LA CULTURA ESCOLAR Y LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO Y LA REDISTRIBUCIÓN Jurjo Torres Santomé Universidad A Coruña Las luchas sociales desde mediados del siglo XX, de manera especial a partir de la década de los sesenta, en favor del reconocimiento de minorías y mayorías sin poder, de denuncia del sexismo, racismo y apartheid, han dado como resultado, entre otras cosas, la presencia en los centros escolares de niños y niñas de minorías, de grupos étnicos marginados y de inmigrantes pobres de países sin poder; al tiempo que se hicieron más visibles las personas que hasta hacía poco eran más invisibles y/o no gozaban de aceptación (las niñas, las personas de idiomas y culturas minusvaloradas y quienes sufrían discapacidades psíquicas y físicas). Una vez logrado el derecho a la escolarización el paso que tales etnias oprimidas y grupos sociales están dando es el de la revisión de las identidades que les fueron otorgadas; que les fueron impuestas por los colectivos que venían controlando todos los resortes institucionales de poder. Sus identidades, siempre definidas en términos de déficit, de manera negativa, servían para justificar su vida cotidiana como personas explotadas y marginadas. Estábamos ante un modelo de definición del otro, considerando todas sus diferencias respecto al modelo hegemónico como carencias, rasgos perniciosos o signos de incultura. Se negaba el valor de todo lo diferente que se producía al margen de las estructuras y ortodoxias dominantes. Los grupos silenciados y colonizados luchan ahora también en el campo cultural por el reconocimiento de su identidad, reivindican su derecho a ser y los logros que les permitieron subsistir y avanzar como pueblos, etnias, colectividades, etc. El término multiculturalismo destapa la existencia de una sociedad en la que existe conflicto entre comunidades que poseen culturas específicas, que rivalizan entre sí, que no se aceptan mutuamente, sino que mantienen grados importantes de conflicto y lucha por tratar de ser tenidas en consideración, por alcanzar un reconocimiento positivo. La aparición del concepto multiculturalismo responde a las estrategias que las sociedades desarrollan para responder a la pluralidad y evitar la rivalidad y el conflicto entre comunidades culturales y políticas que comparten un determinado territorio. En la conformación de cualquiera de los distintos modelos posibles de sociedad que podamos llegar a concebir las instituciones escolares desempeñan un papel importante. A través de los procesos educativos las nuevas generaciones asimilan más adecuadamente la cultura de la comunidad a la que pertenecen y/o en la que viven. Entendiendo por cultura los conocimientos, creencias, artes, valores, leyes, costumbres, rutinas y hábitos que las personas adquieren por formar parte de una determinada comunidad y que les identifican como integrantes de ella y, lógicamente, les permiten comprender y comunicarse entre sí. Esta cultura, en la medida en que cada pueblo trata de preservarla, desarrollarla y divulgarla, acaba convirtiéndose en el legado cultural en el que la institución escolar se basa para seleccionar los contenidos y ejemplificaciones que considera de mayor interés. Es sobre la base de este bagaje cultural como las personas se socializan, conforman y adquieren las capacidades y conocimientos con los que participar en la esfera económica, las capacidades de simbolización y contenidos para entender y participar en el ámbito cultural, las capacidades e información indispensable para asumir derechos y deberes en cuanto ciudadanos y ciudadanas, para intervenir en la vida pública y política; cómo se aprende a controlar la vida emocional y las relaciones interpersonales. Es también mediante la participación en estos procesos educativos como aprendemos a compaginar los intereses individuales y los colectivos, a desarrollar una personalidad individual y a colaborar en el progreso de la comunidad. 1. TRES MODELOS PARA AFRONTAR LA DIVERSIDAD. Ante la diversidad cultural que va a caracterizar el encuentro entre pueblos y colectivos sociales que vinieron viviendo aisladamente, pero que ahora se ven forzados y/o estimulados a convivir, la institución escolar puede optar por tres diferentes modelos con los que afrontar esta situación: 1) la asimilación, 2) la aceptación de un pluralismo superficial, o 3) una educación multicultural crítica. En el primer modelo, el asimilacionista, la institución escolar tiene la misión de asimilar la diversidad cultural. Es preciso no olvidar que los sistemas educativos modernos fueron pensados, en gran parte, para promover la unicidad y homogeneidad cultural, lingüística e ideológica. Una de sus metas era precisamente la de limitar la diversidad, propagar una determinada concepción del conocimiento en todas y cada una de las parcelas del saber, un saber oficial; imponer unas pautas conductuales y de moralidad homogéneas. Al igual que las industrias manufactureras trataban de estandarizar sus productos, las instituciones escolares debían uniformar a las personas y culturas. Esta postura tuvo su mayor auge en los momentos en que se conforman los grandes Estados modernos. Tratar de dotar de una identidad política y cultural común a los diversos pueblos que conformaban el Estado era una de las grandes tareas que se le encomendó a la institución escolar. La obra de John Dewey, ofrece suficientes ejemplos de cómo se veía necesario “construir una cultura común” para lograr la vertebración de lo que hoy conocemos como Estados Unidos de Norteamérica. Cada Estado-nación tenía sus propias narrativas a través de las que argumentaba la razón de su existencia y justificaba, asimismo, la ocultación y/o minusvaloración de lo que sólo se consideraba peculiar de una determinada zona territorial o pueblo “integrado”. Sin embargo, no siempre fue fácil ni exitoso este proceso de asimilación o incorporación en una narrativa hegemónica que se construía y reconstruía otorgando más valor a una determinada visión de la historia, a un específico idioma y/o norma lingüística de los existentes en ese Estado. En la mayoría de los casos en los que se apostó por esta política, en mayor o menor grado, cada pueblo o cultura diferente de la hegemónica mantuvo algún nivel de confrontación para tratar de preservar su identidad cultural. Cuando esas culturas que se pretendían asimilar estaban localizadas en un espacio territorial bien definido, se hacía más fácil la resistencia a ese proceso asimilacionista. El problema se agrandaba cuando ese pueblo o cultura no disponía de un territorio específico y sus integrantes tampoco poseían importantes resortes de poder económico, religioso, militar o político. Este es el caso del pueblo gitano o de aquellos pueblos que fueron desposeídos de sus territorios y obligados a dispersarse por el mundo como, por ejemplo, el pueblo palestino. Como una forma de solucionar los problemas de reconocimiento que demandaban los grandes grupos sociales y culturales no hegemónicos, que compartían un determinado territorio con otro más dominante y con todos los resortes de poder de su lado, se plantean las políticas de Autonomía. La lucha por la Autonomía política y/o cultural tiene como objetivo tratar de lograr un estatus de igualdad con la cultura dominante, manteniendo una vida autónoma dentro de un marco político aceptado por toda la colectividad. La preocupación de tales grupos no hegemónicos es mantener sus modos de vida, máxime si tenemos en cuenta que además estos grupos culturales acostumbran a vivir en territorios bastante bien delimitados; sostienen que tienen los mismos derechos que el grupo cultural dominante y disfrutan o aspiran a tener el mayor grado posible de autogobierno. Sus luchas tienen como finalidad cambiar la hegemonía del grupo cultural dominante y crear un modelo de sociedad en la que disfruten de iguales derechos, en la que se pueda convivir como iguales. Este es el caso, por ejemplo, de las comunidades catalana, vasca y gallega en España, de Quebec en Canadá, de los Irlandeses del Norte en el Reino Unido, etc. Cuando se comienzan a plantear este tipo de opciones, es frecuente que los grupos política y económicamente más poderosos traten de resolver los conflictos que las comunidades y grupos sociales sin poder generan tratando de desplazar todas las miradas sólo hacia la necesidad de un mayor reconocimiento; procuran orientar las reivindicaciones exclusivamente hacia la necesidad de reconocer algunos valores culturales, la mayoría de las veces, sólo en plan folklórico y turístico, reedificando identidades y, al mismo tiempo, obviando las condiciones materiales de vida de esos colectivos sociales y/o etnias desfavorecidas, la génesis de su situación subordinada y marginada. Lo que se deja al margen es la consideración de algunas de las raíces que explican esas posiciones de marginalidad y subordinación, es decir en qué grado los modelos productivos, la política social y económica tienen responsabilidades. Centrarse sólo en el reconocimiento es caer en un “pluralismo superficial” y puede servir incluso para acrecentar los niveles de marginación, para eclipsar y/o aplazar medidas de solución más urgentes. Este nuevo modelo de integración fue el que orientó muchas veces el trabajo curricular en los centros escolares ubicados en el interior de las nuevas Autonomías. En la actualidad, el predominio de las políticas económicas neoliberales refuerza este tipo de opciones descafeinadas, pues las identidades culturales y políticas son vistas como obstáculos de cara a una cada vez mayor homogeneización que reclama el mercado. Pero también porque estos modelos economicistas no aceptan de buen grado un Estado comprometido con la defensa de los intereses de los grupos sociales y culturales no hegemónicos. Éstos son quienes más precisan de un Estado que proteja sus intereses y les garantice la creación de las condiciones que pueden dar lugar a una sociedad más justa y donde la igualdad de oportunidades no acabe siendo un eslogan vacío de contenido; por consiguiente, estaríamos ante un Estado que protege a su ciudadanía de la voracidad de los grandes monopolios económicos. La lucha por el reconocimiento es algo que caracterizaría, según Nancy FRASER (2000-a), las movilizaciones de numerosos grupos sociales en torno a reivindicaciones bajo la bandera de la nacionalidad, la etnicidad, la raza, el género y la sexualidad. Luchas que esta autora denomina “postsocialistas”, dado que en tales planteamientos las dimensiones de clase social quedarían en un lugar más secundario. Estas luchas sociales vinieron en un primer momento centrándose en conseguir un reconocimiento cultural; reconstruir sus historias colectivas que los grupos hegemónicos en el poder habían, en unos casos, silenciado y, en otros, manipulado para hacerles asumir que su falta de poder, las situaciones de marginalidad a las que se veían abocados no eran otra cosa que el fruto de sus condiciones como seres inferiores. Las líneas discursivas argumentaban su inferioridad aludiendo a sus dotes innatas y a un menor esfuerzo personal; por consiguiente, no podían aspirar a tener mayor poder o mejores condiciones de vida que las que en la actualidad disfrutaban. Estas luchas por el reconocimiento acostumbraron a centrarse en el redescubrimiento de historias y, como reacción al eurocentrismo y androcentrismo dominante, en exigir que se desterrasen todas aquellas informaciones, teorías e ideologías se dedicaban a ignorarles o a deformar la realidad, consiguiendo justificar que las personas de estos colectivos no tenían derechos que reclamar ni justicia que exigir para abandonar las situaciones de exclusión en las que se veían inmersos. El esfuerzo de las personas de estos colectivos marginados y a los que desde el poder se venía condenando al silencio, al no dejarles espacios oficiales para debatir sobre sus realidades, sus logros, sus aspiraciones y sus problemas, estuvo centrado en conquistar la presencia y el reconocimiento. Tengamos presente cómo, por ejemplo, en los momentos en los que el movimiento feminista lucha por los derechos de las mujeres uno de sus focos de reivindicación en el sistema educativo es exigir la presencia de las mujeres en los libros de texto y materiales curriculares, en general. Los análisis de materiales se centraban en la cuantificación del número de hombres y mujeres que aparecían en las imágenes; incluso se le prestaba mucha menor atención a su presencia en los textos escritos. Con posterioridad, los niveles de exigencia se incrementan y pasan a demandar además de mayor presencia de mujeres en las imágenes gráficas de los libros escolares, que aparecieran desempeñando tareas y puestos de trabajo que, en nuestra sociedad machista, venían siendo ocupados exclusivamente por los hombres. Es a comienzos de los noventa cuando nos encontramos ya con una propuesta de análisis del sexismo en los libros de texto donde ya no basta con la presencia equilibrada de figuras femeninas y masculinas, sino que se exige que prestemos atención a qué lugares, tareas y roles desempeñan las mujeres que aparecen representadas, qué dicen y qué se dice de ellas (SUBIRATS, 1993). No podemos olvidar que una verdadera comprensión de las situaciones de silencio y marginación obliga a tomar en consideración las formas a través de las que éstas tienen lugar, o sea, detectar los discursos con los que tales colectivos son definidos y las condiciones sociales y económicas en las que desenvuelven su vida esas personas. Una mirada a la historia nos pone delante de los ojos cómo las mujeres, etnias como la gitana, los pueblos del tercer mundo, etc. soportaban situaciones de exclusión social, malviviendo en situaciones precarias ante una cierta pasividad de los hombres, grupos étnicos y naciones dominantes debido a los discursos explicativos con los que se justificaban sus realidades. Obviamente los discursos culturales nunca estuvieron al margen de la economía y la política. Desvincular estas situaciones puede llevar a situaciones en las que la resolución de tales injusticias se aleje aun más. Así, por ejemplo, numerosos conflictos de carácter nacionalista en el interior de Estados plurinacionales se agravan y complican endemoniadamente en la medida en que su obsesión por reconstruir y alcanzar un cierto reconocimiento les lleva a caer en esencialismos excluyentes, cuando lo que esas situaciones esconden, en la mayoría de las ocasiones, es que por el hecho de hablar un idioma con menos reconocimiento y vivir en un determinado territorio, las condiciones laborales y socioeconómicas, en general, son peores que las de quienes viven en otras partes de ese Estado y tienen otro idioma y otras formas de vida. Poner el énfasis en estas interrelaciones pondría de manifiesto la existencia de una sociedad con modos de funcionamiento injustos, pues, como Amartya Sen nos dice, la justicia obliga a garantizar que todas las personas y colectivos dispongan de las condiciones para poder ejercer su libertad de acción; “los derechos políticos y humanos brindan a los individuos la oportunidad de llamar con energía la atención sobre sus necesidades generales y de demandar la adopción de las debidas medidas” (SEN, 2000, pág. 188). Si asumimos que los colectivos sociales marginados y silenciados están sometidos a prácticas económicas, laborales y sociales que tienden a reproducir su actual status, una política comprometida con la justicia social obligará a modificar y a tomar medidas en el ámbito laboral y a diseñar medidas políticas que favorezcan una mejor integración social. Mas, con toda probabilidad esos mismos colectivos estarán siendo bombardeados con discursos y prejuicios que tratan de justificar sus situaciones de exclusión social, afectando a las identidades que construyen esas personas, así como a las interrelaciones que establezcan con otros grupos sociales más privilegiados. Obviamente intervenir para corregir este tipo de situaciones de injusticia exige la reconstrucción de esos discursos de exclusión, la reevaluación de esas identidades construidas desde el déficit, así como la valoración más positiva de aquellos productos, artefactos, formas, lenguajes y tradiciones que no atenten contra los derechos de ninguna persona o colectivo social. Algo que va a permitir asumir y valorar positivamente la diversidad cultural. “La gente que sufre tanto la injusticia social como la injusticia económica precisa tanto de reconocimiento como de redistribución” (FRASER, 2000-a, pág. 133). Lo cual no implica que en esta necesidad de reconocimiento y de redistribución no existan colectivos sociales que exijan mayores esfuerzos en una perspectiva que en otra. Así, es probable que determinadas comunidades nacionales demanden mayor necesidad de reconocimiento cultural que transformaciones en la esfera de la economía y la producción, y, a la inversa, otras en las que son las situaciones de injusticia distributiva las que generan mayores conflictos que la necesidad de un mayor reconocimiento. Las posturas multiculturalistas no es raro que sean criticadas por apoyarse en esencialismos, en los que las identidades se consideran como algo fijo e inmutable; de ahí que una concepción semejante acabe propugnando que todas las identidades merecen respeto, que sus modos de vida son legítimos y tienen derecho a ser valorados y reconocidos. Sin embargo no podemos olvidar que hay estilos de vida y comunidades que mantienen tradiciones y ritos que atentan profundamente contra derechos tan básicos como los derechos humanos y que se perpetúan y arraigan porque no se acostumbran a someter a análisis ni a debate en situaciones de igualdad y libertad. Esencializar las diferencias o las identidades supone no asumir que sus peculiaridades e idiosincrasia son fruto de procesos históricos, de condiciones de vida y tradiciones que si en un pasado se apoyaban en argumentos y/o en posiciones de fuerza que no facilitaban imaginar otras formas de vida, en la actualidad los procesos de globalización en los que estamos inmersos, así como el mayor desarrollo cultural nos permiten constatar las tremendas injusticias que tales identidades vehiculizan. Comparemos la situación de las mujeres hace trescientos años y en la actualidad, diferenciando incluso por países, religiones e opciones políticas. Revisar esas posiciones esencialistas y fundamentalistas que explicaban el por qué de la subordinación de las mujeres a los hombres es lo que permitió caer en la cuenta de que no nacieron para vivir sometidas al hombre y sin posibilidades de autonomía en todas las esferas de la vida, tanto pública como privada. Someter a revisión crítica los esencialismos es lo que permite desenmascarar las operaciones mediante las que a un determinado colectivo social, sexo, etnia o raza se les venía convenciendo u obligando a conformarse en las situaciones de exclusión a las que estaban sometidos. La reflexión crítica permite detectar los discursos con los que se justificaba su inferioridad, sacar a la luz las prácticas mediante las cuales se les impedía acceder a un puesto de trabajo remunerado y a un salario digno. Es imprescindible preguntarse qué tipo de políticas culturales y económicas son aquellas que permiten reconocer identidades y valorar las diferencias que no atentan contra los derechos humanos. Algo que conlleva poner de manifiesto la continua reelaboración de las identidades a través de mestizajes enriquecedores o de procesos de interculturalismo; es decir, asumir que las identidades son procesos abiertos, que deben servir para enriquecer a aquellos otros colectivos diferentes con los que se comparte un territorio. “Las diferencias culturales pueden ser elaboradas libremente y mediadas democráticamente sólo basándose en la igualdad social” (FRASER, 1997, pág. 248). Es imprescindible, por tanto, tratar de conformar sociedades en las que el multiculturalismo no se apoye en discursos y prácticas esencialistas y que, al mismo tiempo, se vivan como un compromiso por hacer sociedades más justas e igualitarias. El sistema educativo en todos sus niveles tiene que prestar atención a los niveles de intolerancia que se pueden llegar a promover, en la medida que se oculten, distorsionen o difamen culturas, creencias, costumbres, aspiraciones de colectivos humanos, cuyos miembros tienen derecho a convivir en cualquier lugar de este planeta. Por consiguiente, apostar por una educación multicultural crítica nos obliga a asumir un triple compromiso: A) contribuir al reconocimiento público de los grupos oprimidos, luchando contra su silenciamiento o la denigración de las personas que los integran sobre la base de distorsionar su historia o exaltar sólo la cultura de los grupos dominantes; B) promover la tolerancia y el respeto mutuo como valores idiosincrásicos de la ciudadanía democrática, y C) facilitar la comprensión de las situaciones de exclusión y marginación social destacando cómo las estructuras económicas y políticas generan y reproducen tales situaciones, en la medida al tiempo que benefician a unos colectivos, perjudican a otros. El multiculturalismo, tal y como nos recuerda Amy Guttman, “se refiere a un estado de la sociedad y el mundo que contiene gran cantidad de culturas (o subculturas) que inciden unas sobre otras en virtud de las interacciones de los individuos que se identifican con (o confían en) estas culturas”(GUTTMAN, 2001, pág. 371). Por lo tanto, la institución escolar desempeña un papel fundamental también en la conquista de sociedades más justas y democráticas. 2. BIBLIOGRAFÍA: FRASER, Nancy (1997). Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición “postsocialista”. Santafé de Bogotá. Universidad de los Andes y Siglo del Hombre. FRASER, Nancy (2000-a). “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era «postsocialista» ”. New Left Review, nº 0, págs. 126-155. FRASER, Nancy (2000-b). “Nuevas reflexiones sobre el reconocimiento”. New Left Review, nº 4, págs. 55-68. GUTTMAN, Amy (2001). La educación democrática. Barcelona. Paidós. SEN, Amartya (2000). Desarrollo y libertad. Barcelona. Planeta. SUBIRATS, Marina (Coord.) (1993). El sexismo en los libros de texto: análisis y propuesta de un sistema de indicadores. Madrid. Ministerio de Asuntos Sociales - Instituto de la Mujer. TORRES SANTOMÉ, Jurjo (2001). Educación en tiempos de neoliberalismo. Madrid. Morata.