nuevos retos para la pacificacion del peru a inicios del siglo xxi 2010

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NUEVOS RETOS PARA LA PACIFICACIÓN DEL PERÚ
A INICIOS DEL SIGLO XXI
Por César Delgado-Guembes (1)
En los 60s el Perú fue afectado con la violencia armada generada por movimientos
insurreccionistas con una clara orientación ideológica anticapitalista. La vocación
subversiva de dichos movimientos se sustentó en la doctrina, publicaciones y
experiencia que experimentó la Unión Soviética bajo el desarrollo de las ideas de
Lenin, y en China bajo el liderazgo de Mao. El enfoque leninista optó por la
concentración de esfuerzos en el proletariado de las ciudades, en tanto que el enfoque
maoísta privilegió el cercamiento de las ciudades desde la lucha armada en las zonas
rurales a lo largo del eje andino comprendido entre Amazonas y Puno.
En los 80s la paz social nuevamente fue socavada, en particular por los movimientos
terroristas que no sólo cuestionaban la organización estatal vigente, sino que
pretendían ganar el apoyo de la población amedrentándola. Si en los 60s la subversión
se organizó como «guerrilla» y se basó en la reivindicación de demandas populares,
en los 80s el terrorismo político tuvo una dimensión igualmente política que desbordó
el esquema del sustento y de la organización guerrillera. En los 80s el terrorismo
pretendía avanzar por el sendero de la violencia pura, sin contemplación alguna con
cualquier enemigo que se opusiera a su visión política.
Las raíces del terrorismo y de la subversión en los 80s tuvo como origen las
derivaciones de los movimientos políticos comunistas maoístas, en especial del
Partido Comunista del Perú – Bandera Roja, y Partido Comunista del Perú – Patria
Roja, ambos fundados en 1968. Es de esta última agrupación política que en 1970
nace y se construye Sendero Luminoso, bajo la fundación, inspiración y conducción de
Abimael Guzman quien, luego del período de investigación y formación que se inició a
comienzos de los 70s, entre otros con la formación y adoctrinamiento de niños,
jóvenes y adeptos en las Escuelas Populares, empezó la preparación del
enfrentamiento armado contra el Estado.
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El autor es profesor de derecho parlamentario en la Pontificia Universidad Católica del Perú
desde 1994, y se ha desempeñado como funcionario y asesor en el Congreso de la República del Perú
desde 1980. Durante los años 2009 y 2010 ha laborado en calidad de destacado en el Ministerio de
Defensa como Asesor del Despacho Ministerial. Este ensayo ha sido publicado en internet en el
siguiente enlace http://es.scribd.com/doc/36192784/CDG-Retos-para-la-pacificacion-del-Peru-a-iniciosdel-siglo-XXI-2010. Otras publicaciones del autor pueden obtenerse de su espacio web en
http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes,
en
especial
en
http://es.scribd.com/doc/43979554/CDG-Narcosubversion-en-el-Peru-Diagnostico-y-estrategia-estatal,
y, sobre la estrategia contra el terrorismo que se cierra a comienzos de los 90s en
http://es.scribd.com/doc/8763370/CDG-Proceso-de-pacificacion-en-el-Peru-de-los-90s
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El inicio histórico de las operaciones terroristas ocurre con el atentado contra la
voluntad popular el día 17 de Mayo, en las elecciones de 1980, en el pueblo de
Chuschi, provincia de Cangallo, Departamento de Ayacucho. Dicha acción formó parte
del plan acordado por la Conferencia Nacional Ampliada en 1979, para el inicio de la
lucha armada a través del ejército guerrillero popular y el frente de operaciones.
En una y otra ocasiones, en los 60s y en los 80s, el Estado optó por combatir la
subversión y el terrorismo con una estrategia fundamentalmente militar. La dimensión
social, política y económica, que se encontraban a la base y en el origen de la
denuncia y de la lucha militar de la subversión y del terrorismo no formó parte de una
estrategia integral y sostenida en el tiempo.
A inicios del siglo XXI el Perú nuevamente advierte signos de violencia armada.
Nuevamente también en la base y en el origen de la organización armada existe una
aguda problemática social y económica que, minimizada o minusvalorada, deja la
pretendida eliminación del problema en la dimensión policial y militar. Es importante
pues pensar en el nuevo tipo de manifestaciones de violencia que se larva en la
sociedad peruana, así como en la perspectiva desde la que debe abordarse el
enfrentamiento militar de estas fuerzas contrarias al proyecto colectivo de país,
dejando constancia que sin la comprensión de los factores sociales, políticos y
económicos toda propuesta y esfuerzo de pacificación está condenado a reeditarse en
el futuro, de modo similar a como antes ocurrió con las victorias militares sobre la
subversión y el terrorismo en los 60s y en los 80s.
En las páginas que siguen el propósito es intentar una explicación y comprensión de la
situación actual y el clima de violencia que viene larvándose en diversas zonas
andinas y amazónicas en el Perú. Parte de la reflexión comprende igualmente la
conceptualización del tipo de defensa que corresponde hacer al Estado frente al
enemigo que esta vez, y una vez más, se alza contra el Estado y contra la sociedad
peruana total. Se trata de plantear propuestas que permitan asentar la estrategia
desde la cual el Estado debe defender a la colectividad, y el rol que les corresponde a
la fuerza armada si el énfasis de la estrategia, una vez más, es eminentemente militar.
1. EL NUEVO ESCENARIO DEL CONFLICTO Y DE LA PACIFICACIÓN EN EL PERÚ
Los grupos subversivos que niegan las bases de la convivencia en el Perú continúan
amenazando la paz, la normalidad y la estabilidad social. Es necesario leer con
claridad el nuevo mensaje de zozobra que produce la violencia. No ha sido erradicada
la prédica y estrategias de muerte. Zonas específicas del territorio pretenden quedar
liberadas de la acción y control estatal.
El Perú está lejos de haber quedado pacificado luego de la captura de los altos
mandos de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Las
huestes de Sendero se replegaron lentamente para reconstruir la organización cuyo
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liderazgo se rompió a comienzos de los 90s. El repliegue está focalizado en secciones
alejadas del ande y de la amazonía.
A diferencia del movimiento ideológico del terrorismo previo, las nuevas formas de
agrupamiento y de acción subversiva se valen de una nueva y distinta lógica de
funcionamiento. Hoy la finalidad es poner a la población del lado de la subversión. No
convertirla en su adversario por el terror puro e inconfundible. El terror actual se
disfraza. Se presenta como socio y compañero de las poblaciones empobrecidas. Para
sumar con ellas un frente común de oposición al Estado. Ya no se mata a los
pobladores del campo. Ahora se los seduce y soborna con la prebenda de la ganancia
económica. Ya no se vuelan torres de electricidad ni se asesina a los dirigentes de las
comunidades. Ahora, contrariamente, se facilita el crecimiento económico de los
pobladores mediante el desarrollo de una cadena productiva que vincula a las
localidades más apartadas con el consumo que se realiza en las principales urbes del
globo.
Las nuevas formas de alteración de la normalidad social muestran la alianza de dos
peligros contrarios al desarrollo de la sociedad peruana, la subversión (nueva cara del
terrorismo que la precedió) y, su complemento y sustento económico-financiero, el
tráfico ilícito de drogas. Esta maligna alianza mantiene un escondido, conveniente y
silencioso pacto de colaboración. El propósito de ambas formas de negación de la paz
social y de la salud espiritual del Perú es el desarrollo de una economía ilícita al
margen de las reglas que el Estado y la Constitución establecen, y el socavamiento del
sistema político por la vía de las armas.
Esta es una alianza próspera cuando a ella se suma la coincidencia de que los teatros
de operaciones se concentran en territorios rurales dispersos, afectados por la
pobreza y formas extremas de ésta. El apetito económico de la industria del tráfico
ilícito de drogas, la coincidencia de intereses con las agrupaciones subversivas y el
abandono y apremiante necesidad material de poblaciones a las que dificultosamente
llegan el Estado y la economía, configuran una combinación social y políticamente
explosiva, porque la lealtad a los principios que constituyen la identidad y unidad de
nuestra sociedad son abiertamente ignorados por el narcotráfico y el terrorismo, que
mantienen en calidad de rehén a la población económicamente deprimida en las zonas
en que se concentra las operaciones del narcoterrorismo.
La necesidad, la precariedad y la pobreza operan como detonantes de la alianza con
quien financia y apoya. El pueblo es útil a los fines y a la pretensión de dominio y
poder subversivo. Y los agentes de la subversión tienden puentes a una población que
participa en actividades económicas rentables para ambos.
Si en los 80s el terrorismo pretendió polarizar a la población agudizando el conflicto
entre ricos y pobres, la expresión actual de su acción difiere significativamente con una
estrategia dialécticamente distinta. Hoy el abandono económico no sirve para mostrar
la oposición frente a quienes mayores recursos tienen a su disposición. Sirve para
incluirlos en la cadena que los incluye como parte de un sistema paralelo al estatal.
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Ese sistema supone el aparato productivo de la producción de sustancias narcóticas
como fuente de ingresos de la que se deriva el sustento de una población
empobrecida, y que gracias a su participación en la producción y comercialización
cuenta con ingresos extraordinarios. La población, de esta manera, es leal al medio
económico que lo provee de ingresos, y leal también a una subversión que usa las
armas que financia el narcotráfico para proteger la fuente principal de un sistema
marginal al Estado.
¿Qué gana el pueblo del narcotráfico y de la subversión, o del terrorismo? Quienes
tienen vínculo con el circuito económico del tráfico ilícito de drogas ganan una fuente
adicional de ingresos, esperanza de prosperidad, y expectativas de bonanza
económica del primero, porque integran el cultivo informal de sus productos a una red
con vínculos en el mercado internacional de narcóticos, que es altamente rentable y
que no da cuenta de su actividad al Estado, a la vez que quienes se dedican a la
actividad forestal y maderera participan igualmente en el circuito económico porque
talan árboles donde se extiende luego los sembríos de coca. Del terrorismo y de la
subversión hoy la población gana seguridad y protección para sus chacras y el
transporte de sus cultivos, y el pago que recibe por producir, transportar o comerciar el
negocio de la droga que sostienen las “firmas” afincadas en la periferia rural del ande y
la amazonía.
¿Qué gana el narcotráfico del terrorismo, de la subversión y de la población en
extrema pobreza? Gana del terrorismo un aliado útil y un entorno de protección bélica
en contra de las agencias del orden interno, porque los grupos terroristas en la zona
aseguran a través de su presencia armada las pozas de maceración, los laboratorios
clandestinos y el transporte; y gana de la población una red de operarios que le
permite extender y sostener socialmente la producción (siembra y cosecha de coca, y
tala de árboles para el sembrío de coca), transporte (los mochileros) y
comercialización ilícita de narcóticos. El sistema económico que sostiene en esta
alianza le permite al narcotráfico participar en el mercado anualmente con alrededor
de 3 millones de dólares provenientes del lavado de activos.
¿Y qué gana la subversión o el terrorismo del narcotráfico y de las poblaciones
empobrecidas? Gana el apoyo económico con el que puede adquirir armamento en un
mercado ilegal de material bélico, desarrollar bases de apoyo, medios satelitales de
comunicación e interceptación de las comunicaciones, y dinero en efectivo; y gana un
sistema eficiente de apoyo social para desarrollar su acción antiestatal y para
defenderse contra las fuerzas armadas y la policía nacional, porque la población es
ahora un aliado que ve en la subversión a grupos que les permiten continuar
cultivando productos que usa el narcotráfico (coca).
En el centro de la alianza entre la subversión y el narcotráfico el papel clave lo cumple
la extrema pobreza. Sin extrema pobreza en el campo se quiebra la economía del
narcotráfico, porque se ve privado del insumo y de quienes lo transportan. Sin extrema
pobreza la subversión pierde capacidad de camuflarse o mimetizarse en el campo con
pobladores que prefieren protegerlos a denunciarlos. El espacio ideal para la
convivencia entre la subversión y el narcotráfico es la condición periférica y atomizada
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en la que operan. Es en esa periferia y lejanía de las zonas urbanas de poder y
prosperidad en la que fertiliza y se expande la alianza de estos tres actores colectivos.
El modelo político y económico actualmente hegemónico ha permitido la adaptación de
dichos actores. Si en los 80s el terrorismo se opuso al modelo económico populista, en
el momento actual suma esfuerzos dentro de la lógica liberal y capitalista, en la que el
mercado permite alianzas con carácter instrumental que facilitan beneficios grupales a
partir de las diferentes ventajas que ofrece la concurrencia de los intereses comunes
de una pluralidad de actores. El nicho que el reconocimiento de las diferencias y la
diversidad permiten el modelo capitalista y el sistema democrático representativo es
maximizado por la subversión y el narcotráfico explotando las posibilidades y los
beneficios que este régimen permite generar en la pluralidad coincidente de sus
diferentes intereses.
Si a los narcotraficantes les resulta rentable la subvención a mercenarios o
francotiradores que protejan a las “firmas” o “familias”, mayor rentabilidad y ventajas
les trae, resulta y representa comprar armamento para los subversivos que no cobran
elevados estipendios por la protección que les ofrecen.
Si a los subversivos les interesa denunciar las inequidades del capitalismo, en la
coyuntura actual ellos participan de la lógica del sistema para sumar y acumular
fuerzas entre una población que se siente razonablemente protegida por la
organización terrorista, que los apoya en el mantenimiento de una economía que les
paga bien por los productos que sirven de insumo para una industria globalizada de
consumo especializado y altamente rentable.
Si la población que secularmente ha padecido las penurias del abandono económico
necesita una infraestructura que valide y recompense equitativamente su actividad
económica, es precisamente gracias a su articulación con el narcotráfico y la
subversión que esa misma población recibe ingresos, compensaciones y beneficios en
los que arraiga esperanza de mejoramiento y progreso.
Los territorios en los que vive la población en la que asientan sus bases el narcotráfico
y la subversión constituyen espacios comunes de beneficio y ganancia colectiva. Se
ha desarrollado un sistema paralelo al estatal que conspira en un marco de ilegalidad.
Es un régimen de ilicitud que conspira en la sombra y la oscuridad para obtener
ventajas imposibles de alcanzar en un régimen de transparencia y legalidad. El
narcotráfico y la subversión o el terrorismo “aportan” al progreso generando empleo en
la población, pero también financiando la construcción de canales, escuelas,
carreteras, y postas médicas.
El escenario que se configura con esta alianza permite advertir una situación
peligrosamente asimétrica para el Estado. Esta asimetría se puede percibir por la
confluencia de varios aspectos concurrentemente. Primero, por la dificultad de llegar
formalmente a las zonas geográficas en las que se sitúa la red de narcotráfico que
engancha a las poblaciones rurales pauperizadas.
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En segundo lugar, porque lo que de formal puedan tener las autoridades locales está
marcadamente afectado y sesgado por la representatividad de la población afín e
identificada con el sistema productivo favorable a la hegemonía productiva, extractiva
y transformadora del narcotráfico: en gran parte son autoridades electoralmente bien
constituidas, pero los intereses que representan reflejan el sistema económico y social
dominante, lo cual equivale a la afectación del propio sistema político nacional en el
que se insertan de manera formal los intereses del narcotráfico.
En tercer término, porque el aspecto armado del sistema no permite la clara
identificación ni aislamiento una agrupación armada suficientemente organizada. Las
agrupaciones subversivas, que han adoptado modalidades de terrorismo distintas a las
que se constató en las últimas tres décadas del siglo XX, ya no enfrentan de modo
sistemático a la población. Nuestra legislación penal, por este motivo, exige una
adecuación inmediata, porque el terror que se pretendía inspirar ahora tiene una
expresión que ha mutado sensiblemente. La subversión o el terrorismo de hoy convive
con la población, y participa y se inserta con el sistema del narcotráfico. El terrorista o
subversivo en esta etapa histórica, a inicios del siglo XXI, vive confundido con la
población y apoya bélicamente al narcotráfico, proveyéndolo parcialmente de
protección armada.
En cuarto lugar, la población no deslinda frente al narcotráfico ni a la subversión o el
terrorismo. Los encubre y mimetiza. Por eso, cuando los diversos órganos estatales y
supraestatales controlan la intervención armada en contra de la subversión o del
terrorismo, pierden de vista que las posibilidades de abordar los enfrentamientos
armados ya no pueden tener como sólo elemento de distinción entre las fuerzas
hostiles y los civiles el hecho de que unos porten armas y los otros no, sean o no
armas de fuego. El enemigo no es sólo el grupo ostensiblemente armado, sino toda la
población que apoya el mismo sistema hostil paralelo al que la legalidad estatal
reconoce. Por lo tanto, la capacidad de enfrentar ese sistema supone un conjunto de
normas, criterios, y parámetros muy distintos a los que el actual ordenamiento
internacional de derechos humanos establece. Ese ordenamiento internacional
simplifica una realidad altamente compleja difícilmente distinguible a partir del criterio
de la presencia o uso efectivo de las armas o no. Este mismo ordenamiento
internacional prevé, por ejemplo, el especial tratamiento que las fuerzas armadas
estatales deben tener con los niños; sin embargo, los niños son parte de la fuerza
militante en la medida que han sido mentalmente capturados mediante el
adoctrinamiento, en una lógica en la que la minoría de edad no es un criterio que
impida la lucha o la colaboración en la lucha armada. La inocencia infantil, como
criterio de protección y tutela estatal y supraestatal, choca frontalmente con la realidad
social y política de las zonas dominadas por el sistema narcoterrorista en el Perú.
En quinto lugar, existe además presencia de fuerzas armadas no nacionales, como la
de grupos guerrilleros colombianos, que actúan de manera concurrente en algunos
espacios de la geografía nacional, y que esporádicamente enfrentan a las fuerzas
armadas, ya sea que estén o no estén aliados con el narcotráfico. La presencia de
grupos armados no nacionales coyunturalmente articulados al narcotráfico es un tipo
de factor que complejiza el sistema al que se exige que enfrente las fuerzas armadas
nacionales. ¿Cabe o debe tratárselos simplemente de modo similar al que se usa para
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tratar a los grupos subversivos o terroristas nacionales, considerando que no
representan a un estado extranjero, pero no tienen una misión específica contraria al
Estado nacional, sino que operan como aliados ideológicos y bélicos de la subversión
y del terrorismo nacional?.
En sexto lugar se incluye el aspecto de las confrontaciones armadas entre grupos de
narcotraficantes. Estas confrontaciones se llevan a cabo a través de sicarios
contratados para proteger a cabecillas y en general al sistema marginal de producción,
transformación y comercialización de droga. No obstante que los tratados sobre
derechos humanos proscriben la modalidad de los mercenarios como combatientes
armados, es obvio que las organizaciones internacionales o nacionales de explotación
de recursos propios de la elaboración y comercialización de droga no son sujetos de
esas normas, obligaciones y relaciones interestatales ni reconocen las limitaciones
que tales convenios, pactos o tratados fijan. En consecuencia, la existencia de
mercenarios es una ventaja más que concreta la relación entre el Estado y el sistema
narcosubversivo como una relación claramente desproporcional y asimétrica.
El objetivo máximo del narcotráfico constituye la configuración de un narcoestado en el
que la población produce droga, donde la producción sea exportada a los mercados en
los que el precio es más alto, y donde la droga no constituya un producto prohibido ni
penalmente reprimido. La mercabilidad de la droga, en ese supuesto, competiría como
un bien abierta y socialmente intercambiable por cualquiera.
El objetivo máximo de la subversión y del terrorismo es alcanzar el poder para sustituir
el capitalismo por un sistema económico colectivista, autocrático e intervencionista; y
para sustituir la democracia representativa por formas populares y demagógicas de
democracia que eliminan y desconocen la libertad individual de opción política.
Es difícil imaginar una alianza natural entre el narcotráfico y la subversión o el
terrorismo. Se trata de una alianza coyuntural de carácter utilitario. Ambos se
necesitan y en su necesidad no vacilan en utilizar la pobreza de la gente para obtener
réditos propios de sus objetivos de desarrollo grupal. No cabe visualizar un futuro de
beneficios comunes a largo plazo. El pobre será objeto de uso y desecho por tanto
tiempo como uno y otro necesite para mejorar sus posiciones económica y política en
el sistema de vida social de beneficios comunes o recíprocos.
Para el narcotráfico llegará un momento en el que los terroristas tendrán que optar
entre la defensa de un sistema económico hegemónico con tolerancia para la
ganancia capitalista en el mercado de narcóticos, o un sistema subversivo contra todo
tipo de capitalismo (sea o no el del narcotráfico) en el que el acceso legítimo al poder
se base exclusivamente en la pertenencia a la clase proletaria o al campesinado. Es
difícil imaginar que ambos tipos de actividad guarden compatibilidad y tengan
intereses recíprocos, mancomunados o conciliables entre sí.
Se trata, por esa razón, de una alianza meramente instrumental y coyuntural. Los
niveles de coincidencia entre los tres factores del sistema no están destinados a la
permanencia. Ello no obstante la improbabilidad de que sobrevivan a la coyuntura, la
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existencia del peligro no ofrece lugar a duda. El peligro existe y corresponde al Estado
valorar la situación y tomar acción decidida para eliminarlo.
Es indispensable indicar que el arraigo del narcotráfico y de la subversión en alguna
medida es consecuencia de la fallida capacidad del Estado de tener mayor presencia
en el nicho de esa misma periferia de nuestro territorio que aprovechan y maximizan
esos dos actores contrarios a la sociedad y al Estado. El enemigo principal al que se
enfrenta el Estado es la situación de extrema pobreza, pero no menos principal es la
acción que debe conducir contra el tráfico ilícito de drogas y las remozadas formas en
que hoy se comporta la subversión.
Existe un conflicto frente al cual es necesario responder con las armas, pero la
naturaleza en la que el enfrentamiento debe desarrollarse supone una visión
apropiada de la complejidad en la que opera el enemigo. No se trata de una mera
lucha armada. Se trata de formas de conflicto en las que las armas son insuficientes
para erradicar la causa y las diversas expresiones del mal público que amenaza a la
sociedad y al Estado.
La situación exige el reconocimiento de la naturaleza de esta nociva, hostil y perversa
alianza en contra de los elementales principios de convivencia de nuestra comunidad
nacional. El objetivo que deben cumplir las instancias estatales es quebrar y eliminar
las condiciones que facilitan e incentivan la negación de reglas básicas de vida
política.
Es obligación del Estado asegurar la posibilidad de vivir en paz, sin amenazas en
contra de la vida y propiedad de la población, y sin el flagelo social que la producción,
circulación y comercialización ilícitas de drogas ocasiona. Parte de esa obligación es la
previsión que toma para que la economía marginal e ilícita de los narcóticos y los
focos subversivos que se siembran hoy en las zonas rurales del ande y de la
amazonía no se expandan y, por el contrario, sean eliminados.
Las nuevas amenazas contra la existencia pacífica y legal son una realidad cuya
magnitud es grave minimizar o tomar a la ligera. El silencio en el que operan en la fase
actual el tráfico ilícito de drogas y la subversión o el terrorismo es su principal ventaja.
El minado gradual y seguro del respaldo y compromiso de la población al Estado es
uno de sus objetivos. La informalidad masiva de las actividades ilícitas del narcotráfico
y de la subversión le otorga altos niveles de eficacia, en comparación con las
dificultades que la racionalidad formal del Estado son inherentes a su acción política y
social. De ahí que la población con la que contactan la industria de narcóticos y la
subversión cuenten con incentivos comparativamente fuertes para adherirse
progresivamente al sistema y red económicamente marginales e ilegales, mientras el
país pasa por alto, desatiende o da espaldas a la alarmante situación que se larva en
la lejanía rural del ande y de la amazonía.
La respuesta del Estado no puede ser tibia ni condescendiente, y debe guardar
armonía con la gravedad del mal que acecha. Es responsabilidad básica e ineludible
del Estado cuidar la vigencia del orden interno colectivo que permita la coexistencia
segura y pacífica de cada uno de los habitantes de nuestro territorio. El Estado es la
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instancia de orden que interdicta y reprime con carácter exclusivo y monopólico las
actividades que nieguen las bases elementales de la convivencia de toda la sociedad.
Es al Estado al que corresponde vigilar y controlar los núcleos esenciales que
permiten la coexistencia ordenada y pacífica en nuestro territorio.
Hay actividades intolerables que no admiten transigencia ni contemplación alguna.
Entre esas actividades el tráfico ilegal de sustancias narcóticas y la negación de las
reglas de acceso al poder a través de la voluntad popular son dos formas que aislada
o conjuntamente deben extirparse como actividades o comportamientos existentes en
el Perú. Siendo dos flagelos que minan el orden social, la colaboración cómplice entre
ambas actividades potencia la gravedad del mal a límites significativamente
peligrosos.
La significatividad del peligro comporta la posibilidad misma de existencia del Estado y
de la sociedad peruana. Negarlo o minimizarlo es una forma de avalar el avance de
una lógica perversa de articulación de intereses contrarios al proyecto de vida
nacional. Para que el sistema funcione y opere es necesario que quienes desde su
interior lo usan sean leales a los valores a los que el sistema sirve.
El sistema no se constituye como un agregado indiferente de reglas cuyo uso admite
propósitos que subvierten la base de la existencia política de nuestra comunidad. Es
por eso que el Estado debe vigilar la complejidad misma de manera que las amenazas
que enfrenta la sociedad estén bajo control. Sin esta actitud vigilante el descuido y la
negligencia azotarán el país con el flagelo de la droga y de la subversión. Porque el
Perú ya supo del sufrimiento y del terror, es urgente permanecer vigilantes y alertas, y
reaccionar pronta y drásticamente para que el enemigo no dañe la salud de la
república.
2. EL CARÁCTER EXCEPCIONAL DE LA FUERZA EN
EL ENFRENTAMIENTO CON LA NARCOSUBVERSIÓN
Porque se tiene claridad que la narcosubversión es enemigo de la sociedad y del
Estado peruano, y que la solución del problema debe tener carácter integral y
multisectorial, es necesario afirmar que el aspecto de la recuperación del orden interno
que se confía a las fuerzas armadas y a la policía nacional será sólo una parte de la
solución y no toda y que quienes conducen las políticas de pacificación y recuperación
de la paz y de la legalidad deben tomar las decisiones idóneas para mantener la
normalidad de la vida social, específicamente en las zonas periféricas de nuestro
territorio parcialmente tomadas por el narcotráfico y la subversión.
Independientemente, sin embargo, de las soluciones integrales que corresponde
emprender, el frente de la recuperación del orden interno tiene un ámbito y
responsabilidad específicos que deben preverse y desarrollarse en el marco de la
problemática general señalada. La neutralización y eliminación la narcosubversión es
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una prioridad estatal que requiere la participación especializada de las fuerzas
armadas y de la policía nacional.
Las medidas integrales en las que se inserta la participación militar y policial exigen la
formulación de planes idóneos y adecuados. En el marco de tales medidas integrales
parte del compromiso del Estado es el enfrentamiento abierto con quienes asumen un
estado de ilegalidad que incluye el uso de armas de guerra para eliminar a las fuerzas
armadas y a la policía nacional, y que pone en peligro la paz y tranquilidad general en
el territorio. El aspecto complejo del enfrentamiento no excluye la dimensión
propiamente armada en que éste debe desarrollarse.
Cuando sujetos aislados que forman parte de la población se vale de las armas para
oponerse al sistema legal que el Estado garantiza, es justo para la sociedad que las
fuerzas armadas intervengan en nombre de la seguridad integral de la colectividad.
Les corresponde asegurar los bienes comunes a todos y los proyectos políticos
colectivos, neutralizando, anulando o eliminando a quienes se yerguen encima de los
bienes comunes anteponiendo un concepto faccioso o sesgado que riñe con la
voluntad y destino del todo social. El riesgo y el costo de no hacerlo a tiempo y en la
oportunidad en que los signos de la amenaza y del peligro se manifiestan configuran
un acto de negligencia en la gestión de los asuntos relativos a la seguridad y a la paz
pública, elementos sin los cuales la prosperidad y el progreso se detienen o anulan.
Para que el país cuente con la estabilidad que se generó luego del proceso de
pacificación alcanzado a inicios de los 90s, y cuya consolidación se planeó y realizó
durante esa misma década, es necesario no olvidar las experiencias colectivas de
nuestra historia reciente. En particular si la subversión, lejos de haber desaparecido,
trata de recomponerse bajo nuevas modalidades de acción, pero siempre con la
misma disposición violentista, ajena a las bases constitucionales de una república
construida en las normas del respeto a los procesos y a la voluntad expresada
libremente en el sufragio.
El uso de las armas como modo de acción política, ubica a quienes sin derecho a
usarlas en una posición antagónica a los intereses vitales de la sociedad contra cuyo
Estado insurgen quienes se levantan en armas. La irrupción o uso colectivo con
medios violentos para alcanzar objetivos particulares, al margen de los canales
conforme a los cuales se prevé la consideración, evaluación o reconocimiento de las
pretensiones grupales, de modo similar, ubica a quienes recurren a esta modalidad en
una posición contraria a las normas que sustentan las bases de convivencia en la
sociedad. El enfrentamiento a las reglas de convivencia es un acto que antagoniza una
situación colectiva con formas intolerables para la existencia y sobrevivencia de la
colectividad.
La intervención de la policía y de las fuerzas armadas tiene invariable e
innegablemente dos características, la exclusividad y la excepcionalidad de su acción.
La sociedad funciona regularmente a partir del reconocimiento, el compromiso y la
convención de que todo conflicto se resuelve conforme a reglas prestablecidas y
válidas para toda la colectividad. De esta regla fundamental se deduce que las
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contiendas y disputas son resueltas por las reglas que señalan un árbitro y un
procedimiento.
Si en vez del respeto a esta convención fundamental uno o más sujetos, de modo
aislado o concertados en una asociación u organización, optan por competir con la
instancia en la que se deposita la condición de árbitro, cuestionando su autoridad, y
oponiéndose por la fuerza, quienes así proceden actúan como enemigos del
compromiso, y por ello mismo a quien corresponde con carácter exclusivo asegurar
que la base del orden social se mantiene, no debe proceder de otro modo sino con la
imposición abierta, firme y enérgica de la fuerza que con carácter exclusivo se le
confiere para que asegure que el orden se mantenga. Este tipo de acción política
expresa la facultad de imperio del Estado en la sociedad. El Estado, y ninguna otra
instancia, es la única y exclusiva agencia con poder, autoridad y capacidad política
para establecer el orden general en la sociedad.
Del mismo modo, la intervención de la policía y de las fuerzas armadas se produce
con carácter excepcional. Esta característica se cumple únicamente cuando existen
situaciones límite en las que la colectividad está bajo una amenaza o peligro que
emerge sin capacidad de resolverse por medios pacíficos. La fuerza y las armas se
reservan para su uso cuando existen emergencias y riesgos colectivos. Cuando tal
intervención se produce la misma no la realizan los agentes del orden por su propio
derecho, sino en nombre, por cuenta y en interés del Estado y de la colectividad cuya
seguridad y paz tienen la obligación de garantizar.
El motivo de la intervención policial y militar mediante el uso o empleo de la fuerza y
de las armas, es el desconocimiento sedicioso de las reglas de competencia política
pacífica para alcanzar y mantener el poder político, y por lo tanto la pretensión
ilegítima de dominio y sumisión de las mayorías, por una minoría que recurre a medios
violentos imposibles de otro control institucional que no sea la propia necesidad de la
sociedad para organizarse según las leyes que ella se da, que facultan a los militares y
policías a utilizar para protección del Estado, de la integridad del territorio y de la paz
social.
La perturbación de la paz y de seguridad pública constituyen razones que habilitan al
uso y empleo de la fuerza, cuando quienes protagonizan la perturbación se valen de
niveles extraordinarios de violencia. Los actores de los principales procesos estatales,
en tales circunstancias, tienen la obligación de autorizar y usar todos los medios
necesarios para eliminar el riesgo, la amenaza y el peligro. Carecer de la voluntad
necesaria para la viabilidad del orden social configuraría una situación de grave
irresponsabilidad con el desempeño de la función estatal.
La fuerza estatal es un remedio extraordinario frente a condiciones en las que la
hostilidad tiene altos niveles de violencia, en particular si dichos niveles equivalen o
representan la negación de la vida, la integridad física, la libertad o la propiedad
pública o privada. Si bien la fuerza es la negación del derecho, la autoridad tiene la
investidura que le corresponde precisamente para disponer a su discreción, e imponer
bajo su responsabilidad, todo el peso de la fuerza contra quienes no admiten el curso
regular de tramitación del conflicto conforme al derecho. La autoridad tiene el deber de
11
acabar con las amenazas colectivas, y para hacerlo las normas habilitan al Estado
para que disponga que sus soldados recurran a la violencia necesaria para eliminar el
peligro integral que afecta a la sociedad y el Estado.
En este sentido la fuerza estatal tiene carácter universal en la medida que se procede
a favor de la existencia, de la permanencia, del mantenimiento y de la sobrevivencia
del vínculo colectivo. La fuerza del Estado tiene la condición de necesaria cuando sin
ella el vínculo está en grave riesgo o amenaza. Por eso, y en este sentido particular,
esa fuerza no puede tener carácter neutral sino todo lo contrario: es la fuerza que se
parcializa a favor del todo, de modo que ninguna de las partes que lo integra lo
disuelva, o amenace con disolverlo.
3. EL ESCENARIO NORMATIVO EN LA RECUPERACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA
Y EN LA LUCHA CONTRA LA NARCOSUBVERSIÓN
Es lógica y fácticamente imposible el reconocimiento y vigencia simultáneos de una
pluralidad irrestricta de valores, opciones e intereses. Lo colectivo de una república no
puede dejar de ser el reconocimiento de los valores, opciones e intereses de una
mayoría dentro de la diversidad. La vigencia de tal mayoría adquiere la condición de
valor, opción o interés universal de una colectividad. Los valores, opciones e intereses
que no quedan incluidos como universales en un momento determinado en la historia
de una colectividad, cuentan con la opción de constituirse como alternativa en la
sucesión y desarrollo político de la colectividad. Pero la alternativa potencial en la que
se constituyen importa la capacidad de deliberar, razonar, persuadir y criticar en el
marco del libre ejercicio del derecho de opinión política en tanto no forman parte de la
mayoría, y luego importa la posibilidad de tener éxito en las sucesivas consultas
populares que el sufragio decide y determina. La derrota en los procesos políticos y
electorales no justifica el recurso a la fuerza ni a la violencia.
El derecho de la fuerza es la capacidad esencial de la autoridad para ordenar la
normalidad social. Las reglas de la fuerza se derivan de la necesidad de sobrevivencia
del vínculo político. La naturaleza de esta realidad vital no puede ser disminuida ni
soslayada. El Estado ni la autoridad pueden cumplir el papel político que la sociedad
les encarga si su acción se realiza con temor, culpa o vergüenza. La autoridad y el
Estado deben proceder con la integridad, temple y certeza plena de que la fuerza
extraordinaria que la sociedad les confía debe ser usada sin dudas ni vacilaciones.
No se recibe la fuerza para que ésta no se use cuando se necesita que se la use. Ni
se la recibe para dejar de usarla con la energía y convicción que la necesidad de
usarla exige. Menos aún si existen en efecto emergencias, amenazas, riesgos y
peligros que afectan las posibilidades de convivencia de la colectividad como un todo.
El sistema político difícilmente o nunca resulta de un acto de plena y absoluta
coincidencia de toda la comunidad en los mismos sentidos, aspectos, materias,
grados, magnitudes, intensidades ni significados. El disenso, la discrepancia y el
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conflicto es esencial a toda sociedad plural. Asumir que el consenso es pleno o
absoluto es una ficción que no resiste contraste con la realidad política.
Porque la comunidad política se constituye en un contexto de pluralidad, son los
operadores en posiciones de autoridad a quienes corresponde legítimamente definir el
curso de acción que garantice la dirección de la vida política. Son esos mismos
operadores a quienes toca y corresponde la función de señalar las reglas y normas a
las que la sociedad debe adecuarse. Ellos tienen y a ellos se les confía la fijación de la
orientación y de los sentidos colectivos. Negar esta potestad equivale a la usurpación
del poder político que la sociedad les delega.
Es por lógica de la vida política contemporánea que el derecho o el orden normativo es
consecuencia de la posición de las mayorías. Los valores e intereses de la colectividad
son el sustento del derecho que la autoridad define. El derecho es consecuencia de la
valoración política que la autoridad discierne. El acto de discriminación entre lo legal y
lo ilegal resulta del ejercicio de la potestad de decidir. Las normas, en consecuencia,
tienen los contenidos que la autoridad elige. El carácter vinculante de las normas se
deriva del poder que la sociedad confía a sus representantes y a sus autoridades en el
Estado. El desconocimiento del sentido del derecho fijado por la autoridad es un acto
de desviamiento del poder político que ilegitima a quien lo intenta o afirma.
De estas premisas se deduce que el contenido, sentido y significado de las reglas bajo
el Estado de derecho es una consecuencia de los valores que quienes representan a
la sociedad tienen la delegación colectiva de afirmar. No existen reglas en estado
valorativamente aséptico o neutral. Las normas son reglas de conducta colectiva cuyo
significado es consecuencia del paradigma que la coyuntura política y cultural aplica.
El derecho se interpreta no en función de sí mismo, porque quien opera su aplicación
no está exento de intereses o de un marco valorativo desde cuyas premisas lo lee e
interpreta.
Es de acuerdo a este supuesto que resulta imposible la decisión sobre reglas de
convivencia colectiva que sean ajenas a la lógica según la cual el derecho no es un
espacio neutral, sino un espacio en el que se afirma una posición política, y que esta
posición política es la que el Estado legítimamente marca y señala como base para la
existencia de la colectividad. La república es la comunidad políticamente constituida de
acuerdo a ciertas preferencias colectivas que se afirman y que se mantienen en la
historia por un Estado, y el Estado es lo que el conjunto de convicciones del pueblo
expresa de manera continua durante su existencia histórica.
Estas razones sirven para dejar claro cómo es que el Estado es el titular de la
responsabilidad de afirmar el orden colectivo, y de hacerlo con carácter coactivo para
toda la sociedad. No existe otra instancia con el poder de imponer el orden en la
colectividad fuera del Estado. Pueden existir convicciones, criterios, valores e
intereses más allá del ámbito estatal, cierta e innegablemente, pero tales convicciones,
criterios e intereses no tienen la capacidad ni la titularidad coercitiva en una
comunidad regida por el Estado. Negarlo tiene como consecuencia la liberación de la
regla a una situación anómica, a una sociedad liberada a su propia anarquía, sin
capacidad para interdictar lo justo de lo injusto en la convivencia. Si el conflicto es
13
inherente a toda agrupación social, y con mayor razón a una sociedad regida por un
Estado, la ausencia de claridad sobre la capacidad interdictora y ordenadora del
Estado priva a la colectividad de una estructura que fije su propia identidad y el orden
en el que los intereses deben coordinarse.
Cuando se advierten señales que permiten anticipar el peligro, y de manera especial
en atención el riesgo del retorno a un clima de inseguridad generalizada como el que
vivió el Perú en la década de los 80s, lo último que puede esperar nuestra sociedad es
permitir el repliegue de la reacción del Estado. Es elemental para que la sociedad viva
en un marco de seguridad que el Estado ejercite sin ambages y con plenitud la
autoridad que está facultado a utilizar para eliminar la amenaza. Si existe un espacio
indelegable a agencias privadas en la esfera de competencias estatales del que con
mayor certeza no cabe abdicar es el de la seguridad colectiva. Menos aún si hoy la
seguridad peligra a través de dos expresiones repulsivas para la salud de la república
como son la alianza entre el tráfico ilícito de drogas y la subversión que constituyen
una reedición agravada y camuflada de oposición al orden social. El enemigo del
orden y del Estado es hoy la narcosubversión.
El marco legal con el que la autoridad tiene la obligación de eliminar a ese enemigo
demanda una definición clara de las reglas con las que el Estado debe actuar para
restablecer la seguridad y el orden en el territorio, con conciencia plena que el proceso
no estará exento de riesgos, costos, contingencias y daños colaterales que estas
normas y que la autoridad prevén que se puedan producir. Es un hecho
incontrovertible que cuando se afirma la fuerza para reprimir actos graves contra la
seguridad interior en el país se produzcan lamentables daños en la vida y en la
propiedad de las personas, que si bien sería deseable que no ocurrieran, ello sólo
podría evitarse si la amenaza que crea la narcosubversión no existiera. El costo de la
defensa y de la seguridad que el Estado garantiza es tan inevitable como indeseable.
Se trata de una situación de conflicto y de violencia en la que repeler el ataque que
sufre la sociedad puede suponer usar medios extraordinarios y excepcionales como lo
son las armas. Y cuando el uso de las armas ocurre es natural que la vida y la
propiedad estén en una situación de alta vulnerabilidad.
Las normas para el uso y empleo de la fuerza, en consecuencia, deben tener tal
naturaleza que, por un lado, garanticen y protejan a quienes tengan la obligación de
usar las armas para que se sientan y estén efectivamente respaldados por el Estado
para actuar en plena y firme defensa del orden social y de la seguridad pública y, por
otro lado, no avalen el exceso ni el abuso de las armas cuando sea necesario que
ellas se usen.
El derecho, en este sentido, se convierte en un escenario más en el que se proyecta el
conflicto que se expresa en la narcosubversión. Las reglas jurídicas que sirven para
restablecer el orden interno y la seguridad pública no pueden representar una ventaja
para los enemigos de la sociedad y del Estado. Los textos y el sentido que ellos tienen
suponen una identidad y una comunidad conceptual compartida. Así como la lucha
contra el enemigo es consecuencia de una misma visión compartida en el plano
político, del mismo modo el marco normativo es un ámbito y un espacio en el que
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deben primar significados, sentidos e interpretaciones acordes con los objetivos
colectivos buscados.
Por esta misma razón es importante adelantar que si el derecho es un escenario más
en el que se desarrolla la batalla contra la inseguridad que causa la narocosubversión,
la comunidad política y jurídica debe también estar alerta sobre la pretensión del
enemigo de manipular las normas en su beneficio. Perder de vista este aspecto
supone dar ventajas, tanto dentro del país como en foros de nivel supranacional, a
quienes pretenden utilizar todo espacio posible para implantar e imponer sus
posiciones según reglas que no son compatibles con los fundamentos y bases de
convivencia política en el Perú. La violencia o la conquista del poder por la fuerza es
un medio vetado en la república, como lo es igualmente la colaboración, asociación,
financiamiento o complicidad con quienes asumen ese tipo de estrategias políticas
para obtener beneficios económicos en actividades ilegales como el tráfico ilícito de
estupefacientes o sustancias narcóticas.
4. EL PAPEL DEL ESTADO Y LA ACCIÓN ESTATAL
DURANTE EL ESTADO DE EMERGENCIA
De acuerdo a la gravedad o intensidad del peligro en que esté el orden interno el
Presidente de la República puede declarar el estado de emergencia en todo o parte
del territorio nacional, y en tal circunstancia cabe, igualmente, que disponga que el
control del orden interno sea o no sea asumido por las fuerzas armadas. Para este
efecto puede disponer la suspensión de derechos constitucionales a la libertad y la
seguridad personales, la inviolabilidad de domicilio, y la libertad de reunión y tránsito.
Cuando la amenaza, riesgo o peligro percibidos afectan la vida de la nación, la
autoridad constitucional califica tales circunstancias como situaciones en las que existe
perturbación de la paz social o del orden interno, y procede a decretar el estado de
emergencia y, eventualmente, suspende los derechos reconocidos en los incisos 9, 11
y 12 del Artículo 2 de la Constitución, y en el literal f) del inciso 24 del mismo artículo
constitucional. El estado de emergencia no puede extenderse por más de 60 días,
prorrogables.
La realidad política durante el estado de emergencia es una situación en la que existe
una amenaza, riesgo o peligro de importancia constitutiva para la existencia política de
la nación. Es una amenaza, riesgo o peligro contra el carácter soberano que el Estado
afirma sobre el territorio.
El carácter constitucional durante el estado de emergencia es tal que el pacto político
está en peligro. No es una mera situación de protesta, disturbio o perturbación de la
paz. Se trata de casos en los que la paz y el orden interno tienen tal gravedad,
magnitud, extensión o intensidad, y sufren de tal manera, que ponen en peligro la vida
de la Nación. El daño efectivo o potencial tiene tal dimensión que es imperativo
proceder de manera excepcional y extraordinaria.
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Si se pierde de vista que el país entero y la nación están en riesgo si no se repele y
elimina las tendencias que niegan la base misma de la existencia política y social en el
territorio, si se actúa benignamente y con condescendencia frente a un enemigo que
no se allana a las reglas básicas del pacto colectivo, la consecuencia será la
inviabilidad y el progresivo deterioro de la calidad de vida en el Perú, y por supuesto se
precipitará al país en el despeñadero de su inestabilidad y anomia generalizada.
Es este contexto el que exige que se comprenda que las reglas normales de una
sociedad civilizada están en cuestión y que debe procederse de manera excepcional,
de forma que las reglas normales no sirvan a quienes no las respetan para negar la
posibilidad de existencia en comunidad. El orden normativo es un escenario más en el
que se desarrolla la lucha contra quienes amenazan las bases de nuestra existencia
política. Es por esta razón que esas reglas no deben servir para beneficiar a quienes
han puesto en zozobra al país, para quienes generaron tanta muerte de valiosas vidas
humanas, y para quienes generaron tantas pérdidas materiales y tanto retraso en el
camino hacia el desarrollo nacional.
En circunstancias de gravedad el orden político debe protegerse. No hacerlo
representaría un caso de alta responsabilidad por omisión en el debido ejercicio de
funciones constitucionales de la autoridad. La acertada, adecuada y oportuna
evaluación son parte de las competencias que debe tener la autoridad de cuyo juicio y
decisión dependen que la colectividad pueda desenvolverse con la seguridad que la
actividad social ordinaria requiere.
Cuando la autoridad aplica su capacidad de enjuiciamiento y decide que existen
situaciones que ponen en peligro el pacto político y la vida de la nación, tiene la
capacidad de suspender la aplicación de los derechos que la Constitución precisa de
modo que los límites ante los que se encuentra la vida política en el país
desaparezcan. Esa facultad puede ejercitarse durante el plazo de 60 días, pero este
número es prorrogable sin límite.
La cuestión respectiva a si debe o no usarse la facultad de suspender los derechos
para permitir la recuperación de la normalidad política en el país, depende de la
gravedad de la situación. Pero cuando el estado de emergencia ha sido declarado el
territorio bajo esta situación se convierte en una zona en la que sólo caben medidas
extremas, entre las que se cuenta la restricción o la suspensión de derechos
constitucionales, que permiten el control del territorio y la recuperación de la
normalidad.
Para que el control y recuperación se produzcan es indispensable que quienes en
nombre del Estado tienen la obligación y potestad de resolver el conflicto en la paz y el
orden internos sean adecuadamente protegidos por el propio derecho estatal. Sin esa
protección no es posible la neutralización y eliminación de condiciones hostiles
contrarias a las bases del pacto de convivencia política. La vida de la Nación exige y
demanda que el Estado sea capaz de asegurar la normalidad. Pero sin el
reconocimiento y protección a quienes se encargan de esta misión las posibilidades de
una vida pacífica y de orden interno en el país se convierten en ilusorias, porque la
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ausencia de un marco adecuado que proteja a los responsables de la recuperación del
orden inhibirá a los agentes estatales a cargo del restablecimiento de la paz y del
orden de actuar con toda la energía que el peligro requiere que se emplee.
La insuficiencia del marco de protección de la acción estatal para eliminar las
amenazas y peligros contra la paz y el orden interno trae como consecuencia el
desgaste del Estado y el mantenimiento sostenido del riesgo en contra del pacto
constitucional. La incomprensión de los peligros, contrariamente, sustrae al Estado de
los instrumentos necesarios para respaldar a quienes tienen que recuperar la
capacidad de vivir en una colectividad segura. Si no existe una sola visión sobre la
gravedad de la situación política e inadecuado, insuficiente o inoportuno respaldo a
quienes tienen que eliminar el peligro, las fuerzas del orden quedarán en una situación
injustificada de indiferencia y abandono tales que conducirán a la victoria de las
mismas fuerzas hostiles que amenazan la vida de la Nación.
No basta la declaratoria de estado de emergencia, el envío de tropas para eliminar los
focos de violencia armada, ni la adquisición de armas para conseguir una eficiente
capacidad relativa de combate, si no existe la voluntad y la decisión política que
permita emprender la secuencia y consecuencias de la lucha que debe emprender el
Estado. Es importante no perder de vista que quienes deben exponer sus vidas para
permitir la vida de la Nación se sepan y sean respaldados por toda instancia estatal. El
compromiso de la autoridad política es elemental e insustituible para que el orden
interno en peligro quede recuperado.
La ausencia de un marco eficiente de respaldo, apoyo y protección a quienes tienen a
su cargo la eliminación de peligros contra la totalidad de la vida de la Nación tiene un
costo que no puede dejar de valorarse. Si la sociedad no llega a valorar
apropiadamente la importancia de la labor y trabajo de la lucha contra una grave
amenaza de carácter nacional, facilitando la labor de quienes en su nombre, por su
cuenta y en su interés expongan sus propias vidas personales para la recuperación de
las bases del orden interno, la consecuencia lógica predecible es que ella misma
quedará privada de una eficaz protección para la convivencia segura, estable y
pacífica. La policía nacional y las fuerzas armadas son cuerpos para los que el honor
de servir a la patria es ciertamente muy importante, pero el honor carece de valor si
esa misma patria no aprecia la importancia y valor del sacrificio y exposición de
quienes deben eliminar mediante la fuerza la intransigencia y la ausencia de
reconocimiento y respeto por reglas constitutivas de la existencia de la comunidad
política.
Junto con la protección de los actores de la recuperación de la paz pública y del orden
interno, el Estado debe señalar las reglas según las cuales se identificará las
hostilidades enemigas de la colectividad, y cómo se asumirá la acción defensiva. El
combate contra los enemigos del orden interno tiene un marco de juego que restringe
la represión de la violencia y la ilicitud según bases apropiadas para desaparecer la
amenaza pública.
Si bien el escenario de la lucha contra el peligro público en que consiste la subversión
y el narcotráfico precisa de reglas, no es menos cierto, sin embargo, que en los casos
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excepcionales el nivel de discrecionalidad necesario para retornar a la seguridad
pública y normalidad política depende de las situaciones de peligro que en cada caso
se confronte. La decisión sobre el tipo de intervención de las fuerzas armadas durante
estado de emergencia depende de tres factores: la actitud o intención de las fuerzas
hostiles a la paz y al orden interno; el tipo de arma con el que se tratará de eliminar el
peligro y someter a las fuerzas hostiles; y el alcance del arma con la que se llevará a
cabo la acción. Depende de la presencia de cada uno de estos tres factores en una
situación determinada para que la policía y las fuerzas armadas determinen el tipo de
acción y procedan a intervenir en estado de emergencia.
El estado de emergencia no es una situación cuyo objetivo sea instalar ni conservar el
derecho, sino eliminar los obstáculos que impiden su existencia bajo un poder
enemigo del Estado, o niegan su rol rector. Ni la policía ni las fuerzas armadas tienen
capacidad para interpretar o aplicar el derecho con carácter vinculante. Se presume
que el derecho no se encuentra en condiciones normales de operar en la sociedad y
por esa razón singular es que el Estado debe recurrir a la fuerza para garantizar que el
derecho sea reconocido como regla básica de relación política y de solución de
conflictos públicos.
El estado de emergencia es una situación en la que, definitivamente, prima el
enfrentamiento de fuerzas en contra de los enemigos del orden interno y de la paz
pública. Mientras el enfrentamiento persiste debe asegurarse al Estado las
condiciones para que derrote a quienes insurreccionan o desconocen su rol
ordenador. Sin esa capacidad no existe garantía de que el Estado recupere las
condiciones básicas de paz pública y orden interno. Para que se genere la normalidad
y el control razonable del territorio afectado dentro de una zona en emergencia es
indispensable explotar la condición del régimen de emergencia de forma que las
acciones de fuerza estatal que se desarrollen sea eficaz.
Cuando, en todo o parte del territorio, se declara el estado de emergencia, el Estado
de derecho que prevé la Constitución como modo regular de convivencia colectiva, se
transforma temporalmente en un espacio en el que la fuerza y no la razón, las armas y
no el discurso, son el medio regular de acción del Estado. Esa transformación tiene las
mismas condiciones que el estadio previo a la constitución del Estado como instancia
de orden colectivo. Es una forma políticamente regresionada en la que el Estado debe
imponerse en el territorio para que su monopolio rija con carácter universal en la
población.
La voluntad y decisión política de declara el estado de emergencia es un acto de
retroceso ante la base constitucional del pacto constitutivo de la colectividad política.
Es un paso atrás cuya finalidad es reafirmar y ratificar la voluntad de paz y de orden
colectivo de acuerdo a un orden determinado. Y es un paso, además, justificado y
necesario a la luz de la amenaza y peligro que representa para la seguridad, la vida y
la libertad de toda la ciudadanía en el país.
La situación que generan quienes pretenden el uso de la violencia y de la fuerza para
asumir un modelo político en el que la libertad de elección distingue nuestro régimen
político, no admite la concesión de ventajas a sujetos que están dispuestos a matar y a
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asesinar para alcanzar el poder a través del terror a que somete a la población por
medios inhumanos, incivilizados y cruentos. La sociedad debe comprender la urgencia
de reaccionar con medios drásticos, puesto que las actitudes contemplativas
representan concesiones con quien se opone a la existencia colectiva. Sólo la fuerza
es capaz de contrarrestar la fuerza con la que la subversión hace peligrar la existencia
comunitaria.
Para que el orden y el derecho sean social y políticamente posibles, es necesario
antes asegurar el común y universal denominador del respeto de la regla que al poder
no se accede ilícitamente ni por medio de la amenaza de la fuerza y de la violencia. La
garantía de esa premisa existencial de convivencia colectiva, sin embargo, no la puede
ofrecer sino una instancia estatal que cuente con los medios idóneos para asegurar
que la fuerza no es la regla para acceder al poder ni para imponer un régimen delictivo
como lo es la economía de los narcóticos o de los estupefacientes.
5. EL EFECTO Y LAS RESPONSABILIDADES POR EL EMPLEO Y USO DE LA FUERZA
EN LA LUCHA CONTRA LA NARCOSUBVERSIÓN
Los riesgos que estamos en capacidad de advertir tempranamente dejan constatar
que la pacificación es una tarea pendiente y que hoy han reaparecido gérmenes aún
no eliminados de violencia. La particularidad de la situación actual es que la violencia
de la subversión se camufla en la población sin las estrategias de enfrentamiento con
las que actuó previamente, y que además se vale de una alianza con organizaciones
delictivas que generan un sistema económico ilícito articulado a una red internacional
como es el tráfico ilícito de drogas.
La víctima inmediata de esta nueva modalidad de acción colectiva de índole delictiva
en la alianza narcosubversiva es la población que ha sido incluida en la red económica
de la narcosubversión. Y a esa población el Estado debe prestarle y asegurarle el
máximo de protección posible. La cirugía, sin embargo, no es sencilla, porque en la
búsqueda de bienestar inmediato los pobladores no disciernen el peligro público que
su beneficio privado ocasiona, por lo que su participación en el sistema narcoterrorista
los convierte en posibles víctimas colaterales en la lucha que debe librar el Estado
para que un peligro nacional no se extienda, peto también puede convertirlos en
cómplices o encubridores de actividades vinculadas al narcotráfico o a la subversión.
No obstante el celo y cuidado que las fuerzas armadas y la policía nacional tengan en
la misión de recuperación de la paz pública y del orden interno en las zonas en estado
de emergencia, es previsible que más allá de la voluntad de focalizar y singularizar la
lucha en contra de los individuos que pertenecen a la organización narcoterrorista
existan heridos y bajas de personas inocentes. Ese es un costo innegable y previsible
en la lucha contra quienes son enemigos del pacto político. Por ello es que los
miembros de la policía y de las fuerzas armadas deben contar con la preparación
necesaria para eliminar a quienes dirigen, participan y apoyan las actividades
narcoterroristas, sin que en el proceso resulten afectados los pobladores que no sólo
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no colaboran ni participan en el circuito de la narcosubversión, sino que incluso
pueden disentir del régimen del tráfico ilícito de drogas y de las organizaciones
subversivas.
El territorio en el que opera la narcosubversión representa una dificultad especial para
la acción estatal que desarrollan la policía y las fuerzas armadas, porque los niveles de
acceso y de visibilidad son escasos debido a lo agreste de la vegetación y a las
condiciones climáticas que prevalecen, como lo son la alta densidad de neblina y de
lluvias durante parte importante del día. En promedio la visibilidad máxima en la zona
de selva, por ejemplo, no alcanza los 100 metros, y en la zona andina y de ceja de
selva puede llegar hasta los 500 metros. No es una lucha en la que sea posible ver o
distinguir directamente al enemigo, y este impedimento se agrava porque en general
tanto los narcotraficantes como los terroristas son personas muy familiarizadas con la
geografía en la que operan, a diferencia del personal de la policía y de las fuerzas
armadas que usan un sistema de rotación periódica que permite mantener la moral y
evitar el desgaste.
La peculiaridad de la geografía del territorio en el que debe realizarse la recuperación
de una zona en la que la economía del tráfico ilícito de drogas desarrolla un circuito
económico, impone una capacidad de acción muy restringida. Y a ello debe sumarse
que la población vive en parte importante de su asociación a esa misma economía que
existe paralelamente al Estado y, por lo tanto, asume que toda intervención en contra
del las actividades ilícitas del narcotráfico o de la subversión son ataques contra su
fuente de ingresos, de vida y de sobrevivencia. No es razonable esperar que, salvo
que el sistema cambiara, la población colabore y se comprometa en el éxito de la
recuperación de la legalidad en el territorio y en la represión de la subversión.
En un entorno como el descrito es difícil desarrollar una intervención policial o militar
sin contingencias o sin daños colaterales. La dificultad, no obstante lo penoso que
resulte enunciarlo, es previsible que signifique lesiones y pérdida de vidas humanas a
pesar de todo el cuidado y diligencia del personal policial y militar, y a pesar también
de todas las precauciones con las que se aplique la experticia y competencias del
personal de la PNP o de las fuerzas armadas.
Los planes y las acciones que el Estado desarrolla no permiten eliminar objetivamente
el riesgo de vidas humanas y de la integridad física de personas inocentes, sus bienes
o patrimonio. Las acciones de defensa u ofensivas contra los objetivos hostiles no
pueden siempre realizarse con exactitud puntual. En un contexto de conflicto en el que
se usa la fuerza el daño incidental es una contingencia esperable. En consecuencia, y
en anticipación que ello deba ocurrir, es un supuesto central que el personal militar y
policial que, para cumplir su misión y objetivos usa armas o medios con los cuales
afecte la integridad de las personas o los bienes, las use tomando las precauciones
para evitar tales daños incidentales, pero ello siempre que evitarlos (1) no le impida
cumplir la misión y alcanzar sus objetivos, o (2) que no ponga en riesgo su vida o su
integridad física. Un segundo supuesto que la acción se planee, calcule y realice de
modo que el daño incidental como resultado del impacto del uso de las armas se
minimice en lo posible, y en cuanto aquél se produjera se preste la atención a quienes
resultaran afectados.
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Siendo tal la situación es importante no perder de vista, una vez más, que es por el
carácter excepcional de la situación que genera este sistema y alianza entre la
población y la narcosubversión que el costo de la pacificación no será escaso. Dicho
costo no consistirá sólo en la participación y recursos que debe desplegarse en la
lucha de la policía y de las fuerzas armadas, sino en el riesgo en que queda una
población a la que la plenitud de oportunidades para el desarrollo les resulta lejano. La
policía y las fuerzas armadas tienen una tarea específica qué desarrollar,
paralelamente a la labor que debe realizar el Estado para integrar y articular formal y
efectivamente la actividad productiva de la población a la vida económica del país, y
esa tarea es ocuparse del espacio bélico que asegure la recuperación de la paz
pública y del orden interno. La seguridad nacional, cuyas expresiones son la paz
pública y el orden interno, es un límite material en el reconocimiento de los derechos
fundamentales de las personas. En ese ámbito es en el que se desenvuelve el costo
social de la responsabilidad que cumple el Estado en nombre, por cuenta y en interés
de la integridad de la sociedad nacional.
Por ello, como la autoridad política hace efectivo su compromiso con la totalidad de la
sociedad a través de la voluntad de defenderse con decisión, si el país quiere paz y
orden interno es necesario tener claridad sobre las responsabilidades por el costo
pleno de la recuperación de la paz y orden colectivos amenazados o en eventual
peligro de perderse. Esa recuperación no es gratuita ni fácil, y el costo del daño
público ocasionado, salvo casos puntuales e individualizables en los que se sepa de
excesos atribuibles a quienes procedieran sin observar las elementales reglas de
protección a la población no involucrada en la narcosubversión, debe asumirlo,
naturalmente, no el Estado, sino quienes con actos de su propia conducta pusieron a
la Nación en peligro. Es a los autores del delito contra la paz y el orden interno que
afecta la vida de la Nación a quienes corresponde exigir tal responsabilidad, puesto
que es debido a la amenaza que ellos constituyen que debe suspenderse la aplicación
del régimen jurídico, en primer lugar, y asumirse actividades y conductas de fuerza
anteriores a la instauración del pacto de convivencia política.
Si es previsible que existan daños directos e incidentales debe asumirse y
reconocerse en todos los niveles e instancias estatales que la causa de los mismos es
la posición que toman quienes antagonizan la paz pública y el orden interno. La policía
y las fuerzas armadas tienen la responsabilidad de garantizar su recuperación, y ese
proceso no es posible, en las circunstancias en que interactúan los diversos grupos
(narcotraficantes y terroristas), que se realice sin que algunas vidas se pierdan, sin
que se produzcan heridos, y sin que el patrimonio y bienes privados y públicos sean
afectados. No son la policía nacional ni las fuerzas armadas las que provocan una
situación de uso o empleo de la fuerza. El uso y empleo de la fuerza es una
consecuencia y resulta de las necesidades que tiene la sociedad y el Estado de
asegurar la continuidad de su proyecto colectivo de existencia. Perder de vista la
racionalidad de la intervención policial y militar puede conducir al grave error de
responsabilizar a quienes deben garantizar la pacificación de haber iniciado un
proceso violento contra las bases de la convivencia y existencia comunitaria.
21
6. LAS DIMENSIONES QUE DEBE ALCANZAR LA PROTECCIÓN DE LA SOCIEDAD
EN LA LUCHA CONTRA LA NARCOSUBVERSIÓN
Para que la sociedad esté adecuada y mínimamente protegida es imprescindible el
reconocimiento de la asimetría en la capacidad del Estado de revertir las amenazas y
peligros contra la convivencia pacífica. Cuando parte de la sociedad se vale de la
violencia y de la ilicitud para minar las posibilidades de existencia colectiva no hay más
remedio que el Estado afirme su autoridad en nombre del todo social. Y para que su
autoridad se imponga efectivamente es necesario que lo haga con todo el peso
necesario para que no se minen las condiciones básicas de existencia colectiva.
Los niveles delictivos en los que se encuentra la narcosubversión difícilmente se
pueden minimizar o menospreciar. La lucha contra este flagelo, cuyos lacerantes
antecedentes aún están frescos en la memoria y en la historia de quienes sufrieron su
acción a nivel nacional en la década de los 80s, debe tener en consideración que la
capacidad de ensañamiento y crueldad con que actúan no reconocen pauta para la
compasión ni el humanitarismo.
Lejos de existir algún tipo de aprendizaje que permita asumir que los métodos usados
en los 80s ya no más forman parte de la fiereza y ferocidad con la que procede el
terrorismo, el derribamiento de un helicóptero en la localidad de Anapati, el 2 de
Octubre de 1999, marca un nuevo hito en la reaparición del terrorismo, repontenciado
en su alianza con el tráfico ilícito de drogas. Entre los hechos recientes que permiten
verificar la reaparición indudable de la narcosubversión debe mencionarse el suceso
del 9 de Octubre del 2008, en Tintaypunco, Huancavelica, y el 9 de Abril del año 2009,
en Sanabamba, Ayacucho, donde la narcosubversión dejó muestras palpables de la
demencia y vesania con que trata la vida humana. Estas dos ocurrencias son parte de
un proceso que no se agotó en la década de los 90s, y que recrudece de manera
flagrante en los últimos años.
Tanto en Tintaypunco como en Sanabamba, la nacosubversión se ensañó con el
personal militar al que emboscó, torturando y mutilando en vida a machetazos a
oficiales, subalternos y tropa. En evidencia clara que los métodos con los que actúan
carecen de todo respeto por reglas de humanidad, los cuerpos exánimes del personal
fueron eviscerados, se les cercenó sus genitales, se les mutilaron brazos, se les
extrajo los ojos, y luego de degollados se suturó sus cuellos en forma contraria a la
natural.
La situación que enfrenta el Perú en su lucha por la pacificación es muy diferente a la
que se produjo en los 60s y en los 80s. Hoy los militantes de la subversión se valen de
niños y de mujeres como agentes activos aliados de la confrontación y de la violencia.
Si bien el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos prevé el
cuidado especial que debe procurarse para los niños, el sistema que maquina la
subversión se apodera de las mentes y de las conciencias de los vástagos de sus
huestes. El apoderamiento se concreta en el número de cuerpos de menores al
servicio material e ideológico de la subversión, pero no es un simple número de
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personas menores de edad sino de la capacidad de lucha armada que se le
encomienda. La información que a ellos se les transmite asume el carácter de verdad
incuestionable. Las premisas de su conducta implican el uso efectivo de armas de
guerra o de armas con capacidad letal efectiva.
Ante este panorama la sociedad queda virtualmente desprotegida. ¿No se trata de una
situación repulsivamente contradictoria que personas cuya integridad debe proteger la
sociedad a rajatabla, hayan sido alienadas por la narcosubversión y sus cuerpos
ocupados con la instalación de una mentalidad respecto de la cual no son capaces de
asumir actitud crítica alguna? ¿Qué tipo de sujeto es un niño terrorista armado? ¿Deja
de ser un contrincante o un elemento hostil del que la fuerza armada debe proteger a
la sociedad en su conjunto? ¿Está el Estado prohibido de eliminar a quien armado es
un peligro contra la vida de los miembros de la fuerza armada y de la policía, en
principio, y por extensión contra la vida de cualquier persona de la sociedad? ¿Qué
tipo de norma es esa que ignora el peligro efectivo que un menor armado puede
significar para la sociedad? ¿Por qué no puede calificarse como enemigo a quien porta
y usa armas, no obstante su minoría de edad, cuando su mentalidad ha sido capturada
y entrenada para ignorar la vida e integridad física de todo otro grupo que no sea el de
su grupo y el de sus aliados?
Las preguntas anteriores tocan un asunto central en el panorama que confronta el
Estado peruano. Por un lado hoy la subversión aprovecha las vulnerabilidades del
sistema estatal e internacional para ganar ventaja competitiva en el conflicto. Y por
otro lado el narcotráfico contrata y se alía con este enemigo del Estado para obtener
réditos seguros al amparo de su protección. La subversión actúa en este panorama en
la posición del mercenario que defiende una causa ilícita con sus armas, para obtener
una doble ventaja: el dinero con el que obtiene y acumula recursos para su lucha
política violenta; y un aliado en esferas públicas o estatales que se involucran bajo el
manto de la corrupción para evitar la eliminación del mal colectivo.
La primera cuestión ante este escenario es si la humanidad no merece mejor trato y
protección frente a individuos para los que no existe otra regla que la más primitiva e
indigna de las conductas animales. Y la segunda cuestión es si acaso la valoración
que realizan las cortes nacionales o supranacionales no exige una ponderación más
justa que permita asegurar que quienes tienen el deber de asegurar la paz pública y el
orden interno no resulten sindicados como responsables de las muertes de quienes la
merecen en vista de la gravedad del carácter delictivo de sus obras. Peor aún, ¿cómo
desconocer los graves daños que ocasiona la delincuencia narcoterrorista y darle al
Estado y a quienes con sus vidas intentan recuperar la paz pública y el orden interno
un tratamiento semejante al que tienen delincuentes marcados por la crueldad, la
ferocidad e instintos a todas luces inhumanos y carentes de toda compasión?
Es constatable y verificable que la delincuencia narcosubversiva es hábil para utilizar
las debilidades del sistema legal en su beneficio. Como es igualmente constatable y
verificable que el sentido del pronunciamiento de los organismos jurisdiccionales
supranacionales no incluye adecuadamente en su evaluación de las normas sobre
derechos humanos la responsabilidad que le corresponde al Estado para asegurar y
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garantizar las bases generales de existencia y convivencia en la integridad de una
comunidad política.
Es un criterio elemental que la lucha contra la narcosubversión no se circunscribe a su
eliminación por la vía de las armas, puesto que el Estado debe tanto desarrollar y
llevar a cabo estrategias de crecimiento y de desarrollo adecuadas para integrar a la
población en la economía y la vida productiva de la nación. La lucha comprende la
esfera relacionada con la opinión pública, en la cual se incluye las tendencias que
asume la comunidad jurídica, y por lo mismo incluye igualmente el trabajo de
persuasión y convencimiento que debe realizarse para que los organismos
jurisdiccionales de nivel supranacional, así como las propias cortes nacionales en
todas sus instancias y tipos de competencia, consideren y valoren la participación
necesaria de los militares y policías en el enfrentamiento, y asuman una posición más
equilibrada donde los derechos de la sociedad como una colectividad total merezcan
un tratamiento menos desaprensivo que el que se verifica que reciben. Los derechos
de la sociedad son distintos y cualitativamente tanto o más valiosos que la suma de los
de cada uno de sus integrantes.
La comprensión de esta realidad exige el compromiso de toda instancia estatal a cargo
de tareas constitucionales, así como, igualmente, el compromiso de las instancias de
nivel supranacional. ¿Quién en los organismos supranacionales asegura las
posibilidades colectivas de sobrevivencia pacífica y ordenada cuando ésta está
expuesta a amenazas o riesgos? ¿Es que son posibles los derechos humanos
colectivos cuando sólo se atiende a los de quienes disienten del pacto político
oponiéndose mediante la ilicitud y la violencia armada? ¿Cabe en la conciencia
universal proteger a quienes se valen de prácticas inhumanas en el sistema de
oposición al sistema vigente, como lo son la crueldad y el ensañamiento? ¿Qué reglas
de construcción de sentencias supranacionales ponderan adecuadamente el bien
colectivo, cuando en nombre de los derechos de un individuo se anula, limitan o
minimizan las posibilidades del Estado de garantizar la paz y el orden social?
Parte del trabajo pendiente en esta dimensión es la sustitución de enfoques en los que
se asume que la acción de la policía y de los militares, para tener validez en el marco
de los derechos humanos, exige que, por ejemplo, todos estén identificados y
uniformados; el aviso previo a una intervención armada y que, en consecuencia, no
existan intervenciones basadas en el factor sorpresa del enemigo; la proporcionalidad
entre la amenaza o peligro y la acción en su contra; o las limitaciones respecto a la
participación de menores de edad, de mujeres o de ancianos, no obstante formar parte
de las bases o grupos de apoyo que portan armas.
A los delincuentes narcosubversivos no puede otorgárseles la ventaja de ser quienes
tengan la iniciativa, antes de que ésta sea repelida mediante una acción defensiva. La
verificación de su presencia requiere la acción inmediata si son identificados, ya sea
por tener la condición de cabecillas del movimiento subversivo, o de formar parte de
un grupo subversivo armado que se moviliza o que acompaña a los mochileros en el
transporte de coca. No corresponde a la naturaleza ni a la lógica de la acción de la
narcosubversión que se emplee con ellos reglas de carácter preventivo que les
permita reaccionar antes que se cumplan los pasos que usualmente prevé el derecho
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internacional humanitario en el enfrentamiento. La inhumanidad y carácter taimado de
la narcosubversión, que suele camuflar a sus miembros como humildes pobladores, no
es un enemigo que de la cara, sino que por el contrario actúa a mansalva y que
sorprende sin avisar a quienes toma como objetivo de sus operaciones.
Esta perspectiva y el carácter incontroversial de estos hechos exigen una comprensión
adecuada del papel que debe jugar el sistema normativo en general, y la actividad
jurisdiccional nacional y supranacional en particular. No puede tener el mismo
significado jurídico el sistema de protección de los derechos humanos cuando el
Estado debe asegurar la posibilidad de que éstos sean reconocidos en su territorio,
pero luego, quienes mantuvieron una actitud y conducta hostil contra el Estado que
debe asegurar la vigencia de los derechos humanos de la sociedad entera es
denunciado y procesado por quienes, valiéndose del reconocimiento de dichos
derechos humanos acusa al Estado y a quienes actuaron por su cuenta y en su interés
por no haber observado con pulcritud las reglas que ellos desconocieron con saña y
con ferocidad.
La contradicción debe resolverse no a favor de quienes desconocen las bases de
convivencia general tomando las armas para negar la paz pública y el orden interno,
sino a favor de quienes hacen posible que el país sea un país pacificado, y sujeto a las
reglas del orden. Es absurdo que en un contexto en el que la narcosubversión procede
a la sombra y la oscuridad de las que se vale para realizar asesinatos selectivos,
principalmente de personal de la policía y de las fuerzas armadas, quede en último
término premiado por el sistema estatal o supraestatal, en tanto que quienes reciben la
misión de asegurar la paz y el orden aparezcan como victimarios de los responsables
de la inestabilidad e inseguridad nacional.
La responsabilidad por crímenes contra inocentes en ningún caso es eximible y es
siempre exigible. Los que tengan culpa por no cuidar adecuadamente la vida y bienes
de la sociedad deben ser denunciados y procesados ante su juez natural. Si el daño
se produce durante el ejercicio de la función estatal, o con ocasión o consecuencia de
ella, el proceso debe realizarse en el fuero militar policial. Si el acto delictivo no es
tiene un ámbito funcional en su planeamiento o ejecución el fuero es el ordinario.
Pero así como se debe mantener la regla de que quien es responsable de excesos
debe asumir la sanción respectiva, no cabe presumir que todo acto de intervención
militar o policial configura una condición de potencial injusticia a quien obliga al Estado
a disponer la intervención armada para pacificar el país. El mal se genera no porque el
Estado o el personal militar y policial constituya o considere gratuita o arbitrariamente
a los traficantes de drogas, o a los subversivos, en fuerzas hostiles o en enemigos
gratuitos, sino porque los hechos y las conductas que ellos organizan, desarrollan y
concretan son efectivamente hostiles contra el proyecto de existencia colectiva de la
sociedad. Existen modos de convivencia cuyo desconocimiento es necesario excluir
radicalmente. La racionalidad de la narcosubversión se opone a las posibilidades de
llevar una vida pacífica en el Perú, y por esta razón es que quienes optan por tal tipo
de opción no merecen una valoración positiva, ni merecen la tolerancia del Estado
respecto al camino violento con el que actúan contra toda la sociedad para imponer
por la sangre y por el miedo su ideología.
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La acción represora del Estado se justifica cuando justamente existe un peligro
evidente y manifiesto. La acción de la narcosubversión, sin embargo, no opera de
modo abierto, y tampoco se vale de un mismo tipo de ataque contra la sociedad. La
modalidad reciente, por ejemplo, consiste en acciones sorpresivas y esporádicas
contra las fuerzas armadas o la policía nacional, mientras procura arraigar su ideología
y ganar adherentes lentamente entre la población, integrándose en el proceso con el
sistema de vida y producción de los habitantes de los territorios en los que opera.
Difícilmente los núcleos
subversivos están expuestos al contacto visual.
Generalmente se confunden en grupos pequeños y atomizados, conviviendo en los
pueblos con los moradores nativos, se visten como ellos y trabajan con ellos. Su
aparición visible sólo ocurre cuando realizan una acción armada, o cuando realizan
una acción de patrullaje o de protección en el transporte de droga o de insumos. De
ahí que sea principalmente a través de operaciones de inteligencia como se identifica
a los cabecillas e integrantes de las bandas de narcosubversivos, y no en acciones
abiertas de enfrentamiento que son prácticamente inexistentes en el tipo de conflicto
que el Estado tiene con estos delincuentes.
La legislación que apoya el enfrentamiento de este mal nacional, aún limitado pero no
menos efectivo y potencialmente de grave impacto en la sociedad, debe constituir una
pieza eficaz para garantizar que la moral del personal militar y policial cuente con la
certeza de que sus planes e intervenciones no repercutirán negativamente en relación
con sus actos. Si quienes deben comandar las operaciones y patrullar la zona bajo la
influencia de la narcosubversión ven deteriorada la disciplina de sus subalternos,
debido a la amenaza que constituye la falta de apoyo convencido y decidido de todo el
Estado para protegerlos y también para respaldarlos y para protegerlos cuando se
pretenda procesarlos por las tareas que cumplen en servicio a la pacificación del país,
la consecuencia será que la narcosubversión avanzará inexorablemente recuperando
los onerosos niveles de terror que el Perú ya sufrió durante más de una década no
hace mucho.
El ámbito legal y jurisdiccional de esa guerra exige, en consecuencia, el
reconocimiento del enemigo de modo claro e inconfundible. Esa lucha no se libra sólo
con las armas, pero cuando éstas deben emplearse la sociedad debe protegerse a sí
misma reconociendo la importancia y dificultad en que militares y policías deben
desarrollar sus responsabilidades. El Perú merece que la indiferencia no sea el
cómplice principal de un enemigo para el que el tiempo ni el espacio es un obstáculo,
sino más bien una enorme ventaja. De la sostenibilidad del esfuerzo por eliminar a ese
enemigo depende que el Perú crezca y que la extrema pobreza quede,
simultáneamente, erradicada de nuestra geografía humana. Es una forma de reeditar
la construcción de un Estado atento a las posibilidades de desarrollo de la comunidad
que integra su población y sus ciudadanos, y no sólo una noción vacía de territorio
sobre el que el poder arbitrariamente impone una regla por la fuerza.
7. LA INSEGURIDAD COLECTIVA Y EL ROL ORDENADOR DEL ESTADO
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La narcosubversión opera espacialmente en áreas de extrema pobreza perfectamente
identificables en nuestro territorio. Estas mismas áreas lo son entre otras razones por
los niveles relativos de ausencia del Estado, pero recíprocamente es por el escaso
valor que el Estado le ha dado a esos espacios olvidados que ha optado por no
intervenir más activamente para disminuir las brechas sociales, culturales, educativas
y económicas de la población. Es un círculo similar al de la serpiente que se muerde la
cola. Hay miseria y por lo tanto al Estado no le resulta rentable, y porque el Estado no
interviene debido a que no le resulta rentable es que permanece y se agudiza la
miseria y aumenta la brecha entre los que más recursos tienen y los que de menos
recursos disponen.
La inacción y la continuidad del ciclo de miseria es el contexto en que prosperan el
tráfico ilícito de drogas y el terrorismo reciclado desde sus orígenes subversivos. La
población que reside en el área de influencia de la narcosubversión es objeto de un
marco de influencias en el que los procesos de subjetivación de la población carecen
de referentes nacionales y estatales distinguibles. Si bien es cierto la marginalidad que
impera en los espacios en que domina la narcosubversión es consecuencia y viene
aparejada con la endeble o inexistente presencia material del Estado, no es menos
cierto que los niveles de segregación de la población configuran una situación de
amenaza, riesgo o peligro cuando el espacio es explotado en beneficio de agentes
económicos o políticos contrarios a las políticas públicas que el Estado reconoce y
afirma.
El rol del Estado en este panorama consiste en definir las características del proyecto
colectivo excluyendo las prácticas grupales o colectivas que riñan con el núcleo duro
de la unidad estatal. La multiplicidad de opciones no es ilimitada en todo proyecto
colectivo, y la unidad estatal no es una entelequia sino una entre varias opciones de
reglas de inclusión de la pluralidad. Es la antinomia insalvable e inherente al
nacimiento y a la formación del Estado moderno. La inclusión absoluta es lógicamente
imposible y la exclusión total es colectivamente impracticable. El narcotráfico y la
subversión son dos de esas modalidades en las que el Estado afirma su poder de
exclusión.
La seguridad colectiva es una dimensión estatal en la que toma forma la vigencia de
un proyecto que afirma qué está fuera o qué tiene la condición de objetivo hostil
respecto de la unidad nacional. Es la mentalidad hegemónica la que exige la
intolerancia con ciertas multiplicidades antagónicas. Frente al reto que fija la existencia
de un proyecto de unidad la acción estatal debe contar con estrategias de adhesión de
modo que se minimicen los costos humanos de la exclusión. La perspectiva
maximalista exigiría que el Estado desarrollara una política agresiva de dinamización
de la inclusión. Esta perspectiva supondría la asignación significativa de recursos a los
espacios marginales que han sido objeto del apoderamiento por la narcosubversión,
para la construcción de carreteras, escuelas, hospitales, o mecanismos favorables
para la generación de condiciones apropiadas a la inversión y al desarrollo del
mercado. Esta dimensión no ha sido priorizada, desarrollada ni ejecutada por el
Estado.
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En una perspectiva minimalista, sin embargo, lo que queda es la dimensión
confrontacional y represiva que va con la militarización del conflicto. Militarizar tiene
como contrapartida, sin embargo, que la causa de la marginalidad quedará sin abordar
y, por lo tanto, tenderá a reproducirse indefinidamente mientras continúe la insuficiente
presencia del Estado. Si el Estado falla, o es débil su presencia en zonas
considerables del territorio, es obvio que su ausencia será competitivamente bien
explotada por la concertación entre quienes adquieren ganancias en la informalidad
económica y quienes tienen una actitud beligerante contraria al modelo hegemónico
de Estado que los excluye.
En el conflicto manifiesto entre esas pluralidades calificadas como hostiles o
antagónicas y el proyecto colectivo afirmado por el Estado, es necesario tener claridad
sobre los diversos niveles en que el conflicto se reproduce de forma que la antinomia
tenga una dimensión relativamente manejable. El carácter inagotable de la afirmación
del proyecto estatal debe anticiparse si el objetivo es la opción por un modelo concreto
de unidad en una colectividad determinada. La indiferencia estatal y la falta de acción
en su rol unificador de la colectividad tiene el carácter de una concesión que favorece
los intentos de disgregación colectiva. La necesaria tensión entre el proyecto unitario y
las tendencias multiplicadoras de la pluralidad y de la diferencia se resuelve a favor de
estas últimas si el Estado pierde la iniciativa. El cambio ocurre en contra de la unidad
cuando el Estado baja la guardia o cuando abdica de su rol conductor del proyecto
colectivo.
Para que la soberanía del Estado sea una realidad reconocida, efectiva y existencial
debe tener éxito el proceso de subjetivación de la población según el modelo que el
Estado debe vigilar que prime y se imponga. La subjetivación se concreta en el
convencimiento compartido de convicciones colectivas y mayoritarias en la población
que acepta su pertenencia y dependencia legal de un Estado. El sujeto colectivo que
es la comunidad sobre la que manda un Estado es un sujeto regulado por la
experiencia de su disciplina y su adhesión intencional o tácita a un orden legal que el
Estado fija y dispone.
Sin esa disciplina política asentada en la experiencia de los sujetos que soportan el
orden fijado por el Estado la unidad se diluye. Ese es el riesgo de perder la brújula en
la lucha contra la narcosubversión. El Estado debe garantizar la seguridad y
gobernabilidad colectiva según un designio y un futuro ordenado y pacífico para todo
el país, pero el costo de esas seguridad y gobernabilidad no puede ser tan alto que
pierda la calidad soberana en los procesos de toma de decisión colectiva que
impactan en todo el territorio sobre el que impera el Estado. Sin el soporte de su
reconocimiento y legitimidad colectivo no sólo el Estado pierde su carácter soberano,
lo que en sí mismo quizá tiene más carácter simbólico que cratológico, sino que deja
de desempeñar efectivamente esa función elemental que es proveer de seguridad a
toda la colectividad de forma que sea posible la convivencia estable de todos los
ciudadanos que reconocen al mismo Estado como agente de unidad comunitaria.
Éste es el espacio de la intervención militar para asegurar la viabilidad nacional según
reglas de seguridad en orden y en paz. Pero también es el espacio en la agenda
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pendiente de promoción de condiciones sociales, políticas y económicas que asimilen
e integren los territorios afectados por la extrema pobreza. El núcleo del éxito del
tráfico ilícito de drogas y de la subversión es la ausencia o la débil presencia del
Estado, en particular en ámbitos territorial o funcionalmente deprimidos. El abandono y
la indiferencia del Estado en los territorios en los que germina y prospera la economía
de la narcosubversión es la piedra de toque que debe confrontarse.
El éxito efectivo para el Estado no consiste en el mero y sólo socavamiento de las
condiciones que facilitan y favorecen la alianza entre el narcotráfico y la subversión. El
éxito consiste en la afirmación de un tipo de Estado funcionalmente fuerte, y altamente
competitivo, en todo el territorio sobre el que impera su soberanía, el mismo que con la
efectividad de sus logros y desempeño haga materialmente imposible la amenaza de
un narcoestado en planos tanto económicos como políticos, o un sistema general y
hegemónico basado en el poder de la narcosubversión. Esa es la agenda pendiente
para el Estado en la dimensión peligrosa que actualmente muestra la perversa alianza
entre el tráfico de drogas y la acción subversiva. La mimetización social de ambas
fuentes disociadoras no debe impedir que la raíz del problema se diagnostique,
identifique y ataque con toda la fuerza y el peso que la Constitución le franquea al
Estado para que imperen la seguridad y el orden en la sociedad.
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