm. 2, 2001, p. 238)–. Pues, la “coherencia” a la que
apela depende de una cuestión de grado (tmb. cfr. R. ALEXY; A. PECZENICK, “The concept
of coherence and its significance for discursive rationality”, Ratio Iuri, núm.. 3. vol. 1(bis),
1990, p., 145) que requiere sopesar permanentemente argumentos incompatibles y los principios sobre los que tratan de asentarse imposibilitándose una única respuesta (cfr. íd., A. PECZENICK, On Law and Reason, op. cit., p. 188; vid. también R. ALEXY, “La idea de una teoría
procesal de la argumentación jurídica”, en E. GARZON VALDÉS (comp.), Derecho y Filosofía,
Alfa, Barcelona. 1985, p. 164). Así, “(l)a verdadera dificultad de la coherencia es que no existen reglas definitivas para afirmar que un argumento es más coherente que otro” (A. SCHIAVELLO, “On ‘Coherence’ and ‘Law’”, op. cit., p. 237).
70
Cfr. D. N. MACCORMICK, “Rethoric and the Rule of Law”, op. cit., pp. 165-ss.
71
D. N. MACCORMICK, Razonabilidad y objetividad”, op. cit., p. 405.
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Derecho y que encarna nuestro permanente esfuerzo por encontrar un punto común de juicio intersubjetivo, “objetivado” respecto del contexto social
de referencia y capaz de armonizar, gracias a la imparcialidad de juicio72, las
conflictivas evaluaciones subjetivas y afectivas. MacCormick ha perfeccionado progresivamente73 ese espectador imparcial que habita en su persona
razonable reconduciéndolo a la “situación ideal de Habermas”.
Pero, y aunque esto me parece alentador, no debe olvidarse el desajuste
entre el planteo teórico y la adopción de decisiones valorativas en la situación concreta. Aunque es verdad, a la vista las condiciones argumentativas
de MacCormick, que su interés mayor respecto de la aceptabilidad y justificabilidad racional de la decisión no se centra tanto en la consecución del
consenso, problemático en su dimensión fáctica y en su formulación ideal,
cuanto en proponer ese consenso de forma mediata, como resultado de la
búsqueda de un equilibrio entre exigencias contrapuestas y posibles respecto del sistema74.
Frente al argumento dworkiniano y el hermenéutico de Esser, pretenciosos de ordenaciones morales tradicionales y comunitarias75, MacCormick
trata de reconducir los principios al sistema iuspositivo –dando sentido a su
visión neoinstitucional compleja–, tanto por su origen cuanto por su finalidad de racionalización en clave sistémica, desapareciendo la diferencia ontológica entre reglas y principios76. Pero, si la solución trata de alejarse de la
objeción de extrasistematicidad, debe afinarse el significado de la sistemati72
La “apelación a un espectador ideal imparcial o al hombre razonable expresa nuestro
deseo de hallar criterios morales comunes de juicio que poseen al menos validez inter-subjetiva… dentro de un marco social dado” (D. N. MACCORMICK, “On reasonableness” op. cit.
p., 153).
73
P.ej, vid. D. N. MACCORMICK, “Rethoric and the Rule of Law”, op. cit., pp. 169-ss.
74
En este sentido, señala Atienza que “la estrategia a seguir para hacer operativo el criterio del consenso ideal o ficticio en relación con las decisiones jurídicas razonables tendría
que ser la de buscar puntos de acuerdo entre las diversas argumentaciones que tratan de fundamentar decisiones aceptables” (M. ATIENZA, “Para una razonable definición de ‘razonable’” , Doxa, núm. 5, 1987, p. 199).
75
J. ESSER, Principio y Norma en la Elaboración Jurisprudencial del Derecho Privado, trad.
De E. Valentín Fiol, Bosch, Barcelona, 1961, pp. 14-15, 52-ss.; también, cfr. K. LARENZ, Metodología de la Ciencia del Derecho, trad. de M. Rodríguez Molinero, Ariel, Barcelona, 1994, pp.
147-151, R. DWORKIN, Taking Rights Seriously, op. cit., pp. 320, 351-352; íd., “A reply” en
VV.AA., Ronald Dworkin and Contemporary Jurisprudence, op. cit., pp. 36-ss.
76
Complementariamente al respecto, vid. G. PINO, “Coerenza e verità nell´argumentazione giuridica. Alcuni reflessioni”, op. cit., pp. 111-ss.
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cidad de los principios para evitar la acusación de la legislación judicial extra o contra legem que puede ganar sentido, como Weinberger reconoce, porque el neoinstitucionalismo positivista puede debilitar, incluso negar la
regla positiva si el caso no está específicamente regulado, si el cambio parece coherente con algún principio legislativo, o si se cree que la ratio de la regla positiva ha cambiado a la luz del entramado sustantivo institucional77.
Por eso, entender en qué sentido rechaza MacCormick la capacidad legislativa del juez es fundamental. Y, al respecto, uno, propone evitar la problemática terminología de la expresión “poder legislativo de los jueces” para atender al fondo del asunto. Es entonces cuando se descubre que las
decisiones judiciales justificadas sólo explicitan lo ya implícito en el Derecho
pre-existente78. Pero, sin olvidar que “el Derecho cambia un momento después de que un ‘caso relevante’ es resuelto respecto de lo que era un momento antes; y en este sentido existe una importante similitus entre el proceso legislativo y el judicial”79, aunque se diferencien. Y, dos, introduce
MacCormick las condiciones argumentativas consecuencialista y de consistencia a fin de limitar el exceso discrecional que posibilitaría la coherencia.
14. El consecuencialismo atiende a las repercusiones de las decisiones
judiciales, exigiendo que tengan sentido en el mundo real, y reincide en la
caracterización del razonamiento jurídico como un “caso especial” del razonamiento práctico general para “considerar las consecuencias de establecer... otros tipos de decisión que podrían darse en otros casos hipotéticos posibles y que caerían dentro de los términos de la regulación”80. Por eso, la
condición consecuencialista respondería a la justicia formal, aunque adecuándola a la exigencia de la justicia material del caso concreto, pues selecciona las consecuencias más apropiadas de la legislación genérica. Pero sin
apelar a la valoración de las consecuencias de la decisión respecto de las
partes y su situación existencial81. P.ej., Donoghe vs. Stevenson responsabiliza
77
Cfr. O. WEINBERGER, “Neo-institutionalism: my views on the Philosophy of Law”
en VVAA, The Law in Philosophical Perspectives, Kluwer, 1999, pp. 248-250.
78
Cfr. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp., 181-ss.; C.
PERELMAN, Justice, Law, and Argument. Essays on Moral and Legal Reasoning, Reidel, Kluwer,
núm. 142, 1980, p. 37; D. N. MACCORMICK, H.L.A.Hart, Stanford University Press, Stanford, 1981, p. 113.
79
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legak Theory, op. cit., p. 188.
80
Ibídem, p. 105. Cfr. íd., “Formal justice and the form of legal arguments”, op. cit., 108,
íd., “Coherence in legal justification”, op. cit., p. 138.
81
Vid. íd., Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., pp., 149-150.
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al panadero que vende pan que contiene arsénico atendiendo a la repercusión de la generalización de tal solución en otros casos hipotéticos.
Pero, con este planteamiento, me temo, reaparece el obstáculo del subjetivismo valorativo. Pues los contenidos consecuencialistas, que tratan de corregir el encauzamiento de la coherencia, resultan de la síntesis de consideraciones de valor como la justicia, las directrices, el beneficio público y la
conveniencia, “atribuyendo valor a éste o aquel principio en juego, decidiendo cuál ha de tener prioridad en una situación como la actual”82.
Sin embargo, MacCormick no acepta la objeción. El consecuencialismo no
conlleva ni el subjetivismo de una equidad rala, ni afirmar una doctrina fuerte del
precedente83, ni una argumentación asentada en un único criterio “hedonista”
que sostenga un “utilitarismo ideal” y radicalizado. Su marco no es tan amplio
como puede aparentar. Porque no indaga en principios relacionados con propósitos o fines particulares, sino en los valores sostenidos por la observancia general
de reglas y principios. Y se aparta de una forma simple de utilitarismo para asistirse de un modelo de utilidad que atiende a las “consecuencias lógicas”, a “las
consecuencias como implicaciones, más que a las consecuencias de comportamiento derivados de la decisión u otra más amplia gama de resultados posibles”84. Se trata de una evaluación de los méritos y deméritos de la posible decisión para el caso presente respecto de otros casos y circunstancias similares a las
hoy controvertidas sirviendo a la generalización de la argumentación y la universalización de las proposiciones85. Por eso establece como preferible la regulación
que se considera mejor de todas atendiendo a la “suma de evaluaciones acumuladas o en competencia en relación con un número de criterios de valor…”86, con
82
Vid. D. N., MACCORMICK, “Coherence in legal justification”, op. cit., pp. 137-138.
Así, “el principio de que un precedente autoritativo debe abandonarse si parte de
principios sociales ya superados o concepciones económicas legalmente abandonadas o no
especialmente protegidas” (ibídem, p. 137).
84
Íd., “The limits of rationality in legal reasoning”, An Institutional Theory of Law. New
Approcches to Legal Positivism, Reidel. Kluwer, 1986, p. 204.
Se trata de un tipo de consecuencias jurídicas conforme a las que “(m)ás que la predicción
de cuál sería la conducta que probablemente la norma inducirá o desanimará, interesa contestar a la pregunta de qué tipo de conducta autorizaría o prohibiría la norma establecida en
la decisión; en otras palabras, los argumentos consecuencialistas son, en general, hipotéticos,
pero no probabilistas” (M. ATIENZA, Las Razones del Derecho, op. cit, p. 151).
85
Cfr. D. N. MACCORMICK, “Formal justice and the form of legal arguments”, op. cit.,
p. 108, íd., Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., 117-119.
86
Íd., Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 115.
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lo que se apartaría de una versión utilitarista simplista y arbitraria en favor
de una versión ideal utilitarista.
Ahora bien, ¿cómo pueden estas “limitaciones” valorativas frenar la
discrecionalidad de las consideraciones de justicia, utilidad, sentido común,
beneficio público...? MacCormick no responde a esto, lo que deja indemne
un problemático diseño circular: el consecuencialismo especifica sus finalidades adecuadas porque son adecuadas a sus finalidades. Pero, entonces,
ese consecuencialismo no basta para frenar la arbitrariedad que puede animar el principialismo coherentista. Pues al dejar abierta la valoración de las
consecuencias de la decisión particular87 se autoincapacitaría para limitar la
evaluación judicial principialista. Y es que, “al elegir entre las consecuencias
previsibles de las decisiones se está operando con juicios de probabilidad
que no son ni auténticos juicios de probabilidad estadística, ni de probabilidad inductiva… son apreciaciones subjetivas de probabilidad por parte del
juzgador”88, y esto es precisamente lo que genera la diversidad y el conflicto
de argumentos y conclusiones, tal como MacCormick reconoce89.
Otra forma de expresar lo mismo es decir que el neoinstitucionalismo comete el error de sustancializarse al incorporar un criterio metodológico consecuencialista y teleológico que favorece la arbitrariedad y el voluntarismo judicial al
fomentar los juicios ideológicos de los jueces acerca de los fines a perseguir cuando éstos no suelen estar definidos en la regulación positiva, por lo que “este método interpretativo confiere una discreción amplia y ultrapositiva”90.
Pero, MacCormick insiste en no ser malinterpretado. Pues no propone
el consecuencialismo como una condición suficiente para una teoría de la argumentación, precisamente por los problemas valorativos y subjetivos que
acarrea91. Diversamente, la introduce en el juego conjunto de la argumentación interactuando con la justicia formal, la coherencia y la fundamental
87
Vid. ibídem, p., 114.
J. A. GARCÍA AMADO, “Del método jurídico a las teorías de la argumentación”,
Anuario de Filosofía del Derecho, vol. III, 1986, p. 171.
89
Íd., “Razonabilidad y objetividad”. Revista de Ciencias Sociales, Valparaíso, núm. 45,
2000, pp. 407-408.
90
R. T. SUMMERS, “A formal theory of the Rule of Law”, Ratio Iuris, vol. 6, núm. 2,
1993, p. 132.
91
En este sentido, vid. D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, pp., 118119, también D. N. MACCORMICK, “The limits of rationality in legal reasoning”, op. cit., pp.
204-205.
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condición de la consistencia que exige que la resolución tenga sentido, ya no
en el mundo real, sino en el sistema.
15. La condición de consistencia establece que por deseable que en términos de coherencia o consecuencias pueda parecer una decisión “no puede
adoptarse si contradice alguna norma válida y vinculante del sistema legal”92. Esto vuelve a esta condición fundamental, al centrar el cuestionamiento permanentemente reiterado sobre el respeto de las condiciones argumentativas al iuspositiva.
El argumento de “consistencia” trata de constituirse como una proclamación de la “tesis de validez” positiva: ningún persuasivo argumento consecuencialista, asentado sobre principios, ni de naturaleza analógica –igualmente principialista– que contravenga las reglas establecidas y vinculantes
podrá justificarse racionalmente93.
Pero, entrando en materia, tras esta reafirmación neoinstitucionalista
del núcleo iuspositivista, se descubren ciertas claves y propuestas, cuando
menos llamativas, sobre la flexibilidad de las reglas positivas. Me estoy refiriendo a lo siguiente:
El criterio de “razón de la autoridad” del que legisla y juzga es importante para MacCormick, pues la decisión se adopta en un marco altamente
institucionalizado y positivo. Pero, es sólo un punto de partida, no un argumento único y completo de la justificación; es “demasiado restrictivo”94 e incorpora la “falacia positivista” o “voluntarista”95 conforme a la que el único
argumento válido atiende a criterios autoritativos porque la validez responde a un criterio procedimental de producción96. Mientras que, para él, entre
92
Cfr., íd., Legal Reasoning and Legal Theory pp. 106, 107; complementariamente, vid.
ALEXY, R.; PECZENICK, A., “The concept of coherence and its significance for discursive rationality”, Ratio Iuris, vol. 3, núm. 1(bis). 1990, pp. 130-131.
93
Pues, especialmente en los sistemas democráticos existe una buena razón para que los
jueces actúen como sirvientes del Derecho y no como dueños o creadores ex novo del mismo.
Por eso, sus resoluciones deben atenerse a los argumentos de principio que expresan la racionalización de la positividad y coherencia del sistema en su conjunto (vid. MACCORMICK,
D.N., “Formal justice and the form of legal arguments”, op. cit., p. 118, D.N. MACCORMICK,
Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., p. 195).
94
Íd., “Argumentation and interpretation in Law”, Ratio Iuris, vol. 6, núm 1, 1993, p. 19.
95
Cfr. MACCORMICK & SUMMERS, “Further general reflections”. Interpreting Precedentes. A Comparative Study, Darmouth, 1997b), pp. 543-545.
96
Interesa aquí D. N. MACCORMICK, “Argumentation and interpretation in Law”, Ratio Iuris, vol. 6, núm 1, 1993, p. 18.
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los argumentos relevantes de decisión están aquellos que afirman y se oponen a una interpretación fiel al criterio de autoridad.
Por eso, MacCormick propone un marco para el proceso interpretativo
que concreta los instrumentos útiles para dirigir y analizar críticamente la
decisión judicial respetando los límites de la consistencia. El modelo, que
afina las bastante abstractas reglas argumentativas de Alexy, define once reglas de interpretación –avaladas por la mayoría de sistemas actuales– que
articula en tres categorías97: lingüísticas, sistémicas y teleológico/deontológicas. Como MacCormick reconoce la dimensión valorativa y la posibilidad
de enfrentamiento entre las distintas reglas interpretativas introduce su “argumento transcategórico” número once y una “regla de oro”.
Los argumentos lingüísticos expresan el respeto a la autoridad legislativa, lo
que no se identificaría, en MacCormick, con la devoción a la voluntad del legislador, argumento diferente y sustantivo que rivaliza con otros argumentos sobre
la mejor interpretación de la literalidad y que caracteriza un debate político98.
Los argumentos sistémicos contemplan el texto de las reglas en su contexto
como parte de un sistema legal. Esta categoría incluye seis tipos de argumentos99: “de armonización contextual”, “argumento derivado del precedente”,
“argumento por analogía”, que se refuerza con, porque ya incorpora, el argumento del precedente, “argumento lógico-conceptual”, “argumento derivado
de principios generales del Derecho”, conforme al que si algún principio general o ciertos principios del Derecho son aplicables a la materia, debe favorecerse la interpretación normativa más conforme con ellos una vez sopesada su
importancia en el ámbito del Derecho en cuestión, y “argumento histórico”,
que dicta que los criterios que han venido sirviendo para interpretar una regla
o conjunto de reglas deben seguir utilizándose.
Los argumentos teleológicos/deontológicos abarcan “argumentos teleológicos de propósito” que atienden a los efectos que el legislador quería conseguir, aunque esto implique desatender en ciertos aspectos la literalidad. Y,
“argumentos deontológicos o derivados de razones sustantivas”, formula97
En particular MACCORMICK, en Interpreting Statutes. A Comparative Study, toma en
consideración los sistemas argentino, alemán, finlandés, francés, italiano, polaco, sueco, británico y estadounidense.
98
Véase en este sentido al interesante análisis de Raz, en J. RAZ, “Why interpret?”,
ARSP, núm. 69, 1998, pp. 249-ss.
99
Cfr. D. N. MACCORMICK, “Argumentation and interpretation in Law”, op. cit., 22ss. y MACCORMICK & SUMMERS, “Further general reflections”, op. cit, pp. 512-513.
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dos “en los términos de principios de rectitud o de justicia que para el intérprete deberían perseguirse respecto de cierta situación o materia”. Si se prefiere, “si hay un cierto objetivo o estado de cosas que se consideran valioso o
alguna concepción de la corrección que se cree fundamentalmente importante para el orden legal, y si esto puede ser promovido por cierta interpretación, entonces la legalidad estatutaria debe ser interpretada de tal forma
que su aplicación sea compatible con (o favorable a) asegurar el objetivo, el
estado de cosas o la concepción de la corrección establecidos”100.
Finalmente, el argumento “transcategórico” es el “argumento derivado
de la intención”101. Y, establece que si existe una intención legislativa relevante respecto de cierta previsión estatutaria, legal, la interpretación legal
debe atender a esa intención legislativa, primero, de acuerdo con el sentido
apropiado de esa intención y, segundo, atendiendo a algún elemento que se
manifiesta como objeto de la intención, es decir, alguno de los argumentos
centrales a las categorías interpretativas ya presentadas.
A la vista estos once criterios interpretativos, el problema básico de la
condición de consistencia neoinstitucionalista es: bajo qué condiciones puede y debe desarrollarse cada criterio frente a todos los demás y que pueden
conducir a soluciones muy distintas. Esto es, cuáles son los criterios secundarios que organizan tales reglas primarias.
Y, lo que MacCormick propone es un “ranking” que parte de la siguiente
“regla de oro”: “si hay una interpretación claramente favorecida por cierta lectura de un texto a la luz de convenciones sintácticas o semánticas del lenguaje
ordinario… y confirmada por una lectura del texto en su conjunto sistémicocontextual, no es necesario acudir a argumentos teleológicos, deontológicos.
Pero, si los argumentos lingüísticos y sistémicos generan incertidumbre, o si se
produce algún tipo de ‘absurdez’, se precisan otros niveles de interpretación”102. Pues, el juez no es el legislador y deben respetarse, al menos, las políticas para las que se solicitan la aprobación parlamentaria legislativa103.
De esta forma y conforme a la noción de absurdez se abre la regla de oro
a unas excepciones –que han actuado de clave de bóveda de la propuesta in100
D. N. MACCORMICK, R. S. SUMMERS, “Interpretation and justification”, en Interpreting Statutes. A Comparative Study, Darmouth, 1991, pp. 514-515.
101
Ibídem, p. 515.
102
D. N. MACCORMICK, “Argumentation and interpretation in Law”, Ratio Iuris, vol. 6,
núm 1, 1993, p. 27.
103
D. N. MACCORMICK., Legal Reasoning and Legal Theory, op.cit., p. 204.
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corporacionista al configurar la “tesis de la diferencia práctica” y que orientan la interpretación a un cierto modelo de cognoscivismo constructivista–
que aquí servirán para que midamos la efectividad de control de la consistencia respecto de la valoración principialista y el consecuencialismo.
Una interpretación absurda se da si se genera injusticia en relación con
algún principio de justicia legalmente reconocido o se conculca el bien público o los objetivos de política pública que persigue la legislación. Así, si la
interpretación literal y sistemática contradice los argumentos teleológicos y
deontológicos, éstos prevalecen sobre aquélla, a pesar de la relevancia de lo
que quiso, quiere o querría el legislador pasado, actual o paradigmáticamente racional104. Se define de esta forma la siguiente tesis de derrotabilidad: “la ‘regla literal’ es derrotable por otras ‘reglas’; pues las palabras de
las normas pueden soportar significados distintos y menos obvios que los
jueces... afirman sobre fundamentos de política y/o de principio”105: las razones consecuencialistas y de principio pueden justificar resoluciones menos consistentes, las menos obvias, si no suponen excesiva violencia de las
líneas lingüísticas generales de la norma.
En síntesis: se justifica prima facie una interpretación clara asentada sobre argumentos lingüísticos a menos que alguna razón recomiende atender a
los argumentos sistémicos. Cuando éstos ofrecen razones suficientes para
ser invocados se justifica prima facie una clara interpretación de los mismos a
menos que existan razones justificadas para proponer argumentos teleológico-evaluativos, en cuyo caso se justifica “sólo la interpretación mejor avalada por el conjunto de argumentos aplicables al caso”106.
104
Cfr. D. N. MACCORMICK; R. S. SUMMERS, “Interpretation and justification”, op.
cit., p. 524.
105
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op.cit., p. 210.
106
D. N. MACCORMICK, ; R. S. SUMMERS,“Interpretation and justification”, en Interpreting Statutes. A Comparative Study, Darmouth, 1991, p. 531.
Esta construcción responde a una valoración de los criterios subyacentes y generalmente
operativos en los sistemas de Derecho desarrollados. Valoración que gira en torno a los tres
siguientes aspectos. Primero, la legislación resulta de un acto de autoridad del legislador y,
por una cuestión estrictamente analítica, es obligatoria para los jueces, a lo que se añade el argumento de legitimidad del legislador en los sistemas de Derecho a que MacCormick se refiere, aunque las objeciones prácticas al principio democrático justifican excepcionar la interpretación lingüística. Segundo, la coherencia del sistema es un valor sustancial del mismo, de
su supervivencia, de la seguridad jurídica y de la inteligibilidad del Derecho. Y, tercero,
como cualquier análisis de la coherencia exige apelar a los valores más profundos incorporados
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Y, acaba reapareciendo el viejo problema. Pues, aunque el neoinstitucionalismo trata de garantizar su iuspositividad cerrando sus condiciones argumentativas con una condición de consistencia positiva, al final, una justificación teleológica o de principios bien argumentada puede primar
institucionalmente sobre la interpretación literal y sistémica. Si se prefiere,
la introducción macCormickiana de un “ranking” para la evaluación de los
criterios y argumentos interpretativos representa un paso importante para
la teoría de la argumentación al ofrecer un recurso de concreción del instrumental para la decisión que no se limita a la abstracción y a una genérica
pretensión de saturación, pues la fuerza de los argumentos no es aditiva107.
Sin embargo, esta virtud de la propuesta se hace defectuosa al depender
nuevamente de la argumentación y la valoración, lo que reabre el problemático proceso sobre el que trataba de actuar.
Llegados a este punto, ya sólo le queda a MacCormick responder apelando al fundamento y destino pragmático de su teorización del Derecho.
La conceptualización del Derecho es insuficiente frente a su desarrollo, envuelto en una esfera más amplia de interpretación pragmática. Y esto concreta una dimensión fundamental para el neoinstitucionalismo. Para aspirar
a resultados razonables deben cuestionarse los valores y principios apropiados a las instituciones sociales, los Estados, las comunidades supra e internacionales. Debemos pensar el sentido de la democracia, el constitucionalismo, el Estado de Derecho, la separación de poderes, la justicia
procedimental, la igualdad ante la ley, los derechos humanos y la integridad
de las actividades públicas... Por eso, la teoría de la interpretación “lleva ne106
en las reglas y principios, la coherencia deontológica y teleológica sirven a la interpretación y
mantenimiento del sistema y aseguran un esquema relativamente ordenado y estructurado
de valores sociales, políticos y humanos. Así, si las reglas estatuidas no pueden ser o no son
interpretadas consistentemente con los valores considerados fundamentales por el Derecho,
su legitimidad y poder justificatorio se debilita. –Una variación representativa entre sistemas
acerca de los criterios deontológicos y teleológicos se refiere al grado de explicitación de los
criterios judiciales que fundamentan la decisión. El sistema francés sería muy poco explícito,
a diferencia del estadounidense. Otra variación se centra en la práctica judicial de tratar las
razones sustantivas como fundamentos argumentativos independientes de argumentación,
pasaría en U.S.A. y en amplia medida en U.K., o como criterios dependientes de principios
explícitos o implícitos al sistema, a la intención del legislador o a otras alternativas sistémicas
(cfr. D. N. MACCORMICK; R. S. SUMMERS, “Interpretation and justification”, op. cit., p.
537)–.
107
Ibídem, p. 541.
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cesariamente a las aguas más profundas de la teoría normativa constitucional y política”108. Y, por eso exige una concepción reflexiva y equilibrada del
conjunto de los valores del Derecho intersubjetivamente reconocidos. Siendo “esto es lo contrario a invocar un cierre arbitrario y altamente subjetivo
respecto de los valores puntualmente invocados en la interpretación”109.
Pues se trata de reconocer que existen en la discusión jurídica interpretativa
asuntos controvertidos que dependen de sopesar valores respecto de los
que las personas razonables pueden diferir, por eso, lo que requiere una teoría de la interpretación respetable es la explicitación de una visión coherente
del marco institucional y los valores legales.
Esto conduce a una sustantivización y un compromiso filosófico-político respecto de las condiciones de la argumentación que ayuda a comprender el salto de la descripción de las condiciones argumentativas a la justificación colaborando, a su vez, a depurar su contenido y significación. Y es
que, y como ya se apuntaba, en el marco de los Estados de Derecho que, al
menos como ideal regulativo, garantizan las condiciones del discurso, “(l)a
obediencia o la deferencia al legislador puede ser un límite –incluso el límite– de la interpretación, pero no su objetivo, en la autoridad puede estar la
respuesta al por qué interpretar, pero no al para qué interpretar”110.
Pero con todo y con sus buenos propósitos positivistas no logra MacCormick evitar que su condición de consistencia se deslice hacia las conocidas oscuridades de la coherencia material111. Si hay una “buena” razón sustantiva –sustentada en principios, razones consecuencialistas o en una
combinación de ambas– el juez puede “saltarse” el sentido más obvio que
sustenta la legalidad112. Pero, entonces, lo que justificó introducir la condición de consistencia, definir un límite a la valoración y la subjetividad, se
vuelve irrelevante. Problema éste que, aunque atemperado por la consciencia de MacCormick de referirse a un marco legítimo o de racionalidad legis108
D. N. MACCORMICK, “Argumentation and interpretation in Law”, op. cit., p. 28.
Ibídem, p. 538.
110
M. ATIENZA, “Estado de Derecho, argumentación e interpretación”, Anuario de Filosofía del Derecho, vol. XIV, 1997, p. 483.
111
Así, p.ej., sobre la normación de las restricciones de los alquileres se afirmó que existe
un extendido sentido interpretativo de las mismas que se vincula al principio de “conservación y protección del hogar familiar”, determinación ésta del principio vinculada a una consideración persuasiva de los precedentes. Al respecto, D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning
and Legal Theory, op. cit., p., 205 en relación con Temple´s case (1956 S.C. 267-270).
112
Ibídem, pp. 206-207.
109
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lativa –objetivo básico de la concepción argumentativa procedimental debe
ser fundamentar y racionalizar la legalidad–, exigiría una mayor concreción
a la que quizá la teoría de la argumentación para la decisión no pueda llegar
en todos sus extremos, pero a la que incansablemente debe apuntar huyendo tanto del activismo judicial que transforma al juez en legislador, cuanto
de la anulación logicista, pero imposible, del margen intelectual del juez al
que se opone el constitucionalismo moderno del Estado racionalmente justificado113.
16. A modo de conclusión.
Hay que reconocer que es un mérito importante del neoinstitucionalismo argumentativo de MacCormick partir de que “uno puede ser censor y
expositor sin confundir ambos papeles”, así como configurar “una teoría
analítico-normativa del discurso jurídico” de naturaleza mixta114, que añade
a la tesis descriptiva de la actuación judicial –revisión de un gran número de
resoluciones y de los criterios usados paradigmáticamente en los sistemas
de Derecho desarrollado– una reconstrucción crítica de la argumentación jurídica y la decisión. Así, MacCormick no inventa un modelo de argumentación judicial, sino que selecciona algunas prácticas generalizadas judicialmente explicando por qué constituyen aspectos fundamentales de la
argumentación legal115. En este sentido, su propuesta mejora la pretendida
naturaleza mixta de la de Alexy que parte de una tesis prescriptiva, referida
a las reglas y formas del discurso práctico general y de fundamentación que
toma de Habermas, para luego describir las reglas del discurso jurídico y de
aplicación. Mientras que MacCormick invierte el proceso partiendo de la
descripción para llegar a la justificación (crítico-normativa), aunque también
en este segundo nivel es deudor y depende de la teoría de la fundamentación discursiva de los Estado legítimos. Por eso, hay que reconocer a MacCormick su pragmaticidad-contraidealizante al atender al discurso de aplicación para configurar una teoría argumentativa que se erige sobre un
discurso de fundamentación ya constituido y referido a la justificación racional del modelo institucional y de Estado.
113
En este sentido y complementariamente, vid. J. C. BAYÓN, “Principios y reglas: legislación y jurisdicción en el Estado español”, Jueces para la Democracia, núm. 27, 1996, pp. 41-ss.
114
Corrobora A. GARCÍA FIGUEROA, “La tesis del caso especial y el positivismo jurídico”, Doxa, núm. 22, 1999, pp. 205-206.
115
D. N. MACCORMICK, Legal Reasoning and Legal Theory, op. cit., 1978, pp. 77 y 13 respectivamente.
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A resultas de la mixtura descriptivo-normativa de su tesis argumentativa, puede afirmar MacCormick que cuando se observa que el juez usa su
gran poder decisorio desatendiendo las claves argumentativas de corrección, algo que él reconoce frecuente116, la decisión persiste como válida y
amparada por el Derecho, aunque no pueda considerarse justificada conforme al sistema. No sólo será moralmente objetable, sino justificadamente criticable desde el sistema jurídico117.
Vinculado al anterior, se descubre otro de los logros de MacCormick,
haber diferenciado, o propuesto un comienzo de distinción, entre instrumentos interpretativos y reconstructivos del material positivo en términos
valorativos estableciendo un ranking entre ellos y reconociendo el cúmulo
de argumentos políticos y de finalidad o atinentes al discurso de fundamentación que descansan tras los mismos.
E importante es también que MacCormick no sólo proponga criterios para la selección de argumentos sino también para la toma de decisiones –en relación con los criterios de selección de los buenos argumentos–. Pues, de este
modo, la teoría de la argumentación macCormickiana emprende el camino de
superar los condicionamientos estrictamente procesales, fundamentales pero
insuficientes, para interesarse por las consideraciones materiales que deben
guiar el proceso. Y lo hace aminorando la alta abstracción que caracteriza la
pormenorizada pero instrumentalmente poco operativa reglamentación de la
razón práctica en relación con el discurso jurídico de Alexy.
Sin embargo, la propuesta de MacCormick también muestra carencias y
obstrucciones; destacaré sintéticamente las siguientes. 1)Sería fructífero
ahondar y obtener las consecuencias de la relación de dependencia entre el
discurso de fundamentación y el de aplicación –pues, la fundamentación
discursiva ofrece claves de comprensión política de los valores subyacentes
a los criterios interpretativos, por lo que deben explicitarse y concretarse
esos valores, su trasunto político y su finalidad–. 2) En consecuencia, se debe indagar en el sentido del consenso generalizado que puede justificar la
toma de la decisión. 3) Debe depurarse, en relación con los argumentos políticos y de fundamentación y los criterios prácticos, el criterio de ordenación
116
Complementariamente, ibídem, p. 251.
No responde MacCormick concretamente a qué sucede si el criterio de solución no
justificado se reitera consolidándose. Pero del conjunto de su planteamiento resultaría que un
nuevo Derecho material y formalmente válido aparece y respecto del que sólo queda promover una actuación legislativa o judicial más razonable.
117
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de las reglas de interpretación para evitar que ese ranking dependa, a su vez,
de un incontrolado decisionismo valorativo. 4) En diversos momentos MacCormick no sólo reconoce, también anima la transgresión judicial de la interpretación lingüística, aun reconociendo su importancia arriesgándose
con ello su planteamiento de legitimidad del Estado de Derecho, pues la certeza y seguridad jurídica compiten con los parámetros judiciales de lo justo.
5)Sería bueno concretar más/mejor el despliegue normativo de los principios en relación con las reglas positivas y afinar el instrumental de selección
y ponderación de los argumentos, objetivo éste para el que debe profundizarse en el análisis iniciado por MacCormick de la praxis para centrar críticamente los criterios evaluativos que ofrecen las reglas. 6)Finalmente, y sobre
la teorización del Derecho neoinstitucionalista y pretendidamente iuspositivista, debe tenerse en cuenta y responderse a la constatación de que la gran
dimensión valorativa de las condiciones consecuencialista y de coherencia
se proyecta sobre la consistencia presionándola y generando el riesgo positivo del posible “judicialismo” contra legem. Pues, no se trata de que se ponga
en riesgo el positivismo normativo por uno realista, sino de que se recomiende la reformulación legal en sede judicial de un Derecho “más coherente” que el legislado. Y, no se olvide al respecto que el problema se agrava
cuando se parte, como hace MacCormick, de que la distinción entre casos fáciles y difíciles no es ontológica y de que los criterios teleológico/deontológicos pueden y a veces deben primar sobre lo legalmente positivizado. Por
eso, el problema iuspositivo neoinstitucionalista no procede tanto de introducir los principios como categoría normativa, sino del efecto de su juego de
la argumentación sobre el concepto de validez y la descripción positiva del
Derecho.
LEONOR SUÁREZ LLANOS
Campus del Cristo
Universidad de Oviedo
C/ Catedrático Rodrigo Uría, s/n 33006 Oviedo
e-mail: leonor@uniovi.es
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A VUELTAS CON EL PATERNALISMO JURÍDICO*
THINKING ABOUT LEGAL PATERNALISM
MIGUEL A. RAMIRO AVILÉS
Universidad Carlos III de Madrid
Fecha de recepción: 16-1-2006
Fecha de aceptación: 31-1-2006
Resumen:
Uno de los mayores retos que se le plantean al Estado de Derecho es hacer compatibles los derechos humanos y el paternalismo jurídico. En este trabajo se ofrecen
algunas claves que permiten subrayar dicha compatibilidad, legitimando de ese
modo las intervenciones del Estado en la vida de las personas cuando su comportamiento no afecta a terceras personas.
Abstract:
A major challenge the rule of law must face up is to reconcile human rights
and legal paternalism. This article provides some clues for underlying the
compatibility between them, legitimizing State interferences on people’s life
when behaviour do not harm to others.
PALABRAS CLAVES:Paternalismo, criterios de incompetencia.
KEY WORDS:
Paternalism, incompetence criteria.
«El único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros es
la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno
derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es
justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no
realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz,
porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo»
(John Stuart Mill, Sobre la Libertad, 1859)
* Quisiera agradecer a Javier Ansuategui, Rafael de Asís, María del Carmen Barranco,
Juan Antonio García Amado, Jorge Málem y Juan Oliva los comentarios y sugerencias que
han hecho a este trabajo.
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212
1.
Miguel A. Ramiro Avilés
INTRODUCCIÓN
El texto que encabeza este trabajo contiene una férrea defensa de un
principio que debería ser básico en todo Estado de Derecho: sólo cuando
exista daño a terceras personas, está justificada la imposición coactiva de
una conducta que restrinja la libertad de acción. Según Francisco Laporta,
en ese texto de J.S. Mill se ataca tanto al moralismo legal1 como al paternalismo2 ya que «las normas jurídicas, el poder coactivo del Estado, no pueden
forzar la conciencia individual ni la práctica privada en aquellas materias
que, como las convicciones religiosas o las prácticas sexuales consentidas
entre adultos, no conciernen más que a quien las mantiene»3.
1
El concepto moralismo legal se usa en sentido estricto ya que, como señala F. LAPORTA,
Entre el Derecho y la Moral, Fontamara, México, 1993, p. 48, su acepción más amplia hace referencia
a la transformación de normas morales en normas jurídicas. Por otro lado, como vuelve a señalar
LAPORTA en la misma obra pero en la página 52, el moralismo legal en sentido estricto, el que defiende P. DEVLIN en The Enforcement of Morals, no sólo supone la inclusión de valores morales en
las normas jurídicas sino también la consideración de que esa moralidad positiva está justificada.
2
A este dúo puede añadirse el perfeccionismo ético/político que es propio de los sistemas
políticos que, sobre la base de una determinada idea de justicia y/o ideología, imponen un modo
de vida que es considerado como el único posible. El Estado hace obligatorio un determinado
plan de vida y elimina el resto de opciones, dañen o no a terceras personas, a través de una ética
pública excluyente que trata que todas las personas se hagan a imagen y semejanza de un modelo
previamente determinado. Cfr. V. CAMPS, “Paternalismo y bien común”, Doxa, núm. 5, p. 200.
Ese perfeccionismo no es, por lo tanto, al que alude J. RAZ en The Morality of Freedom y que ha
sido calificado como liberal. En este sentido, J.L. COLOMER, “Libertad personal, moral y Derecho.
La idea de la ‘neutralidad moral del Estado liberal”, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, núm. 2, 1998, p. 102, reconoce que es preciso diferenciar entre un perfeccionismo ético admisible, el de J. RAZ, y otro inaceptable, el de un sistema totalitario.
3
F. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, cit. p. 48. No conviene confundir el paternalismo
y el moralismo legal. La distinción, según C.L. TEN, “Paternalism and Morality”, Ratio, núm. 13,
1971, pp. 63-65, se puede resumir en tres puntos: (i) el paternalismo protege a los individuos de
acciones autodañosas cuando son incompetentes, mientras que el moralismo supone interferir en
el acto de un individuo incluso cuando ningún factor que afecta a la competencia está presente;
(ii) el paternalismo no sanciona la maldad moral de una persona, mientras que el moralismo tiene
como objetivo a la persona que viola la moralidad aceptada de la sociedad; (iii) el paternalismo
trata de proteger los intereses de las personas a las que se dirigen las medidas paternalistas, mientras que el moralismo apela a consideraciones más generales que pueden tener poco o nada que
ver con los intereses de estas personas. M. BAYLES, “Criminal Paternalism”, The Limitis of Law,
Nomos XV, J.R.R. Pennock and J.W. Chapman (comps.), New York U.P., New York, 1974, p. 178,
añadiría (i) que el paternalismo no prohíbe acciones atendiendo exclusivamente al criterio de la
moralidad social ya que incluso prohíbe acciones que socialmente están bien consideradas (p.e., el
consumo de alcohol) y (ii) que el moralismo legal prohíbe las acciones simplemente porque son
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A vueltas con el paternalismo jurídico
213
En lo que sigue voy a centrar mi atención en el paternalismo jurídico. En
dicho caso se produce una intromisión por parte del Estado en la vida de las
personas a través de ciertas políticas públicas o de normas jurídicas que, en
su versión negativa, prohíben la realización de una serie de comportamientos, obstaculizan ciertas acciones, desalientan determinadas opciones o desaconsejan algunas elecciones que directamente no dañan a terceras personas
pero que pueden dañar o no beneficiar a las personas que los realizan.
La cuestión principal que se dilucida es que dicha intervención estatal debe
estar suficientemente justificada para que encaje y no chirríe con aquel principio
que debe ser básico en todo Estado de Derecho y no limite en exceso la autonomía individual, la cual juega un papel muy importante en ese tipo de Estado ya
que permite mantener la presunción de que todas las personas tienen la suficiente competencia para ejercitar sus derechos o para juzgar qué es aquello que
más les conviene. El respeto a la autonomía personal garantiza que a nadie se le
pueda imponer cómo debe vivir o qué debe hacer con su vida, siempre, obviamente, dentro del límite del daño a terceras personas4. Así se construye la pluracontrarias a la moralidad positiva, mientras que el paternalismo sólo prohíbe las acciones que
causan un daño a la persona que las realiza. Recientemente, G. DWORKIN, “Moral Paternalism”, Law and Philosophy, núm. 24, 2005, pp. 305-319, ha introducido una nueva variable al tratar de diferenciar el paternalismo jurídico y el moralismo legal del paternalismo moral.
4
Las normas jurídicas que protegen la inviolabilidad de la persona no son paternalistas
desde el momento en que se demuestre que la acción cuya realización se prohíbe, dificulta u
obstaculiza daña a terceras personas. D. SCOCCIA, “Paternalism and respect for Autonomy”, Ethics, núm. 100, 1990, p. 320, señala al respecto que si se interfiere en los planes del
nazi o del inquisidor, «nuestra justificación es (o debería ser) que estamos impidiendo que
hagan daño a otros o que violen sus derechos, no que estamos haciendo algo que es mejor
para ellos». En este sentido, M. BAYLES, “Criminal Paternalism”, cit., p. 176, traza una línea
de demarcación clara entre las disposiciones normativas que prohíben acciones que dañan a
terceras personas y las disposiciones normativas paternalistas. Indica que «aunque ambas
tratan de prevenir el daño, tratan de prevenirlo en diferentes personas» porque «el principio
del daño requiere que la acción de A cause daño en B» mientras que «el paternalismo requiere que la acción de A cause un daño en sí mismo». Creo que esa línea de demarcación es acertada y válida, aun con los casos más difíciles de paternalismo indirecto, esto es, aquellas normas jurídicas paternalistas que restringen la acción de una tercera persona para proteger el
bienestar de otro. En esos casos la imposición de obligaciones a terceras personas se hace,
como dice A. GUTMANN, “Children, Paternalism and Education: a liberal argument”, Philosophy & Public Affairs, núm. 9, 1980, pp. 338-339, para evitar un daño al considerado como incompetente básico. Así, por ejemplo, la norma jurídica que obliga a los padres a llevar a los hijos
a un centro de enseñanza tiene como objetivo principal protegerles de sus decisiones inmaduras. Como señala C. TOMÁS-VALIENTE, “The Justification of Paternalism”, Rechtstheorie,
núm. 30, 1990, p. 435, en esas medidas normativas paternalistas indirectas, aunque es cierto que
3
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lidad social propia de todo Estado de Derecho, y ello implicará la existencia de
grupos minoritarios de personas que van a rechazar las opciones mayoritarias y
que no podrán ser compelidos por el Estado a cambiar pues éste, en principio,
debe mantener una postura neutral sobre los diferentes planes de vida5.
El problema que plantea el paternalismo en un Estado de Derecho es
que el Estado, además de sus funciones de policía y redistribución, asume
una tarea activa en el desarrollo de la vida de las personas promoviendo o
prohibiendo ciertos comportamientos que no dañan a terceras personas. El
Estado de Derecho, ni en su versión liberal clásica ni en su versión social,
adopta un mera postura abstencionista que suponga una total despreocupación de lo que le ocurra a sus ciudadanos sino que interviene activamente en
la promoción y el reconocimiento de algunos modos de vida, en la obstaculización o en la simple tolerancia de otros. Esto debe hacernos comprender
que ningún Estado, ni tan siquiera aquellos en los que se hace realidad la
ética pública no excluyente que reclama Gregorio Peces-Barba, mantiene una
postura neutral o indiferente frente a las elecciones y decisiones de sus ciudadanos. La ética pública, caracterizada en un primer momento como formal y procedimental, es per se una opción material que construye un ámbito
de libertad en el que las personas pueden hacer ciertas elecciones o tomar
ciertas decisiones, amparándose en sus derechos y libertades, sin ser molestados por el Estado o por terceras personas6. De este modo, todo Estado opta
por algunas de esas elecciones o decisiones, y manifiesta su desagrado o
desacuerdo con otras. Esa toma de postura conlleva que en ciertas ocasiones
haga uso de diferentes ramas del Derecho y/o de ciertas políticas públicas
como instrumentos útiles y eficaces para permitir, incentivar, prohibir o
desalentar algunas de esas elecciones y decisiones.
se interfiere la libertad de una tercera persona, y que incluso está sujeta a la coerción más directa, también se limita la libertad del individuo que tratan de proteger.
5
Véanse P. DE MARNEFFE, “Liberalism, liberty and neutrality”, Philosophy & Public
Affairs, vol. 19 núm. 3, 1990, pp. 253-274; R..E GOODIN y A. REEVE, “Liberalism and neutrality” y “Do neutral institutions add up a neutral state?”, ambos en R.E. GOODIN and A. REEVE (eds.), Liberal Neutrality, Routledge, London, 1989, pp. 1-8 y 193-210; J. WALDRON, “Legislation and moral neutrality”, en Liberal Rights. Collected Papers 1981-1991, Cambridge U.P.,
1993, pp. 143-167; M.A. RAMIRO AVILÉS, “Paternalismo jurídico y moralismo legal en una
sociedad multicultural: el caso de las comunidades intencionales (a propósito de The Village)”
en F.J. ANSUATEGUI, J.A. LOPEZ, A. del REAL y R. RUIZ (eds.), Derechos Fundamentales,
Valores y Multiculturalismo, Dykinson, Madrid, 2005, pp. 111-151.
6
G. PECES-BARBA, Ética, Poder y Derecho, CEPC, Madrid, 1995, pp. 75-76.
4
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El Estado, por lo tanto, se preocupa por el bienestar de los ciudadanos y
debemos saber hasta qué punto esa preocupación y consiguiente intervención
están justificadas. El modo en que interfiera afectará irremediablemente a su
legitimidad, esto es, al conjunto de valores y principios que operan como criterios de justificación de las normas jurídicas e instituciones políticas vigentes
en una sociedad. El paternalismo jurídico plantea, pues, un problema crucial
en una sociedad liberal pues debe explicarse porqué está justificado que el Estado limite la libertad de sus ciudadanos cuando sus comportamientos no dañan a terceras personas7. Encuadra, de esta forma, uno de los temas capitales
de la Filosofía del Derecho y de la Filosofía Política ya que trata de averiguar
cuál debe ser la «extensión adecuada de la interferencia del gobierno con la
actividad individual»8. Y al hacer dicha averiguación se determinará el tipo de
Estado ante el que nos encontramos, afectándose por ello a cuestiones vinculadas con los derechos humanos porque mantiene una tensa relación con derechos básicos que son reconocidos en una determinada comunidad política.
La admisión de la medida paternalista justificaría la limitación de ciertos derechos pues supondría no tomar en consideración la decisión libre y autónoma
adoptada por una persona9. Como señala Jeffrie Murphy, «derechos humanos
básicos (incluido el derecho a hacer cosas estúpidas y peligrosas si uno lo desea) pueden ser puestos a un lado, y la persona incompetente puede ser tratada simplemente como el objeto de las preocupaciones benevolentes de alguien (normalmente el Estado)»10.
No obstante estos problemas, la presencia de ciertas medidas normativas paternalistas en el Estado de Derecho es, hasta cierto punto, inevitable
porque, como señala Francisco Laporta, «existen supuestos en que la intervención paternalista es intuitivamente necesaria»11, o, como dice Ernesto
Garzón Valdés, en nuestras sociedades existen medidas paternalista que
7
C.H. WELLMAN, “Liberalism, samaritanism and political legitimacy”, Philosophy &
Public Affairs, vol. 25 núm. 3, 1996, p. 212.
8
D.H. REGAN, “Justification for Paternalism”, The Limits of Law, cit., p. 189; P. DIETERLEN, “Paternalismo y Estado de bienestar”, Doxa, núm. 5, 1988, p. 175; F. LAPORTA, Entre el
Derecho y la Moral, cit. p. 46.
9
En todo caso, en mi opinión, no será una medida normativa paternalista aquella medida normativa que suponga el reconocimiento de un derecho ya sea por generalización o por
especificación de los sujetos.
10
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, Archiv fur Rechts-und Sozialphilosophy,
núm. 60, 1974, p. 465.
11
F. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, cit. p. 54.
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«parecen tener un elevado grado de plausibilidad»12. En general, como reconoce Gerald Dworkin, la adopción de medidas paternalistas en una sociedad se
debe a que las personas son capaces de concebir situaciones en que desearían
que la autonomía se limitase13. Esto se debe a que las sociedades no están mayoritariamente formadas por un grupo de suicidas irreflexivos que no valoran
ningún tipo de bienes sino más bien por un mayoría de personas reflexivas y
racionales. John Rawls argumenta en este sentido cuando en Teoría de la Justicia
justifica la adopción de ciertas medidas paternalistas por parte de las personas
que se encuentran en la posición original. Todas las personas que se encuentran
reunidas en esa situación social ficticia son seres libres e iguales, puramente racionales que desean obtener un cierto beneficio por lo que mantienen una actitud cooperativa, más si cabe al encontrarse tras el velo de la ignorancia que les
impide saber los hechos particulares respecto de si mismos, de su sociedad, y
de la generación a la que pertenecen. Las personas que forman parte de esta reunión ficticia que es la posición originaria no saben nada acerca de su plan de
vida en la sociedad aunque tienen conocimiento de ciertos bienes primarios, esto
es, de unos bienes que quieren los hombres cualesquiera que sea su plan de vida. Pues bien, según Rawls, entre las instituciones básicas de la sociedad que
saldrían de la deliberación y posterior votación se encontrarían ciertas medidas
paternalistas encaminadas a la defensa de esos bienes primarios14. El velo de la
ignorancia garantizaría la imparcialidad de la decisión adoptada y la aparición
de dichas medidas paternalistas porque, según John Rawls, en situaciones de
incertidumbre es racional (prudente) adoptar aquel curso de acción cuya alternativa peor sea la menos mala comparada con las alternativas peores de otros
cursos de acción (maximin)15. El resultado de este esquema es la implantación
12
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, Doxa,
núm. 5, 1988, p. 156.
13
G. DWORKIN “Paternalism: some second thoughts” en R. SARTORIUS (ed.), Paternalism, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1985, p. 107.
14
J. RAWLS, Teoría de la Justicia, , FCE, México, 1993, traducción de M. Guastavino.
15
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 481, lo explica del siguiente modo: «los hombres racionales, que valoran los bienes primarios, verían (a) que estos bienes podrían estar comprometidos si una persona llegase a ser incompetente (...) y (b) que ninguna
persona tiene la garantía de que no va a ser incompetente (...) Así, los hombres racionales,
que desean sobre todo protegerse contra tales pérdidas, bien podrían acordar un principio
que permitiese un prudente paternalismo limitado (p.e. el paternalismo que estableciera la
interferencia sólo en aquellos casos de incompetencia en que los bienes primarios verdaderamente estuvieran en peligro grave e irreversible y no en otros casos)».
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de un conjunto de medidas normativas paternalistas previamente justificadas
por la población. La propia reflexión acerca de la posibilidad de que haya personas incompetentes en la sociedad y que se haga, por lo tanto, necesaria la
adopción de ciertas medidas paternalistas vendría a demostrar que, en cierto
sentido, la sociedad qua sociedad es competente y racional16.
Joel Feinberg ha señalado que si se rechaza por completo el paternalismo,
y se niega que perseguir el bien de una persona es una base válida para coercionarlo, estaríamos negando, en primer lugar, el sentido común, y, en segundo lugar, una parte importante de nuestras costumbres y leyes. Por tal motivo,
y siguiendo con Feinberg, «el truco es detenernos pronto una vez que hemos
emprendido esa tarea, salvo que queramos prohibir el whiskey, los cigarrillos
y la comida basura, que tienden a ser nocivos para las personas, lo sepan o no. El
problema es reconciliar de alguna manera nuestra repugnancia general hacia
el paternalismo con la necesidad aparente, o al menos razonable, de algunas
regulaciones paternalistas»17. De igual forma se ha manifestado John Hodson
cuando reconoce que el problema, por falta de consenso, es trazar la línea entre
el paternalismo justificado y el paternalismo injustificado18.
No se puede, por lo tanto, emitir una justificación o una condena general de
las medidas paternalistas basada, la mayor parte de las veces, en la adscripción
del paternalismo a una única ideología política19. Esta adscripción ha determinado que el paternalismo tenga mala prensa y que no sea un término que produzca empatía pues se ha equiparado paternalismo e intervención injustificada,
paternalismo y limitación de la libertad y de la autonomía personal20. De esta
forma el paternalismo es un concepto que se aplica de forma indiscriminada
tanto a las intervenciones estatales que son injustificadas cuanto a aquellas intervenciones estatales que sabemos que son lícitas, olvidándose por completo la
defensa que, en algunas ocasiones, la intervención paternalista hace de la auto16
Cfr. D. VANDEDEER, Paternalistic Intervention: The moral bounds on benevolence, Princeton Unisversity Press, Princeton: New Jersey, 1986, pp. 338-344 y 375-390.
17
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, Canadian Journal of Philosophy, núm. 1, 1971, pp.
105-106.
18
J. HODSON, “The principle of paternalism”, American Philosophy Quarterly, núm. 14,
1977, p. 61.
19
R. MOMEYER, “Medical decisions concerning noncompetent patients”, Theoretical
Medicine, núm. 4, 1983, p. 285.
20
N. FOTION, “Paternalism”, Ethics, núm. 89, 1979, p. 195; D. WIKLER, “Persuasion
and coercion for health: ethical issues in government efforts to change life-styles”, Paternalism, cit., p. 38.
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nomía, la libertad y la igualdad21. Al igual que ocurre con algunos otros conceptos políticos malditos, el paternalismo es un concepto que no sólo no está presente
en los discursos políticos sino que, además, se evita su uso. Como señala Ernesto Garzón Valdés, la aversión que se tiene hacia este término incluso ha afectado a la fecundidad de la discusión sobre el tema y ha provocado que parte de la
doctrina prefiera utilizar otras expresiones o términos (Estado de bienestar, políticas de redistribución) para hacer referencia a la intervención justificable del
Estado para evitar que los ciudadanos se dañen a sí mismos22. En este mismo
sentido se ha manifestado Gerald Dworkin al señalar que es posible encontrar
medidas normativas típicamente paternalistas que se intentan justificar y explicar sin hacer referencia al paternalismo, que se utilizan otros términos y que incluso se apela al daño a terceras personas para camuflar las medidas paternalistas23. Este sentido negativo hace que olvidemos que el paternalismo per se no
tiene «ninguna identidad política propia sino que ésta se deriva de otros conceptos políticos a los cuales se vincula»24.
La existencia de medidas normativas paternalistas no supone necesariamente que exista una política no democrática, no liberal, limitadora de derechos y libertades fundamentales. El establecimiento de medidas normativas
paternalistas es perfectamente compatible con la existencia de un Estado de
Derecho en el que las normas jurídicas sean expresión de la voluntad general, se respete la separación de poderes, se fiscalice la actividad de la Administración, y se garanticen los derechos y libertades fundamentales25. Por tal
motivo, y a eso voy a dedicar este trabajo, es posible defender la compatibilidad de las medidas paternalistas con el principio de autonomía de la voluntad. No obstante, es preciso advertir que la discusión que propongo sobre el paternalismo únicamente tiene sentido en un verdadero Estado de
Derecho ya que es en este tipo de organización política donde se reconoce
que los individuos tienen derecho a elegir y perseguir sus propios planes de
vida, sin ningún tipo de interferencia por parte del Estado26.
21
V. CAMPS, “Paternalismo y bien común”, cit., pp. 195 y 198.
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 155.
23
G. DWORKIN, “Paternalismo” en J. BETEGON y J.R. de PARAMO (dirs.), Derecho y
Moral, Ariel, Barcelona, 1990, p. 148.
24
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, La Ética Política y el Ejercicio de Cargos Públicos, ,
Gedisa, Barcelona, traducción de G. Ventureira , p. 226.
25
E. DÍAZ, Estado de Derecho y Sociedad democrática, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1966.
26
D. BROCK, “A case of limited paternalism”, Criminal Justice Ethics, vol. 4 núm. 2,
1985, p. 80.
22
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Por otro lado, en el campo de las medidas paternalistas y las políticas
públicas paternalistas que existen en un Estado de Derecho no siempre hay
una perfecta coherencia o racionalidad pues es posible encontrarse comportamientos que no dañan a terceras personas pero que están prohibidos mientras que otros igual de peligrosos no están prohibidos o no son obligatorios27. En este sentido, debe reconocerse que estamos más dispuestos a
aceptar y justificar ciertas medidas paternalistas que otras ya que intuitivamente consideramos, lo cual no siempre es acertado, que tienen una menor
interferencia o repercusión en la libertad28. ¿Por qué se produce tanto revuelo con las restricciones del consumo de tabaco? Si el tabaco menoscaba la salud, como parece que numerosos estudios prueban, y ocasiona enormes gastos sanitarios, ¿por qué no se prohíbe por el Estado su producción y venta?
¿Hasta qué punto estaríamos dispuestos a aceptar esa intervención estatal?
¿Por qué estaríamos más dispuestos a adoptar medidas normativas paternalistas, cuando no moralistas, con las personas que, por motivos religiosos, se
niegan a recibir una transfusión de sangre salvadora y, en cambio, no estaríamos dispuestos a admitir una intervención estatal con aquellas personas
que deciden invertir dinero en una empresa puntocom? ¿Por qué exigimos
que el Estado intervenga obligatoriamente para proteger la vida y la integridad físico o psíquica en unos casos y no en otros? Al respecto, David Luban
advierte que esa pregunta debe hacernos ver que en algún sitio debe establecerse la frontera entre las malas razones aceptables y las malas razones inaceptables a la hora de justificar una decisión y tomar la decisión de establecer una medida paternalista29.
2.
UNA DEFINICIÓN DE PATERNALISMO
La tarea de definir el paternalismo supone reconocer, en primer lugar,
que es un concepto esencialmente controvertido, lo cual implica que siempre habrá disputas doctrinales, sin fin, sobre el uso propio de un concepto deter27
¿Por qué no es obligatorio llevar casco cuando se esquía si, en caso de una caída, las
lesiones en la cabeza pueden ser tan graves como las que se puede tener un ciclista o un motociclista?
28
F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, en B. RUSSELL (ed.) Freedom, rights and
pornography, Kluwer, Dordrecht, 1991, p. 105.
29
D. LUBAN, “Paternalism and the legal profession”, Wisconsin Law Review, 1981, p.
478.
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minado30. Norman Care considera que este problema nace por la existencia
de un carácter esencialmente fragmentario del concepto en cuestión ya que
no se tienen todos y cada uno de los elementos necesarios para promover
una aplicación estable31. Así, un concepto sería esencialmente controvertido
cuando «sus criterios de aplicación correcta son múltiples, evaluativos, y no
mantienen una relación de prioridad el uno con el otro»32. La existencia de
este tipo de conceptos implica que van a utilizarse defensiva y agresivamente, pues existen dos bandos y cada uno de ellos contesta el uso propio dado al
concepto por el contrario33. Esta situación se reproduce si la definición de paternalismo que se considera más influyente, la que Gerald Dworkin propone
en un trabajo de 1971 titulado Paternalism, «Por paternalismo entenderé, en
un sentido amplio, la interferencia en la libertad de acción de una persona
justificada por razones que se refieren exclusivamente al bienestar, al bien, a
la felicidad, a las necesidades, a los intereses o a los valores de la persona
coaccionada»34, la comparamos con la que Ernesto Garzón Valdés, en un trabajo pionero en lengua castellana, establece, «la intervención coactiva en el
comportamiento de una persona a fin de evitar que se dañe a sí misma»35.
No obstante dicha controversia, no creo exagerar si afirmo que, al menos
en el ámbito de la Filosofía del Derecho en castellano, casi es una costumbre
partir de esas dos definiciones para emprender cualquier estudio. Ambas tienen gran valor expositivo ya que en pocas palabras transmiten la idea central
de qué es el paternalismo. Posteriormente podremos enmendarlas, pero
siempre reconociendo su inestimable ayuda. Para no ser menos, voy a tomar
el camino de la enmienda principalmente porque, en el caso de Gerald
Dworkin, creo necesaria una corrección que afecta al listado de medidas pa30
W.B. GALLIE, “Essentially contested concepts”, Proceedings of the Aristotelian Society,
núm. 56, 1955-56, p. 169.
31
N.S. CARE, “On fixing social concepts”, Ethics, vol. 84 núm. 1, 1973, p. 17.
32
J. GRAY, “On the contestability of social and political concepts”, Political Theory, vol. 5
núm. 3, 1977, p. 332.
33
W.B. GALLIE, “Essentially contested concepts”, cit., p. 172.
34
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 148. G. DWORKIN en “Paternalism: some second thoughts”, cit., p. 105, hace algunas matizaciones a ese trabajo. Así, por ejemplo, aclara
que el sentido amplio significa que el comportamiento paternalista puede estar presente no
sólo en el campo jurídico sino también en otros campos de la vida social, fundamentalmente
en el ámbito familiar y en el ámbito profesional.
35
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit.
p. 155.
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ternalistas que señala en su trabajo36. En dicho listado se incluyen algunos casos que, en mi opinión, no son ejemplos de medidas paternalistas. Así, las
normas que prohíben el suicidio y criminalizan la tentativa, que prohíben
ciertos comportamientos sexuales o que hacen obligatorias las transfusiones
salvadoras son ejemplos propios del moralismo legal. Por otro lado, las normas que obligan a tener una licencia para ejercer una determinada actividad
o que imponen un interés crediticio máximo tratan de evitar un daño a los intereses legítimos de terceras personas. Y, por último, las normas que prohíben el duelo se justifican porque sólo el Estado puede ejercitar el ius puniendi.
En el caso de Ernesto Garzón Valdés, una de las principales discrepancias, lo
constituye el hecho de que no considero que la coacción sea un elemento imprescindible para adoptar medidas paternalistas ya que la interferencia para
evitar daños o procurar beneficios –lo cual constituye otro punto de fricción–
puede producirse a través de instrumentos no coactivos.
Dado que tanto esas dos definiciones cuanto otras definiciones que se
han ofrecido no satisfacen plenamente lo que considero una conceptualización adecuada de lo que debe entenderse por paternalismo jurídico, a continuación desgranaré los diferentes elementos que, en mi opinión, han de tenerse en cuenta a la hora de intentar definirlo37.
El paternalismo jurídico supone, en primer lugar, la intervención del Estado sobre el comportamiento de las personas mediante el establecimiento
de normas jurídicas o el desarrollo de políticas públicas que aconsejan, desalientan, obstaculizan o criminalizan su realización. La presencia del Derecho
es inevitable porque así lo obliga el principio de legalidad en todo Estado de
Derecho, pero el modo en que la medida paternalista puede hacerse presente es diferente cuando se trata de aconsejar, desincentivar, dificultar o criminalizar. La adopción de medidas paternalistas por parte del Estado no sólo
se produce a través de normas jurídicas coactivas sino que también aparecen medidas paternalistas en políticas públicas que no hacen uso del mandato sino del consejo38. Como señala Rafael de Asís, «a pesar de que los con36
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., pp. 148-149.
Aunque con ciertas variaciones, también podría servir para el paternalismo no-jurídico, esto es, aquel en el que no interviene el Estado con normas jurídicas o políticas públicas
sino que se produce en otros ámbitos, como puede ser el familiar (ascendientes-descendientes) o el profesional (personal sanitario-usario servicios sanitarios; abogado-cliente).
38
N. FOTION, “Paternalism”, cit., pp. 195 y 197; B. GERT y C.M. CULVER, “Paternalistic behaviour”, Philosophy & Public Affairs, núm. 6, 1976, p. 47.
37
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sejos no pueden considerarse como normas en sentido estricto, no hay que
pasar por alto la incidencia de éstos en la producción de normas (...) desempeñan un notable papel indirecto en la creación normativa (...) de ahí su relevancia en una visión del Derecho como Ordenamiento»39.
En segundo lugar, los comportamientos o acciones que se quieren desalentar o prohibir no suponen un daño directo y relevante a una tercera persona pues no dañan o limitan derechos o libertades fundamentales de terceras personas, lo cual justificaría suficientemente la injerencia del Estado. En
el paternalismo el daño, físico o psíquico, o la pérdida del beneficio sólo va a
sufrirlo la persona que realiza el comportamiento o la acción que se interfiere. A pesar de esa falta de afectación negativa relevante a terceras personas,
el Estado muestra su interés en proteger a las personas porque se presupone
que son incompetentes40 y sobre tal presuposición va a intervenirse sobre su
elección, modificándola o, al menos, intentando modificarla.
En el paternalismo, en tercer lugar, siempre existe un propósito benevolente y beneficente41, ya sea porque se evita un daño o se procura un beneficio42. El propósito benevolente y beneficente, ya sea en sentido positivo o en
sentido negativo, que siempre debe estar presente en el paternalismo es, como ya he señalado, objeto de discusión ya que, por ejemplo, Ernesto Garzón
Valdés no considera como una medida paternalista aquella intervención del
Estado que tenga como propósito asegurar un beneficio físico, psíquico o
económico43. Se plantea, por lo tanto, la pregunta de si evitar un mal no supone irremediablemente procurar un bien. Esto es, si la beneficencia propia
de toda medida normativa paternalista sólo debe evitar males, como propone Garzón Valdés, o también puede procurar bienes, tal y como defiendo en
este trabajo. Su postura es bastante clara al respecto porque, en su opinión,
la diferencia entre ambas situaciones es radical. Es más, sostiene que mientras que las medidas normativas paternalistas encaminadas a evitar un mal
39
R. DE ASÍS, Jueces y Normas, Marcial Pons, Madrid, 1995, p. 74.
D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., p. 384; R. MOMEYER, “Medical decisions concerning noncompetent patients”, cit., p. 277.
41
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, beneficencia significa
la virtud de hacer el bien, mientras que benevolencia se refiere a la simpatía y buena voluntad
hacia las personas.
42
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 152; B. GERT y C.M. CULVER, “The Justification of Paternalism”, Ethics, núm. 89, 1979, p. 200; C. TOMÁS-VALIENTE, “The Justification
of Paternalism”, cit., p. 432.
43
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 156.
40
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pueden llegar a estar justificadas, no parece que pueda ocurrir lo mismo con
el otro tipo de intervenciones. Así, desentrañar el sentido del principio de
beneficencia, entendido como el deber de las personas de hacer el bien, es
clave en esta discusión para justificar la postura aquí defendida.
Como se ha señalado, el paternalismo siempre debe tener un propósito
beneficente. Este carácter beneficente ni puede ni debe confundirse con el
principio de no maleficencia que supone abstenerse de realizar aquellas acciones que puedan hacer daño intencionadamente a otro. Como señalan Beauchamp y Childress, la beneficencia y la no maleficencia son similares pero
«incluirlas en un mismo principio puede dificultar la comprensión de ciertas diferencias importantes»44. Por ese motivo consideran que «es preferible
distinguir, en el aspecto conceptual, entre el principio de no maleficencia y
el de beneficencia» pues el primero señala que «no se debe causar daño o
mal» y el segundo que «se debe prevenir el daño o el mal; se debe evitar o
rechazar el daño o el mal; se debe hacer o promover el bien»45. Mientras que
la no maleficencia «obliga a no hacer el daño intencionadamente»46, la beneficencia exige que las personas deban «dar pasos positivos para ayudar a
otros»47, lo cual se logra realizando una acción positiva de promoción y remoción de los obstáculos que impiden la consecución del bien a los otros.
Esto implica la obligación de actuar en beneficio de otro, lo cual se cumple
tanto evitando que sufra un daño cuanto ayudando a que alcance un bien48.
El carácter benevolente y beneficente de la medida normativa paternalista
significa, por lo tanto, que cuando (i) una persona esté expuesto a un riesgo
que le vaya a provocar una pérdida significativa que afecta a su bienestar,
necesidades, intereses o valores, (ii) otra persona está obligada (moral y/o
jurídicamente) a realizar una acción u omisión para evitar dicha pérdida,
(iii) siempre y cuando no le represente un riesgo o una perdida significativos en su bienestar, necesidades, intereses o valores49.
Así, el paternalismo jurídico se desarrolla a través de normas jurídicas y
políticas públicas que prohíben, hacen obligatorio, promueven o aconsejan
44
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, Masson, Barcelona,
2002, p. 180.
45
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 181.
46
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 179.
47
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 245.
48
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., pp. 254 y 260.
49
T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 252.
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la realización u omisión de un comportamiento, que no daña a terceras personas, por el bien o para evitar el daño de la persona cuya libertad se interfiere. Esta definición pretende ser neutral desde el punto de vista normativo
pues no presupone que el paternalismo esté o no esté justificado. Como señalan Tom Beauchamp y James Childress, «aunque la definición implica un
acto de beneficencia análogo a la beneficencia de los padres, no da por sentado si esta beneficencia se halla justificada, se halla fuera de lugar, es obligatoria»50.
3.
LA INCOMPETENCIA BÁSICA
El elemento básico para justificar las normas jurídicas y políticas públicas paternalistas es que esté presente una premisa fáctica: que la persona
destinataria de la norma o de la política pública pueda ser considerada como incompetente básico a la hora de tomar sus decisiones51. A aclarar ese
punto voy a dedicar las siguientes páginas.
En un Estado de Derecho debe asegurarse que las interferencias estatales no afecten injustificadamente a los derechos básicos de las personas
cuando dichas interferencias modifiquen o pretendan modificar las elecciones que, no dañando a terceras personas, supongan una repercusión negativa en el bienestar, las necesidades, los intereses o valores de aquéllas.
Para ello habrá que hacer hincapié tanto en la defensa de la autonomía y
de los derechos de las personas que en algún momento no son competentes
como en la posibilidad de compatibilizar tal defensa con la adopción de interferencias paternalistas. Así, la adopción justificada de una medida normativa paternalista dependerá de la existencia de una persona que pueda
ser calificada como incompetente básico. De este modo se da, a mi entender, el primer paso para justificar la adopción de una medida normativa
paternalista sin que la autonomía personal sea objeto de tales limitaciones
que la hagan desaparecer52.
50
T. BEAUCHAMP y J.F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 260.
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 168.
52
En sentido contrario se ha manifestado T. BEAUCHAMP, “On Coercive Justifications
for Coercive Genetic Control” en J. HUMBER and R.F. ALMEDER (eds.), Biomedical Ethics and
the Law, Plenum Press, New York, 1979, p. 388, para quien no son casos de paternalismo
cuando la intervención se produce sobre una conducta que no es voluntaria o la persona carece de información.
51
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No obstante, como advierte Jeffrie Murphy, aunque «un juicio de incompetencia [es] una condición necesaria para una intervención paternalista justificada,
dicho juicio de incompetencia nunca tiene que ser considerado como una condición suficiente para dicha intervención»53. En este mismo sentido, Ernesto Garzón
Valdés considera que la falta de competencia básica es una condición necesaria
pero no suficiente a la hora de justificar una medida paternalista54. Si el juicio de
incompetencia fuese suficiente, entonces todas las personas que se comportaran
de manera irracional, desinformada o emotiva podrían estar sujetas a una medida paternalista que, además, estaría perfectamente justificada, y olvidaríamos
que, como señala Danny Scoccia, «las elecciones espontáneas, impetuosas, no
deliberadas, hechas por una persona que ha adoptado un tipo de vida salvaje y
temerario pueden ser irracionales, pero seguramente son voluntarias y seguramente una intromisión paternalista es una violación de la autonomía»55.
Por tal motivo, una opción centrada en la competencia (cómo se ha formado la voluntad), no puede perder de vista la postura consecuencialista, que subraya las repercusiones negativas que tiene el comportamiento. No obstante,
dichas repercusiones tampoco van a ser la condición suficiente para adoptar
o justificar una medida normativa paternalista. Esto se debe a que hay algo
valioso en las actuaciones basadas en las elecciones propias que hace que ese
derecho de elección deba protegerse incluso si la acción no produce ningún
beneficio56 o directamente causa un daño. El ejercicio de la libertad no puede
vincularse exclusivamente a las elecciones buenas y valiosas57. El respeto de
la libertad de las personas y de su autonomía supone que todas tengan reconocido el derecho a escoger libremente entre las distintas alternativas que se
le ofrecen y supone, además, que quepa la posibilidad de errar, de equivocarse en su elección, de adoptar modos de vida diferentes de los normales. Debemos admitir que es posible que con algunas de nuestras decisiones nos equivoquemos y nos causemos daño, pues aprendemos y maduramos a través de
nuestros aciertos y de nuestros errores58. No es compatible con el normal de53
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 466.
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 165.
55
D. SCOCCIA, “Paternalism and respect for Autonomy”, cit., p. 321.
56
N. O. DAHL, “Paternalism and rational desire”, Paternalism, cit., p. 264.
57
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 228.
58
J. WALDRON, “A right to do wrong”, Liberal Rights. Collected Papers 1981-1991, Cambridge University Press, 1993, pp. 63-87; D.H. REGAN, “Justification for Paternalism”, cit., p.
190; F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 101.
54
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sarrollo moral e intelectual de las personas que siempre haya alguien que
nos proteja con una valla de toda clase de peligros59. Si cualquier comportamiento o acción desinformada, emotiva o irracional, por nimia que fuese su
consecuencia, mereciese una medida normativa paternalista, entonces caeríamos por una pendiente resbaladiza que irremediablemente nos conduciría a
restricciones injustificadas e ilegítimas de la autonomía o del libre albedrío
de las personas60.
Las consecuencias negativas tienen un carácter secundario61 porque la
interferencia paternalista no tiene como objetivo hacer que el comportamiento sea menos peligroso sino que la persona recobre su competencia.
Así, las graves e irreparables consecuencias no son motivo suficiente para
justificar una medida jurídica paternalista sobre una persona adulta si ésta
tiene toda la información relevante sobre la acción que pretende desarrollar,
no está sometida a presiones internas o externas y no demuestra un comportamiento irracional al tener una escala diferente de valores y bienes primarios. No podría justificarse una medida normativa paternalista que impusiese que los motociclistas sólo circulen los días soleados para evitar que
resbalen o que instalen dos ruedas supletorias en la parte trasera para aumentar su estabilidad, mientras que sí puede justificarse que el Estado les
imponga que lleven en la cabeza un casco reglamentario para paliar las posibles lesiones que pueden producirse si tienen un accidente ya que ir sin el
casco puede ser considerado como un comportamiento irracional al arriesgar un bien primario en pos de un bien secundario62. De ahí que la posible
justificación de la medida paternalista necesariamente pasa, en primer lugar, porque haya una persona que pueda ser declarada incompetente básico y,
59
C.L. TEN, “Paternalism and Morality”, cit. p. 64.
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p.
167. Sobre el concepto de pendiente resbaladiza y su uso, véase W. VAN DER BURG, “The slippery slope argument”, Ethics, núm. 102, 1991, pp. 42-65.
61
El carácter secundario de las consecuencias se observa, por ejemplo, en el hecho de
que si un menor de edad adoptase una decisión que legalmente no puede tomar, ésta debería
anularse a pesar de que pudiera tener consecuencias beneficiosas.
62
En 1999, se aprobó por el Parlamento italiano una norma que obligaba a los conductores de motocicletas, de cualquier cilindrada, a llevar puesto un casco reglamentario para proteger la cabeza de posibles lesiones en caso de accidente. El cumplimiento de la norma entre
los menores de 18 años era mínimo, como se refleja en los datos de una encuesta, porque, según los chicos, ‘sus amigos se reían de ellos’, y según las chicas, ‘les estropeaba el peinado’
(vid. El País, 11 de noviembre de 1999).
60
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en segundo lugar, que con la medida paternalista se evite un daño grave y no fácilmente reversible. La libertad de elección es tan importante que sólo en los casos de daño grave e irreversible, y siempre y cuando la persona pueda ser calificado como incompetente básico, debe imponerse la medida paternalista63.
No obstante lo anterior, el principal criterio a la hora de justificar la
adopción de una medida paternalista sigue siendo el de incompetencia básica.
Su importancia requiere, como subraya Murphy, que deba establecerse un
significado tan claro como sea posible64. En este sentido, se considera como
incompetente básico a aquella persona que no evalúa suficientemente los
riesgos de la actividad en la que está inmersa, o que es incapaz de salvaguardar aquellos bienes que considera valiosos, o que no es capaz de saber
qué es lo que más le conviene atendiendo a sus propios intereses. Esto es, no
es capaz de enfrentarse racionalmente o con una alta probabilidad de éxito a
ciertos desafíos o problemas que va a encontrarse en algún momento a lo
largo de su vida65. El incompetente básico «tiene un déficit con respecto a la
generalidad de sus congéneres y en este sentido puede decirse que se encuentra en una situación de desigualdad negativa»66. Como señala Douglas
Husak, «falta de racionalidad, prudencia, previsión, inteligencia, madurez,
o alguna otra deficiencia o carencia (...) parecen necesarias antes de que el
tratamiento paternalista puede ser considerado apropiado»67. En el mismo
sentido se ha pronunciado Dennis Thompson cuando afirma que «la justificación del paternalismo implica la identificación de alguna deficiencia pasible de ser descrita independientemente del fin o del bien que la persona escoge»68. La tarea es, pues, esencial si no se desea que se produzcan excesivas
e injustificadas intromisiones y limitaciones en la libertad de elección o en la
autonomía de las personas, o se atribuya la incompetencia de forma arbitraria69. Así, la determinación de los supuestos que van a servir para considerar
63
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 483. Sobre este particular, bien
vale este ejemplo: el ilusionista David Blaine declaró lo siguiente respecto a su último espectáculo: «es la representación más peligrosa que he hecho nunca porque puede producir daños irreversibles» (vid. El País, 6 de septiembre de 2003, ‘44 días sobre el Támesis’).
64
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 466.
65
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 165.
66
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 166.
67
D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, Philosophy & Public Affairs, vol. 10 núm.
1, 1980, p. 41.
68
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 232.
69
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 166.
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a una persona como incompetente básico constituirán los metacriterios para
justificar la medida paternalista.
3.1.
Competentes e incompetentes
En un Estado de Derecho se presupone que todas las personas son igualmente competentes para entender y evitar los principales peligros o buscar su
propio bien. No obstante, este presupuesto debe ponderarse adecuadamente
porque determinadas personas, en ciertas circunstancias, tienen limitada dicha competencia y eso hace que la tarea de determinar qué personas tienen
que estar sujetas a las medidas normativas paternalistas es, como ya se ha señalado, primordial para justificarlas pero no es, en absoluto, sencilla porque
debemos ser conscientes de que «si bien algunos adultos están siempre incapacitados para ejercer su libertad, todos lo están, en algún momento»70.
Esto último hace ver que no sólo van a estar sometidas a medidas paternalistas ciertas personas (p.e. los menores de edad, personas con discapacidad psíquica o personas que padecen ciertas enfermedades) sobre las que
podría haber un acuerdo más o menos amplio sobre su incompetencia sino
que, como señalaba Dennis Thompson, todas las personas adultas pueden
llegar a ser destinatarias de las medidas normativas o de las políticas públicas paternalistas ya que en algún determinado momento pueden desear involucrarse en una actividad que pueda perjudicarles y el verdadero interés
de una persona no siempre se satisface a través de la realización de sus deseos71. Desde esta perspectiva debe entenderse la defensa que hace H.L.A.
Hart de la adopción de medidas paternalistas pues, en su opinión, se ha producido el declive de la creencia de que los individuos conocen mejor que nadie su propio interés y ha aumentado la preocupación por una serie factores
que significativamente disminuyen la libertad de elección72. De igual forma
se expresan Dennis Thompson, cuando reconoce que «la creciente complejidad de la sociedad moderna y el mayor conocimiento de la psiquis humana
aportan nuevas razones para poner en duda la capacidad de los individuos
en cuanto a ejercer la libertad en su propio beneficio»73, y Ernesto Garzón
70
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 223.
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 156.
72
H.L.A. HART, Law, Liberty and Morality, Oxford Unisversity Press, 1963, pp. 32-33.
Existe versión en castellano Derecho, Libertad y Moralidad, trad. Miguel Ángel Ramiro Avilés,
Dykinson, Madrid, 2006.
73
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 223-224.
71
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Valdés cuando escribe que «no es verdad que siempre sepamos mejor que
nadie cuáles son nuestros reales intereses y mucho menos sabemos con
exactitud qué medidas pueden promoverlos o dañarlos»74.
Cuando nos enfrentamos a la cuestión de quién puede ser el destinatario de las medidas normativas paternalistas no debe excluirse, pues, a nadie
porque todos somos potenciales destinatarios de este tipo de normas. Es
cierto que hay grupos o categorías de personas que pueden ser considerados como los destinatarios naturales, pero no debemos olvidar que las normas jurídicas paternalistas también pueden tener como destinatarios a adultos que, por lo general, son competentes pero que en un determinado
momento han demostrado o pueden demostrar una incompetencia específica. Este recordatorio nos embarca, de nuevo, en el problema de la justificación de la norma jurídica paternalista, porque cuando salimos de los grupos
sobre los que puede haber un mayor consenso y más nos acercamos al grupo ‘personas adultas’, al ideal de la persona adulta, racional, informada,
exenta de influencias externas, que ha sometido a un escrutinio crítico sus
valores75, más difícil será de justificar la medida paternalista.
La determinación de la persona destinataria de las medidas normativas
paternalistas exige, pues, que deba realizarse, en primer lugar, una tarea de
discriminación entre (i) las personas que por alguna razón objetiva siempre
van a ser consideradas como incompetentes básicos para realizar ciertos actos porque su proceso de formación de la voluntad no existe o es deficiente
y (ii) las personas que son incompetentes básicos sólo bajo determinadas circunstancias y para determinados actos porque su proceso de formación de
la voluntad ha sido deficiente por algún motivo. Estas dos categorías de personas no resolverán definitivamente el problema pero facilitarán la tarea de
determinar el juicio de incompetencia básica76. Así, se presupone que las
personas que se encuentren en la primera de esas categorías, como pueden
ser los menores de edad, los incapacitados legalmente, las personas con discapacidad psíquica o las personas que padecen ciertas enfermedades o se
encuentran en una determinada situación clínica, carecen de ciertas capacidades cognitivas y/o emocionales que limitan su competencia para decidir
acerca de qué es lo mejor para ellas, o de qué manera proteger mejor sus in74
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 158.
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 478; D. SCOCCIA, “Paternalism
and respect for Autonomy”, cit., p. 328.
76
C.L. TEN, “Paternalism and Morality”, cit., p. 60.
75
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tereses, y, por tal motivo, requieren que alguien supla dicha carencia77. En
estos casos se presupone que las personas que forman parte de esa categoría
no pueden ejercer su autonomía porque no pueden tomar decisiones al ser
incapaces de prever las consecuencias de sus acciones; están a merced de
sus impulsos o no son capaces de limitar sus deseos; tienen poca experiencia
como para conocer sus necesidades reales, habilidades e intereses, o dicha
inexperiencia determina que carecen de información en la que basar sus decisiones78. En estos casos, la carga de la prueba está del lado de las personas
que afirman la competencia79.
En cuanto a la segunda categoría, el ideal de persona competente, autónoma, es el de un «agente racional, que decide cuidadosamente, libre de
presiones externas e internas, que identifica sus intereses y actúa en consecuencia»80. Se presupone que las personas que son mayores de edad son
competentes para evaluar suficientemente los riesgos de la actividad en la
que están inmersas, salvaguardar aquellos bienes que consideran valiosos o
saber qué es lo que más les conviene atendiendo a sus intereses. Se presupone que la persona adulta es capaz de enfrentarse racionalmente a ciertos desafíos o problemas que va a encontrarse en algún momento a lo largo de su
vida.
Es evidente, por otro lado, que sólo algunas pocas personas adultas, a
las que se presupone competentes, cumplen con el ideal de plena competencia y perfectas autonomía y racionalidad81. Al ser un ideal, debemos contar
con que, en ciertas ocasiones, las personas pueden actuar irracionalmente,
77
Cfr. G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 156; R. MOMEYER, “Medical decisions
concerning noncompetent patients”, cit., p. 276; D. WIKLER, “Persuasion and coercion for
health”, cit., p. 38; A.E. BUCHANAN, “Medical Paternalism”, Philosophy & Public Affairs,
núm. 8, 1978, pp. 374-375. Este listado no es exhaustivo sino ejemplificativo pues no es posible agotar los grupos de personas que pueden integrar esta categoría. ¿Debe incluirse a las
personas pobres porque se considere que son incapaces de hacer elecciones relevantes por sí
mismos? Por otro lado, no conviene olvidar que pueden existir casos difíciles que plantean dilemas, como puede ser el resuelto por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 154/2002, de
18 de julio, donde se discute si un niño de 13 años, que profesaba una determinada creencia
religiosa, era competente para decidir si recibía o no una transfusión de sangre salvadora.
78
R. J. ARNESON, “Mill versus Paternalism”, Ethics, vol. 90 núm. 4, 1980, pp. 482-483; F.
BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 100.
79
R. MOMEYER, “Medical decisions concerning noncompetent patients”, cit., p. 285.
80
C. TOMÁS-VALIENTE, “The Justification of Paternalism”, cit., p. 437.
81
F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 100.
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por impulsos emotivos, sin contar con toda la información necesaria o sujetas a influencias externas82. Como dice Berger, en la sociedad de masas postindustrial «nuestra vidas están preempaquetadas» y el ideal de autonomía
sufre por ello83. En las sociedades complejas predomina una racionalidad
que puede conducirnos, en ocasiones, a actuar de una manera que cause
ciertos perjuicios a nuestros intereses84. Esto hace que las personas puedan
«no estar al tanto de un caudal de información que influye sustancialmente
en sus decisiones (...) o ser incapaces de estimar los factores relevantes para
sus decisiones»85. Sólo podemos manejar, por lo tanto, una idea débil de
competencia, autonomía y racionalidad86. Por tal motivo, no todo comportamiento irracional, no toda actuación desinformada o sujeta a influencia interna o externa, justifica la adopción de una medida normativa paternalista
por parte del Estado, pues todas las personas realizan en ciertas ocasiones
acciones irracionales, fruto de los sentimientos, sin suficiente información o
presionados desde el exterior. La constatación de alguna de esas situaciones
que pueden causar incompetencia no justifica per se la adopción de una medida normativa paternalista porque ninguna acción es completamente racional, autónoma o no siempre se dispone de toda la información87. De ahí que
sólo cuando la falta de racionalidad, autonomía o información sean relevantes, y los perjuicios que se vayan a ocasionar a la persona sean mayores que
los posibles beneficios, evitándose un daño grave y/o irreparable, estará
justificada la adopción de la medida paternalista88. Como señala Richard
Momeyer, «es suficiente que la persona autónoma sea capaz de adoptar sus
propias decisiones con el grado de independencia que caracteriza a aquellos
que pueden tener una mirada crítica de las diferentes influencias sociales,
políticas, familiares que les influyen y exigen estricta conformidad»89. Esto
hace que el número de personas que posiblemente sean incompetentes aumente de forma considerable y, por lo tanto, que se dificulte aún más la ta82
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 478; R.J. ARNESON, “Mill versus Paternalism”,cit., p. 479.
83
F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 105.
84
D. SCOCCIA, “Paternalism and respect for Autonomy”, cit., pp. 320-321.
85
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 231.
86
D. SCOCCIA, “Paternalism and respect for Autonomy”, cit., pp. 320 y 327.
87
D. H. REGAN, “Justification for Paternalism”, cit., p. 192.
88
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 230; C.L. TEN, “Paternalism and Morality”, cit., p. 63.
89
R. MOMEYER, “Medical decisions concerning noncompetent patients”, cit., p. 277.
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rea de determinar qué personas son, lo que Garzón Valdés denomina, incompetentes razonables, y qué personas son incompetentes básicos y son
merecedores de una atención paternalista por parte del Estado90. Debe,
pues, identificarse en esta segunda categoría a la subclase de personas que
verdaderamente son incompetentes básicos, que permiten quebrar la presunción de competencia, y, por lo tanto que, de manera justificada, puedan estar sujetas a una medida normativa paternalista91.
3.2.
Metacriterios para establecer la incompetencia básica.
¿Cuándo puede decirse que una persona adulta es un incompetente básico? Es decir, ¿cuándo podemos afirmar que la decisión adoptada por una
persona que pertenece a la segunda categoría, respecto de una acción determinada, ofrece indicios suficientes de incompetencia básica como para que
la presunción de competencia sea abandonada y pueda adoptarse justificadamente una medida paternalista? Jeffrie Murphy sostiene que una persona
ha de ser considerada como incompetente básico para tomar decisiones
acerca de una determinada acción si es ignorante, compulsivo o carece de razón92. La ignorancia, la compulsión y la carencia de razón serán, pues, los
tres metacriterios que permitirán declarar la incompetencia básica de una
persona. A través de ellos podemos (i) observar las circunstancias específicas bajo las que se ha desarrollado el proceso de toma de decisión y (ii) decidir si ha habido alguna distorsión que justifique la intervención. Estos criterios muestran cómo ha sido el proceso de formación de la voluntad y si ha
habido una decisión deficiente93. La presencia de al menos uno de los metacri90
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. pp.
165-167.
91
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 478; J. HODSON, “The principle of paternalism”, cit., p. 62.
92
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 468. La propuesta de E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p. 166, sería similar porque señala que los casos en que se demuestra la falta de competencia básica son aquellos en que la persona «ignora elementos relevantes de la situación en la que tiene que
actuar», «su fuerza de voluntad es tan reducida o está tan afectada que no puede llevar a
cabo sus propias decisiones», «sus facultades mentales están temporal o permanentemente
reducidas», «actúa bajo compulsión», «alguien que acepta la importancia de un determinado
bien y no desea ponerlo en peligro, se niega a utilizar los medios necesarios para salvaguardarlo, pudiendo disponer fácilmente de ellos».
93
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 230.
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terios permitiría que una persona pueda ser considerada como incompetente básico y, en el caso de que la consecuencia fuese un daño grave e irreparable, pueda adoptarse una medida paternalista94.
Por otro lado, la justificación de la medida normativa paternalista también pasa por determinar correctamente el metacriterio que va a utilizarse
porque, como regla general, de no lograrse la corrección del comportamiento no deseado, posteriormente no podrá alegarse que la incompetencia se
debe a otro motivo. Esto es, si se llega a la conclusión de que la persona es
incompetente por falta de información respecto de la acción que pretende
realizar, posteriormente, una vez que la persona haya recibido la información y no haya modificado su intención originaria, no podrá decirse que está
sometido a presiones internas o que su comportamiento es irracional. Esto
significa que si la falta de información es la razón de la incompetencia básica, la intervención estatal debe ir encaminada hacia ese objetivo; mientras
que si es la compulsión interna, se requiere una interferencia diferente95.
3.2.1. La falta de información o ignorancia
La falta de información será un criterio para declarar la incompetencia
de una persona si implica ausencia de conocimiento o de capacitación relevante
para tomar una decisión o para ejecutar una acción. La incompetencia básica
deriva del hecho de que la persona no conoce bien la actividad en la que
va a estar involucrada y el modo en que intenta actuar está condicionado
por esa carencia de conocimiento; ignoran los elementos más básicos que
se exigen para realizar una determinada actividad o los riesgos que pue94
La escala para medir la relevancia de la ignorancia, de la compulsión o de la falta de razón
es una cuestión que no queda resuelta en este trabajo y no es una cuestión de fácil solución. Como
reconoce D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 232, «no existe ninguna diferencia categorial que permita distinguir aquellas que justifican la intervención de las que no lo hacen».
95
Así, por ejemplo, las campañas de información que tratan de prevenir el tabaquismo
serán eficientes y deberán dirigirse especialmente hacia las personas que no han comenzado
el consumo, mientras que en aquellas personas que ya llevan un tiempo fumando, la mera información no conseguirá que modifiquen su comportamiento si, además, no existen medios
sanitarios específicos. Eso último se debe a que están sometidos a una compulsión interna, su
dependencia, que enturbia la comprensión de la información. La política pública sanitaria
contra el consumo de tabaco deberá, por lo tanto, adoptar ambas medidas si quieren ser verdaderamente efectivas. Lo que no debería hacerse es dar sólo información a la persona que es
fumadora habitual porque su incompetencia no viene determinada por la falta de información sino por estar sometido a una compulsión interna.
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den presentarse. La falta de información relevante daña al ejercicio de su
autonomía y causa la desaparición de la presunción a favor de la competencia96. En este caso de desinformación, puede pensarse que es razonable
y racional97, o que existe una buena evidencia98 o una fuerte presunción99 a
favor de que las personas involucradas no desean sufrir ningún daño y
que, por lo tanto, una vez recibida la información van a recuperar su autonomía y a modificar su curso de acción, aunque también cabe la posibilidad de que lo ratifiquen.
La falta de información que perjudicaba al ejercicio de la autonomía
personal y que causaba la incompetencia básica desaparece fruto de la información que se ha suministrado. Así, la medida paternalista deberá consistir en corregir la desinformación. La información que se proporciona
permite que la persona restaure su capacidad de decisión y de elección100.
A partir de ahí, la persona, si ha sido capaz de comprender o asimilar la información, y no está sujeta a ninguna presión interna o externa y no demuestra irracionalidad, es plenamente libre para desarrollar la acción, con
independencia de la gravedad de las consecuencias o de si desaprobamos
la acción.
Las campañas de información de los riesgos o beneficios que supone la
realización de ciertas actividades deben ser el primer tipo de medidas paternalistas que deben adoptarse ya que siempre es preferible la medida menos
aversiva porque la autonomía o la libertad de la persona deben sufrir lo menos posible, a lo que se une que con la información se apela a la razón101. La
información y el consejo, a diferencia de la coacción, la criminalización de
comportamientos o la sustitución, tratan de cambiar la acción alertando a la
persona de las posibles y probables graves y desconocidas consecuencias
que derivan de la propia acción102.
96
F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 103; D.H. REGAN, “Justification for
paternalism”, cit., p. 190.
97
D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., pp. 33-34.
98
J. HODSON, “The principle of paternalism”, cit., pp. 65-66.
99
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 113.
100
D.H. REGAN, “Paternalism, freedom, identity and commitment”, Paternalism, cit., p.
115; M. BAYLES, “Criminal paternalism”, cit., p. 177; D. WIKLER, “Persuasion and coercion
for health”, cit., p. 39.
101
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 233.
102
D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., pp. 52-53.
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La posibilidad de utilizar la información para interferir en la libertad de
una persona muestra la variedad y sutileza que pueden adoptar las medidas
paternalistas, no reduciendo su ámbito de actuación a normas jurídicas coactivas que prohíben u obligan103. La interferencia se produce en estos casos
porque quien informa intenta formar o modificar el comportamiento original. No obstante, este tipo de interferencia permite una mejor y más sencilla
justificación ya que, no basándose en la imposición, muestra que quien gobierna tiene en cuenta la autonomía y la racionalidad de las personas gobernadas104. Muchas de las medidas normativas paternalistas que existen responden a este patrón. Las advertencias que aparecen en las cajetillas de
tabaco informando que fumar produce serios perjuicios para la salud; las
campañas que informan cómo prevenir las enfermedades de transmisión
sexual o los embarazos no deseados; las campañas que advierten de los peligros del consumo de drogas o de alcohol; las campañas que aconsejan mantener una dieta mediterránea para prevenir ciertas enfermedades cardiovasculares; o la exigencia de informar antes de obtener el consentimiento
informado para realizar una intervención médica o incluir a una persona en
un ensayo clínico con medicamentos, son algunos ejemplos105. La información que se proporciona tiene como objetivo que aquellas personas que en
algún momento deseen consumir alguna droga, mantener cierto tipo de relaciones sexuales o consumir determinados alimentos sean conscientes de
los riesgos o beneficios que entrañan dichas acciones. El problema que se
presenta a continuación es llegar a saber cuándo una determinada actividad
entraña tal riesgo que se requiera el establecimiento de medidas normativas
paternalistas que informen sobre el mismo. Pues bien, en este punto no hay,
como señala Joel Feinberg, una fórmula o tabla matemática que sirva para
establecer con valor universal cuándo el riesgo presente debe ser considera-
103
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 228; D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., p. 53. A su vez, la información se maneja de forma distinta cuando se
trata de informar a una persona para que forme parte de un ensayo clínico con medicamentos, donde la información debe ser objetiva y no debe tratar de influir en el comportamiento,
o cuando se trata de que adopte medidas de prevención general contra la transmisión del
VIH/SIDA, donde la información debe ser objetiva y debe tratar de influir en el comportamiento.
104
D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., p. 53.
105
En sentido contrario, G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 149, considera que las
normas que aportan información al consumidor o usuario no son paternalistas.
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do como razonable o no razonable para las personas involucradas en esa actividad o comportamiento106.
Por otro lado, este paso puede ser suficiente si con la información que se
aporta se obtiene el comportamiento deseado o se evita el no deseado. Pensemos, por ejemplo, en una campaña de información con la que se previene
a la población de los peligros que supone un determinado comportamiento
y se logra que la mayoría adapte su comportamiento a las recomendaciones.
Pero, además de suficiente, puede que también sea el único posible. Pensemos que esa campaña no ha tenido éxito con un grupo de personas, ya sea
mayoritario o minoritario, que ha recibido la información pero que ha hecho
caso omiso del consejo y no ha modificado su comportamiento. Esto debe
hacernos comprender que habrá interferencias exitosas e interferencias no
exitosas pues en ocasiones las personas, a pesar de recibir toda la información posible, seguirán mostrando una actitud o un comportamiento que les
puede ocasionar un daño107.
En el caso que he propuesto, si la incompetencia básica realmente se debe a la falta de información, no estaría justificado cambiar sin más de metacriterio para adoptar una medida más aversiva porque debemos ser conscientes de que, en ciertos supuestos, la información será la única medida
que puede adoptarse, aunque la medida paternalista no haya obtenido el resultado deseado con un grupo de personas. La exclusión de las otras medidas puede deberse a que (i) limitan excesivamente la autonomía; (ii) no se
garantizaría la eficacia de la norma; (iii) suponen una intromisión inacepta106
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 109. Cabría preguntarnos qué ha cambiado
para que la comida rápida haya pasado a ser etiquetada como basura y sea considerada como
un enemigo público. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que el Estado adopte medidas legislativas
para controlar su calidad y evitar los casos de obesidad mórbida que puede producir? ¿Será
un caso de paternalismo jurídico o se justificará por la afectación a la salud de las personas?
La misma reflexión puede hacerse con el cambio de actitud de las autoridades públicas hacia
el consumo de tabaco y de alcohol. En general, como reconoce D. WIKLER, “Persuasion and
coercion for health”, cit., p. 51, «la cuestión que debe decidirse es si las prácticas que ahora sabemos que son peligrosas para la salud merecen la proyección dada por el estatus de derecho
(...) No veo ningún argumento decisivo que señale que fumar, la pereza y otros peligrosos y
placenteros pasatiempos están o no están protegidos por derechos».
107
A pesar de las campañas de información del Ministerio de Sanidad acerca de las enfermedades de transmisión sexual y de los embarazos no deseados, una encuesta muestra
que todavía un alto porcentaje de personas menores de 18 años sigue manteniendo relaciones
sexuales sin hacer uso del preservativo o sin adoptar ningún método anticonceptivo. Los datos pueden consultarse en www.shering.es
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ble en la vida privada de las personas. Si realmente la incompetencia se debe
a falta de información, la solución no puede pasar por la criminalización del
comportamiento, pues las sanciones penales para asegurar la eficacia de la
medida paternalista no siempre están justificadas ni moral ni utilitariamente
y precisan una mayor justificación108, pero sí puede (i) iniciarse antes el proceso informativo/educativo; y/o (ii) recrudecerse el mensaje de las campañas de información para hacer comprender la gravedad e irreversibilidad
del daño que puede causar ese comportamiento109. Como señala Feinberg
para el caso del tabaco, «el Estado podría incluso justificar el uso de sus poderes impositivo, regulador y persuasivo para hacer que fumar (y usos similares de drogas) sea más difícil o menos atractivo». En cualquier caso, Joel
Feinberg no comparte la anterior postura porque, en su opinión, el fracaso
de la medida paternalista que consiste en informar de los riesgos no justifica
a posteriori que deba prohibirse la actividad ya que «sería decir a la persona
que asume el riesgo que incluso sus juicios informados acerca de qué es valioso son menos razonables que los del Estado». Esta versión del paternalismo crearía «un riesgo serio de tiranía gubernamental»110. Por el contrario,
Donald Regan, haciendo uso de un criterio utilitarista afirma que «si nuestra
justificación del paternalismo simplemente es la ignorancia de las personas,
pudiera parecer que tenemos una justificación no para coaccionarlas sino
sólo para educarlas» pero «deberíamos coaccionar cuando un gran aumento
de libertad pueda ser asegurado con el coste de una pequeña pérdida de utilidad»111. Carmen Tomás-Valiente aglutinaría las dos posturas al señalar
acertadamente que debe actuarse de manera proporcional pero «siempre es
necesario escoger la alternativa menos restrictiva entre las efectivas»112. Personalmente considero que la adopción de medidas normativas paternalistas
más coercitivas sólo se justificaría si se demostrase que la incompetencia básica no deriva del hecho de carecer de información sino de algún otro meta108
M. BAYLES, “Criminal paternalism”, cit., pp. 184 y 179.
En el caso del consumo de tabaco ese recrudecimiento del mensaje va a producirse
mediante la recomendación de la Comisión Europea de permitir la inclusión en las cajetillas
de tabaco de fotografías de órganos y partes del cuerpo humano afectadas por tumores cancerígenos. Vid. El País, 9 de agosto de 2003, ‘Los expertos abogan por incluir fotos del daño
del tabaco en las cajetillas’; El País, 9 de septiembre de 2003, ‘Puñetazos visuales contra el tabaco’.
110
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 116.
111
D.H. REGAN, “Justification for paternalism”, cit., pp. 191 y 200.
112
C. TOMÁS-VALIENTE, “The justification of paternalism”, cit., p. 458.
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criterio. Como subraya Murphy, en este tipo de casos «nos encontramos ante un supuesto completamente nuevo» por lo que mi subsiguiente
intervención paternalista ya no podrá justificarse en la ignorancia de la persona y debería intentar la justificación con algunas de las otras dos posibilidades113.
3.2.2. La compulsión
La compulsión será un criterio para declarar la incompetencia de una
persona si implica que no elige libremente entre las distintas opciones que se le
presentan, no ejerce su autonomía a la hora de escoger, ya sea por una compulsión
externa o una compulsión interna114. Esto se debe a que el comportamiento de
los seres humanos se caracteriza por la libertad de acción, lo cual significa
que cuando una persona realiza una elección se presupone que la hace de
manera racional, libre, autónoma, intencionada, habiéndose informado de
los riesgos que conlleva y asumiendo la responsabilidad que se deduce de
113
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 469. En Estados Unidos y en España se ha prohibido la comercialización de Laetril y Biobac, respectivamente, porque, a pesar
de la información suministrada por las autoridades sanitarias, existía un número considerable de personas que pretendían seguir con su consumo. La prohibición no se basa en la ignorancia o falta de información de esas personas sino en la compulsión generada por la enfermedad que afecta a su proceso de formación de la voluntad. Como señala D. THOMPSON,
“Poder paternalista”, cit., lo cual también puede aplicarse al caso español, «la FDA no ejerció
ninguna autoridad de tipo injustificadamente paternalista, sino que trató de probar que la
decisión de consumir Laetril es, en la generalidad de los casos, deficiente. Conforme a los
funcionarios de la FDA, la elección entre el Laetril y otras terapias alternativas contra el cáncer probablemente más eficaces no es libre, pues el enfermo decide en ‘un clima de angustia y
temor’, creado por la naturaleza del mal y exacerbado por las presiones pecuniarias y políticas fruto de la misma campaña a favor del Laetril».
114
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 470, nota 11, advierte que esa
distinción no es completamente concluyente porque en las personas que actúan bajo compulsión externa también se aprecia una compulsión interna. En todo caso, la distinción es útil si
se construye atendiendo al origen de la compulsión. Por otro lado, creo conveniente diferenciar dos pares de situaciones: (i) los casos en que existe compulsión externa (dependencia de
una sustancia, presión familiar o de un grupo religioso), donde cabe la posibilidad de adoptar una medida paternalista, de los casos en que existen amenazas o coacciones tipificadas
como delito, donde las medidas normativas se justifican por la afectación a terceras personas;
(ii) los casos en los que hay compulsión interna (nuestros deseos frustran nuestros valores) de
los casos en los que sólo existe una tentación muy fuerte (nuestros deseos chocan con nuestros valores).
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sus actos. La persona bajo compulsión no realiza sus comportamientos o ejecuta sus acciones libre y responsablemente, a pesar de poder haber recibido
toda la información, y no puede asumir las consecuencias ni valorar los riesgos. La presencia de compulsión hace que desaparezca todo rastro de intencionalidad115. En los casos en que la compulsión es interna, la persona no es
capaz de comprender ni la información ni las consecuencias de sus acciones,
afectándose de ese modo el ejercicio de su autonomía116. En los casos en que
la compulsión es externa la persona manifiesta unos deseos, fines y planes
que no son expresión de su personalidad sino el resultado de una instrucción o presión social117. Así, la existencia tanto de presiones psicológicas como sociales aconsejan la adopción de medidas paternalistas que protejan un
proceso de formación de la voluntad que sea independiente 118.
En este caso, como en los otros, las medidas paternalistas protegen cómo
se forma y formula la voluntad de la persona para que sea autónoma, con el
fin de que ésta decida qué es lo que más le conviene, qué decisión encaja mejor en su plan de vida o en su proyecto de florecimiento humano. Así, en el
ámbito biosanitario, la necesidad de proteger la adopción de una decisión
autónoma, libre y responsable de la persona enferma justifica que se hayan
establecido medidas normativas para garantizar que el entorno familiar, religioso o médico no influyan negativamente en la toma de la decisión. Una
vez que se le ha informado de manera suficiente y adecuada, intentando corregir la incompetencia fruto de la ignorancia, la decisión que tome debe
protegerse de la compulsión externa injustificada, ya provenga del personal
115
El Avis 82 del Comité Consultatif National d’Éthique pour les Sciences de la Vie et de la Santé
que trata el caso de los trasplantes de tejido compuesto en la cara (injerto parcial o total de
rostro) señala las dificultades que existen en ese caso para obtener un consentimiento verdaderamente informado debido a la presión interna a la que está sometida la persona que desea
someterse a dicho transplante. El consentimiento que otorga la persona afectada en este supuesto es, en su opinión, ilusorio pues aunque el médico le informe adecuadamente de los
graves riesgos de la operación, de las complicaciones del posterior tratamiento o del futuro
modo de vida que el paciente deberá seguir, es posible que éste siga queriendo recurrir a la
operación. El paciente, se dice, no es incompetente porque carezca de información sino que es
incompetente porque está sometido a tal presión interna por recuperar su rostro que es incapaz de asimilarla y ello hace que en su voluntad no haya rastro de intencionalidad.
116
D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., p. 39.
117
F. BERGER “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 96; D.H. REGAN, “Paternalism, freedom, identity and commitment”, cit. p. 115.
118
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 159.
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sanitario, del grupo religioso al que pudiera pertenecer o de su entorno familiar119.
En el caso de la compulsión interna, la dependencia que ciertas sustancias
(drogas, alcohol, tabaco) o ciertas actividades (ludopatía) crean en las personas
que las consumen o realizan, pueden llegar a anular su capacidad de escoger
entre las distintas alternativas que se le presentan. Como señala Wexler, «si los
adictos han de ser considerados incompetentes tiene que ser porque su compulsión irresistible a consumir drogas les impide tomar una decisión racional respecto del tratamiento»120. Esa dependencia crea una compulsión que debe tomarse en consideración por parte de los poderes públicos y por parte de
terceras personas a la hora de adoptar las medidas paternalistas oportunas. En
concreto, la información a la que antes hacía referencia, aunque debe estar presente, no sería suficiente porque la decisión de incorporarse o rechazar un tratamiento de rehabilitación está fuertemente condicionada por dicha dependencia,
por lo que se requerirá la adopción de medidas paternalistas de distinto tipo
que sean adecuadas para lograr que la persona recobre la competencia perdida.
En todo caso, no conviene olvidar que lo necesario no siempre está justificado
por lo que, salvo en supuestos extremos121, la inclusión obligatoria de estas per119
Las normas que regulan en España las actividades de obtención y utilización clínica
de órganos humanos establecen que el donante-vivo debe manifestar su consentimiento expreso, libre, consciente y desinteresado, lo cual debe comprobarse en una reunión con los
miembros del Comité de Ética para la Asistencia Sanitaria del hospital transplantador. Con
ello se pretende aislar al donante-vivo de las posibles presiones de su entorno familiar, garantizándose de ese modo que su consentimiento realmente es libre. Esto se debe a que la inmensa mayoría de este tipo de donaciones se producen entre familiares, lo cual puede llegar a generar una presión externa muy fuerte en aquella persona que, habiéndose sometido a las
pruebas de compatibilidad, haya sido seleccionada como donante.
120
D.B. WEXLER, “Therapeutic justice”, Minnesota Law Review, vol. 57, núm. 289, 19721973, p. 326. En sentido contrario al aquí expuesto, G. BECKER y K. MURPHY sostienen que
en la demanda de bienes adictivos no debe suponerse a priori la existencia de un comportamiento irracional o de falta de información sino que las personas que demandan tales bienes
tienen un comportamiento racional, como muestra su tasa de descuento temporal, ya que reconocen la naturaleza adictiva de su elección pero están dispuestos a asumirla debido a que
los beneficios esperados son superiores a los costes futuros. Cfr. G. BECKER y K. MURPHY,
“A theory of rational addiction”, Journal of Political Economy, 13, 1988, pp. 379-390.
121
La inclusión obligatoria de enfermos en tratamientos sanitarios terapéuticos sólo está
contemplada en la legislación española para los casos en que la enfermedad sea altamente
contagiosa (art. 9.2.a Ley 41/2002). En ese caso no nos encontraríamos ante normas jurídicas
paternalistas ya que, al existir la posibilidad de contagio, existen terceras personas que pueden
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sonas sin su previo consentimiento en un tratamiento de rehabilitación no sería
admisible porque supondría anular por completo su autonomía122. Su
a(di)cción no perjudica directamente y de forma relevante a terceras personas
por lo que no sería posible justificar una medida paternalista de ese tipo. En
cambio, sí estarían justificadas las medidas normativas paternalistas que, para
hacer frente a la falta de información, traten de persuadirle para que se inscriba
en esos tratamientos de rehabilitación y que, para hacer frente a la compulsión
interna, establezcan un período de reflexión, de permanencia mínimo o de enfriamiento para que los termine y no los abandone ante el primer obstáculo123.
Este metacriterio puede explicarse perfectamente recordando el relato mítico de Ulises y las sirenas. Según se cuenta, Ulises pidió a los marineros que le
acompañaban que le ataran al mástil del barco para no sucumbir ante la belleza
del canto de las sirenas y, además, les advirtió que no tuvieran en cuenta su posible petición de ser desatado. Como era de esperar, el canto de las sirenas era tan
bello que Ulises pidió ser desatado, pero los marineros hicieron oídos sordos a
su petición124. En la actualidad las sirenas que pueden atraernos con su canto,
anulando nuestra voluntad e intencionalidad, son muchas. Ahora Ulises ya no
es atraído por el canto de las sirenas sino por la música de las máquinas tragaperras o por los susurros de un camello. Ulises es un ludópata o un heroinómano
que tiene su competencia y autonomía mermadas, lo cual hace que sea incapaz
de escoger libremente entre jugar o no jugar, entre pincharse o no. Su comportaverse afectadas y la intervención estatal está plenamente justificada. Como señala D.
THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 244, «se puede obligar a un paciente a recibir asistencia médica si ello es necesario para proteger la salud pública o impedir que se perjudique
a otras personas, especialmente a los niños». No obstante, bien pudiera ser que volviesen a
aparecer algunos casos trágicos.
122
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 244.
123
Así, por ejemplo, en el caso de la ludopatía, en el Decreto 24/1995, de Organización y
Funcionamiento de los Registro del Juego y de Interdicciones de Acceso al Juego, dictado por la Comunidad de Madrid, que tiene como finalidad hacer efectivo el derecho subjetivo de los ciudadanos a que les sea prohibida la entrada en los Casinos (art. 24 Ley 6/2001, del Juego), se
establece que la vigencia de «las inscripciones producidas a instancia del propio interesado lo
serán por tiempo indefinido pero tendrán una vigencia mínima de seis meses a contar desde
la fecha de la solicitud. Durante dicho periodo de vigencia mínima no podrá autorizarse la
cancelación de la inscripción en el supuesto que se solicitara por el interesado».
124
HOMERO en Odisea relata el viaje por mar de Ulises hacia Ítaca y cuando llega a la
isla de Eea, la soberana Circe, le advierte del peligro que supone escuchar el canto de las sirenas. J. ELSTER en Ulises y las sirenas, trad. J. Utrilla, FCE, México, 2000, usa ese ejemplo para
explicar cuestiones filosóficas en torno al concepto de racionalidad.
121
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miento está determinado de tal forma por la dependencia psíquica y física que
siempre va a jugar y siempre va a inyectarse heroína, aunque por los escasos momentos de lucidez que tiene sabemos que preferiría no seguir haciéndolo. En
uno de esos momentos de racionalidad esclarecida, y como fruto de una primera
y necesaria medida paternalista de información, persuasión y captación, Ulises
decide autoencadenarse iniciando un tratamiento de rehabilitación125.
Lo interesante de este ejemplo no es la decisión de Ulises de encadenarse sino que lo verdaderamente importante, desde la óptica del paternalismo, es cuando Ulises pretende desencadenarse, esto es, pretende dejar el tratamiento al aparecer la primera complicación física o psíquica. Nuestro moderno Ulises de
nuevo es atraído por las sirenas y exige ser desencadenado. En realidad, la primera petición de Ulises (ser encadenado) no es, en mi opinión, un caso de paternalismo ya que no es fruto de una imposición heterónoma sino autónoma126. El
125
Una cuestión que podría plantearse al hilo del ejemplo utilizado es el propio valor que tiene la petición de Ulises. Cfr. D.H. REGAN, “Paternalism, freedom, identity and commitment”, cit.
pp. 127-128. Imaginemos que no hubiese advertido a los marineros y cuando llegan a la zona en la
que están las sirenas, Ulises, seducido por su canto, corre a lanzarse por la borda. Pues bien, ¿qué
tendrían que haber hecho los marineros: dejar que se tire o atarle al mástil? En mi opinión, deberían haberle atado al mástil porque desarrolla un comportamiento irracional en el que se aprecia
una ausencia de juicio a la hora de formar un juicio o criterio respecto de la actividad en la que está
involucrado, poniendo en peligro un bien primario para conseguir otro de carácter secundario.
126
La primera petición de Ulises es un supuesto de autopaternalismo, esto es, una restricción
que se impone la propia persona sabedora de su incompetencia o debilidad en ciertas circunstancias. Estamos ante una persona tan competente y/o racional que conoce sus limitaciones y pide
ayuda. Cfr. D. WIKLER, “Paternalism and the mildly retarded”, Philosophy & Public Affairs, vol. 8
núm. 4, 1979, p. 389. Estas medidas autopaternales quiebran la estructura clásica de las relaciones
paternalistas y no deberían ser consideradas entre los casos de paternalismo ya que la persona no
muestra incompetencia básica sino que actúa de una manera racional ya que perfectamente sabe
cuáles son sus intereses y qué peligros existen. La cuestión de la inclusión o no del autopaternalismo entre los casos de paternalismo no es pacífica pues se considera que siempre debe existir
una relación asimétrica fruto de la mayor jerarquía, conocimiento, experiencia o autoridad de
una de las personas implicadas. Cfr V. CAMPS, “Paternalismo y bien común”, cit., p. 197. En sentido contrario se ha manifestado D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., pp. 41-45,
para quien «la caracterización del paternalismo como una relación que necesariamente implica
una desigualdad es deficiente» porque existen supuestos en los que la relación paternal no se
produce entre desiguales: «el autopaternalismo es posible porque un agente puede tomar decisiones en un momento que tengan como resultado subsecuentes interferencias con su libertad»
para proteger un bien valioso para la persona que se autoencadena. Husak sostiene que «todo lo
que es requerido para estar sujeto a una interferencia en supuestos de paternalismo hacia uno
mismo es que un agente esté motivado sobre premisas paternalistas para consentir voluntariamente medidas que posteriormente le hagan más difícil actuar de acuerdo con sus deseos».
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paternalismo comienza con la posterior imposición por una tercera persona
de la previa manifestación de voluntad, la cual se considera que manifiesta
la verdadera voluntad al haber sido emitida en un momento de racionalidad
esclarecida.
Esto plantea una ulterior cuestión muy importante: hasta qué punto estamos obligados a cumplir nuestras expresiones de voluntad y cómo podemos revocarlas127. Se plantea, pues, el problema de la relevancia de las modificaciones en las creencias, elecciones y consentimientos de las personas. Al
igual que le ocurriera a Ulises, las manifestaciones de voluntad que hacemos
nos obligan y obligan a otros, aunque no conviene olvidar que todo el mundo puede cambiar de opinión acerca de, por ejemplo, recibir o no recibir un
determinado tratamiento terapéutico128. Tenemos derecho a cambiar nuestra
decisión porque puede ser mejor que aquella que tomamos en el pasado al
haber dispuesto de más información o de más tiempo para reflexionar. En
este sentido, Donald Regan afirma que «en ausencia de evidencia extrínseca
acerca de qué decisión está mejor informada, el simple paso del tiempo sugiere consideraciones que favorecen a la segunda»129.
3.2.3. La ausencia de razón
La ausencia de razón será un criterio para declarar la incompetencia básica de una persona si existe un comportamiento que puede ser calificado como
no-racional, irracional o en el que se aprecia una ausencia de juicio a la hora de formar un criterio respecto de la actividad en la que está involucrada. Jeffrie Murphy
señala que el comportamiento no-racional está presente cuando a una persona adulta, debido a una cierta enfermedad, no tiene sentido atribuirle poder
de decisión o de elección (p.e. catatónicos, pacientes en coma). El comportamiento irracional, por su parte, no se presenta cuando una persona adulta es
«meramente excéntrica por tener deseos que no compartimos o se involucran en prácticas que desaprobamos»130. El comportamiento irracional se
127
D. VANDEDEER, Paternalistic Intervention, cit., p. 294-301.
La revocación del consentimiento debería contar, en todo caso, con una forma específica (p.e. por escrito) o de un tiempo de espera obligatorio antes de hacerla efectiva para comprobar si verdaderamente la autonomía está presente. Cfr. G. DWORKIN, “Paternalismo”,
cit., p. 159.
129
D.H. REGAN, “Paternalism, freedom, identity and commitment”, cit. p. 129.
130
J. MURPHY, “Incompetence and Paternalism”, cit., p. 473. La mayoría de la población
en un determinado país podría considerar como un comportamiento irracional que una persona
128
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presenta cuando una persona tiene cognitive delusions131 y eso hace que (i)
crea cosas que son intrínsecamente irracionales (p.e. una persona cree que es
un insecto) o (ii) sostenga cosas sistemáticamente equivocadas en sus juicios
(p.e. un paranoico). Estos dos primeros supuestos de comportamiento noracional y de comportamiento irracional no plantearían, en principio, demasiados problemas porque estaríamos ante personas que podrían adscribirse
a la primera de las categorías a las que antes hacíamos alusión y en las que
se presume su incompetencia132. El tercer supuesto es el más complicado
porque se determina la incompetencia básica de una persona que no aprecia
lo que es verdaderamente relevante a la hora de formar un criterio respecto de la actividad en la que está involucrada. Si antes nos encontrábamos con Ulises, ahora lo hacemos con Fausto133.
En este metacriterio son encuadrables aquellos casos en que se considera que una persona, a pesar de contar con toda la información relevante y
sin estar sujeta a ningún tipo de compulsión, es incompetente básico porque
pretende actuar de una forma que se considera imprudente ya que no ha
evaluado suficientemente las graves consecuencias negativas que puede generar dicha acción o comportamiento en su plan de vida, formado alrededor
de una serie de bienes primarios134. Como dice C.L. Ten, «un agente puede
hacer algo sin ser consciente de las consecuencias perjudiciales de sus actos,
y puede ser razonable pensar que si hubiese conocido las consecuencias, no
habría actuado de la manera en que lo hizo»135. Ese agente, no obstante, no
130
muera por negarse a ser transfundida debido a motivos religiosos. Podría pensarse que es absurdo morir por no someterse a una intervención médica tan sencilla como es una simple
transfusión de sangre. ¿Cómo es posible, podría pensar el hombre del autobús de Clapham, que
esto ocurra? Si estamos de acuerdo con lo anterior, entonces estaremos dispuestos a sacrificar
ciertos derechos y libertades básicas e imponer un curso de acción diferente por el propio
bien de la persona o de la sociedad.
131
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 158.
132
No obstante, podrían volver a aparecer los casos trágicos, como puede ser el de un paciente que se niega a ser operado o a someterse a tratamiento oncológico porque cree que no
tiene cáncer a pesar de que el oncólogo y el cirujano le han informado de forma suficiente y
adecuada de que efectivamente lo padece y las pruebas diagnósticas así lo demuestran. ¿Debería, en ese caso, adoptarse una medida paternalista y operarle o someterle a tratamiento sin
su consentimiento?
133
Johann W. Goethe en Fausto narra el pacto con sangre que Fausto firma con Mefistófeles por el cual vende su alma a cambio de satisfacer sus sensaciones más ardientes.
134
D. VANDEDEER, Paternalistic Intervention, cit., pp. 302-344.
135
C. L. TEN, “Paternalism and Morality”, cit., p. 61.
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tiene falta de información sino una laguna valorativa ya que no es capaz de
ponderar el riesgo que supone para sus bienes primarios la no aplicación de
la medida paternalista136. En este caso, la medida paternalista salvaguarda
una serie de bienes primarios que es razonable y racional pensar que se
quieren proteger. Si el Estado quiere salvaguardar a una persona de los daños que se puede infligir, debe señalar que el comportamiento es manifiestamente irracional porque pone en serio peligro los bienes primarios generalmente admitidos en la sociedad137. La incompetencia, según Gerald
Dworkin, se debería a que esas personas se niegan a actuar de acuerdo con
sus preferencias y deseos actuales y declarados138. Como reconoce Feinberg,
la razón última y fundamental en estos casos es que se presume que una
persona que se expone a una serie de riesgos inaceptables es incompetente139. La justificación de la medida paternalista no depende de la evaluación
de la actividad como peligrosa sino de la incompetencia que es fruto de la
falta de racionalidad que demuestra la persona que, por un lado, se embarca
en una actividad peligrosa pero que, por otro lado, no quiere sufrir daños140.
Apelar a la irracionalidad de la decisión y no a la maldad hace que se convierta en un caso justificado de paternalismo, pues mostraría que la persona
no ha formado correctamente su voluntad al no optar «por el curso de acción que mejor satisface su plan de vida o sus más importantes y estables
preferencias»141.
En este caso, de un modo inevitable, se plantea el problema de determinar y de calibrar adecuadamente una escala de valores y bienes primarios
en un Estado de Derecho porque no puede justificarse o legitimarse que se
actúe de modo paternal ante cualquier comportamiento que parezca arries136
F. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, cit. p. 55.
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 110; G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p.
161; D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 234. Un ejemplo es la campaña para prohibir el toughman en Estados Unidos. El toughman es una nueva modalidad de boxeo que se
practica entre no profesionales en la que sólo hay unas pocas reglas muy flexibles y que en
2003 causó, al menos, la muerte de cuatro personas (vid. El País, 29 de septiembre de 2003). Su
prohibición con el actual formato no debe ser, en mi opinión, porque sea peligroso sino porque algunas de las personas que participan demuestran un comportamiento irracional al poner el peligro un bien primario (vida e integridad física) de forma inconsciente y temeraria.
138
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 158.
139
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 117.
140
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 158.
141
C. TOMÁS-VALIENTE, “The justification of paternalism”, cit., p. 441-442.
137
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gado o no compartamos sino sólo ante aquel que suponga la puesta en peligro de un bien que, aunque sea sólo estadísticamente, la mayoría de la población protegería. A pesar de los riesgos que esto puede entrañar, creo que
la caída por la pendiente resbaladiza no es inevitable, como intentaré mostrar
diferenciando dos tipos de Faustos.
El primer grupo de Faustos está compuesto por aquellas personas que
se involucran en actividades que no definen su plan de vida y que suponen poner en peligro bienes primarios que forman parte de ese plan de vida. El ejemplo clásico es el del contrato de esclavitud y el ejemplo moderno sería el contrato de venta de órganos142. En estos casos, Fausto hace un
ejercicio abusivo de su autonomía, por lo que el sistema jurídico reacciona
no admitiendo esos comportamientos e imponiendo un curso de acción
distinto a través de sanciones negativas retributivas (una multa) o a través de sanciones negativas atributivas o privativas (no reconocer efectos a
la acción realizada)143. La presunción de incompetencia se torna, en este
caso, iuris et de iure y no cabe prueba en contrario para desmontarla.
142
Sobre este punto véanse G. DWORKIN, “Markets and Morals: the case for organ sales” en G. DWORKIN (ed.), Morality, Harm and the Law, Westview Press, Boulder, 1994, pp.
155-161; M.J. RADIN, “Market-inalienability”, Morality, Harm and the Law, cit., pp. 146-155;
D.A. RICHARDS, “Is my body my property?”, Social Research, vol. 68 núm. 1, 2001, pp. 83101.
143
Estos casos plantean la existencia de límites de la autonomía personal cuando el comportamiento es irracional en el sentido de no apreciar lo que es verdaderamente relevante a la
hora de formar un criterio respecto de la actividad en la que la persona está involucrada. En
los casos del contrato de esclavitud y de la venta de órganos se produce una colisión entre el
ejercicio de la autonomía y el valor de la dignidad humana pues estamos ante decisiones que
no afectan a terceras personas, pero que suponen una afectación a la dignidad humana de la
persona que las toma, esto es, al valor mínimo que cada persona tiene en su condición de ser
humano y que «impide que su vida o su integridad sea sustituida por cualquier valor social».
Cfr. E. FERNÁNDEZ GARCÍA, “Estado, sociedad civil y democracia”, Valores, derechos y Estado a finales del siglo XX, Dykinson, Madrid, 1996, p. 151. Esta importancia capital determina,
como defiende N. HOERSTER, “Acerca del significado de dignidad humana”, En defensa del
positivismo jurídico, Gedisa, Barcelona, 1992, p. 102, que a través del principio de dignidad humana tengamos un criterio «sobre la admisibilidad o inadmisibilidad de formas posibles de
la limitación de la autodeterminación individual». La medida normativa paternalista consistiría en establecer una prohibición sobre el curso de acción escogido, al demostrarse la existencia de un comportamiento, más allá de lo meramente excéntrico, por lo que es precisa una
medida normativa que restrinja la alienación de la dignidad humana. Cfr. R. CARTER, “Justifying Paternalism”, Canadian Journal of Philosophy, núm. 7, 1997, p. 134.
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Las medidas paternalistas que deben adoptarse en estos casos no deberían solamente criminalizar o prohibir el comportamiento sino que también deberían maximizar la libertad de elección que realizan las personas,
asegurando que tengan el más amplio abanico de elecciones posibles sobre qué hacer con su vida144. En muchas ocasiones ha sido la necesidad
(económica) la que ha llevado a esas personas a pretender realizar esos
comportamientos, por lo que habría que preguntarse si eliminando las
circunstancias que los han generado, seguirían realizando el mismo comportamiento. Por otro lado, estas medidas normativas paternalistas no
nos lanzan por la pendiente resbaladiza hasta el moralismo legal ya que, como señala Danny Scoccia, no se produce la imposición de un valor sustantivo en la persona si ésta está preocupada por su futuro bienestar145. La
persona que se vende como esclava o se presta como cobaya humana en
un ensayo clínico, la que vende uno de sus riñones o conduce una motocicleta sin llevar correctamente puesto el casco protector, generalmente no
son agentes que se despreocupan de su futuro bienestar sino que desean
tener una buena vida. Salvo en algunos casos específicos, su comportamiento no puede ser considerado como una simple actividad que implica
riesgo y que define un modo de vida.
Un segundo grupo de Faustos es el formado por las personas involucradas en actividades que suponen un determinado modo de vida y que entrañan riesgo146. Si dejamos a un lado las motivaciones fuertes para adoptar un
144
D.H. REGAN, “Justification for paternalism”, cit., pp. 193-194.
D. SCOCCIA, “Paternalism and respect for Autonomy”, cit., p. 325. En cambio, C.
TOMÁS-VALIENTE, “The justification of paternalism”, cit., p. 446, sostiene que la admisión de estas medidas paternalistas «inevitablemente haría caer por una peligrosa pendiente resbaladiza, ya que podría ser usada para justificar la prevención paternalista de
cualquier decisión autónoma (y de la prohibición de cualquier colaboración externa) que
pudiera conducir a la muerte (suicidio, rechazo de tratamientos médicos salvadores,
huelgas de hambre), al igual que los comportamientos que impliquen riesgos para la vida
o para la salud (ciertos deportes o actividades peligrosos, fumar, incluso hábitos inadecuados de alimentación), dado el hecho de que la muerte (y, en un menor grado, la enfermedad) obviamente excluyen toda posibilidad de autonomía personal futura». En mi
opinión, esta postura llevaría el argumento demasiado lejos, pues aun admitiendo la
adopción de medidas paternalistas cuando se produce una decisión que puede suponer
un grave daño e irreparable, dicha admisión no es ilimitada sino que es sometida a ciertos controles cualitativos.
146
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 160; D.H. REGAN, “Paternalism, freedom,
identity and commitment”, cit. p. 121.
145
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determinado plan de vida que pueda entrañar más riesgo, como puede ocurrir en algunos casos con la religión147, no debemos olvidar que en todos los
grupos de personas una parte de sus componentes pueden llegar a definir
su vida a través de una actividad que supone incrementar el riesgo que una
personal normal estaría dispuesta a asumir. Tienen menor aversión al riesgo
y, por ese motivo, han evaluado de forma distinta el grado de probabilidad
de que les ocurra un daño como resultado de un determinado comportamiento, o han considerado que el daño no es tan grave, o que necesitan ese
comportamiento arriesgado para sentirse vivos, o que a pesar del riesgo el
objetivo merece la pena148.
¿Hasta qué punto puede afirmarse que estas personas que definen su vida de una determinada manera, atendiendo a la actividad que realizan (mo147
Un caso peculiar se planteó ante la Comisión Europea de Derechos Humanos cuando un ciudadano británico que profesaba la religión sig solicitó que, por motivos religiosos,
le fuera excepcionada la aplicación de la norma que obligaba a conducir una motocicleta
llevando un casco reglamentario. La Comisión ponderó los valores, principios y derechos
que se encontraban en juego en el asunto concreto y resolvió en contra del particular al señalar que la limitación de la libertad religiosa estaba plenamente justificada por motivos de
protección de la salud. Es evidente que dicha solución no concuerda con la tesis de estas
páginas ya que, en mi opinión, es preferible salvaguardar el derecho a la libertad religiosa
que la norma que prohíbe un comportamiento que no afecta a terceras personas y que ‘impone un comportamiento por el propio bien de la persona que lo ejecuta’. Como señala
D.H. REGAN, “Justification for paternalism”, cit., p. 200, «podría haber individuos que, si
sólo se les permitiese conducir motocicletas llevando un casco, preferirían no conducirlas.
Si a estos individuos debería permitírseles conducir sin cascos sólo dependerá de cuan importante sea conducir para ellos, pero como tales individuos son muy inusuales, creo que
podrían tener derecho a una excepción». En el mismo sentido se pronuncia A. WEALE,
“Paternalism and social policy”, Journal of Social Policy, núm. 7, 1978, pp. 170-171, cuando
señala que la interferencia de la medida paternalista ni debe ser severa ni interferir con un
elemento significativo del plan de vida de una persona. Imaginemos ahora que el motivo
que alega el motorista no es religioso sino su pertenencia a un determinado club, como
puede ser el californiano Los Ángeles del Infierno. ¿Cambiaría nuestra valoración?; ¿la pertenencia al club de este segundo motorista no define su vida de igual manera que en el caso
de la religión?
148
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 110. Es muy ilustrativa la entrevista que
Rosa Montero hace a Juan Oiarzabal, publicada en El País Semanal el 23 de noviembre de
2003. En un momento de la entrevista el alpinista reconoce que en nueve ocasiones ha estado
a punto de morir; en otro, que después de haber coronado 20 veces cumbres de más de ocho
mil metros tiene una relación muy cercana con la muerte; y, por último, que en alpinismo la
zona por encima de los siete mil metros se denomina ‘zona de la muerte’ por las condiciones
extremas de presión y de falta de oxígeno.
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tociclistas, alpinistas, practicantes de surf), poseedores de diferentes valores,
no aprecian lo que es verdaderamente relevante a la hora de formar un juicio o criterio respecto de la actividad en la que están involucradas?, esto es,
¿las personas que definen su plan de vida a través de una actividad de riesgo son incompetentes básicos? En primer lugar creo necesario advertir que
dichas actividades no es posible prohibirlas por el simple hecho de ser peligrosas149. En segundo lugar, como reconoce Ernesto Garzón Valdés, no hay
que negar la competencia básica a aquellas personas que prefieren «correr el
riesgo de un daño seguro o altamente probable en aras de su propio placer o
felicidad»150. En tercer lugar, el nivel de riesgo de la actividad no es universal sino que dependerá de cada persona ya que, como señala Thompson, «la
gravedad comparativa del daño o beneficio es discutible»151. Así, la travesía
a nado del Estrecho de Gibraltar es una empresa que entraña un riesgo que
será mayor o menor si la emprende un nadador aficionado o el campeón
olímpico de natación en aguas abiertas. El hecho de que una determinada
práctica sea peligrosa no significa que deba prohibirse ya que hay riesgos
que las personas tienen derecho a asumir152.
Por lo general, el hecho de estar involucrado en una de esas actividades
peligrosas que definen un modo de vida supone que la persona asume y es
consciente del riesgo existente y de las medidas que deben adoptarse para
minimizar los posibles daños y poder seguir disfrutando de la misma153. De
este modo, los habituales de una práctica que entraña riesgo suelen hacer
gala de una perfecta racionalidad haciendo innecesarias las normas heterónomas, pero, como no vivimos en esa sociedad de ángeles, la existencia de
149
D.H. REGAN, “Paternalism, freedom, identity and commitment”, cit. p. 121.
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. p.
169. En contra de esta postura se pronuncia P. DIETERLEN, “Paternalismo y Estado de bienestar”, cit., p. 189, cuando advierte que debe interferirse de forma paternalista en casos en los
que la imprudencia o la temeridad se hacen muy presentes y el daño al que se exponen es
grande y con una alta probabilidad de que suceda.
151
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 234; D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health”, cit., p. 39.
152
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 160.
153
La entrevista con Juan Oiarzabal aporta luz en este punto cuando afirma que los alpinista tienen «el código de no sobrepasar jamás la hora de bajada, hay un momento en el que
hay que bajar porque seguir después de esa hora puede ser la muerte. Y, hayas llegado arriba
o no, tienes que volver (...) Siempre he seguido ese código de saber que tengo que llegar a una
cumbre como muy tarde a una hora determinada, y si no darme la vuelta (...) La madurez y la
experiencia te enseñan muchas cosas».
150
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normas jurídicas paternalistas que impongan medidas de seguridad para
evitar daños graves e irreparables siguen siendo necesarias para el primer
grupo de Faustos, esto es, las personas que no han evaluado el riesgo que
entraña la actividad y que ponen en peligro un bien primario en pos de la
consecución de uno secundario.
4.
EL CONSENTIMIENTO ORIENTADO HACIA EL FUTURO
La intervención paternalista del Estado que hasta aquí he defendido tiene como objetivo proteger la autonomía de las personas, pues el proceso de
formación de su voluntad estaba viciado, ya pertenezcan a la primera o a la
segunda categoría, esto es, (i) personas que por alguna razón objetiva siempre van a ser consideradas como incompetentes básicos para realizar ciertos
actos o (ii) personas que son incompetentes básicos sólo bajo determinadas
circunstancias y para determinados actos. Gerald Dworkin ha sido uno de
los autores que más esfuerzo ha realizado en demostrar la importancia del
consentimiento a la hora de justificar la imposición de una medida paternalista sin violar el principio de autonomía. El consentimiento al que alude
Dworkin no es el expreso o el tácito sino el consentimiento orientado hacia el
futuro154.
Podría considerarse, antes de nada, que esta estrategia de Dworkin encierra una situación paradójica, porque, como señala Douglas Husak, «¿Cómo puede consentirse una interferencia? Si uno consiente una intervención
paternalista, ¿no sería gracioso caracterizarla como una interferencia? Parecería que una condición necesaria para describir un acto como una interferencia con la libertad del agente es que el agente no la haya consentido»155.
La paradoja se resuelve, según el propio Husak, si se tiene en cuenta que el
consentimiento orientado hacia el futuro que propone Gerald Dworkin se
asemeja al consentimiento hipotético que se utiliza en los cuasi-contratos. Esta
es una situación en que una de las partes no ha manifestado su consentimiento pero está ligada a la otra porque «es razonable creer que el agente
habría consentido si la oportunidad de consentir hubiera estado presente»156.
154
155
156
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 156.
D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., pp. 30-31.
D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 31
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Así, Gerald Dworkin, trasladando el esquema de los cuasi-contratos y el
consentimiento hipotético, logra justificar las interferencias paternalistas
mediante el respeto al principio de autonomía. Ciertas medidas paternalistas no suponen una violación de la autonomía porque ésta no se ha formado
correctamente y, por lo tanto, «es razonable pensar que el consentimiento se
manifestará pronto, cuando la condición temporal que impide al agente
consentir desaparezca»157. La medida paternalista supone adoptar las decisiones que las personas posiblemente habrían adoptado si hubieran sido
plenamente competentes. La temporalidad y la finalidad última de la medida paternalista encajan perfectamente con el esquema que propone Gerald
Dworkin porque dicha medida sólo podrá ser aplicada, y sólo estará justificada, durante el tiempo necesario para corregir el proceso de formación de
la voluntad, esto es, sólo tiene sentido mientras se mantiene la incompetencia básica. Su objetivo es el de acabar con la situación de incompetencia básica, y una vez que haya logrado dicho objetivo su aplicación debe decaer158.
Pensemos en el caso de una médico que debe decidir si realiza una
transfusión de sangre salvadora a una persona que, por causa de un accidente, se encuentra en estado inconsciente. La intervención estará justificada, aún sin contar con el consentimiento de esta persona que no es racional,
para evitar que se produzca un daño irreversible en un bien primario como
es la vida o la integridad física159. Esto se debe a que es razonable pensar,
existe una buena evidencia o una fuerte presunción de que esa persona, en
condiciones normales, habría consentido la interferencia, esto es, habría consentido que se realizase la transfusión. En cambio, no sería razonable la intervención paternalista y no habría una buena evidencia que la justificara si,
por ejemplo, la persona que necesita la transfusión de sangre tuviera en su
poder un documento que indicase ‘por motivos religiosos, en caso de nece157
D.N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., pp. 31-32.
T. BEAUCHAMP y J.F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., pp. 266-268, critican la tesis de Dworkin porque «no incorpora un consentimiento real» por lo que «podría justificar probablemente más paternalismo que el que en principio prevén los defensores». La
imposición de medidas paternalistas se justifica apelando al bienestar futuro: «No controlamos a los niños porque pensemos que consentirán más tarde o que aprobarían racionalmente
nuestras intervenciones. Interferimos porque pensamos que tendrán vidas mejores (o, al menos, de menor riesgo), lo sepan o no». No obstante, posibles consecuencias no deseadas de su
postura les lleva a sostener que no puede permitirse que la autonomía se restrinja sustancialmente.
159
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 159.
158
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sidad clínica, no me hagan ningún tipo de transfusión’160. La razonabilidad y
la buena evidencia desaparecen porque en ese caso el bien primario que debe protegerse ya no se define sólo como la vida o la integridad física sino como la vida o la integridad física asociada con una determinada religión.
El primer caso propuesto no plantearía ningún problema adicional si el
hipotético consentimiento futuro se actualizase, esto es, si se convirtiese en
consentimiento expreso. La solución satisfactoria de ese caso, o de otros parecidos, no significa que el esquema que propone Gerald Dworkin no pueda
plantear problemas adicionales porque, como señala Husak, «la creencia razonable de que el consentimiento será otorgado por un agente no garantiza
que su autonomía no será violada, ya que la autonomía permitiría a un
agente elegir hacer lo que otros podían no haber razonablemente esperado»161. Si retornamos al primer caso, ¿qué ocurriría si la persona posteriormente no actualiza su consentimiento?; ¿cómo afectaría dicha decisión a la
justificación de la interferencia paternalista? Gerald Dworkin no resuelve
este problema porque parece que su teoría exige que el consentimiento futu160
Este documento es el Documento de Instrucciones Previas y tiene como finalidad garantizar
que su portador era competente cuando emitió dichas instrucciones, que dichas instrucciones siguen estando vigentes, y deben suponer una barrera infranqueable tanto para el resto de personas como para la Administración pública. Este documento garantiza la autonomía de las personas en los momentos en que se ha perdido la capacidad para manifestarse, ya sea por enfermedad
o por fallecimiento. En este documento las personas consignan de forma anticipada su voluntad
para que ésta se cumpla cuando se llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sean capaces
de expresarla personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, si se fallece, sobre
el destino del cuerpo o de los órganos. Este documento trata de resolver el problema de la relevancia moral y jurídica que tienen las manifestaciones de voluntad previa a un período de incompetencia. Como señalan T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p.
123, este tipo de documento garantiza que «la gente pueda seguir conservando el control sobre
sus propias vidas, aun en el caso de que se conviertan en incompetentes». Este documento de instrucciones previas permite que el resto de la comunidad conozca las preferencias o el plan de vida
de la persona. La necesidad de un documento de este tipo se debe a que, como señala D.
THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 235, «con frecuencia es difícil saber lo que quiere una
persona concreta, aun en los casos individuales donde las partes interactúan personalmente». En
todo caso, mantiene una postura pesimista al respecto porque afirma que «las declaraciones previas tal vez no sean relevantes en las actuales circunstancias». Los dos principales problemas que
pueden hacer comprender ese pesimismo son, primero, cuál es el procedimiento para que la declaración de voluntad de las personas sea válida y tenida en consideración sin que pueda tergiversarse su sentido; segundo, cuál es el procedimiento para revocar esas manifestaciones de voluntad. Cfr. T. BEAUCHAMP y J. F. CHILDRESS, Principios de Ética Médica, cit., p. 122.
161
D. N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., p. 32
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ro obligatoriamente debe actualizarse. Una posible solución la ofrece Douglas Husak cuando indica que en la teoría del consentimiento orientado
hacia el futuro realmente no importa si se actualiza el consentimiento de forma tácita o expresa, sino que lo verdaderamente importante a la hora de justificar la interferencia paternalista es si era razonable creer que se consentiría
la interferencia162.
La determinación de las situaciones en que un individuo aceptaría la imposición de restricciones paternalistas no es una cuestión resuelta definitivamente
sino que puede haber casos problemáticos163. Una respuesta apresurada nos
pondría en la pendiente que conduce al moralismo legal o al paternalismo injustificado164. Joel Feinberg propone la siguiente respuesta: «cuando el comportamiento parezca a todas luces autodañoso y sea de una clase que la mayoría de
las personas tranquilas y normales no se involucrarían, entonces hay una base
sólida, aunque sólo de tipo estadístico, para inferir lo contrario (...) Hay un tipo
de acciones que crean una fuerte presunción de que ningún actor, si estuviera en
su sano juicio, las escogería»165. En todo caso, esta presunción puede ser refutada, por lo que siempre debe construirse de manera objetiva, intentando obtener
la mayor cantidad de información posible con el fin de esbozar un esquema lo
más completo posible de la persona afectada. En este sentido, Carmen TomásValiente advierte que esta presunción «no puede hacerse en abstracto» sino que
deben tenerse en cuenta «las circunstancias que rodean la intervención paternalista» porque son las que van a determinar «la legitimidad de la medida». Entre
esas circunstancias destaca «la competencia y racionalidad del individuo, si la
interferencia afecta o no a su escala de valores, la gravedad del daño que va a
evitarse, el grado de limitación de la libertad, o el uso de coacción que supone la
intervención»166. En especial, por lo que ahora respecta, hay que estar seguro de
conocer los valores de una persona antes de derogar su voluntad porque de lo
contrario estaré limitando ilegítimamente su decisión167. Hodson señala al respecto que cuanta menor cantidad de información se tenga sobre la persona que
162
D. N. HUSAK, “Paternalism and Autonomy”, cit., pp. 33-34; R. CARTER, “Justifying
Paternalism”, cit., p. 136.
163
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 157.
164
D. WIKLER, “Persuasion and coercion for health” cit., p. 44.
165
J. FEINBERG, “Legal Paternalism”, cit., p. 113; D.B. WEXLER, “Therapeutic justice”,
cit., p. 332; R. CARTER, “Justifying Paternalism”, cit., p. 137; D. WIKLER, “Persuasion and
coercion for health”, cit., p. 41.
166
C. TOMÁS-VALIENTE, “The justification of paternalism”, cit., p. 449.
167
D. LUBAN, “Paternalism and the legal profession”, cit., p. 473.
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va a ser coaccionada, existirá mayor dificultad para hacer predicciones adecuadas sobre la futura decisión de éste168.
Si se dispone de poca información o se desdeñan datos, entonces se
corre el riesgo de crear artificialmente el consentimiento169. El segundo caso propuesto sirve para ilustrar esta situación. Si la persona llevase el
mencionado documento, es evidente que el personal sanitario no puede
razonablemente pensar que el accidentado habría consentido en ese momento o que consentirá en el futuro la transfusión. La persona ya ha manifestado expresamente cual es su opción personal (no quiere ser transfundida), de la cual no puede deducirse o esperar su consentimiento en
el futuro, y dicha opción debe ser respetada aunque las consecuencias
que conlleva sean graves. Como señala Francisco Laporta, no debe admitirse el establecimiento de medidas paternalistas por el bien de las personas que expresamente niegan el consentimiento o que hay razones o indicios más que suficientes para concluir que va a negarlo170. Así, la
medida paternalista consistente en realizar la transfusión de sangre no
podría justificarse porque no se basa en una deficiencia del proceso de
formación de la voluntad sino en el contenido de la decisión que nos parece irracional.
5.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La postura que se defiende en este trabajo supone que no puede manejarse un concepto material de autonomía171 que niegue competencia a las
personas porque sus elecciones sean extrañas o diferentes a las de la ma168
J. HODSON, “The principle of paternalism”, cit., p. 66.
J. HODSON, “The principle of paternalism”, cit., p. 63. D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 233, señala que otra forma de crear un consentimiento futuro artificial se produce cuando la intervención paternalista «puede cambiar a los individuos de tal modo que sus
futuras decisiones, aunque no sean deficientes, no se asemejen en absoluto a las que hubieran
tomado, de no existir la intervención». E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el
paternalismo jurídico?”, cit. p. 164, advierte otro posible peligro: «podría también suceder
que aun años después de la intervención paternalista, quien fue objeto de ella no esté dispuesto a aceptarla. En este caso habría que decir que la persona en cuestión debe seguir siendo objeto de atención paternalista porque no comprende la bondad de la medida».
170
F. LAPORTA, Entre el Derecho y la Moral, cit. p. 55.
171
Véase R. H. FALLON, “Two senses of autonomy”, Standford Law Review, núm. 46,
1994, pp. 875-905.
169
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A vueltas con el paternalismo jurídico
255
yoría. Eso hace que en la inmensa mayoría de las ocasiones deban reconocerse las opiniones y decisiones de las personas que conceden importancia
a valores que la mayoría de la sociedad puede considerar menos importantes que otros172. La existencia de esas ciertas ocasiones hace que desaparezca la presunción racional de que toda persona evitaría un comportamiento autodañoso. Como advierte Dennis Thompson, «la legislación
paternalista, aplicada al conjunto de la sociedad, no se ajusta fácilmente a
las preferencias expresas o a los planes de vida de los individuos concretos. Ello conduce a la búsqueda de una teoría del bien, que en la medida de
lo posible, invoque solamente valores que puedan aceptar todas las personas racionales»173.
Considero, junto con Garzón Valdés, que el concepto de paternalismo
que aquí se propone y que se justifica a través de la incompetencia básica
de las personas invoca valores que pueden aceptar todas las personas y
para ello «fija un límite que algunos podrán considerar demasiado bajo.
Sin embargo, me parece que es aconsejable mantenerse en esta línea de
mínima y que los casos situados por encima de ella se encuentran en una
zona de penumbra en la cual es muy difícil proponer criterios de aplicación universal»174. La adopción de otro tipo de paternalismo es incompatible con la defensa de la autonomía personal ya que, en la mayor parte de
los casos, pretende la imposición de las medidas jurídico-políticas paternalistas sobre personas competentes o camufla un moralismo trasnochado.
En general, y para concluir, creo que puede afirmarse que los problemas
y las cuestiones que plantea el paternalismo son cuestiones y problemas político-jurídicos perennes que deben ir adaptándose a la situación histórica
concreta175. Si ayer la discusión se centraba en la imposición de instalar obligatoriamente cinturones de seguridad en los automóviles, hoy es la cuestión
del consumo de tabaco y mañana será el consumo de las grasas insaturadas.
172
G. DWORKIN, “Paternalismo”, cit., p. 157.
D. THOMPSON, “Poder paternalista”, cit., p. 235. De ahí que el tipo de paternalismo
jurídico que se defiende en estas páginas sólo sea posible en un Estado de Derecho con una
ética pública no excluyente que respete la autonomía de las personas.
174
E. GARZÓN VALDÉS, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, cit. pp.
169-170.
175
M. BEVIR, “Are there Perennial Problems in Political Theory?”, Political Studies, núm.
42, 1994, pp. 662-675.
173
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Miguel A. Ramiro Avilés
Para estos problemas u otros similares no cabe encontrar una respuesta que
los resuelva definitivamente sino que se trata de cuestiones abiertas al debate y a la reflexión.
MIGUEL A. RAMIRO AVILÉS
Área de Filosofía del Derecho, Universidad Carlos III de Madrid
c/ Madrid 126, 28903 Getafe (Madrid, España)
e-mail: miguelangel.ramiro@uc3m.es
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CUESTIONES JURÍDICAS SOBRE EL DERECHO AL DESARROLLO
COMO DERECHO HUMANO
LEGAL QUESTIONS ABOUT THE RIGHT TO DEVELOPMENT AS
HUMAN RIGHT
ANA MANERO SALVADOR*
Universidad Carlos III de Madrid
Fecha de recepción: 19-12-2005
Fecha de aceptación: 20-1-2006
Resumen:
El derecho al desarrollo es objeto de interesantes debates en la doctrina iusinternacionalista. En este trabajo se analizan las cuestiones clave de este debate: la
existencia del derecho –a través del examen de su pertenencia a la categoría de
derechos humanos y el análisis de su normatividad– y su contenido –valorando
las aportaciones doctrinales y las realizadas por el Experto independiente sobre el
derecho al desarrollo–.
Abstract:
The right to development is the aim of important debates among international
lawyers. This article analyses the keys of this debate: the existence of the right
–testing its quality as a human right and analysing its normative quality– and
its content –by means of international law literature and the contributions of
the United Nations Independent Expert on the right to development–.
PALABRAS CLAVE: derechos humanos, desarrollo, interdependencia, indivisibilidad
y autonomía de los derechos humanos.
KEY WORDS:
human rights, development, interdependence, indivisibility and
autonomy of human rights
* Profesora de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid. Este trabajo ha sido concluido durante mi estancia como Academic Visitor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Buena parte de los fondos consultados provienen de la Bodleian Law Library y del International
Development Centre de dicha Universidad.
Este artículo está dedicado a la memoria de Luis J. Pastor Antolín (1958-2005), Profesor Titular de Geografía de la Universidad de Valladolid (España), que dedicó su vida a conseguir
un mundo mejor.
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258
1.
Ana Manero Salvador
EL DEBATE SOBRE LA EXISTENCIA DE UN DERECHO HUMANO
AL DESARROLLO
1.1.
Introducción
No cabe duda que la relación entre desarrollo y derechos humanos introduce una perspectiva interesante para el Derecho Internacional en relación
con el denominado derecho humano al desarrollo. El debate sobre este derecho no
ha sido pacífico en la doctrina, tal y como revelan la importancia e intensidad
alcanzadas por los debates relativos a su contenido, su normatividad, su titularidad y, en definitiva, su propia existencia. Y es que, en efecto, no resulta
sencillo adoptar una posición sobre la existencia del derecho al desarrollo como derecho humano, pese a los valiosos esfuerzos doctrinales realizados1.
1
Desde los trabajos clásicos elaborados por K. M´BAYE, “Le droit au développement comme un droit de l´homme”, Revue des droits de l´homme, núm. V(2-3), 1972, H. GROS ESPIELL, Derecho Internacional del Desarrollo, Cuadernos de la Cátedra “J.B. Scott” Universidad de Valladolid, Valladolid, 1975, J.A. CARRILLO SALCEDO, “El derecho al desarrollo como derecho de la persona
humana”, REDI, núm. XXV (1-4), 1972, o J. ÁLVAREZ VITA, Derecho al desarrollo, Instituto Peruano de Derechos Humanos, Cultural, Cuzco y Lima, 1988, a los más actuales de N. VALTICOS, “La
notion des droits de l´homme en Droit International”, VV.AA., Mélanges Michel Virally. Le Droit International au service de la paix, de la justice et du développement, Pedone, Paris, 1991, F. GÓMEZ ISA,
El derecho al desarrollo: entre la justicia y la solidaridad, Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Deusto, Bilbao, 1998, M. PÉREZ GONZÁLEZ, “El derecho al desarrollo como derecho humano”, C. BRUQUETAS (coord.) El derecho al desarrollo o el desarrollo de los derechos, Editorial Complutense, Madrid, 1991, M. PÉREZ GONZÁLEZ, “Algunas reflexiones sobre el derecho al
desarrollo en su candidatura a derecho humano”, El Derecho Internacional en un mundo en transformación. Le Droit International dans un monde en mutation. International Law in an evolving world. Liber
Amicorum Eduardo Jiménez de Aréchaga, Fundación de cultura universitaria, Montevideo, 1994, H.
GROS ESPIELL, “El Derecho al Desarrollo veinte años después: Balance y perspectivas”, A. HERRERO DE LA FUENTE, (coord.), Reflexiones tras un año de crisis, Consejo Social de la Universidad
de Valladolid, Valladolid, 1996, K. SINGH, “Droit au développement: l’ optique de l’ UNESCO”,
en VV.AA., Les droits de l’ homme à l’ aube du XXIe siècle. Los derechos humanos ante el siglo XXI. Human Rights at the dawn of the Twenty-first Century. Karel Vasak Amicorum Liber, Bruylant, Bruxelles,
1999, A. TEITELBAUM, La crisis actual del derecho al desarrollo, Instituto de Derechos Humanos de la
Universidad de Deusto, Bilbao, 2000, C.R. FERNÁNDEZ LIESA, “El Derecho Internacional de los
derechos humanos en la sociedad internacional”, en A. GUERRA, y J.F. TEZANOS, (ed.) La paz y
el Derecho Internacional. III Encuentro de Salamanca, Sistema, 2005, o A. SENGUPTA, “Realizing the
Right to Development”, Development and Change, núm. 31, 2000. Sin olvidar los Informes de este
autor que actualmente ostenta el cargo de Experto Independiente sobre el derecho al desarrollo,
Primer Informe del Experto Independiente E/CN.4/1999/WG.18/2, Segundo Informe E/CN.4/
2000/WG.18/2, Tercer Informe E/CN.4/2001/WG.18/2, Cuarto Informe E/CN.4/2002/WG.18/
2, Quinto Informe E/CN.4/2003/WG.18.2 y Sexto Informe E/CN.4/2004/WG.18/2.
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259
Probablemente donde se ha logrado un mayor consenso doctrinal es en
la cuestión de la titularidad, ya que se considera que el derecho al desarrollo
es un derecho, que para ser efectivo debería tener una titularidad individual
y otra colectiva o estatal2. Aun así, se ciernen dudas sobre la existencia de este derecho, más concretamente sobre tres cuestiones: su normatividad, su
positivación y su contenido.
En este sentido, vamos a someter al derecho al desarrollo a varios tests de
pertenencia a la categoría de derechos humanos. A continuación entraremos en
el análisis de su positivación a través del estudio del texto básico sobre el cual se
sigue trabajando en Naciones Unidas, esto es, la Declaración sobre el Derecho al
2
Esta doble titularidad es consecuencia, según Pellet, de la conjunción de dos flujos jurídicos, que hasta ahora se han desarrollo separadamente : el derecho internacional del desarrollo y el derecho internacional de los derechos humanos. Por tanto, no es de extrañar que el
derecho al desarrollo tenga como titulares a la vez a los seres humanos y a los Estados y otras
colectividades. A. PELLET, “Note sur quelques aspects juridiques de la notion de droit au développement”, en VV.AA., La formation des normes en droit international du développement. Table
Ronde franco-maghrébine, CNRS-Office des publications universitaires Alger, Paris, Alger,
1984, p. 79.
En esta línea, Uribe Vargas considera que el derecho al desarrollo tiene un doble carácter:
es un derecho individual en la medida en que cada ser humano se beneficiará de una política
de desarrollo destinada a satisfacer las necesidades fundamentales del ser humano; y es, al
mismo tiempo, un derecho colectivo, ya que un Estado puede participar del nuevo orden
económico internacional, orientado en favor de los países pobres y los pueblos que viven en
la miseria. D. URIBE VARGAS, “La troisième génération des droits de l´homme”, RCADI,
1984-I, p. 368.
En este mismo sentido reproducimos las palabras de Abi-Saab: “if we want a right to development which goes beyond what is achieved by two United Nations Covenants on human rights, we
have to think in terms of a collective right. This right, to become legally operative, has to have clearly
defined subjects and content. The content is in process of being crystallized and generally accepted, at
least in its broad principles, in the form of the [New International Economic Order]. But something
has to be added to it if we want to ensure that the benefits of this right are equitably shared on the internal level. It is toward this “missing link” between the collective and the individual rights that legal
thinking should be directed if we want the right to development to achieve its ultimate purpose, which
can only be to enable society to develop within the international community, in order to make possible
the self-realization of man in society.” G. ABI-SAAB, “The legal formulation of a right to development (subjects and content)”, en R-J. DUPUY, Le droit au développement au plan international.
Colloque, La Haye, 16-18 octobre 1979. The right to development at international level. Workshop,
The Hague, 16-18 october 1979, Sijthoff & Noordhoff, La Haye-The Hague, 1980, p. 174.
A pesar de este consenso sobre la titularidad, es preciso hacer notar que las diferencias
doctrinales sobre la existencia de este derecho, condicionan cualquier avance teórico sobre la
relevancia práctica del mismo.
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Desarrollo3. Y, por último, procederemos a examinar el contenido de este derecho y, en su caso, constatar o rechazar su autonomía como derecho humano.
1.2.
Criterios de pertenencia al Derecho Internacional de los derechos humanos
Someter el derecho al desarrollo a una serie de tests de derechos humanos permite responder a la cuestión de si se puede considerar a este derecho
como derecho humano. A tal efecto son importantes las aportaciones de autores como Ramcharan o Alston.
i) Ramcharan establece la distinción entre simple legal right y human right.
Este último gozaría de un plus en relación al primero.4
La primera condición que debe cumplir un simple legal right consiste en
su positivación en una de las fuentes recogidas en el art. 38.1 del Estatuto
del TIJ5, requisito que no cumple, a priori, el derecho al desarrollo.6
3
Res. AGNU 41/128. Esta resolución de la Asamblea General es el instrumento de referencia del Experto Independiente y del Grupo de Trabajo sobre el derecho al desarrollo.
4
“The existence of a right in international law must, therefore, be grounded in a source
such as those recognized in article 38 (2) of the Statute of the International Court of Justice.
Whether a human right as opposed to a simple legal right requires certain additional qualitative
characteristics”. B. G. RAMCHARAN, “The concept of Human Rights in Contemporary International Law”, CHRY-ACDP, 1983, p. 271.
5
Id., p. 271.
No obstante, es preciso hacer referencia a las críticas que esta disposición ha suscitado, ya
que como señalan González Campos, Sánchez Rodríguez y Andrés Sáenz de Santa María, el
planteamiento del art. 38.1 “es inapropiado en sus dos elementos constitutivos. En cuanto a
la noción de las “fuentes del derecho”, su empleo ha sido criticado por la doctrina más reciente dado que constituye, de una parte, una metáfora llena de equívocos, pues la analogía
con un curso de agua requiere una distinción ulterior entre el “origen” o la emanación de la
norma y su “causa”, los factores sociales que han determinado su creación. Lo que conduce a
una distinción ulterior entre las “fuentes formales” y las “fuentes materiales” de la norma,
para retener como verdaderas “fuentes de producción jurídica” sólo las primeras. De otra
parte, porque es una noción poco adecuada para explicar satisfactoriamente cómo se crea el
derecho en una sociedad como la internacional, mucho más compleja que la interna por carecer de un poder político central que pueda dictar normas con eficacia general. Y en cuanto al
segundo elemento, hoy existe en la doctrina un acuerdo general en que la indicación de los
modos de creación del derecho internacional del artículo 38.1 del Estatuto del TIJ no es completa. Pues junto a los tratados y la costumbre como modos principales, el citado precepto
omite otros dos, actualmente reconocidos por la jurisprudencia internacional, a saber: los actos
adoptados por los órganos de las instituciones internacionales a los que el Tratado constitutivo
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La mayor dificultad a la que nos enfrentamos desde la teoría de Ramcharan es la calificación del derecho al desarrollo como simple legal right,
ya que la característica fundamental de esta calificación reside en su positivación dentro de las fuentes tradicionales del Derecho Internacional recogidas en el art. 38.1 del Estatuto del TIJ. Desde esta perspectiva, si el derecho
al desarrollo ha sido recogido fundamentalmente en textos calificables de
soft law no podemos calificarlo como simple legal right. De ahí que la construcción del derecho al desarrollo como derecho humano tropiece en el primer paso. De no cumplirse la primera condición, no parece adecuado proceder al análisis del resto de los requisitos que este autor establece.7
ii) Por su parte, Alston muestra una cierta preocupación por la inflación
de derechos humanos que conduce a una devaluación del concepto. Inquietud que lleva a este autor a configurar unos criterios que deberían cumplir
5
de la Organización atribuye un efecto obligatorio para sus miembros y, en segundo término,
los actos o declaraciones unilaterales de un Estado que, frente a otro u otros, pueden crear
una obligación jurídica para que el Estado autor del acto y un derecho en favor de aquellos
respecto a su cumplimiento.” J. D. GONZÁLEZ CAMPOS, L.I. SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, y P.
ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA, Curso de Derecho Internacional Público, Civitas, 2ª ed.
revisada, Madrid, 2002, pp. 127 y 128.
6
No obstante, parece oportuno profundizar en el razonamiento de este autor y su teoría sobre los derechos humanos para entender mejor su tesis.
En este sentido Ramcharan indica que:
“[…] Human Rights are legal rights which possess one or more of certain qualitative characteristics, such as:
- appartenance to the human person […]
- universality
- essentiality to human life, security, survival, dignity, liberty, equality
- essentiality for international order
- essentiality in the conscience of mankind
- essentiality for the protection of vulnerable groups.” B. G. RAMCHARAN, “The concept of
Human Rights in Contemporary International Law”, cit. p. 280.
7
Sin embargo, en función de las características que deben predicarse de los derechos
humanos, Ramcharan no cierra la puerta a la consideración del derecho al desarrollo como
derecho humano, pero no aborda la argumentación jurídica necesaria para alcanzar una conclusión. Así, dice que “[t]here is […] lively debate over particular new rights, such the right to development. However, it would follow from the process of reasoning followed above and from examination
of the practice that it is open to authoritative organs such as the General Assembly of the United Nations to recognize new rights and to declare or proclaim their existence, particularly if an international
consensus exists over the recognition of such a right. Whether the asserted right is of a mandatory, or
binding nature, or of nascent, aspirational or programmatic character, is an issue which must be determined in each case in the light of all relevant evidence.” Id. p. 281.
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los nuevos derechos para poder ser considerados derechos humanos. Estas
condiciones son:
1. Reflejar un valor social fundamental;
2. Ser relevantes a nivel universal;
3. Desprenderse de una interpretación de la Carta de las Naciones
Unidas, reflejar una norma consuetudinaria, o declarar un principio
general del Derecho;
4. Estar en conformidad con, pero no ser una simple repetición, del cuerpo existente en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos;
5. Ser capaz de alcanzar un alto grado de consenso internacional;
6. Ser compatible, o al menos no manifiestamente incompatible con la
práctica general de los Estados; y
7. Ser suficientemente claro en el establecimiento de derechos y obligaciones8.
¿Cumple estas condiciones el derecho al desarrollo?. A nuestro juicio, el
derecho objeto de nuestro análisis refleja un valor social fundamental –la lucha
contra la pobreza– , es relevante a nivel universal –el subdesarrollo es un problema que afecta a la mayor parte de los Estados de la Comunidad Internacional–, no es incompatible con la práctica general de los Estados –los Estados desarrollados, a través de los mecanismos de cooperación, participan en la lucha
contra el subdesarrollo– e incluso podemos considerar que ha alcanzado un alto grado de consenso internacional –la celebración de conferencias internacionales que giran en torno al objetivo del desarrollo es muestra de ello–. Con todo, varias cuestiones quedan fuera del alcance del derecho al desarrollo.
Que el derecho al desarrollo se desprenda de la interpretación de la Carta de
Naciones Unidas, que refleje una norma consuetudinaria o que declare un principio general del Derecho, es muy cuestionable.9 Asimismo, y en relación con el
8
P. ALSTON, “Conjuring up a New Human Rights: A Proposal for Quality Control”,
AJIL, núm. 78(3), 1984, p. 615 y ss.
9
No es fácil dilucidar esta cuestión. En primer lugar, debemos hacer referencia a los arts. 55.1 y 56 de la Carta. El primero de ellos establece que “[c]on el propósito de crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre
las naciones, basadas en el respeto al principio de igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, la Organización promoverá niveles de vida más elevados, trabajo
permanente para todos, y condiciones de progreso y desarrollo económico y social”.
Por su parte, el art. 56 dispone que “[t]odos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los
propósitos consignados en el Artículo 55”.
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contenido del derecho al desarrollo, no es pacífico considerar que este derecho
consista en la realización del resto de derechos humanos, o que su contenido sea
fácilmente identificable a través de la enunciación de una serie de derechos y
obligaciones10. De ahí que, siguiendo los criterios de Alston, difícilmente se puede incluir el derecho al desarrollo en la categoría de los derechos humanos.
Ahora bien, este mismo autor matiza su tesis con lo que denomina appellations contrôlées11. Estaríamos ante un procedimiento de carácter formal que debe seguirse para la elaboración de un nuevo derecho. Este procedimiento debe comenzar a iniciativa del Secretario General de Naciones Unidas, que debe
encargar la realización de un informe que, a su vez, será examinado por un
comité designado ad hoc por la Comisión de derechos humanos y que culminaría en una resolución de la Asamblea General12.
De esta forma, a priori, podríamos afirmar que de la interpretación de la Carta se deriva
el derecho al desarrollo en tanto que todos los miembros de la organización deberán cooperar
para el desarrollo económico y social. Sin embargo, no encontramos ninguna norma de la
cual se pueda concluir esta afirmación, ya que el derecho al desarrollo se ha plasmado en textos de dudosa normatividad, por lo que no podemos ser concluyentes a la hora de afirmar la
existencia de un derecho al desarrollo que obligue a cooperar para el desarrollo.
10
Esta cuestión será estudiada más adelante, cuando abordemos el estudio del contenido del derecho al desarrollo como derecho humano.
11
ALSTON, P. “Conjuring up a New Human Rights: A Proposal for Quality Control”
cit. p. 620.
12
“[T]he process would be activated by a decision by a UN organ that consideration
should be given to the desirability of recognizing a particular claim as a new human right;
-the Secretary-General would prepare a preliminary study identifying the major qualitative issues raised by the proposal such as: the content and definition of the proposed norm,
the basis on which it may be considered to be part of international law, its relationship to the
existing range of human rights norms, and the extent to which it reflects existing (or proposed) state practice;
-comments on, inter alia, the issues identified in the preliminary study would be solicited
by the Secretary-General from governments, relevant international and regional organizations
and nongovernamental organizations;
- the Secretary-General would prepare a comprehensive study reflecting the comments received […] and dealing with all relevant aspect of the proposal;
- an ad hoc committee designated by the Commission on Human Rights would report,
within 3 months of being appointed, to the Commission on the proposal;
- the Commission would adopt a recommendation on the matter addressed to the General
Assembly; and
- the matter would be considered by the General Assembly, and the process would culminate in the
proclamation of a new human right or in a decision to defer action on the proposal […].” Id. p. 620
y ss.
9
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El derecho al desarrollo cumple con estos criterios, dada la elaboración
del informe sobre el mismo y la formulación de la Declaración sobre el derecho
al desarrollo13, sin embargo, aún no podemos catalogarlo como derecho humano, y ello se debe, fundamentalmente, a las carencias de su positivación, tal y
como se pone de manifiesto en el análisis de la Declaración sobre el derecho
al desarrollo.
Dada la importancia que representa este texto sobre el estudio de la
existencia del derecho al desarrollo como derecho humano, es preciso detenernos brevemente en su estudio.
1.3.
Análisis jurídico de la Declaración sobre el derecho al desarrollo de 198614
El debate sobre la existencia del derecho al desarrollo en el Derecho Internacional de los derechos humanos tiene en un antes y un después de la Declara13
Como es sabido, la Comisión de derechos humanos encomendó al ECOSOC que invitara al Secretario General, junto con la UNESCO y otros organismos especializados, la elaboración de un informe sobre “las dimensiones internacionales del derecho al desarrollo como
derecho humano en relación con otros derechos humanos basados en la cooperación internacional, incluido el derecho a la paz, teniendo en cuenta las exigencias del nuevo orden económico internacional y las necesidades humanas fundamentales.” (Res. 4 (XXXIII) de la Comisión de derechos humanos. E/CN.4/1257).
Este informe, según Bermejo y Dougan, constituye la primera parte del proceso de creación del derecho o “standard setting”, que se verá acompañado de la fase de implementación
con la cual culminará el proceso de creación. R. BERMEJO GARCÍA, y J.D. DOUGAN BEACA, “El derecho al desarrollo: un derecho complejo con contenido variable”, ADI, núm. VII,
1985, p. 230.
Este informe acompañado de la profusión de resoluciones de la Asamblea General sobre
el derecho al desarrollo, y que culminan con la Declaración sobre el derecho al desarrollo, tiene como resultado el cumplimiento de estos requisitos. De todos modos, este test carece de
una referencia explícita al estudio de las resoluciones de la Asamblea General, y es que a
pesar de las buenas intenciones de parte de la doctrina y de la deseable realización del derecho al desarrollo, su formulación ha topado, constantemente, con las barreras de su normatividad.
Con todo, el propio Alston considera que “[n]one of the studies undertaken to date has
conclusively established the existence of a right to development”. P. ALSTON, “The right to
development at international level”, en J-R. DUPUY, Le droit au développement au plan international. Colloque, La Haye, 16-18 octobre 1979. The right to development at international level. Workshop, The Hague, 16-18 october 1979, Sijthoff & Noordhoff, La Haye-The Hague, 1980, p. 106.
14
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Cuestiones jurídicas sobre el derecho al desarrollo como derecho humano
265
ción sobre el Derecho al Desarrollo de 1986.15 Efectivamente, la aprobación de esta
Declaración supuso para determinados autores la consagración de la existencia
del derecho al desarrollo como derecho humano16. Esta posición fue asumida
por el Experto Independiente y por el Grupo de Trabajo sobre el derecho al desarrollo, que, como veremos, no cuestionan las carencias jurídicas de este texto.
Si bien no consideramos que, con carácter general, las resoluciones de la
Asamblea no tengan ningún valor jurídico, es preciso analizarlas caso por
caso para poder extraer conclusiones bien formadas17. Las resoluciones de la
15
H. THIERRY, “L´extension du concept de droits de l´homme”, RCADI, 1990-III, p. 183,
R. CHOWDHURY, and J.I.M. WAART, “Significance of the right to development: an introductory view”, en R. CHOWDHURY, R. et al. (eds.) The Right to Development in International
Law, Kluwer, The Hague, 1992, p. 10 y 11 y W.E. LANGLEY, Encyclopedia of Human Rights Issues since 1945, Fitzroy Dearborn Publishers, London, 1999, p. 97.
Sobre la situación anterior, ver P. SIEGHART, The International Law of Human Rights, Clarendon Press, Oxford, 1984, p. 374 y 375.
16
U. BAXI, “The Development of the Right to Development”, en J. SYMONIDES, Human Rights: New Dimensions and Challenges, UNESCO- Dartmouth-MPG Books Ltd, Cornwall,
1998, p. 99 y C-A. COLLIARD, “L´adoption par l´Assemblée Générale de la Déclaration sur le
Droit au Développement”, AFDI, 1987, p. 622.
Si bien existen intentos previos por parte de la doctrina para constatar la positivación de
este derecho. Ver Z. HAQUANI, “Le droit au développement: fondements et sources”, en RJ. DUPUY, Le droit au développement au plan international. Colloque, La Haye, 16-18 octobre 1979.
The right to development at international level. Workshop, The Hague, 16-18 october 1979, Sijthoff &
Noordhoff, La Haye-The Hague, 1980, p. 28 y ss.
17
Reproducimos el intento por parte de Naciones Unidas de dar una mayor relevancia
y, con ello, diferenciar las declaraciones del resto de resoluciones de la Asamblea General:
“[s]elon la pratique des Nations Unies, une “déclaration” est un instrument formel et solennel, qui se
justifie en de rares occasions quand on énonce des principes ayant une grande importance et une valeur durable, comme dans le cas de la Déclaration des droits de l'homme. Une recommandation est moins formelle.
En dehors de la distinction qui vient d'être indiquée, il n'y a probablement aucune différence,
d'un point de vue strictement juridique, entre une ”recommandation” ou une ”déclaration”
dans la pratique des Nations Unies. Une ”déclaration” ou une ”recommandation” est adoptée
par une résolution d'un organe des Nations Unies. En tant que telle, on ne peut pas la rendre
obligatoire pour les États membres, au sens selon lequel un traité ou une convention est obligatoire pour les parties au dit traité ou à la dite convention, par le simple artifice qui consisterait à
l'appeller ”déclaration” plutôt que ”recommandation”. Toutefois, étant donné la solennité et la
signification plus grande d'une ”déclaration ”, on peut considérer que l'organe qui l'adopte manifeste ainsi sa vive espérance que les membres de la communauté internationale la respecteront.
Par conséquent, dans la mesure où cette espérance est graduellement justifiée par la pratique des
États, une déclaration peut être considérée par la coutume comme énonçant des règles obligatoires pour les États.
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Asamblea General pueden ser consideradas como un valioso elemento de
prueba de la existencia de una norma consuetudinaria, o en formación, en la
medida en que los Estados expresan su voluntad y en función de la concreción de su contenido y de su forma de aprobación.
¿Qué ocurre con la Declaración sobre el derecho al desarrollo de 1986?
Señala Brownlie, que estamos ante un texto que, en primer lugar, recoge
principios relativos al Derecho Internacional de los derechos humanos, ya
presentes en los Pactos de 1966 y que forman parte del Derecho Internacional general, y, en segundo lugar, presenta el derecho al desarrollo como un
corolario de los estándares y principios de los derechos humanos ya presentes en el Derecho Internacional, a los que proporciona un elemento nuevo,
un refuerzo y consolidación18, en la medida en que su realización conjunta
será la realización del derecho al desarrollo.
Ahora bien, esta Declaración no es un instrumento vinculante que
obligue a los Estados, a pesar de que en sus primeros párrafos alude a
principios de la Carta de Naciones Unidas y del Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales. Además, fue aprobada por mayoría, lo que merma en gran medida su efecto normativo19 y provoca que su
17
Il est possible de dire que, selon la pratique des Nations Unies, une ”déclaration” est un instrument
solennel auquel on ne recourt qu'en de très rares occasions pour des questions d'importance majeure et
durable, où l'on attend des membres qu'ils respectent au maximum les principes énoncés“. Rapport
de la Commission des droits de l’homme, Conseil economique et social, 18e session, 19 mars14 avril 1962, New York, Nations Unies (Document des Nations Unies E/3616/Rev.1,
par.105).
18
I. BROWNLIE, “The Human Right to Development. Study prepared for the Commonwealth Secretariat”, Commonwealth Secretariat, 1989, p. 14.
19
Esta resolución obtuvo el apoyo de 146 Estados, Estados Unidos votó en contra, ocho
Estados se abstuvieron, y 4 no votaron.
Sobre las posturas de los estados, reproducimos las siguientes palabras de Brownlie:
“[t]he debate is the Third Committee, which preceded the adoption of the General Assembly’s Declaration on the Right to Development, reveals that there was no common view as to precise status of
the document. At the same time almost no delegations appeared willing to assert that the Declaration had no legal implications of any kind. However, a proportion of representatives took the line
that the essential purpose of the Declaration was to increase the level of effective implementation of
existing standards of human rights, especially in respect of economic, social and cultural rights.”
BROWNLIE, I. “The Human Right to Development. Study prepared for the Commonwealth Secretariat” cit. p. 15.
Sobre la adopción por mayoría, ver J. A. CARRILLO SALCEDO, “Mayoría y acuerdo general en el desarrollo progresivo del Derecho internacional”, REDI, núm. XX(1), 1967.
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obligatoriedad sea difícilmente predicable. Estamos, por tanto, ante un
texto de carácter eminentemente político del que difícilmente puede extraerse un corolario de derechos y obligaciones20, ya que no sólo es que Estados Unidos se manifestara en contra de su aprobación, sino que al estudiar su contenido constatamos que la redacción es excesivamente vaga,
programática, que no concreta ni el contenido del derecho, ni la forma de
alcanzarlo21.
Además, tampoco podemos considerar que estemos ante una Declaración preparatoria de un Convenio Internacional sobre el derecho al desarrollo.
Como es sabido, en determinadas ocasiones, las declaraciones son un paso
previo a la cristalización convencional de una norma. Estas declaraciones
sirven para conseguir un consenso sobre una cuestión sensible, conduciendo a los Estados a la aceptación de una determinada posición.22 Sin embargo, la mayoría de las declaraciones sobre derechos humanos no han dado
lugar a un convenio, sino que han pretendido clarificar una cuestión fijando
los grandes principios que deberían seguir los Estados, sin dar lugar a obligaciones jurídicas determinadas. Decaux señala que este es el caso de la De20
I. BROWNLIE, “The Human Right to Development. Study prepared for the Commonwealth Secretariat”, cit. p. 7.
21
“[T]he precise implications of the Declaration remain to be worked out, and the instrument
looks more like a site than a building. When in 1987 the Secretary-General prepared an analytical
compilation of ‘comments and views’ on the implementation of the Declaration (E/CN.4/AC. 39/l.2,
18 December 1987), the result indicated a considerable divergence of opinion on the actual significance of the Declaration. It also suggested a certain lack of interest: only 9 States replied to the invitation to offer views. Moreover, the Working Group of Government Experts on the Right to Development has made very little progress since the adoption of the Declaration, concerning itself
exclusively with measures for the dissemination of information on the nature and content of the right. At the end of the day, the impact of the Declaration of 1986 has been weakened by two main factors. The first is the multiple foci of the document and the resultant complexity of its content. The
second is the effect of the ‘right to development’ programme has had in apparently upstaging the
more vigorous programme for the establishment of a New International Economic Order and the
Charter of Economic Rights and Duties of States. Moreover, the upstanding may have been noted
that the ‘economic’ approach may be reverted to in the form of a ‘concept of international economic
security’” Id. p. 24.
22
Esta técnica se ha empleado en diversas ocasiones, como con la Declaración de los derechos del niño de 20 de noviembre de 1959, la Declaración de las Naciones Unidas sobre la
eliminación de todas las formas de discriminación racial de 20 de noviembre de 1963, la Declaración sobre la eliminación de la discriminación contra la mujer de 7 de noviembre de 1967
o la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o
Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 9 de diciembre de 1975.
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claración sobre el derecho al desarrollo de 198623. Efectivamente, estamos de
acuerdo con esta posición dada la vaguedad en la redacción del texto y la carencia total de determinación de las obligaciones. A lo sumo encontramos
grandes directrices que deben seguir los Estados para aplicar el derecho
enunciado, por lo que, concluyendo, no podemos sino decir que estamos ante un texto exhortatorio carente de concreción alguna24.
La utilización de este instrumento como texto básico de referencia por
el Experto Independiente y por el Grupo de Trabajo25 sobre derecho al desarrollo no parece del todo deseable, ya que el fundamento jurídico sobre el
que se asienta toda su labor no puede considerarse adecuado. Más aún, el
hecho de obviar el debate sobre su normatividad y elaborar una doctrina del
derecho al desarrollo es una labor arriesgada, ya que supone la construcción
de un gigante con pies de barro. De ahí que el Experto Independiente y el Grupo de Trabajo sobre el derecho al desarrollo hubieran debido, en primer lugar, abordar esta cuestión antes de entrar en el análisis del contenido del derecho.
El Experto Independiente26 para solucionar este escollo se apoya en la
Conferencia de Viena de 1993, cuya Declaración y Programa de Acción reconocen la existencia del derecho al desarrollo.27 A pesar de ello, estos textos ado23
E. DECAUX, “De la promotion a la protection des droits de l’ homme. Droit déclaratoire et droit progammatoire”, SFDI, Colloque de Strasbourg. La protection des droits de l’ homme
et l’ évolution du droit international, Pedone, Paris, 1998, p. 88 y 89.
24
El carácter exhortatorio de la Declaración se pone de manifiesto a lo largo de todo su
articulado. Así, a modo de ejemplo su art. 3 establece que “1. Los Estados tienen el deber primordial de crear condiciones nacionales e internacionales favorables para la realización del
derecho al desarrollo. 2. La realización del derecho al desarrollo exige el pleno respeto de los
principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación
entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas. 3. Los Estados tienen
el deber de cooperar mutuamente para lograr el desarrollo y eliminar los obstáculos al desarrollo. Los Estados deben realizar sus derechos y sus deberes de modo que promuevan un
nuevo orden económico internacional basado en la igualdad soberana, la interdependencia,
el interés común y la cooperación entre todos los Estados, y que fomenten la observancia y el
disfrute de los derechos humanos.”
25
Ver E/CN.4/1999/WG.18/2. Párr. 1
26
El Experto independiente sobre el derecho al desarrollo es Arjun K. Sengupta, cuyo
mandato fue establecido en 1998 (Resolución 1998/72 de la Comisión de derechos humanos)
y se ha venido prorrogando hasta la actualidad.
27
Fueron adoptados por consenso en lugar de por mayoría, por lo que tienen un mayor
valor normativo.
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lecen de carencias sobre la determinación del contenido del derecho al desarrollo más graves que aquéllas de la Declaración de 1986, por lo que tampoco
son textos idóneos para sentar las bases de la construcción de un nuevo derecho28.
2.
EL DEBATE SOBRE EL CONTENIDO DEL DERECHO HUMANO AL
DESARROLLO
Sin duda uno de los puntos más espinosos del análisis del derecho al
desarrollo como derecho humano ha sido la concreción de su contenido. Es
obvio que el derecho al desarrollo se vincula con la lucha contra el subdesarrollo,29 por lo que, desde una primera aproximación, el derecho al desarrollo consistiría en el derecho a superar la situación de subdesarrollo30.
Ahora bien, desde una perspectiva jurídica, ¿cómo se articularía este derecho, esta erradicación progresiva de la pobreza? Dos han sido las opciones
manejadas tradicionalmente por la doctrina.
28
En este sentido, se señala que la “Conferencia Mundial de Derechos Humanos reafirma el derecho al desarrollo, según se proclama en la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, como derecho universal e inalienable y como parte integrante de los derechos humanos
fundamentales. Como se dice en la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, la persona humana es el sujeto central del desarrollo. El desarrollo propicia el disfrute de todos los derechos humanos, pero la falta de desarrollo no puede invocarse como justificación para limitar
los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Los Estados deben cooperar mutuamente para lograr el desarrollo y eliminar los obstáculos al desarrollo. La comunidad internacional debe propiciar una cooperación internacional eficaz para la realización del derecho al
desarrollo y la eliminación de los obstáculos al desarrollo. El progreso duradero con miras a
la aplicación del derecho al desarrollo requiere políticas eficaces de desarrollo en el plano nacional, así como relaciones económicas equitativas y un entorno económico favorable en el
plano internacional.” Declaración y Programa de Acción de Viena, A/CONF.157/23 Párr. 10
y 72.
Como vemos, no se realiza ninguna alusión al contenido del derecho como derecho humano, por lo que no facilita la comprensión necesaria para su implementación.
29
R. BERMEJO GARCÍA, y J.D. DOUGAN BEACA, “El derecho al desarrollo: un derecho complejo con contenido variable”, cit. p. 219.
30
E/CN.4/2001/WG.18/2 Párr. 37.
Ver también la nota de la Secretaría Régimen jurídico del derecho al desarrollo y fomento de su
carácter vinculante. Comisión de Derechos Humanos. Subcomisión de promoción y protección
de los Derechos Humanos. E/CN.4/Sub.2/2004/16. Párr. 30, y el Informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos. El derecho al desarrollo. E/CN.4/2005/24. Párr. 15.
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i) En primer lugar, se ha considerado al derecho al desarrollo como un
derecho síntesis de todos los derechos humanos31, recogidos en la Declaración
Universal de Derechos Humanos y en los dos Pactos de 1966. Esta tesis no
dota de autonomía al derecho al desarrollo. Estaríamos, por tanto, ante un
derecho en el que confluye la realización del resto de derechos humanos y
que no tendría entidad propia como derecho32.
ii) Otra de las perspectivas que han pretendido dotar de contenido al
derecho al desarrollo ha consistido en estimar que el derecho al desarrollo
como derecho humano sería “un prius para el efectivo disfrute de otros derechos”33, es decir, un derecho condición.34 Si bien su contenido no deja de estar definido de forma imprecisa, se considera como un derecho de acceso a
los medios para la realización de otros derechos de primera y segunda generación35. Desde esta perspectiva se faculta al individuo a formar parte de
“un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales
[…]” como señala el art. 1.1 de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo36.
Ambas opciones presentan deficiencias desde el punto de vista de la
teoría jurídica de los derechos humanos. La existencia de un derecho al desarrollo como derecho síntesis o como derecho condición otorga un plus
difícilmente identificable37 como derecho en la medida en que cada derecho civil, político, económico, social y cultural tiene de por sí su propio
contenido, es decir, del mismo se derivan derechos subjetivos y obligaciones estatales en el marco del Derecho Internacional de los derechos humanos.
31
F.V. GARCÍA AMADOR, El Derecho Internacional del Desarrollo: una nueva dimensión del
Derecho Internacional Económico, Civitas, Madrid, 1987, p. 75, H. GROS ESPIELL, “El Derecho
al Desarrollo veinte años después: Balance y perspectivas” cit. p. 60 y M. PÉREZ GONZALEZ, “El derecho al desarrollo como derecho humano” cit. p. 86.
32
C.R. FERNÁNDEZ LIESA, “El Derecho Internacional de los derechos humanos en la
sociedad internacional” cit. p. 186 y ss.
33
Pérez González resume las dos opciones: M. PÉREZ GONZALEZ, “El derecho al desarrollo como derecho humano”, cit. p. 82 y ss.
34
K. M´BAYE, “Le droit au développement comme un droit de l´homme”, cit. p. 512.
35
M. PÉREZ GONZÁLEZ, “El derecho al desarrollo como derecho humano.”, cit. p.87.
36
Res. AGNU 41/128 de 4 de Diciembre de 1986.
37
Estamos ante lo que Abi-Saab ha dado en denominar “test de la valeur ajoutée”. G.
ABI-SAAB, “Cours général de droit international public”, RCADI, 1987- VII, p. 455.
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Por su parte, el Experto Independiente se desliga explícitamente de la
primera de las opciones38 y define el derecho al desarrollo como el derecho a
un proceso39. Desde esta concepción el plus del derecho al desarrollo resulta
más obvio “ya que no se trata de la mera realización separada de esos derechos, sino de su ejercicio conjunto, de manera que se tenga en cuenta su influencia recíproca”40. Por ello, en cierta medida, el Experto Independiente
no abandona la naturaleza aglutinadora del derecho al desarrollo41.
Considerar el derecho al desarrollo como el derecho a un proceso parece establecerse en el art. 2.3 de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo al definir el desarrollo como “el mejoramiento constante del bienestar de la población entera y de todos los individuos sobre la base de su participación
activa, libre y significativa en el desarrollo y en la equitativa distribución de
los beneficios resultantes de éste”.
La expresión mejoramiento constante trae consigo la connotación de un
proceso, de un iter evolutivo del bienestar de la población en su conjunto y de
los individuos que la componen. Al mismo tiempo resalta la necesaria implementación de políticas nacionales y/o internacionales que ayuden a la
consecución del mejoramiento de tal bienestar.
El Experto Independiente adopta esta noción sobre la base de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, y llega a la conclusión de que estamos
ante un derecho de “índole compleja”42, que consiste en el “derecho a un
proceso de desarrollo […] que amplía las posibilidades o la libertad de los
individuos para aumentar su bienestar y conseguir lo que valoran”43.
38
“El derecho al desarrollo […] no es sólo un concepto global o la suma de un conjunto
de derechos.” E/CN.4/2002/WG.18/2 Párr. 3.
39
E/CN.4/1999/WG.18/2 Párr. 36 y ss.
Esta idea del derecho al desarrollo como el derecho a un proceso ya la mantiene Ferrero
en el Final report by Mr. Raúl Ferrero (Perú) Special Rapporteur. Study of the New International Economic Order. E/CN.4/Sub.2/1983/24. 2 August 1983. Párr. 191 y ss.
Doctrinalmente así lo considera A. EIDE, “Maldevelopment and the right to development- a
critical note with a constructive intent”, en R-J. DUPUY, Le droit au développement au plan international. Colloque, La Haye, 16-18 octobre 1979. The right to development at international level. Workshop,
The Hague, 16-18 october 1979, Sijthoff & Noordhoff, La Haye-The Hague, 1980, pp. 402 y 410 y ss.
40
E/CN.4/2001/WG.18/2 Párr. 11.
41
El experto independiente califica el derecho al desarrollo como un derecho compuesto.
E/CN.4/2004/WG.18/2 Párr. 3.
42
E/CN.4/2002/WG.18/6 Párr. 6.
43
E/CN.4/2000/WG.18/CPR.1 Párr. 22.
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Esta concepción del derecho al desarrollo se completa al afirmar que el
proceso consistiría en el “mejoramiento de un “vector” de los derechos humanos”44, que se compone de distintos elementos, a saber, “el derecho a la
alimentación, el derecho a la salud, el derecho a la educación, el derecho a la
vivienda y otros derechos económicos, sociales y culturales, así como todos
los derechos civiles y políticos, además de las tasas de crecimiento del PIB y
otros recursos financieros, técnicos e institucionales que permiten el mejoramiento del bienestar de la población entera y los derechos que deban reivindicarse”45.
Estos argumentos conducen al Experto a destacar tres características del
derecho al desarrollo:
—
cada elemento del vector es un derecho humano, y, asimismo, el propio vector es considerado por el Experto como un derecho humano,
esto es, el derecho humano al desarrollo;
— en dicho proceso todos los elementos son interdependientes, de tal
modo que la realización de un derecho afecta a los demás;
— por último, “el mejoramiento de la realización del derecho al desarrollo o el aumento del valor de ese vector se entenderían como un mejoramiento de todos los elementos del vector (es decir de los derechos
humanos) o, como mínimo, de uno de sus elementos, siempre que no
empeoren los demás elementos”46.
La teoría del vector de derechos humanos sí es novedosa y se relaciona, estrechamente, con la noción de desarrollo humano.47 Además, considerar el derecho al desarrollo como el mejoramiento de un vector de derechos humanos da sentido a la idea de proceso, por más que nos reconduzca a la teoría
de derecho síntesis que pretende ser salvada a través de la inclusión en la
definición de proceso del crecimiento de las tasas del PIB y de otros recursos.
44
Según Sengupta estamos ante un ”vector” de derechos humanos compuesto de varios
elementos que representan los diferentes derechos económicos, sociales y culturales, así
como los derechos civiles y políticos. La realización del derecho al desarrollo exige perfeccionar este vector de manera de mejorar algunos de estos derechos, o por lo menos uno de ellos,
sin transgredir los demás” E/CN.4/2002/WG.18/6 Párr. 6.
45
E/CN.4/2001/WG.18/2 Párr. 9.
46
Id. Párr. 10.
47
Ver F.M. MARIÑO MENÉNDEZ, “El marco jurídico internacional del desarrollo”, en
F.M. MARIÑO MENÉNDEZ y C.R. FERNÁNDEZ LIESA, (eds.) El Desarrollo y la cooperación
internacional, Universidad Carlos III de Madrid y BOE, Madrid, 1997, p. 45 y ss.
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Esta acotación, así como la referencia explícita a los derechos de segunda generación, conectan claramente con la naturaleza socioeconómica de este derecho y reconocen una prioridad al derecho a la alimentación, al derecho a la salud, al derecho a la educación y al derecho a la vivienda. En este
sentido, la cláusula de cierre respecto al resto de derechos humanos carece de
concreción y alude a la interdependencia de derechos, aunque no entra en
su articulación jurídica.
Son éstas las cuestiones que suscita el trabajo del Experto de Naciones
Unidas. Vamos a profundizar en su análisis, esto es, en la interdependencia
y la indivisibilidad respecto de la articulación del concepto de derecho al desarrollo como el derecho a un proceso, por un lado, y, por otro, la autonomía
del derecho al desarrollo y la idea del vector de derechos humanos.
2.1.
Sobre la interdependencia y la indivisibilidad
El derecho al desarrollo como derecho a un proceso está relacionado
con la noción de indicadores mínimos, que se refieren a derechos que deberían
ser satisfechos prioritariamente aunque su realización no puede menoscabar
la realización de los demás48.
Estos derechos son el derecho a la alimentación, el derecho a la atención
primaria de salud y el derecho a la enseñanza primaria49. Derechos todos
ellos de segunda generación, se consideran los primeros pasos del proceso
que da contenido al derecho al desarrollo. Estos derechos gozarían de prioridad “en la utilización de los recursos financieros y administrativos de los
Estados […] [por lo que] toda persona debería poder exigir el cumplimiento
de esos derechos en cuanto obligaciones de los Estados”50.
Estos derechos priorizados se relacionan estrechamente con el concepto de
desarrollo humano, medido a través del índice de desarrollo humano (IDH).51
48
“El ejercicio de los derechos humanos de forma integrada significaba aceptar que era
necesario dar prioridad a ciertos derechos en la planificación nacional para el desarrollo. Sin
embargo, el experto independiente señaló que, si había de aplicarse correctamente el derecho
al desarrollo, era fundamental que no se violara ningún derecho humano al centrar la atención en determinados derechos.” E/CN.4/2002/28/Rev.1 Párr. 43.
49
E/CN.4/1999/WG.18/2 Párr. 69.
50
Id., Párr. 70.
51
Examinado anualmente por el PNUD, es definido como “el proceso de ampliación de
las opciones de la gente, aumentando las funciones y las capacidades humanas.” Informe sobre
Desarrollo Humano 2000, PNUD, p. 17.
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En el concepto de desarrollo humano se ahonda en la consideración de proceso, valorando las variables que integran el IDH y de las que se derivan
funciones y capacidades humanas, con la finalidad de descubrir las claves
que favorezcan una potenciación del desarrollo humano. El IDH analiza tres
indicadores relacionados con el bienestar humano: longevidad, conocimientos y niveles de vida dignos.
Estos tres criterios se relacionan con los derechos de segunda generación, así como con los componentes del vector de desarrollo52. El IDH
refleja dos aspectos relacionados con el bienestar. Por un lado, examina
la formación de capacidades humanas a través de la longevidad y del nivel
de conocimientos, y por otro, analiza las oportunidades que tiene el ser
humano cuando utiliza éstas en virtud de sus ingresos. Así pues, el
PNUD recoge la teoría del bienestar según la cual el bienestar de una
persona se caracteriza por el vector de realizaciones que consigue53. En
este sentido, por ejemplo, el derecho a la enseñanza primaria conecta
con el nivel de conocimientos, así como el derecho a la alimentación y a
la asistencia primaria de salud lo hacen con la longevidad y el nivel de
vida digno.
De esta forma podemos afirmar que el derecho al desarrollo como
derecho humano sería un derecho, en sus primeras etapas, al desarrollo humano.
Así pues, el derecho al desarrollo consistiría en un “proceso particular
de desarrollo que debe facilitar y permitir la realización de todos los dere52
El índice de desarrollo humano (IDH) se mide a través de la conjunción de tres elementos distintos: la longevidad –valorando la esperanza de vida al nacer media entre un mínimo y un máximo de 25 a 85 años, de forma que se valora que el hecho de tener una vida
prolongada es beneficioso en sí mismo, así como porque implica beneficios indirectos, como
son una nutrición adecuada y una buena salud–, el nivel de conocimientos –por el que se
analiza la alfabetización de adultos entre un mínimo y un máximo de 0% y 100%, cuya ponderación equivale a dos tercios, y las tasas brutas de matriculación combinada primaria, secundaria y terciaria entre un mínimo y un máximo también entre un 0% y un 100%, siendo su
ponderación de un tercio– y el nivel de vida – estudiado desde el PIB per cápita real (PPA en
dólares) entre unos extremos de 100 a 40.000 dólares (PPA en dólares).
Nos hallamos ante una variable de medición del desarrollo sustitutiva del PNB, ya que
mientras que el PNB es una variable netamente económica, el IDH contempla aspectos sociales que aquél omitía. Ver A.K. SEN, “Evolución del Desarrollo Humano.” Informe sobre Desarrollo Humano 1999, PNUD, p. 23.
53
A.K. SEN, Bienestar, justicia y mercado, Paidós ICE/UAB, Barcelona, 1997, p. 77.
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chos y libertades fundamentales, y ampliar las capacidades básicas y las posibilidades de las personas de disfrutar de esos derechos”54.
Este objetivo se lograría, pues, potenciando, en primer lugar, tres derechos concretos: el derecho a la alimentación55, el derecho a la enseñanza primaria56 y el derecho a la salud57, que no menoscabarían la realización de los
demás y que son tomados como indicadores de la realización del derecho al
desarrollo58.
Esta cuestión abre paso a una reflexión: ¿cómo se articula la interdependencia y la indivisibilidad del conjunto de derechos humanos y la priorización de un determinado grupo de derechos? ¿es factible desde esta perspec54
E/CN.4/2001/26 Párr. 63.
El artículo 11.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales
recoge el derecho a una alimentación adecuada. Desde la perspectiva de este artículo, y de la
Observación General 12 (E/C.12/1999/5) del Comité de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales el derecho a la alimentación se traduce asimismo en un prius, tal y como se refleja
cuando la Opinión General dispone: “El derecho a una alimentación adecuada es de importancia fundamental para el disfrute de todos los derechos” Párr. 1.
De esta manera “[e]l Comité afirma que el derecho a una alimentación adecuada está inseparablemente vinculado a la dignidad inherente de la persona humana y es indispensable para el disfrute de otros derechos humanos consagrados en la Carta Internacional de
Derechos Humanos. Es inseparable de la justicia social, pues requiere la adopción de políticas económicas, ambientales y sociales adecuadas, en los planos nacional e internacional,
orientadas a la erradicación de la pobreza y al disfrute de todos los derechos humanos por
todos.”
56
El derecho a la educación se recoge en el art. 13 del Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, y en virtud de la Observación General 13 (E/C.12/
1999/10) del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, “la educación debe
orientarse al desarrollo del sentido de la dignidad de la personalidad humana” (Párr. 4). En
concreto el derecho a la educación primaria se considera como el “componente más importante de la educación básica” por lo que la enseñanza primaria debe ser universal, garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de aprendizaje de todos los niños y tener en
cuenta la cultura, las necesidades y las posibilidades de la Comunidad.” (Párr. 9, siguiendo
la Declaración Mundial sobre la Educación para Todos celebrada en Jomtien, Tailandia, en
1990, en su art. 5).
57
El art. 12.1 del Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales
reconoce el derecho a la salud. En virtud de la Observación General 14 (E/C.12/2000/4) del
Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se pone de manifiesto la situación de
desigualdad que respecto al disfrute de este derecho tiene lugar entre países en desarrollo y
países desarrollados, lo cual se convierte en una preocupación común para la Comunidad Internacional (Párr. 38).
58
E/CN.4/2004/WG.18/2 Parr. 5.
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tiva la consideración del derecho al desarrollo como el derecho a un proceso?
Sengupta59 intenta resolver estas cuestiones de la siguiente manera.
La idea de un proceso traería consigo la noción de prioridad, de tal forma que los derechos básicos60 deberían ser realizados previamente a los demás, que no podrían, a su vez, verse menoscabados.
Esta aproximación pretende salvaguardar la noción de interdependencia a la que se alude en los posteriores informes al afirmar que todos los derechos humanos son interdependientes de manera sincrónica y diacrónica.61
Este argumento no se concilia bien con la idea de proceso. ¿Estamos, pues,
ante un derecho consistente en un proceso o debemos retrotraernos a la idea
de derecho síntesis en el que la realización de todos los derechos humanos
dotaría de contenido al derecho al desarrollo?
Los derechos humanos son interdependientes a la vez que indivisibles62.
En este sentido la construcción del contenido del derecho al desarrollo como
derecho humano pretendería acogerse a ambas dimensiones, a pesar de los
problemas señalados.
Por lo que atañe a la indivisibilidad, el Experto Independiente afirma
que “[d]os derechos son indivisibles cuando no es posible disfrutar de uno
de ellos sin vulnerar el otro”63. La interdependencia se caracteriza porque
59
“As a result of this consensus, it is no longer acceptable to promote one set of rights as against
another, or to put forward some rights, such as economic and social, to be fulfilled prior to or in violation of other rights, such as civil and political (or vice versa).[…] The international community has
now moved to examine the question of implementation of those rights as part of the Right to Development has thus become a major concern for the member governments since the adoption of the Declaration”. A. SENGUPTA, “Realizing the right to Development”, cit. p. 556.
60
E/CN.4/1999/WG.18/2 Párr. 83.
61
“Todos los elementos, cuya mejora constituye el desarrollo, dependen unos de otros de
manera sincrónica y diacrónica, y se van realizando progresivamente. El resultado del desarrollo,
es decir la realización cada vez más perfeccionada de los diferentes derechos, y la forma en que se
realizan, constituyen el proceso de desarrollo. Los resultados se obtienen de manera progresiva y
las limitaciones de los recursos que entorpecen su realización se van reduciendo poco a poco gracias al crecimiento económico y de manera compatible con las normas de derechos humanos.” E/
CN.4/2002/WG.18/6 Párr. 5, y E/CN.4/2001/WG.18/2 Párr. 10, E/CN.4/2002/WG.18/2 Párr. 4.
62
Como señala Remiro, “[d]erechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales
y los más controvertidos derechos de solidaridad […] están unidos por vínculos indisolubles
que dan forma a un conjunto indivisible e interdependiente.” A. REMIRO BROTONS, R. M.
RIQUELME CORTADO, E. ORIHUELA CALATAYUD, J. DÍEZ-HOCHLEITNER, y L. PÉREZ-PRAT DURBÁN, Derecho Internacional, McGraw-Hill, Madrid, 1997, p. 1023.
63
E/CN.4/2002/WG.18/2 Párr. 25.
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“el nivel de disfrute de uno de ellos depende del nivel de disfrute del
otro”64.
Desde este punto de vista, el Experto Independiente sostiene que el derecho al desarrollo se ajusta a ambas. Sobre la indivisibilidad establece que
“[e]l derecho al desarrollo sólo puede mejorar si mejora por lo menos uno
de los derechos que lo constituyen y no se deteriora o vulnera ningún otro”,
mientras que en relación a la interdependencia afirma que “la condición de
que cada derecho depende […] de los demás derechos […] se ajusta al principio de la interdependencia de los derechos humanos”65.
Estas aseveraciones se refieren al contenido del derecho al desarrollo como derecho síntesis de derechos humanos, lo que nos conduce a cuestionarnos su autonomía.
2.2.
Sobre la autonomía del derecho al desarrollo
Aparte de las consideraciones efectuadas supra en relación a la definición
del derecho al desarrollo como el derecho a un proceso y los inconvenientes
que ésta plantea, hablar del derecho al desarrollo como el mejoramiento de un
vector de derechos humanos suscita, en efecto, una serie de interesantes cuestiones que vamos a intentar sintetizar en las siguientes líneas.
Dice el Experto Independiente que “cada elemento del vector es un derecho
humano, del mismo modo que el propio vector es un derecho humano, puesto
que el derecho al desarrollo es parte integrante de estos derechos”66. A pesar de
haberse desligado explícitamente de la concepción aglutinadora del derecho al
desarrollo, estamos ante un derecho síntesis de derechos humanos del que formaría
parte integrante el mismo derecho al desarrollo, situándonos ante una falta de
autonomía del derecho, por un lado, y ante una tautología por otro. Más aún, el
hecho de que el Experto no entre en la discusión acerca de la inclusión del derecho al desarrollo en la categoría general de derechos humanos, le conduce a dotar de contenido a un derecho a través de la realización de sí mismo.
Las deficiencias derivadas de la falta de autonomía de este derecho pretenden ser subsanadas a través de la inclusión en el vector del “crecimiento
de los recursos, tales como el PIB y la tecnología”67 que se acompañan de
64
65
66
67
Id. Párr. 25.
Id. Párr. 25.
E/CN.4/2001/WG.18/2 Párr. 10.
Id. Párr. 14.
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mecanismos redistributivos tendentes a la reducción de las desigualdades.
Parece, sin embargo, que la inserción de estos elementos responde mejor a
los medios68 para conseguir la realización del derecho al desarrollo que al
contenido mismo del derecho como vector de derechos humanos.
No obstante, la idea de crecimiento conecta con la de proceso, por lo que
podríamos considerar que su inserción responde a un interés implícito en
superar la falta de autonomía del derecho al desarrollo como derecho síntesis a través de una secuencia dividida en dos partes:
“En primer lugar, la realización de cada derecho humano y de todos ellos
conjuntamente se ha de llevar a cabo de una manera que se base en los derechos, como un proceso participatorio, responsable y transparente con una
adopción de decisiones equitativas y una distribución de los frutos del proceso, sin olvidar el respeto de los derechos civiles y políticos. En segundo lugar,
los objetivos del desarrollo se deben expresar en forma de reivindicaciones o
derechos existentes de los titulares del derecho, que los titulares de la obligación deben proteger y promover de conformidad con las normas internacionales de equidad y justicia aplicables en materia de derechos humanos”69.
De esta manera se pretende superar las carencias de contenido al tiempo que
se establece un proceso determinado, cuya esencia radica en la realización de los
derechos humanos desde una postura de equidad, que dotaría al derecho al desarrollo de un valor añadido a través del cual pretende ser salvada su autonomía.
Con todo no queda claro cuál es el contenido del derecho al desarrollo como derecho humano, fundamentalmente por la complicada relación de este derecho con los demás derechos humanos, cuestión que no parece sencilla de aclarar tal y como se pone de manifiesto en los informes del Experto Independiente.
3.
REFLEXIÓN FINAL
El problema del subdesarrollo y la pobreza es de una enorme gravedad en
nuestro mundo, por lo que desde la Comunidad Internacional se proponen diversas iniciativas para enfrentar el problema. Nosotros nos hemos centrado en
el derecho al desarrollo y en las dificultades que plantea su análisis jurídico.
68
Es más, “la dimensión de crecimiento del derecho al desarrollo es tanto un objetivo
como un medio, un objetivo porque su resultado es una elevación del consumo per cápita y
del nivel de vida y un instrumento porque permite el logro de otros objetivos de desarrollo y
la realización de los derechos humanos.” Id. Párr. 14.
69
Id. Párr. 21.
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Es difícil encuadrar al derecho al desarrollo dentro de la categoría de derechos humanos, tal y como demuestran los test elaborados por Alston o Ramcharan. No es sencillo afirmar que el derecho al desarrollo sea un derecho
humano, fundamentalmente en lo que concierne a una cuestión clave en la
que parece coincidir buena parte de la doctrina: su deficiente positivación,
ya que se recoge en textos de dudosa normatividad calificables de soft law.
Uno de estos textos reviste gran interés, ya que es el instrumento sobre el
que el Experto Independiente sobre el derecho al desarrollo ha basado su
trabajo: la Declaración sobre el derecho al desarrollo de 1986.
Uno de los debates fundamentales sobre esta cuestión es la determinación
del contenido del derecho al desarrollo. Este derecho se vincula con la lucha
contra el subdesarrollo, siendo este su objetivo, pero ¿cómo se articula jurídicamente el alcance de este objetivo? Varias han sido las opciones manejadas por la
doctrina: desde la consideración de un derecho síntesis a un derecho condición, o,
como el derecho a un proceso, opción esta última mantenida por el Experto Independiente de Naciones Unidas. Si bien la idea del derecho al desarrollo como el
derecho a un proceso es la construcción conceptual más elaborada, no deja de
presentar dudas en relación con la indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos, por un lado, y con la autonomía del derecho al desarrollo, por
otro, por lo que, en todo caso, no parece sencillo poder afirmar tajantemente y
con rotundidad la existencia de un derecho humano al desarrollo.
Concluyendo, ya sea por unas razones o por otras “se puede estar incurriendo en el vicio tan habitual de forzar conceptos líderes en un momento
de la cultura política y jurídica, como son los derechos en el mundo moderno, para resolver problemas de difícil encaje”70, como es la creación de un
derecho ad hoc para luchar contra el subdesarrollo y la pobreza.
ANA MANERO SALVADOR
Universidad Carlos III de Madrid
c/ Madrid, 126
Getafe 28903 Madrid
e-mail: ana.manero@uc3m.es
70
G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, R. DE ASÍS ROIG, C.R. FERNÁNDEZ LIESA, A.
LLAMAS CASCÓN, Curso de Derechos Fundamentales, Universidad Carlos III de Madrid-BOE,
Madrid, 1999, p. 191.
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RECENSIONES
ASIS ROIG, RAFAEL DE, Cuestiones de derechos,
Universidad Externado de Colombia, serie Teoría jurídica y Filosofía del
Derecho nº 37, Bogotá, 2005, 197 pp.
ALBERTO IGLESIAS GARZÓN
Universidad Carlos III de Madrid
PALABRAS CLAVE: derechos, dualismo, globalización, solidaridad, generalización,
especificación
rights, dualism, globalization, solidarity, generalization, especiKEY WORDS:
fication
La publicación del libro Cuestiones de derechos del profesor Rafael de
Asís, por la Universidad Externado de Colombia, es significativa de la universalidad de las cuestiones que nos plantea el autor. Aunque de modo aparentemente inconexo, ya en el índice se tratan determinados asuntos que no
sorprende que aparezcan en el ámbito latinoamericano. Posicionado desde
una teoría concreta de los derechos humanos, el autor consigue agrupar todos los temas en torno a un discurso teórico y bajo un orden que realmente
se agradece ante la diversidad que plantean estos temas. Este orden, metodológico, aporta solidez al esquema del libro despejando la aleatoriedad,
aparente, de dichos temas ya que, precisamente, lo que más importa al autor
es señalar, y esto será el objeto del libro, cuál es la respuesta de la teoría manejada ante estos fenómenos.
La universalidad de los temas es, hoy por hoy, incuestionable al tratarse, en su mayoría, de problemas que afectan al Derecho, no solamente en el
ámbito colombiano, sino también en el español y globalmente, en general.
Vaya por delante que, si bien es cierto, cada país tiene sus propias concreciones y especificidades, también lo es que hay fenómenos que son comunes a
cualquier sistema jurídico que englobe el reconocimiento y respeto de los
derechos fundamentales. Se realiza, pues, una abstracción propia no sólo de
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la universalidad de los fenómenos, sino también del mismo contenido y características de los derechos fundamentales. El plano en el que discurre la
controversia deja de lado cuestiones de efectividad de los derechos para
centrar el estudio en la explicación de la teoría dualista. En todo caso, se trata de una perspectiva teórica sin ánimo de inmediata, que no futura, aplicación práctica.
La universalidad es una de las notas que apunta la lectura del libro, otra
de ellas es la actualidad. Aunque se debe matizar algo este adjetivo, ya que
son fenómenos que han estado siempre vigentes en las sociedades pero el
momento presente al que se enfrenta la sustentación teórica de los derechos
fundamentales no permite, en aras de su propia lógica, dejar de lado el análisis del cuestionamiento que dichos fenómenos someten a los derechos humanos. Ciertamente no existe ninguna novedad en plantear estos problemas, es más, el libro puede parecer demasiado corto a quien busque indagar
profundamente tales temas, sin embargo, el calado de la obra es suficiente
para permitir la reflexión. Donde se halla mayor novedad es en el esquema
utilizado para agrupar los temas. Para una correcta comprensión, sería conveniente haber consultado, antes de comenzar la lectura, ciertas nociones de
la teoría dualista de los derechos fundamentales.
Ello es así porque la respuesta que el Derecho debe dar a estas cuestiones, según esta teoría, depende mayormente del fundamento que previamente se le haya dado. Ya que se trata de contestar a ciertas críticas que se
pueden formular a los Derechos humanos, la respuesta vendrá acompañada
de una explicación sobre cuál es la fundamentación de los mismos y cómo,
por tanto, se despliegan en un modelo teórico, con vocación de ser aplicado.
Esta es una dimensión realmente valiosa del libro, es decir, el hecho de que,
al responder a las cuestiones, no se está haciendo más que presentar, de forma pormenorizada, la capacidad de la teoría aquí sostenida. De esta forma
se torna sólido complemento de la obra del mismo autor Sobre el concepto y el
fundamento de los Derechos: una aproximación dualista1. En el libro presente se
muestra cuál es la dinámica de dicha teoría y cómo, la estructura interna de
la misma, no sufre variaciones respecto de las cuestiones planteadas conservando su lógica interna y coherencia entre sus elementos. En principio, el
hecho de no integrar una dimensión de efectividad, facilita enormemente la
1
ASIS, Rafael de, Sobre el concepto y el fundamento de los Derechos: una aproximación dualista, Cuadernos “Bartolomé de las Casas”, nº 17, Dykinson, Madrid, 2001
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conservación de la lógica que nos plantean las diferentes soluciones. Ello no
le resta valor al libro, ni mucho menos, dadas las explicaciones anteriores,
ya que se trata de una controversia que escapa al objeto de este trabajo.
Los diferentes capítulos transcurren a la luz de un análisis, como el autor anuncia, meramente iusfilosófico. La perspectiva dualista de los derechos reconoce como esenciales tanto la dimensión moral como la dimensión
jurídica de los mismos, es decir, la fundamentación es tan importante como
el significado concreto de los derechos. Aunque el fundamento y el contenido de los derechos estén definidos y bien delimitados por las ideas de dignidad humana, ética pública, democracia procedimental y Estado de Derecho,
es necesario dar cuenta del carácter abierto de tales conceptos. De esta forma, la confrontación de la teoría dualista que aquí se maneja con las cuestiones que presenta Rafael de Asís, permite, no simplemente conocer la dinámica de tal teoría, sino además la posibilidad de completarla.
Ello es consecuencia de varios factores. Por una parte, el hecho de que la
fundamentación provenga de aconteceres históricos es significativo de su
carácter necesariamente inconcluso. El estudio de la historia nos permite obtener un punto de partida pero no uno final que nos permita elaborar un
elenco cerrado y definitivo para interpretar el significado de los derechos. El
engarzamiento de la teoría dualista con la historia es un factor que impide
entenderla como definitivamente afianzada, dada la constante evolución
histórica. Esto permite que la teoría, en sus contenidos, se actualice para poder responder de forma más efectiva a las nuevas cuestiones que surgen y
que suponen un reto para la lógica interna de la teoría dualista.
La supuesta debilidad de una teoría tal, de carácter no cerrado, está aun
por demostrar. El contenido esencialmente formal de esta teoría no la hace
enflaquecer, más bien al contrario, gracias a su estructura formalista se garantiza, de cierta forma, su ductibilidad y fácil acomodo a estos nuevos retos
ya que conforman una base insuficiente para determinar la libertad de elección pero más que suficiente como para justificar de manera legítima el rechazo a determinadas opciones, teorías y criterios.
Por tanto esta teoría nos muestra que existe un marco mínimo de respeto a los derechos que, sin embargo, se muestra abierto e integrador de los
cambios sociales.
Entre las diferentes cuestiones, no necesariamente nuevas, que le plantea el profesor de Asís a los derechos fundamentales, encontramos la globalización, la solidaridad, la cultura, la emigración, la discapacidad, la educaISSN: 1133-0937
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ción y la laicidad. Del análisis particularizado de cada uno de estos
fenómenos se podrán interponer ciertas objeciones al tiempo que se cimientan las bases de la teoría dualista.
Dada la amplitud (y variedad) de los temas, un enfoque correcto de los
mismos se hace necesario. Para analizar correctamente los siguientes capítulos del libro debemos reconstruir el papel del Estado en cada una de las
cuestiones que se le plantean desde los temas propuestos. La teoría dualista,
recordemos, está basada en el Derecho estatal positivizado aunque no por
ello deja de tener un fundamento moral o ético.
A lo largo de esta capítulo, y en casi todos, en general, se aprecia claramente cuál es el esquema que propone la teoría dualista. Por una parte, una
reflexión ética acerca de la desigualdad y el compromiso por superarla, basada en planteamientos sobre la dignidad humana. Por otra la legitimación
de un poder capaz o, al menos, apto para ser efectivo en esa lucha contra la
desigualdad. Por último la reflexión histórica demostraría la idoneidad del
sistema político estatal para superar las causas económicas de la desigualdad.
La globalización, primero de los temas que se nos presenta, entendida
no solamente como un factor económico, tiene una clara incidencia en la sociedad, sobre todo por sus postulados (exaltadores de la desregulación económica y causantes del aumento de la desigualdad) que puede alterar el papel del Estado al serle requerida mayor o menor intervención o abstención.
Este requerimiento se hace en aras de la lógica de la teoría dualista. Las diversas reacciones que este fenómeno ha provocado se despliegan en un amplio abanico. Cabría apuntar, para enfocar el análisis aquí presente, que
existen reacciones que pretenden negar que la política sea instrumento idóneo para solventar las desventajas de la globalización. Los argumentos a favor de la teoría dualista pretenden negar este tópico máxime sabiendo que
sustentar una abstención de la política no es más que otra postura política.
La paradoja la señala Rafael de Asís y englobaría tanto a aquellos que la sostienen desde planteamientos esencialmente conservadores como a aquellos
que la sostienen desde planteamientos culturales no universalistas.
La respuesta y el rechazo a estas concepciones provienen del análisis
histórico. Lamentablemente el tamaño del libro no le ha permitido al autor
ahondar más en esta explicación que no sitúa temporalmente en ningún momento concreto. Sin embargo, al hilo de la lectura podemos deducir que se
refiere a la construcción del Estado de Derecho en general.
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La posible solución, o al menos el posible comienzo de la solución, pasa
por el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Al ser, los efectos de
la globalización, un problema global, el remedio debe ser también global.
Aquí se apunta por primera vez a la idea de un Estado global, un Estado de
Derecho internacional o, al menos un sistema político global cuya dimensión democrática legitimaría el control y el respeto de los derecho humanos,
incluso, supuestamente, frente a los intereses del mercado. El planteamiento
acerca de la creación de tal sistema de control busca reproducir un modelo
de establecimiento político parecido al del Estado-nación.
La sugerencia de un Estado global o, al menos un sistema político global, aparece también, y de forma aún más clara en el capítulo cuarto: orden
jurídico internacional y derechos humanos. En éste se critica, apelando a términos como Estado de naturaleza, al actual descontrol o anomia global. El autor nos describe el panorama internacional aludiendo a un uso incoherente
de los derechos por parte del poder que, sin embargo, aparece como indeterminado, y cuyo único medio de control se corresponde con organismos democráticamente deficitarios y carentes de imperium.
En lo que respecta a la construcción del Estado de Derecho Internacional, era de esperar que la palabra Utopía apareciera haciendo sombra a esta
idea. Afortunadamente el término aparece aquí marcado por su origen histórico y, por tanto, por la posibilidad abierta de su efectiva realización2. Esta
posibilidad es, en la actualidad, meramente germinal pero ya está planteada. Sólo queda la cuestión de la creencia, por parte de la sociedad, en su realizabilidad.
La solidaridad es estudiada en el capítulo segundo. Este concepto y el
grado con el que se desarrolle pueden diseñar nuevas funciones en las competencias del Estado. El concepto solidaridad debe entenderse matizado por
múltiples aportaciones que encontramos en la historia (entre otras, la de
Jean Domat en el siglo XVII). Independientemente del ciclo histórico, que no
puede entenderse como cerrado, la solidaridad debe ser situada y ubicada,
para no generar confusión acerca de su posible despliegue, en el ámbito de
los derechos y en el papel del Estado. El autor parte de una distinción de la
solidaridad según el campo en el que ésta despliegue sus efectos: el ámbito
público o en el privado. El concepto de solidaridad que se maneja atiende
2
RAMIRO AVILÉS, M. A., Utopía y Derecho, el sistema jurídico en las sociedades ideales,
Marcial Pons, Madrid, 2002.
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fundamentalmente al ámbito moral individual de cada persona y su poder
de elección. Es decir, atiende fundamentalmente al comportamiento del individuo, a sus acciones en la sociedad.
El concepto de solidaridad es bastante útil para ciertas ideologías, precisamente por la idea que esconde sobre la virtuosidad del comportamiento
del individuo. Esta virtud, llevada a su concepción extrema nos presentaría
una sociedad donde la existencia del Estado aparece limitada por su innecesariedad. Las posturas anarquistas o religiosas (caridad), basadas en un concepto de solidaridad extremo, parten de una concepción antropológica muy
positiva que será necesario moderar.
La solidaridad razonable que nos presenta al hilo del texto el profesor de
Asís, comprende esta reflexión y parte de la necesidad de incluir una dimensión pública en esta idea. Su despliegue comienza por señalar con respecto a
qué se pretende establecer una exigencia de solidaridad. En este sentido
apunta a la cobertura de las necesidades básicas de cada individuo, asunto
complejo e indeterminado que debe ser analizado bajo el prisma de la dignidad humana que contendría el respeto a la integridad física y moral, esto es, a la
vida, a la independencia moral, a la autonomía privada y pública, a la libertad y a la
igualdad.
Sin embargo, esto, así explicado, no termina de justificar la plasmación
del concepto solidaridad en el ámbito del Derecho. A pesar de que se presente en el libro como una consecuencia, más bien podría ser definido como
un presupuesto. Para fundamentarlo, desde la teoría dualista, se debe acudir a una reflexión moral tal, cual es la igualdad moral de todos los sujetos y
la importante relevancia que tiene este factor para la coherencia, racional e
histórica, en la evolución del Estado y los derechos fundamentales. En efecto, se trata de garantizar la autonomía de los individuos para que estos se integren, en condiciones de igualdad, en la toma de decisiones políticas.
Este argumento no carece de vulnerabilidades o críticas pero tal vez
sean demasiado complejas para expresar aquí. En todo caso, es el que más
se aproxima a nuestra cultura y a la racionalidad bajo la que nos amparamos. Además, gracias a él podemos articular un nuevo modelo de Estado
capaz de intervenir y promover la igualdad material y no simplemente la
formal.
Hoy en día, el concepto de solidaridad informa el Estado social de Derecho en grado de valor y expresado en forma de derechos sociales, económicos y culturales, tanto en el ámbito interno como en el internacional. La jusDERECHOS Y LIBERTADES
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tificación de la inclusión de la solidaridad en el ámbito público se realiza en
aras de la igualdad entre los hombres, concepto al que pretende sujetarse el
Estado moderno.
La solidaridad, no siempre surge, dado su carácter autónomo e individual, de forma espontánea. La cuestión de la educación parece ser óptima para
ahondar más en este tema. Dicha cuestión se plantea en el último de los capítulos del libro. Su análisis nos dirige a la idoneidad de una educación basada en los derechos humanos para concienciar de la importancia de la dignidad
humana y del igual valor de los seres humanos. Dado este tipo de educación, es
indudable que el elemento de solidaridad acrecerá en las conciencias de los
individuos. Este capítulo parte de la creencia en la potencialidad del Derecho como factor de cambio social y de la educación como instrumento para
incorporar valores en la conciencia humana. Evidentemente, este tipo de
educación no deja de ser, en alguna medida, problemático ya que la cuestión sobre los derechos fundamentales es una cuestión no cerrada y que sigue generando disputas. Éste, junto con otros dos problemas que se resumirían como la falta de consenso sobre la metodología a emplear y las
personas o instituciones encargados de llevarla a cabo, son las dificultades
más apreciables que, sin embargo, no son de imposible solución.
Cabe, por otro lado, reflexionar acerca de, una vez lograda la educación
en derechos, cual será el papel del Estado con respecto a la anterior idea de
solidaridad juridificada. En cualquier caso, situarse en ese momento es, ciertamente, algo demasiado previsor.
La educación en derechos humanos comprende la educación desde la
laicidad. El componente laico de los derechos fundamentales es una de las
características más importantes de los mismos, por no decir absolutamente
central. En este sentido la laicidad debe ser entendida como aquel sustrato
ideológico sobre el que pueden anidar concepciones acerca de la vida tanto
si son religiosas, como si no y que ayudaría a garantizar la libre elección del
individuo sobre sus planes de vida. La laicidad trata de presentarse como
un punto de partida esencialmente neutral y establecida únicamente en la
esfera de lo público, sin pretender incidir en lo privado.
Esto desprende determinadas consecuencias para el Estado quien verá
su funcionalidad limitada a la incapacidad lógica de restringir, desde un
fundamento religioso, la libertad individual. Esta libertad podrá ser restringida con el único límite de los propios derechos fundamentales. La laicidad
supone establecer un marco de actuación estatal, o si se prefiere, señalar una serie de
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parámetros básicos que deben presidir el funcionamiento del Estado y ser trasladados al sistema jurídico. Ésta, entendida como uno de los fundamentos del ordenamiento jurídico, supone para el Estado, la obligación de amparar no sólo la libertad religiosa sino la libertad de conciencia. La diferencia entre
ambas es que una se plantea desde un ámbito o explicación religiosa y la
otra no. La primera comprendería la creencia en un determinado orden cósmico trascendental que explicaría el origen del hombre, mientras que la libertad de conciencia englobaría otras opciones. Con esta afirmación no se
pretende dar por definido el núcleo de la libertad religiosa sino poner de relieve que la libertad de conciencia, a diferencia de la religiosa, es un concepto mucho más amplio donde cabría incluso enmarcar la libertad religiosa.
En definitiva la conciencia es, pues, un término que acapara cualquier creencia o no creencia, sin entrar a realizar una valoración de las mismas.
Ahora bien, la imposibilidad, desde estas premisas, del Estado de promover una concepción del bien por encima de otras no puede suponer la
justificación del nihilismo. De nuevo, aparecen los derechos fundamentales
como límite, esta vez también moralmente hablando, del peligroso relativismo ético, punto de llegada de la teoría anterior.
El hecho de haber planteado la libertad de conciencia como expresión
juridificada de la laicidad, además del impedimento mencionado, supone,
nos dice Rafael de Asís siguiendo a Luis Prieto Sanchís, la concreción de una
norma de clausura del ordenamiento que obligaría a justificar la necesidad
de cualquier medida jurídica que restringiese tal libertad.
Entender la laicidad, por supuesto sin dejar para ello de lado su evolución histórica desde la modernidad, como un elemento fundamental de la
vida política y jurídica de un Estado, además de para el ordenamiento jurídico, tiene consecuencias para la convivencia entre diferentes culturas.
La multiculturalidad es un hecho en la mayoría de los actuales estados
europeos hoy en día, expresión y consecuencia de la globalización antes tratada. Este hecho halla una correspondencia con los derechos fundamentales
comparable a la que tiene la laicidad. Y es que respecto de éstas, la teoría de
los derechos fundamentales se debe entender como neutral. Esa es la virtud
que se desprende de su fundamento universalista y que, estas cuestiones de
derechos, deben ser entendidas como una respuesta correcta amparada por
la neutralidad. Con respecto a ciertas costumbres características de determinadas culturas, sin embargo, posicionarse en los derechos fundamentales y
en el dogma de su neutralidad, puede suponer la interferencia con elemenDERECHOS Y LIBERTADES
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tos esenciales de tales culturas. En estos casos la valoración y ponderación
debe estar marcada sustancialmente por la percepción que, desde la teoría
de los derechos fundamentales, se hace de los condicionamientos culturales.
Pues bien, este análisis, deriva de un primer planteamiento que es necesario explicitar. La cultura para los derechos fundamentales es una opción
individual, propia de cada sujeto que, en principio, podría elegir si adecuar
su comportamiento a las pautas culturales o no. Evidentemente esto comprende la suposición de que el individuo antes de actuar reflexiona siendo
consciente de que podría negarse a corresponder culturalmente a su entorno. La cantidad de problemas prácticos que esto suscita no debe conducir a
la deslegitimación de la propuesta ya que, teóricamente, es impecable y concluyente. Tal vez la mayor crítica que se pueda realizar a esta teoría, y que
en definitiva redundará en su fortalecimiento, es el haber planteado una
identificación de las diferentes culturas con cuestionamientos morales, funcionando cual teoría de la justicia o teoría ética. Pues bien, dar esta premisa
por sentada para luego afirmar que cualquiera de las teorías de la justicia
que amparan los derechos fundamentales es neutral, debe ser matizada. Tal
neutralidad se justifica, al contrario que las aportaciones culturales, en su
supuesta racionalidad frente a la mera legitimación, por medio de la costumbre, de las prácticas culturales.
Además, para poder calificar la neutralidad cultural de los derechos
fundamentales, es necesario haber realizado una previa valoración de dónde resultarán unas culturas mejor paradas que otras, en tanto hablamos de
sus prácticas respecto a los seres humanos. Realizar esta valoración desde la
neutralidad supone dar por sentado un concepto previo de neutralidad, lo
cual invalidaría la reflexión. En estos momentos el recurso a la historia se
hace necesario ya que la comprobación de cómo, a través de la racionalidad,
se puede construir, incluso frente a la autoridad, un discurso de los derechos que, sin atacar a las formas culturales directamente, considere, como
fundamento último el concepto de dignidad humana autónoma, anima a
apuntalar la idea del papel del Derecho como factor de cambio social y progreso. Esto se hace más evidente en la concepción continental de los derechos fundamentales ya que se aprecia, en la ideología de la revolución francesa, una clara ruptura con el pasado, la costumbre y la tradición.
Esta tensión cultura-derechos se aprecia, a su vez, desde otro punto de
vista: el del fenómeno migratorio que acarrea el arraigo en los países de acogida de individuos con culturas diversas. Rafael de Asís pone de relieve en este
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capítulo la necesidad de dar voz a este conjunto de individuos. Esta necesidad
proviene, además de la consideración acerca de la dignidad humana, de la
querencia por aportar lógica y coherencia al modelo dualista de derechos fundamentales. Con el tema de la dignidad abrimos las consideraciones éticas al
respecto del trato igualitario o incluso favorable que se debe dar a los inmigrantes, mientras que la lógica del sistema de derechos, atendiendo a consideraciones teóricas, nos indica cuál debería ser, en aras siempre de su coherencia, el trato que el ordenamiento jurídico debe dispensar a los inmigrantes.
La coherencia del modelo requiere la continuidad de las ideas centrales
que nutren el fundamento de los derechos humanos, en esta teoría, la universalidad y la igualdad que han dado pie a varios procesos de desarrollo
de los derechos fundamentales. La universalidad ética de los derechos, confrontada con la historia, aporta una dinámica a la teoría que nos permite hablar de diferentes procesos en su evolución, como nos indica el profesor
Gregorio Peces-Barba3.
La continuidad de estos procesos enfrenta varios problemas que aparecen en el libro de Rafael de Asís en forma de cuestiones. La cuestión del trato jurídico a los extranjeros es una de ellas y que estaría directamente afectando al proceso de generalización. La discapacidad de las personas, es otra
cuestión abierta y que somete a una enorme tensión al proceso que se ha llamado de especificación.
Frente a la continuidad del proceso de generalización, fundamentado en
la universalidad e igual dignidad de los hombres, se sitúa el paradigma de
la nacionalidad. Dicho paradigma es básicamente descrito como elemento
agrupador del poder del Estado que se sitúa, en este caso, por encima de la
coherencia de las teorías de los derechos. La tergiversación que el elemento
de la nacionalidad supone para los derechos humanos proviene de la escasa
proyección moral que justifica su establecimiento y respeto. Se trata, más
bien, de entender su origen motivado por razones de interés de Estado. La
consecuencia directa de la plasmación de la nacionalidad es que tal identidad nacional resulta un criterio válido para asignar derechos, en nuestro caso,
políticos. Este es otro punto. La consideración del extranjero no se hace pensando en él como una persona que pretende establecerse definitivamente en
el país de acogida, sino como una persona que se encuentra circunstancial3
PECES-BARBA, G., Curso de derechos fundamentales, Teoría General, Universidad Carlos
III de Madrid, Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999.
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mente viviendo en un país que no es el de su nacionalidad. Este punto de
partida, erróneo, como pone de manifiesto el autor al principio del capítulo,
no le facilita las cosas a la pretendida coherencia del modelo de derechos
fundamentales que se busca propugnar. Se trata de un argumento que se retroalimenta ya que si el extranjero no se ve respaldado en sus pretensiones
por el Estado, no prestará fácilmente su consentimiento en el respeto y obediencia al Derecho.
La superación del criterio de nacionalidad o de identidad nacional como
criterio diferenciador de derechos ya ha sido puesto de manifiesto por el
profesor de Asís4. Siempre en busca de un entendimiento armónico de la
dignidad humana por parte del Estado de Derecho, desde este libro se hace
un llamamiento al replanteamiento de la idea de nacionalidad y a considerar si la distinción que provoca esconde motivos ajenos al mero Derecho y
que vienen a nuestra cabeza al escuchar la palabra inmigrante.
La coherencia del proceso de generalización está puesta en duda por las
políticas que se ocupan de la inmigración. Al tiempo que el de especificación lo está por el tratamiento que el Estado hace de las personas con discapacidad.
En el último de los capítulos que corresponde analizar se aprecia la voluntad del autor de dar a conocer nuevos conceptos que han surgido a la luz
del tratamiento de la discapacidad: vida independiente, normalización, accesibilidad universal, diseño para todos y principio de transversalidad, por
ejemplo. Además se elabora una relación de equívocos en los que se suele incurrir cuando se busca realizar un análisis del tema.
La dignidad humana es, de nuevo, el instrumento que permite dar cobertura jurídica y, previamente, ética a las necesidades de las personas con
discapacidad. En este tema es importante partir de una configuración que
busque la generalización de los derechos pero desde medidas específicas.
Esto implica que, para evitar una discriminación jurídica o fáctica, se debe
favorecer activamente a todas aquellas personas que no reúnan los requisitos necesarios para hablar de vida independiente. Resulta novedosa la presentación de esta cuestión ya que se pretende presentar a los discapacitados
4
Últimamente en “La participación política de los inmigrantes. Hacia una nueva generalización de los derechos”, en F. J. ANSUÁTEGUI ROIG, J. A. LÓPEZ GARCÍA, A. DEL
REAL, R. RUIZ RUIZ (eds.); Derechos fundamentales, Valores y Multiculturalismo, Dykinson,
Madrid, 2005, pp. 199-217.
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dentro de un proceso de generalización, en lugar de ser expresión de un
proceso de especificación, que evoca una situación de eterna especialidad y
anormalidad. Este cambio en los planteamientos debería, sin embargo, hacerse en toda la teoría y no sólo respecto a la discapacidad. Tal vez se trate
de una cuestión más de matiz que de profunda reflexión. En todo caso, debería resolverse atendiendo a los efectos que una u otra forma de entenderlo
tengan para las personas con discapacidad.
En cualquier caso, esta parte del libro también refuerza la teoría dualista
de los derechos. El refuerzo proviene de un sentido teórico ya que la confrontación de todos los temas anteriormente vistos con la estructura de la
teoría nos permiten encontrar la lógica y coherencia de la misma. Evidentemente se trata de un refuerzo de la teoría, que en estos momentos se sitúa en
la crítica, y no de un refuerzo en el sentido de dar argumentos a favor de su
inmediata puesta en marcha como elemento que solucione todos los problemas políticos actuales. El gusto abstracto de esta teoría nos permite imaginar una teoría aplicada en un futuro. Claro que, el hecho de que se mantenga, por parte del Estado, una teoría realmente coherente de la dignidad
humana y de los derechos fundamentales no implica que se vayan a resolver todos los problemas del hombre concreto y de la humanidad pero, al
menos, se podrá entender por preservado, frente al mercado, la economía y
la pobreza, aquello que consideramos más valioso del hombre: su propio
ser, representado en la idea de dignidad humana.
ALBERTO IGLESIAS GARZÓN
Universidad Carlos III de Madrid
alberto.iglesias@uc3m.es
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ISSN: 1133-0937
Massimo LA TORRE y Alberto SCERBO (a cura di), Diritti, procedure,
virtù. Seminari catanzaresi di filosofia del diritto, G. Giappichelli Editore,
Torino, 2005, 185 pp.
CARLOS LEMA AÑÓN
Universidad Carlos III de Madrid
PALABRAS CLAVE: derechos fundamentales, Constitución, interpretación, virtud
cívica.
fundamental rights, Constitution, legal interpretation, civic
KEY WORDS:
virtue.
Una obra como ésta, producto de las aportaciones de los distintos profesores que pasaron en el curso 2001-2002 por el seminario de filosofía del derecho de la Universidad de Catanzaro, podría fácilmente caer en la heterogeneidad y la dispersión. No sería éste un problema mayor supuesta la
calidad de las diferentes aportaciones, pues al fin y al cabo esta es la regla
general en las revistas académicas, sin que su pertinencia o calidad se resienta por ello. No obstante, en este caso y aunque son diversos los temas
tratados, tras la lectura podemos percibir ciertos hilos conductores y cierto
aire de familia en (al menos la mayoría de) los trabajos aquí presentados, lo
que habla bien del trabajo realizado en el seminario de filosofía del derecho
de Catanzaro. En efecto se ha logrado reunir en este volumen valiosas aportaciones de autores que desarrollan su trabajo en universidades de distintos
países de Europa y que resultan el reflejo de algunas preocupaciones comunes y de algunos de los temas que en los últimos años más han sido objeto
del debate académico en el ámbito de la filosofía del derecho. En realidad,
no hay que indagar demasiado en las razones de esa sensación de unidad de
la obra, pues nos las proporciona el director de la misma, Massimo La Torre,
en el prefacio. En efecto, hay en todas las aportaciones una cercanía de “estilo”, que La Torre califica como “analítico en sentido lato”; en sentido muy
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lato en la medida en que las notas comunes serían la pretensión de claridad
argumentativa y una noción de filosofía vinculada con la experiencia y con
el sentido común. Por otra parte, tres serían, de acuerdo con esto, las cuestiones principales que se abordan en esta obra. En primer lugar, aparece la
cuestión de los derechos fundamentales, su estructura, su interpretación y
también su papel en la tensión entre democracia y constitución. El segundo
gran tema sería el de los procedimientos: tanto los procedimientos institucionales del constitucionalismo y la democracia, como lo relativo al razonamiento jurídico en el ámbito de la interpretación y razonamiento judicial.
Por último, el tercer aspecto es el del papel de la virtud en el ámbito de la experiencia jurídica.
El libro se abre con una aportación de Robert Alexy que examina la
cuestión de la racionalidad del mecanismo de la ponderación en la interpretación de los derechos fundamentales y discute la crítica que Habermas hace
de tal mecanismo. El lector en castellano puede ya conocer algunos de los
argumentos que maneja Alexy en este punto, pues al margen que los aspectos aquí tratados sean coherentes con su Teoría de los Derechos fundamentales
y en algunos aspectos ya apuntada allí, el desarrollo que aquí se recoge ya
aparece en buena medida en su Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales
(Colegio de Registradores de la propiedad, Madrid, 2005). Para Alexy, los
derechos fundamentales recogidos en las constituciones modernas pueden
ser comprendidos según dos construcciones, una más restringida y rígida,
que podría ser definida como “la construcción de las reglas”, y otra más amplia y omnicomprensiva, que sería la “construcción de los principios”. Según la primera, las normas que garantizan los derechos fundamentales no
se distinguen esencialmente en cuanto a su estructura de otras normas del
sistema jurídico, y si acaso su particularidad será su relevancia en el conjunto del ordenamiento jurídico y el hecho de que tutelan posiciones específicas
de los ciudadanos frente al Estado. Por el contrario, según la construcción
de las reglas, la función de los derechos fundamentales no se limitaría a este
último aspecto.
La construcción de las reglas en la República Federal de Alemania habría sido desarrollada por el Tribunal Constitucional por primera vez en el
año 1958, con motivo de la llamada sentencia Lüth. En esta sentencia se encuentran tres ideas que habrían influido profundamente el derecho constitucional alemán y que nos dan la clave de esta segunda construcción de los
derechos fundamentales. En primer lugar, la garantía constitucional de los
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derechos fundamentales no es simplemente una defensa del ciudadano
frente al Estado, sino que representan también un “orden objetivo de valores” –en las primeras formulaciones– o más simplemente unos principios
expresados en los derechos fundamentales. De aquí, que según esta construcción, los derechos fundamentales no serían únicamente normas sino
también principios. En segundo lugar, tales valores –o principios– no se dirigen únicamente a regular las relaciones entre el ciudadano y el Estado, sino que su fuerza se irradia a todos los sectores del ordenamiento jurídico,
con lo que los derechos se hacen omnipresentes. Por último, la tercera idea
tiene que ver con la estructura de los valores y principios: éstos tienden a colisionar y a enfrentarse, de tal modo que el choque ha de solucionarse no por
la vía de la exclusión de uno u otro principio en conflicto –lo cual sería la solución si estuviésemos ante normas simples– sino con el mecanismo de la
ponderación. La construcción de los derechos fundamentales como reglas que
se impone en el derecho constitucional alemán desde esta sentencia, parece
implicar que resulta necesario realizar ponderaciones entre los bienes constitucionales. La ponderación aparece, pues, como el elemento central desde
el punto de vista metodológico en la construcción de los derechos fundamentales como valores y ocuparía el papel que la subsunción tiene en el modelo de las reglas.
Alexy plantea en este punto la pregunta de cuál de los dos modelos –el
basado en la subsunción o el basado en la ponderación– proporcionaría una
mayor racionalidad (aún asumiendo que los modelos no se suelen dar en estado puro). Evidentemente Alexy apuesta por el segundo, pero esta pregunta le sirve para poner en contexto dos objeciones que Habermas habría
apuntado contra el modelo de la ponderación. Según la primera objeción, el
modelo de la ponderación privaría a los derechos fundamentales de su poder normativo, ya que la ponderación haría que los derechos se vieran degradados a un carácter programático. Además, este debilitamiento se hace
más grave en la medida en que no existe un estándar racional de ponderación, lo que hace que la ponderación se haga de forma arbitraria, basándose
en estándares y jerarquías consuetudinarias, pero no necesariamente racionales. La primera objeción se dirige, pues, a los efectos (debilitamiento e
irracionalidad) del modelo de ponderación. La segunda objeción, en cambio, es de tipo conceptual: la ponderación aparta al derecho del ámbito de lo
válido y lo inválido, de lo justo y de la justificación, para trasladarse a un
ámbito más resbaladizo de nociones tales como la mayor o menor idoneiISSN: 1133-0937
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dad, la discrecionalidad, etc. En definitiva, el modelo de ponderación traería
consigo una renuncia a la categoría de “corrección”, lo cual supondría un
golpe definitivo al modelo en la medida en que el derecho aparece necesariamente vinculado con la pretensión de corrección.
Para responder a las objeciones de Habermas, Alexy desarrolla lo que
considera los elementos centrales de la estructura del juicio de ponderación,
para dar cuenta de los criterios de racionalidad que estarían subyacentes a
esta operación. Sostiene Alexy que, al menos en el derecho constitucional
alemán, la idea de ponderación se integra en un principio más amplio como
es el de proporcionalidad. El principio de proporcionalidad podría dividirse
a su vez en tres subprincipios, que serían los principios de idoneidad, de necesidad y de proporcionalidad en sentido estricto. Todos ellos expresarían la
idea de optimización, lo cual significa necesariamente entender los derechos
fundamentales como mandatos de optimización, en la medida en que la idea
de optimización exige que una determinada circunstancia –la expresada en
los derechos– sea realizada en la máxima medida posible teniendo en cuenta
las posibilidades reales y jurídicas. A partir de aquí, y cuando entrasen en
conflicto distintos principios, para Alexy sería posible emitir juicios racionales sobre la intensidad de la interferencia entre los principios, sobre el grado
de importancia de cada uno, y sobre sus relaciones recíprocas.
La contribución del profesor Javier Ansuátegui se inserta en el ámbito
de la discusión actual sobre las relaciones entre constitucionalismo y democracia, en concreto sobre las consecuencias que se derivan de la presencia en
las constituciones de determinados contenidos garantizados rígidamente.
Las constituciones parecen, así, reducir el ámbito de lo político y del propio
ámbito de la democracia. En la medida en que estos contenidos se excluyen
del ámbito de lo “opinable”, de lo “negociable” o de lo “decidible”, aparece
una tensión entre la constitución y los mecanismos y exigencias de la democracia. De este modo, no es extraño que este asunto se haya abordado como
la existencia de una fuerte tensión entre constitución y democracia, que sería
la otra cara de la tensión entre derechos y la regla de la mayoría. El esfuerzo
de Ansuátegui es, en este punto, y sin disolver el problema por la vía de negar la tensión, ensayar una perspectiva que nos permita tratar este asunto en
los términos de una tensión interna de la democracia constitucional, más
que una dicotomía entre dos principios opuestos. Fundamental para entender esta cuestión es darse cuenta –como apunta el autor– que la democracia
no sólo supone la regla de la mayoría, sino otros elementos imprescindibles
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entre los cuales están los derechos o, al menos, ciertos derechos: nótese que
sin derechos de participación para todos no existe la democracia. Pero para
situar el debate en estos términos resulta necesario reformular las exigencias
tanto de la democracia como del constitucionalismo, para proponer un modelo de democracia deliberativa (más allá de la democracia mayoritaria) y
un modelo de constitución dinámico que no suponga que ésta está diseñada
de una vez por todas.
Ansuátegui se plantea hasta qué punto algunas dimensiones del constitucionalismo se acercan al iusnaturalismo, que por su parte supone que hay
determinadas normas y con ello determinados asuntos que no son susceptibles de decisión al respecto por parte del legislador. Se pone en guardia, en
definitiva, contra el peligro de una “tentación iusnaturalista en el constitucionalismo contemporáneo”, presente incluso en tesis no explícitamente iusnaturalistas como la idea del “coto vedado”. Tampoco es una cuestión menor la posibilidad de reducción de la agenda política que sería el producto
de la exclusión de determinados asuntos respecto del ámbito de lo decidible. Si la justificación de esta exclusión es mejorar la racionalidad de las decisiones públicas, no se puede descartar que esta operación traiga consigo
una reducción de la democracia que se manifestaría en una banalización de
la discusión pública, y en la alienación de la posibilidad de decidir.
La posibilidad de reconstruir esta tensión en un discurso que asuma la
democracia y el constitucionalismo como parte de una construcción coherente, depende –para Ansuátegui– de que junto con estos conceptos se incluyan también los de derechos fundamentales y de Estado de derecho. Para
ello, asume la necesidad de una concepción material de Estado de derecho,
lo que implica la inclusión de contenidos materiales en el sistema jurídico,
principalmente los derechos fundamentales. A partir de ahí, se formula un
esquema en el cual las relaciones entre todos estos elementos han de ser profundas y no coyunturales. Así, entre Estado de derecho y democracia habría
una conexión interna y conceptual, no meramente histórica; igualmente la
habría entre democracia y derechos fundamentales, entendida la democracia no únicamente desde una concepción exclusivamente formal; y desde
luego entre derechos fundamentales y constitución. Así, al sostenerse una
concepción sustancial de Estado de derecho, vinculado a la noción de democracia y a la noción de constitución, será posible integrar las exigencias de
ambos elementos. No se trata, en absoluto, de la disolución de la tensión entre democracia y constitución, sino tan sólo de la contradicción entre ambas.
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La tensión es una tensión irresoluble, propia de la categoría de Estado de
derecho entendido como Estado constitucional. Pero el esquema mencionado permitiría integrar esos elementos en un equilibrio no petrificado y para
el que son necesarias “nuevas estrategias de mediación, entre las que la deliberación puede ocupar un papel relevante”.
El trabajo de Patrick Birkinshaw, profesor de la Universidad de Hull en
el Reino Unido, que es sin duda el más “técnico-jurídico” y menos “filosófico” de cuantos se recogen en este volumen, se articula en torno a la pregunta de si existe un derecho público europeo. La respuesta es obviamente positiva en quien además es director de la revista “European Public Law”. En
realidad, la intención de su argumentación, parece en parte destinada a convencer a los juristas británicos de la plausibilidad de una noción que al jurista de la tradición continental le representa muchísimos menos problemas
conceptuales. Con todo, el esfuerzo de clarificación de Birkinshaw es interesante en cuanto intenta delimitar la noción de derecho público europeo,
pues aun cuando no tengamos dudas en aceptar su existencia, en realidad
quizá no tengamos tan claro qué es exactamente aquello que damos por supuesto. Birkinshaw presenta varias alternativas sobre qué podemos entender por derecho público europeo: el ordenamiento de la Unión Europea; un
common law de Europa; el Convenio Europeo de Derecho Humanos; o –finalmente– la opción que el adopta, algo más compleja, como es el impacto
de la Unión Europea y del Convenio Europeo de Derechos Humanos sobre
los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros, el impacto del ordenamiento de los Estados miembros sobre el derecho de la Unión Europea y
el recíproco impacto entre ellos. Se trata de una noción, por otra parte, que
entiende muy vinculada con la noción de un common law de Europa. Buena
parte del trabajo de Birkinshaw se dedica a analizar el impacto del derecho
público europeo sobre el modo de pensar y de actuar de los juristas ingleses.
Entre otras muchas consecuencias, habría dado lugar a una crisis en la aceptación de la idea de la regla de reconocimiento hartiana como teoría de la validez jurídica estándar, en tanto supone que ésta no podría dar cuenta de las
complejidades actuales de la evolución del derecho internacional.
La aportación de Peter Koller se ocupa de las relaciones entre derecho,
moral y virtud, o, si se prefiere, del viejo problema de las relaciones entre
derecho y moral, desde una nueva consideración de la también milenaria
noción de virtud moral. Koller, catedrático de Filosofía y Sociología del Derecho en la Universidad austríaca de Graz (y durante mucho tiempo colaboDERECHOS Y LIBERTADES
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rador de Ota Weinberger) constata la recuperación de la idea de virtud y de
la “ética de la virtud” en la discusión académica, en el discurso público e incluso en la rica oferta de obras “popular-filosóficas”, a despecho de la consideración por mucho tiempo de la virtud como un concepto obsoleto y hasta
reaccionario. La demanda de ética y de virtud –se ha señalado muchas veces– que se manifiesta también en el interés por las éticas de los negocios o
las bioéticas, tiene que ver con un cierto hartazgo y una pérdida de confianza en la política: menos política y más ética. No obstante, creo que en las
conclusiones de Koller está implícito, no va a ser fácil que la vía de la ética –
sobre todo en la medida en que tenga de encierro en lo privado– pueda ser
demasiado prometedora sin ciertas condiciones sociales también políticomorales que no sabemos muy bien cómo mantener o recrear: ciertas condiciones del carácter de las personas (¿qué otra cosa es la virtud?) no pueden
darse generalmente si no se dan también ciertas condiciones sociales en las
que puedan florecer. En este punto, el papel del derecho puede estar claro,
pero no deja de ser incómodo. Koller, en efecto, se hace en este trabajo dos
preguntas relativas a la relación entre el derecho y la moral, examinando ésta desde el punto de vista de la virtud. Las conclusiones a las que llega en
cada una de las preguntas pueden resultar, no digo pacíficas, pero sí bastante plausibles ambas. La cuestión es que una vez se ponen en relación las dos
respuestas los problemas aparecen inmediatamente. Así, Koller se pregunta
en primer lugar hasta qué punto el derecho está legitimado para dirigir a las
personas hacia la virtud, tratando de imponer o por lo menos de promover
ciertas disposiciones del carácter. A esta pregunta, responde, claro, con la
postura ampliamente extendida de que un derecho legítimo no puede imponer la virtud y sólo puede promoverla en una medida limitada. La segunda
gran pregunta que está presente en su trabajo es la de hasta qué punto la eficiencia de un derecho depende de la virtud de los ciudadanos. Aquí quizá la
conclusión sea más polémica, pero en todo caso no puede resultar descabellada la respuesta de que un ordenamiento jurídico privado de un contexto
de ciertas virtudes ciudadanas no puede funcionar correctamente.
De tales respuestas a las preguntas planteadas, una vez se ponen en relación, surge la percepción de no pocas dificultades. Porque así las cosas, un
ordenamiento jurídico, para funcionar correctamente, necesita de ciertas virtudes morales tanto por parte de sus destinatarios como de sus aplicadores;
pero al mismo tiempo tales virtudes no pueden ser el producto, el resultado
del derecho mismo: el derecho vive de unos presupuestos sociales que no
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tiene la capacidad de producir. De esta conclusión, que casi suena paradójica, ha de surgir la pregunta de cómo será posible crear la virtud moral necesaria para el funcionamiento del derecho. La respuesta de Koller es que en la
medida en que no puede salir del derecho mismo, tendrá que producirse en
la comunidad de ciudadanos o sociedad civil, a través de los mecanismos de
la educación moral, la discusión pública y la solidaridad moral. No desarrolla el autor estos elementos, aunque sí que da algunas notas de interés. Así,
por limitarnos a la cuestión de la “educación moral” (de cierta actualidad en
España debido a la cuestión de la asignatura de “educación para la ciudadanía y los derechos humanos”), Koller no la entiende principalmente como la
difusión y el adoctrinamiento en valores y normas morales, sino, de forma
más abstracta, más fundada, pero también más difícil de promover, como el
sostenimiento y la consolidación de las actitudes y de las disposiciones morales por medio de una adecuada práctica social. No es fácil ver el modo de
(re?)construir los vínculos sociales que hicieran esto posible.
La aportación del profesor de la Universidad de Cardiff William Lucy sobre jurisdicción e imparcialidad está formada tanto por su intervención en el
seminario de Catanzaro como por otros textos anteriores. De entre todas las
virtudes institucionales que deberían estar presentes en la institución de la jurisdicción, Lucy selecciona las de la racionalidad y la imparcialidad, en la medida en que éstas pueden comprender al resto (equidad, justicia, coherencia,
predecibilidad, etc.). En la medida en que la jurisdicción encarnase alguna o
todas estas virtudes, podría reclamarse como una forma de resolución de conflictos superior o preferible a otras alternativas a nuestra disposición, ya sea la
mediación o el arbitraje, pero también el voto o el jurado popular. Sin embargo, para poder afirmar que la jurisdicción encarna tales principios, no sólo habría que afrontar el viejo escepticismo general con respecto a estas instituciones, sino también el encarnado por el trabajo teórico de determinados juristas
norteamericanos escépticos o “heréticos”, particularmente desde posiciones
de los estudios jurídicos críticos. A estos efectos, habría dos críticas a tener en
cuenta. La primera, sostiene que no existe ningún método de justificación jurídica “racional” que se pueda elevar por encima de los conflictos de la vida social. La segunda crítica afirma que bajo una apariencia de imparcialidad, la jurisdicción no es más que política, y que en esta medida resulta un método
ilegítimo de resolución de controversias importantes.
Respecto a la primera de las críticas escépticas, la crítica a la posibilidad
de la racionalidad, Lucy afirma que los defensores de la ortodoxia jurídica
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no han conseguido rebatirla eficazmente. Considera el autor, que la afirmación de que la jurisdicción es un proceso racional de toma de decisión, puede querer decir tres cosas, cada una de las cuales incluiría a la anterior y podría ser considerada como un grado ascendente en una escala de
racionalidad. El primer grado vendría representado simplemente por “tener
razones” para una determinada acción o decisión. El segundo grado de la
escala de racionalidad sería el de la “selección de razones” (no sólo se tendrían razones, sino que estas razones deberían ser auténticas y al agente debería conocer todas o al menos la mayoría de las razones al caso). Por último, el tercer grado de racionalidad sería el de la ponderación [weighing] de
las razones, que incluye la ponderación de las razones auténticas, de tal forma que un agente es racional cuando actúa de una forma X sólo sobre la base de la razón más sólida y más relevante a favor de X de toda la gama de razones disponibles, o sobre la base de un grupo de razones que, globalmente
consideradas, resultan más relevantes. No obstante, para Lucy, la existencia
de un pluralismo de valores inconmensurables que se manifiesta en la resolución de los casos difíciles, muestra que la jurisdicción no puede satisfacer
la exigencia de racionalidad en el último sentido mencionado, esto es, de
verdadera racionalidad. Siendo así, no es claro que la jurisdicción se pueda
manifestar como evidentemente más racional que otros métodos alternativos de resolución de las controversias.
Distinta conclusión tiene el autor respecto a las pretensiones de los escépticos en cuanto a la posibilidad de la imparcialidad de la jurisdicción, pero en todo caso debe partirse también de una aclaración de qué se puede
considerar imparcialidad en el ámbito judicial. Porque si imparcialidad significa no favorecer a una parte frente a otra, evidentemente los jueces lo hacen al decidir los casos, puesto que en la resolución favorecen a una de las
partes en detrimento de la otra. Así, será necesario distinguir entre dos
acepciones esenciales de imparcialidad: la imparcialidad en cuanto a los resultados y la imparcialidad en cuanto al procedimiento. La imparcialidad en
cuanto a los resultados exigiría como mínimo prescindir en la toma de decisiones tanto de las necesidades de las partes como de su estatus social; por
otra parte, esta imparcialidad podría exigir ignorar cualquier acción pasada
o presente cometida por las partes, así como tener un grado de impacto similar sobre las partes. Parece que la imparcialidad de la jurisdicción sólo estaría en condiciones de cumplir con los dos primeros requisitos. La imparcialidad en cuanto al procedimiento exige, por su parte, que no se favorezca
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a ninguna de las partes o al menos que se favorezcan o perjudiquen en igual
medida, lo que convierte esta imparcialidad en una cuestión de igualdad de
impacto. Contrario a la imparcialidad en este sentido sería, por ejemplo, ignorar los testimonios de ciertas categorías de sujetos o conducir el juicio en
una lengua que no conociera una de las partes. La imparcialidad procedimental consistiría en asegurar que las partes sean iguales para formar parte
del proceso y que las normas y condiciones del proceso tengan en ambas un
impacto idéntico. En definitiva, la jurisdicción sería plenamente imparcial
únicamente en sentido procedimental, mientras que la imparcialidad en los
resultados posible en la jurisdicción es muy limitada.
La aportación de Herlinde Pauer-Studer, docente en la Universidad de
Viena, defiende una visión en la que cierto perfeccionismo se haga compatible con el liberalismo: el liberalismo podría ser conciliado con el perfeccionismo como doctrina moral, al tiempo que el perfeccionismo podría reentrar
en el panorama de los valores promovidos por el liberalismo también como
doctrina política. No obstante, el perfeccionismo del que aquí se habla pretende ser compatible con la autonomía individual y el pluralismo de valores
y se encuadra en una reciente reafirmación de la idea de perfeccionismo vinculada con la idea de virtud cívica. Precisamente, esta idea de virtud cívica
juega un papel muy central en debate contemporáneo en torno al liberalismo, al perfeccionismo y al republicanismo. Pero la idea de perfección moral
tiene su sede en el ámbito de la moral personal, lo que hace que con independencia de que una sociedad necesite de ciudadanos empeñados en la
mejora moral, no ofrece una razón para adoptar el perfeccionismo como
doctrina política. En este sentido –y esto no es incompatible con el liberalismo– el objetivo sería que el Estado proporcionase un marco jurídico y social
útil para el perfeccionamiento moral de los ciudadanos (por ejemplo promoviendo la vida cultural), pero eso no significa que no se deba dejar a los ciudadanos que por sí solos realicen su esfuerzo moral, aun cuando ello sea un
requisito para una sociedad mejor. Así, el punto de vista es más optimista
que el de Koller anteriormente comentado, pero tampoco aquí se explica de
forma muy clara –y en esto Koller parece percibir mejor el problema– si es
posible realmente promover esa virtud cívica.
El libro termina con un breve trabajo de Valentin Petev, de la Academia
Europea de Teoría del Derecho, sobre hermenéutica filosófica e interpretación jurídica. En él, tras un recorrido por las principales nociones y finalidades de la hermenéutica filosófica, se intenta aclarar lo que de relevante tiene
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esta aproximación a la interpretación y aplicación del derecho. Para el autor
esta relevancia proviene entre otras cosas del hecho de que no exista una
técnica para la correcta y segura aplicación de las normas jurídicas. Quizá la
principal aportación de la hermenéutica sería haber mostrado que el fenómeno de interpretación de las normas y de los hechos sociales (pero también
de la creación del derecho) no puede ser aprehendido más que en el marco
más vasto del proceso de conocimiento de la realidad social.
CARLOS LEMA AÑÓN
Universidad Carlos III de Madrid
e-mail: carlos.lema@uc3m.es
ISSN: 1133-0937
DERECHOS Y LIBERTADES
Número 15, Época II, junio 2006, pp. 295-305
Gregorio ROBLES MORCHÓN, La influencia del pensamiento alemán en la
sociología de Émile Durkheim, Thomson Aranzadi, Navarra, 2005, 196 pp.
LUIS LLOREDO ALIX
Universidad Carlos III de Madrid
PALABRAS CLAVE: sociología, pensamiento alemán, organicismo, ética social.
sociology, german thought, organicism, social ethics.
KEY WORDS:
Podría resultar extraño, para quien conozca el trabajo de Gregorio Robles hasta la fecha, toparse con esta monografía titulada La influencia del pensamiento alemán en la sociología de Émile Durkheim. Y es que, como el autor
mismo confiesa en el prólogo, no ha sido su trayectoria intelectual precisamente proclive a ese tipo de estudios minuciosos en los que, con la compulsión y exhaustividad del erudito, se escarban las raíces intelectuales del pensamiento de un autor. Sin embargo, creo que el mayor valor de esta obra no
radica única y principalmente en la investigación detallada de los diferentes
influjos que el sociólogo francés recibió del mundo intelectual germánico,
pues ello no dejaría de ser más o menos anecdótico, sino en las consecuencias que de ello se derivan y que trataré de exponer a lo largo de esta reseña.
Desde este punto de vista, el alcance de la investigación realizada por el profesor Robles es de mayor amplitud que la que podría suponérsele de partida
y, por otra parte, ofrece interesantes ideas que no sólo atañen a la exégesis
de Durkheim.
Pero, antes de ello, conviene advertir sobre otro aspecto que, a primera
vista, también podría parecer extraño al lector no avisado. Me refiero al valor y significación que una recensión de esta obra, cuyo título parece apuntar más bien hacia el campo de la sociología pura, puede tener en una revista del tenor de Derechos y libertades. Pues bien, la razón de ser se desvela con
nitidez en cuanto abrimos el libro y, en tan sólo una rápida ojeada, echamos
un vistazo al índice: nos encontramos, con sorpresa e incluso un punto de
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incredulidad, con alguna de las grandes personalidades del mundo filosófico-jurídico, como lo son Jhering, Jellinek o von Gierke, entre aquellos autores alemanes que habrían influido, al parecer de forma bastante destacada,
en la génesis y desarrollo de la concepción sociológica durkheimiana. Digo
que con sorpresa e incredulidad, pues es un lugar común, repetido hasta la
saciedad y aceptado sin ninguna clase de duda por la mayor parte de la comunidad científica, que la sociología cristaliza como disciplina de la mano
del autor francés y con el mero apoyo que le habrían ofrecido los precedentes de Comte, Fustel de Coulanges, Saint Simon, Espinas o, más lejanamente, Rousseau y Montesquieu. Asimismo, resulta igualmente inesperado que
autores generalmente encasillados en la ciencia jurídica, como los arriba citados, pudieran haber ejercido influencia en el nacimiento de la sociología.
Podremos comprobar, sin embargo, y a través de esta obra de Gregorio Robles, que existe un importantísimo filón en la doctrina alemana, habitualmente minusvalorado, que contribuyó de forma decisiva a la gestación de la
ciencia social. Los juristas y sus reflexiones sobre el hecho normativo, por
otra parte, desempeñaron un papel de enorme relevancia en esta génesis.
Pero veamos todo esto con mayor detenimiento.
La tesis fundamental del libro vendría a ser la siguiente: la ascendencia
de las ideas durkheimianas debe mucho a toda una serie de autores alemanes provenientes del mundo de la economía, la sociología, el Derecho y la
psicología, a los que pudo leer antes de la publicación de su tesis doctoral en
1893, básicamente durante su estancia en las universidades de Leipzig y
Berlín entre 1885 y 1886. Las recensiones de varios de esos libros, que él mismo redactó en los años inmediatamente posteriores a dicha estancia, los cursos impartidos de los que se conserva constancia, así como un par de artículos sobre las universidades alemanas que publicó a su regreso a Francia,
atestiguan no sólo su conocimiento de dichos autores, sino también la gran
admiración que hacia ellos profesó durante un tiempo. Parece ciertamente
razonable, además, deducir que dicha admiración se tradujo en una influencia real sobre su pensamiento, pues muchas de las ideas que habría de sostener en toda su obra posterior, desde La división del trabajo social hasta Las formas elementales de la vida religiosa, encuentran paralelismos y equivalencias,
con frecuencia más que llamativos, en las obras de muchos de estos autores
alemanes. La tarea a la que se dedica el profesor Robles, en este sentido, es a
la de una investigación prácticamente arqueológica: a través de una lectura
minuciosa de las obras de Schäffle, Gumplowicz, Schmoller, Jellinek, JheDERECHOS Y LIBERTADES
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ring, Wundt, Lazarus, Post, Simmel o von Gierke, se van rescatando qué elementos pudieron haber servido de acicate al entonces joven Durkheim para
comenzar a caminar por la senda de la aún apenas naciente sociología. Y, si
en algunos de estos casos la afirmación de tal influencia pudiera parecer algo osada, en muchos de ellos resulta poco menos que indiscutible.
Aquí entra en juego el segundo elemento que considero de importancia
para la tesis defendida en el libro. A tenor de los datos que nos aporta el autor, resulta obvio que Durkheim se sintió, al menos en un principio, fuertemente atraído por el pensamiento alemán, hasta el punto de llegar a considerarlo como el necesario basamento de la recién nacida sociología. No otra
cosa se desprende de afirmaciones como la siguiente, que cito meramente a
título de ejemplo, de entre todos los testimonios y evidencias que el profesor
Robles recoge: “Así, señores, ha surgido la sociología de nuestros días y esas
son las etapas más importantes de su evolución. Hemos visto que ha nacido
gracias a los economistas, se ha constituido con Comte, se consolidó con
Spencer, alcanzó su determinación con Schäffle, y se especializó con los economistas y juristas alemanes…” (p. 72). Pues bien, así las cosas, y ésta es la
pregunta que el autor se plantea a la hora de iniciar la investigación, ¿cómo
es posible que Durkheim, prácticamente de la noche a la mañana, no sólo
comenzase a dejar de citar a estos autores, sino que incluso intentase ocultar
o maquillar deliberadamente tal ascendencia intelectual? Pues, en efecto,
existen datos que podrían avalar la realidad de esta suerte de “ocultación”.
Veamos, de entre todos los elementos que se desgranan cuidadosamente en
el libro, tan sólo dos de ellos.
En primer lugar, en la segunda edición de La división del trabajo social, de
1902, Durkheim suprime buena parte del prólogo de la primera, de 1893, en
el que se hacía expresa referencia a Jhering, Post, Schäffle y Wundt, lo cual
resulta sospechoso y, sobre todo, queda inexplicado. Y, en segundo lugar,
resulta sumamente significativa la agria polémica suscitada entre el sociólogo francés y el tomista belga Simon Deploige, en la que, con una ira y un encono inusitados, éste acusó a Durkheim de deshonestidad por haber renegado de la impronta alemana que rezumaba de todos los poros de su
pensamiento. Al calor de esta polémica, salen a la luz algunas incoherencias
y contradicciones en Durkheim, que permitirían sostener igualmente la idea
de una ocultación deliberada o, cuando menos, de una incongruencia respecto de afirmaciones anteriores que queda también inexplicada. En este
sentido, creo que es altamente ilustrativo el comienzo de la tesis latina de
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Durkheim sobre Montesquieu, del que se destila ya un cambio de actitud y
un tono que bien podría calificarse de ciertamente chauvinista: “Olvidadizos de nuestra historia, nos hemos acostumbrado a considerar la ciencia social como extraña a nuestras costumbres (moeurs) y al espíritu francés. El hecho de que ilustres filósofos que han escrito recientemente sobre estos temas
hayan brillado en Inglaterra y Alemania nos ha hecho olvidar que esta ciencia nació antes entre nosotros” (Montesquieu y Rousseau, precursores de la sociología, trad. de Miguel Ángel Ruiz de Azúa y estudio preliminar de Helena
Béjar, Tecnos, Madrid, 2000, pp. 21-22).
La respuesta al interrogante sobre este cambio de actitud no puede pasar, como el propio Robles señala, de la mera conjetura, pues no es lícito
aventurar conclusiones más certeras, pero resulta interesante ensayar, cuando menos, un pequeño ejercicio especulativo. Gracias a este ejercicio, por
otra parte, es como se pueden avanzar ideas o sugerencias que trascienden
el mero trabajo exegético y sobre las que ya se advertía al principio de esta
recensión.
Varias motivaciones históricas y políticas podrían haber confluido,
pues, en este aparente viraje que da Durkheim respecto de su inicial admiración hacia el pensamiento alemán. Por un lado, hay que tener en cuenta que
el detonante del viaje a Alemania que realizó durante los años 1885 y 1886
fue precisamente un programa del gobierno francés para estudiar la universidad y la cultura germanas, que se puso en marcha como reacción frente a
la derrota de la guerra franco-prusiana en 1870. La consciencia del auge que
la cultura alemana estaba viviendo y la consiguiente preocupación por la
creciente superioridad de ésta en los ámbitos cultural, político y económico,
llevaron a Francia a lanzar esta campaña de indagación sobre las “causas”
de tal superioridad. Durkheim fue uno de los muchos informadores becados
que se enviaron a estudiar a Alemania con tal fin. Todo ello da idea de la situación de tensión y de antagonismo solapado que se vivía en la época entre
ambas potencias.
A ello hay que sumarle la condición de judío de Durkheim, un hecho
nada favorable en un tiempo en que el antisemitismo cobraba en Francia cada vez mayor fuerza y que se vería coronado con el escándalo del affaire
Dreyfus, en el que él mismo se involucró con gran tesón. Ser judío y de filiación intelectual alemana en la Francia de aquella época, por lo tanto, constituía un doble lastre que le convirtió en blanco de numerosas y acerbas críticas. Y, si bien no renunció jamás a su condición de judío, sí que pudo
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suponer un importante descargo el atenuar el trasfondo alemán que subyacía tras buena parte de sus ideas. Ello contribuiría, por otra parte, a congraciarse con la política francesa, que estaba llevando a cabo una importante labor propagandística en torno a la cultura gala y a su pretendida superioridad
respecto de la alemana. En este contexto, se entiende con mayor facilidad la
laudatio que, en el texto anteriormente citado, hiciera Durkheim respecto de
los orígenes supuestamente franceses de la sociología.
Por lo que respecta a la posible “germanofilia”, ha de tenerse en cuenta que Durkheim llegaría incluso a ser acusado de trabajar al servicio del
ministerio de guerra alemán. Por lo que se refiere a su condición judía,
Durkheim no sólo no renegó jamás de la misma, sino que desempeñó un papel muy activo y beligerante en la defensa de Dreyfus. Pero para también dar
idea de las dificultades y temores que tal posición le acarreaban, resulta sumamente ilustrativa la siguiente anécdota: en 1897, el sociólogo Georg Simmel
quiso contribuir con un artículo a la revista dirigida por Durkheim, L’Année
sociologique. En un pasaje de dicho artículo, Simmel aludía al sionismo en los
siguientes términos: “l’effort du sionisme moderne pour reconstruire l’unité
globale de leur groupe [les juifs] est lié au fait de s’établir à nouveau localement ensemble”. Del texto no parece desprenderse una valoración del sionismo en ningún sentido, pues se trata más bien de una descripción del objetivo de dicho movimiento y, por otra parte, es sabido que Simmel era
más partidario de la asimilación que de la creación de un estado judío; sin
embargo, y dada la convulsa situación política en torno a esta materia,
Durkheim juzgó necesario suprimir tal pasaje por miedo de ser considerado
como sionista, cosa que hizo sin consultar con el propio Simmel. Así pues,
pese a su firme y activa posición en contra del antisemitismo, y pese al talante en absoluto sionista de Simmel, también aquí Durkheim pareció ejercer
una suerte de autocensura (Vid. O. Rammstedt, “Les Relations entre Durkheim
et Simmel dans le contexte de l’affaire Dreyfus”, L’Année sociologique, 48 nº 1,
1998, pp. 139-162).
Con estos dos elementos, que probablemente merecerían mayor profundización en sus derivadas y sus consecuencias, y pese a que el profesor Robles nos advierte de su carácter de mera conjetura, tenemos una conclusión
importante que trasciende el propósito sólo aparentemente arqueológico de
la obra que aquí se analiza: no es baladí, desde el punto de vista histórico,
que se dieran este tipo de situaciones de enfrentamiento internacional solapado y de convulsión política interna; y, desde luego, dice mucho de cómo
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se encontraban las relaciones sociales e internacionales en esa época que, no
en vano, se ha dado en llamar de “paz armada”. Es decir, que la figura de
Durkheim supone así un símbolo interesante y significativo, a modo de ilustración o de termómetro, del contexto político y social de la época que media
entre finales del siglo XIX y principios del XX.
Pero, al margen de este interés histórico, la monografía de Gregorio Robles contiene, además de la investigación sobre la genealogía intelectual
alemana de Durkheim, otros valores teóricos importantes. En este sentido,
conviene centrar el tema que, quizá con mayor recurrencia, surge a lo largo
de la exposición de los diferentes autores que se tratan en el libro. Creo que
el siguiente aforismo del filósofo Régis Debray, pese a haber sido pronunciado en otro contexto, puede servir como etiqueta para definir, sucintamente y con precisión, la idea central en torno a la que se debaten todos
ellos: “el nosotros no es el plural del yo”. Se trata, en efecto, del viejo y
siempre discutido axioma de la sociología, que Durkheim llegó a erigir como piedra de toque de su método sociológico y que, aún hoy, continúa planteando problemas a sociólogos, filósofos, economistas y juristas. ¿Es la sociedad la mera suma de los individuos que la componen, o constituye una
entidad autónoma, con su propia dinámica y sus propias reglas de comportamiento? La respuesta invariable de todos los autores tratados en este libro
parece ser la segunda, a saber, que la sociedad no sólo es la suma de sus partes, sino que forma un ente complejo, sujeto a leyes propias y entreverado
por múltiples dimensiones, entre las que destacan la psicológica, la ética y la
económica. Tal será, al parecer, una de las enseñanzas nucleares que el joven
Durkheim importará de la doctrina alemana y que más tarde constituirá la
base de su método.
Uno de los hechos más llamativos, precisamente, es que antes de haber
acudido a Alemania, el joven francés nunca creyó en este principio, como lo
atestigua la recensión que escribiera en 1885, todavía recién llegado a Berlín,
sobre el Grundriss der Soziologie de Ludwig Gumplowicz: “Puesto que no
hay en la sociedad otra cosa que individuos, son ellos y sólo ellos, los que
constituyen los factores de la vida social” (citado en G. Robles, p. 50). Parece
bastante razonable suponer, a la luz de tan sorprendente afirmación por
parte del Durkheim que todos conocemos, que durante su estancia en Alemania dio un viraje copernicano respecto de esta convicción juvenil, puesto
que, ya en las noticias inmediatamente posteriores a su estancia, encontramos la clásica idea de que sólo lo social determina a lo social.
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Permítaseme anotar aquí, como un dato que pudiera resultar especialmente interesante para la sociología del Derecho, que precisamente sólo
Ludwig Gumplowicz, junto con Jhering, de entre todos los autores tratados
por el profesor Robles en esta monografía, son seleccionados por Renato
Treves como fundadores o precedentes de la sociología jurídica. Creo que,
tras haber leído las semblanzas intelectuales de algunas de las figuras expuestas en esta obra, merecería la pena ampliar el elenco de influencias que
tradicionalmente se asume como base de esta disciplina. Y es que, en efecto,
la mayoría de estos autores prestan una atención notabilísima al Derecho o,
más exactamente, al hecho normativo en todas sus facetas. El propio Durkheim mantuvo siempre un interés muy significativo hacia el papel de las
normas en la sociedad, ya fueran éstas de tipo jurídico, moral o social. De
hecho, su sociología ha sido frecuentemente tildada con epítetos que así lo
atestiguan: Salvador Giner lo califica como un “sociólogo moral” o como un
“pensador normativo”, Georges Ritzer habla de un “sociólogo de la moralidad”, así como el propio Gregorio Robles habla en varias ocasiones de una
“sociología normativista”1.
Pues bien, junto a este interés por el fenómeno normativo y, particularmente, por el Derecho y la moral, encontramos también otro de los puntos
nucleares que se destila de la obra de todos estos autores y cuya puesta de
manifiesto, a mi modo de ver, constituye otro de los importantes méritos de
este libro. Me refiero al tema de la pluridisciplinariedad, fundamental para
la sociología en general, pero especialmente para la sociología del Derecho.
Ya señalaba anteriormente que, de entre todas esas influencias que Durkheim habría recibido de Alemania, nos topamos con la obra de sociólogos,
economistas, juristas, filósofos y psicólogos, cuya preocupación común vendría a ser el problema de lo colectivo, de la relación entre la sociedad y el individuo. De la mano de esta preocupación, y prácticamente como corolario
de la misma, surgía el interés por el fenómeno normativo en toda su amplitud, pues éste constituye, ciertamente, el cauce fundamental a través del que
se articula la vida colectiva y las relaciones del individuo con el grupo. Pues
bien, cada uno desde su prisma, su disciplina particular y sus respectivos
matices, terminaba confluyendo en la común idea de la necesaria continuidad entre la ética, el Derecho, la conciencia individual, el uso social y todo el
1
S. GINER, Teoría sociológica clásica, Ariel, Barcelona, 2001, p. 226; G. RITZER, Teoría sociológica clásica, trad. de Mª Teresa Casado, Mc Graw Hill, Madrid, 2002, p. 215; G. ROBLES,
p. 47.
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entramado de relaciones económicas y sociales: Schmoller edifica su teoría
económica como una crítica al homo oeconomicus de la escuela liberal manchesteriana, reivindicando la insoslayable incardinación de la economía en
el entramado social; von Gierke construye su teoría sobre la persona jurídica
desde la firme convicción de la continuidad entre lo social, lo jurídico y lo
moral; y Wundt, por no alargar más la lista de ejemplos, crea una psicología
en la que la religión, las costumbres, la moral y el Derecho forman parte de
un inescindible continuum. Sobre la manera en que Durkheim recibió este espíritu de pluridisciplinariedad en el estudio del fenómeno normativo y sobre cómo lo integró en su método sociológico, sirva la brillante síntesis que
hace Edward A. Tiryakian: “La ciencia social se ocupa de convenciones, costumbres, ideales; en suma, investiga científicamente, según Durkheim, la infraestructura normativa de la sociedad humana. La economía, la historia, el
derecho y la religión son algunos de los cuartos consabidos en los que se
subdivide la casa humana, y la sociología proporciona el hilo de Ariadna
que vincula a todos entre sí.” (En T. Bottomore y R. Nisbet (comp.), Historia
del análisis sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1988, p. 220).
Hasta ahora, he procurado ofrecer un análisis de lo que, a mi modo de
ver, son las principales aportaciones de esta obra del profesor Robles. Por lo
que respecta a las semblanzas intelectuales de todos los autores que se tratan en ella, no puede hacerse aquí, ni creo que resultara conveniente, un
análisis pormenorizado de todos y cada uno de ellos, pues tal cosa forma
parte de la lectura directa del libro, pero sí considero importante hacer al
menos dos apuntes.
En primer lugar, resulta sumamente sugerente la caracterización intelectual que el autor hace del pensamiento de Albert Schäffle, al que, por otro
lado, dedica una parte sustantiva en el conjunto de la obra. Las historias de
la sociología al uso, así como la percepción general que sobre este autor se
tiene en la comunidad científica, coinciden en catalogarlo como uno de los
conspicuos representantes del organicismo más radical, hasta el punto de
ser generalmente considerado, más como una reliquia o como un referente
puramente anecdótico, que como un pensador cuya obra pueda aportarnos
todavía reflexiones fructíferas. Las treinta y cinco páginas que se le dedican
en esta monografía deberían servir, desde mi punto de vista, para atenuar la
rotundidad de ambos lugares comunes: por un lado, y a tenor de muchas de
las citas que se incluyen de su obra magna, Bau und Leben des sozialen Körpers (Estructura y vida del cuerpo social), no parece que el organicismo que sosDERECHOS Y LIBERTADES
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tuvo Schäffle pueda ser fácilmente calificable de radical; por otro lado, la
perspectiva metodológica que aplica, así como las conclusiones a las que llega, podrían tener todavía vigencia y, además, no se distancian en mucho de
las ideas que encontramos en la sociología durkheimiana. En este sentido, es
significativo que Elías Díaz coloque a Schäffle, si bien previa advertencia de
las diferencias de matices, en el mismo peldaño que a otros autores organicistas, eminentemente conservadores, como Fouillé, De Greef, Terrier, Espinas, Bordier, Worms, Lilienfeld, Bluntschli o Spencer. Con mayores matices
lo trata Salvador Giner, quien, frente a Worms o Lilienfeld, califica a Schäffle
como “más cauto”. Sólo que a continuación le atribuye, al igual que a los
otros dos, un valor exclusivamente histórico y, además, lo sitúa en la vía de
las concepciones próximas a las ideologías conservadoras y reaccionarias de
la época2.
Ambas acusaciones, tanto la de organicismo, como la de la supuesta deriva conservadora de su teoría, deberían quedar en buena medida diluidas
tras la lectura del capítulo que le dedica el profesor Robles. En lo que se refiere a su concepción política, parece que Schäffle optó más bien por una especie de socialismo corporativista, con lo que se distanciaba de aquellos organicismos conservadores que venían a considerar a la sociedad como un
cuerpo homeostático, en el que el cambio social quedaba completamente
marginado y cuyos modelos teóricos tan sólo pretendían la explicación puramente descriptiva de la realidad: “La ciencia social corona su trabajo al
asesorar al progreso” (Citado en G. Robles, p. 75). En cuanto a la acusación
de organicismo, parece también claro que Schäffle se quiso distanciar del
modelo esencialista, de la analogía total entre organismo y sociedad, para
adoptar la metáfora organicista tan sólo como herramienta epistemológica:
“El cuerpo social no es un organismo en el sentido de un fenómeno equiparable a un cuerpo orgánico” (p. 55).
El segundo apunte, del que hablaba anteriormente, tiene que ver con la
ausencia de un autor al que considero importante. Me refiero a Ferdinand
Tönnies. Gregorio Robles lo cita en diversas ocasiones, entre otras razones,
para dar cuenta de la recensión que el propio Durkheim hizo de su gran
obra, Gemeinschaft und Gesellschaft, en 1889, cuatro años antes de publicar La
división del trabajo social. Llama la atención, sin embargo, que no se le dedi2
E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Cuadernos para el diálogo, 2ª ed.,
Madrid, 1966, p. 40; S. GINER, op. cit., p. 168.
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que un capítulo específico, dado que la tesis principal de Tönnies, que diferencia entre los dos estadios históricos de comunidad y sociedad, parece
guardar un cierto paralelismo con la distinción que hiciera Durkheim entre
solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. En cualquier caso, sea esto así
o no, y dado que se tiene constancia efectiva de que Durkheim leyó a Tönnies probablemente durante su estancia en Alemania, éste habría podido
constituir un elemento de influencia a tener en cuenta. No obstante, como el
propio autor advierte en el prólogo, el catálogo de influencias alemanas sobre Durkheim no queda cerrado con esta obra, dado que tal propósito conllevaría un estudio más exhaustivo y dado que, probablemente, delimitar el
círculo con certeza absoluta sería muy complicado.
Dicho todo esto, sólo resta una última apreciación fundamental para cerrar esta reseña. Podría parecer que el autor quisiera, con este libro, entablar
una campaña de desprestigio hacia los orígenes franceses de la sociología,
para reivindicar una veta anterior o más valiosa en la intelectualidad germánica. Nada más lejos, sin embargo, de su propósito. Como señala en más de
una ocasión, constituiría una tremenda ceguera, en efecto, negar el papel
fundamental que autores como Montesquieu, Tocqueville, Comte, Saint-Simon o Espinas tuvieron en la gestación de la ciencia social y, por otra parte,
entrar en tal diatriba resultaría absolutamente estéril. De lo que se trata, precisamente, es de lo contrario, de llamar la atención sobre otros autores que
también merecen mucho la pena, que han quedado algo postergados, pero
que son sin duda complementarios de los recién citados, del mismo modo
que la genialidad de Durkheim seguirá siendo un hecho claro e indiscutible:
una de las conclusiones por las que apuesta el autor, de hecho, es por la necesaria eliminación de los diversos chauvinismos, sectarismos, nacionalismos y batallas de esta índole, que constantemente aparecen entreverados en
la labor científica y que no consiguen sino entorpecerla. Porque la ciencia y
la investigación en cualquier ámbito constituyen, o al menos deberían constituir, siempre un patrimonio común. Herbert Marcuse, en Razón y revolución, identificaba a Hegel como uno de los padres fundamentales para el nacimiento de la teoría social y, en algunas ocasiones, pese a dedicar sendos
capítulos a Comte y a Saint-Simon, parecía atribuir un mayor peso a la teoría alemana que a la francesa. Probablemente, tanto Durkheim como Marcuse tuvieran razón a partes iguales, pero, en definitiva, no nos debe importar
tanto de dónde provenga tal o cual idea, ni dónde se encuentre su prístino e
inmaculado origen; más importante y más urgente es prestar atención a la
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idea misma y a la utilidad que pueda proporcionarnos. Ante todo, se trata
de no barrer cada uno para su propia casa, haciendo una batalla de lo que
debiera ser colaboración leal y suma colectiva de esfuerzos, sino de seguir
avanzando y perfeccionando la explicación de aquello que no comprendemos y que deseamos entender.
Para concluir, permítaseme recordar unas bellas palabras pronunciadas
por Jhering en 1868, de las que se desprende la misma convicción que aquí
el profesor Robles expresa respecto al estatus de la investigación científica.
Se trata de parte de un discurso que el filósofo alemán pronunció, cuando,
como fruto de la relajación de las tensiones entre Austria y Prusia, fue invitado como profesor a la Universidad de Viena, donde abogó claramente por
la independencia de la ciencia y por la supresión de las diatribas políticas
entre ambos países, que habían venido impidiendo constantemente la colaboración y el enriquecimiento cultural mutuos: “no he creído salir fuera de
mi país, cuando seguí la convocatoria de Austria, he creído hallar aquí el
suelo que necesita la ciencia y que posee en Alemania; el suelo que no tutela
ni está subyugado por la vigilancia policial y que tiene el verdadero espíritu
de investigación, el espíritu del verdadero respeto hacia la ciencia. Ese respeto que no trata a la ciencia como una doncella oprimida (…), sino como
un poder, una aliada, a la cual el Estado otorga su más eficaz protección,
siempre y cuando ésta siga sus propios caminos”3. Así pues, de eso mismo
se trata, de que la ciencia no se convierta en la “doncella oprimida” de que
nos hablaba Jhering en aquel discurso, sino de que luchemos para que siempre sea, como viene a concluir Gregorio Robles en la obra aquí analizada,
fruto del esfuerzo colectivo, libre de cualesquiera yugos atenazadores y, por
supuesto, patrimonio común e indiscutible de cualquier nación.
LUIS LLOREDO ALIX
Universidad Carlos III de Madrid
e-mail: llloredo@inst.uc3m.es
3
R. VON JHERING, ¿Es el Derecho una ciencia?, trad. de Federico Fernández-Crehuet,
Comares, Granada, 2002, p. 28.
ISSN: 1133-0937
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PARTICIPANTES EN ESTE NÚMERO
DAVID ARMITAGE
Profesor de Historia en la Universidad de Harvard. Entre sus publicaciones destacan
The Ideological Origins of the British Empire (2000), Greater Britain, 1516-1776: Essays in Atlantic
History (2004) y The Declaration of Independence: A Global History (2006). En la actualidad está
llevando a cabo un estudio sobre los fundamentos del pensamiento internacional moderno y
una edición de los escritos coloniales de John Locke.
YVES CHARLES ZARKA
Profesor de Filosofía política en la Sorbona (París 5). Dirige la revista Cités. Sus últimos
libros son: Doit-on réviser la loi de 1905? (2005), Un détail nazi dans la pensée de Carl Schmitt
(2005).
OSCAR PÉREZ DE LA FUENTE
Profesor de Filosofia del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Ha publicado
recientemente La polémica liberal comunitarista. Paisajes después de la batalla (2005) y Pluralismo
cultural y derechos de las minorías. Un enfoque iusfilosófico (2005). Así como varios artículos sobre pluralismo cultural y derechos humanos. Es editor de webphilosophia www.webphilosophia.galeon.com. Actualmente está realizando una investigación en la Universidad de
Oxford bajo la supervisión del Profesor Joseph Raz sobre pluralismo de valores y decisión judicial.
JUAN CARLOS RINCÓN VERDERA
Doctor en Ciencias de la Educación, sus intereses investigadores se centran en la Teoría
y Filosofía de la Educación. Ha participado como investigador en los siguientes proyectos de
investigación: La educación de personas adultas; La educación intercultural en las Islas Baleares; y
Educación y Patrimonio Cultural. Autor o coautor de las publicaciones: Josep Capón y Juan:
aproximación biográfica y histórica a su obra; Historicismo y pedagogía idealista en la filosofía crítica
alemana; Las ayudas universitarias al estudio en la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares; Estudio descriptivo del sistema de becas personalizadas para estudiantes universitarios; y, Patrimonio cultural de las Islas Baleares. Perspectivas Educativas.
GUILLERMO LARIGUET
Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Profesor de Filosofía del Derecho de la Facultad
de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba y de Teoría de la Ar-
gumentación Jurídica, Universidad Empresarial Siglo 21, Córdoba. Investigador de Conicet,
Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
LEONOR SUÁREZ LLANOS
Profesora titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo. Participa en el
grupo de investigación de Oviedo de Teoría y Técnica legislativa y en el doctorado sobre argumentación jurídica. Ha publicado dos libros y otros trabajos sobre Filosofía política y Estado de Derecho. Líneas actuales de investigación: caracterización iuspositivista, moralización
jurídica neoconstitucionalista, argumentación y discurso, teoría de la legislación.
MIGUEL ÁNGEL RAMIRO AVILÉS
Profesor Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y, en la
actualidad, es Director del Máster en Derechos Fundamentales que organiza el Instituto de
Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” y Vocal de los Comités Éticos de Investigación
Clínica y de Asistencia Sanitaria del Hospital Universitario de Getafe.
ANA MANERO SALVADOR
Profesora de Derecho Internacional Público de la Universidad Carlos III de Madrid.
Doctora por la misma universidad y premio extraordinario de Doctorado. Tiene varias publicaciones sobre comercio y desarrollo, siendo ésta su principal línea de investigación. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad París II, en la biblioteca de Naciones Unidas en Ginebra, en la de la Organización Mundial del Comercio, en el Instituto de Altos
Estudios Internacionales de la Universidad de Ginebra y en la Universidad de Oxford. Actualmente disfruta de una beca postdoctoral del MEC en el Centro de Derecho Internacional
de la Universidad Libre de Bruselas (Ref. EX2005-1254)
INSTRUCCIONES PARA PUBLICACIÓN DE ARTÍCULOS EN DERECHOS Y LIBERTADES
Instrucciones para los autores establecidas de acuerdo con la Norma AENOR UNE 50-133-94 (equivalente a ISO
215:1986) sobre Presentación de artículos en publicaciones periódicas y en serie y la Norma AENOR UNE 50-104-94
(equivalente a ISO 690:1987) sobre Referencias bibliográficas.
- La extensión máxima de los artículos, escritos en Times New Roman 12, será de 30 folios a espacio 1,5 aprox. y
10 folios a espacio 1,5 para las reseñas. Se debe incluir, en castellano y en inglés, un resumen/abstract de 10 líneas con
un máximo de 200 palabras y unas palabras clave (máximo cinco).
- Los originales serán sometidos a informes externos anónimos que pueden: a) Aconsejar su publicación b) Desaconsejar su publicación c) Proponer algunos cambios. Derechos y Libertades no considerará la publicación de trabajos que hayan sido entregados a otras revistas y la entrega de un original a Derechos y Libertades comporta el compromiso que el manuscrito no será enviado a ninguna otra publicación mientras esté bajo la consideración de
Derechos y Libertades. Los originales no serán devueltos a sus autores.
-Se deben entregar los trabajos por triplicado y en soporte informático PC Word. Para facilitar el anonimato en
el informe externo, en dos de estas copias se deben omitir las referencias al autor del artículo. En una hoja aparte, se
deben incluir los datos del autor, dirección de la Universidad, correo electrónico y un breve currículum en 5 líneas.
Los autores de los artículos publicados recibirán un ejemplar de la Revista y 20 separatas.
Derechos y Libertades establece el uso de las siguientes reglas de cita como condición para la aceptación de los trabajos:
Libros: E. DIAZ, Estado de derecho y sociedad democrática, Taurus, 9ª ed., Madrid, 1998.
Trabajos incluidos en volúmenes colectivos: G. JELLINEK, “La declaración de derechos del hombre y el ciudadano”, trad. de A. García Posada, en VV.AA., Orígenes de la Declaración de Derecho del hombre y del ciudadano, edición de
J. González Amuchástegui, Editora Nacional, Madrid, 1984, pp 57-120; L. FERRAJOLI, “La semantica della teoria del
diritto” en U. SCARPELLI (ed.), La teoria general del diritto. Problemi e tendenze attuali. Edizioni di Comunità, Milano,
1983, pp. 81-130.
Artículos contenidos en publicaciones periódicas: N. BOBBIO, “Presente y porvenir de los derechos humanos”, Anuario de derechos humanos, núm 1, 1981, pp. 2-28; F. LAPORTA, L. HIERRO y V. ZAPATERO, “Algunas observaciones sobre la situación de la Filosofía del Derecho en la actualidad” en VV.AA., La Filosofía del Derecho en España,
Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 15, 1975, pp. 93-120.
Con el fin de evitar la repetición de citas a pie de página se recomienda el empleo de expresión cit.. Como por
ejemplo, (p. ej.: M: WEBER, “La política como vocación”, en íd., El político y el científico, cit., nota 5).
INSTRUCTIONS FOR PUBLISHING ARTICLES IN DERECHOS Y LIBERTADES
Instructions for authors established following the norm AENOR UNE 50-133-94 (equivalent to ISO 215:1986)
about Presentation of articles in periodic and serial publications and following the norm AENOR UNE 50-104-94 (equivalent to ISO 690: 1687) about Bibliographic references.
The maximum length of the articles, written in Times New Roman 12 and space 1,5, is 30 pages aprox. Books reviews maximum length should be 10 pages with 1,5 space. Also It has to be submitted an abstract of 10 lines with a
maximum of 200 words and some keywords (max. 5) both in Spanish and English.
Originals will be submitted to an anonymous and external referee that could : a) advise their publication b) not
advise their publication c) propose some changes. Derechos y Libertades will not consider the publication of articles
which had been submitted to other reviews. An original should be submitted to Derechos y Libertades as a compromise that the manuscript will not be sent for any other publication while the time it is under Derechos y Libertades
consideration for publishing. Originals will not be returned to their authors.
-Articles should be submitted in triplicate in Pc Word format. For facilitating the anonymity of the external referee, in two of these copies, author’s details should be omitted. In a separate sheet of paper, It should be included these
details: author’s name, University’s address, author’s e-mail address and a brief five-lines CV.
-Authors of the published articles will receive an issue of the review and twenty copies of their own article.
-Originals should be submitted in Spanish.
Derechos y Libertades establish the use of the following reference’s rules as a condition for accepting the articles:
Books: E. DIAZ, Estado de derecho y sociedad democrática, Taurus, 9ª ed., Madrid, 1998.
Articles included in collective works: G. JELLINEK, “La declaración de derechos del hombre y el ciudadano”, trad.
de A. García Posada, en VV.AA., Orígenes de la Declaración de Derecho del hombre y del ciudadano, edición de J. González Amuchástegui, Editora Nacional, Madrid, 1984, pp 57-120; L. FERRAJOLI, “La semantica della teoria del diritto” en U. SCARPELLI (ed.), La teoria general del diritto. Problemi e tendenze attuali. Edizioni di Comunità, Milano, 1983, pp. 81-130.
Articles included in periodic publicactions: N. BOBBIO, “Presente y porvenir de los derechos humanos”,
Anuario de derechos humanos, núm 1, 1981, pp. 2-28; F. LAPORTA, L. HIERRO y V. ZAPATERO, “Algunas observaciones sobre la situación de la Filosofía del Derecho en la actualidad” en VV.AA., La Filosofía del Derecho en España, Anales
de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 15, 1975, pp. 93-120.
In order to avoiding the repetition of references is recommended the use of the expression cit.. As for instance,
(M. WEBER, “La política como vocación”, en íd., El político y el científico, cit., nota 5).
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