Por qué EE UU necesita a Europa Ventajas del multilateralismo de Javier Solana publicado en "Política Exterior", marzo/abril 2002 L a relación entre la Unión Europea (UE) y Estados Unidos ha contribuido a determinar el curso del siglo XX. Dos guerras mundiales y una guerra fría son la prueba del impacto que ha tenido una fuente de recursos a ambos lados del Atlántico para la defensa de valores comunes. Hoy día este nexo transatlántico constituye la más grande relación comercial y de inversión del mundo. La cifra total del comercio entre EE UU y Europa sobrepasa los 500.000 millones de dólares y da lugar a más de seis millones de puestos de trabajo. Cada socio ha realizado inversiones cercanas a los 500.000 millones de dólares en el otro. La relación transatlántica tiene el potencial para actuar como factor principal de la estabilidad en el siglo XXI, pero que dicho potencial llegue a materializarse depende de que ambos socios se convenzan de los beneficios y, a su vez, de que cada parte pueda aportar algo valioso a la asociación. Muchos comentarios recientes han vertido dudas sobre la validez de la contribución europea. Tales críticas, aunque útiles para recordar a Europa que ha de hacer realidad algunas de sus ambiciones clave, son demasiado simplistas, pues se centran, casi exclusivamente, en la capacidad militar. Ésta es sin duda importante, sin embargo, sólo representa una faceta de la cooperación transatlántica; un ángulo dentro de esta compleja asociación. El lugar de Europa en el mundo va a cambiar de forma que nos convertirá en un socio más valorado por Estados Unidos y otros países. En los últimos cincuenta años, Europa occidental ha sido testigo de lo que futuros historiadores podrían llamar un “segundo renacimiento europeo”, para mostrar el alcance de nuestro progreso desde el conflicto y la desorganización hasta la libertad, la paz y la estabilidad. Más allá de Europa occidental, la última década ha visto cambios en la situación geopolítica que sólo podría describir como de “movimientos tectónicos”; por ejemplo, la transformación de Europa del Este y de Asia central tras el desmembramiento de la Unión Soviética. De igual modo, el final de la guerra fría ha hecho posible el desarrollo de una nueva y constructiva relación entre la comunidad euroatlántica y Rusia. Estamos ante el umbral de una ampliación de la Unión que representa la reunificación de Europa. Por sí solos, cada uno de estos cambios tiene consecuencias de enormes proporciones pero, considerados en su conjunto, constituyen una nueva realidad geopolítica dentro de la cual Europa ocupa una posición primordial. Europa aporta a la asociación transatlántica su tamaño y sus intereses, su historia y sus valores, junto con una conciencia cada vez mayor de sus obligaciones a la hora de compartir las responsabilidades de esta era global. En teoría, podríamos huir de estas responsabilidades, pero no de las consecuencias que se derivarían de no afrontarlas. Afortunadamente, las mismas razones que nos atribuyen responsabilidades (nuestro tamaño e intereses, nuestra historia y valores) también nos proporcionan los medios para asumirlas. El tamaño y los intereses de Europa son suficientes para convertirla en un socio valioso. La UE representa casi el treinta por cien del PIB mundial; lo que en términos económicos comparativos nos equipara a EE UU o al resto del mundo, a excepción de Japón. Se podría decir que somos el socio comercial más importante del mundo, con fuertes nexos económicos en cada región. En un futuro próximo cabe esperar que la UE cuente con casi treinta países, con una población total por encima de los quinientos millones de habitantes, más del doble de la de EE UU y cuatro veces la de Japón. Una vez incorporados los candidatos actuales, esta nueva Unión ampliada compartirá fronteras con Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Irán, Irak y Siria. Rusia será un vecino más próximo y más involucrado, y el que fuera el Extremo Oriente pasará a estar considerablemente más cerca. Una Europa de tales dimensiones, fronteras e intereses desempeñará un importante papel global. Es por tanto improbable que EE UU rechace las oportunidades que le podría brindar la asociación con una nueva Europa de estas características. Lo que durante tanto tiempo fue la fuente de tensión y rivalidad –nuestras diferentes historias– proporciona hoy una de sus principales fortalezas al Viejo Continente; porque es a través de nuestras historias donde obtenemos un conocimiento único para entender a los países y a las regiones más allá de nuestras fronteras. Nuestras historias nos permiten dar sentido a la diversidad de culturas existentes en el planeta. Nuestras historias dan lugar a contactos comerciales y humanos duraderos y, por tanto, a la oportunidad de ejercer influencia. Es evidente que las rivalidades históricas no desaparecen completamente de la noche a la mañana; sin embargo, y en un periodo de tiempo relativamente corto, los Estados miembros de la Unión han adoptado una actitud de colaboración en lugar de competición en la manera de abordar las relaciones internacionales. Los motivos de esta actitud colaboradora son convincentes; pues conjugando el peso y la influencia que tenemos colectivamente con nuestras características individuales, Europa puede contribuir de una manera inteligente y eficaz en los asuntos mundiales. Una Europa más fuerte y cohesionada ofrecerá un nuevo dinamismo y equilibrio a la relación transatlántica. Cuanta más influencia pueda ofrecer Europa, más valiosa será su aportación a la asociación y más duradera se volverá. La contribución que ofrecemos a nuestros socios no solamente se define por nuestra geografía, peso e historia, sino también por nuestros valores, y éstos son los mismos que EE UU comparte, son los que sostienen este gran proyecto de integración europea y soportan los cimientos de la república estadounidense. De acuerdo con el artículo 6 del tratado de la UE, somos “una Unión fundada en los principios de libertad, democracia, respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales y la supremacía del Derecho que es común a todos los Estados miembros”. Ninguno de los dos socios (EE UU o Europa) encontrará en ninguna otra parte del mundo una semejanza tan sustancial en la defensa y promoción de unos valores que coinciden tan estrechamente con los propios. La aspiración de entrar a formar parte de nuestra Unión sólo puede llevarse a cabo mediante el compromiso con estos valores. Por tanto, la ampliación asegurará que Europa permanezca unida a través de estos valores básicos, tanto dentro de sus fronteras como en sus relaciones con el resto del mundo. Por primera vez en nuestra historia podemos esperar una unificación y estabilidad del continente que no se basen ni en la conquista ni en un equilibrio armado de poderes, sino en la aceptación voluntaria del conjunto de valores que inspiran nuestra civilización y en el compromiso con éstos. La mejor manera de afrontar muchos de los retos que en materia de seguridad se presentan en el siglo XXI será la aplicación coordinada y coherente de un “paquete de capacidades” que incluya recursos económicos, diplomáticos, civiles y militares. La UE avanza de manera adecuada para reunir los componentes de tal paquete. Si Europa quiere ser considerada como un socio serio, debe ser capaz de aportar algo valioso a esa asociación; lo cual no significa aspirar a competir con la capacidad militar estadounidense, aunque estuviera en situación de hacerlo. Lo que sí implica, sin embargo, es un deber de continuar con el esfuerzo ya iniciado para mejorar el alcance y la calidad de nuestras capacidades. El fortalecimiento de la capacidad de defensa autónoma de Europa también contribuirá al fortalecimiento de la OTAN. Durante más de cincuenta años, la Alianza Atlántica ha sido el bastión de nuestro sistema de defensa colectivo y un pilar clave de la asociación transatlántica; por este motivo la UE, al mismo tiempo que persigue su ambición de asumir una mayor responsabilidad en materia de seguridad propia, ha dado tanta importancia al establecimiento de una relación estrecha y transparente con la OTAN. En ocasiones, la práctica es más elocuente que la teoría, y la experiencia de la cooperación entre la UE y la Alianza en Macedonia muestra de manera sobrada la disposición y la capacidad de ambas organizaciones de actuar juntas para el beneficio mutuo. La arquitectura institucional que define la relación entre EE UU y la Unión está casi completa y ya ha quedado probada la disposición para la cooperación; pero no cabe duda de que nuestro objetivo prioritario ha de centrarse en la aportación de capacidades. De modo inevitable se dará una cierta complementariedad de esfuerzos y capacidades a ambos lados del Atlántico: parece al menos que en un futuro previsible, EE UU estará dispuesto a mantener su predominio en lo militar, mientras que Europa tiene una reivindicación sin igual como una “potencia civil” mundial. Esta complementariedad ofrece muchas ventajas en términos de eficiencia, especialización y del grado en el que nuestras dos opiniones públicas serán un probable apoyo de las diferentes concepciones de un papel global. Cada socio ha de reconocer el valor de la contribución específica del otro. Como era de esperar, la prensa y otros medios de comunicación han hecho hincapié en las diferencias de la capacidad militar europea respecto a la de EE UU, pero parece indudable que, a la vista del ritmo actual y futuro del gasto estadounidense en materia de defensa, tales diferencias serán más acusadas en el futuro de lo que ya son. Es cuestionable si los intereses de defensa estadounidenses estarán mejor atendidos mediante el gasto de mil millones de dólares al día en nuevo armamento o con la promesa de destinar un cuarto de esa cantidad a la reconstrucción de Afganistán en los próximos años. La opinión pública a este lado del Atlántico está claramente a favor de que se dé marcha atrás a ese ritmo de gasto. Centrarse en las capacidades militares implica prestar menos atención a áreas en las que Europa cuenta con capacidades –en aumento– respecto a las que Estados Unidos es deficitaria. Puede que el despliegue de una fuerza policial internacional en situaciones de crisis, o la prevención de la caída de las autoridades civiles o judiciales no hagan buenos titulares en televisión. Sin embargo, estas medidas pueden resultar vitales para evitar una acción militar posterior, aunque no cabe duda de que la nuestra sería una asociación más estable e igualitaria, si dicha complementariedad no se basara en una especialización total. Así, se debería continuar y se continuará con el esfuerzo de aumentar nuestra capacidad militar. Ya se ha producido un notable avance tanto en nuestra habilidad para reaccionar ante una situación de crisis así como en su gestión. Hemos establecido una capacidad militar europea operacional que puede ser convocada para llevar a cabo toda la gama de tareas de mantenimiento de la paz asociadas con la solución de las crisis. Esta fuerza militar europea podría actuar por sí sola en situaciones en las que la OTAN no estuviera ya involucrada, o en conjunción con ésta. No se trata de militarizar la UE, sino de asegurar que ésta sea capaz de reaccionar de manera adecuada ante la aparición de una crisis. Estamos en camino de establecer una fuerza policial que estaría a cargo de misiones civiles de mantenimiento de la paz con el fin de restablecer el orden y el derecho, así como de reforzar las instituciones y los procesos democráticos en el periodo inmediatamente posterior a una guerra; tarea vital si una paz duramente ganada debe mantenerse. Tanto en el campo civil como en el militar, las capacidades europeas mejoran y nos enfrentamos con menos deficiencias que antes. Pero aún permanecen bastantes y, de no eliminarse, seguirán actuando como límites a la escala, el alcance y el riesgo de las operaciones que tuviéramos que acometer. Así, el reto para la UE es realizar las inversiones necesarias con el objeto de que las capacidades estén a la altura de las ambiciones. Debido a razones tanto de eficiencia como de ética, Europa debe establecer como una de sus máximas prioridades afrontar las causas de conflicto y la adopción de un planteamiento original para su prevención. Los Estados fallidos son el origen de muchos de los conflictos modernos; por tanto, hemos de estar preparados para ayudarles a que se reconstruyan a sí mismos. La Unión está en una situación privilegiada para afrontar esta cuestión. Es la mayor proveedora mundial de ayuda al desarrollo, está presente prácticamente en cualquier parte del mundo y proporciona recursos que contribuyen a abordar la pobreza del mundo. La violencia nace a menudo de la frustración. Aquéllos que nada tienen, nada arriesgan al alzarse en armas; lo cual no significa justificar el conflicto, mucho menos aún en el caso de los terribles ataques terroristas del 11 de septiembre. Pero sí es un reconocimiento de que la pobreza y las privaciones son un caldo de cultivo para el descontento y la cólera, donde las cuestiones étnicas y religiosas se explotan y se magnifican con facilidad. Por este motivo, tenemos que desarrollar políticas más generosas y comprensivas con los países en vías de desarrollo. Fenómenos complejos como el terrorismo precisan de un tratamiento a largo plazo y multidimensional de sus causas más profundas, en lugar de una respuesta militar directa a esos síntomas. Una Europa más amplia y cohesionada no implica que esté cada vez más tentada de actuar por su cuenta. Tenemos instinto para involucrarnos y nuestro compromiso es hacia el multilateralismo. Una Unión fundada en el principio de la implicación, seguirá animando a otros socios y grupos regionales, porque entendemos y valoramos el proceso de diálogo e, igualmente, nuestro compromiso con el multilateralismo no va a disminuir. Las Naciones Unidas tienen y merecen nuestro total apoyo, como la única institución mundial neutral y benevolente capaz de mantener un elevado grado de confianza en el mundo entero. Durante los últimos cincuenta años y también para los próximos cien, EE UU será el primer socio internacional de Europa. No sólo se trata de una alianza para los buenos tiempos, sino de una asociación duradera que espera que sus socios acudan en su ayuda cuando un país o una región sean atacados. Éste es el momento de ponerse en pie y ofrecer colaboración. Un desenlace positivo de los ataques asesinos del 11 de septiembre fue la forma en que países, comunidades, razas y credos se unieron en la condena de los autores de los atentados y se compadecieron con las víctimas ofreciéndoles sus condolencias. En Europa nunca hubo dudas acerca de nuestra total solidaridad con EE UU en aquel momento –no sólo en las palabras, también en los hechos–. Esta demostración de solidaridad al afrontar el terrorismo es en sí misma un arma para derrotarlo. Se necesita un grado similar de solidaridad si la comunidad internacional desea superar algunos de los más complejos retos que nos esperan. Hemos de sacar partido del potencial que tenemos cuando actuamos junto a nuestros socios internacionales –ya sea EE UU, Rusia u otros– con los mecanismos multilaterales a nuestra disposición. De esta manera maximizamos el nivel de influencia sin perder legitimidad. No debemos pensar que es inevitable sacrificar la eficacia al actuar en conjunto. Hacerlo por separado tiene la ventaja de una mayor claridad en cuanto al propósito, pero a costa de la legitimidad y, por consiguiente, de la eficacia a largo plazo. A pesar de existir una importante unidad de valores a ambos lados del Atlántico, a menudo se ha expresado el temor a que EE UU se canse de la responsabilidad de promover estos valores más allá de sus fronteras y de que se cierre al resto del mundo. Se trata del temor a un nuevo aislacionismo estadounidense. No comparto tal temor; pues estoy convencido de que EE UU, al igual que Europa, entiende que para proteger esos valores en su propio suelo ha de promoverlos fuera de él. Europa, sin embargo, ha de trabajar duro –como aliado y como amigo– para asegurar que EE UU mantenga la fe en los instrumentos multilaterales; pues los problemas globales requieren soluciones auténticamente globales, no un unilateralismo global. Nuestra asociación es dinámica y evolutiva. Aunque los cambios que se produzcan a ambos lados del Atlántico puedan dar nueva vida a las relaciones, éstos no deben descuidarse. No se puede negar que seguirán surgiendo fricciones ocasionales; ya sea por asuntos comerciales o por diferencias en la apreciación de la naturaleza o en las causas profundas de la crisis en un territorio determinado. Pero como socios y amigos, nos podemos permitir darnos explicaciones sinceras y en ocasiones tendremos que soportar las críticas públicas. Lo que importa a largo plazo es que nuestra asociación florezca por estar basada en cimientos sólidos y generar beneficios mutuos sustanciales. Tengo el convencimiento de que sólo seremos capaces de superar los complejos desafíos que nos esperan en este siglo uniendo todo el potencial de la asociación transatlántica a las instituciones multilaterales a nuestra disposición. Javier Solana es alto representante de la Unión Europea para la política exterior y de seguridad común.