SASE CONGRESS Madrid, Junio 2011 Poder, sobrepoder y comunidad. José Pérez Adán. Universidad de Valencia. Universidad Libre Internacional de las Américas. Quizá pocas veces antes en la historia los seres humanos hemos estado sujetos a tantos poderes. Los resultados de la innovación tecnológica y del llamado estrechamiento del mundo han uniformado la sociedad de modo que los reclamos de poder se hacen presentes amplia e inmediatamente por doquier. Hablo no solo de los poderes institucionales que operan en las organizaciones a las que pertenecemos o de los poderes políticos, mediáticos y mercantiles, sino también de esos poderes anónimos que captan nuestra atención, disponen nuestras preferencias y agendas o jerarquizan nuestras prioridades. En nuestras vidas proliferan como nunca las convocatorias y urgencias para responder, intervenir, imitar o rechazar, y también incluso para amar y odiar. Nunca hemos sido antes menos libres en la medida en que nunca antes hemos estado sujetos a tantos poderes. Pero, ¿realmente la libertad ha disminuido?, ¿acaso no podemos rechazar o escoger entre los reclamos que recibimos? De hecho, la pluralidad de reclamos aumenta las posibilidades de elección y en este sentido cuantos más poderes halla ahí fuera ¿no resulta ello en un aumento de nuestra libertad? Vamos a tratar de ayudar a contestar estas cuestiones desde el análisis de la postura comunitarista tal y como se presenta de manera un tanto contrapuesta en la obra de Robert Nisbet y de Amitai Etzioni. Nisbet y Etzioni si bien pueden considerarse ambos como intelectuales comunitaristas tienen vidas disimilares. Nisbet era republicano mientras que Etzioni es demócrata. Apenas coincidieron si bien se tuvieron en cuenta. Cuando Etzioni llega a Berkeley en 1952, poco tiempo después, en 1953, Nisbet pasa de Berkeley al nuevo campus de Riverside y cuando años más tarde Nisbet llega a Columbia en 1974, Etzioni pasa en 1975 de Columbia a George Washington. El discurso que ambos hacen de la relación entre poder y libertad en el contexto de las fuerzas que moldean la cultura contemporánea si bien entronca en el terreno común del comunitarismo tiene matices característicos diferentes. La edición de 1962 de la obra que Robert Nisbet había titulado en 1953 “La búsqueda de la comunidad”, los editores de Oxford University Press la titularon “Comunidad y poder”. La postura de Nisbet es que la sociedad moderna ha ido desmantelando desde el siglo XVII las instituciones que secularmente habían protegido al ciudadano del poder, y al convertirlo en un individuo aislado le han debilitado y rendido ante el estado. En este sentido para Nisbet individualismo y estatismo van de la mano. Las comunidades sean éstas familiares, religiosas, corporativas, productivas, culturales o locales constituyen el dique de contención que salvaguarda al ciudadano del poder estatal y cuando el estado supera estos diques el ser humano pierde uno de sus más preciados bienes: el cuerpo de criterios morales que conforma su identidad más básica. Ello es así porque siendo el ansia de comunidad una tendencia innata del ser humano, el estado sin contención tiende a sustituir ésas otras comunidades que ignora o destruye por él mismo y en el proceso se acaba convirtiendo en la fuente de moralidad. Y nada hay que haya de temerse más, dice Nisbet, que un estado pueda imponer y defender su moral con la fuerza bruta. Para Nisbet, el militarismo, y en concreto el militarismo de los Estados Unidos, era una de las mayores lacras del mundo contemporáneo. 1 De acuerdo con Hannah Arendt el totalitarismo es la situación donde no hay ninguna fuente de autoridad entre el individuo y el estado. Nisbet sostenía que el primer estado totalitario fue la América del presidente Woodrow Wilson durante la primera guerra mundial que se adelantó por unos meses a Lenin. En la obra de Nisbet, sobre todo en su postrer trabajo de 1988, “La hora presente”, se utilizan mucho los conceptos de soberanía y legitimidad. Nisbet dudaba de la legitimidad de gobiernos militaristas, como lo es el estadounidense que desde 1916 ha estado bien en guerra o preparándose para ella. Pero mayormente sospechaba de esos estados que no toleran dentro de su territorio otro tipo de soberanía más que la de ellos mismos o de la que de ellos emane. Entendía la separación de poderes en sentido amplio alcanzando nuevas y múltiples autoridades que fuesen más allá de lo que Michael Mann ha llamado poder distributivo (de suma cero) para abarcar también los poderes colectivos, cuantos más: mejor. En este sentido el comunitarismo de Nisbet aboga por reconocer las soberanías que crea la libertad humana a través de las distintas iniciativas que vertebran la sociedad civil. Es difícil calificar a Nisbet pues si bien podrían adjudicársele, como de hecho así ha sido, los términos de “conservador”, “tradicionalista”, o “libertario”, no creo que él se encontrara cómodo con ninguno de ellos. Si acaso pienso que aceptaría el de liberal en sentido clásico pero a renglón seguido tendría que explicar que para él, liberalismo y comunitarismo son perfectamente compatibles y, más aún, se implican mutuamente. La comunidad de Nisbet es, pues fundamentalmente, un escudo protector. Una defensa necesaria en ausencia de la cual el poder hegemónico campa a sus anchas y, vistas las connotaciones e implicaciones del moderno desarrollo tecnológico que acumula más poder allá donde éste se concentra, disminuye y reduce la libertad. Estamos aquí ante una concepción subsidiaria de la comunidad. Lo que Nisbet hace no es afirmarla per se, sino reclamarla como herramienta para afirmar otra cosa: la libertad en este caso. Toda la elaboración nisbetiana en defensa de la comunidad es realmente un razonamiento para afirmar la libertad. Lo que Nisbet afirma per se es la libertad y, como consecuencia, per aliquid, o per accidens, la comunidad. El punto de vista de Amitai Etzioni es diferente. Para Etzioni la comunidad es una afirmación identitaria: un punto de partida previo a cualquier razonamiento de conveniencia o de utilidad. Las implicaciones a la hora de discurrir, criticar o fundamentar el poder son bastante más sustantivas pues entre otras estaremos contemplando en la comunidad (si bien utilizamos el singular lo hacemos genéricamente implicando una pluralidad de comunidades) una fuente de legitimación o deslegitimación del poder. Es más, en opinión de Etzioni, la comunidad es una fuente más precisa e idónea que otras más socorridas a la hora de fundamentar o criticar el ejercicio del poder. Etzioni plantea la cuestión de la legitimidad desde la perspectiva comunitarista en claro contraste con el planteamiento liberal que se basa en el consentimiento agregado de sujetos individuales, y con lo que llama planteamientos empiricistas que se centran en encontrar las razones por las que un acto de poder y el proceso por el que se llega a él es considerado legítimo. La óptica comunitarista, por el contrario, primará las deliberaciones comunitarias sobre las individuales y buscará los megálogos o diálogos morales por los que se descubren 2 criterios universalistas, que él llama normativos, cual es el caso por ejemplo de los derechos humanos, que a la postre son los que facilitan o impiden legitimación. A la pregunta de quién legitima se respondemos aquí que la comunidad. Esa red de comunidades, de libre adscripción o no, mezcladas y superpuestas que a través de la familia, la religión, la lengua y la cultura, la opción política, y las comunidades de producción, consumo o espaciales conforman nuestra identidad. Una acción de poder para ser legítima deberá contar, entre otras condiciones, no ya con la aquiescencia de un número determinado de personas, como dicen los liberales, sino con la aquiescencia de una “polity”, un determinado sentido o forma de entender lo público en una determinada comunidad. Una invasión de la “polity” desde fuera deslegitimaría la acción de poder. Esta postura es compartida por todos los pensadores comunitaristas para quienes la comunidad es una de las tres dimensiones, junto con el estado y el mercado, del dominio público, una que está siendo fagocitada por las otras dos enfrascadas en una pugna de afirmación irredenta sobre la otra. El planteamiento etziniano se torna original a la hora de visionar la comunidad no ya como un factor de permanencia y de confirmación del estatus quo sino como un factor de cambio. Las comunidades se mantienen vivas mediante el megálogo y estos diálogos y deliberaciones morales con contenido normativo que producen opinión pública y crean o cambian tradición, incluyen y excluyen, marcan pautas y abrevian el debate mediante consensos tácitos, descubren también el elemento que permitirá contener la comunidad en sus justos límites: ése elenco reducido de valores universales que permiten a su vez deslegitimar comunidades. Etzioni se cuida mucho en recalcar que los megálogos descubren pero no crean esos valores centrales que permiten la vida en sociedad. En esto el planteamiento etziniano va más allá del primitivo comunitarismo de Nisbet o de otras concepciones actuales como la de Michael Walzer para quien la comunidad es el criterio último de moralidad. Se hacía necesario encontrar en un mundo interconectado y globalizado una fuente transcultural de legitimación o deslegitimación que no fuese constitutiva a su vez de un nuevo poder. Etzioni dice aquí que apuesta no por la “fría” deliberación racional sino por la “caliente” argumentación pasional que apela al “sensus societas” del mismo modo que en la antigüedad se apelaba al “sensus fidei” para reconocer y apelar a los valores de la cristiandad en la vida de la gente. La tesis es que hay unos valores centrales cuya normatividad resulta evidente transculturalmente. Su validez moral no se justifica mediante una encuesta mundial ni nada por el estilo sino que al basarse en la adhesión automática (no en la previa deliberación) y en el convencimiento de que el libre acceso a los diálogos morales descubre acuerdos donde a veces se anticipan desavenencias, nos ayuda a hacer sociedad. Y aquí encontramos un criterio de utilidad más allá del consecuencialismo pues al afirmar, proponer y estrechar las relaciones con otros que se suponen en los megálogos, se apunta a desarrollar eso que el individualismo había atrofiado: la responsabilidad social del ser humano. En esto vislumbra Etzioni la conformación de una genuina deontología social que va más allá de las deontologías compartimentalizadas con las que justificamos acciones y comportamientos según pertenezcan a una u otra área del obrar humano. 3 Una pregunta salta enseguida al foro. ¿Y cuáles son ésos valores centrales de carácter universalista que la afirmación comunitaria permite descubrir? No hace falta formularlos ni concretarlos. Basta con argumentar que es posible encontrarlos. Los hemos conformado, por ejemplo, en torno a los derechos humanos, la protección de la infancia o el cuidado de la naturaleza y ello es muestra evidente de que existen, al menos contextualmente: para el tiempo histórico en el que fueron encontrados y reconocidos como tales. Etzioni trata de afirmar la comunidad evitando al mismo tiempo dos peligros que no han sido ajenos a algunas de las propuestas vertidas en nombre del comunitarismo en los últimos años. De un lado el culturalismo que se postula como fuente primigenia del derecho y que se hace visible en las teorías de los que abogan por el excepcionalismo cultural, y de otro lado el relativismo que pone todas las comunidades en el mismo plano y evita apelar a ningún criterio universalista con superior fuerza de razón. Particularmente en este último contexto critica a Richard Rorty que pone en entredicho la posibilidad de efectuar cualquier reclamación moral al dudar que podamos interpelar al otro para que reconozca el valor de lo que uno propone como mejor. Se argumenta, además, que una de las ventajas de reconocer frente a los relativistas la existencia de valores universales no explícitos estriba en la contención de los pronunciamientos de las instancias de poder y en el acercamiento tanto a nivel local como a nivel global hacia propuestas políticas legítimas o paralegítimas purgadas de afán moldealista: del deseo vano de moldear o construir la realidad, siquiera la circundante, a gusto del poderoso. A Etzioni se le han dado muchos calificativos, algunos justos y otros no. Se puede decir de él que es un sociólogo público (esto es: comprometido), con una visión comunitarista de la sociedad y un defensor propositivo del realismo social. Bien es verdad que su vocación de hombre de acción le ha llevado a la arena política norteamericana defendiendo causas y criticando propuestas que pueden ser difíciles de entender para los que viven en otros entornos culturales. No cabe duda, sin embargo, que sus planteamientos sociales y contribuciones teóricas nos brindan un sugestivo argumento para entender la sociedad y proponer lo mejor para ella. Desde esta contribución podemos destacar los elementos idóneos para contener los poderes que desde fuera de nuestras comunidades nos convierten en objeto. Objetos sin sujeto de acciones que conectan automatismos en nosotros que por virtud de oscuros mimetismos, informaciones interesadas y promesas de satisfacción depositan en nosotros unas líneas determinadas de acción que a la postre se transforman en un código de obligaciones y miedos que nos resultan ajenos. Es la alienación postmoderna. Muchos de nosotros nos encontramos como pez fuera del agua cuando el poder nos dice cómo debemos pensar el pasado o qué tecnología debemos usar y cual rechazar. Es la invasión mediante una legitimidad dudosa del área de discreción de las diversas soberanías comunitarias por parte de soberanías estatales y mercantiles dotadas de mucho, quizá demasiado, poder. 4