Untitled - Creative People

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Este libro Incluye:
1. El ciclo de la rubia (La chaqueta de Adidas que fantasea ante la
Luna llena, Entre tumbas y gigantes, La náusea, Donde habitan
las musas muertas)
2. La llamada de la trascendencia. Año I
3. Mercurio Helado
4. Diálogo de una experiencia suiza (versión provisional)
5. Otros escritos
En agradecimiento a todos los que me leen,
y a mí mismo.
La chaqueta de Adidas que fantasea ante la Luna llena
Se pone la chaqueta Adidas, negra como la muerte pero con las tres tiras
blancas en las mangas, resplandecientes como la estela efímera de una
estrella fugaz. La cierra con satisfacción. Le encanta esa chaqueta, le hace
sentirse satisfecho de su propia imagen, aunque eso sea algo estúpido. Lo
único que no le gusta es que la cremallera se curve y que así parezca que
tiene algo de barriga. Ella siempre le dice que todas las chaquetas hacen
lo mismo, pero a él le da igual. Sigue sin gustarle. Suspira, y se pone los
grandes cascos. Conecta la música y los graves y las guitarras le aíslan
del exterior. Cierra la puerta del piso, y baja las escaleras sin saludar a
una vecina que sube. Nota la solidez de los escalones bajo la goma
gastada de sus zapatillas rojas con marcas negras y suela blanca. Ve el
ascensor subir a través de una rendija de cristal translúcido, e intuye
ruido, un portazo, en uno de los pisos. Por fin llega al hall, y abriendo la
puerta, siente, en primer lugar, el frío exterior. Luego ve la gente. no
siente el bullicio, en su lugar una larga y tranquila canción ocupa sus
oídos. Se detiene un momento, no para pensar, sino para asimilar todo lo
que sus sentidos encuentran. Los ojos se llenan de gente que sube o baja
la cuesta en la que se encuentra el edificio. señoras con abrigos de piel,
adolescentes fumando marihuana, un hombre solitario y que parece
ensimismarse en su bigote espeso y cano, estudiantes con carpetas bajo el
brazo. Y, sobre ellos, las pequeñas humaredas que son el vapor de sus
respiraciones. Empieza a subir la larga pendiente, mientras aspira ese aire
frío que al entrar en sus pulmones se inflama y sale convertido en un gas
silencioso, transparente y cálido. Se mete las manos en los bolsillos,
mientras en su cabeza una voz aguda y limpia canta acerca de matroshkas
infinitas. Al alzar la vista, en el hueco entre dos edificios puede ver como
la Luna, llena como un pastel de luz blanca, se eleva lentamente, grado a
grado, por un cielo negro y poblado de tímidos puntos de luz, que algunos
llamarían estrellas. Se detiene al llegar a lo alto de la pendiente,
recuperando el aliento. Se pregunta un instante qué demonios hace allí
arriba, y luego recuerda que iba al 24 horas a por un poco de pan. Pan
caliente, recién hecho, con la miga homogénea y cariñosa al tacto de la
lengua, y la corteza crujiente y amarillenta. Si, exacto, pan. Pero no puede
dejar de observar la Luna llena. Piensa en que hay poesía en su
movimiento por el cielo, pero también sabe que no es capaz de apreciarlo
de un modo completo. Hay más de lo que puede ver, de lo que puede
sentir, de lo que podrá más tarde transmitir a otros. Así que decide
olvidarse de aquella Luna, jodidamente embriagadora. Sigue caminando.
En la puerta del 24 horas está el mendigo de siempre. El pelo roñoso, la
camiseta llena de lamparones, el chucho entre sus piernas, y una sonrisa
de dientes amarillos y sucios en la cara. curiosamente, le cae genial ese
tipo. Extiende la gorra hacia él mientras se acerca, y su sonrisa se alarga.
Una monedita, le dice. Él se encoge de hombros, como siempre hace, sin
decir nada, y el mendigo suelta un quizá a la vuelta. Sabe que será así,
aunque no lo escuche de verdad por culpa de la música. Dentro no hay
más que largas estanterías, llenas de productos de envoltorios
escandalosos, la mayoría de ellos inútiles, pero por otro lado,
absolutamente imprescindibles. Toma entre sus manos una tableta de
chocolate negro, luego una coca-cola sin cafeína, y luego un bote de
aceitunas negras, antes de percatarse que tan sólo iba a por pan. Lo recoge
al final de las estanterías, y regresa sobre sus pasos. Al hacerlo, deja en su
sitio las aceitunas y la coca-cola, pero el chocolate resiste entre sus dedos.
Se quita los cascos para pagar, aunque sabe que no es necesario. La
dependienta ni le mira, sólo pasa por el lector los códigos y le suelta el
precio con una indiferencia robótica. Paga sin cerciorarse mucho en si le
han dado la vuelta correcta o de menos. Pero mete parte de las monedas
en el bolsillo, y se pone los cascos. Conecta la música mientras las
puertas automáticas se apartan a su paso. Su boca paladea de nuevo el
aire gélido, casi saboreando los diminutos cristales de hielo que flotan en
el ambiente. la gorra del mendigo se extiende de nuevo hacia delante, y él
le suelta los veinticinco céntimos de siempre, para luego iniciar el camino
a casa. Nota con un incomprensible placer cotidiano el contraste entre el
frío del aire y el calor que el pan transmite a sus dedos. La noche es
oscura a pesar de las farolas que tratan de iluminarla. Las nubes invisibles
minutos antes han escalado por detrás de los edificios de la ciudad y
ahora acorralan por momentos la Luna. Se queda parado junto a dos
coches mal aparcados, mirándola mientras las nubes se la comen,
famélicas. Empieza a caer una lluvia de gotas minúsculas, tan finas que
parecen atravesar el mismo tejido de la realidad. Desea, en un instante, y
sin saber porqué, quedarse plantado en aquel lugar durante milenios, que
sus pies se transformen en raíces que se hundan en el asfalto y lo agrieten.
Penetrar en la tierra y transmitirse a través de ella hasta el núcleo de todas
las cosas. Que sus brazos suelten el pan y el chocolate, y que le crezcan
de las venas las hojas y los frutos. Sangre convertida en savia, huesos en
corteza. Sabe que no es más una fantasía, y además de las estúpidas. Ella
te espera en casa, piensa, apúrate. Pero realmente querría alejarse de allí,
vivir una fantasía, qué más da cuál, una cualquiera serviría perfectamente.
Cierra los ojos.
El traqueteo del tren es tranquilizador. Mira afuera. Hay un cielo azul y
perfecto, donde las nubes han sido desterradas del reino. Se ve
perfectamente la arena pálida al otro lado de las vías, interrumpida su
imagen por los edificios, puentes, coches, tendido eléctrico. Ve el mar,
tranquilo, sosegado,… plácido, y siente los latidos también tranquilos de
su corazón. Los siente bajo su pecho y su camiseta vieja y raída. Se
observar los vaqueros, negros y ceñidos, también algo rotos y sucios. Se
pasa la mano por la cara, y las yemas de sus dedos se impregnan del
sudor que ha ido acumulando durante la mañana. Mira el vagón. hay un
grupo de negros en una esquina, junto al baño. Hablan con una lengua
gutural y rítmica, bonita a su manera, voces graves que parecen una
orquesta tribal. Al otro lado hay una señora mayor, de pelo rizado, con un
polo azul y la marca de una empresa de limpieza. No sabría decir si va o
viene de trabajar, pero tiene la impresión de que su rostro no cambiaría en
ninguna de las dos circunstancias. A un lado, sobre las puertas, desfilan
por un pequeño letrero letras rojas con el destino de la siguiente parada.
Todavía no es la suya. Mira entonces a la izquierda. Mírala, junto a mí, el
rostro tranquilo y mirando por la ventana, observando una playa que no
conoce y por la cual se ilusiona, se dice. No como tú, que ya has estado
aquí, añade. Ella tiene la piel del rostro pálida, blanquecina, a excepción
de pequeñas sombras sonrosadas en las mejillas, y las ojeras negras bajo
los ojos azules. No son ojos espectaculares. Sobre ellos hay unas cejas
escasas, y por encima de la frente, los comienzos de una melena rubia.
- Nunca me han gustado las rubias –dice.
Es cierto. Ella sonríe, sus labios se fruncen un instante antes de ignorarle
y seguir observando el exterior de aquella caravana del tiempo. desliza su
mirada por el cuello, y luego mira la camiseta morada y vieja y sin
mangas. Sus pechos son pequeños. nunca le han gustado demasiado
pequeños, pero con aquellos podrá hacer una excepción. Más abajo, su
capacidad analítica se nubla y desvirtua, no tiene sentido seguir. Llega la
parada. Unos se levantan, otros siguen sentados, las puertas se abren, el
aire fétido y bochornoso del exterior entra, él se levanta y ella le sigue, y
bajan mientras otros suben y se sientan. Luego las puertas se cierran, el
tren se va, y la estación se convierte de nuevo en un lugar tranquilo.
- Sólo hay que cruzar –dice.
Descienden una rampa, apartándose de dos latinos que fuman hachís y
que tienen muy mala pinta. Atraviesan la carretera, una acera, y sus pies
se sueltan del calzado para pisar la arena hirviente. Ella da pequeños
saltitos mientras se le acostumbra la piel.
- Creo que tendré que ponerme medio kilo de crema –le dice, con
su voz aguda y con tendencia a pronunciar las erres como los
franceses.
Él la maldice mentalmente, pero luego nota el calor también en la planta
de sus pies, y detiene la inútil maldición. Ella echa a correr, hacia el agua.
Él está deseando que se quite la ropa, ver su cuerpo escuálido y blanco,
sus piernas y su espalda, sobre todo su espalda. Pero sabe que habrá
tiempo para eso. Aunque le quema la arena en los pies, se obliga a
caminar lentamente, y su mente entra en un estado tripolar. No deja de
observarla mientras corre hacia la orilla (polo 1). Piensa en cómo harán el
amor más tarde (polo 2). Y recuerda (polo 3): casas feas a pie de playa;
arena entre los dedos de los pies, mezclándose con la tela del calcetín;
acentos raros; serpientes amarillas sobre la arena, toallas estridentes
lanzando mensajes que nadie verá desde el cielo; carreras sobre una tierra
comprimida y ardiente, sudor resbalando por su cuerpo bronceado; una
larga vuelta a casa, paisajes deshechos; túneles poblados de metálicas
lombrices, máquinas devoradoras de papel; llanuras de cadáveres inertes,
paredes de ladrillo; un puente lleno de graffitis, el paseo entre asfalto y
cristal; un mercado lleno de fruta y verduras, de churros y gritos;
reuniones en los bancos, tardes leyendo comics sobre la pendiente de
césped amarillento; los pescados sobre los escudos, la nostalgia vestida de
gaitas y trajes regionales; el telescopio rodeado de árboles y largos
caminos llenos de perros de caza y señales de tráfico; un hogar, sin una
letra más ni una letra menos; un sofá donde tirarse y descansar entre pelos
de perro, una lámpara que alumbre el sexo y una sábana para ocultar las
voces susurradas; la insustituible sensación de una mañana de domingo,
periódico y coca-cola.
Ella se lanza al agua sin dudar ni un instante, salpicando a una pareja de
ancianos que pone cara de disgusto como si no supieran que algo así
podía pasar. Él llega a la orilla y se sienta, dejando que las olas escasas y
ridículas laman sus pies recalentados. La brisa marina, llena de sal y de
contaminación, sopla sobre su frente, apartando el pelo a un lado y
haciendo que parezca un poco pijo. ¿Quién me habrá traído a este lugar?,
se pregunta. duda de si ya ha vivido eso o es una experiencia
absolutamente nueva. No sabría decirlo.
- Está muy buena –grita ella desde el agua, emergiendo como una
ballena, soltando aire y volviendo a sumergirse.
El asiente, y sonríe tan sólo con la mitad de su boca. Siente que se pierde
en su pelo mojado, en aquella melena rubia y ahora algo más oscura.
Mataría por un beso suyo, piensa. Y algo le dice que es fácil. Levántate,
anda hasta la orilla, sumérgete con ella y búscala, agárrale la cara y besa
sus labios salados. Sin embargo, está paralizado. Crece la música tras de
sí. Se lleva las manos a las orejas, creyendo que alguien le ha puesto los
cascos sin darse cuenta, pero luego se da cuenta que no es más que la
radio de unos malotes que están tras él. Al frente, tras las piruetas
infantiles de ella, un par de veleros tratan de aprovechar el escaso viento
para alejarse de la costa y así poder jugar a las aventuras. Ella se pone de
pie sobre el fondo marino, y parece mirar al horizonte. Él se siente un
hombre en su castillo, observando la situación, deseando participar en ella
pero demasiado voyeur para dejar de mirar. Vuelve el chico tripolar,
piensa. Su espalda, larga, únicamente rota por la tira de su bikini y los
lazos del nudo que oculta sus pechos pequeños (polo 1). No puede dejar
de observar la piel pálida y cubierta de gotas de agua, la ranura que dibuja
su columna vertebral, y la curva erótica que forma la parte final de su
espalda al conectar con el culo. Piensa en cómo hará el amor con ella más
tarde (polo 2). Y recuerda (polo 3): aviones girando y temblando por el
viento, gritos comprimidos bajo una garganta tensa; manos lascivas que
se tocan bajo una mesa, platos de soja frita y palillos de madera negra;
una batería que se inflama de manos de un demonio con forma de
hombre; palmeras entre patios, hombres desnudos corriendo y gritando;
vómitos sobre el asiento de un tren, melenas húmedas arriba y abajo,
arriba y abajo; la guapa chica ciega, el gran negro fluorescente, aquel
fascista intransigente; dos manos, dedos entrelazados, sueños que jamás
se cumplirán; porno a escondidas en casa ajena, alguien que atisba por un
ventanuco, un gato cómplice; otra vez, la insustituible sensación de una
mañana de domingo, periódico y coca-cola.
Algo empieza a salpicarle. Al principio son las gotas que ella despide al
salir del agua y lanzarse contra él. ruedan por la arena, embadurnándose y
convirtiéndose en verdaderas albóndigas. Luego, un beso. Nota sus labios
inexpertos, mientras alguien toca acordes maravillosos bajo la arena de la
orilla. Quizá, una orquesta de cangrejos que esperan el atardecer para
salir, y que mientras ensayan la función nocturna. Nota sus labios
húmedos, los rodea con los suyos, le acaricia la espalda llena de arena,
desea bajar su mano hasta el culo pero se contiene. Se avergüenza de la
erección.
El agua que le salpica está cada vez más fría. Tras el beso, al abrir los
ojos, observa la Luna que asoma entre nubes. La lluvia impregna su
chaqueta adidas, empapada. El pan ya no está caliente, y el papel que
cubre el chocolate se ha reblandecido. Hay un aroma a cacao en el
ambiente. Los labios de ella se han ido, están todavía en la playa que
jamás ha existido. Igual que la arena, igual que aquellos recuerdos
inventados. Allí sólo está él con su pan frío, la lluvia cada vez más fuerte,
y la Luna que le ha robado la fantasía. Siente un incómodo escalofrío. No
sabe a qué se debe, si a que trata de aprehender unas imágenes que se
diluyen como un castillo de arena al subir la marea, desgastándose poco a
poco pero irremediablemente, o a que sabe que ella no está y no ha
existido nunca, o simplemente al contraste entre el calor de la playa y el
frío de aquella pendiente que empieza. Camina en silencio. sabe que su
movimiento es poesía, la misma poesía que aquella Luna que sigue
ascendiendo entre las nubes tristes. Saca las llaves, y busca la de contorno
redondo. La mete en la cerradura, y por un segundo siente de nuevo
aquella sensación en los labios. Al entrar en el edificio la sensación se va.
Igual que la Luna, oculta por cemento y cristal y plástico. Sube las
escaleras, y al llegar observa el felpudo delante de su puerta. Decide
sentarse un momento en el primer escalón. Deja a un lado el pan y el
chocolate. se da cuenta de repente de los cascos, y de la música que suena
pero que no ha escuchado justo hasta ese mismo momento. Se los quita
también, y mira las escaleras que descienden al piso inferior.
- No quiero terminar así –murmura.
Pero, de hecho, ya ha terminado.
Quizá pueda intentar una fantasía. La bombilla que arroja luz sobre la
escalera no es la Luna. Ella no le robará sus recuerdos inventados.
Cierra los ojos.
Entre tumbas y gigantes.
El chico descansa bajo la sombra de un pequeño roble. La sombra no es
completa, y la luz abrasadora de mediodía de agosto atraviesa los
resquicios y cae sobre su cuerpo punteándolo. Cierra un momento los
ojos, y todo se llena de un rojo intenso, el color de sus propios párpados
atravesados por incontables fotones. Respira hondo. Nota como el aire
entra por su frente, atraviesa todo su cuerpo, y sale expulsado cerca del
ombligo. Vuelve a abrir los ojos. Frente a él, un largo prado artificial,
hierba reseca por el verano. Más allá, miles de tumbas en panteones.
Ninguna tiene inscripción, y sobre el cemento gris crecen líquenes y un
verdín chamuscado. Los pasillos entre panteones son amplios, el Sol se
abate sobre ellos. Hay bancos aquí y allá, soportes de piedra raída. El aire
está caliente por todas partes, arde inflamado, distorsiona lo que ve con
sus ojos entrecerrados. La realidad misma parpadea, se mueve como un
líquido aceitoso. Más allá del prado, de las tumbas, se extiende la ciudad,
poblada de torreones antiguos y azoteas de cemento y cristal y antenas.
Todo medio oscurecido por la luz de un cielo vacío de nubes, azul pálido,
que cae hacia las colinas arboladas que marcan el horizonte.
El chico respira hondo otra vez. El aire entra caliente y sale aún más
caliente. Con su mano acaricia la hierba aplastada a su lado. Las briznas
están muertas, igual que su móvil, que durante un rato parpadeó
insistente, reclamando energía, pero que al no recibir atención, murió.
Más allá, un cuaderno de cuero, cerrado por una tira de tela negra, y un
bolígrafo enjaulado en el canto. Y del otro lado, una botella de agua ya
caliente.
Tantas tumbas vacías, susurra.
Hay más personas en el extraño parque. No muy lejos, a su derecha, junto
a un muro de piedra que sube desde la parte baja del parque, cuatro chicas
yacen cual cadáveres sobre toallas de llameantes colores. Su piel es
oscura, rezuma gotas de sudor, pero es lisa y parece suave. Sus ojos
cerrados, sus melenas rubias y morenas recogidas, sus labios
entrecerrados en una mueca de sensualidad inconsciente. Junto a un grupo
de tumbas, sumidas en la oscuridad por dar la espalda a la luz, dos perros
corretean ignorando el calor y olvidando el cielo. Uno, un gran pastor
alemán. El otro, un bulldog francés ridículo pero de ridículo, bello.
Jadean con la lengua fuera, se buscan el culo y no terminan jamás de
encontrarlo. El chico los observa durante un buen rato, alegre de
contradicciones. Por un lado, los bellos y armónicos movimientos del
pastor alemán, agraciado con la perfección anatómica. Por el otro, el
torpe corretear de extremidades cortas e inadaptadas. Y al Sol, junto a un
corro de bancos quemados por el Sol, dos chicos de largas y embarulladas
melenas acaban de llegar y se sientan sobre la hierba. Llevan el torso
delgado al aire, bronceado, además de una guitarra, y un largo tubo de
madera. Se sientan, y uno de ellos empieza a tocar lentamente la guitarra.
El chico cierra los ojos, deja que las tumbas queden fuera. De nuevo la
luz roja inunda su mente. Los acordes inundan el aire recalentado, rebotan
sobre su pelo y su cuerpo desnudo. No le tranquilizan. De pronto emerge
un sonido profundo, como nacido de las entrañas impronunciables de la
tierra. Es una gran voz grave, que envuelve la guitarra y eleva el conjunto
del sonido a un nivel nuevo. Se deja ir con la música, con los ladridos de
los perros, con el sonido silencioso de los cuerpos de aquellas mujeres al
Sol, con el propio latido de su corazón, con el ruido de la ciudad, con los
torreones y las azoteas.
Ella está a su lado en el bus, hablando sin parar. El chico solamente mira
por la ventana, tratando de adivinar lo de fuera a través del vidrio
empapado de agua. Todo se distorsiona, pero nota el verde oscuro, el
cielo gris, el asfalto negro y gastado y encharcado. Un hombre habla en
un idioma extraño en la parte delantera del vehículo, armado con un
micrófono que lanza gemidos por momentos, dueto extraño e
incomprensible. El chico tiene la sensación de que ha vivido la misma
situación anteriormente, pero no puede estar seguro. La mira. Su melena
rubia se agita con la entonación de sus palabras. Sus mejillas otrora
pálidas se hinchan rosadas de vehemencia, y su ceño se frunce sobre los
ojos azules, que no le miran a él, sino a un punto situado lejos de allí,
frente a ella, en el infinito sobre el asiento de delante. Va ataviada con una
gruesa cazadora de paño negro y grandes botones de madera, pantalones
vaqueros y unas botas de cuero algo masculinas.
Qué miras, pregunta ella.
El chico niega con la cabeza. Nada, dice, aunque miente. Sólo quiere que
se calle un rato, que disfrute del viaje, que deje de hablar y hablar y
hablar y hablar.
Afuera, el paisaje no cambia. Verde y gris, praderas sin fin pobladas de
manadas de caballos castaños y crines oscuras, o bosques de hojas casi
negras y suelo musgoso cubierto de largos y torrentosos riachuelos. La
lluvia parece menuda y silenciosa, una banda sonora imperceptible. Ella
se calla, el chico respira hondo, aliviado, y el hombre que tanto habla dice
algo y el autobús se para. A su derecha, ha aparecido el mar, sigiloso y
taciturno, paredes de agua gris rompiendo contra una costa baja de
bloques de piedra amontonados. No hay islas en el horizonte, no hay
barcos tampoco. Sólo agua. Agua, y secretos. Sus compañeros de viaje
comienzan a bajarse del autobús, y ella se yergue, casi tan alta como él, y
baja por la puerta de atrás. El chico la imita segundos más tarde,
hipnotizado por su espalda cubierta de tela y sus piernas delgadas.
Hace frío, sopla un viento gélido y cargado de agua, gotas suspendidas en
un cosmos violento. Se escucha el sonido de la goma neumática de los
coches pegándose y despegándose del asfalto húmedo, una caravana sin
ritmo pero persistente. La gente se dispersa bajo la lluvia, y entra en una
pequeña tienda de carretera. A su alrededor, el mar que rompe tratando de
devorar la costa, y una docena de casas tristes y con la pintura sucia de
humedad, y las colinas siempreverdes y el cielo siempregris.
¿Tomamos un café?, pregunta ella. El chico la mira y niega con la cabeza.
Prefiero la lluvia.
Ella se encoge de hombros y el chico la ve caminar por el aparcamiento y
desaparecer dentro de la tienda. Mientras, suena el cielo en forma de
tambores y arrecia la lluvia. El chico se encoge en su abrigo y se arrima al
autobús. Observa el mar, que con su rumor incansable pelea. El chico
sabe que la ama, que la necesita, que la agarraría y no la dejaría marchar
más. Se pregunta cómo, aún así, puede odiarla al mismo tiempo. Encarna
todo lo que ama y todo lo que odia, y por momentos eso resulta
maravilloso o asfixiante. La ve volver con dos cafés en la mano, y luego
ella sonríe y al acercarse le besa con los labios húmedos por la lluvia. El
chico acaricia su pelo rubio ahora oscurecido por el agua y el frío, se
maravilla en el tacto que le ofrece. Se separan aunque él desearía no
hacerlo jamás, fundirse en ese beso y dejar la vida para el que la quiera
probar más a fondo. Que el rumor del mar y los tambores del cielo, y la
goma de los neumáticos y el aroma del café que se filtra por el plástico y
el sonido desacompasado de sus corazones y el roce de sus ropas, y la
lluvia sobre el asfalto, que todo sea la orquesta y ellos dos bailarines que
efectúan una danza larga y sin fin, incerrable.
Se suben al bus y este sigue su camino. Ella bebe en silencio su café, el
chico lo sujeta y siente como se le calienta la mano, el hombre del
micrófono los bombardea con su voz y el mar a la izquierda y las colinas
a la derecha, y el aroma del café. El cielo sigue gris, también el mar.
Cuando ella termina su café, aplasta el vaso y lo mete a presión en el
cenicero del asiento. El chico observa tratando de atrapar algo el modo en
que el plástico se amolda al exiguo espacio en el que ha sido condenado a
morir. Pero ella se arrima sobre su hombro y se queda ahí, en silencio. El
chico deja el café bajo el asiento, humeante y abandonado.
Gracias por traerme contigo, dice ella.
De nada, responde el chico.
El autobús se detiene un par de horas más tarde, junto a un restaurante de
carretera. Bajan con los demás, y ven como sus compañeros se meten en
el restaurante y el bus se va a aparcar a otro lado. Frente a ellos,
literalmente sobre los acantilados, las ruinas de un gran castillo se elevan
con deslucido orgullo. El cielo gris se está empezado a romper, y algunos
rayos hacen brillar el musgo que crece sobre sus cimientos, floreciendo la
vida en el cadáver. Mordisquean un sandwhich insípido apoyados en un
muro sin quitar la vista de aquel castillo, aunque el chico la desvía por
momentos para observar su rostro. Qué tendrá, se pregunta. Una barbilla
tan habitual, unas líneas tan sencillas y típicas, una frente quizá más
grande de lo que le hubiese gustado, una nariz ni respingona ni aquilina,
ni pequeña ni grande, unos ojos convencionales, unos labios ni finos ni
gruesos, una sonrisa como cualquier otra. Ve como su mandíbula se
mueve arriba y abajo, se imagina la comida triturada en un amasijo
asqueroso sazonado de saliva bajando por el esófago. Desearía besarla,
pero no parece ser el momento. Qué tendrá, se pregunta.
Nunca estás a la altura, dice el chico. Ella deja de masticar y le mira.
Sonríe un segundo más tarde, después de tragar.
Klaus & Kinski, responde.
Has acertado, reconoce el chico. Ella sonríe y se lanza a un abrazo
divertido. El chico se siente reconfortado por un instante.
¿Por qué esa canción?, pregunta ella.
Porque no es especial.
¿Por qué?
No tiene nada. Ni grandes guitarras, ni un gran bajo o una buena batería,
ni mucho menos una buena voz.
Pero es especial.
Exacto. Eso la hace valiosa.
Como yo, dice, y le guiña el ojo exuberante de coquetería. Aunque no es
coqueta.
El chico no responde. Pronto, se cierran de nuevo las nubes y el castillo
se convierte de nuevo en no más que ruinas de una época marchita, y el
musgo, en parásitos que devoran sus cimientos, alimentándose de historia
inútil. Los demás están saliendo ya del restaurante, con el estómago lleno
de asquerosa comida, y el chico echa un último vistazo al mar encrespado
como para despedirles. Empieza a llover, y se suben al autobús.
Estoy enamorada de ti, dice ella al sentarse.
Y yo de ti, responde el chico. Y a sí mismo, se dice que la quiere tanto
que desearía dejarla abandonada y no volver jamás. Que quizá ella vaya a
estar mejor sin él. Que quererla tanto le asusta y le hace temblar. Que su
media melena se enreda en su mente y le atrapa cada día más. Que no le
gusta su familia ni muchas cosas que ella piensa, pero que si aún así la
ama de una forma tan enfermiza, quizá deba marcharse ya. Te quiero, le
susurra al oído, y ella se arremolina en su pecho y empieza a respirar muy
despacio. Ronronea como el autobús al arrancar y lanzar sus neumáticos
de nuevo a la carretera. La deja dormir mientras avanzan devorando
kilómetros y millas, rodeados de las mismas colinas verdes y del mismo
mar, del mismo cielo. Piensa mirando el cristal empañado en la criatura
que yace sobre su regazo, pero no piensa en nada en absoluto,
simplemente se centra en el tacto de su pelo todavía húmedo.
Ella no es especial, concluye de una forma poco precisa. No tiene nada
para atraerme de esta forma, y sin embargo lo hace. El viaje seguirá, se
dice, y seguiremos juntos. Volaremos un par de años en una efusión de
amor y pasión. Haremos el amor sin cesar, escaparemos de la rutina
riéndonos de ella, pero ella es una cazadora pausada y paciente. Esperará.
Nos pillará un día por sorpresa, nos atrapará y ya no habrá marcha atrás.
Tendremos trabajos aburridos, una existencia plácida llena de pequeños
pedruscos y quizá algún barranco. Un día, ella engordará y tendremos un
hijo, además de llantos y esperanza. Pasará el tiempo y me veré poniendo
un chupete en la boca de un ser indefenso y horrible. Y luego ella
engordará otra vez y tendremos otro hijo. Y diremos que somos felices
porque probablemente lo seremos. Y sin embargo, no es la vida que
quiero para mí. Soy un egoísta y lo quiero todo, quiero todo mi tiempo, lo
quiero porque es mío y de nadie más, y no quiero compartirlo. Lo quiero
todo, maldita sea, lo quiero todo, lo quiero todo, lo quiero todo, lo
quiero…
El chico despierta cuando el autobús se para. Descubre que han llegado.
Oh dios, piensa, si que había estado aquí, era todo cierto. Bajan medio
adormilados, y ella tiene parte del pelo aplastado y ambos ríen con una
levedad absolutamente maravillosa. Caminan por la explanada del
parking sin hacer caso al hombre que martillea con palabras extranjeras, y
tras comprar el ticket a una mujer con cara de aburrimiento, pasan bajo un
dintel blanco sucio, y observan el mar a lo lejos. Se dan cuenta de que
mientras dormían, el cielo se ha abierto y el cielo azul deja pasar la luz
del Sol, que cae y lo llena todo de una luz diferente, brillante. En lo alto
de la pendiente, observan un molesto helicóptero que surca el aire aún
húmedo y desaparece a sus espaldas. Junto a la pendiente, el terreno se
eleva hacia la parte de atrás del acantilado. Lo recuerdo así, exactamente,
piensa el chico.
Vamos, dice.
Ella no habla, lo mira todo. Huele a sal, a mar y a ella. Agarrados de la
mano, bajan por la pendiente esquivando la gente. El gran azul rompe
contra la costa baja frente a ellos. La gente habla, pero el chico no
escucha nada más que ese rumor sirénido, y ella se deja llevar,
embriagada por lo que ve. El camino gira a la derecha, rodeando el borde
cortado del acantilado, y lo ven. Aquellas columnas de piedra erguiéndose
unas contra otras, hexagonales y rodeadas de espuma de mar. Una larga
llanura encharcada y cubierta de cascotes. La pendiente cayendo del risco
del acantilado, y una ceniza negra y roja verdecida a manchones. Los
peñascos alzándose en precario equilibrio y la luz del atardecer
arrancando irisados reflejos a aquellas rocas.
Oh, dios, dice ella.
El chico sonríe para sí, satisfecho. Sintiendo de nuevo la magia.
Es grandioso, dice ella.
El chico sonríe más. ¿Lo notas?, le pregunta.
¿El qué?, pregunta ella.
La magia.
Ella se queda callada, y siguen caminando. El lugar es tan portentoso, que
su respiración se vuelve entrecortada, como la de dos amantes que tras
larga separación se encuentran de nuevo y no saben por dónde empezar.
Cuenta la leyenda, comienza el chico, que dos gigantes que se odiaban
vivían en costas enfrentadas, y que se lanzaban piedras todos los días,
hasta que un día, cubrieron el mar que los separaba de grandes pedruscos.
El gigante de la otra costa cruzó el mar sobre estas rocas, dispuesto a
derrotar a su enemigo, pues era mucho más fuerte que él. La mujer del
gigante que ya se sentía perdedor, temiendo por su vida, le vistió de bebé.
Al llegar aquí, el gigante se encontró con este bebé, gigante como él, y
creyendo que su padre sería mucho mayor, huyó aterrado, pisando con
fuerza las rocas y hundiéndolas en el mar, hundiendo el camino para que
el gigante no siguiese sus pasos. Y así fue como se formó este lugar tan
especial.
Ella no dice nada. Entre la hierba, al lado del camino, pequeñas rocas
hexagonales se yerguen mínimamente, pálidas y gastadas por el clima,
como islotes en un mar verde. El chico sonríe al ver como ella se detiene
con cada una de ellas, y tira de su mano porque todavía hay mucho por
ver. Alcanzan el primer gran grupo de rocas y columnas y espuma de mar,
y corretean como dos críos juguetones sobre ellas, saltando de una a otra
simulando ser el gigante y su inteligente esposa, haciendo aspavientos al
gigante enemigo, más allá del horizonte, acobardado con tanta risa a su
costa. El atardecer va cayendo, se transmutan los colores, las nubes
crecen por los flancos lanzando tentáculos hacia el sol moribundo. Se
cansan de corretear. La gente, a su alrededor, toma fotos y habla de
trivialidades. Ellos terminan sentándose al borde de una de las
estructuras, observando cómo, a sus pies, aquellas rocas planas y
hexagonales son tragadas por la marea espumosa y ascendente, que con
cada ola las cubre un poco más. Sus manos se entrelazan. Se eriza su piel
por efecto del aire frío que se cuela por entre la ropa. La espuma ensucia
sus zapatos, las gotas de agua salada se lanzan al aire al chocar contra las
rocas, y el chico nota como penetran en sus pulmones y ponen su alma en
salazón. Ella termina, de nuevo, arrullándose a él. Se besan al atardecer,
notando los labios fríos y secos y salados.
El chico señala a su derecha, donde parece terminar el acantilado, en lo
alto abruptamente, un grupo de rocas amontonado y solitario, como dedos
alzados. Parece que vaya a caerse, dice ella.
Volveremos cuando lo haga, dice el chico.
¿Y no antes?, pregunta ella, alarmada.
No antes, dice el chico. Así jamás podremos olvidarnos de este lugar.
Ella le mira como diciendo que igualmente no podría, pero no dice nada.
Observan aquel mar y aquel lugar, amarrados de la mano y fundiéndose
en besos quedos y silenciosos.
Un niño grita, divertido. Oyen llorar a un bebé. Una abuela mueve
infructuosamente un carrito entre las rocas. Arrecia el viento. Ella se
levanta. Es la hora, dice. El chico la mira y asiente. Como la última vez,
piensa, debo marcharme y dejar este lugar. Recuerda que la última vez lo
hizo caminando de espaldas, incapaz de dejar de mirar aquellas rocas,
deseando poder quedarse y no abandonar la magia en aquel sitio.
Pero para cuando se da cuenta, está de nuevo en el autobús. Que arranca,
y al poco, vuelve a empañarse y a dejar traslucir la realidad del exterior
como una marea de verde y gris. Pronto vuelve a llover, y ella empieza a
hablar. Y el chico deja inclinar su cabeza hacia el cristal, y recuerda la
magia. Huele a moqueta y a producto de limpieza, pero intenta disimular
que parece aire cargado de sal. Suena el motor y la voz de ella, y trata de
disimular que es el rumor de las olas y el sonido del aire.
Te quiero, dice ella.
Yo también, dice el chico.
La mira. Sus mejillas encendidas, sus manos moviéndose. Las pupilas y
su iris azul moviéndose hacia él y alejándose de él, volviendo a él y de
nuevo yéndose. El abrigo de paño negro, esos grandes botones. Se levanta
de su asiento una anciana de pelo blanco y rostro arrugado y gafas de culo
de vaso y chaqueta de felpa lila, hacia el baño. Al pasar les mira, y dice
algo de lo bonito que es el amor en los jóvenes, y el chico sonríe por
cortesía y la deja ir.
¿Qué ha dicho?, pregunta ella, que no entiende.
No lo sé, miente el chico.
Sus párpados arden y los abre, sintiéndolos duros como una corteza de
barro reseca que se rompe bajo unos dedos empecinados. El mundo ahora
es casi invisible, la hierba pálida y el cielo roto. Las tumbas de difuminan
frente a él, los ladridos de los perros que juegan se cuelan en sus oídos
adormilados. Parpadea un par de veces con histeria, y el color termina
volviendo a sus ojos como abejas a un panal abandonado donde la reina
gime de dolor. Alarga la mano y toma la botella de agua. El plástico cruje.
Le quita el tapón y bebe un líquido tibio que parece orina. Luego mira la
agenda y la toma entre sus manos. Con la yema de sus dedos acaricia el
lomo de cuero, como si fuese el de un animal dormido al que debe
proteger. Extrae el bolígrafo y abre la agenda retirando el cordón. Mira la
última hoja escrita, y la primera en blanco. Hay algo ahí, murmura.
Levanta los ojos a las tumbas y los cúmulos de panteones, que se alargan
por todos lados, entre el césped verde y el Sol implacable. Suenan los
acordes de guitarra y ese instrumento que parece transmitir la voz de la
tierra. Juegan los perros persiguiéndose. Yacen los cadáveres sobre sus
toallas. El roble respira junto con el chico, una respiración lenta y
pausada. Huele el aire cálido, y palpita la ciudad más allá, con sus colinas
al fondo tocando el cielo. Se decide al fin, y garabatea cuatro palabras,
separadas a diferentes alturas y no relacionadas entre sí. Luego cierra la
agenda. Ha sido suficiente.
Ella aparece a sus espaldas, gritando.
Mira, mira, dice. El chico se asusta durante medio segundo, y al instante
huele su perfume dulzón. La mira mientras se sienta a su lado, con la
camiseta azul de asas y unos ridículos pantalones cortos de chico. Sus
pies descalzos se arremolinan entre sus piernas. Ata su media melena en
una fea coleta, y su rostro está encendido por el calor. Su piel pálida está
algo bronceada, lo justo para resultar deliciosa. Lleva algo entre las
manos, y parece que es lo único que le importa.
¿Lo ves?
Es una piedra plana con forma hexagonal casi perfecta.
Lo veo, lo veo, dice el chico.
Viene de aquel lugar, viene de los gigantes.
El chico ríe con ella, y las carcajadas despiertan a los cadáveres tendidos
al Sol. La guitarra y la voz de la tierra siguen con su orquesta tranquila y
constante, voz muda de los muertos y siniestro gemido. Los perros se han
aburrido y se separan en busca de nuevos horizontes.
¿Volveremos?, pregunta ella.
Cuando se caiga aquel peñasco.
¿No antes?
No antes.
Vale, responde, y dejando la piedra sobre la agenda, se marcha corriendo
y dejándole apoyado en el roble, el cuerpo caliente por el sol, plácido. Su
aroma permanece en el aire estancado y ardiente durante unos minutos.
Bucólico y pronto extinto.
El tiempo justo antes de que ella vuelva, piensa el chico.
Fin
18:00, 20 de febrero de 2010, EDC.
La náusea
Su mano izquierda agarra una cerveza, fresca y mojada de condensación.
Su mano derecha empuja la puerta, que resbala obediente en una parábola
controlada, se golpea contra la pared con un sonido hueco y amortiguado
por la música, y vuelve hacia él, pletórica de venganza. Tambaleándose,
el chico la esquiva precariamente y rebota contra la pileta del baño. Se
agarra a ella con la mano libre, notando el tacto húmedo y sucio de los
azulejos viejos. Resopla como un animal moribundo que busca un lugar
tranquilo para morir, y escupe hacia la pileta que brilla como una luna
llena. Su saliva se pierde más allá, invisible e incontrolable. Alza la
mirada y mira el espejo. La superficie revela un baño cualquiera,
cuadrícula de azulejos cubiertos de grietas, además de un tipo al que, por
momentos, cree no conocer. Afuera, suena una música que le resulta
conocida, una melodía de otros tiempos, sencilla como todo lo bello y
bella como todo lo sencillo. La tararea bobaliconamente huyendo de su
propia imagen, corriendo sus ojos sin detenerse a mirar absolutamente
nada, y atina en un instante a cerrar el pestillo metálico. Al terminar la
canción, respira hondo de nuevo, buscando un oxígeno que parece huir de
sus pulmones agotados. Se percata en su confusión de que todavía alza la
cerveza entre los dedos de su mano izquierda, cerrados sobre el cristal
como las garras de una alimaña.
Dónde está la esperanza, murmura notando la amargura efervescente
espumeando sobre su piel.
Y alzando la botella, le da un largo trago. Su sabor es horrible, amarga
como bilis putrefacta y llena de burbujas que parecen estrangular su
lengua. El líquido cae hasta su estómago, y nota que algo se revuelve bajo
la piel sudorosa y erizada. Parece un animal atrapado en una bolsa de tela,
que golpea buscando las paredes ignoto de que estas mudan y se adaptan
con sus propios movimientos. Disfruta un instante de esa sensación, hasta
que sus ojos se tropiezan otra vez con la imagen del espejo. Tiene la
tentación de decirse, qué pasa, qué miras, pero se contiene por una razón
cualquiera que ni siquiera conoce.
Cómo será borrarse a uno mismo, se pregunta. Ser normal por una vez en
la vida. Y luego dice, en aquel aire esquivo, una casa y una hipoteca, un
perro y dos hijos, un trabajo aburrido, una mujer también aburrida.
Las palabras resbalan en el aire y caen al suelo presas de la gravedad. Es
casi capaz de verlas amontonarse, resbalando unas sobre otras como una
montaña de arena. Es una imagen tan real que se vuelve insoportable en
menos de un segundo, así que vuelve al espejo. El pelo engominado y
brillante, desigual de un lado, alzado al otro, ojos perdidos, falsa barba
emergente, barbilla algo afilada, mejillas pálidas. Una camisa ridícula y
unos pantalones caídos, varias manchas recientes. Y un semblante de
incomprensible sorpresa, cómo preguntándose qué ha ocurrido.
Vuelve la música a sus oídos, retumbando amortiguada y alegre. Es una
canción horrible, fabricada para oídos convencionales en un mundo
convencional, barato y triste. Siente la ansiedad golpearle las venas,
palpitan como la tierra sobre una tumba naciente. Echa un trago a la
cerveza, de nuevo ese líquido amargo, de nuevo el revoltijo gruñendo y
amenazando con sangrar. No soluciona nada, lo nota al instante, así que la
deja caer y disfruta viendo como el vidrio ocre se fragmenta con un
sonido mucho más bello que aquella música asquerosa, y los pedazos
resbalan por el suelo, corriendo en direcciones mil veces opuestas. El aire
empieza a saturarse de sí mismo, se cristaliza en torno a impurezas y
forma densas nubes sucias. Resopla de nuevo, respira hondo, siente que
se calma, pero que todo lo que no soporta sigue ahí, en el mismo sitio, un
sabio venerable bajo un árbol, impertérrito e insobornable, un tótem
visible desde cualquier lugar al que vaya. Observa la cerveza derramada
sobre el suelo, y sonríe sintiendo que hay una ironía en todo aquello,
aunque en ese momento no sea capaz de apreciarla. El alcohol tiñe de
amor aquel baño, y mira la bombilla que ilumina con dificultad unas
partes e ignora otras, un Sol que cae en la injusticia humana y pierde la
estricta moral cósmica que antes poseía. Vuelve al espejo, maldito sea, y
observa ese rostro cansado, demolido, que no es capaz de alzar su barbilla
más allá de media altura, observa las ojeras casi negras que llamean en la
luz. Se escruta a sí mismo. Vivir con el hobby de amarla es agotador, por
momentos insufrible, reflexiona. Y se siente casi fuera de sí mismo, un
espectro pálido flotando en el techo del baño con el ardiente deseo de
liberarse en una atmósfera sucia, de perderse y no encontrarse jamás,
nunca jamás.
Dime, cuál es el secreto, murmura, inconexo y absurdo. Cuál es el secreto
para amarla durante mil años y no aburrirse de ella, para amarla de una
forma tan incondicional que la mera idea de sopesar una fantasía te haga
avergonzarte de ti mismo. Se atusa la barba un instante y respira hondo,
pero nada ha desaparecido, todo vuelve. Dime, imbécil, ¿cómo se hace?
De nuevo caen sus palabras al suelo, se mezclan con la cerveza y los
cristales, con el agua y restos de orina y lejía. El olor penetrante tiñe sus
fosas nasales de hollín. Afuera, cambia la canción. El aire se tensa. Su
mente se retuerce. Acaba de hacer una pregunta para la que nadie tiene
una respuesta, una pregunta absolutamente inútil. Una puta pérdida de
tiempo, balbucea.
Y luego, añade como el epitafio de una tumba, el manido y paradójico:
Antes era mejor.
Y siente la náusea reventar en erupción como un volcán durante miles de
años extinto y ahora furioso de magma y granito y basalto y liviandades.
Cae de rodillas sobre el suelo empapado, y agarran sus manos los bordes
del retrete blanco y sucio de pelos retorcidos y orina, y su cabeza se
inclina hacia el pozo que abre el camino a los infiernos. En el fondo, una
charca de superficie calma y podrida espera con ansiedad la llegada de
nuevos compañeros de viaje. Él siente la erupción emerger partiendo su
pecho en dos, ácido fundiendo su carne entre humo sulfuroso. Nota el
líquido caliente rellenar su boca y luego caer en un chapoteo curioso.
Siente que se asfixia, lloran sus ojos lágrimas de esfuerzo, se le escapa un
poco de orina, y alguien golpea la puerta entre la batería de una canción
tan raída como los calzoncillos de un mendigo. Que salgas ya, gritan,
entre veleros y brillantes días de gafas de Sol y bikinis.
Cierra los ojos y sus lágrimas, acumuladas en los párpados inflamados
caen por las mejillas, entrechocando y rebotando con los pelos de la barba
en un extraño pin ball.
Cómo he llegado aquí, piensa, antes de que la náusea se reproduzca.
Todavía queda mierda dentro.
Empieza con la gota de gasolina, vertida sobre lo negro de un paso de
cebra. Los pasos presurosos pasan rodeándola e ignorándola, ignorando
los brillos irisados que la luz de un día gris y lluvioso le arrancan, frágil
intento de belleza sobre asfalto mojado. Con él mismo rodeado de gente,
escondido en la muchedumbre como siempre le ha gustado, mirada
clavada en aquella inútil gota de gasolina, que en lugar de arder llena de
energía en el motor de uno de aquellos malditos vehículos, yace muerta
pero bella sobre el asfalto. Empieza con sí mismo negándose a creer que
nadie más que él sea capaz de verla. Hay coches, un semáforo encerrado
en la sencilla y eterna cadencia rojo-ambar-verde. Hay el escaparate de
una librería, información ignorada atrapada bajo la forma de solapas y
letras, y autores y títulos. Hay una tienda llena de humo y otra llena de
ondas. Hay gente atravesando aquel paso de cebra, y coches atravesando
aquel río de espectros y espíritus. Todos con la mirada alzada, con la
mente enjaulada, y nadie, nadie más que él, observando aquella ignorada
gota de gasolina. Perdido en lo inútil.
Por mucho que le hables no te responderá, dice una voz a su lado.
El chico la mira, observa su sonrisa entre sorprendida y curiosa y
simpática y divertida. Y ahí empieza todo.
Sigue con la extraña reunión, la cazadora de lana marrón hasta las
rodillas, su aspecto despreocupado y convencional y unos asientos
cómodos y morados, Figueres para más descripción. Alguien habla frente
a ellos dos, otros escuchan sobre sus asientos. Él mira y mira. Las
palabras del que habla se pierden entre aquellas paredes de madera. Puede
ver sus gestos, sus movimientos nerviosos, los ojos escrutadores a su
alrededor y una falsa pantalla sobre la que no dejan de pasar palabras y
letras e imágenes y mil y un colores. Ni siquiera recuerda por qué está
allí, y no en cualquier otro lugar. Hay un gran hombre unos asientos a su
derecha, las piernas encogidas por el espacio estrecho, y ella al otro lado,
más cerca. Tienes la ventaja de la inocencia, piensa, la ventaja de hacerte
el tonto. Pero la ventaja es un muro tan alto que es capaz de ver dónde
termina. El temblor recorre toda la fila de asientos, y entre murmullos,
escucha un sonido extraño y familiar, pelo sobre pelo, rodando sin parar,
enrollándose una y otra vez sin llegar a enmarañarse jamás. Ella se
manosea el pelo, y a él se le incendian los nervios con aquel rítmico
devenir de los acontecimientos. Gira la mirada hacia ella y desearía
estrangularla, pero alguien empieza a aplaudir y el sonido de pelo sobre
pelo se diluye en aquel mar de palmas y ecos y voces aliviadas. Él
también aplaude, y se levanta, incapaz de soportarlo más. El techo es una
meseta de madera oscura, el cielo ha desaparecido. Las luces se han
encendido e iluminan un espacio en el que se siente vacío y sólo, sólo en
un maldito espacio vacío. Todos los demás se levantan también, mientras
él ya está saliendo de aquella extraña y asfixiante y verdosa habitación
oscura. Le sudan las manos, y no sabe por qué. Se siente irritado, y
tampoco conoce la razón. Su corazón late acelerado y arrítmico, y
desearía arrancárselo y tirarlo a la basura. Y, ¿tiemblan sus piernas? No
puede ser cierto. Ella amanece por la doble puerta y se atusa la media
melena para intentar en vano darle forma. El mechón que construía y
destruía a cada momento ha desaparecido entre el resto del pelo. Afuera,
llueve con intensidad de aguacero. El viento arrecia sobre los árboles del
fondo, oculta el horizonte tras una niebla oscilante, y los edificios
languidecen como estatuas de sal gastadas por el viento en un desierto
yermo y castigado. Eso es algo a lo que puede agarrarse.
Continúa con los días perdidos en Madrid. Caminando bajo una tormenta
de verano, adherida la ropa a su piel por un calor tropical y por el
incesante caer del agua. Los coches corriendo por el medio de la calle
más allá del atardecer, con los faros iluminando las gotas de lluvia y
reflejándose en la carrocería de otros coches, en los escaparates oscuros
de comercios de otra época, en sus propios ojos que todo lo ignoran en el
clímax de un enamoramiento que nada sabe de razón ni de reglas. Es el
cielo una mueca de nubes grises pero teñidas de naranja, que caen como
espuma sobre la azotea de los edificios elegantes y nauseabundos, un
puzle de ventanales y de cortinas, de números dorados sobre el alfeizar de
las ventanas, de coches aparcados y humildes ciudadanos caminando al
abrigo de los paraguas y absorbidos por sus propias conversaciones. Es el
mundo un tenue yermo cubierto de teatral pero falso esplendor, y en
medio de aquella obra interminable, ellos dos corriendo entre risas, con
las manos tratando en vano de cubrirse. Las carpetas con los apuntes hace
tiempo que han caído al suelo y desaparecido en la memoria inabarcable
del cosmos, ya nada más corren impulsados por una energía de origen
desconocido. El chico quiere sentirse mal, sabe que debe sentirse mal,
pero no logra huir de las carcajadas escandalosas. Un tribunal de miradas
desafiantes le reprueba desde un lugar de su mente que ignora vilmente.
Los mendigos en los portales, ataviados por armaduras de cartones y
protegidos por bricks de vino, les miran con envidia fétida y embriagada.
Alguien canta al otro lado de la calle, otro toca el piano con las ventanas
abiertas, lanzando melodías empalagosas al aire candente de un verano
infernal. La lluvia cae y les empapa. Llegan al portal del hotel asfixiados
por el calor y con los pulmones tensos y emulsionando dióxido de
carbono. Han cortado el aire en dos. Suben con la llave entre sus dedos a
la habitación, y se tiran cada cual sobre su cama tratando de recuperar un
aliento que ahora se vuelve sudoroso y viciado. El chico nota su pecho
subiendo y bajando, la camiseta empapada y pegada a su piel, su
respiración entremezclándose con la de ella, jugando a hacer el amor
electromagnético. Se incorpora pasado un rato, y la mira. Su pecho se
alza igual que el suyo unos instantes antes, la camiseta empapada sobre
los pequeños pechos, la camiseta empapada sobre un vientre casi liso y
curvado, la camiseta empapada sobre sus hombros esqueléticos, la
camiseta empapada también bajo su espalda, arrugándose por su propio
peso. Tiene los ojos cerrados, las mejillas pálidas encendiéndose de
sangre y arrojo, el cabello otrora rubio ahora oscuro y apelmazado.
Jamás había corrido tanto, dice, abriendo los ojos y cazándole en su
mirada atrevida y hasta entonces libre. Hay un segundo de silencio tenso,
de miradas cruzadas en las que el chico clava sus pupilas en ella y se
mantiene firme como queriendo desnudarla.
Yo tampoco, dice finalmente.
Hemos perdidos los apuntes, dice ella, incorporándose.
No sirven para nada, responde él, sacando el móvil mojado de su bolsillo
y pasándole la mano sobre la pantalla cubierta de gotas. Se pasa la mano
por el pelo mojado mientras comprueba que nadie le ha llamado,
asintiendo satisfecho como si le importase lo más mínimo.
No pienso salir a la calle, dice ella, recostándose de nuevo. Menuda forma
de llover.
La habitación es estrecha y larga, el suelo un césped de moqueta sucia por
el paso del tiempo. Una vieja televisión apagada, dos camas de noventa
con ropa del siglo pasado y un olor a desinfectante en el aire. El chico se
levanta y abre la ventana. Luego corre las cortinas, que de inmediato se
mecen bajo la caricia amable de la brisa nocturna. El runrún incesante de
la lluvia se entremezcla con las bocinas de los coches, el sonido de los
motores y con un millón de conversaciones murmuradas y gritadas y
diseminadas entre los edificios y las plazas. Él se queda un rato
escuchando, de espaldas a ella.
Podemos quedarnos.
La tele no funciona, dice ella, que en un segundo se ha levantado y pulsa
con insistencia los botones.
Qué más da.
Ya, asiente ella. Él se da la vuelta, ella le mira, y parece que va a decir
algo, pero se para y se lo piensa, y luego finalmente lo dice. Puedes
ponerme esa música tan maravillosa que siempre dices que escuchas.
El chico sonríe, y se tira sobre la cama, que cruje. Alguien grita en otra
habitación, se escuchan pasos y un carrito en el pasillo. No sé si estás
preparada, le dice. Ella hace un aspaviento.
No me jodas, dice.
Ni se me ocurriría, responde él. Late su estúpido corazón defectuoso.
Parecen palpitar también las paredes. Arrecia la lluvia. Sólo la gente no
convencional puede escuchar la música y apreciarla, dice. ¿Qué te hace
pensar que tú lo eres?
No existe la normalidad, amigo, responde ella. Lo convencional murió
con las caballerescas.
Bien, no es una respuesta convencional, replica él. Saca una botella de
whisky del mueble bar y quizá te deje formar parte de la secta.
Y luego, la luz apagada y los reflejos naranjas de las farolas entrando a
través de las cortinas. La lluvia calmando y desapareciendo, la humedad
filtrándose, sus cuerpos enfriándose. El chico sobre la cama mullida, ella
a su lado, hombro con hombro, un casco él y un casco ella, cabezas
inclinadas para no hacer caer la música, y los dedos del chico rozando la
superficie del móvil y pasando de canción en canción. Llevándola a su
universo, a su íntimo y seguro y último refugio, vendiéndole su alma.
Aunque lo hace porque quiere. ¿Es eso que nota los latidos de ella, o son
los suyos propios? Y, de todos modos, ¿importa? Esta me gusta o esta no
me gusta, esta es preciosa, esta me encanta, odio esta voz, menuda mierda
de sonido. Los vasos de whisky llenándose y vaciándose y chocando y
volviendo a llenarse como una grabación repetida incesantemente. La
sangre serenándose, los cuerpos que se reclinan cada vez más. Y para
cuando los cascos ya resbalan al suelo, y el fresco de la mañana entra
desde el silencio del amanecer, dos cuerpos yacen inermes y cautivos.
El chico despierta y se levanta. Siente sobre la piel de su cuerpo aún
dormido una marea de vaguedades y de impurezas que se evaporan, y de
certezas que como fósiles inauditos emergen entre la arena y esperan a ser
vistos. Se asoma a la ventana, y respira hondo el aire frío. Que le lleve
algo de real. Luego se vuelve y se tira sobre la cama libre, y la mira. Y
mira los dos vasos caídos sobre la cama, y la botella de whisky mediada,
y la mesita de noche que todo lo mira sin ojos y sentir, y de nuevo pasos
en el pasillo y golpes en otras habitaciones. Y ella revolviéndose en un
sueño tranquilo, sus mejillas al fin pálidas de nuevo y la melena rubia
seca y alborotada, revuelta sobre su piel. La camiseta.
Y un día, pasea sobre una antigua pista de atletismo, la brea antes rojiza
ahora negra y agrietada y cubierta de moho grisáceo, y la hierba del óvalo
interior crecida y meciéndose al viento. Los árboles crecen alrededor de
un edificio ya abandonado, y el aire que está lleno de segundos y de
minutos, del paso de un tiempo ingobernable e insufrible, y la pintura está
desconchada y caída, asomando los ladrillos, sus vísceras. Las bandadas
de gaviotas huyendo del temporal se agitan sobre aquel remanso tranquilo
y aterrizan sobre la hierba, en un instante pájaros y al siguiente ratas. Y
luego, una noche, vacía entre calles cubiertas de siglos y de contenedores,
aire saturado de agua, vuela una botella llena de gasolina por el aire,
estrellándose contra un cajero automático, y reventando con un
chasquido, rompiendo el silencio de la noche con un grito asesino y un
sinfín de risas alrededor, las gotas de fuego ardiendo sobre un suelo de
piedra, y el cajero mostrando sus órganos lacerados y descuartizados a
través de una perforación cavernosa, escupiendo billetes quemados y
chispeando sus cables cercenados. Y ellos dos bailando cogidos de la
mano, riendo al escuchar los primeros gemidos de las sirenas, las
primeras luces que giran y que cubren los edificios de azul y rojo. Y ellos
dos huyendo entre las calles que conocen, bajo los soportales y entre sus
columnas, por los estrechos callejones cubiertos de orines y de
ventanucos, esquivando despistados y borrachos transeúntes, hasta entrar
en el primer local abierto en busca de una lluvia de alcohol en forma de
tragos congelados.
Y ellos dos sumidos en una euforia irrefrenable y aparentemente
interminable.
Y sigue con la tarde ventosa de un carnaval cualquiera, cientos de
personas entre calles otrora desiertas, entre los troncos desgastados y
podridos de palmeras imperturbables pero de ramas que chocan entre sí
en una sinfonía irregular y emocionante. Pequeños recortes de color
cubren el suelo entre los bancos y las farolas, el tráfico está cortado, y el
chico avanza con su maleta tratando de esquivar aquella muchedumbre
que le ignora, y golpea zapatos y carritos de bebé. Siente asco al observar
los pequeños rostros pintados de gatos y perros, de panteras y piratas, de
superhéroes, ojos perdidos en un mar de miradas, pero aquellos recortes
que cubren el suelo le animan lo suficiente para querer seguir avanzando.
A un lado, la fea y sucia iglesia alza sus contrafuertes junto a las
palmeras, como en una pelea sin cuartel, y el campanario sobre todo lo
demás es el signo horrible de la victoria de la muerte sobre la vida. Al
otro, un revoltijo ensortijado de enredaderas verdes y de flores moradas
se abate sobre la fachada de una casa, devorándola con una lentitud
exasperante para la casa devorada pero exquisita para la alimaña vegetal.
Y el chico que arrastra su maleta entre la gente, que al fin llega al paso de
cebra y lo deja atrás, y luego, con la música saliendo ya de sus
auriculares, quieto entre la gente que se mueve, esperando y esperando,
con su corazón latiendo y su barriga respondiendo al saludo. Emociones
difícilmente describibles y aún menos explicables, murmura que no
espera nada de la vida, que el mañana es una estúpida ilusión que apenas
está dispuesto a descubrir. Las bandadas de pajarillos negros se revuelven
en el aire en una danza absurda e incomprensible, le marean la vista, pero
al mismo tiempo son una imagen tan hipnotizante que no puede dejar de
mirar.
Y la gente pasando a su alrededor, rozándole con sus cazadoras de marca,
y los niños mirándole y todos preguntándose qué hace allí en una tarde de
fiesta, esperando como un estúpido.
Eso exactamente, un estúpido, piensa.
Y luego una música triste, temblorosa y obligadamente destructiva, casi
violenta, sonando entre las paredes de una cocina limpia e impoluta. Una
ensalada ocupa un cuenco verde oscuro, y el chico la mira completamente
embelesado y absorto por sus colores, y por lo cáustico de la música. El
verde-amarillo-blanco de la escarola, el amarillo del maíz y la granate
remolacha, los pálidos espárragos y las aureolas de aceitunas negras y
verdes, el naranja de la zanahoria y los blancos pedazos de queso, y el
pan tostado y las semillas de sésamo y de amapola, y los pedazos secos y
ocres de las nueces. Los ve y los asimila, los entremezcla con la música
en un aliño vital que se le escapará un rato más tarde, cuando aquella
mixtura de colores y notas se deshaga sobre su lengua, transformados los
sabores en notas químicas y las melodías en seco silencio, mutada aquella
belleza en mera química y mera esclavitud. El chico lo sabe.
Añade el aceite y la sal, un poco de vinagre. Toma un tenedor de frío
metal agresor, y apaga la música. Se lleva el cuenco al salón, y mastica
todo aquello con la sensación de destruir algo, y de no usar la destrucción
para un propósito mayor. De desear que llegue el fin de la tarde, que ella
venga y que así puedan discutir al menos un poco, liberarse de aquella
angustia que le recorre una y otra vez, pasándosela a ella. Que sufra otro
y no él.
Ella no llega. No esa tarde. El chico espera mascando la furia, apretando
sus manos sobre las rodillas doloridas y bebiendo un trago de agua tras
otro. Espera en vano. Espera en vano, porque ella no llega.
Tras la primera, la segunda hace que llueva una granizada de alcohol y
comida y ácidos y bilis sobre aquel pozo de penurias, y una tercera lanza
ya nada más que saliva al fondo. Da una gran bocanada de aire fétido y
cargado de orina y vómito, y luego se deja caer a un lado, arrastrando las
ya sucias palmas de las manos por el suelo. Nota humedad en sus
calzoncillos, entrevé cuervos sobre su cabeza. La música machacona
atraviesa las paredes y le recuerda que todo aquello es real. Que ya da
igual dónde haya empezado y cómo haya sido el devenir de las cosas.
Porque todo eso no son más que tonterías. La culpa y el perdón, son
penurias menos físicas que el vómito pero igual de eficaces.
Alguien golpea la puerta. El chico sabe que es ella. Que está allí
golpeando no para saber si está bien o mal, simplemente porque lleva
mucho rato dentro y la gente, afuera, empieza a impacientarse. La está
avergonzando, y eso le divierte durante un segundo, pero luego le hace
sentirse desdichado y atrapado. Y por encima de todo, la náusea que
amenaza con regresar y hacerle volver al pozo de penurias, que, piensa, es
quizá un destino de mayor suerte que alzarse sobre sus rodillas
temblorosas, descorrer el estúpido pestillo, y salir afuera con el aliento
apestado a comida y alcohol putrefactos, y la camisa y el pantalón
cubiertos de manchas y orina.
No, murmura. Me quedaré aquí.
El alcohol sobre el suelo, y el vómito en el retrete. La luz ambigua sobre
él, y sus emociones aplastadas contra la pared como impertinentes
mosquitos ávidos de sangre y reventados como consecuencia de su
apetito insaciable. Se pasa la mano mugrienta sobre la barba, nota las
lágrimas de sal casi agrietadas sobre la piel, y eructa sin suerte, un
borbotón de vómito germinando de su estómago y cayendo sobre su
camisa y dibujando un feo y líquido delantal. De nuevo golpean la puerta,
y una voz familiar grita su nombre mientras una nueva canción habla del
amor en viernes y del desamor el sábado.
Ojala lloviese, gruñe, intentando levantarse, sin éxito. Apoya un brazo en
el retrete, y su cabeza en el brazo, y su mente la tira con ganas al fondo
del pozo.
Empieza y termina, murmura, antes de dormirse, pensando en que no le
gusta esa sensación, trapo arrugado y tirado, exprimido tantas veces que
ya no puede limpiar más mierda. Que ningún día de su vida fue
convencional a pesar de que disimulase bien. Que jamás podrá alcanzar
esa normalidad que para otros es un tesoro que no valoran pero que
almacenan bajo llave, pieza clave de una felicidad inconsciente y
ciertamente estúpida. Piensa, el chico, que la cerveza es una píldora
efímera para curar lo que late en su cabeza, pero que no conoce nada
mejor.
Golpean la puerta otra vez, alguien empieza a gritar por encima de la
música. Ahí está ella, piensa, roja de veleidad y plenamente convencional,
una triste sombra de la que un día me exasperó atusándose el pelo, de la
que quemó cajeros conmigo y con la noche, de la que se mojó a mi lado
bajo un aguacero, y de la que siempre luchó de mi lado y no del de los
demás.
Ahora… ahora está muerta, murmura. Muerta porque lucha contra mí y
porque yo ya no soy capaz de luchar.
Golpean de nuevo, Y vuelve la náusea, llevándoselo consigo y con sus
miserias a otro lugar donde la música que suena es siempre la que le
gusta, donde el reflejo del espejo es siempre un fotograma en donde se le
ve feliz e inconsciente.
Fin
A los morados de la vida
03:11, 28 de febrero de 2010,
Ernesto Diéguez Casal
Donde habitan las musas muertas
Nulla ethica sine aesthetica
Como un anciano con los huesos frágiles y quebradizos, engranajes
estupefactos por el inevitable pero perceptible paso del tiempo, así se
aproximó el tren a la estación, tratando de frenar, metal de la ruedas sobre
metal de las vías, sobre pedruscos impregnados en aceite negro y entre los
cuales pequeñas briznas crecían en inútil y heroica intención. Chirriando
como una olla a presión a punto de reventar, se detuvo aquella caravana
de ilusiones, rutinas y hormonas, junto a un andén sobre el cual el polvo
invisible se agitó, temblando como un cosmos en expansión, y cayó de
nuevo sobre la baldosas gastadas, una lluvia plumosa y cargada de luz. El
chico se levantó del asiento raído como la piel de una serpiente a punto de
mudar, observando a través de la ventana el solitario andén, un par de
falsas farolas vomitando luz desde sus filamentos candentes, la luz
cayendo y dando forma, barandas de metal oxidado y un kiosko cerrado
con los estantes repletos de revistas pálidas por la lluvia diaria de luz
solar, un par de puertas y la oscuridad de una estación cerrada tras ellas.
Un hombre de prominente barriga y blanca camisa se arremolinaba
apoyado en una pared, mirando el tren con el hastío inmutable en su
rostro de barba incipiente y piel cubierta de grasa, sobre su nariz aquilina
una frente cubierta por la cascada de pelo oscuro. En sus labios, un pitillo
consumiéndose en el fervor de devorar oxígeno. El chico se observó a sí
mismo en el mismo cristal, que ambiguo en su existencia le devolvía la
imagen de un espectro que caminaba por la vida henchido en un ego
desmedido para ocultar su inseguridad, un afán insufrible de no estarse
quieto para huir de sí mismo en solitaria reflexión. Suspirando como para
echar fuera aquel sentimiento de desengaño, conocido como un amigo de
infancia, se alzó sobre sus tobillos dormidos y trémulos por el traqueteo
del viaje, y del estante asió con sus dedos el gran saco amorfo. La tela
dura y áspera, del color de la hierba que durante semanas se ha sumergido
bajo el agua de lluvia y emerge con un verde muerto y que llama a la
podredumbre a grandes gritos de dolor incontenible, con una cuerda en el
extremo, anudada encerrando el contenido que, de todos modos, le sería
imposible desconocer. Porque estaba en aquel lugar por el contenido. Se
echó el saco al hombro amarrando de los cordeles, y el peso del saco se
cayó hacia su espalda. El chico encorvó también su cuerpo, y no sólo su
alma, y caminó así por el suelo blando del vagón, hasta dejarse ir por las
escaleras y saltar al andén. Resopló mientras el tren, metal de sus ruedas
sobre metal de los raíles, se ponía de nuevo en marcha con el esfuerzo de
un anciano con los pulmones encharcados por decenios de nicotina, y
arrastrando tras de sí una miríada de partículas invisibles pero que
destellaban con la luz de las farolas, trató de desaparecer en la distancia,
entre los edificios, bajo el azul eléctrico de un cielo sumido en el ocaso.
Dejó el saco sobre el suelo, sólo un instante, y resopló extendiendo su
cansancio mental a todo su cuerpo. Se sentó al borde del andén, y vio a lo
lejos las luces del último vagón, todavía perceptibles, dos puntos rojos
como la mirada de una alimaña en la noche siniestra, que se alejaban pero
que amenazaban todo el tiempo con saltar de su escondrijo de mentiras y
traiciones. Se miró los pantalones vaqueros manchados, y el bulto en un
bolsillo que era la cajetilla de tabaco pareció palpitar como un segundo
corazón que viniese a sustituir al original, que destrozado unos
centímetros más arriba, parecía incapaz de alimentar a su pueblo de
amigos y súbditos.
Te echo de menos, y aún no te has ido, murmuró el chico. Y sacó la
cajetilla del bolsillo notando el músculo terso bajo la tela, y luego tomó
un cigarro entre los dedos y lo encendió con un mechero negro y dorado.
Aspiró la primera bocanada de humo, de nicotina inyectada a sus
pulmones abotagados, y la expulsó con la triste certeza de que con esa
primera exhalación se iba todo el placer. Le quedó sólo la agradable
sensación de sus labios prensiles arriba y abajo de la boquilla insípida del
pitillo. Echó una mirada al saco, que inerte descansaba sobre las baldosas
como un fardo de sueños rotos e inorgánicos. Atrás, notó la mirada
estúpida y cansina del hombre que fumaba. El tren se había ido hacía un
buen puñado de segundos, tragado por los edificios en su deambular de
eterna desdicha, de repartir espectros en un lugar y también en el
siguiente.
No te cansarás de que nadie te pertenezca, pensó. De que todos usen tus
músculos y luego te abandonen una vez ya no sirves más que para
desaparecer.
La estación se convertía en un lugar sombrío por momentos. Las farolas
levitaban en el centro de su luz, henchidas del placer de su falsa
grandiosidad, pero la luz caía efímera y débil, sobre el mundo al que nada
le importaba. El hombre lanzó la colilla al suelo, no más que el filtro
añorando, y desapareció con sus pasos tamborileando el suelo como un
trompetista que ha perdido su orquesta. Sobre aquel anónimo lugar, el
chico se dijo que ya era momento de alzarse sobre sus pies. Que el cielo
otrora azul lleno de luz y de Sol era ahora un cementerio en el que nacían
estrellas para rememorar cada muerte y cada alumbramiento. Que debía
irse.
Aunque doliera.
Así que se puso de pie, atusándose estúpidamente los pantalones sucios, y
luego tomó el saco y se lo echó a la espalda, y no pudo evitar, mientras
echaba a andar, pensar en que parecía pesar mucho más que la primera
vez que lo había tomado entre sus manos, ligero como una pluma
levitando en la luna. Pesaba porque no quería seguir.
Abandonó la estación marchita de vida y se internó en las calles del
pueblo igualmente solitario y lleno de luz naranja. Un contenedor lleno a
rebosar dejaba caer latas y espaguetis podridos, evidencia de su insaciable
sed saciada al fin, la grasa corriendo por las paredes de plástico verde.
Varios coches se apretujaban como crías abandonadas en la noche fría,
buscando el calor mutuo para alcanzar la supervivencia única. Allí, una
casa se alzaba sobre cimientos de piedra oscura, y las ventanas arrojaban
desde su interior luz de una existencia más tranquila e inconsciente, risas
enlatadas y dramas inventados tras rulos rosas y mascarillas de pomada
fría. Tras cafeteras piando como pajarillos, tras hornillos sobre papel de
periódico y el sonido de la hinchada. Allá, otra casa simulaba ser la
primera, y así en una sucesión sin fin de ilusiones rotas y encerradas a cal
y canto, de esperanzas que se alejaban a cada paso que su dueño daba,
como en el eterno juego de perseguir el arco iris para encontrar una
cacerola llena de oro fatuo.
Perseguid ese horizonte, estúpidos, murmuró el chico con el saco a sus
espaldas, cada vez más pesado, y exhaló un gran suspiro, pensando que
quizá el agujero negro de su interior estaba devorando su alma en una
orgía de destrucción. De entropía descontrolada.
Conocía aquellas callejuelas imberbes, y a cada uno de los rostros que
tras las cortinas ignoraban que un errante atravesaba el asfalto gastado
igual que la vida de un mendigo. Había estado allí tantas veces, tantos
pasos había dado sobre sus mismos pasos, y estos sobre otros pasos y
sobre los pasos primigenios tal vez, tantas, tantas veces, que el ritual que
un día le sorprendiera en inocente vaivén de emociones, se había cargado
ahora de dolor y transmutado en una rutina masoquista e inevitable.
Sobre aquel pueblo pequeño, las azoteas planas de casas que jamás
recibían el agradecimiento de un cielo lluvioso clamaban ante el
firmamento cada vez más oscuro casi negro, clamaban por algo, no sabían
el qué, pero clamaban ante el dios sobrenatural que dominaba sus vidas
insulsas, reclamando terminar con una injusticia milenaria. Sin saber que
eran ellos mismos, seres aburridos y convencionales, los que construían
con cada pensamiento inútil la naturaleza de su existencia, la naturaleza
de aquella injusticia. No como yo, murmuró girando en una esquina. Que
hago de mi vida un tormento si con ello puedo evitar caer en la vida
automática. Por eso aquel saco pesaba tanto. Y entre el cielo y las azoteas,
demasiado obvia para el chico la metáfora, un peñasco, una pared de
piedra oculta tras la oscuridad le llamaba con grandilocuentes gestos,
recordándole con sonrisa satisfecha, sabía que volverías, pequeño artista.
Y he vuelto, tenías razón, respondió el chico a la llamada.
Agonizó el pueblo a su alrededor, dando paso los edificios a pequeñas
casas y sus huertas siniestras de tomates colgantes y pimientos hablando
con la tierra húmeda tras una tarde de riego, contando leyendas acerca de
aquel cautivo que, de vez en cuando, paseaba su dolor por entre cristales
y lunas, entre coches aparcados y el humo del agua hirviendo. Y emergió
la peña ante él, demasiado extraña, oculta por el velo de oscuridad.
Invisible durante el día, sólo vivía durante la noche, esperando con
cautela y tranquilidad la llegada del chico. Tras el cual, el saco tiraba
hacia la tierra, hacia el magma ardiente. Y el chico podía notar cómo las
cuerdas se marcaban en su piel sudorosa y fría, como las formas
conocidas del contenido del saco se marcaban en su espalda. Te conozco,
te conozco, murmuró.
Vagando entre aceras inacabadas, entre sacos de cemento y montículos de
arena, cordilleras nocturnas a la luz de las estrellas, palas y maquinaria
muerta, caminó pensando y evitando la mirada del peñasco. Pensando en
el momento. Toda aquella gente en sus asientos de plástico azul, o sobre
los escalones de cemento liso y gris, o sobre un suelo cubierto de goma
verde, y el chico sobre el escenario, transformado en una hidra de mil
cabezas, alzando la voz entre la música, sus dedos eléctricos acariciando
las cuerdas tensas y cariñosas con las yemas.
Yo en un concierto, tú dormida en un aeropuerto, murmuró clavando la
mirada en sus pies que se arrastraban.
Supo que había muerto mientras entonaba la canción que había
compuesto en su nombre, que había muerto en aquel aeropuerto, dormida
como una niña envenenada a la cena y que duerme una noche eterna. Y
terminó sus canciones como quien se terminaba un plato que al principio
sabía bien pero que luego se enfriaba y ya no sabía a nada. Y luego se
sumergió en un camerino lleno de flashes y comida y ramos de flores,
pero el chico solamente podía pensar en que ella había muerto, en que se
había ido cargada de inspiración, que se había llevado todo lo que le hacía
ser él mismo a un lugar a donde no podía ir. Pensando que había sido
violado, que le habían robado un pedazo de algo que no tenía nombre y
que no debía tenerlo, y que ahora debía ir a buscarlo a otro lado. Como
tantas y tantas veces.
Desaparecieron las casas, y el cielo se hizo mudo en el clamor de las
estrellas soberbias y espectaculares y de tan ostentosas miserables y
repugnantes. Allí estaba un desierto de setos resecos y sus hojas
recortadas con el horizonte lejano e hiriente, de alimañas que se
deslizaban en la oscuridad en busca de presas físicas o etéreas. De
rebaños de deseos y fantasías, que saltando como en un ballet abstracto
ansiaban dejar atrás el suelo y amarrarse a alguna estrella descuidada. Un
lugar polvoriento donde vagaban como lobos solitarios pequeños
demonios disfrazados. El chico no veía nada, solamente veía sin ver sus
zapatillas cada vez más sucias, mientras la sangre palpitaba en sus dedos
atados y su inconsciente se peleaba consigo mismo.
Que cuándo ha empezado esto, se dijo notando las palabras resecas en el
aire cada vez más frío. Que cuándo había empezado aquella peregrinación
sin fecha ni promesas.
Alcanzó las faldas de la peña, de aquel monte que marcaba el destino y el
desatino como un oráculo orgánico y palpitante. No recordaba la primera,
albergaba su vientre fétido la débil sensación de que no había existido
primera vez, que nunca había empezado a ir a aquel lugar. Pero recordaba
quién había sido la primera en morir. Descubrió sin sorpresa el inicio de
las escaleras, de aquella infinita ristra de escalones que llevaban a lo alto
de la peña. Peldaños gastados por pocos pero pesados pasos, suaves como
la piel un niño sano al sol. Dejó un momento el saco en el suelo, y
observó intenso y con las mejillas encendidas, como su contenido se
desparramaba un instante y al golpear una roca se quedaba inmóvil. El
chico respiró hondo para tratar de recuperar el aliento, y se sentó en el
primer escalón. Sacó un pitillo del bolsillo y lo prendió. De nuevo la
primera calada placentera, de nuevo el borbotón de humo sucio
elevándose en el aire frío como una esquirla, como una cinta
revolviéndose y luego al fin disolviéndose entre el oxígeno y el argón.
Vio consumirse lo blanco arrollado por un círculo de fuego sin llama,
apretando sus labios secos sobre la boquilla inocente.
Nadie quiere cantar, se dijo tirando la colilla muerta y mojándose los
labios con la lengua hinchada.
Nadie quería cantar, ni siquiera él mismo, hasta que había aparecido ella,
con sus ojos remarcados en negro y largas sus pestañas, pómulos
prominentes y labios oscuros, pelo húmedo y liso. No, nadie había
querido cantar. Ni siquiera el chico, amarrado a una cerveza, y que miraba
con vergonzante timidez el escenario expectante. Aquella piel pálida
había despertado un impulso animal, así recordaba cómo había soltado la
cerveza sobre una barra pegajosa y con valeroica estupidez, saltado al
escenario. Llamando con su mirada de luz los ojos negros perdidos de
aquella gótica de escuálidos brazos y piernas frágiles. Su voz manando
parecía acostumbrada a hacerlo pero el miedo atenazaba sus costillas, le
impedían respirar, y así terminó, asfixiado, exhausto, sentado al borde del
escenario mientras el dueño del bar fregaba un suelo mugriento alzando
las sillas sobre sus patas en la barra, las luces apagándose o parpadeando
exaltadas por la cercanía de un breve descanso, el olor a lejía abriendo sus
fosas nasales. Y aquellos ojos remarcados en negro surgiendo de entre la
oscuridad de un baño hediondo y ofreciéndole un pitillo. Luego habían
bajado juntos a los infiernos de una mazmorra medieval, el chico había
saltado a todos los pozos que había encontrado y ella se había
entrevistado con todos los dragones que durmiesen sobre una montaña de
oro.
El chico acarició las marcas sobre el quinto escalón, hendiduras
profundas como valles, rellenas de polvo y restos de hojas y bacterias y
piel muerta. Era la marca, su marca. Había muerto cuando ya no restaban
más dragones que entrevistar, y el chico la había encontrado flotando de
espaldas sobre el pozo más profundo, aquel en cuyas aguas hervía
cianuro.
Si, esta es tu marca, murmuró.
Así que se levantó y tomó el saco de nuevo. Lo he hecho más veces, esta
sólo es una más. pero al tiempo que murmuraba sus ojos se entrecerraban
para enclaustrar las lágrimas más allá de donde nadie excepto él mismo
las pudiese ver. Subió el primer escalón, el segundo, el tercero, el cuarto,
pisó con fuerza en la muesca del quinto, y luego, evitando mirar más de
lo que debía, inició el largo ascenso, aquella escalinata que rodeaba como
un amante celoso la roca del peñasco maldito y fecundo. Contando uno a
uno los escalones, ansiaba alcanzar el siguiente, del cincuenta y seis al
cincuenta y siete, del ochenta y tres al ochenta y cuatro. La segunda
muesca se marcaba como con una navaja sobre el tronco caído y seco
entre los escalones rodeados de fragmentos de piedra, y su respiración ya
agotada dejó caer el saco y con las yemas rojas del esfuerzo acarició la
madera ya blanca por la erosión de la sal del aire, notando las muescas,
esas marcas crípticas y olvidadas. Observó aquel maldito tronco, al que
un día se había amarrado con fuerza para evitar que se lo llevase lejos la
corriente brutal de un mar loco de ira y de celos. Con ella a su lado,
finalmente también ahogada por las algas y el agua del océano. Ella, que
había aparecido en su vida con la cotidianidad de lo conocido una y mil
veces. Aquel pelo oscuro, aquella voz firme, esa forma de vestir. Atados a
un árbol, el chico había visto como la corriente se la llevaba y la
devoraba, había llorado con los brazos rotos en torno a la madera
entonces húmeda.
Porqué, preguntó a la noche, audible la carcajada del peñasco.
La musa de sus canciones, manantial de letras oscuras y extrañamente
románticas, melodías de bordes suaves y contenido inquietante, todo
aquella había nacido bajo el influjo de la chica del árbol, que tirada sobre
el sofá, fumando y volando lejos de él, le había inspirado con su
indiferencia, con sus besos infrecuentes y sus caricias bruscas e
inesperadas. Semillas bajo la piel y césped en sus brazos, miradas que
resbalaban por brazos que le ignoraban. El chico había aprendido a
desvestirla con tres acordes, a desnudarla con el cuarto, y morder su pelo
con el fin de la canción. Pero un día había muerto en un mar de distancia
insalvable, había muerto mientras él seguía amarrado al árbol.
Pasó una pierna sobre el cadáver de madera, y casi montado sobre él
como si de un caballo de la muerte se tratase, alzó el peso del saco y lo
pasó al otro lado. y sin mirar atrás, lo llevó de nuevo sobre su espalda
encorvada y continuó el ascenso. La musa, muerta e invisible en el
interior del tronco, él cansado y masacrado, notando la piel de su corazón
ulcerándose con cada paso. Girando en torno a aquel pedazo inmundo de
roca, descubrió la tercera muesca, la tercera marca, sobre la esquina de un
escalón que pendía del vacío sin suelo que lo sustentase, pero sólido
como la misma muerte que le empujaba a caer. Dejó el saco y su
contenido a un lado, y refrenando la intención de soltarse al aviso y
abandonarlo todo allí mismo, acarició las marcas. La recordó. Ella
postureaba a su lado, con un chándal negro y sucio y una camiseta blanca
que llenaba con cuestionables atributos que el chico había aprendido a
amar y desear como los de una Calíope oculta tras un vaho de rutina. El
chico la miraba mientras ella sonreía en su máscara de pálida piel, que
luego enrojecía bajo sus dedos, y que luego respiraba profundamente bajo
sobre sábanas arrugadas y vísceras temblorosas.
Qué te pasó a ti, niña, dijo el chico. El peñasco se divertía, el chico notaba
palidecer los nudillos. Notaba embrutecerse su mirada. Las estrellas
tintineaban. Orión parecía a punto de desenvainar la espada.
Ella murió mientras alzaba sus pies al cielo, y sujetaba con sus manos la
espalda tensa. Murió mientras sus pechos le miraban directamente a los
ojos y su larga melena rubia plateada estallaba y refulgía bajo la luz de
tubos fluorescentes cargados de artificialidad. Murió así, bajo la atención
de los ojos rojos, sin dramas ni tragedias, murió porque no podía ni debía
hacer otra cosa, y el chico no lo comprendió porque su mente racional se
negaba a aceptarlo. Porque ella le había quitado la guitarra y le había
enseñado a escuchar. Pero murió.
Y de nuevo el saco a sus espaldas, se negó a sí mismo, negó sus piernas
cansadas y su espalda sudorosa, negó su pecho abierto y sus ojos
asustados.
Iré hasta arriba, murmuró.
Atravesó más marcas, más hendiduras, tantas que creyó no reconocerlas a
todas, pero si lo hacía, era incapaz de olvidarse. Su inspiración yacía
muerta en cada una de aquellas muescas. La podía acariciar pero jamás
podría tomar el polvo entre sus manos y como un ave fénix llamar al
fuego y restituirse en un nuevo ser vivo, poderoso y lleno de vida. Y entre
el polvo de la inspiración, las lágrimas y los paseos desesperanzados de
madrugada en la noche lluviosa y llena de viento, el hormigueo en un
estómago vacío y la mirada al cielo entre las ramas de los árboles, un día
cargados de hojas y al otro con ellas desprendiéndose como inútiles y
superfluas extremidades inertes, y luego las ramas desnudas y más tarde
de nuevo creciendo, todo entre el polvo miserable, allí estaban todos sus
anhelos, los besos perdidos y los besos no devueltos. Encontró la chica
ciega a la que había mirado sin cesar porque parecía ser la única capaz de
ver, tras aquellos ojos malogrados y vergonzosos, una mirada diferente
que desvestía el mundo de trivialidades y lo dejaba desnudo para que el
chico lo pudiese ver. Recordaba la sonrisa maternal al verle componer
canciones estúpidas, los ánimos que jamás había escuchado de sus labios.
Y mira dónde está ahora, murmuró el chico. Encontró entre escalones
destrozados las marcas de un millar de bailes, de los pies de aquella chica
de pecho alterado y ojos entrecerrados y largo flequillo que en la noche
de luces inventadas le había llevado lejos de su guitarra, que le había
hecho bailar, que le había enseñado a oler el sudor entre el humo, la
pasión desatada e infructuosa en la piel de mil cuerpos desnudos. Ella
había muerto bajo los pies de una marabunta de odiosos soldados al paso.
Y junto a ella, la ciega todavía estaba mirando. Encontró a la chica de
lejanas tierras, que ensimismada en música de montañas y valles se
arrullaba en la voz grave del chico, trataba de protegerse de un demonio
que no existía y del cual él no podría protegerla jamás. Por eso había
muerto, tragada por sí misma, por eso se había llevado su inspiración, la
inspiración de su cuerpo generoso y su vientre acogedor, de su pelo
rizado y sus ojos insondables pero de fondo oscuro. Y mientras ascendía y
atravesaba hendiduras, y sus lágrimas asomaban y morían en la comisura
de sus ojos, y sus brazos que se morían de tirar del saco y su espalda
agonizaba mientras sus piernas ni siquiera sabían al son de qué orquesta
se movían, mientras la noche oscura trataba de tentar a su alma para un
viaje diferente, veía su inspiración muerta por todas partes, veía las
marcas en los escalones, allí donde sus musas se habían aferrado a la roca
clamando un segundo más de vida, y no eran más que él mismo en una
búsqueda de algo que no tenía nombre y no debía tener. Escuchaba el
piano al fondo del horizonte, improvisando por momentos la banda
sonora de una mente atormentada. El chico sabía que faltaban las marcas
más duras, iguales que muchas otras en su aspecto pero demasiado
amplias para saltarlas dentro de su cabeza herida.
Así llegó ella, la mujer del pelo convertido en fuego, alzándose sobre la
Torre de Babel. El chico se dejó caer de rodillas sobre el escaló, y el saco
y su contenido rodaron unos escalones, rebotando y dando forma por
unos instantes a la tela amorfa e inerte. La melodía del piano se hizo
triste, rebotaron los acordes sobre el horizonte oscuro, acarició el chico
las marcas como si desease meterse dentro de ellas, y la roca estaba fría y
húmeda por el rocío de aquella noche en la que le llamaba la muerte
aunque el muerto no fuese él. El abismo le rodeaba desde el cielo
inalcanzable y el suelo lejano y brumoso, las paredes de roca a un lado y
los escalones como único sendero. Manaron las lágrimas ahora sí,
crecieron las carcajadas al otro lado, y enmudeció el piano, tímido y
asustado. Y el chico se preguntó cuánto tiempo había pasado desde
entonces, desde que ella encendiese su imaginación con relatos traídos de
tierras lejanas y contados en tierras aún más lejanas, entre ruinas de
piedra y tumbas de piedra, y vacas de piedra en horizontes de piedra y
bajo un cielo de piedra y el color dibujado en sus ojos y en su pelo
desafiante. Abrazando aquella inspiración de zapatos rotos y desiertos
negros, de un año de rebelión y de leyendas, el año del fin, y del albor.
Cayeron sus lágrimas, cataratas de escalón en escalón, resbalaron sobre el
borde al abismo y llovieron sobre un cosmos que ya no admitía más
lluvia. Se alzaron las risas, el piano se volvió imprudente y así tembló el
horizonte, tenso, llamando armas. Porque la aurora del amanecer tornaba
la oscuridad de la noche, anunciaba la llegada de un nuevo día, y con el
nuevo día el peñasco se esfumaría y el chico caería al vacío, con el saco y
su contenido.
Se levantó del suelo resbalando un instante en la piedra húmeda por sus
lágrimas, negó mirar otra vez aquellas marcas y tomando el saco en sus
brazos, ya no en su espalda, asumió el peso de su contenido. Era suyo, le
pertenecía.
Lo alto del peñasco ya no estaba lejos. Quizá le faltasen mil escalones, un
millón, o quizá estuviese tan cerca que jamás llegase a alcanzarlo, pero
corrió mientras se desbocaba su corazón imperfecto y que latía al son de
la música de la batalla. Estaba allí, había llegado aunque jamás se había
ido.
Y por qué no morir ya aquí, a las puertas del abismo, se dijo a pesar del
ímpetu. Por qué no morir ahora que sé que podría hacerlo sin que nada
variase en el mundo que dejo atrás. por qué no morir.
Pero la cima ya había llegado, y el chico no podía pensar más en morir.
Porque en aquella mesa de piedra cubierta de musgo verde y líquenes, sin
flores, pequeños montículos de tierra prieta se elevaban. Era el
cementerio de sus musas, el lugar en donde yacía su inspiración y al que
se veía obligado a volver cada vez que una de ellas moría, presa de sí
misma, o de la violencia con que las usaba y luego las miraba al morir,
agotadas y exhaustas. Dejó el saco en el centro de aquel lugar, y caminó
respetuoso entre los túmulos tratando de evitar contarlos pero haciéndolo
igualmente. Su inspiración, yaciendo muerta. Sus cuerpos, también
muertos, putrefactos, secos sus huesos. Sin esperanza. un mar de musas.
Tanto las había amado un día, y odiado y destruido, tanto se había
frustrado sin ellas y tanta furia había sentido en su presencia. Se había
aplacado la música en su horizonte, pues la aurora había dado paso al
alba, y ahora el peñasco se iba desgranando desde su base pues el día que
nacía lo destruía convirtiéndolo en nada.
El chico en lo alto se había sentado en el suelo, y observaba al peñasco
convertido en una roca flotando entre nubes plateadas por la luz. Parecía
un navío que enfrentaba el viaje definitivo que la destruiría y la elevaría
al a categoría de leyenda. Cantando sobre sus desventuras los poetas en
los pueblos pequeños de un lugar olvidado. Llorando los amigos de
infancia y tiradas sobre una pradera seca las mujeres abandonadas a un
amor imposible y por definición muerto cruelmente. Pero era el chico el
navío varado a un destino incierto. Observó con tristeza incontenible
aquel saco y su contenido, su última musa. Deseando que en ese justo
instante surgiese viva, apareciendo del interior del saco con su melena
rubia ya oscura, emergiendo como el glande un falo erecto dejando atrás
el prepucio infame. Deseaba verla con sus mejillas encendidas de nuevo,
portando entre sus manos huesudas y pálidas la inspiración de la que él se
servía, convertida de nueva en una musa cotidiana de un mundo real no
inventado. Deseaba verla caminar hacia él y sentarse a su lado.
Tú eras mi musa, la definitiva, murmuró. Pero no.
Pero no. Pero no, ella no surgió del interior del saco. Y el chico sabía que
debía irse de allí si no quería morir en una eternidad de indecisiones.
Avanzar, siempre avanzar. Y qué si quería quedarse así, en esa placidez
triste, de recuerdos que le amortajaban pero que le volvían real y no
ficticio por un solo momento. Que le alejaban de la imperfección durante
un efímero instante. instante en el que creaba, en el que sus manos se
rodeaban de magia y creaban, imitando ser un pequeño dios. Retando al
dios verdadero a demostrar su supuesta superioridad.
Ahora, una ventana de luz entre las nubes dejaba pasar un chorro de luz
incendiada, y el chico se sintió iluminado un instante. Ya escuchaba las
voces del peñasco, diciéndole muy al oído que debía irse. Encontrarás la
inspiración en otra parte, decía. Habrá más musas. Porque te alimentas de
ellas. bebes de su sangre hasta que ya no sirven, y te sorprendes cuando
han muerto porque tenías la estúpida esperanza de que esta vez no, que
esta vez no sea así, que esta vez sea para siempre. Pero siempre volverás
aquí a traerme su cadáver. Y te maldecirás por haberlas matado, me
acusarás de ello pero tú eres el único culpable. El culpable de usarlas y de
asesinarlas.
Y el chico que sólo podía bajar la mirada.
Y ahora te plantas aquí en lo alto, con las mejillas manchadas de lágrimas
resecas, y deseas con falsa inocencia que ella siga viva. Que aparezca de
entre los muertos con tu piedra filosofal, que te venda todo lo que es para
que puedas crear. Para que puedas jugar a ser dios aunque no sepas
siquiera que habita en el centro de tu mente. ¡Deseas que viva! Y deseas
que viva para poder matarla, y hacerla vivir otra vez, y matarla, y sin fin
sólo para uso y disfrute. ¡Para ti, maldito egoísta!
Y el chico que sólo podía bajar la mirada y penetrar en sí mismo para oír
mejor aquella voz.
¡Egoísta! Te maldigo, te maldigo a arrastrarte hasta aquí, te maldigo a
sufrir por cada una de esas muertes, te castigo a subir cada vez más alto
para poder ver la luz del Sol. Te maldigo a sufrir. Hasta el mismo día de
tu muerte.
Y el chico que se levantó y observó que, tras él, ya no había saco alguno.
Simplemente, un montículo de tierra prieta que se perdía entre todos los
demás. y alrededor, mientras el peñasco desaparecía por acción de la luz,
un horizonte infinito que se abría en todas direcciones, embrutecido por
las posibilidades, por los destinos y las decisiones. Las escaleras a un
lado, el camino de vuelta.
Yo estaba en un concierto, y tu muerta en un aeropuerto, murmuró, y
esperaba la respuesta de la voz del peñasco.
Pero ya no había más que silencio. Ese silencio en donde sólo se podía
escuchar a sí mismo. Incerrable para siempre.
01:47, 18 de marzo de 2010, EDC.
Fin
La llamada de trascendencia
Año 1 (60 tracks)
46675 palabras después
El principio
14 junio, 2010
Puesto que se dice que todo tiene un principio, este es, y será, el primer
post del blog La llamada de la trascendencia.
Hasta ahora he machacado a ciertas personas con correos cargados de
relatos, cuentos, novelas, o demás pensamientos varios, además de
probablemente pesadas conversaciones. Por eso, la función de este blog
es canalizar todo eso a un mismo canal y que cada cual luego lea lo que le
apetezca, si le apetece. Iré colgando aquí los cuentos, o relatos, de un
golpe o por partes si su extensión así lo requiere. Eso no significa que a
ciertas personas (diríase, especiales) no les vaya a enviar igualmente los
documentos.
Con el tiempo, uno se da cuenta del esfuerzo que exige a los demás. La
empatía es algo con lo que se nace, pero que también necesita cultivarse.
Como siempre me gusta decir, cada cual debe hacer en cada momento lo
que cree que debe hacer. No es un trabalenguas, es una realidad. Y lo que
yo creo que debo hacer en este momento es dejar de molestar
continuamente a todo el mundo con mis escritos. De tal modo, ya no
exijo. Que cada cuál me ceda su tiempo si es lo que cree necesario.
(objetivo 1 del blog)
¿Por qué La llamada de la trascendencia? También con el tiempo, y no sin
ayuda de muchas de las cosas que he leído en los enlaces que lleva el
blog, me he dado cuenta de que solemos vivir en una realidad demasiado
ceñida. Nuestro cerebro es un animal asustado y encerrado en un lugar
muy oscuro llamado cráneo. Diseña una realidad que no se corresponde
exactamente con lo que es, si no con lo que el cerebro quiere que sea. Eso
no es bueno ni malo, simplemente es. Y para mí, se ha convertido en una
obligación casi moral explorar esas ideas y esos conceptos, llevarlos un
paso más allá, dejar que mi realidad no sea ceñida. Es algo que llevo
haciendo mucho tiempo, ahora solamente expondré mis ideas por escrito.
(objetivo 2 del blog)
Puede decirse que soy ambicioso con este nuevo proyecto, y que es más
que probable que termine aburriéndome de él, o de que a nadie le
interese, y que acabe descansando en el mismo cementerio virtual que el
fotolog, el tuenti, etc.
Pero el camino importa.
De hecho, es lo único que importa.
La roca que cayó del cielo
29 junio, 2010
¿Entras conmigo?, preguntó ella. Yo la miré un segundo y negué con la
cabeza. Te espero aquí, le dije. Vi como desaparecía dentro del
supermercado, y me dediqué a mirar al medigo/perroflauta que trataba
de arrancarle unas monedas a los clientes que entraban o salían. Su
aspecto desencadenaba en mí una mezcla de desagrado y simpatía.
Llevaba una gabardina que probablemente hubiese tenido un pasado más
afortunado, igual que su dueño, y unas botas varios números por encima
del debido, así como un vaquero inflamado en manchas. Una barba rala y
negra, el rostro demacrado, y una coletilla de pelo apelmazado cayendo
sobre su espalda. Me lo imaginaba inyectándose heroína en la ingle en
cualquier descampado, pero ahora bailoteaba con poca gracia frente a una
jubilada con cara de pocos amigos. Vamos, señora, una monedita seguro
que tiene, le decía. Pero la jubilada, con un repelente moño plateado
apuró el paso y le dejó atrás, pasando a mi lado. La mirada del mendigo y
la mía se cruzaron un instante, y me descubrí sonriendo con complicidad,
pero luego el hombre volvió a lo suyo, agitando un vaso de plástico
transparente donde sonaban tres o cuatro monedas. Me di la vuelta
pensando que ella ya estaba tardando demasiado, y me apoyé en el techo
de un coche aparcado. Al otro lado, la pendiente adoquinada caía como
una cascada de piedras hacia el centro de la ciudad. Había coches por
todas partes, y hordas de personas que habían estado comprando pero
ahora regresaban a sus cuevas. El Sol se ponía en un día claro como no
había visto desde hacía meses, tras un invierno infame. Hasta el aire,
todavía demasiado fresco, sabía bien. Hasta el mendigo, un poco
borracho, bailaba bien.
Miré la gente que cruzaba el paso de peatones, frente al supermercado.
Últimamente, mirar se había convertido en un pasatiempo sin igual.
Escaneaba los rostros y los cuerpos, las actitudes y los gestos, y todo lo
demás que no se veía directamente pero se entreveía debajo de lo obvio y
lo evidente. Primero, mujer sudamericana con viejecita local. La mujer
joven con el rostro surcado de arrugas y el gesto aburrido, el pelo oscuro
recogido en una coleta sin gracia, y su cuerpo moviéndose patizambo y
cansado. A su lado, la anciana procuraba caminar lo más rápido posible,
que no era mucho, con la columna encogida dibujando una chepa que se
escondía bajo la chaqueta de lana. Se apoyaba en un bastón de madera
casi negra y se agarraba al brazo de su acompañante. Unas grandes gafas
ocultaban unos ojos empequeñecidos en cuencas profundas. Su gesto era
pétreo, indescifrable. La pareja cruzó el paso de cebra durante largos
segundos. Se formó una hilera de coches ansiosos, que arrancaron una
vez la anciana escaló el bordillo de la acera. El mendigo bailoteó para ella
pero tuve la impresión de que la jubilaba habitaba una realidad que se
perdía muy lejos de allí. Observé, al otro lado de la calle, un hombre
descargando fruta de la parte trasera de un camión blanco sucio. Bandejas
de manzanas, melocotones, bolsas de plátanos y sandías, melones,
cerezas. Su frente penetraba sobre un cráneo escaso de pelo, su frente
sudaba por el esfuerzo y se perlaba y brillaba, su frente, por momentos, se
arrugaba. Más arriba, iba a cruzar el paso de cebra un padre y su hijo de
cinco años, vestido todavía con el uniforme del colegio, piernas desnudas
bajo unos pantalones cortos, pelo rubiazco a la taza, gesto histérico e
hiperactivo. Su padre, tras él, hablaba por el móvil murmurando y
semblante serio, aunque por momentos llamaba a su hijo, Daniel, que
fuese más despacio, que iban a cruzar la calle. El niño echó a correr y el
coche frenó a treinta centímetros de convertir el plácido ocaso en una
tragedia sombría y sangrienta. El padre gritó, lo cogió de la mano, se le
cayó el móvil al suelo, juró en hebreo, arameo, chino y mongol, el
mendigo rió mientras gritaba ¡Qué se estampa!, el conductor del coche
respiró aliviado, y en quince segundos, todo volvió a la normalidad.
¿Por qué tarda tanto?, me pregunté. Cruzó un hombre muy grande y muy
malhumorado. Me miró a los ojos, y temí estar apoyado sobre su coche.
Gran barba, calva incipiente, y el vello que iba desde las patillas,
bordeaba la mandíbula y caía por el cuello enlazando directamente con un
pecho frondoso oculto por una camisa de cuadros medio abierta. Sentí un
escalofrío, pero caminó en la dirección contraria, haciendo que el
mendigo se apartase de su camino. El hombre desapareció en la esquina
del edificio, pero el escalofrío se quedó en mis brazos. Noté algo raro en
el aire. Sabía a… electricidad. Empecé a escuchar un silbido lejano, pero
luego pasó un adolescente subido en su moto con el estrépito de Gengis
Kan y su ejército de caballos, y luego tres coches a cada cual con más
prisa que el anterior.
Un chico ensimismado enfiló el paso de cebra. El conductor de un taxi
aceleró para pasar antes. El Sol se hundía ocultó por el parque cercano. Vi
como el chico se paraba en medio del paso de cebra solitario. A mi lado,
el mendigo bailoteaba por una limosna para la litrona de la noche.
Observé los cascos del chico, dos enormes bolas verde sobre sus orejas, y
una cinta color beige que rodeaban su pelo negro y corto. Se puso de
cuclillas, como recogiendo algo del suelo. Pero mi mirada iba al cielo, de
donde el silbido parecía caer.
La roca era perfectamente cúbica, de unos cinco metros de lado, de un
color entre ocre y marmóleo, y se hundió con brutalidad en el suelo, sobre
el chico de los cascos. El asfalto estalló en mil pedazos y las migajas
rebotaron contra la fachada de los edificios, los coches, la gente. Ningún
cascote me rozó siquiera, aunque los cristales del coche sobre el que me
apoyaba se hizo trizas. El mendigo cayó al suelo, con una esquirla de
asfalto clavada en el medio de su frente, el vaso de plástico caído en el
suelo y sus monedas desperdigadas. Tardé unos segundos en escuchar la
sinfonía de alarmas de coche que se habían activado por el temblor de la
roca, que descansaba indiferente ante mis narices, sobre lo que en otro
tiempo había sido un paso de cebra.
Ella salió del supermercado, igual que otros muchos, atraídos por el
ruido. El Sol continuaba su procesión entre los árboles. Sin embargo, los
que minutos antes peregrinaban a sus casas, caminaban ahora hacia
aquella roca, cúbica, perfecta, plantada en medio de la calle. escuché un
grito de dolor.
¿Estás bien? ¿Estás bien?, me preguntaba ella, tirándome de la chaqueta.
Yo no podía quitar la mirada de la roca. Había alguna verdad oculta en
todo aquello, pero sentía que se me escapaba.
Cayó del cielo, murmuré.
Eternal Jellyfish Ballet
30 junio, 2010
Si cierro los ojos, llueve la realidad en azul, azul oscuro convertido en
celeste por la luz. Al abrirlos, estoy de nuevo en mi habitación, en una
tarde cálida y plácida. Una luz brillante que entra por la ventana, sobre la
mesa del escritorio donde ella descansa cómodamente mientras lee, las
piernas en lo alto apoyadas en la mesa. Mientras yo me consumo en
la trascendencia de un pensamiento inflamable. Fantaseando a los
veintiséis.
Si cierro de nuevo los ojos, huyendo del candor de mi cara, me descubro
flotando de nuevo en el azul, convertido en una medusa que baila un baile
eterno, meciéndome en una realidad líquida, sólo en un escenario que se
mece al abrigo de las probabilidades infinitas. Al abrir los ojos, ella me
mira. Sus ojos azules y verdes al mismo tiempo, su piel pálida irisada de
rubor, su pelo parpadeando en rubio y moreno. Meneo la cabeza como
queriendo tirar los pensamientos de la azotea, y ella sonríe con su recta
hilera de dientes blancos.
Te abstraes, dijo en una mezcla de pregunta y afirmada certeza. Yo me
encojo de hombros, carraspeo, me revuelvo sobre la cama, de pronto
incómodo. Bostezo, aunque no tenga sueño. No necesito decir nada
porque ella ya lo sabe todo. Así que cierro de nuevo los ojos, y me
sumerjo de nuevo en el universo azul. Allí, la fantasía se deshila, se
desmenuza y diluye entre la oscuridad, y la luz. Pienso que podría
quedarme allí para siempre, detrás de mis párpados, sintiendo como el
vacío acaricia mis tentáculos y como estos me impulsan y me llevan a
ningún lugar.
Alguien me toca, y abro los ojos, buscándola. Pero sigue en su mesa,
mirando ahora por la ventana por donde llamean pájaros quemados por el
Sol. Me acaricio la cara allí donde notara el contacto, como queriendo
aprehenderlo. Ella vuelve la mirada al libro, y entreveo sus pupilas
corriendo por las líneas ilegibles desde la cama.
¿Qué lees?, le digo. Ella no alza la mirada del libro. Trata sobre un robot
que se cree humano, dice finalmente. Muy asimoviano, replico yo. No,
dice ella, el enfoque es nuevo. ¿Por qué?, pregunto. No sabría decir por
qué, pero es diferente. Es… real. Yo asiento. Me pregunto cómo explicar
con palabras lo que uno siente, lo que uno entiende, lo que uno
comprende. Es demasiado difícil, demasiado limitado.
Cierro los ojos, pero no vuelvo al azul. No sé dónde estoy, pero todo es
negro. No sé quién soy, pero todo es negro. No sé a dónde voy, pero creo
que tampoco importa. Abro los ojos de nuevo, y pienso en todas las veces
que lo he hecho a lo largo de…
Hay cosas que son imposibles, murmuro. ¿Qué?, pregunta ella. Yo me
encojo de hombros y lo repito. Ella me mira con los ojos entornados,
tratando de comprender algo que es probable que no pueda comprender
nunca. La empatía nunca puede ser total, la empatía sólo es un tímido y
vacuo intento, la empatía no es más que la punta del iceberg. Hay miles
de futuros ahí afuera, bajo el Sol, digo. Me duele verme obligado a
escoger uno y rechazar los demás. Me gustaría vivirlos todos. Destruir la
incertidumbre. Ella sonríe, parece divertirse a pesar de que yo rozo la
paranoia. A mí me parece maravilloso que debamos escoger uno, dice
finalmente.
Cierro los ojos, y de nuevo el azul. De nuevo soy medusa, de nuevo nado
hacia ningún lugar y no me importa, de nuevo noto la luz tras la cortina
de azul oscuro. Los cantos de ballena que nacen del fondo de este lugar
suben por corrientes de electrones y hacen vibrar el aire latente. Ahí no
hay recuerdos ni emociones, ni pensamientos. Solamente existe la
sensación de que todo está bien, una sensación inmutable e
imperturbable. Los cantos de ballena que me elevan hacia otro lugar, qué
más da cuál…
Vuelve, dice ella. Pero yo no me niego a salir de allí. Allí vivo en el
vacío, vivo en la totalidad. Pero sé que si abro los ojos… si abro los ojos
me enfrentaré a la incertidumbre y a la elección. Y yo lo quiero todo,
quiero todas las opciones, todas las probabilidades, quiero la miseria de
una acción rastrera, quiero la emoción del primer instante de algo que
nace, quiero el tedio de una rutina irrompible, quiero sentir la traición y
ser traicionado, quiero la muerte y el renacer,… quiero del cero al uno
pasando por toda la maldita campana de Gauss. Vuelve, repite ella. No,
no quiero volver.
Quiero acariciarla para siempre pero también odiarla, abandonarla y
buscar nuevos horizontes. Quiero la guerra y la paz, quiero las dos caras
de un cristal.
Vuelve, insiste. No puedes vivir siempre en ese limbo.
Fuera se va haciendo de noche. La luz del Sol se extingue, ella no deja de
mirarme mientras yo cierro los ojos y me abrazo al azul.
Vuelve, suplica.
Pero yo no quiero volver. Prefiero este baile eterno, la eterna danza de las
medusas.
Así que no abro los ojos, no los abro más. Prefiero la inconsciencia.
Prefiero el vacío.
PD: ‘Eternal jellyfish ballet’, de Kwoon
escena-fragmento 25 de ‘Mercurio helado’
3 julio, 2010
Todo estaba oscuro, solamente una tímida luz iluminaba las hojas de su
libro. Sabía que se encontraba en el módulo, pero podría haber estado en
el cuartucho junto a su huerta donde, en verano, dormía a veces. Por los
ventanucos, atisbaba a vislumbrar alguna estrella. Solamente se
escuchaba el siseo del sistema del aire, de los aparatos encendidos, a
modo del crí-crí de los grillos. Su vientre se inflaba y desinflaba con
lentitud. Sus ojos corrían por las líneas, no del modo de tiempo atrás,
cuando devoraba palabras con el ansia de llegar al final, sino con sosiego,
saboreando cada letra y dejando que se le deshiciese en la lengua de la
mente.
Pasaba de media noche, y su cerebro sonaba a un jazz tranquilo. Leía un
clásico de ciencia-ficción, de aquellos que, siendo joven, habían
incendiado su cerebro inquieto. No importaba que ya conociese el destino
del personaje, o que este fuese tan plano como el encefalograma de un
cadáver. Importaba lo que subyacía bajo la historia, importaba lo que esta
traía a su memoria. Importaba la sonrisa que se le dibujaba por
momentos.
Porque estaba en Mercurio, un vivo muerto o muerto vivo, y aún así se
sentía disfrutando de un momento de placidez. El cansancio relajaba sus
músculos. El hambre atenazaba su estómago. Pero dentro de sí mismo, en
el fondo… se sentía muy bien.
Continuó leyendo mientras sus ojos resistieron el agotamiento. Luego,
dejó que se cerrasen y que el libro resbalase hasta caer al suelo,
doblándosele las hojas. En otro tiempo, eso le habría enfadado, pero
ahora sabía que lo importante de aquel libro no se podría arrugar jamás.
Se dejó llevar a otras dimensiones.
Se dejó ir.
El puto gran día
7 julio, 2010
El chico sube la larga pendiente con el pecho lleno de ilusión. El asfalto
es malo, las cunetas están llenas de ramas secas, y más allá se extienden
campos de hierba alta y pálida. Mucho más allá, cumbres romas repletas
de rocas afiladas, y un cielo gris brumoso y asfixiante. Todavía más allá,
hacia el mar, se elevan tres torreones como figuras solitarias, dominantes
y recubiertas de humo. Y al final, un horizonte ambiguo donde juguetean
muescas diminutas que son veleros.
Se detiene recuperando un momento el aliento en lo alto de la pendiente,
y observa el edificio hundido más allá, entre chumberas y aparcamientos.
La paz se la lleva la brisa, el silencio los obreros con sus martillos y sus
radios a todo volumen, las mini-grúas girando y girando. Por las
ventanas, el chico puede observar batas que se mueven, poyatas
refulgentes y largas hileras de botes de vidrio en lo alto, altares de la
ciencia y la reproducibilidad.
En la otra dirección, Barcelona parece zambullirse en el Mediterráneo,
con la quilla de Montjuïc enfrentando las ridiculas olas. Una marea de
edificios se arrebujan en cuadrados y los cuadrados en grupos de
cuadrados, en una especie de orgía fractal. Ella está en algún lugar más
allá de los altos edificios, hundida entre venenos y tuberculosos. Busca el
Gran Pene, como siempre le ha gustado hacer en la distancia, y luego
decide avanzar.
¡Es el gran día! O, como dice su compañera, ¡El puto gran día!
Los nervios le atenazan mientras desciende hacia el edificio, que por cada
metro que camina se vuelve más y más siniestro. Reaparecen los miedos,
sus tendones se tensan y sus músculos pelean entre ellos para ocupar el
menor sitio posible. Huidiza busca su mente lugares más cómodos,
recuerdos más gratos, corriendo por el cerebro por delante de los nervios,
en una persecución destinada a morir pronto. Paseos, cenas, tapas, fiestas,
convenciones y aviones, jardines y museos sumidos en penumbras. Todo,
absolutamente todo es más, es mejor que estar allí en aquella pendiente,
llevado por la gravedad en un éxtasis a-energético hacia el momento, el
gran momento, el gran día. ¡El puto gran día!
Intenta sorprenderse cuando las puertas de cristal sombreado se
materializan ante él, pero puede disimular: ya sabía que estaban allí.
Remolonea en la puerta mientras una docena de obreros con sus cascos de
colores, sentados en sus andamios, le observan y hablan entre ellos. Se los
imagina jocosos a su costa, pero no hay ningún indicio de que hablen de
él. Y el chico camina por la acera, de un extremo a otro. Llegando a las
chumberas y la rejilla verde, y más allá un gran hospital oculto por
vegetación seca, y volviendo hasta topar con un gran tubo de aire
acondicionado abierto en canal y que le muestra sus vísceras invisibles.
Vamos, se dice. Hoy es el gran día. ¿No habías estado esperando tanto
tiempo?
Asoma el Sol entre la bruma, y esto le coge desprevenido. Pronto
calienta, y asoman gotas de sudor en su frente. No puede permitirlo.
Respira hondo, se alisa la camiseta gris de rayas verdes, y avanza hacia
las puertas de cristal con la firme intención de destruirlas. Las puertas se
apartan, sin embargo, con un siseo serpentino, y el chico termina en el
hall del edificio.
Ya ha entrado. La guardia de seguridad le mira desde el aburrimiento con
creciente interés. Como el chico no dice nada, termina hablándole.
Bon dia! Què desitja?, le dice, con una suave voz que le aterra.
Al chico le apetece decir: Verá, hoy es mi gran día.
Pero al contrario, carraspea y dice: Venía para una entrevista.
no name
12 julio, 2010
A dónde ir, a quién conocer, de quién huir. Si cierro los ojos vivo en
Alemania, si los vuelvo a abrir recorro el sur del Japón, a lo largo y ancho
del Kumano Kodo, entre caminos hundidos y brumosos. Pero ahora estoy
en la playa, una playa larga, inerte y de arena gris que casi parece ceniza.
Desespero en la orilla. Allí lo veo: mi vida no tiene ritmo. Las olas me lo
recuerdan a cada instante, desde su trono de cadencia lunar, y aunque no
sé qué significa esto, las cuerdas de la guitarra vibran, vibran con el Sol.
Vibran en mil y una dimensiones. Encaro el cielo, encaro el desierto.
Necesito echar a correr, necesito un poco de fe. Vamos, Jeff, no dejes de
cantar. Que entre tu voz y mi silencio, algo bueno ha de salir. Que entre tu
gesto tranquilo y mi ceño fruncido, algo podremos pulir. Si tomo arena
entre mis manos, y la dejo caer, se la lleva el viento, dejando un rastro
invisible. Deja de soñar, pequeña cucaracha, dice alguien. Jeff, no me
hagas esto, le digo, cántala, cántala una vez más. Que mientras tú cantes y
yo sienta las cuerdas, no tendré miedo de levantarme algún día de este
rincón. Al fondo, una pequeña isla blanca parece el cascote de una
deflagración volcánica, llamea. Levántate, Lázaro, y anda, pienso. Un
hombre y una mujer, desnudos, jugando entre las olas en una reivindicada
escena pasada. Dos gaviotas peleándose por un pedazo de pan duro y
hueco. El beneficio, la utilidad, entona Jeff, el beneficio y la usura. Yo
dejo que el viento me acune, mientras la arena arrastrada por un dios
lejano se acurruca en los pliegues de mi piel. La tonada desaparece, el
esqueleto de Jeff se vuelve frágil sobre la arena. Deberías levantarte, digo.
El tiempo todo lo cura, y la curación sólo requiere de tiempo, así que,
¿qué es lo que no entiendes de esa ecuación? Pero vivo en un cosmos
caótico. Allí donde dos y dos no son jamás cuatro. Quizá 3,98 o 4,01,
pero jamás cuatro. Aquí no existen ave fénix ni muertos vivientes. Aquí
sólo hay aquí, donde ahora es ahora y mañana una quimera de la mente y
el aire.
‘impossible germany’, y ‘country disappeared’, de Wilco.
Pensamiento de las 01:16
20 julio, 2010
Llega un momento en que me percato de que el mayor de los placeres es
imaginarme una historia, y que el momento de escribirla es como un parto
difícil, un parto seco, un parto en donde, muchas veces, el feto nace
muerto o con deformaciones, o con defectos genéticos que no se aprecian
al instante pero que surgen con el paso del tiempo.
Llega un momento en que me doy cuenta de que quizá lo que merece la
pena es imaginarse las historias y jamás dar el paso de parirlas.
Porque en mi cabeza son perfectas.
Y sin embargo, me doy cuenta de que aunque ese limbo en donde nada
nace ni muere es perfecto,… y que, de momento, elijo parir,… quizá
llegue un momento en que me reserve las fuerzas para peleas
más trascendentales.
El triste mundo actual: la teoría del beneficio (utilidad)
20 julio, 2010
Y digo mundo triste, porque lo es. Porque aunque nos engañemos, lo es.
Porque aunque veamos cosas maravillosas que nos hacen sentir bien, lo
es. Porque no vale que yo sea feliz. Porque no vale que yo esté bien.
La felicidad, o el débil reflejo de la utopía de la felicidad, no es un lugar
al que se pueda llegar sólo. Uno debe llegar acompañado. Por eso este
mundo es triste.
Uno es pequeño, y le bombardean. Los profesores, la tele, los padres, los
amigos, absolutamente todo. Todo está diseñado para diseñarnos de un
modo concreto. Nos diseñan para autoperpetuar el sistema (sea cual sea).
Nuestra realidad genética es que estamos hechos para ser guiados. El
liderazgo es algo para lo que sólo un puñado está preparado. Sin embargo,
para ser ovejas, todos servimos. Invariablemente. Te dicen que compres,
compras. Te dicen que saltes, saltas. Es el cuento de a dónde vas Vicente,
pues a donde va la gente. ¿Yo no soy así? ¡Ja!
El absurdo deseo de consumir no es un defecto del capitalismo. Es que el
capitalismo ES así. Alguien produce algo, y lo vende por un precio
ligeramente mayor para que el chiringuito siga funcionando. Y si a ti se te
da por producir algo, lo que sea, harás exactamente lo mismo. Por que es
un pez que se muerde la cola. Y no sólo eso, sino que se va devorando
poco a poco, volviéndonos codiciosos, transformando el yo te doy y tú
me das por el cada vez te doy menos y exijo que me des más.
Es el modo en que crecemos y nos convertimos en personas adultas que
creen poseer espíritu crítico y lógica aplastante. Ah, inocentes humanos.
Si esto es parte de la llamada alma humana… prefiero no comentar.
Yo le llamo a todo esto la cruz de la utilidad. Y es que para la mayoría, es
lo útil lo que me rece la pena, y útil es lo que nos reporta un beneficio. Y
el beneficio, nuestra máxima aspiración. Vivimos en un páramo donde
nadie hace nada por nadie a menos que vaya a obtener algo a cambio.
¿Ejemplos? Están, por ejemplo, los que únicamente hacen un favor para
luego recordárnoslo toda la vida. Para que su ego pueda beber de nuestro
agradecimiento y así su figura se engrandezca en un falso altar de
santidad gandhiana.
¿Más? Me molesta especialmente el caso de las farmacéuticas. Que,
moralmente hablando, no son más que organizaciones terroristas (igual
que otras). Si alguien se muere, más vale que tenga dólares o euros, o
monedas o más bien billetes, en su bolsillo, para pagarse el tratamiento,
que si no es así, morirá. No importa lo más mínimo que se trate de un ser
humano, siquiera de un ser lejanamente consciente. La farmacéutica se
escuda en que se trata de un negocio. ¡Por dios, un NEGOCIO! Ha hecho
una
potente
inversión
en
el
desarrollo
de
un
medicamento
(normalmente robándoselo a la naturaleza), inversión que, por supuesto,
debe recuperar. Para seguir ayudando a la Humanidad. Y si tú no
puedes colaborar en que ellos sigan enriqueciéndose y ayudando al ser
humano, más vale que vayas rezando a tu dios, si es que lo tienes, o que
aceptes cuanto antes que eres tú el que cierra el chiringuito. Esto es así,
sin más. Y es lo que yo llamo la cruz de la utilidad, o la teoría del
beneficio.
Un caldo del que todos formamos parte.
Porque la cosa no se queda en farmacéuticas o en los chantajes
emocionales. Entraría en los nazis de las empresas de armas, o los
vendedores de sexo, o la mentira de las ONGs. Todo es mentira, no hay
nadie que no se mueva por un beneficio (y al que piense que el autor va
por libre y se pone por encima del resto, de eso nada, yo me incluyo en el
barreño de mierda). Yo doy si tú me das, si no, al que le dan es a ti (si,
triste juego de palabras).
No podemos escapar, al menos es esa mi impresión. El sistema es férreo
aunque le llamen liberal, o precisamente a causa de ello, o más bien (lo
digo con conocimiento de causa), bebe directamente del núcleo de
nuestras células. Aunque a veces uno tenga la impresión de que el ser
humano es un ser mágico. A pesar de todo ello…
Y yo digo: Me niego a vivir en esta cultura, en la cultura del beneficio, de
la utilidad, del hacer las cosas solamente porque me reportan un beneficio
evidente. Vivir en un lugar en donde no se regala, en donde los
conocimientos no se intercambian, en donde no hay más compasión que
la de tirar unas monedas para calmar nuestro espíritu, donde no hay
solidaridad. Aquí se enseña a hacer un favor para luego pedir algo a
cambio (¿nadie ha buscado en el diccionario la definición de favor? Yo la
adelanto à Favor: Ayuda o socorro que se concede a alguien; Nótese que
no dice nada de: ayuda o socorro que se concede a alguien a cambio de
algo; eso es algo que alguien inventó en su día, y que, hoy en día, yo
denomino mafia).
Vamos, dilo: Yo nunca formaré parte de ese baile, yo no soy así. ¡Ja!
Puedes engañarte si eso te hace sentir más tranquilo. Lo eres, lo soy, lo
son. Y los escasos privilegiados que no son así, viven bajo un puente con
la moral mucho más tranquila y el estómago más vacío, o quizá metros
bajo tierra en forma de cadáveres. Porque al no obtener beneficio, no
sobrevivieron. Porque, a pesar de tener la razón de la mano, a pesar de
tenerlo todo, los devoradores no tuvieron la misma piedad de la que ellos
mostraron.
Es la teoría del beneficio. De la teta que todos chupamos incluso mientras
renegamos de ella, incluso mientras dormimos
Las Jánovas
19 agosto, 2010
Al lado de la carretera plagada de curvas, cae una pendiente cubierta de
matorrales sobre tierra ocre, y un cauce de aguas azules llamea. Cantos
rodados se acumulan en los recodos del río, donde troncos pálidos se
elevan al cielo azul de verano. Siguiendo el curso del río, este se pierde
en una garganta cuyas paredes parecen simular una boca desdentada. Pero
al otro lado, tras una loma gris agrietada, asoman las ruinas de un pueblo.
Llego a ellas atravesando un centenario puente colgante. Las tablas
agrietadas ahuyentan al poco interesado, pero no a mí, que acudo en
busca de una nostálgica foto en blanco y negro. Arriba, el Sol quema el
cielo. Una pendiente, y más allá, otro puente, y luego el pueblo. Huelo un
riachuelo seco, y después el agua fresca, en el fondo de un hoyo de piedra
donde mana una fuente. Un niño recoge agua. Escucho una algarabía
extraña. Al subir una pendiente medio adoquinada, tras un muro de piedra
me sorprenden una veintena de personas sentadas en torno a una mesa
recubierta de plástico transparente, platos con restos de comida, botellas
de vino, cubiertos, humo de tabaco. Hay guirnaldas colgadas y arrasadas
por una brisa cálida, y todos ríen y beben y hablan bajo la sombra de un
viejo nogal, justo hasta que me ven aparecer. Hay coches aparcados más
allá, mayoritariamente todoterrenos. El silencio que se vuelve incómodo
por segundos desaparece cuando yo continúo caminando y ellos deciden
seguir con su fiesta. A la izquierda, la calle gira entre fachadas de casas.
En un viejo letrero, leo el nombre del pueblo: Las Jánovas. Por debajo,
pintado sobre otro letrero, leo: Reversión con justicia. Camino
alejándome de la fiesta, y me rodean las casas derruidas y viejas y con el
techo hundido hacia el interior, con la pintura desconchada y asomando
las piedras unidas por argamasa, y las farolas oxidadas y con sus cristales
rotos. Alcanzo un cruce. Las casas abandonadas siguen en todas
direcciones, yo sigo recto. En la siguiente casa, la esquina ha caído hacia
el camino, y por el hueco observo una pizarra medio rota: la escuela. La
luz cae desde el techo abierto a un suelo donde los pupitres yacen bajo
escombros. Bajo la capa de polvo del encerado, todavía se pueden leer las
últimas dos palabras escritas a tiza: Dignidad, Justicia. Como una
sentencia de muerte. Sigo avanzando. Por entre las casas, crecen zarzas y
árboles, destruyendo pintura y sencillos mosaicos de cerámica, arrullando
alambres gruesos y oxidados, clamando. Encuentro un casón, inmenso,
cuyo techo ha caído hacia dentro y hacia fuera, vomitando tejas a su
alrededor. El suelo de piedra desaparece, carcomido por la vegetación,
mientras asciendo hasta la iglesia, cuyo campanario asoma entre todo lo
demás, como el líder de una manada que, a pesar de que esta ha
desaparecido, sigue indicando el camino a seguir. Intuyo un cruceiro,
perdido entre hojas. Pica el Sol en mi nuca. Rodeo la iglesia, observando
las grietas en la piedra, el muro caído, la maleza engulléndola. Busco un
lugar para entrar, y lo encuentro por una puerta lateral. Desaparece la luz,
y tardo en acostumbrarme a la penumbra. Luego descubro un altar
pintado en donde todavía se ven santos e inscripciones en latín, rojo y
amarillo y azul y arcilla roja, y los trazos son sencillos como los de la
ortodoxia del este. Pero al alzar la mirada descubro una cruz templaria, en
rojo llameante e incólume, como reclamando un delito de sangre no
castigado. La cruz en lo alto, en el suelo de tierra oscura envoltorios y
madera quemada y condones usados, y en las paredes pintadas de Juan y
Rosa, 9 de marzo de 1993, y una sensación de opresión que se extiende
por todas partes. De opresión y angustia. Salgo de allí y me pierdo por un
lateral. Me cruzo con una familia paseando en bicicleta, que ni miran la
iglesia, y luego encuentro el cementerio, donde unas pocas lápidas
limpias asoman entre el resto y la maleta, coronadas por flores frescas:
Petra Lacort Villacampa,1962 . Me siento en el muro donde
probablemente
anidan
salamandras
y
lagartijas,
observando
el
campanario agrietado, y el pueblo abandonado a mis pies. Luego me
levanto y froto mis manos para limpiar el polvo, como quien se deshace
de algo impuro, y camino de vuelta. Al encontrarme de nuevo con
aquellas personas que celebraban (¿el qué?), no me atrevo a mirarlos, y
me contengo de preguntarles: ¿qué ocurrió aquí?
Cruzo el puente, y la pendiente, y luego el puente colgante, y regreso al
universo seguro del coche. Preguntándome.
PD: no se puede leer este pequeño relato sin leer la verdadera historia de
Las Jánovas (Huesca), lo que había detrás de aquellas ruinas. Por favor,
pinchad el siguiente link http://www.pueblosabandonados.es/2009/07/lahistoria-de-janovas.html. Leed el artículo. No lleva más que leer mi
pequeño relato, y el artículo cuenta mucho más de lo que yo viví, no en
soledad, sino acompañado (gracias Joan por dejarte convencer).
Cada día más sabio, cada día más estúpido: el hombre multi-dimensional
20 agosto, 2010
(una bonita historia de amor con uno mismo, una bonita historia hecha
de retazos, una bonita historia rubia, oscura, y refrescante).
Calle ámbar, farolas como guardianes, los coches ven mi caminar lento.
La música me arrulla, el dolor en la boca… ansío el sabor amargo, ya.
YA.
Suena el móvil. Corto la música, saco el móvil. Miro quien llama, acepto
la llamada y me llevo el móvil a la oreja con la desidia de quien ha
intentado deshacerse de él pero todavía no lo ha conseguido.
Hola, digo. ¿Qué ocurre?
Necesito hablar contigo.
Se está terminando la batería. Estoy llegando a casa, llámame en diez
minutos.
Vale.
¿Pasa algo malo?
No, no, te llamo ahora.
Vale.
Pienso: cada día más sabio, cada día más estúpido, menuda mierda de
contradicción trascendental. Porque… ¿soy profundo y trascendente, no?
¿O solamente me las doy de… de lo que sea?
Siento la desgracia. La siento antes de vivirla, la siento venir. Llámale
precognición o telepatía. La noto, la palpo con la mente: masturbación
temporal. Feeling disgrace, feeling, feeling,… miro la sala en la que me
encuentro. Por un momento, había olvidado donde estoy. Una cerveza a
un lado, y una botella de agua también, virgen en su retemblor luminoso.
La tele que me mira vacía, llamándome para que la encienda. Un gato
blanco juega con una bola de lana violeta casi deshecha. Empieza a
irritarme. No, de hecho me está irritando ya. La música que pongo me
entristece. Me recuerda la noche en que mi perro desapareció, y pensé
que ya no volvería jamás. Luego volvió, pero la pena se quedó pegada a
la música. Miro la luz. Siento la palpitación, la frecuencia Schumann y yo
nos acoplamos.
Ya han pasado diez minutos. ¿Por qué no llamas?
Mis dedos tamborilean en mis brazos. Me siento nervioso y expectante. Si
algo ha de ocurrir, que ocurra ya, no sea que se me terminen las ganas
antes de empezar. La vida no es fácil, canta un hombre con gafas en mis
oídos. Ha venido a contarme una verdad que no conocía, mira tú.
Hay un lugar en donde alguien escribe literatura urbanita, moderna, cool.
Desenfadada y protagonizada por gente no especialmente guapa pero a la
que todo el mundo mira porque tiene carisma. Aunque vomiten, aunque
se droguen, aunque esnifen cocaína en la espalda de una puta de diecisiete
años. Ese lugar en donde todo se baila al son de la luz solar iridiscente, la
arena de playa sucia pero limpia y las olas que desgastan los pilares de
embarcaderos, ese lugar, ese jodido lugar, está muy lejos. Demasiado
lejos como para que sea crucial pero suficientemente cerca para jodernos
la vida.
Ese lugar existe, pero lo único que yo noto es esa pulsión, es la cercanía
de la desgracia.
Han pasado ya diez minutos. ¿Por qué no llamas? O, más importante,
¿por qué no llamo yo?
-
Aquel fin de acto fue precioso. Inmejorable. Cerca del cielo, cantas,
hombre de gafas oscuras, ochentero de profesión y Cool tu nación.
Espera, espérate un momento, y hasta bailaré. Ahora debo contar una
historia, coño. Hablaba de un fin de acto, un fin de acto precioso, y
además, apoteósico (a saber, del latínapotheōsis, y este del griego
ἀποθέωσις, deificación). Hay tiendas de campaña, alrededor y bajo los
troncos de un pinar. Seguro que cae faisca de las copas, pero no puedo
verla porque todo está oscuro como la boca de un lobo o como la muerte
solitaria en una cumbre nocturna. Caminamos escuchando un pájaro
artificial, en su canto regular y desagradable y átono (oh, vamos, ya me
he aburrido de este aburrido y cargante estilo literario, cambia ya; no, no,
déjame terminar). El alcohol corre como ríos por el suelo, farolas lejanas
deslumbran y marcan la silueta de los troncos. Pero, ¿no había dicho que
estaba oscuro, oscuro, oscurísimo? Si, también, también lo estaba. Suena
una teléfono, un tono, dos tonos, tres tonos, y alguien coge la llamada y
maldice. Estoy afónico y todos nos reímos por ello, hablamos de política
y nos reímos, despertamos a alguien y nos reímos, chocamos con los
cordeles de las tiendas y nos reímos (sin pensar en que podamos caernos
sobre alguien que duerme el sueño o la borrachera o ambas cosas).
Es la farándula, dice alguien. Tiene el pelo rubiazo, o castaño, o pelirrojo,
quién sabe a estas horas y estas lides.
Yo viviría así, me oigo decir.
Toma, y yo, dice un chico que no hablaba.
La felicidad es solamente una opción, dice otra, en apogeo etílico y
moralidad titubeante y absoluta verdad ética.
Vivir así, de un lado a otro. Sentarte en un lugar, respirarlo, ver la gente,
moverte de nuevo al son del viento y de las emociones más…
Estás cocido, me dicen.
Puede, digo yo, pero eso no hace que tenga menos razón. ¿No?
Pero quizá sí, quién puede saber, quién puede tener la verdad absoluta en
su mano, quién puede criticar, cuestionar, controlar, decidir qué es lo que
vale y qué es lo que no. ¿Quién?
Diez, veinte, treinta, cuarenta, ¿debería llamar ya?
Pues a mí me gusta el primer mundo, grita alguien, por encima de la voz
del cantante. Muchos le miran y sonríen.
A mí también, pienso.
El mundo sería igual sin ese estúpido, dice una chica a mi lado. no la
conozco de nada, pero la miro.
¿Es que a ti no te gusta el primer mundo?, le pregunto. Ella me mira sin
saber qué decir.
No, dice al fin. Era obvio.
La conversación se detiene.
Alguien grita, entre risas: Sólo me quieres cuando estás borracha.
Diez, veinte, treinta, cuarenta,… (te oigo pensar, norteña, demasiado
fragmentario, ¿no?)
Ja, ahora escribo poesía. Y canto la oda de que hay otra vida ahí afuera, y
no sólo una, sino dos mil, tres mil, ¿quién sube la apuesta? El día en que
dice si en lugar de no, cuando te elegía a ti y no a otro, cuando bebía esa
copa de más y no lo dejé y me fui, cuando deseé estar en Nueva Zelanda
y no en Irlanda, cuando acogí ese sentimiento y no lo dejé ir, cuando te
besé a ti y no me fui a casa, cuando estuve sólo y te ansiaba en lugar de
ansiar morir, cuando me dije si me quería suicidar y no lo hice, en lugar
de hacerlo, cuando, cuando,… hay mil espejos a mi alrededor y los miro
y me veo y no me gusto y me gusto al mismo tiempo, y me amo y me
detesto, y me digo que si, que hay mil vidas, que las vivimos todas sin
consciencia, que cada vez que hago algo el cosmos se divide y la matriz
se replica, y al instante hay dos yo en lugares diferentes haciendo cosas
diferentes. En un fractal de vida, infinito e inabarcable.
Somos vampiros, vampiros de vidas. Las queremos todas, le chupamos la
sangre a todas con la fantasía, inconscientes (y estúpidos), de que cada
vez que la mordemos y aspiramos el rojo, las vidas se alejan cada vez
más. se van y nos dejan. Porque desear vivirlas no es lo mismo que
vivirlas.
Diez minutos. ¿Dónde estás? Te imagino colgada de una soga, destrozada
sobre una acera, en una bañera ensangrentada. Diez minutos. ¿Dónde
estás?
Verás, yo estaba colocado. Me había bebido cinco cervezas (1906, ¿eh?
nada de mariconadas, con perdón), y había llegado a casa activo y
estimulado, paranoico y erótico-festivo. Luego el porro y el vino, el
portátil encendido, la página en blanco, oh, sí, eso me gusta, me pone. La
música sonando, una vecina que mira y se asusta, y yo que bailo y
escribo, y bebo y fumo y me desdibujo en una espiral que parece no tener
final. Lo tiene. Me tiro en cama, la pastilla en la boca, y duermo. Mañana
será otro día, ¿no? de momento, tienes tu poesía de borracho, tus
mensajes de borracho, y tu resaca de borracho te espera… en tres horas.
No me sorprende lo que me cuentas.
No debería.
Eso no te justifica. Que lo hagas siempre no justifica que lo sigas
haciendo.
Pero sienta un precedente. Siempre es más fácil con un precedente.
Eso es cierto.
Ya.
Pero, ¿y mañana?
Ya te lo he dicho: mañana será otro día, ¿no?
Pero pienso, ¿y si no?
Y luego cuento, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, ¿cuánto hace
que deberías haber llamado? ¿Cuánto más tardaré en llamar yo?
Tú te vas a cama. Nos besamos y acariciamos, la luz se escapa y el
nórdico se vuelve segunda piel. Algo miaña y lo ignoramos. Yo enciendo
mi pequeña luz, tú adoptas la de los faraones, mirando al techo. Te paso la
mano por la cara, como vi hacer a Travolta hace muchos años (qué se le
va a hacer, me gusta Johny, aunque sea cienciólogo), y me echo a un lado,
invadiendo mi propio territorio. Leo mis viñetas, leo mis lecturas, leo mi
vida, leo mi pastilla (la piedra y yo, su esclavo), y tú te duermes entre
almohadas de IKEA mientras yo reflexiono la vida en busca de una
explicación.
Siempre me duermo antes de siquiera acariciarla.
Pero, dejémonos de tonterías. Estoy empezando a preocuparme. ¿Y si te
ha pasado algo malo? Dijiste diez. Pero, maldita sea, ¿qué hora es ya?
Chico extraño, cantas. Menuda intro, hombre de gafas oscuras. Ya sabía
yo que tenía algo de extraño, no me dices nada nuevo. Ni siquiera me
confunde la noche, solamente me vuelve más perspicaz, más reflexivo,
más borracho. Me acerca a la verdad, pero cuando voy a tocarla, me
devuelves al fondo del vaso robado con fondo espumoso.
Vale, veo un montón de mosquitos, puntitos pequeños, flotando bajo un
foco. Se cierran las tiendas del centro comercial. Fuera llueve lo que nos
diría txirimiri pero yo digo orballo o meruxe, pero bajo las cúpulas no
siento nada. Los olores tratan de confundirme, pero yo veo los mosquitos,
en su danza, su baile perfectamente sincronizado y perfectamente caótico.
Me digo, si, lo haré, te voy a escribir. El perro muerto. Algún día, algún
día te escribiré y me llevarás a lugares a los que probablemente desearía
no haber ido.
¿Qué decías?, me preguntan.
Y yo, nada, nada, pensaba en voz alta.
Ah.
Diez, veinte,…
(he terminado antes que la canción, me tomaré un descanso, me iré a
tomar un espidifen, que falta me hace…)
Me recuerdo a mí mismo subiendo unas escaleras, y luego encerrado en
un baño. Me recuerdo ardiendo de ansiedad, de angustia, de claustrofobia,
madurando de golpe un par de años, pegándole patadas a la puerta hasta
destrozarla en un furor de ira y rabia y cólera, y luego saliendo y
escuchando a aquel camarero decir Fas ben, rapaz, fas ben, xa era hora
de que cambiaran a puta porta, y yo respirar agitado con la mente
perdida en algún lugar en el lejano horizonte que no era la pared de
enfrente.
Recuerdo las patadas.
Recuerdo defenderme del universo.
Recuerdo y toco y siento aún la coraza creada.
Y mientras lo siento, me veo reflejado en la pantalla apagada. Y Kylie
canta. Y Siam duerme. Y alguien confiesa que es gay, y que si le pueden
querer de todas formas por lo que es y no por a quien se folla.
Y un reloj canta, ¡diez! ¡veinte! ¡treinta! ¡cuarenta!
Yo tengo la llave del coche en la mano (joder, cómo duele). Un sol de
justicia arde la gravilla, niños gritan lejos y luego escucho como
chapuzan en la piscina invisible. Bajo la sombra de un nogal canceroso,
encuentro dos polluelos caídos, sin plumas, y un festín que me recuerda a
los del Medievo. Los polluelos están rosados aún, y las hormigas los
rodean. Se suben encima como si fuese una montaña rusa, pero lo único
que hay allí es el sutil ciclo de la vida terminando muy pronto para unos y
alargando la vida de otros. Los devoran, los devoran poco a poco,
arrancando pedacitos de piel y músculo, agarrando ahora un pelo y su raíz
y luego un ojo y luego…
Podría parecer asqueroso.
No lo es.
Miro el reloj. Tic, tac, tic,… tac.
Los acantilados tan rojos, la arcilla tan seca y los búnkeres abandonados y
con los hierros retorcidos, sirenas que sonaron un día pero que ya no son
más que espectros de una realidad olvidada y rodeada de condones usados
y resecos. El mar resuena como un huracán sin fuerza. las nubes devoran
la playa con sus dientes de vapor de agua, y la arena flota mientras los
remolinos la mastican en un proceso que ha durado millones de años
allende las mareas y los deseos de los hombres. Y yo las miro y las
admiro y las siento y me siento morir de tristeza y melancolía. Porque el
hombre de gafas oscuras, el fumador que dirían algunos, el proxeneta que
dirían otros, se ha ido y me ha dejado a la ballena con su canto de sirena
que me atrae a las profundidades mientras un descarado acompaña el
gemido con una melodía de piano preciosa. Pronto empieza alguien a
tocar un arpa, un arpa gigantesca, inconcebible, y sus cuerdas son
dimensiones, dimensiones enteras, en suspenso en un sueño criónico, y
las vibraciones de las cuerdas y los cantos de la ballena y el piano, y mis
dedos, y mis ojos girando y girando, todo forma parte de una danza de
incalculable belleza, y yo no la puedo ver y nadie puede, y aún así,… aún
así desearía unirme a ellos, cantar, tocar, ser, existir, merecer, tocarte, oh,
chico de pelo oscuro y ojos grises, quiero saber qué se siente al abrazarte.
Pero no estoy más que aquí, sobre el sofá, el gato dormido en mi regazo y
tú cantas lejos, la puerta me mira con los chaquetones colgados y la
cerveza vacía llama otra pero yo digo que no. yo estoy aquí. Deseo ser un
hombre multi-dimensional, pero no soy más que un ser plano de
existencia fugaz y futuro incierto y memoria cada vez más borrosa. Canta,
canta, que no sirve de nada.
Ansío el mar, el mar gris, el mar triste. Ansío los acantilados desafiantes,
los barrancos, el sexo, las miradas, la arena mojada en mis pies gastados y
las conchas que trae el mar y los pedazos de madera con trozos de cuerda
azul atados. Ansío.
Si fuese suficiente, el mundo sería un lugar extraño.
Deseo estar allí, pero estoy aquí, esperando tu llamada esquiva. Oh, dios,
han pasado casi dos horas, tres, ¿cuatro? ¿Dónde estás? ¿Cómo lograr
vencer mi ego, mi orgullo, llamarte? ¿Cómo?
[vaya, por una maldita puta vez, has sido original]
El desidilio ha terminado. Tomo el móvil con mis manos. Un tono, dos
tonos. Una cantante de ópera me grita al oído: Oh, le drame! Y yo le
respondo que si, oh, el drama, oh, la tragedia, oh, oh…
¿Por qué no llamabas?, le pregunta cuando descuelga.
Dijiste diez minutos.
Han pasado horas.
No, no han pasado ni los diez minutos.
Pienso. Pero no cuadra.
¿Qué te ocurre?
Estás… lejos.
Claro que lo estoy. Ya sabes lo que ocurrió ayer.
Ella empieza a llorar.
¿Por qué lloras?
Llanto, y más llanto.
¿Por miedo a perderme? ¿O por miedo a perderte a ti misma?
Lágrimas.
¡Háblame! ¡Deja de llorar!
Al fin cuelgo.
Así que eso eran diez minutos, ¿eh?, me pregunto. El tiempo. El tiempo.
las pulsiones, las emociones.
Diez, ¿eh?
Lárgate, gato, es hora de dormir.
Me meto en cama. Duermo. Ahora.
Y mientras me despierto, o sueño, o no sé el qué, de lado veo como entras
por la puerta con tu camisón blanco y vaporoso, y me miras y sonríes, y te
echas el flequillo a un lado y me susurras, y yo pierdo mi mirada en algún
lugar lejos, junto a la almohada pero mucho más lejos (almohada,
alcazaba, alcázar,… nazarí). No sé qué dices, pero me dices que a donde
miro, y yo no sé responder.
Deberías mirarme a mí, me dices, y es lo primero que comprendo. Y te
miro.
No creas que soy tonto, respondo.
Sólo un tanto absorto, dice.
(me duele)
Si, un poco ido, si. Disperso, diría yo.
Mágico para las palabras, pienso.
Se transparenta su pecho, entreveo sus pezones, el pelo le cae sobre un
hombro, el camisón se descuelga. Se desliza bajo la ropa de cama sin
levantarse, me mira.
Mañana tengo una entrevista. Por el libro, me susurra.
Ajá.
Diez, veinte, treinta, cuarenta,… sigue contando tú que yo… que yo no
tengo ganas.
01:29, 20 de agosto de 2010, EDC.
PD. Este relato no podría haber sido escrito sin la amable e inconsciente
colaboración del disco Nightlife de PetShopBoy
Reflexiones de escritor (I)
21 agosto, 2010
Decía uno de los críticos literarios más importantes en la actualidad,
James Wood (Los mecanismos de la ficción, Gredos, 2009), hablando del
realismo en la literatura, en que, en cierto modo (o en todos los modos),
las historias son incerrables (nota: la palabra incerrable no existe, pero se
la propongo a la RAE). Lo explica diciendo que si uno pretende que su
historia sea lo más realista posible, uno se ve obligado a no terminarlas
jamás. Afirmaba esto de un modo un tanto alegórico, y relacionándolo
con la forma en la que se pueden terminar las novelas y relatos. Pero si se
eleva el concepto a lo paranoico-excesivo: si, las novelas hay que
terminarlas; los relatos, también, pues es físicamente imposible escribir
una historia interminable. Sin embargo, ahí hay una verdad: y es que
aunque terminemos las historias, en realidad, estas no lo harían en la vida
real. Las historias son, repito, incerrables. Podemos escribir acerca de un
determinado período de nuestras vidas, y terminar con la solución de un
nudo, como rezan los manuales (ejemplo, la larga enfermedad de un
pariente, su muerte, y el renacer de una nueva etapa en la vida; un viaje,
con la partida, el desarrollo, y finalmente, el regreso a casa; largo
etcétera). Pero si esa historia fuese real, no tendría final.
Cierto, quizá no explique bien qué quiero decir. Es un tema un tanto
obtuso, y que me atormenta al escribir. Uno inventa un personaje, un
protagonista, y ha de dotarlo de un cúmulo de características que le den
veracidad, que lo hagan real. También le das un pasado, un presente en el
que se desarrolla, y un futuro que el lector puede vislumbrar. Vivirá su
historia, y llegado un momento dado, el autor pondrá la palabra FIN, y se
habrá terminado. ¿Sería así en la realidad? La realidad no se termina.
Claro, esto no nos lleva a ninguna parte. Como reflexión, en parte, es una
mierda.
Pero es la primera, no se espera que sea perfecta.
Reflexiones de escritor (II)
24 agosto, 2010
Hace una semana que he terminado de leer Todos los hermosos caballos,
de Cormac McCarthy. Es una lectura maravillosa (soy partidista en este
caso), y que un crítico cualquiera encuadraría en el llamado realismo del
siglo XIX y XX (Nabokov, Austen, Flaubert, Tolstoi, etc). Aunque no
supiésemos esto, las propias características del texto nos lo dirían. La
trama que cuenta es absurdamente real. Uno no sólo es capaz de meterse
en la piel de un chico de dieciséis años, sino que se cree la historia. Para
alguien como yo, que basó parte de su ‘formación’ literaria en los grandes
clásicos de la ciencia-ficción, es un contrapunto terrible. Porque si, los
autores de la mejor ciencia-ficción han logrado que me metiera en las
historias, han hecho que estuviese bajo la piel de los protagonistas de
odiseas espaciales, mundos destruidos o invasiones extraterrestres.
Historias bien contadas, historias definidas, buenas historias. Pero, no te
las puedes creer. Puedes valorar que puede que algún día ocurran, o en
que puede que pudiesen pasar en determinadas circunstancias. Lo que nos
creemos no es la historia, a todas vistas fantasiosa, sino la posibilidad de
la historia. Y es una diferencia total. Ofrece un abismo que de momento
ningún autor de ciencia-ficción ha logrado saltar (sobre todo, si hablamos
de verdadera ciencia-ficción, y no de baratijas pseudocientíficas, comida
rápida literaria que apenas la has tragado ya ha desaparecido de tu
memoria). Y yo me pregunto, ¿es acaso imposible dar ese salto? ¿Contar
una historia que transcurre en una colonia lunar, o en una estrella lejana, y
que el lector sea capaz de creérsela como real, es imposible? Obviamente,
jamás se podrá lograr que una historia así sea tomada como verdad de una
forma total, pero creo que si podría lograrse, si acaso por un momento,
que el lector estableciese una empatía, una creencia transitoria en la
historia: creerte que realmente eso sucedió en la Luna, que alguien las
pasó así de canutas allí arriba mientras tú, por poner un ejemplo, cursabas
segundo de carrera. ¿Acaso no nos creímos las aventuras –y desventuras-,
de Alex en Hacia rutas salvajes, sin saber exactamente si había ocurrido
así? Y, sin embargo, ¿a qué nadie se creyó las aventuras de otro Alex, el
de La Naranja mecánica?
¡Ya vale de space operas baratas, o de ciencia-ficción dura que aburre
hasta al técnico más entusiasta del despacho más pequeño de la NASA!
Es el momento de que la nueva hornada de escritores de una cienciaficción moribunda se levante en armas, amarre el realismo, y logre lo que
todos los anteriores no lograron: que creamos realmente la cienciaficción.
Es una nueva aventura: la de convertir algo absurdo en algo real.
Canción muerta
26 agosto, 2010
No puedo besarte otra vez.
Ella mira y él no aguanta y se mira los pies. La lluvia cae sobre sus
cabezas, rebotando contra la piedra y los andamios, repiqueando sobre las
charcas que se forman en el suelo arenoso.
¿Por qué?, pregunta ella. Yo si soy capaz.
Dos figuras solitarias bajo la luz de una farola triste. Dos figuras solitarias
en busca de algo que no se pueden proporcionar.
No sería justo.
¿Justo para quien?, pregunta ella, exaltada. Enrojecen sus mejillas, sus
pupilas se dilatan.
Para mí, reconoce él.
Imagina un piano tocando una triste balada, la canción de una muerte
anunciada, la canción de un mundo que agoniza, de un atardecer siniestro
y de una noche que entra eterna y umbría.
Esto es un fin, asume ella.
Ni siquiera llegó a comenzar, susurra él.
Él tamborilea los dedos sobre su pantalón húmedo. Ninguno dice nada, no
hay nada más que decir.
Es triste, dice finalmente ella.
Él piensa que sí, que es triste. Y se siente sólo, y abandonado, siente que
nadie vela por su suerte y que a nadie importa lo que sucede en aquel
lugar alejado de la ciudad. Siente que nadie, JAMÁS, le ha hecho el
menor caso, y que, decida lo que decida, el único que va a pagar las
consecuencias será él mismo.
Muy triste, dice él.
Podría ser diferente.
Si, reconoce él.
Pero no lo es, ¿verdad?, insiste ella.
Niega con la cabeza.
Creo que debería irme a casa, dice ella, al fin asumiendo el rumbo de la
noche.
Él no dice nada, y ella alza una mano y dice adiós.
Suerte, añade cuando él la mira irse y penetrar en la oscuridad de coches
oxidados y aceras descuidadas.
Igualmente, murmura él, y se queda sólo al fin, una vez los pasos de ella
se pierden en la noche apagada.
Se sienta sobre un bloque de cemento cubierto de líquen, nota la humedad
penetrando hasta su piel, nota el frío.
Y con el lento pasar de los minutos, la canción que había imaginado ya no
está, murió, y la sustituye el sonido de la lluvia al caer.
Mañana será otro día, le dice a la noche.
Pero con aquella oscuridad, no sabe si lo que dice se convertirá en una
verdad o es solamente un anhelo.
Quizá.
12:03, 26 de agosto de 2010, EDC
Reflexiones de escritor (III): la música… y el escribir
28 agosto, 2010
En Mientras escribo, Stephen King se aleja del terror o la fantasía, y se
mete de lleno en su infancia, para buscar el origen de su escritura. Cuenta,
entre otras muchas cosas, su modus operandi a la hora de ponerse a
escribir (sigo alguna de sus directrices, las que me funcionan, como
escribir 2000 palabras cada vez que me pongo a escribir, aunque luego
tache muchas), pero también que cuando se sienta en su escritorio, pone
música heavy metal, a todo volumen. Lo hace no porque le guste, sino
para no distraerse. Es una imagen un tanto cómica, si alguien se imagina a
un Stephen King paranoico escribiendo ITmientras suenan Los Ramones
a todo volumen. He de reconocer que yo no me pongo música que no me
guste. Muy al contrario, pongo música que me gusta. Y no me despista,
sino que me potencia, me concentra, me pone a tono. Tanto es así, que
más tarde, al releer un párrafo, soy casi capaz de recordar que canción
estaba sonando en el momento en que lo escribí. No porque la canción
esté plasmada de forma evidente en las palabras, sino porque se esconde
detrás de ellas (últimamente, pueblan mis horas de escritura canciones de
Sigur Ros, First Aid Kit, etc, muy ambientales, atmosféricas). Muchas
veces he reflexionado acerca de cuánta influencia tiene la música en las
historias. ¿Cambia un argumento que ya tengo decidido lo escriba bajo la
influencia de una canción de jazz o lo haga con una canción de post-rock
ambiental? Siempre me digo: no, el argumento ya lo tenías claro, ¿qué
influencia va a tener? Pero quizá influye en el ánimo de los protagonistas
de la historia, o en sus diálogos. ¿Cómo saberlo? La mente científica me
da una respuesta inviable, y es escribir el mismo relato con y sin música.
Lo dicho, inviable. No sé si Stephen King también se ha planteado esto, y
me gustaría saber qué música estaba escuchando al escribir determinados
párrafos brillantes (la escena del jardín viviente en El resplandor, la
tormenta oscura en Saco de huesos, etc). Por mi parte, seguiré escribiendo
con mi música. A mí me resulta (independientemente de la calidad de lo
que escribo). Por lo visto, también le resulta a Stephen King (adelante,
detractores).
Pon distancia
1 septiembre, 2010
Pon distancia, pon distancia, pon distancia, pon distancia, repite la voz
interior. Y mientras la voz lo repite, ella se acerca. Finalmente, se acalla la
voz, inservible. Ha perdido el partido. Labios separados, vapor disipado.
Ahora, ¿qué? ¿Siguiente base, o retirada raposeira? Olvida la meditación,
las jornadas de reflexión inconsciente, la tristeza contemplativa. Olvídalo
todo, has perdido el partido. Ignora los días grises, y a los soleados ni
siquiera los huelas. Parpadea y vuelve a parpadear.
¿Nos vamos?, pregunta. La voz reverbera como en el interior de una
catedral milenaria, pero en realidad es mi cráneo. Yo la miro.
¿A dónde?, pregunto a mi vez con inocencia.
Ella empieza a hablar con nerviosismo y ansias de llegar antes de ir. Yo
no escucho nada, solamente me fijo en que una de las farolas de esa calle
parpadea incesantemente, y luego me recreo en como mi ojo se ciega por
la luz que va y viene. Hay un mendigo/borracho tirado en un portal,
amarrado a una botella de cerveza. Orballa suavemente.
¿Entonces?, dice ella finalmente, y yo vuelvo en mí porque su mirada se
clava confundida en mis ojos idos.
Vamos, digo.
Pon distancia, pon distancia, pon distancia, pon distancia, repite la voz
interior, que todavía cree que hay salida digna al desaguisado. Todavía
puedes, parece decir.
Pero enfilamos un portal, y luego unas escaleras oscuras, y un ascensor
cuya luz también parpadea y huele a humo de tabaco mezclado con lejía.
Y luego un descansillo y un piso.
Y luego, el más allá.
La voz calla, y se pierde en un limbo donde nadie la puede oír.
Yo me pierdo, también.
Espuma mental
3 septiembre, 2010
Sentado en el borde de la roca, asomo mi barbilla y la convierto en quilla
contra las olas rumorosas y su espuma que inunda el aire y lo carga de sal
y vacío. El cielo cae hacia el horizonte lejano en un beso desapasionado,
rutinario. Susurra la larga pendiente a mis espaldas, susurran la hierba y
los pájaros que son como esquirlas en el aire. Pienso que las cosas no
siempre salen como uno quiere, que eso es frustrante para el que no
enfrenta la vida con valentía, pero que esa incertidumbre es lo que lo
convierte en interesante.
Alea jacta est, susurro.
Estoy solo y eso es inevitable, sólo enfrentado a un universo vacío y a la
vez repleto de cuerdas que vibran y de rumores y de largos y solitarios
atardeceres. Estoy solo, solo conmigo mismo. Atrás quedan autobuses
traqueteantes, excímeros convencionales y largas noches húmedas donde
las botas se hunden y apenas pueden salir. Atrás todo tipo de teclados y
delitos, botellas y baños, míseras migajas de un mundo paralelo cuya
recta jamás se corta con la mía. Todo eso queda atrás.
Mi barbilla corta el viento. Mis ojos no miran, no hace falta mirar, la
dirección es siempre adelante, adelante a donde sea.
Mi barbilla corta el viento. Y yo, corto mi propia historia.
Con ocho minutos tengo suficiente, y aún me sobran dos…
Reflexiones de escritor (IV): protagonista de mis historias
8 septiembre, 2010
Alguien me dijo un día que para escribir una buena historia, uno debía ser
muy poco protagonista de ella. Distanciarse lo máximo posible, verlo
todo en la distancia: NO involucrarse. Sin embargo, a cada palabra que
escribo me doy más cuenta de que lo que realmente importa es
involucrarse. Imaginarse historias va unido indefectiblemente a hacerlas
tuyas. Cuando terminas son una parte de ti que ha quedado plasmada en
un ‘soporte’ menos perecedero que la memoria. La mera idea de
convertirlas en algo ajeno, algo con lo que no sintamos empatía… es
siniestro.
Los protagonistas somos nosotros mismos. O, al menos, una parte de
nosotros mismos. Quizá, en un momento, sea nuestro yo de ocho años en
una tarde de verano angustiado el que hable, o quizá, en el siguiente, sea
el yo de quince al que una chica negó un beso. Pero que somos nosotros
los que hablamos cuando un protagonista habla, o que somos nosotros los
que caminamos cuando él camina, eso es, a mi parecer, innegable.
Negarlo es destruir la verdadera esencia de escribir algo…
sobre la playa (12)
8 septiembre, 2010
El dulce y afilado hálito del destino, alargándose sobre una costa cubierta
de arena y polvo. Mil gaviotas graznan al Sol implacable, graznan al azul
turquesa que, más abajo, alberga el sentido de su letanía hambrienta. La
brisa cálida remolonea en las arrugas de mi cara, en mis ojos secos y mi
melena lacia y blanca, en mis dientes quebrados.
¿Cuántos? ¿Cuántos me habrán decepcionado hasta hoy?, me pregunto a
mí mismo.
Sé que la respuesta es ninguno. Lo leo en la realidad invisible que me
rodea, lo leo en mis manos de dedos torcidos y cicatrices que un día
fueron líneas de vida y amor y dinero. Recuerdo un camino plagado de
guijarros, de salamandras y hojas caídas. Nadie me ha decepcionado,
solamente me he decepcionado yo mismo.
Ah, la torre de marfil, murmuro con palabras que de viejas son densas y
de densas caen al suelo como atraídas por una gravedad cuántica que se
lleva las posibilidades no sucedidas.
El ego y la supresión del ego, y el nuevo ego vestido de ave fénix que
nace de cada intento. Imposible de eliminar, imposible porque siempre ha
estado en el mismo lugar, aferrado al tarro de las esencias.
Me llevan unos pies ancianos y crujientes y ásperos que parecen de otra
persona, me llevan por el sendero poblado de arena fina, entre juncos de
playa, y luego camino por arena más húmeda, notando como la brisa se
enciende y arrastra la espuma de las olas hasta hacerla chocar con mi
cara. Me siento notando un crujido, y observo la letanía del mar, de ese
azul que se vuelve blanco al romper contra la orilla, un débil farallón de
arena oscura.
A mis pies, un mosquito de playa, casi transparente, salta como una pulga
por las ondulaciones de la arena de cresta en cresta. Un zapato viejo se
deshace comido por la sal medio sepultado. La hoja de un periódico
aletea enzarzada con un trozo de madera en una batalla inútil.
Inútil como esta sensación, pienso. Esa que oprime mi pecho durante el
día y no me deja respirar por las noches, en la oscuridad de una
habitación de donde me siento alienado y donde nada hay que forme parte
de lo que yo soy. Marcos con fotos de personas que ya no existen,
instantes que se disuelven. Paredes lisas, lisas, lisas, lisas como la
memoria que se alisa hasta buscar un rincón donde morir y desaparecer,
podredumbre y luego alimento del hambre voraz de un cosmos lejano.
Preguntaría donde estás, murmuro, maitasun de tierras del norte, pero
estás muerta.
Preguntaría donde estás, murmuro, hermano, hermano mío que un día
compartiste risas conmigo, pero estás muerto.
Preguntaría donde estás, murmuro, madre, madre que me pariste y me
cuidaste como si tu tiempo no valiese nada, pero estás muerta, también.
Preguntaría una y mil veces, pero nadie más que yo queda en este lugar
yermo y vacío.
A ese mar, pienso, le llamaban el mar de los perdidos.
Me paso la mano por la cara, y encuentro una lágrima. Me sorprendo y
sonrío.
A lo lejos, emergen ballenas entre las aguas y bajo el sol, con sus lomos
oscuros y sus chorros de agua brotando de ellos y sus colas, saltando en
un instante y luego cayendo en la viva expresión de la felicidad más
consciente que jamás haya visto.
Otra lágrima surge de mis ojos.
¿Cuánto hace que no lloro?, me pregunto. ¿Años, décadas quizá?
Tanto tiempo doliéndome de mi suerte y de mis desgracias. Tanto tiempo
viviendo una realidad que al fin resulta que no existe, que no existió
jamás.
Me limpio las lágrimas.
Si duele, es que todavía vivo, le susurro a la tarde que avanza y el Sol que
cae y caerá sobre aquel horizonte vacío durante una eternidad.
Si duele…
Pregunto
10 septiembre, 2010
Pregunto, ¿Quién eres tú para desanimarme?
Y tú bajas la mirada.
Pregunto, ¿Quién te ha dado permiso para quitarme las ganas de ser feliz?
Y tú te miras los zapatos.
Pregunto, ¿Acaso debo ser convencional sólo porque tú lo eres?
Y tú te muerdes un labio.
Pregunto, ¿Acaso yo te he pedido que sigas aquí?
PD: dedicado a todos los que, alguna vez, han intentado desanimarme.
Respuesta: no lo habéis conseguido.
Reflexiones de escritor (V): el aburrimiento
10 septiembre, 2010
Algo ocurre cuando dejas de escribir de cosas acerca de las cuales
siempre has escrito. Cuando pierdes tus temas, cuando caes en un nuevo
territorio. En tierras extrañas. Por un instante, me preocupó. Existen
precedentes. Durante los años treinta, cuarenta, cincuenta, ocurrió un
fenómeno en el pulpamericano (aquellos fanzines donde escribían, por
fascículos, los grandes pioneros de la ciencia-ficción): todos los que
alcanzaban ligera fama, evolucionaban y caían en otros géneros
(suspense, misterio, realismo, etc). Les pasó a muchos. Durante muchos
años, me dije que jamás me ocurriría eso, que la ciencia-ficción era lo que
me gustaba y lo que quería escribir. Sigue siendo así, aunque de una
forma mucho menos tajante. ¿Me he aburrido de la ciencia-ficción?
Ocurre que la ciencia-ficción, como uno la conocía, está muerta. Se ha
hablado ya lo suficiente de exploración espacial, ya hay demasiadas
space-operas, demasiados aliens, demasiadas tramas filosóficas, thrillers
psicológicos en planetas alejados, demasiadas catástrofes o inventos
revolucionarios. El nivel actual es más bien bajo. Por tanto, me redimo
leyendo clásicos, leyendo a los pioneros, los que hicieron de la cienciaficción un género exclusivo donde solamente caían aquellos con una
sensibilidad especial (espacial) para la innovación. Ahora es diferente.
Ahora prima la convencionalidad. Eso, unido con la crisis del mundo
literario…
¿Me he aburrido? No lo sé con exactitud, pero de pronto me cuesta
escribir los largos relatos de ciencia-ficción hard que antes escribía en dos
días. Sigo teniendo las mismas ideas, la misma ciencia entremezclada con
realidad y ficción que antes. Están en mi cabeza. Pero, de pronto, noto
como me preocupan otras cosas. Como leo a ciertos autores para
empaparme de su forma de escribir. De cómo me fijo en la estructura de
las frases, de las composiciones gramaticales, de las partituras literarias.
Y escribo sobre la gente. Sobre lo que hay una calle, en un supermercado.
Algo sumamente alejado de la ciencia-ficción.
Con la firme intención, me digo a mí mismo, de volver algún día a los
terrenos que en su día dominé como un juego al que juegas muchas veces.
Volver para introducir las mejoras, los aprendizajes, para aplicar todo eso
en mi mundo, en la ciencia-ficción, y convertirla de nuevo en lo que fue:
en un cajón de las ideas.
Volveré. No sé cuándo ni cómo, pero volveré.
Ligero como una pluma
11 septiembre, 2010
Jon se despertó ligero como una pluma, y bajó corriendo por las escaleras
hasta la cocina. No había nadie, por supuesto. Hacía años que vivía solo.
Se hizo un gran desayuno: cereales con leche, tostadas con mantequilla y
mermelada de frambuesa, un vaso de zumo de naranja y otro de café, y
hasta un par de galletas de chocolate. Sentado ante la mesa, disfrutó de
los manjares hasta que no quedaron más que migas y restos de la batalla:
un estómago a reventar. Se levantó y miró aquel desaguisado.
Hoy no voy a limpiar, sentenció. No hace falta.
Salió al porche de la casa, y observó el Sol que se levantaba por encima
de las casas de sus vecinos, deslumbrándolo todo y atravesando las
numerosas columnas de humo que se alzaban por doquier, tanto en la
urbanización como en la ciudad. Había varias camionetas cruzadas en la
curva, y un viejo cedro que alguien había intentado talar y en cuyo tronco
todavía estaba clavada el hacha. Un trabajo no terminado.
Respiró hondo, estirándose, y sonriendo, bajó las escaleras y sintió el
césped húmedo en la planta de sus pies. Entró en el sótano silbando una
vieja melodía, de Elvis creía recordar (Don´t), y rebuscó entre todos los
cachivaches llenos de telas de araña y periódicos viejos, hasta encontrar
la silla plegable. La sacó y dejó todo lo demás tirado por el suelo.
Ya te recogeré mañana, le dijo a las cajas caídas, sonriendo y echándose a
reír.
De nuevo sobre el césped, extendió la silla y la limpió cuidadosamente,
pensando en cómo la usaba su madre para ir la playa, décadas atrás.
Luego la lavó con la manguera, y la dejó allí, al Sol del amanecer, para
que se secase. Volvió adentro, y sin saber muy bien qué hacer, paseó por
la casa como un zombie, contento de tener piernas y de estar sano como
un roble. Miró en la biblioteca del salón, donde desde hacía años
atesoraban polvo todas las novelas de Agatha Christie de su madre, o los
libros de bricolaje que su padre jamás había llegado a usar. En el estante
superior, una larga enciclopedia de cartón piedra que Jon siempre había
odiado, por ser tótem del falso conocimiento, de la vacuidad de un
cerebro perezoso.
Llegó a su habitación de nuevo, y se tiró en cama mientras leía unos
tebeos de Spiderman. Los había encontrado la noche anterior, rebuscando
en las cajas de su armario. Hacía años que no los leía, de modo que para
él eran casi nuevos. Disfrutó durante un par de horas con las aventuras y
desventuras de Peter Parker, sin juzgarle, solamente riéndose.
Más tarde, vio en su reloj que era casi mediodía. Se levantó y notó un
pequeño temblor. Rió entre gritos y bajó corriendo las escaleras, atravesó
el hall y saltó de nuevo sobre el césped. Cogió la silla plegable, ya seca, y
corrió de nuevo al interior. La dejó en el hall y corrió a la cocina. Abrió la
nevera y tomó el bote de un gran batido de chocolate, y luego una caja de
cookies de chocolate en el estante, y con todo eso bajo el brazo, y la silla,
subió al segundo piso, y luego al ático.
Allí paseó apurado entre cajas y baúles que habían pertenecido a su
abuelo emigrante. Hacía mucho calor allí bajo las tejas, y pronto empezó
a sudar. Encontró la claraboya, y la empujó infructuosamente un buen
rato, incapaz de abrirla. Se había encajado con el paso de los años. Miró a
los lados, buscando algo pero sin saber qué era exactamente ese algo.
Finalmente, dejó la silla y el batido y las galletas sobre el suelo, y cogió
una vieja mesita de noche. Hizo acopio de fuerzas, y la lanzó contra la
claraboya. La mesita de noche destrozó el falso cristal, rebotó contra el
borde y volvió hacia Jon, que se apartó con agilidad. Rió con ganas,
mientras quitaba los restos de plástico de la claraboya, amenazantes como
los dientes de un tiburón. Luego sacó la silla y lo demás, y se impulsó
para salir, cegado por el Sol y por la otra luz. Se afianzó durante un
instante, sintiendo como el vértigo se le pegaba como grasa de motor. Su
casa sólo tenía dos pisos, pero la sensación de encontrarse allí arriba era
vertiginosa. Sin embargo, hasta eso le resultó divertido, al imaginarse a sí
mismo cayendo y matándose a tan poquito de… Y dado que la cima del
tejado era plana, se sintió bastante seguro. Abrió la silla, y dejó el batido y
las galletas a un lado. Y luego, se sentó.
Ante él, toda la urbanización parecía la detallada maqueta de un niño con
mucho tiempo libre. Los incendios parecían haberse aplacado por allí,
aunque en la ciudad, entre las altas torres, el humo se convertía en niebla.
El Sol ardía sobre su cabeza, y frente a él, la otra luz del cielo
deslumbraba como un cristal iluminado por la luz de mediodía.
Jon se miró el reloj. Sonrió. Faltaban tan sólo siete minutos. Un ligero
temblor arrasó la urbanización como para recordarle que todo estaba muy
apunto. Agarró el batido con la mano izquierda sin quitarle ojo a la luz, y
se bebió un largo trago, disfrutando de aquel sabor a leche y chocolate. Se
limpió los labios con la manga de la camisa, ensuciándola.
Te lavaré mañana, dijo, y rió.
Algunos habían llamado a aquella bella luz Digard, el nombre de su
descubridor, y otros BX-119. Otros, Jinete del Apocalipsis, y
denominaciones todavía más bizarras. Jon le llamaba, simplemente, la
luz. Y mientras que la mayoría había huido a las tierras altas, o bien lejos
de aquel lugar, él prefería estar allí y verlo todo perfectamente. Se llevó a
la boca unas galletas de chocolate, y masticó quedamente mientras las
migajas caían sobre su pecho.
Miró de nuevo el reloj.
Dos minutos. Las escasas nubes estaban apartándose como empujadas por
algo, y el temblor se hizo más perceptible. Vio una bandada de estorninos
abandonar un parque cercano y buscar un refugio que, en realidad, no
existía. Puesto que la única especie sobre la faz de la Tierra con
inteligencia efectiva no había sido capaz de destruir aquella bella luz.
Recordó algo, y rebuscó en el bolsillo. Eran unas gafas de sol que su
madre había puesto durante varias décadas, insensible a las modas. Se las
puso.
Guau, mucho mejor, dijo.
Un minuto.
¡Esto va a ser genial!, gritó.
Y el cielo se oscureció, mientras aquella gigantesca bola de roca helada se
precipitaba en la atmósfera. Tembló el aire. Ardió el aire, incendiado el
oxígeno. Se resquebrajó la tierra. Jon simplemente echó una última
carcajada.
Eterna.
amanecer
12 septiembre, 2010
Aquel día, cuando empezó todo, tú bebiste como un regimiento, y yo
furioso con mi propia vida te dije si querías pasear para bajar la
borrachera. Tú empezaste a hablar en euskera, y a mí me dio la risa.
Hablabas del mar y no sé qué más. Yo me fui a mear, y tú te quedaste sola
en aquella parada de bus, sentada hablando como si hubiese muchos a tu
alrededor, aunque no hubiese nada. Seguimos paseando la noche, las
solitarias calles de una ciudad de piedra, hablando de la vida y la muerte y
el universo y la realidad y la existencia y mil cosas más apoyados en
columnas de piedra, y no hartos, corrimos a mojarnos los pies en el rocío
que cubría la hierba, y desafiamos diciendo que nos quedaríamos hasta el
amanecer. Volvimos bajo parapetos amarrados por la cintura por alguna
extraña razón física, y para cuando te dejé en tu portal, y me fui a la cama
que me llamaba, el Sol salía en una ciudad que despertaba.
El desafío sigue vivo, el amanecer todavía llama.
(descomunal) femme fatale en un tren de Visp a Bern (Switzerland)
15 septiembre, 2010
Al entrar en el tren me siento donde siempre, subiendo al segundo piso y
junto a las escaleras, para que al llegar al estación de destino no tenga que
hacer cola para salir del tren. Frente a mí se materializa ella.
El tren se pone en marcha, un traqueteo leve y olvidado. Fuera, se elevan
montañas como colosos, cumbres casi nevadas a pesar del Sol de junio,
laderas que caen hacia el fondo del valle como una ola de tierra oscura y
musgosa. Crecen los bosques. Arriba, un cielo azul brumoso, y parece que
el aire se enciende.
Frente a mí, ella.
Que mira por la ventana, absorta sólo en apariencia, con la melena rubia
despeinada. Lazos de pelo ondulado caen por delante de su cara, mientras
el grueso se lo ata tras la cabeza, con dos lapices negros cruzados. Una
frente escasa y una nariz fina y respingona, y unos ojos verdes grandes y
brillantes bajo los cuales unas ojeras oscuras violáceas reinan y llaman al
insomnio (otra vez). Unos grandes cascos cubren sus orejas, con el arco
por encima de la cabeza como una diadema, unidos a un iPod como un
feto a su madre. La música salta fuera, llena de graves, y flota en el aire
fresco del vagón, que traquetea en una curva antes de penetrar en un largo
túnel. Ella masca un chicle con descaro, mostrando unos dientes blancos,
y de vez en cuando, tararea en voz alta una parte de la canción, con una
voz suave pero algo rasgada. Humedece sus labios gruesos en un gesto
calculado. Salimos del túnel y el Sol ilumina su rostro. La piel es pálida
pero con un matiz amarillento.
Disimulo que no la miro y miro por la ventana, en donde la luz del vagón
hace que se refleje su rostro. Ella ha dejado de cantar y se inclina hacia
sus bolsos. Primero rebusca en el más grande, de tela blanca y pintado a
mano con letras de colores, acuarela pintada sobre un lienzo de tela. Las
palabras están en alemán o francés, y no conozco ninguna, excepto l
´oeuf y, precisamente, l´amour. No encuentra lo que busca, así que pasa a
buscar en un bolso más pequeño, de cuero, y luego saca tabaco de liar y
un papel. Toquetea el papel, que refleja la luz del Sol quedamente, y
después se pone a liar un pitillo. El movimiento de sus manos, experto y
firme, se vuelve una danza absolutamente seductora. Erótica, irresistible.
La miro y noto que no soy el único.
No sé su nombre (cómo para preguntárselo), pero mentalmente la llamo
Laetitia.
Termina de liar el pitillo, y juega con él pasándolo entre los dedos como
la varita de una animadora. Luego lo deja a un lado, con gesto de fastidio
porque no puede fumárselo en el tren. Se pone un fular morado y casi
transparente, enrollado al cuello como una boa constrictor, y luego parece
quedarse dormida, con la cabeza apoyada de lado sobre el cristal de la
ventana. Sólo disimula, disimula otra vez para que la miren, y yo caigo en
el embrujo y aprovecho su falso sueño para mirarla. Sobre la piel de su
pecho desciende un collar de bolas oscuras, y luego un top verde oscuro
escaso, y bajo él un sujetador negro cubre unos pechos pequeños. El aire
acondicionado revela sus pezones erectos, y las tiras del sujetador se
despeñan de sus hombros y caen casi hasta los codos. En su muñeca
izquierda alumbran pulseras de cuero y bolas entrelazadas, y al otro lado,
un curioso reloj infantil, y sobre su mano un tatuaje de henna hecho de
espirales y esferas y estrellas.
Un minuto más tarde, consciente de que ya todos la miran, abre los ojos
que brillan insólitos y conscientes, y esboza una sonrisa de satisfacción y
baja la mirada y luego la dirige afuera.
Con descaro miro la falda que cubre sus piernas, azul oscura y hippie y
vaporosa, bajo la cual asoman dobladas bajo el cuerpo sus pies descalzos
y pequeños, con lunares negros pintados sobre las uñas y un tatuaje que
se insinúa en su pantorrilla.
Es casi demasiado erótica, habita una débil frontera entre lo vulgar y lo
exquisito. Pero domina el equilibrio, y estoy seguro de que jamás caerá a
un lado u otro.
Se despereza, estirando sus brazos e inflando su pecho. Me permito una
sonrisa, y saco mi libreta y sobre una página perdida, escribo acerca de
ella. No mucho, solamente palabras sueltas. Eso parece desconcertarla,
pero evita mirarme cuando yo hago un alto buscando la palabra justa.
Pocos segundos más tarde, tras rebuscar en su bolso blanco, también ella
saca una libreta. Pero sobre sus páginas cuadriculadas no hace sino
garabatos: espirales sin fin, estrellas que se complican hasta convertirse
en borrones, palabras sueltas, letras con diéresis y muchas consonantes
(jujijastkli, por ejemplo). La ignoro y sigo escribiendo. Ella se aburre y
echa un trago a una lata rosa donde leo Cardinal Love. Luego guarda la
libreta, y finalmente, esta vez de verdad, se duerme.
Miro sus ojeras, que me transmiten una familiaridad difícil de describir.
Afuera, las montañas ya están lejos y el valle se ha ampliado y hay casas
típicas y vacas y praderas y bosques. Vislumbro un lago a mi derecha,
entre colinas. Suspirando, reflexiono sobre mi viaje, mientras la observo y
descubro una gota de saliva que asoma entre sus labios abiertos, y resbala
casi a punto de caerse pero permaneciendo en el límite.
El límite en el que ella habita.
El límite en el que, al fin, habitamos todos.
PD1. Más tarde, llegamos a Bern, nos bajamos del tren, y ella siguió
hacia tierras del norte de Suiza. Nosotros, a Schosshaldenstrasse. Ella, al
pasado de nuestros recuerdos.
PD2. Basado en hechos reales. Tengo testigos (Julián, habla o calla para
siempre).
El erotismo de las miradas
22 septiembre, 2010
Vamos, mírame. Alza tus ojos concentrados en esas hojas blancas, deja de
escribir. No hay nadie más, vamos, levanta la mirada. Oh, esa voz, que
sigue sonando aburrida y monótona, hipnótica, ignórala nada más, no
necesitas escucharla. Esa pizarra blanca, tan artificial, el proyector,
vamos, deja de echarle miradas en busca de la verdad absoluta.
Siento algo recorrer mis brazos, mi espalda, buscar refugio donde
ocultarse, aunque por experiencia sepa que no existe tal lugar. Y como si
una sirena hubiese alzado su canto en el aire frenético de temporal, ella
me mira.
Se cruzan nuestros ojos en un baile invisible, danzan y danzan durante
unas millonésimas de segundo que se vuelven aparentemente infinitas. El
erotismo construye un castillo de arena. Noto el rubor en sus mejillas
bronceadas, y como luego cae un mechón del pelo negro como la muerte,
un mechón ondulado que ella aparta con los dedos, soltando el bolígrafo y
apartando finalmente la mirada.
Luego vuelve a sus folios, escribe frenética de nuevo. El castillo se
desmorona pasando a formar parte de la materia básica con que el
Cosmos se construye a sí mismo. Yo echo la mirada afuera, tras la
ventana, ignorando el milagroso hipnotizador que pasea por la tarima.
Miro los tejados llameantes del campus, ardiendo bajo un Sol casual,
miro las copas de pinos y abetos y carballos, lo miro todo y no veo nada.
Ella, a un lado, sigue afanada en tomar notas. La veo sin mirarla, veo sus
pómulos y sus cejas, su media sonrisa de labios finos y su melena negra
apretada brillante hacia una coleta.
Vuelvo a mis propias manos, y reflexiono mientras la clase agoniza en el
erotismo de las miradas. Ese que prende sonrisas e inflama mejillas, el
que hace nacer un escalofrío o consigue más furor que el sexo más
salvaje.
No conozco su nombre ni su edad, no sé si llega a este instante tras una
vida llena de tragedias o una existencia dulce como un atardecer de
verano. No tengo ni idea. Ignoro si esa falda corta y negra y una blusa
bastante fea esconden una niña asustada o alguien que encara la vida con
descaro. Tampoco sé si sus curvas presagian una pasión incontrolable o si
vive atada a lo condicional.
Sólo soy capaz de ver su mirada, el castillo construido, el erotismo
escondido, oculto a todos aquellos espectros que copian y copian sin
parar. Intento recuperar el momento, la miro de nuevo, pero su rostro
serio trata de seguir el dictado monocorde de aquel demonio del hastío.
Observo las líneas de su cara, su cuello, la forma en que se marca la
clavícula, una rebelde tira de sujetador que cae.
Vamos, mírame, levanta esos ojos verdes que irradian, levántalos otra vez
y crucemos de nuevo el umbral, crear un instante nuestro, vamos, ignora
lo demás, vamos, vamos,…
Pero ya no vuelve a mirarme.
Vamos, mírame, pienso antes de perderme otra vez en los tejados y los
árboles y en el runrún incesante de la realidad.
20:33, 21 de septiembre de 2010, EDC
PD: Aprendí a mirar a los ojos al hacerme mayor. Antes de eso, solamente
rozaba las pupilas de los demás, como el muchacho asustado que asoma
por encima de la manta para ver si el Gran Monstruo se ha materializado
ya en el techo de la habitación o sigue oculto en las sombras que habita.
Ahora, menos miedoso, perforo los ojos de los demás buscando verdades
que, probablemente, están en mi interior.
Adicto a las miradas, ahora descubro, descubro.
La ciencia-ficción de la vida real (I): intercambio de cualidades
23 septiembre, 2010
Sucede que la ciencia nos regala, más a menudo de lo que parece (sobre
todo para aquel que tiene curiosidad y sabe como buscar), detalles sobre
la vida que jamás habríamos podido imaginar. Como dijo el maestro
Arthur C. Clarke en su prólogo de 2001: una odisea espacial: ‘esto sólo
es ficción. La realidad, como siempre, será mucho más extraordinaria‘.
Durante décadas, los escritores de ciencia-ficción nos han obsequiado con
‘regalos’, obras singulares y originales, innovadoras y verdaderamente
valiosas. Sin embargo, más allá de la ficción de la ciencia-ficción, existen
unas realidades sorprendentes que no muchos conocen.
Porque, aunque no lo parezca, algunos científicos se salen de la norma y
deciden hacer ciencia de verdad, esto es, la ciencia que busca respuestas
por extrañas que sean las preguntas y por más extrañas todavía que sean
las respuestas obtenidas. Más allá, como se suele decir, de la peer review
y el mainstream de la ciencia actual.
Dado que muchas de estas anécdotas, o descubrimientos, se quedan en el
olvido (es de notar que la mayoría se encuentran en publicaciones
científicas, en inglés habitualmente, y por tanto, fuera del alcance del
usuario habitual -ese que no suele pagar 250 euros por una suscripción a
Journal of Proteomics, por poner un ejemplo), usaré mi plataforma para
colocar entradas acerca de como la vida nos puede sorprender, acerca de
como no es necesaria la imaginación para encontrar fantasías.
En esta primera entrada, hablaré de unos cuantos casos que he conocido
últimamente (en su mayoría). Lo haré de la forma más simple posible. En
el futuro, me dedicaré solamente a un caso por entrada.
¿Por donde empezar? Nos imaginamos normalmente que los científicos
se dedican a buscar vacunas, nuevos medicamentos, a catalogar bichos
raros o a tratar de evitar que el medio ambiente se vaya a la mierda.
Cierto, la mayoría son gente así (me incluyo). Pero otros, los menos, dan
el salto.
Hablaremos de algo que todos que hayan cursado ciencias naturales en el
colegio podrán comprender. Seres vivos a los que yo, en un alarde de
originalidad, y echando mano de los prefijos y sufijos que los griegos
tuvieron a bien legarnos, llamo mixótrofos. Digamos que trofía se refiere
a la forma de alimentación, y mix,a a mixta (casi como el anuncio).
Resulta que siempre nos han enseñado que las plantas se fabrican su
propio alimento a partir de la luz solar, y que los animales hacen lo
contrario, es decir, o bien se alimentan de plantas o bien unos de otros.
Las plantas, por tanto, son autotrofas, se alimentan de forma autónoma,
mientras que los animales son heterotrofos, se alimentan de otras cosas.
Bien, pues recientemente, he leído un artículo en el que habla de plantas
que, literalmente, devoran bacterias a través de sus raíces para
alimentrase (Turning the table: plants consume microbes as a source of
nutrients, de Paungfoo-Lonhinne et al). En el otro extremo, se ha
identificado un género de insectos que, paradójicamente, realizan la
fotosíntesis. ¿Qué cómo es eso? Por alguna razón desconocida, han
incorporado en su dotación genética genes procedentes de plantas, los han
mezclado consigo mismo, y a través de su tórax, de un verde fluorescente,
realizan la fotosíntesis y obtiene energía a través de la luz solar. El bicho
en cuestión, por si alguien quiere comprobar que hablo en serio, se
llama Elysia
chlorotica (http://naturacuriosa.blogspot.com/2008/11/elysia-chloroticala-babosa-que-tambin.html). El mundo al revés.
De singularidad en singularidad, me meto de lleno en el mundo
microbiano para hablar de una bacteria a la que, comúnmente, llaman
Conan, la bacteria:Deinococcus radiodurans. Para no explayarme,
simplemente diré que esta bacteria es capaz de sobrevivir a una cantidad
de radiación cientos de veces superior (durante horas), a la que soportaría
un humano durante unos segundos. Una bacteria capaz de resistir la
ausencia completa de agua, de crecer encima de sal pura, de resistir el
vacío,… bien, muchos diréis, pues perfecto, una bacteria especial. Si
ahora os hablo de panspermia (teoría que afirma que la vida en la Tierra
fue sembrada a partir de una forma de vida transportada por un asteroide
o un cometa que impactó contra el planeta)… un equipo de investigadores
brasileños han realizado un estudio y demostrado que, efectivamente, la
bacteria en cuestión sería capaz de resistir un viaje espacial (vacío, -200º
C, sin nutrientes ni fuente de calor, ni agua) durante un largo período de
tiempo. Y no sólo eso, sino que posteriormente podría sobrevivir
perfectamente el impacto del susodicho cuerpo estelar contra la Tierra.
Punto y pelota.
Ahora le llega el turno a la evolución, nunca puesta en duda y en perpetua
y estéril batalla con el creacionismo religioso (ciencia vs religión). La
mayoría ya conoce el término de ‘selección natural’, una misteriosa
fuerza que hace que las variantes que mejor se adaptan al medio
sobrevivan, y que las que lo hacen peor, no (o al menos, que su
representación en la siguiente generación sea mucho menor que la de la
variante adaptada). Ejemplo fácil: si llega una época de frío, los osos con
la capa de grasa más gruesa sobrevivirán mejor y más que los que la
tengan más fina. Fácil, fácil. Bien, también publicado hace un mes,
descubro en un artículo que la selección natural ha seleccionado (vaya
redundancia) una proteína que ayuda a disimular a proteínas defectuosas,
impidiendo así que la selección natural actúe sobre ellas, eliminándolas.
Permitiendo que, de hecho, las variantes defectuosas pasen la siguiente
generación. Es decir, la selección natural contra la selección natural (The
effect of chaperonin buffering on protein evolution, de Williams et al).
Y es que, aunque los científicos sean arrogantes y disimulen saberlo todo,
lo cierto es que no tienen ni idea. Defienden a capa y espada el método
científico, cuando en la mayoría de las ocasiones no son capaces de
terminar un experimento que lo cumpla (tengo experiencia directa al
respecto). Uno de los grandes pilares de este método científico, la
reproducibilidad (si yo hago algo, y tú lo haces en las mismas
condiciones, debe salir el mismo resultado), es una falacia. Otro de los
pilares, la demostración de hipótesis a través de experimentos, también
(que se lo pregunten a la física cuántica o física de partículas). Creedme,
nunca hagáis caso a un científico que os dice que lo sabe todo. En el caso
concreto de la reproducibilidad, los científicos ignoran un hecho básico:
la intención. Aunque muchos ignoramos esto, la intención mental con la
que nos enfrentamos a un día, con la que nos enfrentamos a una decisión,
afecta al resultado de la misma. La vieja pero actual historia de que
somos nosotros los que creamos nuestra realidad. Enlazando con esto,
hablaré de un bioquímico japonés llamado Masaru Emoto (ampliamente
conocido en la red, y al que conocí tras su aparición en el documental
insuperable, e im-pres-cin-di-ble ¿Y tú qué sabes?). El Dr Emoto era un
respetado bioquímico al que una intuición le hizo ganarse la fama de
medio loco. El nipón leyó acerca de un concepto, ‘la memoria del agua’,
que manejaban los homeópatas. Quizá hable del tema en otra entrada.
Ahora simplemente hablaré de que Emoto pensó que quizá no todas las
aguas fuesen iguales. Y no solamente a nivel químico (más sodio, menos
sodio, más potasio, etc). Ni tampoco a nivel contaminantes. Experto en
cristalización de cristales, a Emoto se le ocurrió tomar aguas de diferentes
orígenes (una fuente sagrada, agua de grifo, agua de una casa en donde
había sucedido una tragedia, agua de un río contaminado, etc). Colocó
una gota de cada tipo de agua sobre un vidrio, y lo congeló mediante un
método que congela el agua al instante. Al observar los cristales de hielo
formados, su sorpresa fue mayúscula. Los cristales de las aguas
procedentes de la fuente sagrada, de lugares en donde habían ocurrido
cosas positivas, etc, tenían formas geométricas perfectas, muchas de ellas,
simplemente, bonitas. Por el contrario, las aguas contaminadas, o de
grifo, o de lugares con tragedias, formaban cristales amorfos. Hasta este
punto, la comunidad científica simplemente le ignoró. Con su siguiente
paso, mucho más controvertido, le declaró loco y lo sumieron en la
marginalidad (sin embargo, el gobierno japonés, a día de hoy, y según
tengo conocimiento, sigue financiando sus estudios). Primer experimento:
tomó agua de una fuente sagrada, y la metió en botellas de plástico. A
continuación, escribió sobre las etiquetas blancas de las botellas mensajes
como ‘bondad’, ‘amor’, ‘felicidad’. Luego cristalizó gotas de estas aguas,
y las observó. Resultado: cristales geométricos perfectos. Lo cual no era
extraño, puesto que el agua procedía de fuentes sagradas. Sin embargo,
cuando repitió el experimento con agua contaminada, tras un tiempo con
las etiquetas de mensajes positivos, los cristales formados eran
igualmente bellos. Todas las combinaciones ofrecieron resultados
semejantes. ¿Es la intención, la intención mental, capaz de modificar la
realidad que nos rodea? Dejo ahí la pregunta (nota: Masaru Emoto es un
científico que, a día de hoy, sigue publicando en revistas científicas
reconocidas, puesto que sus experimentos son, en su mayor parte,
rigurosos; sin embargo, seguro que muchos de vosotros no habíais oído
hablar de él) (Double-blind test of the effects of distant intention on water
crystal intention, de Masaru Emoto).
La realidad, por lo visto, nos ofrece ciencia-ficción de la buena. De la que
casi da miedo por sorprendente, y por REAL.
En la próxima entrada de La ciencia-ficción de la vida real, hablaré de
cosas más oscuras, como la presencia de DDT en el 95% de las placentas
de las mujeres embarazadas españolas, de la plaga de super-malas hierbas
que asola Estados Unidos a causa de uso de transgénicos (Monsanto), de
los crímenes de las grandes farmacéuticas (denunciado por Teresa
Forcades), y otras mentiras que también me parecen ciencia-ficción: otra
vez, muy REAL.
PD: la bibliografía de todos estos casos está a vuestra disposición si estáis
interesados (aunque mucha de ella esté en inglés).
A nena e a cadela
25 septiembre, 2010
Hai moitos anos, daquela cando as fotos eran en branco e negro, houbo
nunha aldeia pequena unha nena. Morena e de ollos escuros, rabuda e
forte. Vivía nunha gran casa nun alto, ó que se chegaba por un camiño de
terra, pois nalquel lar non verían o asfalto ata moitas décadas despois,
subindo curva tras curva, entre leiras con millo e cebada, con coles e
grelos e navizas, e patacas, entre fontes e riachos. Un lugar tranquilo,
onde os veciños se axudan nas labores do campo e da vida, un lugar onde
se a un lle sobraban patacas, dáballas ó veciño que lle faltaban. Ninguén
morría de fame. A neniña tiña outros seis irmás e irmáns, maiores ca ela,
pero todos traballaban coma se foran maiores. Ían á escola o xusto para
aprenderen a contar, a ler e a darse conta de que naquel mundo a cultura
non valía nada, que o que valía era o traballo, o campo. Eran, ademáis,
tempos difíciles. Aínda que a neniña e á súa familia non lles faltaba de
nada, os veciños comezaban a pasar penurias. Escoitábanse contos que
dicían que a guerra rematara, e para eles era o mesmo porque non
participaran, porque vivían naquel lugar como nunha illa. Tódalas
noticias que chegaban traíaas o carteiro, que ademáis das cartas dos
familiares emigrados, traía novas do país ó que dicían que pertencían:
novas da guerra, novas de economía, novas de epidemias, novas, novas,
novas. Non había máis visitas naquela illa de paz e soidade e si, tamén, de
pequenos dramas diarios.
A nena tiña unha cadela, unha cadeliña. Nacera uns meses atrás, e a súa
nai morrera, así que a nena foi quen de convencer a seu pai, o que
chamaba padre, para quedar con ela, a pesares de que na casa xa tiñan
moitos cans e que había que mantelos. Pero ela, menor ca seus irmáns,
logrou quedar con ela, e así pasaba as tardes daquel vrán interminable,
xogando ca cadela, correndo pola pista cara arriba e cara abaixo,
meténdose entre os talos do millo, cortándose cas follas, bebendo na
fonte, mirando un ceo que se ofrecía claro, claro, claro,… a nena xogaba
insensible ás verdades da vida, a que lle iban a importar a ela, se tiña de
comer, tiña familia e máis alguén con quen xogar. A cadela, cas súas
orellas sempre alzadas, o rabo tremendo, perseguíaa e sempre a buscaba
cando a nena non estaba.
Daquela que un día se escoitou o ruido dun coche. Nun lugar onde o que
se escoitaba eran os berros das vacas e dos bois, os berros da xente, o
ruido da auga correndo, o ruido do vento arroulando os pinos e os
carballos, o brutal e bronco son dun coche alertou a tódolos veciños. O
pai da nena saiu pola porta da entrada, e berrou chamando a nena. Ela
correu ca cadela xunta as súas pernas, e ficou ó lado de seu pai. Alí estaba
tamén a súa nai e os seus irmáns, e a nena preguntábase a qué viña tanto
alboroto.
Qué pasou, padre?, preguntoulle.
Ti cala e fica quieta un intre, respondeulle él con desagradao, facendoa
calar.
A nena pensou que algo grave debía pasar, pero logo veu o coche
aparecer na hondonada que había ós pés da casa, e a súa imaxinación
voou vendo o metal negro brillante e manchado de terra, as rodas que
xiraban. Soaba coma se houbera un inferno baixo aquel metal, pero tiña
algo diferente… a diferencia viña dun mundo que ela non coñecía. O
coche subeu pola costa coma se non lle costara traballo, non coma o carro
dos bois, que bufaban para subir.
Parou diante da casa, e baixaron do coche dous homes. Levaban un
estrano sombreiro negro, con picos, e unha capa que lle caía dende as
ombreiras case ata o chan. As súas caras eran fieras, levaban un bigote
denso, e sacaron un pitillo e comezaron a fumar, botando fume polos
buratos do nariz.
Buenos días, dixo un.
Buenos días, dixo seu pai, facendo o esforzo por falar en castelán. A nena
mirouno con admiración, pois ela mesma non sabía máis castelán que o
que o cura lle obrigaba a falar cando dicía o Padrenuestro. ¿Quieren
tomar un poco de agua, un vino?, preguntou seu pai.
O home que parecía xefe mirouno de arriba abaixo. No, gracias, estamos
de servicio.
A nena agarrou a man do pai. Tiña medo daquel home. O seu pai
agarroulle a man con forza. Parecía esperar, e a nena preguntábase qué
querían aqueles homes.
Nos han dicho que aquí son todos unos rojos hijos de puta, dixo o home,
botando fume pola boca.
Señor, nos aquí so traballamolo campo. Para comer, respondeu seu pai,
esquecendo o castelán do medo que tiña.
Pero aquí sois españoles.
Somos, dixo seu pai.
No me gustaría tener que venir a matar a nadie, ameazou él.
A mí tampoco, a mí tampoco.
Volveremos dentro de un tiempo, dixo aquel home, para ver si de verdad
sois españoles. Quizá entonces tome un poco de vino.
Moi ben, señor.
Porque yo sólo tomo vino con los míos.
Seu pai non dixo rés.
Entón, a nena, que seguía apretada á man de seu pai, veu con horror coma
a cadela, que todo o tempo permanecera o seu carón, saltou cara o home,
movendo o rabo. Só quería xogar. A nena tirou cara ela, pero o pai
agarroulle a man. A cadela chegou xunta o home, e saltoulle enriba cas
patas de diante, como facía ca nena. O home berrou, e apartouna dunha
patada. A cadela xemiu. O home mirou a aquela familia que trémula
ficaba coma un bodegón no que en lugar de froitas e hortalizas había
probes, e sacou unha pistola do cinturón. Puxoa diante da cadela, que
ignorante de si ficaba sentada movendo o rabo diante do home, disposta a
perdoarlle a patada.
O son do disparo retumbou por todo aquel lugar, pero sobre todo
retumbou na cabeza da nena, que botou a chorar vendo coma a cadela
caía o chan chea de sangre e ca cabeza destrozada. O sangre pronto
comezou a esbarar pola terra costa abaixo. O home sorriu en silencio, e
despediuse.
Hasta pronto, dixo xa dende dentro do coche.
Segundos máis tarde, xa aquel demo metálico esbaraba pola costa e
desaparecía. Pronto, naquel lugar houbo a mesma paz… pero a nena
apretábase contra as pernas de seu pai, chorando e sen poder quitarse a
imaxe da cadela morta da cabeza. Un dos irmáns recoulleu o cadáver do
chan, e levouna dalí.
A nena so choraba.
E aínda agora, de vella, co pelo cano, chora cando fala e recorda aquela
cadeliña, que lle levou a inocencia, que lle trouxo novas do mundo real.
Aínda agora chora.
La ciencia-ficción de la vida real (II): DDT, Teresa Forcades y Monsanto
28 septiembre, 2010
Recientemente he visto una de las conferencias más interesantes de mi
vida. La daba un tal Nicolás Olea, catedrático de la Universidad de
Granada, y reconocido experto en toxicología. Comenzaba la conferencia
con un dato tremendo: un 99,3% de una muestra aleatoria de mujeres que
dieron a luz en el hospital de Granada en 2004, tenían DDT
(http://es.wikipedia.org/wiki/DDT)en la placenta, un compuesto que,
entre otras muchas cosas, es muy tóxico para los embriones. Y el 99,3%
de las mujeres lo tenía en la placenta… también revela que, en su
mayoría, los compuestos mega-tóxicos prohibidos en 1986 por el Tratado
de Estocolmo siguen usándose hoy en día (lindano, todo tipo de
pesticidas, etc). Esta es la forma en la que funcionan las cosas. La
conferencia de Nicolás Olea podías verla aquí (http://www.youtube.com/
watch?v=zs5VyCPS5UU, parte 1, y sucesivas).
Resulta obvio que lo que mueve a las grandes multinacionales es el
beneficio económico. Algunos argumentarán que una empresa no es una
ONG. Otros dirán que no hay ningún beneficio que justifique meterle
DDT a un embrión humano (uno se pregunta: ¿cuántos abortos,
supuestamente naturales, se deben a estos tóxicos?). Que cada cual decida
su bando, sin hipocresía, eso sí. Pero independientemente de debates, la
realidad es que este tipo de compañías funcionan con un ideario que se
basa en: hagamos lo que nos dé la gana, porque la sanción que nos
impongan será mucho menor que el beneficio que hayamos acumulado
mientras tanto. Esto es así para las farmacéuticas, que en los últimos años
han sumado un beneficio de 180.000 millones de dolares, y unas
sanciones (por comportamiento ilegal) que ascienden a 5000 millones (la
resta es fácil). Relacionado con esto, la monja (si, monja) Teresa
Forcades, en su libro Los crímenes de las grandes compañías
farmacéuticas (el pdf, aquí es141), revela alguna práctica realmente
deleznable, cuasi terrorista. A saber, cuenta como se ‘inventaron’ la
disfunción sexual femenina cuando es una enfermedad que, de hecho, no
existe, utilizando estadísticas tan básicas como poco significativas, o
como recomendaron un fármaco para tratar la depresión en una clase de
esquizofrénicos, cuyo efecto secundario era, precisamente, ¡la depresión!
Un diez por ciento de los esquizofrénicos tratados se suicidaron, pero aún
así, los beneficios obtenidos superaron con creces la sanción económica.
En apenas cuarenta páginas (en castellano), Teresa Forcades nos abre los
ojos.
Monsanto es otra de esas nebulosas organizaciones que apenas nadie
conoce pero que atesora una cantidad de poder difícilmente imaginable.
Las llaman empresas transnacionales, y Monsanto, en concreto, es
responsable del 90% de la producción de semillas transgénicas del
mundo. En su web (http://www.monsanto.es/ ), vende modernidad,
ecologismo y demás virtudes, pero lo cierto es que hace ya muchos años,
fue responsable de la producción del Agente Naranja, que utilizaron los
americanos en Vietnam y que es responsable de miles de muertes tanto
entre vietnamitas, la mayoría, como entre soldados americanos (hoy en
día). En el documental The World According to Monsanto (se encuentra
fácilmente en la red), un miembro defenestrado de la compañía revela que
esta produjo los PCBs (dioxinas) aún a pesar de saber sus consecuencias
en la salud humana, y que lo ha ocultado desde entonces porque ‘no se
puede permitir perder ni un dólar’ (literalmente). En el documental
(independiente, por supuesto), la autora, Marie-Monique Robin, nos lleva
a un repaso sobre las acciones ilegales llevadas a cabo por la compañía,
amparada en un potente lobby en Washington. Se puede comprobar como
la producción de su más famoso pesticida (Roundup), ha arruinado la
salud de una amplia población negra que vive en torno a la factoría, pero
sin duda su delito mayor es extender transgénicos por toda la Tierra,
chantajeando a sus clientes con contratos de exclusividad (miles de
suicidios en India a causa de ello → precisamente en la web de Monsanto
se pueden ver a sonrientes hindués…), provocando la proliferación de
super-malas hierbas (Amaranthus palmeri, en La catástrofe de los
organismos modificados genéticamente en Estados Unidos, una lección
para el mundo, de F. William Engdahl)… En cuando a Roundup, el
biólogo Gilles-Eric Seralini, de la Universidad de Caen, ha demostrado
que dos de sus componentes, el glifosato y el POEA, son altamente
tóxicos para los embriones humanos. Monsanto se niega a permitir más
experimentos porque alega que el Roundup es objeto de una patente…
Hoy abriremos una lata de maíz, para la ensalada, y nos creeremos sanos
como, casi en comunión con la naturaleza. Pero lo que haya o no haya
dentro del maíz, ¿acaso lo sabemos?
PD: sólo hay una marca de maíz, en todo el mercado español de
supermercados, que no sea transgénico.
Reflexiones de escritor (VI): Saramago, McCarthy y otras realidades
30 septiembre, 2010
Ayer terminé de leer Ensayo sobre la ceguera, del recientemente fallecido
Saramago. Y tras devorar hace un mes Todos los hermosos caballos, de
mi idolatrado Cormac McCarthy, me lanzaré pronto al segundo volumen
de la llamada Trilogía de la frontera. Aunque uno es portugués, o como
decía a veces, ibérico, y el otro un rancio americano de Texas, hay algo
que los une por encima de sus diferencias, y esto es el terrible realismo de
sus novelas, y una curiosa forma de narrar historias.
La forma en que Saramago ordena las frases, con decenas de comas antes
que un punto, los diálogos introducidos en medio de los párrafos, y otras
manías, es un modus operandi que hace de su lectura un trabajo esforzado
(sobre todo para el que no busca estructuras y formas de escribir).
También lo es, en una medida parecida o incluso superior, la obra de
McCarthy, que escribe larguísimos párrafos descriptivos, tejiendo su
realidad literaria mediante una mezcla a veces equilibrada de un realismo
y un lirismo casi tan palpable como una manzana. Como me gusta decir,
ellos son diferentes (no sólo ellos, claro).
Baluartes, entre otros muchos, del realismo, pero creadores ceñudos de
ficciones, no son tan conocidos para el público general como Dan Brown
o Ken Follett, por decir dos. Quizá porque para leer las novelas de
Saramago y McCarthy no basta solamente con tener tiempo libre, sino
que también hay que tener intención de leer algo diferente.
Para el escritor aficionado, buscador de modos y palabras y significados y
metáforas y comas y puntos, tanto uno como el otro son verdaderas guías
acerca del realismo y de como hacer de tu narrativa algo más que un texto
que cuenta algo. Porque la literatura no es sólo eso (de lo contrario,
escribiríamos todos manuales de microondas y esto sería literatura), la
literatura es algo más. Es arte.
Y de arte saben los artistas.
Para mí, particular homenaje vestido de reflexión, Saramago y McCarthy
son descubrimientos y fuente de inspiración. Hoy, que mi mediocre prosa
se parezca, aunque tímida, a alguna de sus peores obras, es objeto de
fiesta.
PD: no se entienda esta reflexión como un ejercicio de soberbia, pues
también yo he leído a Dan Brown (ay) y a Ken Follet.
Matando un deseo
1 octubre, 2010
- Ambos hemos matado un deseo, ¿no?, pregunta ella.
El barco se mece, la mar está tranquila, y sobre ellos alumbra una retahíla
infinita de estrellas. Al fondo, las luces de Cadaqués iluminan la pequeña
bahía.
- Supongo que si, responde él. Y continúa, Lo que soy capaz de entender
es mi propio deseo, pero no el tuyo.
- ¿Porqué?, pregunta ella, que está completamente desnuda a excepción
de unas bragas blancas. La luz de la Luna, absurdamente idílica, ilumina
su vientre plano y lo convierte en una llanura insondable, su ombligo un
pozo de…
- En cierto modo, eres una versión moderna de estrella de rock. Bonita,
inteligente, con gustos parecidos a los míos. No hay razón para que no te
desee.
- A mí me ocurre lo mismo, dijo ella, suavemente.
- Pero yo soy un barbudo fondón y con los dientes torcidos, un
escritorzuelo que jamás vivirá de lo que escribe, con un gusto para
vestirse un tanto triste. ¿Por qué…?
- Hay más ahí dentro, dice pulsando su índice sobre su pecho, varias
veces, de lo que pudiera parecer. Lo que deseo en ti es la diferencia.
¿Quién quiere un galán en un mundo como el de hoy?
Él se calla porque no sabe que decir. Desde la marabunta de barcos que
habitaban el puerto del pueblo, se acerca una lancha motora.
- Vuelven, anuncia ella.
- Si, dice él.
- Supongo que esto no ha ocurrido.
- Supongo.
- Porque no cambia nada.
- Y al mismo tiempo, cambia todo.
Se quedan en silencio. El rumor de las aguas los acuna, y ella se queda
dormida sobre su hombro. Él la mira y recorre su cuerpo semi-desnudo,
sus escasas curvas y su piel bronceada. Si, habían matado un deseo,
aunque no sabía a dónde le llevaba todo eso.
- No te arrepientas, murmura ella, y él no dice nada pero piensa en ello.
No te arrepientes, sigue ella, porque arrepentirse por hacer lo que uno
quiere es lo peor que se puede hacer.
- Eso solía creer, responde él.
- ¿Ya no?
Pero la lancha motora ya está al pie de la embarcación. Ella se pone una
camiseta aprovechando la penumbra y que nadie la ve, y él se asoma por
la baranda iniciando la antiquísima danza del disimulo.
- ¡Échame un cabo!, grita el otro, y él se lo lanza.
Y aquel suceso improbable que ha ocurrido, que ha ocurrido a pesar de
todo, empieza a ser olvidado.
- Toma una cerveza, susurra ella a su oído, y él toma la botella y echa un
trago.
Siente un escalofrío, y mientras los otros suben al barco, él se apoya en la
baranda y observa el pueblo, a lo lejos, de donde el aire trae rumores de
fiesta. La cerveza resbala por su garganta. Le gustaría aprehender ese
momento para siempre, aprehenderlo y que no se esfume jamás. Pero
sabe que no puede ser.
Algo se revuelve en el agua, un pez distraído que intenta alcanzar la
Luna.
Igual que él, que intenta alcanzar lo inalcanzable.
Reflexiones de escritor (VII): la primera vez
3 octubre, 2010
En lugar de soltar un rollo que normalmente no interesa a muchos
(aunque agradecido estoy a los que me leen), os planteo algo a los que
conmigo compartís el gusto por escribir. Os animo a que digáis cómo fue
la primera vez, el primer impulso de sentarse ante una hoja en blanco y
escribir.
Yo contaré el mío, para ser el primero y quitar la presión a los demás.
Ocurre que cuando tenía doce, trece, catorce años, leía un suplemento
incluido en la revista del corazón Teleindiscreta, sobre ufología, OVNIs,
abducciones, encuentros, círculos del maíz, fotos de OVNIs, relatos de
contactados, etc. Yo sabía que algunas era rematadamente mentira, y así
lo entendía, pero con otras tenía dudas, y las creía firmemente. Llegó a
ser una obsesión, y un motivo de temor pensar que podían venir y
abducirme a mí (de ahí nació un miedo a la oscuridad que duró años). Y
recuerdo muy bien como una tarde de septiembre, creo que fue
septiembre, una tarde soleada en la que el prado junto al río se iluminaba
de forma especial, y las ruinas de la vieja fábrica también, recuerdo que
me senté delante del escritorio, con aire decidido, diciéndome que yo
también podía contar alguna historia como aquellas, las inverosímiles (he
de decir que también tenía por entonces un gusto por la astronomía, el
espacio, los planetas, que sigue hoy en día). Y me puse a escribir. Conté
como un muchacho subía a la cima de una colina, con su telescopio,
armado para observar la lluvia de estrellas, y como allí veía acercarse una
luz azul, y como luego se lo llevaban a Plutón (ya ves tú qué tontería,
porqué Plutón, aunque bien visto, ¿por qué no?). Allí le enseñaban que
vivían bajo la superficie, y que poseían una civilización mucho más
avanzada que la humana. Era, por así decirlo, una visión amable de los
aliens, que nos traían la tecnología, que nos mostraban cómo podríamos
llegar a vivir algún día. Finalmente, traían al chico de vuelta, y se
despertaba en la misma cima de la colina donde todo había comenzado,
creyendo que lo había soñado todo. Pero al levantarse, veía en el cielo la
misma luz azul, que le recordaba que no había sido un sueño, que había
sido real. La historia no era muy original, ni estaba bien escrita.
Simplemente, creó un precedente. Recuerdo que corrí emocionado a
enseñarle la hoja a mi madre, y que ella la leyó con atención y me
corrigió algunas palabras, y me dijo que estaba muy bien, que debía
seguir escribiendo, para hacerlo cada vez mejor. No tenía ni idea que
muchos años después seguiría haciéndolo.
Creo haber perdido aquella primera hoja, pero afortunadamente, recuerdo
perfectamente todos los detalles.
Todo tiene un principio, en cierto sentido
La Sala Blanca
5 octubre, 2010
Enciende la luz, y despiértale en cinco minutos -dice 1.
Hecho -responde 2 unos segundos más tarde.
¿Dónde estoy?, se pregunta. La luz es tan brillante que al abrir los ojos no
nota diferencia: una blancura cegadora. Mira en todas direcciones. Al
principio cree que se ha quedado ciego, ciego en blanco. Luego descubre
que no, se descubre las manos y recorre las líneas y las arrugas y las
yemas de los dedos como si fuesen la tierra prometida.
¿Dónde estoy?
Tras unos segundos de confusión, su mente se aclara y comienza a buscar
respuestas. Está completamente desnudo, sentado con sus nalgas sobre
una superficie tan blanca que apenas la puede ver. Bracea alrededor, en
busca de una pared, de algo a lo que agarrarse, de un ancla. Pero no hay
nada. Respira hondo, intenta recordar.
Con sus pensamientos se cae el tiempo, como un grifo abierto, se pierde
en un lugar desconocido. Pasan las horas, pero sin más medida que el
tenue latido de su corazón, ¿cómo saber cuánto tiempo ha pasado? Se
levanta, se mira las piernas, lampiñas, los muslos, luego sus genitales, la
barriga.
¡Eh! -grita.
Y su voz se pierde sin rebotar, sin eco. De haber paredes, están muy lejos
de allí.
¿Cómo me llamo? Rebusca en una memoria vacía, y no encuentra nada.
Se le acelera el corazón, se disparan sus pulsaciones como los fuegos
artificiales de una fiesta de verano, irregulares, atónicos.
¿Y si estoy muerto?, se le ocurre preguntarse.
Se pone de pie para evitar la pregunta, aunque sepa que seguirá ahí
cuando vuelva a sentarse, y se acaricia los brazos. Camina. Primero un
paso, luego dos, luego tres, camina y no deja de caminar durante un buen
rato. Bajo la planta de sus pies, el mismo suelo de material no
identificado, pulido y cálido. Allí, ningún ruido más que el de sus pasos y
su respiración.
Al fin se cansa y se deja caer al suelo.
¿Y si he muerto?, se pregunta de nuevo, y razona que no es descabellado
pensarlo. Que quizá ha muerto y se encuentra en la otra cara de la moneda
de la vida. Muerto, muerto. ¿Y si no hay cielo o infierno?, se pregunta. ¿Y
si la muerte es esto? Empieza a transpirar. Se le perla la piel de sudor, sus
piernas tiemblan, su respiración crece
¡Quiero salir de aquí!
Pero sus gritos se pierden sin eco, y no parece haber nadie más allí. Nadie
para escucharle. Y si, realmente, ¿está muerto? Lejos de las tonterías del
cielo y del infierno, ¿y si aquello era la muerte?: una eternidad de
blancura, de aburrimiento, una eternidad de ‘uno mismo’.
Trata de dormir, piensa, pero aunque se tumba en el suelo y cierra los
ojos, la misma blancura que afuera quema sus retinas con fulgor
blanquecino, estalla bajo los párpados cerrados. El sueño ha huido de
aquel lugar, despavorido.
Horas, horas, horas. Pasan horas, o él cree que son horas, aunque quizá
puedan ser años, décadas, milenios. Sólo vive en la blancura, sólo vive
consigo mismo en un espacio vacío. Vive en la muerte, vive en el limbo,
vive la eternidad.
Me mataré, piensa. Es la mejor solución para comprobar si está o no está
muerto.
Se matará -dice 1.
No lo hará -responde 2-. No puede.
Lo va a hacer, encontrará la manera -insiste 1.
¿Quieres que active la luz?
Lo prefiero.
Muy bien -dice 2, y pulsa la tecla.
Y lo del aire.
Intenta estrangularse, pero nota que algo no funciona: no es capaz. Y
además, un punto de luz roja se ha materializado en algún punto de
aquella blancura insoportable. Se aparta las manos de la garganta, y
camina hacia ella. La luz parece alejarse a medida que corre, nota una
frustración indescriptible espumear en su garganta, nota como se asfixia,
pero aún así sigue corriendo, corriendo detrás de la luz que es lo único
además de él mismo que rompe aquella blancura.
Mucho rato más tarde, se golpea con algo y cae al suelo. Con el rostro
ardiendo de calor por el golpe, nota que le falta el aire. Tarda unos
segundos en levantarse, y palpar con las manos una superficie invisible
delante justo de él. Transparente, está suave y pulida como el suelo que
lleva pisando… ¿cuánto tiempo? Al otro lado, una luz roja alumbra, irreal
en aquel universo de blanco. Palpó la superficie, metros a la derecha,
metros a la izquierda. Sin dejar de mirar la luz pero tratando de encontrar
un paso. Un paso que no existía.
El aire de la cámara será extraído en veinte segundos -dice una voz
artificial.
Y asustado, mira en todas direcciones, pero la voz no parece venir de
ninguna en concreto.
¿Que ocurre?, grita.
Pero nadie responde.
Y los veinte segundos han pasado.
Y en cuanto se da cuenta, no hay aire que respirar y siente que el blanco,
por fin, da paso a un negro tranquilizador.
Mi sinfonía
7 octubre, 2010
Track 1.
Me levanto. La cama está vacía. Siento una punzada de ausencia durante
un segundo, pero se va como las legañas de mis ojos. Cuando ella no está,
puedo llenar el vacío con lo que me dé la gana. Cuando ella está, el vacío
está lleno de mierda.
El piso, absurdamente frío, está en lo alto, y la luz gélida de la mañana
entra por las ventanas. Me asomo al balcón, sintiendo el frío, deseando
sentirlo muy dentro de mí. La barandilla de metal está helada. El cielo,
gris, y la ciudad… la ciudad, simplemente está, como debe ser. Metros
abajo, el tráfico es una línea de chatarra de diversas tonalidades. Decenas
de chorros de vapor surgen por todas partes. Un helicóptero de la
televisión pasa por encima del piso, y desaparece más allá con el rumor
de sus aspas.
El horizonte, el horizonte de verdad, es invisible desde aquí. No hay
montañas que ver, no hay una gran llanura,… ni siquiera puedo ver el río,
oculto por edificios. Por lo que a mí respecta, la ciudad podría ser infinita,
una estela de metal, cristal y cemento que se extiende en todas
direcciones.
Me doy la vuelta y desayuno en la cocina, escuchando sin escuchar las
noticias de la mañana. El café está demasiado diluido en leche, y noto
demasiado el horrible sabor del líquido blanco. Durante un segundo,
recuerdo esa infancia en la que pataleaba por tener que tragarla.
Afortunadamente, ese tiempo ya pasó.
Indiferente, me preguntó en dónde estará ella. Quizá en la ciudad, quizá
en otro país, quizá en la otra punta del mundo…
Track 2.
Se cree muy especial porque toca en una orquesta sinfónica famosa. Viaja
por el mundo en interminables y tranquilizadoras giras, mientras que yo
escribo relatos de mierda, que eventualmente me publican en revistas de
mierdas. Se cree muy especial porque a ella la reconocen grandes
músicos, mientras que a mí me conocen en mi casa. Se cree muy especial
porque es una mujer y gana más dinero que yo, y se congratula de aportar
más dinero en casa que yo. Se cree muy especial, pero es porque es una
jodida egocéntrica, mientras que yo me deprimo al pensar lo inferior que
soy a tanta gente… ella no ve la gente que tiene por encima, sólo la que
está por debajo, y disfruta de ello. Yo sólo veo la que tengo por encima,
pisándome, demostrándome todos los días mi mediocridad. ¿Y qué si soy
mediocre? ¿Es acaso un delito? Sí, soy mediocre, pero lo intento. Y ella…
Siento una arcada. Siempre ha sido una sensación para mí agradable. Sé
que es raro, pero es agradable. Todo tu vientre revolviéndose como un
amasijo de serpientes, empujando el diafragma hacia arriba, y una especie
de ola de sensación atravesando tu pecho y tu garganta… no me gusta
vomitar, pero la náusea es un clímax.
Y sí, soy extraño, pero eso me parece más una virtud que otra cosa…
Ni siquiera sé por qué seguimos juntos. Supongo que por el sexo. El sexo
es brutal. No tengo muy claro cómo llegamos a tender el puente que
permite el sexo, pero lo logramos, y es brutal, he de reconocer. Y una de
las pocas situaciones en las que puedo disfrutar temporalmente del
control. Ella, feminista atroz y radical,… ¿qué pensarían sus amigas
feministas si supieran que aunque odia los falos disfruta con uno de ellos
dominándola en las sábanas? Me gustaría contárselo a todo el mundo…
pero eso sería el fin del sexo. Así que supongo que no lo haré. Lo único
que queda es el sexo y el dinero.
Me asomo de nuevo al balcón, y desde el piso diecisiete, dejo caer el
resto del contenido, una masa que a la luz se hace mucho más gris, y que
cae como un vómito hacia el suelo. No me retiro hasta que impacta en el
pavimento.
Desafortunadamente, no le he dado a nadie.
Track 3.
Pongo un poco de música, de mi música, y me siento ante mi escritorio,
junto a la ventana. Dejo entrar el aire, frío, para no dormirme. La música
inunda la estancia, rebota contra las paredes y el techo, la absorben los
muebles, desaparece o se transforma… levanto la tapa del portátil, y lo
enciendo. En menos de dos minutos, hay una página en blanco ante mí.
Una página en blanco es una auténtica mierda, y, al mismo tiempo, es…
maravillosa. Un escritor es alguien que no soporta la perfección del
blanco y siente que debe llenarlo de algo, aunque sea una basura. En mi
caso, la lleno de mierdas pseudo-científicas, intentando creérmelas para
que alguien pueda también hacerlo después. No creo que lo haya
conseguido en muchas ocasiones, pero me pagan una miseria de vez en
cuando, y supongo que eso ya llega.
Me pregunto con qué voy a llenarla esta mañana. Hay una novela anclada
en la página veintiuna desde hace meses, y sé que va a seguir así, al
menos por hoy. ¿Cómo voy a crear una novela si hasta un relato se me
antoja interminable? ¿Cómo? ¿De qué hablar? ¿La terraformación de
Marte? no, no, ya está hecho; ¿una space-opera a la vieja usanza?
Tampoco, demasiado visto y pasado de moda; algo relacionado con el
DNA y esa mierda genética, quizá… meneo la cabeza. Ya hay mucha
gente escribiendo ese tipo de cosas. Modificaciones genéticas, eugenesia,
masacres, holocaustos, cambios de era, estupideces así. Ni siquiera estoy
seguro de entender muchas de esas cosas, como para escribir sobre ellas.
Y las historias de aventuras… simplemente me repugnan. Tan clásicas,
tan cargadas de tópicos y clichés, tan llenas de falsos héroes y chicas que
antes eran estúpidas pero que ahora también son aunque las vistan de
inteligencia. Todos mienten. Muchos solo ponen a las chicas para que se
líen con los protagonistas, y aunque las hagan parecer inteligentes… eso
es sólo porque es políticamente correcto…
Escribo la palabra ‘Entonces’, y entonces se abre la puerta. Doy un
respingo, y me giro. La puerta, desde mi silla, está justo a mis espaldas, a
unos diez metros. Veo como ella entra, y me mira.
Es alta, delgada. Sus piernas son bonitas, he de decir. Pero no tiene un
gran busto, viste como una pija, y aunque su cara no es especialmente
bella, un rictus de asco le quita todo lo que pueda tener de guapa.
Me mira durante un instante. Sus ojos están cansados, sus hombros
caídos. Me alegro de que esté cansada. ’Jódete’, pienso. Con tu carrera
prometedora, tus noches interminables, tu ego inflado… camina hacia el
salón, sin mirarme más, y tira su maletín y su chaqueta sobre el sofá. La
sigo mirando. ¿Dónde está tu ego ahora, Lady?
- Me voy a dormir –me dice, a modo de saludo.
Yo me encojo de hombros. Ella desaparece en el dormitorio, y escucho un
‘joder’ cuando descubre la cama deshecha. ¿Qué espera, si son las ocho
de la mañana? No soy ningún amo de casa. Ella tampoco, pero me joden
las mujeres que creen que porque ellas han roto el yugo del machismo,
los hombres debemos meternos a mayordomos.
Aunque he de reconocer que disfruto al entre-verla hacer la cama. Yo
también he sido joven, quizá no hace tanto como creo, y sé lo que es
llegar a casa cansado, por la mañana, y borracho, y ver la cama deshecha.
Es mucho mejor verla perfectamente hecha, meterte dentro, sentir el
agradable roce de las sábanas, y el peso de la manta por encima. Bajar la
persiana, quitarte los zapatos, meterte en cama, dormir. Dormir. Dormir.
Dormir.
Dormir.
Track 4.
Hubo un tiempo en que estuvimos enamorados. No sé hace cuánto fue, ni
cuál fue el momento exacto en que eso cambió, pero no me importa
demasiado. Obtengo más ventajas manteniendo una relación muerta que
cortándola. Ella casi nunca está, pero cuando está siempre quiere sexo, y
yo puedo cerrar los ojos y pensar en el Cosmos. El resto del tiempo, el
piso es mío, aunque pague una ínfima parte del alquiler. Alguien diría que
soy un aprovechado, pero sólo sobrevivo. Y hay mucho mojigato por ahí
suelto. Personas hipócritas que te dicen que está mal cruzar sin mirar a
ambos lados, pero que luego, cuando llegan a su barrio, cruzan sin mirar,
borrachos, o desafiando a los coches.
Añado una palabra más al ‘Entonces’, luego otra, y en un par de minutos,
mis dedos se mueven inconscientes sobre el teclado suave, dibujando
líneas de palabras, de acciones y de conceptos. No soy consciente
tampoco de qué tipo de cosas estoy escribiendo, ni mucho menos si tienen
algún valor o no. eso me lo dirán después. Yo sólo escribo. Y si, por
alguna casualidad, mi cerebro escupe algo con sentido, puede que tenga
suerte y me lo publiquen. Porque yo escribo por dinero, no por vocación.
Soy realista.
Mi torrente de palabras se ve interrumpido por ella, mi Lady.
- ¿Quieres meterte en cama conmigo? –me pregunta.
Yo la noto tras de mí. Sé que sólo lleva unas bragas negras, sensualmente
pegadas a su pelvis, y que sus pechos pequeños me miran con los pezones
duros por el frío. Siempre corto la calefacción, y las paredes están frías.
Sé que su pelo despeinado cae recto ocultándole la mitad de la cara, y que
una piel de gallina está corriéndole por la espalda. Es lo que tiene medioconvivir con alguien.
Alargo mi silencio durante unos segundos que son tan sabrosos como la
comida más exquisita o deseada. Pero a ella no la deseo. Sus curvas o sus
rectas, o sus tetas, me dan lo mismo. Sé que ella está hambrienta, que hay
algo dentro de ella que hace que acuda a mí, que me pida sexo aunque eso
signifique subyugarse y depender de mí.
Pero esta vez… me ha interrumpido. Ha cortado mi inspiración, o mi
musa, o ese estúpido mecanismo intermitente que hay en mi cabeza. Lo
ha cortado creyendo que puede hacerlo cuando quiera.
Me giro lentamente, disfrutando también del crujido de la silla de oficina.
La miro, y sonrío satisfecho al verla exactamente cómo yo había creído
encontrarla.
Me ha interrumpido, y eso no lo admito. ¿Estás hambrienta? ¿O
simplemente sientes un vacío tan grande en tu interior, maldita, que
necesitas que alguien lo llene?
Siento la erección, y me levanto y me voy con ella a la habitación.
En el fondo, sólo intento sobrevivir.
Track 5.
La dejo allí tirada, desnuda, dormida, y la observo un instante al salir del
dormitorio. Su cuerpo desprende un hedor extraño, que quizá pocos o
nadie menos yo pueda oler. Rezuma éxito. Es infeliz, lo sé, pero tiene
éxito. Y yo… yo ni soy feliz ni tengo éxito, pero no lo paso tan mal. En
las películas y las novelas siempre exageran.
Me asomo al balcón, como si eso fuese de nuevo a activar mi inspiración.
Pero huelo algo extraño en el aire. No es su olor, atrapado en mi cuerpo,
no. es algo diferente. Miro a todas partes, y veo los coches, lejos, y los
edificios. El cielo amenaza lluvia desde hace unos días, pero no llueve. El
clima es estúpido, y asqueroso. Un cielo gris, si no llueve, es inútil. Y… y
ese olor, ¿qué es?
Tiene un deje metálico, pero no es algo como hierro, o como plomo, o
acero. Es algo que flota en el aire, es…
Se me ocurre algo. Dejo el balcón, me olvido del olor, y me lanzó a
escribir. Quizá haya sido el olor, o el sexo, o una combinación de ambos,
pero siento que quizá tenga algo que contar.
Track 6.
Me paso todo el día escribiendo. No suele ocurrir. Generalmente, escupo
líneas con una frecuencia triste, una tras otra como si fuesen fichas de
dominó. Cuesta escribir. Algunos escritores, mayormente de esos que
escriben best-sellers incluso antes de hacerlo, dicen que para ellos
siempre ha sido algo natural, una vocación, o que es como encontrar
fósiles en el desierto de sus almas, o paparruchas del estilo. Las historias
no son entidades. No existen esperando a que tú las descubras, o las
escribas. No vienen a tu cabeza como si fuese magia. Son subproductos
de tu mente, de tu espíritu maltrecho, de tu triste vida, de tus… un relato,
bajo la cubierta, no es más que un saco de mierda. Porque hay gente que
coge su mierda, y la mete en un saco. Hay gente, que no siente la
necesidad de tirársela a los demás.
Ella sale de la habitación en algún momento del día. Hace algo en la
cocina –no cocina, porque no sabe-, y come algo. Luego me dice algo,
pero yo ni la oigo. Estoy escribiendo, y ya me ha interrumpido una vez
hoy. Que no tiente a su suerte. Lo repite con un tono imperativo, pero mi
reacción es la misma. Estoy escribiendo. Ella bufa como un gato molesto,
pero yo ya he pagado mi alquiler hoy. Ha tenido su sexo, así que, que se
busque la vida.
Desaparece del piso a las cuatro de la tarde, o así, y el portazo de
despedida es un sonido magnífico. Significa que no volverá hasta el día
siguiente, y lo mejor es eso, ese período de tiempo en el que no está.
Sigo escribiendo. Algo en mi cerebro me alerta del olor levemente
metálico que el aire sigue portando, desde el exterior hasta mí, pero joder,
estoy escribiendo, ¿es que todo el mundo quiere interrumpirme hoy? Es
un puto olor, nada más. Vivo en una ciudad, que viene a ser como el
mayor exponente humano de tecnología, mierda y cemento juntos. Hay
escapes de gas, problemas con las aguas fecales y las alcantarillas; hay
decenas de miles de puestos de comida rápida, china, turca, eslava, hindú,
oriunda, japonesa,… hay miles de vagabundos con su extraño olor,
mezcla de vino y suciedad, y roña; hay una marabunta de coches de
diversas épocas y con diferentes grados de emisión de contaminantes,
largando mierda a la atmósfera; y hay millones de personas juntas, en el
mismo lugar, con su sudor, su orina, su saliva, su pelo, su… eso son
muchos olores. ¿Qué hay de malo en uno nuevo, sea lo que sea?
Si fuese algo nocivo, ya estaría muerto o escuchando las alarmas.
Track 7.
Llega el atardecer, y con él las alarmas. Por partes, el anochecer fue uno
más. Las nubes, impertérritas en su reino de oxígeno y dióxido de
carbono, y nitrógeno, inmóviles y desafiantes. Oscuras y, seguro,
cargadas de lluvia, pero empeñadas en no soltarla. El Sol ni siquiera tiene
una oportunidad. Simplemente ha pasado el día surcando el cielo,
trabajando inútilmente para iluminarlos, pero consciente de que hoy no
era su día. Y con un día así, la oscuridad cae sobre la ciudad como una
bandada de cuervos, llenándolo todo de una penumbra extraña, alargando
las sombras de los edificios, unas sobre otras, lanzando a los malos
espíritus a la calle, y haciendo que aquellos que se consideran buenos
acudan a sus guaridas y se tapen la cara con las manos, asustados. Me
pregunto qué soy, pues ni estoy en la calle, ni creo ser un buen espíritu.
Ni siquiera siento la necesidad de taparme la cara con las manos. Al fin he
terminado de escribir, y me duelen los dedos. Guardo el documento, y
apago la sesión. El portátil está caliente, y zumba. Sonrío, pues es como si
me hubiese pasado el día poniéndolo cachondo, para al final dejarlo con
las ganas.
Me levanto y me tiro sobre el sofá. Escucho entonces las alarmas. No es
la alarma de un coche, ni la de un establecimiento al que han robado. Es
como si un millón de alarmas hubiesen comenzado a sonar, y sobre ellas,
una gigantesca bocina emitiese su estridente comunicado. Pienso que
menos mal que ya he terminado de escribir, y luego me vuelvo a levantar,
sintiendo las piernas cansadas. Salgo al balcón, y miro. Fuera, las alarmas
son todavía más ensordecedoras y molestas. El cielo está del todo oscuro,
y ese olor, ese maldito olor, parece saturar el aire. No tengo ni la más
remota idea sobre cuál es su origen, pues no es nada que haya olido antes.
Observo que nada parece pasarle al mundo, excepto esa sinfonía de
alarmas y el olor extraño, y me meto dentro.
Enciendo la televisión, cosa que pocas veces suelo hacer, y la pantalla
parpadea y se ilumina. Busco un canal de noticias, y el rostro anónimo y
maquillado de un presentador me dice, como si fuese a mí, que algo está
ocurriendo en la ciudad. Pienso durante un instante que no es más que
sensacionalismo barato, eso de cuanto-más-miedo-tenga-la-gente-másaudiencia-tendremos-qué-más-da-si-cunde-la-alarma, pero luego llego a
la conclusión de que no es así. Ocurre más o menos cuando escucho –y
siento-, la explosión.
Track 8
La explosión no es como en las películas. Es algo sordo, que lo hace
temblar todo, pero no hay ni fuego ni nada así. Aunque quizá sea así
porque no estoy tan cerca. Sorprendido como estoy, me vuelvo a levantar
del sofá, y salgo al balcón. La altura me da perspectiva, aunque solo sea
para poder observar. Del centro de la ciudad, quizá a medio kilómetro a
mi derecha, viene un ruido ensordecedor. Hay cosas que se están
rompiendo, de eso no hay duda. Y además, observo un bubón de algo
parecido a polvo acastañado, creciendo y ocultando edificios. El olor,
ahora, es penetrante, y siento la primera punzada de miedo. Miro abajo, y
veo coches parados. Eso si es extraño. Bajo mi edificio, los coches están
siempre en movimiento, incluso con los semáforos en rojo. Las alarmas
martillean sobre mi cabeza, y parece que la van a hacer estallar.
Por primera vez, me pregunto qué cojones está pasando. Pero llego a la
conclusión de que quizá no debiera preguntármelo demasiado, y si
marcharme de allí. Aquel tumor de polvo se expande y quizá pronto mi
edificio esté cubierto por él. Y el olor empieza a saturarme las fosas
nasales. Me voy del balcón, y cierro la puerta.
Descubro, sorprendido, que mi respiración es entrecortada, y que mi
corazón, hasta entonces no más que un mero habitante de mi cuerpo, ha
recogido el testigo del protagonismo y late a toda hostia. Me doy cuenta
de que quizá está ocurriendo algo malo.
Voy a la habitación, donde me paro un momento al ver que la cama está
deshecha -¿por qué me paro?-, y recojo un abrigo. Meto el móvil en el
bolsillo, cojo las llaves, y salgo. Si fuese un escritor famoso, me llevaría
el portátil, pues no podría permitirme perder la novela. Pero en mi caso,
… en mi caso da un poco igual. Además, ni se me pasa por la cabeza que
no vaya a volver allí. Esto no es una película. Repito, esto…
Un gran temblor arrasa el edificio, y el ascensor que espero no llega.
Sintiendo el olor del miedo mezclado con el olor desconocido, me cago
en la puta y comienzo a bajar las escaleras. Son diecisiete pisos, y cada
escalón parece desafiarme, aunque no sé por qué. ¿Y si me caigo, y me
rompo los dientes, o la cabeza? Mientras corro por ellas, sintiendo que el
sudor de mi cuerpo lo llena todo, pienso en que soy una extraña persona,
pero llego a la calle antes de que alcance a ver las consecuencias de ello.
Durante un momento, saco el móvil y algo en mí me dice que debo
llamarla. Quizá esté en un apuro, o algo así. Pero luego me guardo el
teléfono en el bolsillo otra vez. Ella es adulta, yo soy adulto, así que cada
cual que busque su salida. No soy un maldito héroe, y esto tampoco es
una película.
Track 9.
La calle es un caos, pero más de lo normal. Las alarmas suenan más
fuerte, aunque no entiendo por qué, y por todas partes hay luces
amarillentas que giran e iluminan los edificios rítmicamente. El reflejo
macilento de los cristales de las fachadas me resulta terrible. La gente
corre. Me doy cuenta de ello cuando un gordo de al menos cien kilos me
arrolla y me tira contra una pared de cemento. Ni siquiera me dice que lo
siente, y me paso un instante en el suelo, dolorido. Al fin, logro
levantarme. Una marabunta de personas corren alejándose del centro, y
eso debería indicarme que quizá tuviera que hacer lo mismo. Más allá, el
gran hongo de polvo resulta mucho más imponente, y cubre varios
edificios y a sus publicidades relumbrantes.
Se escucha de todo. Gente gritando, gente corriendo; coches chocando,
accidentes; las alarmas; cosas cayendo y haciéndose pedazos. Pero, sobre
todo, lo que más me… es el olor. Penetrante, total, absurdo, lejanamente
metálico, es…
Observo un enjambre de helicópteros que llegan desde el río cercano, y
que se separan al pasar por encima de mí y de mi edificio. Llevan focos
de luz platino, que iluminan las calles ya iluminadas por la luz de las
alarmas y de las farolas y de las tiendas y de los coches.
Decido que ya está, que ya he visto suficiente, y echo a correr.
Pero no sé hacia donde. La gente corre hacia el río, pero la gente, y me
refiero a la GENTE, suele hacer cosas estúpidas. Como pegarse y
apretujarse y matarse cuando hay una emergencia en un estadio, cosas así.
Que la gente corra hacia el río no quiere decir nada. Pero en este caso
estoy algo de acuerdo con ellos. El hongo de polvo se expande a sus
espaldas, y no tiene mucho sentido quedarse a esperarlo. Y los
helicópteros, que ahora llegan sin parar, añadiendo el rumor de sus aspas
a la marabunta de sonidos que ya lo inundan todo, vienen de más allá del
río. Supongo que los helicópteros vienen de un lugar seguro, y sigo
corriendo.
El móvil vibra en mi bolsillo, y me paro junto a una farola para ver quién
se decide a llamarme en ese momento. Alguien me empuja por detrás, y
mi hombro se da de lleno contra el parabrisas de un coche. Me doy la
vuelta y busco quién ha sido. El hombre, un barbudo de quizá cuarenta
años, me mira con la confusión en su rostro.
- ¿Qué? –dice.
- Deberías pedir disculpas, estúpido.
El primero que me golpea es él, en toda la cara. No respondo
inmediatamente, porque la realidad no es cómo una peli. Duele. El
pómulo que ha recibido el puñetazo parece estar lleno de cristal. Para
cuando alzo la mirada de nuevo, el hombre sigue mirándome. Intento
golpearle, pero me esquiva, y me grita:
- Yo me voy, tío, ¡que te den!
Considero que es algo bastante lógico, y echo yo también a correr. Pronto,
las calles se llenan de coches que pitan con sus bocinas, y de ríos de
personas que van por todas partes. El móvil ha dejado de vibrar, y veo
que era ella quien me llamaba. Devuelvo la llamada, aunque no sé por
qué. Tarda muchos sonidos en aceptar la llamada, y para cuando intento
decir algo, un ruido horrible suena al otro lado. Hay voces, muchas voces,
aunque no distingo especialmente la suya. Intento hablar durante unos
segundos, pero luego me doy cuenta d que es imposible. Además, a mi
lado hay miles de personas empujando, y creo que no debo perder el
tiempo con el móvil. Cuelgo la llamada, e intento meter el aparato en el
bolsillo. Pero alguien me empuja por la izquierda, y el teléfono se pierde
bajo un mar de pies.
No se me ocurre ir a por él, por supuesto.
Track 10.
Mientras corro, o intento corre, me pregunto también qué está ocurriendo,
y porqué todo el mundo huye. Hay un extraño olor en el aire, y ahora
también un sabor diferente. Y una nube de polvo en el centro, pero… ¿por
qué todo el mundo huye? Quizá sólo…
Ocurre una gran explosión, pero no siento el fuego por ningún lado, ni
escombros, así que supongo que ha sido lejos. La gente grita, niños
lloran, y algunos deben estar muriendo aplastados, tan sólo porque
alguien no ha querido pararse a ayudarle. La marabunta es brutal, la
marabunta es total.
Aparecen muchos más helicópteros, y veo no muy lejos que la calle
termina, y también los edificios, y que el puente está también lleno de
gente. Empujado por detrás, también yo empujo. Me arden los pulmones
por el esfuerzo, y el corazón late que late, sin cesar, de un modo como
jamás antes había hecho.
Alguien me pisa, y pierdo un zapato. Eso, por alguna razón, me
entristece. Y no sé por qué, y mientras todos me empujan por todas partes,
no puedo dejar de pensar que es triste haber perdido me zapato. Tengo
más en casa, pero ese…
Veo como una estela de fuego cruza el cielo, y un grito apagado recorre
las olas de caras. Creo que es una bomba, o algo así, pero al cabo de los
segundos no escucho ninguna explosión. A mis espaldas, veo mucha
gente, y la muralla de polvo que se acerca. Algo está ocurriendo, está
claro, y no parece demasiado bueno, y deseo que no hubiera tanta gente.
Tardo lo que parece una eternidad en llegar al inicio del puente. Está lleno
de gente, hasta los topes, y veo como una de las farolas cae, destrozando a
varias personas con su peso y estallando su bombilla contra el asfalto.
Hay coches que están siendo zarandeados, vacíos o llenos de personas
aterrorizadas. Bajo el puente, las aguas corren con una tranquilidad que
parece hasta insultante, pero, ¿por qué no habrían de hacerlo? Me
imagino los peces bajo las aguas, terribles monstros con aletas y bigotes
cartilaginosos, y la contaminación en grumos de basura, burbujeante.
Logro cruzar el puente, al fin, y después la cosa cambia.
Track 11.
Allí, la marabunta se ve obligada a decidir, al menos en parte. La mayoría
se va por la carretera que se transforma en autopista. Parece fácil. Es
ancha, y todos empiezan a desperdigarse y a respirar. Decenas de
helicópteros penden sobre ella, con sus grandes focos. Al otro lado, un
tremendo parque es oscuro y punteado por luces de farolas. Lo miro.
Recuerdo haber ido de pequeño, con mis padres. Durante un momento,
pienso en mis padres. ¿En dónde estarán? ¿Qué habrá sido de ellos? hace
años que no sé nada, y me sorprendo al pensar que no me importa mucho.
Aquello que me separó de ellos sigue ahí. Dentro.
Elijo el parque. Por alguna razón, me tranquiliza. Muchos hacen como yo,
y corren entre árboles, matorrales, charcas y pendientes, caminos y
bancos. También me encuentro con perros, gatos, bandadas de palomas y
gaviotas que cruzan el aire a toda velocidad, como si también escapasen.
Quizá lo hagan.
Mi pie descalzo tropieza con una raíz, o un tubo, o algo, y me caigo de
bruces. Me rasco la cara, y el olor misterioso se diluye porque una
pequeña nube de polvo y tierra penetra en mis fosas nasales. También
huelo la sangre en mi cara. Toso, y siento que mis pulmones están llenos
de basura.
Alguien me agarra por la sudadera, y me ayuda a levantar. Desaparece
antes de que pueda darle las gracias, aunque lo que realmente quiero
decirle es que ha sido un estúpido perdiendo el tiempo.
Pero estoy agotado. Camino unos metros, y me dejo caer en un banco
manchado. Está lleno de pintadas y basura, pero, ¿qué más da? Sólo
quiero sentarme un instante y respirar. Me limpio la cara con la manga del
abrigo, sintiendo piedrecillas en mis mejillas rascadas. El olor a sangre se
mitiga, y también el del polvo y la tierra, pero el otro olor, ese que parece
machacarme las fosas nasales, sigue ahí. Miro hacia la ciudad. Ahora no
es más que una masa de polvo acastañado, y decenas de siluetas de
edificios, que se medio entrevén. Los helicópteros zumban sobre la nube,
como una maraña de mosquitos asesinos, y las alarmas todavía suenan,
lejanas.
Pienso que tengo que irme de una vez, que algo horrible va a ocurrir, y
entonces aparece al menos un centenar de personas, como un cuerpo de
asalto, o algo así, y parece por un momento que van a por mí. Más allá,
los helicópteros parecen reagruparse y huir, lejos de la ciudad.
Va a ocurrir algo, pienso.
Y entonces, echo a correr.
Track 12
Resulta adecuado. Se oye un rugido en el cielo, y todos los demás se
paran, observando. Algo que parecen ser aviones del ejército emergen
sobre el parque, y disparan. No sé exactamente qué es lo que disparan,
pero hace un ruido horrible, y cae sobre la ciudad.
Todos miran, pero yo decido que lo mejor es correr.
Escucho el estallido, la deflagración, y la tierra abalanzándose por detrás
de mí como si se tratase de la cresta de una ola. Gritos.
Caigo de nuevo al suelo, comiéndome más tierra. Pienso en mi zapato,
por un instante, y en como la tierra se cuela por mi calcetín y se mete
entre los dedos. La sensación es muy desagradable. Pero en unos
segundos, una gran ola de calor empieza a llegar al parque.
Medio ciego por el polvo, corro en cualquier dirección, decidido a que lo
más importante es correr, huir de allí. Entre mareas de polvo y fragmentos
de roca, y árboles caídos, siento que empieza a oler a quemado, y que mi
abrigo arde. Es una visión extraña, tu propio abrigo ardiendo. Me lo quito
como puedo, lo tiro al suelo, y durante un instante, pienso en apagarlo,
pero luego sigo corriendo. Veo un cobertizo a lo lejos, y decido que ese es
mi objetivo a corto plazo. Se escucha una gran explosión, y la onda
expansiva me tira hacia un lado, como si estuviese hecho de papel.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, siento que el calor consume el oxígeno
del aire, y que me ahogo; que el calor me quema la piel y los ojos, y que
todo empieza a escocer; que debo largarme de allí.
El cobertizo, a mi izquierda, ha quedado reducido a una sola pared, y un
pedazo de techo que pende como si estuviese a punto de desprenderse.
Me lanzo hacia allí, observando unos sacos que parecen ser de
fertilizante. Antes de llegar, hay una nueva explosión, esta vez menor, y
veo un brazo pasar ante mí. Exactamente, como si se tratase de una pelota
de baloncesto lanzada a canasta. La visión es… exótica.
Me tiro hacia la pared como si quisiese ganar la base en un partido de
beisbol, y siento el duro cemento en mis manos y sobre mi pecho. Hay
sangre en el aire; hay polvo; hay fuego; hay… me quemo. Grito, e intento
internalizar algo del oxígeno que se escapa de la atmósfera en llamas. Me
incorporo contra la pared, y miro a mi alrededor.
No hay más que fuego. Fuego y destrucción.
Mientras mi rostro se quema…
Yo… yo… me levanto y echo a correr, entre los escombros y la
hecatombe que lo asola todo. Apenas puedo ver, y sólo hay algo por
encima de todo, ese olor extraño que no ha sido eliminado por el fuego.
‘Transformemos esto en una película’, pienso, débil y agonizante. En las
películas, el bueno encuentra la salida. En las películas el protagonista
jamás deja de correr, aunque sea imposible lograr la salvación.
Lo último que veo es el fuego consumiendo los árboles, y una gran luz
tras ellos. Y el olor.
Ese olor que me llena.
La ciencia-ficción de la vida real (III): la leche
9 octubre, 2010
Jane Plant es una geóloga, que durante unos años vivió sumida en la
desesperación de un cáncer de mama que reapareció hasta una quinta vez.
Los médicos, a la quinta, la dieron por perdida. La que no se dio por
perdida fue ella. Científica de formación, comenzó a investigar. El fruto
de su investigación es doble: por un lado, se ha curado, y por el otro, ha
escrito un libro llamado Your life in your hands (sólo en
inglés,http://www.cancersupportinternational.com/janeplant.com/),
en
donde explica cómo lo ha hecho. No cuenta cosas que no se puedan
encontrar en la red, pero las cuenta con un tremendo afán científico:
incluyendo las referencias a artículos científicos en que se sustentan sus
datos.
En China, existe una enfermedad a la que llaman la enfermedad de la
mujer blanca, o de la mujer rica. En occidente, esta misma enfermedad
recibe el nombre de cáncer de mama. En China, donde la enfermedad es
residual (repito, residual), saben desde hace siglos que el cáncer de mama
está íntimamente relacionado con el consumo de productos lácteos. Los
chinos no consumen leche, por la sencilla razón de que consideran que el
ser humano sólo debe consumir leche materna, y nada más. Esto no es
algo supeditado a connotaciones religiosas o culturales, puesto que
ningún mamífero consume leche fuera de la época de lactancia, y mucho
menos leche de otro animal, como hace el ser humano.
En primer lugar, debo hablar de la intolerancia a la lactosa. Si a uno le
dicen que el 70% de la humanidad presenta una condición, y que el resto,
el 30%, presenta otra condición, la lógica científica aplastante nos dice
que la condición frecuente, habitual, normal, es la del 70%. Así, el
99,995% de los seres humanos tienen pigmentación normal, y el 0,005%
son albinos: la norma es la pigmentación normal. Del mismo modo, el
70% de la población humana es intolerante a la lactosa (le sienta mal la
leche), y el 30% es tolerante. La norma, insisto, es el 70%. Incluso entre
personas tolerantes, no es raro que la leche, simplemente, siente mal. Por
mucho que se empeñen las marcas, estos datos son ciencia, no publicidad.
Ahora enumeraré una serie de datos, conclusiones, que la autora cuenta
en su libro, y que, insisto, están perfectamente referenciados a artículos
científicos.
Uno: no sé, a estas alturas, cuánta gente conoce que la leche del supermercado que caduca, vuelve a la fábrica y se re-pasteuriza de nuevo, y
vuelve al mercado. No es ilegal, la ley permite hacerlo hasta cinco veces.
Sin embargo, muchos de nosotros no recalentamos un alimento más de
una vez. No sé cuánto de bueno es calentar la leche a altas temperaturas
hasta en cinco veces. Un reciclaje lácteo muy ecológico, no hay duda.
Dos: la diabetes de tipo I está científicamente relacionada con los
productos lácteos. Aunque hay una ligera predisposición genética, el
grueso de la causa de la diabetes radica en una alergia al suero bovino. De
hecho, la leche es el alimento, por sí solo, más alérgico que existe.
Tres: la leche es un perfecto medio de cultivo para el desarrollo de
microorganismos tan simpáticos como Micobacterium tuberculosis,
causante de la tuberculosis (microorganismo que no es eliminado por la
pasteurización), o como Listeria monocytogenes, que entre otras caricias,
causa septicemia y meningitis, con una mortalidad del 30%, y con una
población vulnerable formada por embarazadas y niños. Precisamente, a
los que más se le recomienda tomar leche… por eso del calcio.
Cuatro: en relación al calcio de la leche, está sobradamente demostrado
que la forma química en la que se encuentra el calcio en la leche hace que
sea especialmente no asimilable. Es decir, que así entra, así sale. Es la
gran y rentable mentira del calcio de la leche.
Cinco: los químicos incluídos en la leche. Químico 1: antibióticos. No
mucha gente sabe que la resistencia actual de ciertos microorganismos
(muchos) a los antibióticos no se debe a la manga ancha de los médicos al
recetarlos, sino a que estos no son eliminados de la leche y entran en
nuestro organismo, en donde los microorganismos se acostumbran a ellos.
Químico 2: antiparasíticos. Muchos, prohibidos en humanos, se les
administran a las vacas, de ahí a la leche, y de la leche a nuestro
estómago. Mmmmm rico rico. Químico 3: hormonas, como la oxitocina,
con el objetivo de incrementar el volumen de leche (una vaca normal,
como las que tenía mi abuela hasta hace no mucho, produce al día unos 3
litros de leche, de media, mientras que una vaca de cultivo extensivo
produce hasta 30). La consecuencia directa de esto es que se les inflaman
las ubres (mastitis). Por eso se les aplican los antibióticos. Sin embargo,
durante la mastitis y el tratamiento, la vaca no se retira de la producción.
Sigue produciendo, y las células de la infección, las células de pus, se van
directamente a la leche. Esto es algo que está tipificado por la UE (EU
directive 92/46/EEC): hasta 400000 células de pus por mililitro de leche
(un mililitro de leche será una tercera parte de lo que cabe en un dedal.
Haced cálculos para una taza de leche.
Seis: la IGF es un factor de crecimiento celular. Forma parte de los
llamados factores semejantes a la insulina, pero mientras que esta actúa a
corto plazo, la IGF y el resto de hormonas parecidas lo hace a largo plazo.
La hormona análoga bovina, la BGH, ha sido clonada y producida en
grandes cantidades, y luego administrada a las vacas para que produzcan
más leche. Sin embargo, la hormona no desaparece, se queda en la leche.
Su analogía con la IGF hace que activen receptores parecidos. Es la
presencia en la leche de este tipo de hormonas el que se relaciona
directamente con el cáncer de mama, en mujeres, y el de próstata, en
hombres. Estas hormonas contenidas en la leche confunden a las células
de nuestro cuerpo, las inducen a proliferar, y con el tiempo, esta
proliferación se vueve anormal, y aparece el cáncer. Y no solamente con
el de mama y el de próstata, se está estudiando también la afectación de
otros órganos.
Estas son realidades científicas, que obviamente no pueden hacer ningún
tipo de presión contra el lobby de la industria láctea para salir a la luz. Sin
embargo, son cosas que están publicadas en revistas científicas, aunque
nadie las lea.
Nos venden que la leche porta bacterias buenas, y vemos que es mentira.
Nos venden que nos da calcio, y esto también es mentira, el calcio se va
todo por el retrete. Nos venden que aporta nutrientes, pero siete de cada
diez personas es intolerante, y la leche incluye antibióticos, hormonas,
pus,…
¿Hasta cuando?
Pensad un momento en lo que se ha tardado en aceptar públicamente que
el cáncer de pulmón y el tabaco están íntimamente relacionados. Os
revelo: científicamente, esta relación estaba más que probada en 1950.
¿Cuánto tardará en pasar lo mismo con la leche?
Para terminar, os contaré como se curó la autora del libro. Resulta que
descubrió que en China el cáncer de mama se llama la enfermedad de la
mujer blanca, por mediación de su marido, que volvió de uno de sus
viajes por el país asiático. Observando que las chinas no tenían casi
cáncer de mama, tomó la decisión de eliminar todos sus lácteos de la
dieta. El cáncer empezó a remitir inmediatamente. En unos meses, estaba
curada, cuando según los médicos, tendría que estar muerta.
Yo le llamo a esto relación causa-efecto.
escena-fragmento 43 de ‘Mercurio helado’
10 octubre, 2010
Un día sintió que tocaba una mejilla, sintió el tacto de una piel suave y
sintió la protuberancia de un lunar, y una nariz y una frente. Y luego una
larga melena. Lo sintió tan real, de una forma tan tremenda, que al fin se
dio cuenta de que era un sueño de tan real que era. Se despertó en la
oscuridad, y en la oscuridad siguió, observándola, reteniendo el aroma de
aquella mujer anónima que había sentido en sueños. Podía moldear toda
aquella negrura a su antojo, crear formas y de formas historias y de
historias convertir fantasía en realidad.
Nihon pudo hacerlo durante un largo rato. La mujer de sus sueños fue
Úrsula muchas veces, y con la negrura la moldeó y la recordó. Tenía fotos
suyas en el ordenador, pero aquello era mucho más vívido, más real.
Ninguna foto de un instante fugaz podía sobrepasar el valor de su
memoria. Ni de su imaginación.
Pero con el paso de los minutos, la madrugada corriendo como si las
horas ardieran, la imaginación se agotó, los recuerdos se volvieron vacuos
de vida como no podía ser de otra forma, una simulación que a medida
que profundizaba se deshilachaba, se desvanecía. Úrsula desapareció de
nuevo para precipitarse al olvido de una existencia de la que Nihon ya no
sabía si era dueño o si el dueño era el Sol, o nadie al fin. Desapareció
todo.
Y cuando ya no pudo soportarlo, cuando las lágrimas ya entraban del
revés en los ojos por insuficientes, encendió la luz, y se levantó sintiendo
los huesos más de lo que jamás en su vida los había sentido, y empezó a
dar vueltas en torno a la estancia que cada vez le parecía más pequeña. Y
no supo si habían pasado cinco años, como así era, o un siglo entero.
Y no supo que hacía allí.
Hasta que se mareó y cayó al suelo, inconsciente. Para cuando despertó,
tenía un dedo roto y el dolor le hizo olvidar todo lo anterior. Aunque
siguiese ahí, en su subconsciente.
Oculto, pero palpable.
la carta y la canción
15 octubre, 2010
Un viajero me trajo tu carta escrita, escrita con letra temblorosa y la tinta
corrida por las lágrimas.
Yo quise sentir duelo, quise llorar y sufrir. Pero al momento en que
empezaba mi valle de tormentos, llegó Nuria a buscarme para ir a
ensayar.
Quise sufrir, quise obligarme a… pero no funcionó.
Ahora la canción avanza con la guitarra tranquila y la voz de Nuria casi
susurrando las palabras. La miro mientras comienza el punteo que me
encanta. No tengo que cantar hasta dentro de unos segundos, así que
cierro los ojos y me dejo llevar mientras mis dedos hacen el resto. He
tocado tantas veces esta canción, que las yemas de mis dedos vuelan
sobre las cuerdas. Noto como vibran. Mi memoria se pierde lejos de
aquella sala repleta de desconocidos, huye al momento en que la melodía
fue diseñada, en que la letra apareció entre las notas perdidas.
La canción acelera, entra la batería como el retumbar de una tormenta, mi
punteo se arropa y magnifica, y lo sé y vuelvo a cerrar los ojos y mi
cabeza se mece en todas direcciones. El sudor corre por mi frente, el pelo
húmedo se convierte en furia mojada. Nuria, a mi izquierda, a un par de
metros, me mira con una sonrisa (¿por qué sonríe siempre tanto?), y yo
vuelvo a cantar. Canto que te echo de menos, aunque ya no es cierto.
Pienso que no lo soporto, y que deseo que llegue ya la parte en que Nuria
pone la voz.
Punteo de nuevo, y ella a mi izquierda, con sus pantalones negros y
flojos, su melena acastañada, me mira y me sonríe de una forma absurda
y bella. Todo se vuelve silencio, silencio a excepción de ese punteo que
vuelve locas las miradas. Veo las caras expectantes entre el público, mi
corazón late a mil por hora. Nuria no deja de mirarme y de sonreír,
siguiendo el ritmo con sus pies de bailarina de danza clásica. Se acerca a
mí enrollada en el cable del micro y me dice al oído que lo estoy
‘petando’. Luego, vuelve a su sitio y empieza a cantar justo en el
momento más preciso, una conjunción arrebatadora. I can´t let go, I can´t
let go, una vez y dos más, y luego otras dos, mirándome cada vez que
tiene un respiro. I can´t let go.
Vuelve la batería y la canción revienta de tensión. El rift de mi guitarra
arde y envuelve mis dedos en una coreografía magnética. De nuevo canto
yo, y Nuria se acerca a mí con su micro, se pone delante y baila mientras
mis dedos batallean sobre las cuerdas. Sé que todos nos están mirando,
aunque yo sólo veo su melena ante mí, y su sonrisa casi inconsciente, en
otro lugar, muy lejos, pero al mismo tiempo más cerca de mí… Cantamos
juntos, I don´t need to know now, I don´t need to know now, cause you´re
far, y yo sé que la canción está inspirada en la mujer que escribió la carta,
en ella y su puta letra temblorosa, en donde simuladamente me decía I
can´t let go. ¿Dónde estás ahora, eh?, pienso. Ahora no estás, ahora somos
Nuria y yo los que cantamos a coro sobre un mismo micro, y las cabezas
las que se mueven al son de mis dedos, maldita. Su pelo roza mi barbilla,
y ella sonríe y canta y yo canto y también sonrío.
Se va la voz, ya solamente queda la música. Sonrío de nuevo, y susurro
ante el micro que no necesito saber nada ahora. Probablemente nadie
llegue a escucharlo siquiera. El aire es eléctrico, y nos miramos mientras
la canción termina distorsionada y amanecen los primeros aplausos, pero
solamente existe nuestro cruce de miradas. Su sonrisa enigmática, su
cuello y sus mejillas enrojecidas en una piel pálida. Se me acerca y creo
que va a decirme de nuevo que lo estamos ‘petando’, pero en cambio me
dice otra cosa, y yo sonrío de nuevo. Me agacho y echo un trago a la
botella de cerveza caliente.
A estas alturas, me importa una mierda lo que decía aquella carta. Ahora
sólo me importa ella.
Paseos en el frío
17 octubre, 2010
Salíamos a pasear las calles cuando los demás se recogían y buscaban la
cama. Salíamos a pasear cuando las calles se volvían solitarias y los
adoquines reclamaban pasos baldíos y no muchedumbres. Salíamos a
pasear cuando las virtudes se metían dentro y lo que amanecían eran los
defectos.
Caminábamos hasta la catedral, el monumento de monumentos, nuestra
señora de las alturas, y allí clamábamos nuestros males, y nos tirábamos
en el suelo y la mirábamos del revés, con las altas torres cayendo hacia el
cielo, en el centro de la plaza. Alumbrando las farolas por todas partes,
alumbrando las estrellas atenuadas, alumbrando nuestras almas.
En aquellas noches frías y sin nubes, la atmósfera parecía congelarse y
precipitarse al suelo empedrado convertida en rocío de hielo
microscópico. La magia casi inteligente brotaba del magnetismo y lo
arrollaba todo.
Allí nacían las palabras y paladeábamos los silencios, allí cristalizaba tu
larga melena negra y se iluminaba tu mirada, y yo me abrigaba y decía
que no tenía frío. Nacían palabras sobre la muerte, que si tiene que venir
que venga, nacían realidades detrás de realidades, nacían manos
entrelazadas y nacían gaviotas como alienígenas de pálidas en lo alto del
cielo, nacían las necesidades que luego nos atarían, nacían, nacían, nacían
los ritmos de un pulso incesante.
Salíamos a pasear esas calles estrechas y solitarias, salíamos a pasear esas
calles donde algún que otro perroflauta hacía malabarismos no con la
intención de que se le diese una moneda, sino por el simple gusto de
hacerlo. Y de ellos y otros aprendíamos que la vida se hace de todo menos
de monedas, que más vale una cerveza a destiempo que un euro en el
bolsillo.
Me hablabas de tiempos oscuros, y yo te hablaba de ilusiones perdidas.
Me hablabas sin decir nada, y yo escuchaba el silencio. Las colinas
henchidas de luces como un paisaje extranjero, las banderas ondeando, y
la ciencia escuchando nuestras reflexiones y conversaciones sobre el
criterio. Hablando de las otras realidades, las que realmente importan.
Salíamos, y nos quedábamos en las escaleras de aquella pequeña capilla,
espiando por la ventana como ardían las velas rojas, escuchando el correr
de las aguas que son la base de esta tierra imposible de odiar.
Imaginábamos odas y disfrutábamos de la épica de un simple paso.
Te hablaba con gestos de que huía de lo convencional, y tú me explicabas
las vacunas. Mirábamos el estanque tranquilo frente al hogar de la
música, y nos columpiamos en aquel parque de niños quedándonos
callados y frenando con los pies en la arena cuando alguna perturbación
se acercaba.
Corríamos de puntillas sobre las horas de la madrugada sabiendo que
nunca veríamos el amanecer, que esa sería una deuda mantenida durante
días y días. Las iniciales grabadas y las campanas.
Nos curamos las heridas porque teníamos de sobra, tú por menos y yo por
más. Nos curamos las heridas y vertimos sobre las cicatrices agua de
manantial.
Salíamos a pasear las calles.
Salíamos a dar paseos en el frío.
PD: para escuchar con ‘La señora de las alturas’, de Los Planetas.
sin título
19 octubre, 2010
a veces, las palabras sobran y escribirlas es una pérdida de tiempo
a veces, simplemente bastan el silencio y la contemplación
a veces, nos quedan los días claros y abiertos, y la brisa que llega del mar,
y la sensación de desapego
lo dicho: a veces, las palabras sobran
Piel de cebra
25 octubre, 2010
Me voy a poner una piel de cebra, y disimularé en aquel bar bohemio,
como si nadie pudiese verme, mientras el grupo de los gatos tocan una
balada tranquila y esperanzadora. Esperanza me hace falta, vaya, en estos
tiempos oscuros en que el cielo se cubre de fuego y por las calles no hay
más que putas y chalados. Con mi piel nueva nadie me podrá ver, y
caminaré como un espectro entre columnas milenarias que albergan
secretos y desdichas y corazones también milenarios. Entre ellas usaré las
sombras para encontrar el destino, y miraré dentro de las alcantarillas
para encontrar el cieno. Porque me apetece tomarme una copa de desidia,
un largo trago lleno de frustración y, en general, mierda emocional. Y los
gatos me mirarán con sus ojos alienígenas y yo les gritaré ¡Decadentes!, y
todos mirarán en torno sin saber quién ha sido.
Oh, sí, me voy a poner la piel de cebra. Y sin que nadie me vea, destruiré
esta ciudad, la haré añicos, y luego pasearé entre los escombros y veré
entre miembros y vísceras si hay algo que sirva para empezar de cero. Y
si no es así, con mi piel de cebra huiré bien lejos montadito en el fuego
del horror.
Quizá vaya a 1901, o al día en que fui engendrado, o mismamente al
momento primigenio en que una inteligencia obtusa y un tanto osada
decidió pulsar el START. En el fondo, da igual a dónde o cuándo vaya…
con mi piel de cebra, nadie me verá.
Con mi piel de cebra, se oculta lo obvio y se exacerba la esencia.
13:20, 25 de octubre de 2010, EDC
Frag. indet. [TDD (prov#)]
27 octubre, 2010
Es insoportablemente bonita, pero no tengo idea de por qué. Demasiado
delgada, demasiado escuálida. Desaparecidas sus curvas, alienadas a un
lugar y tiempo lejanos. Sus ojos almendrados a juego con su pelo
ondulado, la sonrisa imperfecta y bella, sus orejas algo evidentes. Lo que
veo en ella es desconocido para mí. ¿Su sonrisa? ¿Su mirada? ¿Su qué?
No me gustan este tipo de chicas, y sin embargo… ¿sus movimientos?
¿Su espalda? ¿Su absurda fe en mí? ¿Su qué? Es intrigante la sensación
de desear algo sin saber cuál es la razón oculta del deseo. Intrigante,
inquietante no saber quién domina tus emociones pues es obvio que no
eres tú.
***
Ahora su pelo almendrado palidece con el paso gris de los días. Cada
mañana, retiro mechones de su almohada otrora blanca y ahora amarilla
por una mezcla repugnante de sudor y piel muerta. Le paso la mano por la
cara, de arriba abajo, con mis dedos acariciando sus párpados y sus
mejillas, su barbilla. Ella sonríe débilmente, y cierra los ojos. Salgo de la
habitación y me siento un rato en el sofá.
Quiero animarme y decirme que todo pasará. Que mañana será otro día.
Pero sé que mañana será un día exactamente igual.
Y que ella pronto estará muerta.
Sangro sin que la herida sea evidente.
***
Me da un salto en el corazón. Antes que el miedo, se extiende por mi
pecho y por mi cara una ardiente y dispersa sensación de calor. Luego un
torrente de recuerdos, buenos y malos, y una pregunta que asoma débil
por mis labios temblorosos: ¿me matarás esta vez?
Pero me digo, tranquilízate.
No esta vez.
***
La luz del Sol cae desde la ventana y me rasca la nuca. Los pelos se
cargan de electricidad y energía, se encrespan. Noto la lana del jersey
estallando de fotones. Motas cuasi invisibles flotan en el aire frío. La
sensación es evocadora y me hace sentir bien. Me quita de la cabeza, por
un instante, la mierda de mundo decadente en que vivo
Frag. indet. [TDD (prov#2)]
29 octubre, 2010
El hombre está sentado en la orilla de la playa. Nota la arena húmeda en
contacto con su piel. La brisa suave y las olas pequeñas bailan una danza
ancestral, cortejo eterno, amor imposible. Encima, un cielo encapotado
convierte el aire en gas ardiente. Tras él escucha las risas, y luego pasos
de alguien que se acerca. No necesita mirar para saber que es ella. El
horizonte es inalcanzable. Al frente, un islote escarpado e inaccesible
embiste al mar con una valentía inútil e insuperable. Las risas
desaparecen, se van. Ya no hay nadie en la playa, excepto ella y sus pasos.
¿Meditas?, le pregunta con su voz afónica y ronca.
No, reflexiono, dice el hombre. Ella se sienta. Su piel bronceada apenas
disimula sus huesos. El bikini de rayas blancas y azul oscuro le queda un
poco grande.
Estás muy delgada, le dice. Ella se encoge de hombros en un gesto
calculado para resultar de una candidez falsa y encantadora.
Me siento sana.
Eso está bien.
¿Sobre qué reflexionabas?
El hombre piensa un instante.
No lo recuerdo.
El silencio se traga las palabras como una aspiradora del éter, y así se
quedan un rato, ella a medio metro de él, sentada asiéndose las rodillas
con los brazos delgados, mirando el islote y el horizonte, con la larga
melena ondulada y húmeda cayendo sobre sus hombros. La mirada de
reojo para que ella no se dé cuenta, pero ella lo sabe aunque no demuestre
saberlo.
El hombre deja el horizonte y se mira los pies cubiertos de conchas y
arena. La marea está subiendo, y la siguiente ola lame sus dedos y los
limpia. Se acaricia la cicatriz de la rodilla, allí donde un día, de joven, se
le clavara una astilla de roble. Nota como el silencio se vuelve pesado e
insoportable.
¿Se han ido?, pregunta. Ella parece despertar de un sueño y le mira con
sus extraños ojos, verdes y acastañados en un equilibrio terrible. Asiente.
Han ido al chiringuito.
¿Y tú?
No me apetece tomar nada. Ayer bebí demasiado y tengo el estómago
revuelto.
El hombre asiente, y echa un vistazo a la lengua de arena gris que es la
playa, y que se extiende a derecha, hasta fundirse con la vegetación y
desaparecer en una curva brusca, y hacia la izquierda, donde termina
abruptamente con el nacimiento de los acantilados, bruscas paredes de
roca negra que se precipitan al mar espumoso y lo muerden con colmillos
de roca cubiertos de algas oscuras.
¿Vamos hasta las rocas?, le pregunta él, señalando con la cabeza hacia los
acantilados. Ella sonríe.
Me vendrá bien.
Se levantan y el hombre se limpia la arena pegada al bañador y luego se
acaricia la parte final de la espalda. El pelo está secándose y parece
solidificarse en mechones allí donde la sal casa los pelos con enlaces
efímeros. Echan a andar. Los pasos de ella son delicados, como los de una
bailarina. Apenas dejan marca en la arena húmeda, pero los del hombre se
clavan en ella como buscando algo a lo que asirse, un ancla.
¿Recuerdas ya?, pregunta ella.
Eres curiosa hasta la saciedad, ¿eh?, dice él, sonriendo.
Lo dices como si fuese un defecto.
La brisa se arrebuja en la orilla, y empieza a llover de una forma
tormentosa y absurda, unas gotas gruesas y pesadas que caen atraídas por
la gravedad y por dios sabe qué más, y que se estrellan sobre la playa y
las aguas y todo lo que hubiere sobre la faz de la tierra. Ella echa a correr
entre risas, mientras el hombre la mira, observa sus movimientos y sus
giros, su pelo humedeciéndose cada vez más hasta adquirir vida propia.
Las gotas sobre su cuerpo son un masaje que le hace sentirse
definitivamente vivo.
Se imagina asiéndola de una mano, acariciando los nudillos marcados y
esas uñas carcomidas por dientes inquietos, se imagina atrayéndola hacia
sí y notando la piel de su vientre plano sobre su propio vientre, sus pechos
pequeños aplastándose contra su pecho, sus pies de puntillas y sus caras
tan cerca que nota la respiración de ella chocando con la suya en un acto
primigenio y sexual.
Lo imagina tratando de hacerlo real pero sabiendo que no es más real lo
que imagina que lo que siente como verdad, que una y otra cosa son lo
mismo, la misma expresión de una esencia que está entre ellos desde
mucho antes que existieran.
Ella se ha plantado a un lado sin que el hombre la viera.
¿Reflexionas de nuevo?, le pregunta, y él sale de la otra dimensión, sale
de la fantasía real, real fantasía. Se encoge de hombros.
Supongo que si.
¿Y ahora lo recuerdas?, pregunta ella guiñándole un ojo.
El hombre piensa un momento.
¿Quieres que te lo diga o que me lo guarde?
Ella parece pensárselo.
Guárdatelo para más tarde.
Quizá se me olvide.
Entonces, comienza, y se acerca a él y le provoca un escalofrío de
magnitudes dantescas y las olas caen rumorosas sobre la orilla y la lluvia
de tormenta contra el suelo, mejor susúrramelo al oído.
Y el hombre lo hizo sabiendo… sabiendo que al hacerlo modificaba para
siempre el rumbo de su existencia.
***
El hombre se mira al espejo algo rallado y desconchado. Tras el cuerpo
escuálido que ve y que es el suyo mismo ve la bañera humeante de agua
caliente. Y en el fregadero, dos cuchillas plateadas, que le miran
indolentes.
Y una voz al oído que le dice que no puede seguir así, que no tiene
sentido, que lo haga ya y deje de martirizarse. Y otra voz que trata de
convencerle de que los días no transcurren por cualquier motivo, que hay
una esencia que se mantiene subyacente a todos ellos, uniéndolos
indefectiblemente como el cordón umbilical que une por siempre a un
feto y su madre.
Y el hombre no sabe qué hacer, si seguir o si terminar, si abrazar el vacío
o unirse a la negra y suave decadencia.
No sabe si…
***
Al despertar, la luz planteada de una mañana gris entra por la ventana y
transforma la cama en un caleidoscopio de luces y sombras. Ella duerme
a su lado desnuda, y el hombre la observa como si jamás la hubiese visto,
y la acaricia con la mirada, siguiendo las escasas curvas de su cuerpo,
parándose en las depresiones entre costillas, en su vientre hundido y el
pozo de su ombligo. El pelo alborotado inunda la almohada blanca, y el
hombre cree ver más de lo que allí hay. Sus labios entreabiertos, su nariz.
Se detiene al ver las cicatrices en una de las muñecas, dos marcas donde
la piel ha cubierto una herida de la mejor forma posible.
Extiende sus dedos hacia las cicatrices, harto de curiosidad, y las acaricia
notando su tacto suave y liso. Ella se revuelve y esboza una sonrisa
onírica como el sueño en donde se diluye su mente dormida. El hombre
sonríe mirándola, ahuyenta la pregunta, se dice que jamás la formulará si
ella no…
Retira la mano de pronto. Por un instante, ha notado el abismo, el abismo
negro que se abre entre ellos. Sabe que nunca desaparecerá. Y esa certeza
transforma la mañana en un entierro de futuros.
Se incorpora y se apoya en la pared desnuda, se acaricia las manos, la
mira de reojo, se nota el latido tranquilo del corazón, nota el latido de su
propia mente inflándose y desinflándose, vomitando pensamientos y
tragándoselos de nuevo, rumiando sin cesar…
La mira de nuevo. Tiene la impresión de que está a punto de despertarse.
Alarga la mano y le pasa los dedos por la cara, desde la frente hasta la
barbilla.
Y ella abre los ojos.
***
Su sonrisa, siempre su sonrisa, hipnotizante y enigmática sin necesidad de
albergar enigma alguno.
Su sonrisa, su sonrisa.
Su sonrisa es algo que le persigue en sus sueños y también cuando abre
los ojos y se dice no estar soñando.
Muerto, murmura el hombre, estoy muerto.
12:24, 29 de octubre de 2010, EDC.
Personas bidimensionales vs personas fractales
2 noviembre, 2010
Hace unos días murió Benoit Mandelbrot, un matemático extraño que
desarrolló las matemáticas fractales (http://es.wikipedia.org/wiki/Beno
%C3%AEt_Mandelbrot), unas matemáticas diferentes a las que se
conocían por entonces. Así como Benoit Mandelbrot logró ver unas
matemáticas exóticas más allá de las matemáticas convencionales, del
mismo modo, clasifico a las personas en dos tipos: bidimensionales y
fractales.
Las personas bidimensionales, como su propio nombre indica, tienen dos
dimensiones. Altura, anchura. Carecen de cualquier cosa que les dé
profundidad. Planos como un dibujo animado, insustanciales como una
sopa de agua. Se despiertan y van a trabajar, toman un café hablando de
fútbol, hacen de comer, leen (si leen) los best-sellers del momento,
escuchan música diseñada para aturdir,… personas convencionales. Que
allí donde hay una piedra, ven solamente una piedra. Que hacen bulto.
Las personas fractales presentan infinitos niveles, dimensiones. Y a cada
uno que superas, todo parece multiplicarse siguiendo un patrón que por
momentos
parece
definido
pero
que
es
difícil
de
identificar
completamente. Presentan la capacidad de sorprender, o una extraña
habilidad que creías perdida, desconocida. Que emocionan y pulverizan
barreras estúpidas, etiquetas inservibles. Mantienen su complejidad a
medida que aumentamos el zoom de nuestra mente.
De lo difícil que es encontrarse con personas fractales, cualquiera que lo
sea puede hablar durante párrafos enteros. Tan difícil que cuando uno se
topa con alguien así, no puede evitar verse arrastrado. A un mundo
complejo, duro y muchas veces injusto. Un lugar donde la felicidad puede
convertirse en un arma de doble filo. O donde ni siquiera llega a existir
como tal.
Con ojos inquietos, miran los fractales a los bidimensionales con la
impresión de estar frente a una especie diferente, con la que nada tienen
que ver. Diciéndose, ¿cómo pueden vivir así? Aunque los fractales vivan
a veces en mundos deprimentes, reflexiones inútiles, criterios
independientes, las ansias continuas de ir a otro lugar y conocer otra
realidad, la imaginación voladora, la historia interminable,…
Una vez, alguien cantó que veía una piedra, y tras ella otra más y tras ella
otra más, así en un ciclo sin final, porque no existía una sola realidad,
sino miles de ellas tras cada insignificancia. Reducirnos a nosotros
mismos a ver solamente la primera de ellas, la evidente, es absurdo.
Yo solamente busco personas fractales. Siento decir que las demás no me
interesan, que me dan pena. No es soberbia, ni ego retro-alimentado. Es
compasión.
¿Dónde estás tú? ¿Dónde estoy yo? ¿Fractal o bidimensional?
PD: me he deshecho por un día de la prosa, he dejado sólo las ideas.
La ciencia-ficción de la vida real (IV): neuronas espejo
6 noviembre, 2010
Hace no muchos años, investigadores italianos (e italoamericanos)
descubrieron unas neuronas a las que llamaron acertadamente neuronas
espejo, neuronas que explican comportamientos humanos de imitación,
empatía, cohesión social… Uno de estos investigadores, años después, se
animó a resumir el torrente de información y regalarnos conclusiones
sorprendentes. El libro se llama Mirroring People, de Marco Iacoboni, y
aunque no está en español, prometo que el inglés es sencillo y
perfectamente asumible incluso para los no duchos. Pero vayamos al
tema.
El experimento original que permitió descubrir las neuronas espejo…
ocurrió, en cierto modo, por casualidad (como muchas cosas en ciencia).
El grupo de investigación había colocado sensores en el cráneo de un
bonobo, uno de los primates más sociales e inteligentes, con el objetivo
de discernir las regiones cerebrales que se activaban con determinadas
acciones. Por ejemplo, hacían que el bonobo cogiese una banana, y en la
pantalla observaban qué regiones se iluminaban. En un descanso, alguien
se olvidó de desconectar los sensores, y uno de los miembros del equipo
fue al frutero que precisamente estaba mirando el bonobo, y tomó una
banana. La sorpresa: las mismas neuronas que se activaban cuando el
bonobo cogía la banana, eran las que se activaban cuando el
bonobo veía como alguien cogía una banana. Se trataba de regiones
cerebrales, de neuronas, para las cuales coger una banana o ver como
alguien la cogía, era, básicamente, lo mismo. Y a estas neuronas, las
llamaron neuronas espejo.
Diréis que no parece gran cosa. Pero sembró el precedente para docenas
de estudios… a cada cual más interesante. En cada uno de los ejemplos
de los que voy a hablar, las neuronas espejo juegan un papel crucial, un
papel protagonista.
Ya con humanos, realizaron el siguiente experimento (parece una
chorrada, pero sólo lo parece). Por un lado, se les decía a los participantes
que pensasen en tomarse una Pepsi, a la vez que se les ponían imágenes
en donde aparecía gente tomándose una Pepsi. Luego, se les daba un vaso
de Coca-Cola y se les pedía que dijesen qué estaban bebiendo. Vaya por
delante que los pacientes eran bebedores habituales de Pepsi. La gran
mayoría afirmaron que estaban bebiendo Pepsi en lugar de Coca-cola
(todos los que hayamos probado los dos refrescos sabremos que los
sabores son muy diferentes, pero así es como nuestro cerebro nos
engaña). Se realizaron experiencias similares entre bebedores de una
determinada marca de agua mineral, y que aseguraban poder distinguirla
de otras. Nadie acertó.
Hablando de cosas más serias, los experimentos de neuronas espejo
yviolencia social vienen a demostrar que presenciar actos violentos nos
vuelve violentos. En uno de los experimentos, tenemos a dos parejas de
niños de unos dos años, cada una en una habitación (niño y niña). A una
de las parejas se les muestra un video en donde hay una pareja de niños
como ellos. En las imágenes, se puede ver como la niña tiene el juguete.
El niño quiere el juguete, y termina pegándole a la niña para conseguirlo.
Y con éxito. A la otra pareja se les ponen las imágenes de una pareja de
niños en la misma situación. Sin embargo, en el caso de la segunda
pareja, las imágenes muestran como el niño, para conseguir el juguete,
acaricia y hace carantoñas a la niña. También con éxito. A continuación, a
nuestras parejas reales se les puso en la misma situación: se le dio un
juguete a la niña, y se esperó a que el niño lo desease (cosa que ocurre
rápidamente). Los niños que habían presenciado actos violentos tomaron
las mismas decisiones, usando la violencia para hacerse con el juguete.
En cambio, el niño que había presenciado las caricias y carantoñas, las
usó para conseguir el juguete. En ambos casos, también con éxito. No he
visto esta noticia en ningún medio, aunque para mí debería ser primera
plana. ¿Quizá por que no les conviene?¿Quizá por que rellenan parrillas y
carteleras y todo tipo de emisiones con violencia? Esa violencia que los
niños beben a litros, y que luego se transforma en maltratos, asesinatos,
guerras, violaciones… vaya por delante que esto último es una reflexión,
no ciencia.
Sin embargo, la conclusión más sorprendente, al menos para mí, es que
las neuronas espejo explican perfectamente el modo en que los niños
aprenden a sonreír. Porque, antes de nada, haceos la pregunta: ¿cómo lo
hacen? Partimos de la base de que los niños no se ven a sí mismos
habitualmente en el espejo (y mucho menos a la edad en la que aprenden
a sonreír: quinta semana de vida). Aquí es donde intervienen las neuronas
espejo. Cuando un niño está tumbado en la cuna, y sus padres se le
acercan, estos suelen sonreír. ¿Qué es lo que ve el niño? Una sonrisa, la
de sus padres. Esta sonrisa está siendo ‘vista’ por las neuronas espejo.
Que asimilan el gesto, y que activan la imitación. En algún punto del
camino, el bebé es capaz de sonreír. ¿Y cual es la respuesta? Otra sonrisa
de los padres, y así el niño (sus neuronas espejo, más bien) sabe que lo
han hecho bien. El refuerzo positivo es total. El niño ha aprendido a
sonreír.
No ocurre solamente con la sonrisa. La forma en la que los niños (y
primates en general) aprenden conductas sociales y se integran en su
sociedad, sea cual sea esta, es a través de la imitación, la empatía, y las
neuronas que nos aprenden a imitar y a empatizar son las neuronas
espejo.
Dos notas finales. La primera es una conclusión que me regaló el propio
Marco Iacoboni en respuesta a un mail en el que le felicitaba por el libro.
Yo le preguntaba si había alguna investigación en relación a las neuronas
espejo y la abstracción de los escritores. Su respuesta es que muy
probablemente las neuronas espejo participen en el proceso, y que cuando
alguien se imagina un protagonista saltando de una ventana, se activen las
neuronas espejo y el autor sienta ‘empatía’ inmediata por un protagonista
que, de hecho, no existe más que en su imaginación… Es una doble
vuelta de tuerca. La segunda nota tiene que ver con la propia cienciaficción, de la que dicen que ha muerto (DEP). Se acabaron las aventuras
espaciales, las catástrofes, ya no venden… el futuro está en la mente, en
el cerebro. Y visto lo visto, los científicos le llevan ventaja, por una vez, a
los escritores. La realidad, como decía el maestro Kubrick, será todavía
más extraordinaria.
Kaisei y Erottica. Escena 1: Distocia alucinatoria
8 noviembre, 2010
Todo empezó mientras Kaisei regaba sus plantas con una miríada de gotas
de agua, mientras que frente a su balcón, la mujer regaba de lágrimas el
vacío que había bajo sus pies.
Durante un instante fugaz y efímero como una burbuja intestinal, Kaisei
dejó que la regadera ahogase un geranio y la miró, congelado. Ella lloraba
sin consuelo y en silencio, le dolía de veras, y lo hizo durante unos
segundos más, hasta que la periferia emocional de ambos entró en
contacto, cruzando los exiguos dos metros de vacío que separaban sus
balcones. Levantó la mirada, al tiempo que Kaisei bajaba la suya, en una
bella sincronía inversamente proporcional. Permaneció así unos instantes,
hasta que la curiosidad le obligó a mirar de nuevo. La mujer le miraba
fijamente, con sus ojos enrojecidos y su sombra de ojos corrida sobre sus
ojeras. Como si fuese un adalid gótico.
Me llamo Kaisei –dijo. Le resultó torpe, pero más adecuado que soltar un
‘¿Te pasa algo?’.
La mujer no respondió, y Kaisei aprovechó el silencio mientras todavía
era soportable para examinarla a conciencia. Pero por alguna razón, lo
único en lo que pudo fijarse fue en los tendales de ropa de los pisos
superiores,
camisetas,
calzoncillos,
bragas
y
toallas,
húmedas,
meciéndose suavemente al impulso del aire cálido del interior de la
ciudad podrida. También observó con exacerbado realismo la vieja
pintura de la fachada, que se desconchaba, fósil procedente de décadas
atrás. Más abajo, el sonido del suelo húmedo ascendía efervescente. Una
música lejana, al parecer jazz, se paladeaba en el aire, procedente de
algún lugar desconocido.
Todo lo sintió, todo lo vio. Pero no a…
¿Qué tipo de nombre es Kaisei? –preguntó ella.
Kaisei se encogió de hombros.
¿Cómo te llamas tú?
Erottica.
¿Qué clase de nombre es Erottica?
Erottica se encogió de hombros.
No lloraba por las tonterías de siempre, aseguró. Yo no soy de esas,
completó extendiendo un brazo como queriendo abarcar a todas las
féminas que poblaban la tierra.
Kaisei volvió a encogerse de hombros. No le importaba lo más mínimo,
no era asunto suyo. Intentó de nuevo mirarla, examinarla, pero era como
si no pudiese, como si se distorsionase al… como si estuviese viendo un
mapa a máxima resolución y no pudiese ir más lejos. Era… pero antes la
había visto.
Lloraba porque acabo de escribir la canción más bonita de mi vida.
Kaisei asintió.
Eres música –dijo, afirmando. Ella asintió, pero Kaisei sólo podía pensar
en porqué no podía verla al completo. Sólo debía fijarse, centrar su
atención un miserable segundo.
Era aquella maldita música de jazz, que parecía absorber la realidad y
filtrarla sin que nadie se lo hubiese pedido.
Mi grupo se llama Erottica.
Como tú.
Yo soy el grupo.
Algo cambió. De pronto, ella fue real del todo. Se desvanecieron los
tendales y la música, todo, incluso sus plantas y sus macetas, incluso su
vida se esfumó mientras Erottica entraba en su mirada. De rostro frágil y
pálido, ojos grandes y hundidos, cuerpo escuálido y huesudo, pelo
acastañado recogido en una coleta, labios finos y nariz prominente, frente
amplia y patas de gallo, venas marcadas en su cuello. Todo de pronto fue
evidente. ¿Qué había cambiado?
Suspiró y meneó la cabeza.
¿Qué te ocurre? –preguntó ella.
He probado algo y estoy analizando sus efectos.
¿Droga?
Kasei se encogió de hombros. ¡Cómo le gustaba ese gesto! ¡Cuántas
cosas resumidas en un movimiento tan sencillo y aparentemente
insustancial! Era cómo poder definir un infinito de pensamientos con un
solo asterisco.
Puedes llamarlo como quieras, dijo.
De nuevo toda ella volvió a difuminarse, y se descubrió observando poco
más que unos labios repetidos un millar de veces, entremezclados con las
notas de la música de jazz. Era todo tan onírico, tan alucinatorio, tan
daliniano.
¿Qué droga?
Una especie rara de setas.
Erottica asintió.
¿Para qué las tomas?
Kaisei lo pensó un instante, reprimiendo encoger sus hombros de nuevo.
En el exceso estaba la rutina, y en la rutina el tedio.
Busco musas en universos paralelos, o en cualquier lado. Allí donde
estén.
¿Eres artista?
Kaisei se encogió de hombros.
Soy diferente, creo.
Los efectos iban y venían, Kaisei tenía la impresión de que casi
desaparecían, pero terminaban volviendo. Erottica volvió a ser alguien
real, y las ropas colgadas en los tendales perdieron algo por el camino y
fueron no más que piezas de ropa colgadas. La música de jazz perdió una
cantidad infinita de tonos, y Kaisei se entristeció al llegar a la conclusión
de que no era más que una de esas piezas típicas y aburridas. Miró la calle
bajo el balcón, pero antes de que sus ojos llegasen se tropezaron con el
geranio que había ahogado, y exhaló un ‘mierda’ mental. Dejó la regadera
a un lado, y se volvió para observar el interior de su pequeña habitación.
Un lienzo blanco colgado del armario victoriano, una cama con las
sábanas embrolladas y algo sucias, el suelo cubierto con papeles
arrugados y que mostraban pensamientos casi atávicos y vacíos de
emoción. Sobre una mesa baja, el tocadiscos había alcanzado el final del
vinilo y el disco negro giraba sin sentido desde hacía… ¿cuánto?
Al girarse de nuevo, ya no había nadie en el balcón. Empezó a
preguntarse si Erottica existía realmente o si no era más que una pieza de
ropa que había caído y que la droga había transformado en el reflejo
atormentado de cualquier emoción perdida. Intentó agudizar la vista,
atisbar dentro del piso, pero la puerta al balcón estaba cerrada y las
cortinas blancas corridas. Y el recuerdo de Erottica empezaba a
desvanecerse, como si jamás hubiese existido.
Y esa alucinación etérea, como despidiéndose de él con un coletazo de
irrealidad, hizo que las gotas que Erottica había lanzado al asfalto dejasen
el pavimento y ascendiesen hacia el cielo nocturno y algo claro ya por el
amanecer próximo. Vio las pequeñas emociones líquidas volar y volar y
volar… y el vinilo girar y girar y girar.
Pobre geranio ahogado –musitó, y al instante pensó-: Buen título para un
relato.
Así que entró dentro.
18:25, 11 de octubre de 2009; revisado el 8 de noviembre de 2010
Kaisei y Erottica. Escena 2: Nana sideral
14 noviembre, 2010
El río musical de una canción le sacó de un sueño ligero y un tanto
frívolo. Se despertó con las sábanas formando un laberinto alrededor de
su cuerpo, y súbitamente se preguntó qué estaba haciendo allí. Durante
unos segundos recorrió las paredes como si fuesen las de un lugar
extraño, lleno de objetos de otras personas, de personas muertas. El
armario, la cama, la mesita de noche, la lámpara, un espejo que reflejaba
la pared, la puerta,… había un cuadro, unos posters, una alfombra, ropa
tirada, un lienzo a medio pintar,… ¿a quién pertenecían? Pero pronto se
dio cuenta de que le pertenecían a él, de que era el lugar en el que vivía,
que era su lugar, pues latía en su interior una vaga y estúpida sensación de
pertenencia.
Kaisei se incorporó, preguntándose qué le había despertado, y redescubrió
esa música extraña que flotaba en la habitación. Había un acorde
profundo y constante, electrónico pero absurdamente vital, cavernoso. Por
momentos amanecía un tono agudo y optimista, alcanzaba un fugaz punto
álgido y caía al poco de nacer. Se levantó de la cama y salió por la
ventana abierta, hasta el balcón. La música flotaba también sobre la calle
y entre los dos edificios. De cuclillas, acarició las hojas de sus geranios,
las púas de los cactus, y miró reprobadoramente un par de macetas donde
sus huéspedes no mejoraban. Acariciar las plantas tenía un curioso efecto
en su mente. No podría describir el efecto, pero sí sabía que era curioso.
Se puso de pie cuando la música incorporó una lejana batería y otros dos
acordes más.
Frente a su balcón, en el balcón de Erottica, la ventana estaba abierta y las
cortinas corridas. Pero no se veía nada. Kaisei suspiró. Aquellas setas
eran buenas, desde luego. Entró de nuevo en la habitación, y medio a
oscuras buscó la cajetilla de tabaco. La encontró a los pies del lienzo. La
abrió y extrajo uno de los porros ya liados. Le gustaba perder una hora los
domingos en liar los porros del resto de la semana, así nunca debía lidiar
con la ansiedad si le apetecía fumar. Dejó la cajetilla en el mismo lugar
donde la había encontrado, para no romper la estabilizada entropía de su
habitación, y le prendió fuego. Notó como el humo entraba en su interior,
llenando los recovecos vacíos de humo y tranquilidad. Luego salió de
nuevo al balcón, y apoyado en la baranda, escuchó aquella música.
Ni siquiera se preguntó si era Erottica quien la tocaba. Intuía que Erottica
no era más que una ilusión, una alucinación provocada por los
alucinógenos. Pero, y aunque no lo fuese, ¿qué más daba? Hacerse
preguntas sólo le gustaba en ocasiones contadas, por que hacerse
preguntas todo el tiempo era una autopista rápida y directa a la
infelicidad.
A cada calada, notaba que la música parecía más envolvente.
Creced, pequeñas –les dijo a sus plantas-, o tendré que secaros y fumaros
también a vosotras.
Rió en silencio.
La música se cortó cuando sólo había fumado la mitad del porro. Sus pies
en movimiento al ritmo de la música se detuvieron, defraudados. El barrio
cayó de nuevo en un silencio ruidoso y homogéneo, un muro de sonido
casi inaudible. Ella emergió del interior, exactamente igual que la
recordaba. Ojos hundidos, escuálida, extraña.
Hola –dijo Kaisei, convencido de que no existía. ¿Quién se llamaría
Erottica? Era de un mal gusto sorprendente.
Buenas noches –dijo ella.
¿Tocabas tú? –preguntó Kaisei.
¿Tienes para mí? –preguntó Erottica, señalando su porro.
Kaisei dio una profunda calada y asintió. Entró en la habitación, cogió la
cajetilla y extrajo un porro. De nuevo en el balcón, lo lanzó sobre el
vacío, hacia ella. En una demostración de reflejos, Erottica lo atrapó a la
primera, se lo llevó a los labios finos y pálidos y lo encendió. Dio una
gran calada.
Es buen material –apreció.
Gracias –dijo Kaisei, encogiéndose de hombros y diciéndose a sí mismo
que el mérito no era suyo.
¿Cómo te ganas la vida? Hay que tener dinero para pagarse estos vicios,
¿no?
Kaisei se pensó un momento la respuesta. ¿Qué de dónde sacaba el
dinero? Era una buena pregunta.
Una pregunta directa –murmuró, mirándola. Ella dio una profunda
calada-. ¿Cómo te la ganas tú?
Yo pregunté primero.
Coloco alguno de mis cuadros en exposiciones y galerías, a veces gano
algún pequeño certamen con mis relatos. Cosas así…
Ajá –dijo ella. Con el porro en alto, tenía un aquel de femme fatale, sólo
que en versión canabinizada y triste.
¿Y tú?
Hum, yo no me gano la vida –respondió Erottica unos segundos después,
tras sopesar el asunto-. Simplemente, existo.
Lo suponía –murmuró Kaisei, aunque era mentira.
Pasaron un momento en silencio. Kaisei miró la pared de los edificios.
Los tendales de ropa ya no parecían los mismos que la otra noche. Ahora
sólo eran prendas de ropa, no entes nocturnos vivos y acechantes,
alimañas que transmutaban cada vez que las miraba. Resultaba curioso
como el mundo cambiaba a cada momento, aunque… se suponía que todo
era lo mismo, ¿no?
¿Esa música de antes era tuya, no? –preguntó de nuevo.
Si –respondió Erottica.
¿Existes? –preguntó. Ella le miró con curiosidad y luego su mirada cayó
perdida en la pared, como si estuviese aburrida.
Kaisei se encogió de hombros al no encontrar respuesta.
Es algo que a veces me pregunto –respondió ella finalmente. Y ante el
silencio de Kaisei, añadió-: ¿Te cuesta terminar conversaciones, no?
No –negó Kaisei-. Simplemente espero a que se me termine el porro.
¿Cunde, eh? –sonrió ella. Sus dientes eran blanquecinos, alineados de un
modo siniestro.
¿Por qué Erottica?
Caes en lo convencional –murmuró ella.
¿Por?
Cualquiera le pregunta a un músico de donde viene su nombre artístico.
Es tópico, arquetípico. O arquetópico, ya que estamos.
Quizá no quieras responder…
Erottica es bastante intuitivo.
Y auto-complaciente.
También.
Así que se refiere a tu erotismo.
Lo dices con sorna.
Kaisei se encogió de hombros, aunque ella llevaba razón. Erottica sonrió.
Has terminado tu porro –apuntó ella, entre risas.
Kaisei pensó en que su risa resonante y aguda no cuadraba con todo lo
demás.
Y sigo aquí –añadió Kaisei.
Porque es difícil acabar las conversaciones.
En efecto. Y porque me cuesta dormir.
Tocaré para ti.
¿Ah sí?
Termínate otro porro, y te aseguro que tocaré una música que te dormirá.
¿Una nana sideral?, preguntó con una sonrisa. Le gustaban aquellas dos
palabras juntas: nana y sideral. Algo latió en su cerebro.
Si, si lo que quieres es sacar tus pies del pavimento, volar hacia las
estrellas.
Y encontrar mi musa.
Tu musa soy yo –dijo ella, resuelta.
Kaisei se encogió de hombros, confundido. Ella, ¿su musa? Ella no
existía.
Anda, ve a dormir. De veras tocaré para ti.
Y obediente, entró de nuevo en la habitación, sacó un porro, y se lo fumó
sentado en las sábanas mientras su habitación se inundaba de nuevo con
la música de Erottica. Su supuesta musa. Pero ella tenía razón, y su
música pronto le embriagó. Pronto tuvo sueño. Pronto se acurrucó entre
las sábanas, amarrando la almohada como si fuese un salvavidas, pues
tenía miedo de que al dormirse su cuerpo comenzase a flotar y se fuera
lejos de la habitación, hacia el cielo.
Y temía las estrellas.
12:57, 12 de octubre de 2009; revisado a las 23:47, 14 de noviembre de
2010, EDC
Kaisei y Erottica. Escena 3: Fiesta de humedades
20 noviembre, 2010
Kaisei era capaz de ver al hipopótamo colgado del techo. Sabía que no
estaba allí de un modo materialmente real, pero también sabía que ese
hipopótamo existía en algún universo paralelo. Sentado sobre su cama, a
oscuras en la amplia habitación, se inclinó hacia una de las mesitas de
noche y se llevó a la boca un pedazo de la pizza que todavía humeaba,
como si fuese una puerta al infierno. Masticó la jugosa e informe masa, y
alzó de nuevo la mirada. No había fumado, ni tomado setas, ni nada por el
estilo, pero veía a aquel hipopótamo colgado del techo, como un globo
descarriado, meciéndose por la brisa que entraba desde la calle, chocando
con la lámpara y las esquinas del armario, con las paredes,… sus patas
regordetas, su cuerpo rechoncho, su cabeza extraña y aquellos dos
gigantescos colmillos, brutales y amarillentos. Lo veía bostezar y mirarle,
lo veía patalear ridículamente en el aire, llamando a tierra como si la
echase de menos. No estaba alucinando: realmente allí había un
hipopótamo.
Suspiró muy hondo. No tenía forma alguna de demostrarse a sí mismo
que el animal estaba o no allí. Y se negaba a usar la lógica. Kaisei
siempre había pensado que la lógica encorsetaba la mente. Lógica, lógica,
lógica, lógica, ¿para qué servía? Su padre opinaba que para tomar
decisiones adecuadas. Pero a Kaisei ese concepto siempre le había
escamado. Y no hacía mucho había leído que unos científicos acababan
de demostrar que el resultado de una decisión no dependía para nada de la
lógica o del tiempo que uno se tomase para llevarla a cabo. Era arbitrario,
azaroso como la vida misma. Sabía que su padre se equivocaba, igual que
otros muchos. La lógica no servía para nada. Si le hiciese caso, se daría
cuenta de que era jodidamente imposible que hubiese un hipopótamo
flotando en su habitación. Había tantas razones físicas en contra que
resultaba hasta estúpido planteárselo. Pero Kaisei pasaba de la lógica, y
para él, allí arriba había un hipopótamo. Veía un hipopótamo.
Dio otro bocado a la pizza, y bajó la vista. Le dolía el cuello. Miraría más
tarde. De todos modos, dudaba que el animal fuese a largarse a otro lado.
El calor de la pizza se había transmitido a su propio cuerpo, y sudaba. Se
pasó la mano por la frente, y arrastró las gotas de sudor y se las llevó en
la mano. Las vio aplastadas en su palma y reflexionó acerca de algo
complicado de acotar con palabras. No tenía ni idea de qué estaba
haciendo allí. Aquella habitación, de pronto, le pareció el lugar más ajeno
y extraño del universo. Nada tenía significado. Aquel lienzo, ahora en
blanco, podía pertenecer a cualquier bohemio del barrio. Los papeles
tirados por el suelo, y cubiertos de caracteres cuadriculados, bien podían
ser no más que facturas de la luz. Y el resto era todavía más anónimo. Por
un instante, se sintió alienado del todo. No pertenecía a ningún lugar, y
nada le pertenecía. La soledad y el camino, sus únicos hermanos. El sexo,
no más que máquinas tragaperras a la entrada del puticlub de la esquina
del Camino. A dónde iba, ni idea, de dónde venía, tampoco. Su infancia, o
su juventud, o lo que fuera que se extendía tras él, se había desprendido
en algún punto del Camino y ya no recordaba el punto exacto, en caso de
que algún día quisiese volver a por todos aquellos recuerdos.
No recordaba ni su primer amor, ni su primer desamor, ni tampoco su
primer polvo. Ni la primera mascota ni la primera paja, ni el primer
cuadro ni el primer relato. No recordaba nada, y mantenía vivo su ego
alimentándolo cada día como si fuese el último, con grandes y fastuosos
bocados. ¿Qué se suponía que ocurría si carecía de recuerdos, si los había
olvidado? ¿Le convertía eso en una incógnita?
Saltó de la cama como si un gran muelle le hubiese golpeado el culo, y
aterrizó malamente sobre el suelo de madera. Trastabilló con unas botas
llenas de barro, y cayó contra una pequeña mesa, sobre la que había un
pequeño televisor. Mientras lo golpeaba con su hombro al caer, y lo tiraba
al suelo, se preguntó en breves milisegundos cuándo se había comprado
aquel aparato. La pregunta flotó en el aire, junto al hipopótamo, mientras
Kaisei caía con todo su peso, rozando su cabeza la esquina de la mesita de
noche. Se activó automáticamente el análisis de daños, pero el programa
fue interrumpido por el estruendo provocado por el televisor al estrellarse
contra el suelo.
Tardó unos segundos en recuperarse, y luego se levantó. No le dolía nada,
pero el televisor estaba difunto: su pantalla se había roto en mil pedazos.
Los contó. A decir verdad, no parecían ser mil, pero sí los suficientes
como para no alargar su cuenta inútilmente. Rebuscó unas zapatillas y
calzó los pies descalzos. No quería cortarse, no le gustaba la sangre. Se
sentó de nuevo en la cama, sintiendo como su corazón se aceleraba sin
ningún tipo de razón. ¿Y sus recuerdos? ¿De dónde había salido aquella
televisión? Y ya puestos, ¿de dónde había salido todo lo demás? Cama,
sábanas, lienzos. No recordaba nada, ni tan siquiera lo que había hecho el
día anterior. ¿Estaba alucinando? Quizá había fumado demasiado pero no
recordaba haberlo hecho. Además, fumar no le confundía. ¿Setas, quizá?
Algo cambió en la luz ambiental. De pronto, ya no sólo había luz
procedente de la calle, llenando de sombras y luces la habitación
penumbrosa. En un instante, algo cambió. Tardó unos segundos en darse
cuenta de que una gran luz se había encendido bajo su cama. Sintió un
miedo atávico a lo oculto. Empezó a temblar. ¿Alienígenas? ¿Espíritus?
¿Freddy Krugger? Temía que en cualquier momento surgiesen las garras
atravesando el colchón, recién llegadas desde Elm Street, pero los
segundos transcurrieron con la lentitud propia de las eras geológicas, y
nada ocurrió. Amaneció en el centro de su pecho la innata curiosidad
homínida, y tumbándose, se arrastró a continuación hacia el borde de la
cama. La luz brotaba bajo las sábanas colgantes como si hubiese una gran
lámpara debajo. Comenzó a llegar a sus oídos el rumor de una
muchedumbre. Tuvo un escalofrío. No parecía la multitud de una
manifestación, ni de una revolución o una guerra. No, era más bien como
el rumor altanero de una fiesta de sociedad. Algo en su mente pensó que
no iba vestido para la ocasión: camiseta negra de mangas raídas y
calzoncillos ¿limpios?, mientras que otra voz se animó e intentó animar a
las demás para ir a la fiesta. Caviar, champán, señoras ricas con escote,
bótox, hijas modositas pervertibles, anillos de oro y oro en anillos,
mayordomos y sirvientes, lámparas de araña, unas escaleras en curva, un
gran anfitrión,… una pequeña sección de su compleja y laberíntica mente
se dijo a sí misma que quizás él mismo era el anfitrión, así que ya llegaba
tarde.
Rompiendo esos ambiguos esquemas de pensamiento, emergió de debajo
de la cama un brazo depilado pero masculino, con el puño cerrado sobre
algo.
¿Qué es? –preguntó Kaisei con inocencia.
Los dedos se abrieron como una de aquellas imágenes de plantas
floreciendo en menos de un segundo, y Kaisei vio una seta rojiza y
aplastada. Parecía tan apetitosa… pero, eh, ¿y el hipopótamo?, se
preguntó de repente.
La mano desapareció debajo de la cama, entendiendo que había
rechazado el ofrecimiento. Las luces se fundieron un instante. Kaisei se
sentó de nuevo, y alzó la mirada. El hipopótamo ya no estaba. Comenzó a
sentirse inquieto y saltó de nuevo de la cama. Algunos recuerdos
revoloteaban ya en su mente, pero no tenía tiempo para ellos. Salió al
balcón y se apoyó en la baranda. La noche, como siempre, estaba fresca y
agradable, húmeda, cariñosa, vacía la calle de gente.
Alzó la voz.
¡Erottica!
Su vecina apareció en el balcón en unos segundos. Tenía rostro
somnoliento y bostezó.
¿Qué ocurre? Son las tantas –dijo.
¿Alguna vez has estado de fiesta bajo tu cama? –le preguntó.
Lo he hecho en muchos lugares diferentes con gente diferente y en
posiciones diferentes –dijo ella, a modo de respuesta. No sé si te vale,
completó.
No me refería a ese tipo de fiestas –murmuró Kaisei ansioso.
¿Has estado alucinando, eh?
–le preguntó Erottica, sonriendo
socarronamente.
Kaisei se encogió de hombros.
Todavía no lo tengo muy claro –dijo, finalmente.
Tienes cara de haber flipado.
¿Follarías conmigo?
Erottica se echó a reír con estruendo, y su risa reverberó en toda la calle.
Kaisei escuchó el ruido de la fiesta tras él, procedente del interior de su
habitación. Anfitrión, decía la voz interior.
¿Follar contigo? No veo de qué forma es posible. Tú estás en tu balcón, y
yo en el mío. El único modo es que saltes a por mí –y volvió a reír.
Kaisei, sin embargo, estaba cada vez más nervioso, y calculó
mentalmente la distancia entre ambos balcones. Parecía factible salvar la
distancia con un salto certero. Todo con tal de no acudir a aquella fiesta.
Detestaba las reuniones en donde le esperaban. No le gustaba ser el centro
de atención. Lo odiaba.
Vamos, Kaisei, salta –insistió Erottica-. Quizá así me pongas un poco…
húmeda.
Kaisei dudaba.
Montaremos nuestra propia fiesta húmeda bajo mi cama, si eso te pone
cachondo.
Kaisei sintió que todo empezaba a girar, a dar muchas vueltas. Brazos que
surgían de todas partes lanzándole setas, hipopótamos fornicando
colgados del techo, bandas de heavy metal tocando y bebiendo y
escupiendo chispas de luz.
Jo-der –exclamó.
De pronto, todo se detuvo, en seco. Erottica ya no estaba en el balcón,
pero aún la escuchaba reírse dentro de su habitación.
Respiró hondo. Ella era una alucinación, estaba seguro. Venciendo sus
miedos con el efectismo del no-pensárselo, entró en la habitación. Las
luces de la fiesta se habían apagado, igual que todas las voces. El
hipopótamo todavía flotaba en lo alto del techo de madera, pero esa era
una imagen que no sólo podía soportar, sino que además le tranquilizaba.
Se tiró en cama y respiró hondo una docena de veces.
Llenando su cuerpo de oxígeno.
01:11, 17 de octubre de 2009, revisado a las 21:04, 11 de noviembre de
2010, EDC
Reflexiones de escritor (VIII): Sigur Ros y lo que hay detrás de
las palabras
22 noviembre, 2010
Me gusta Sigur Rós. Su música me parece una de esas cosas especiales,
tesoros, que uno encuentra en la vida normalmente por casualidad, y que
luego le acompañan para siempre. El hecho de que sean islandeses y
canten en su idioma también me parece maravilloso. Principalmente,
porque no entiendo lo que dicen y puedo manipular las canciones para
hacerlas mías, convertirlas en una banda sonora que no puede ser otra
cosa que grandiosa, adherirlas a mi estado de ánimo… aunque no
coincida quizá con la verdad de la canción.
Del mismo modo que hago de las canciones de la banda islandesa algo
mío (a efectos prácticos), reflexiono que todos hacemos lo mismo, y no
sólo con las canciones, sino con cualquier tipo de ‘emisión’ artística,
incluyendo los textos literarios. A la hora de escribirlos, podemos
esconder nuestros pensamientos en mil metáforas, crear los protagonistas
a nuestro antojo como contrapartida a nuestra propia vida, diseñar
mundos que no conoceremos jamás, sean cuales sean,… nos escondemos
en las palabras, a veces con la intención de que alguien nos descubra,
otras veces no, pero intuyendo siempre que nadie está capacitado para
encontrarnos tras ellas. Que los que leen sacarán sus propias
conclusiones, harán el texto suyo, le darán un significado propio. Puesto
que las palabras tienen ese matiz de ambigüedad maleable que puede
convertirlas en lo que uno quiera.
Lo que hay detrás de las palabras no lo elige sólo quien las escribe, sino
también quien las lee. Tratar de imaginar qué ven los demás en nuestras
palabras puede ser entre divertido e inquietante. Y un ejercicio imposible.
Igual que tratar de averiguar en qué pensaban los de Sigur Rós al
componer sus melodías…
PD: como reflexión no me parece gran cosa… pero eso no lo hace menos
cierto. ¿O si
La democratización de la literatura
28 noviembre, 2010
Algo se mueve en la literatura. A decir verdad, las cosas siempre se están
moviendo, es inevitable, pero da la impresión de que pronto todo se
volverá vertiginoso. La campaña de las editoriales en favor de los libros
electrónicos es brutal. Se están gastando millonadas para promoverlos, y
los nuevos modelos de e-books más baratos y asequibles están a puntito
de llegar a Occidente. Fuera de si gusta más o menos este formato, creo
que la elección ya está tomada. Pronto, los libros en papel mantendrán su
precio
mientras
que
los
e-books
se
volverán
más
versátiles
económicamente, con más posibilidades.
El tema que me ocupa no es ese. Lo que hoy está ocurriendo con la
literatura y el mundo editorial ya ocurre desde hace años con la música.
Hasta el punto de que se ha llegado a la llamada ‘democratización’ del
mundo musical. La Red, con el advenimiento de las redes sociales, es el
entorno perfecto para que un grupo de chavales que saben tocar
malamente sus instrumentos puedan parir una triste maqueta que llegue a
factibles millones de oyentes. La remodelación del mundo discográfico
ha sido brutal, pasando de una estrategia basada en ‘promovamos-a-estagran-estrella-venderá-mucho’ a una estrategia que yo llamaría ‘vale-todo’.
Porque, de hecho, todo vale. Por eso vemos todos los días a supuestos
grandes músicos protestando en busca de compensaciones. Se han
quedado anclados en el viejo sistema. En el nuevo, no es la venta de
discos lo que da el beneficio, sino el trabajo diario en los directos y las
giras por las salas de docenas de ciudades, el contacto con el oyente (me
decía una artista emergente, en una entrevista, que a ella le da igual si
bajas su disco de internet sin pagar un duro: si te gusta, lo promocionarás
entre tus conocidos y juntos iréis al concierto). Tanto mejor es tu música,
tanto mejor tu directo, tantos beneficios tendrás… vivas en Siberia, en
Indonesia, o en un pueblo de las Rías Baixas, tu grupo y tu música puede
llegar a cualquier parte del mundo. Esto tiene un contrapunto, que está
empezando a denotarse, y que se explica muy bien en una reseña de
Indie-Spain
Magazine
(http://www.indie-
spain.com/2010/11/jugoplastika.html): saturación. Hay tanta música,
tantos grupos, tanto, tanto de todo, que llega un punto que uno se
desubica y debe optimizar. Sin embargo, yo soy de los que piensa que no
se trata más que del sistema tratando de encontrar un equilibrio estable.
Obviamente, no todo vale.
Tratando de extrapolar el ejemplo al mundo de la literatura, y pasando de
todos los que dirán que no son casos comparables, imagino el futuro de la
literatura desprendiéndose de los artificios inservibles que ahora rodean la
industria del mundo editorial. Toda esa economía que se pierde por
vericuetos ineficaces como los distribuidores, transportistas, actos y
demás… en fin. Para desprenderse de todo esto, y hacer que el mundo de
la literatura se democratice un poco, el paso al libro electrónico es
imprescindible. Y desprenderse de las editoriales, también, o al menos,
hacer que se reestructuren y muten a estructuras un poco más modernas.
La democratización de la literatura hará con los autores de la fastfood
literaria (esos best-sellers que salen periódicamente, como encargos a una
pastelería, no daré nombres, todos sabemos de quienes hablo) algo
parecido a lo que el mundo musical está haciendo con grandes antiguas
estrellas subidas a un trono de ego: ponerlas en su sitio. Dará paso a la
diversidad, a las nuevas fórmulas (erradicación de la novela como templo
de la narrativa, y futuro encumbramiento del relato sin límites
estructurales ni argumentales). Y si, durante un tiempo sufriremos un
desequilibrio grave. Todo el mundo creerá que lo que hace es Literatura,
en mayúsculas… Amanecerán miles de escritores, como en el cuento de
Cortázar ‘El fin del Mundo’, en donde se alcanza una sociedad donde hay
más escritores que lectores (el pobre Cortázar obvia el hecho de que los
escritores también son lectores). El sistema terminará por reorganizarse,
se logrará el equilibrio, y todos saldremos ganando con el cambio. Ya
desde hace tiempo se ven síntomas del proceso. La cantidad de blogs, y
de como conocidos autores se hacen bloggeros, son signos evidentes de
que el mundo editorial se está plegando al futuro. Y eso nos conviene a
todos.
A los lectores, y a los escritores. Y hablo con el conocimiento de ser
ambas cosas (más lector que escritor, decididamente), y de haber vivido y
disfrutado este proceso de democratización en el mundo musical.
PD: aunque suene contradictorio, por que lo es, a mí me gusta el libro en
papel… llamadme romántico. Me encantará el mundo en que haya una
diversidad asombrosa de producción literaria, no limitada por la
publicación editorial, pero leer en cama un e-book no será lo mismo que
arrugar las hojas de un libro.
PD2: estoy esperando las hostias…
Argentina
3 diciembre, 2010
Salgo del aeropuerto respirando aquel aire del hemisferio sur. ¿Qué por
qué Argentina?
Me agarro las asas de la amplia mochila. No hay maleta. El cielo está
limpio y cruzado de nubes altas, que más parecen adornos que el presagio
de un temporal.
A mi alrededor, todos hablan un idioma que parece lejanamente el mismo
que el mío. Doy unos pasos. Son los primeros de un largo viaje.
Argentina.
Si, claro, tengo familia aquí, pero no son más que unos primos segundos a
los que no conozco y que, desde luego, no son la razón de que me
encuentre en Buenos Aires. Ah, ni de que vaya a caminar tres mil
kilómetros para llegar a Usuhaia, el fin del mundo. Tierra de fuego.
Pensarlo me estremece.
Pero me atraen los espacios abiertos, las montañas, las costas desoladas.
Es una heima que tengo desde hace tiempo, un día que me encontré con
un viajero escritor llamado Colin Thubron. Apenas comprendí lo que me
dijo, pero me caló lo más importante. Entre otras cosas, el valor de un
viaje solitario.
Esa soledad que siempre me permite pensar, me permite respirar, me
permite parar. Disfrutar.
Pienso en mi hermano, y la tarea que le dejé hace menos de doce horas:
una carta que debe leerles a mis padres, en donde descubrirán que no
vengo por dos semanas, sino por meses. Que no vengo a hacer turismo,
sino a vivir. Y que no sabrán de mí hasta que vuelva.
Deseo perder los arraigos, los miedos, las mentiras, el dolor,…
Cuando regrese a casa, me conoceré más de lo que me conozco ahora
mismo, al principio del viaje. Por que ahora sólo soy como los demás, un
saco lleno de sombras. Debo reiniciar y esta es la forma que he elegido.
Porque a veces no soporto ver cómo la gente se comporta de forma
mezquina o egoísta, como elige la salida más fácil huyendo de la
responsabilidad de una existencia justa, como elige el limbo inconsciente
en lugar de la realidad, como… a veces no logro ver el sentido de las
cosas.
Porque a veces, este mundo asqueroso en el que vivimos se vuelve
asfixiante.
Me siento en el bordillo de una acera. A mi alrededor, no veo más que
maletas y pasajeros, taxis, una verdadera muchedumbre alzando sus voces
por encima del rumor de la tierra. Veo llegar un bus y me aparto. El bus
pasa de largo. A lo lejos vislumbro el skyline de la ciudad, encerrado en
niebla.
Siento una emoción que es difícil de describir. Veo a dos ancianas de pelo
blanco y ropas negras que parecen reencontrarse tras una vida larga y
dura, y que lloran abrazadas. Los cristales de las gafas de una de ellas
refulgen al Sol. Sonrío, y tengo la tentación de sacar la libreta de notas y
apuntarlo, pero me contengo. No se me olvidará.
Noto de pronto que un coche está parado ante mí.
¡Buen día! ¿Querés ir al centro?, dice una voz.
Niego con la cabeza y le digo gracias, y el hombre arranca de nuevo.
Y yo cruzo la calle y echo a andar hacia el centro de la ciudad… y pronto,
al sur.
Argentina, si, Argentina.
No sé dónde estaré mañana, ni dentro de un rato… y esa ausencia de
certeza hace que todo brille de un modo especial
Kaisei y Erottica. Escena 4: Echar un polvo entre enredaderas
3 diciembre, 2010
La respiración de Kaisei estaba agitada como un océano golpeado por un
cometa. Veía su pecho subir y bajar con violencia, el sudor resbalando por
su frente. Observó su habitación como viéndola tras una gasa que lo
convertía todo en penumbra.
Acababa de tener un sueño absurdo, absurdo pero al mismo tiempo tan
real que… Se incorporó en cama y echó a un lado las sábanas. De pronto,
la habitación ardía de calor y humedad. Observó la potente erección bajo
sus calzoncillos, y durante un segundo pensó en aprovechar la ocasión,
pero tuvo la impresión de que sería algo enfermizo. El sueño/pesadilla
todavía se revolvía en su mente, agonizando pero vivo y peligroso.
¿Estaba perdiendo la cabeza? Últimamente se hacía esa pregunta a
menudo. Notaba las señales, estaba seguro, pero no sabía acerca de qué,
ni cómo interpretarlas, ni nada por estilo. Pérdida de recuerdos,
alucinaciones extrañas, y Erottica. Ella, ella, que parecía que llevaba en
su vida miles de años, un gigante geológico que respirase y viviese a
través de él. Y bien podía ser verdad, pues no recordaba el momento
exacto en que la había conocido.
Ella no existe –susurró al vacío de la habitación.
Un coche atravesó la calle a toda velocidad en medio de la noche, y el
aire de la habitación se agitó durante unos segundos. El corazón de
Kaisei, por el contrario, se iba tranquilizando con el paso de los minutos.
Aunque las preguntas siguiesen ahí. Erottica también. Se repitió que no
existía, que era una jodida alucinación, la más real y persistente que
hubiese tenido jamás.
Bien, es un buen punto de partida –murmuró.
Recordó el hipopótamo, la fiesta bajo su cama. Esas eran alucinaciones.
No tenía la menor idea de dónde procedían, pero eran alucinaciones. Con
Erottica, sin embargo, era diferente. Ella parecía real. Lo demás no dejaba
de ser estúpido e ilógico, y su mente discernía fácilmente que se trataba
de una mentira. Pero no podía hacer lo mismo con Erottica. Con ella no
tenía forma de saberlo. Ni intuición, ni empirismo, ni puto método
científico. No había modo.
Además, no siempre estaba alucinando. Cierto que a veces consumía
setas, fumaba marihuana y cosas de esas, pero sabía diferenciar
fácilmente cuándo estaba colgado y cuándo no. Podía dolerle la cabeza,
tener taquicardias o el estómago revuelto por el abuso de las drogas, pero
la realidad era una realidad, podía verla, tocarla, sentirla.
Sintió que daba vueltas en torno al mismo montón de mierda. No
avanzaba hacia ningún lugar. Sus pensamientos se volvían circulares,
corrientes mentales atascadas. Decidió dejarlo.
Si, había soñado con ella. Ambos habían follado con una soltura especial,
en millones de posturas diferentes, con una fortaleza y aguante brutal.
Kaisei jamás había sentido nada igual. Era raro porque Erottica no le
parecía especialmente atractiva. Demasiado delgada, sus pechos
demasiado pequeños, esquelética y con la piel muy pálida. Empezó a
sudar con el recuerdo. Su cuerpo desnudo, en el sueño, era como un oasis
de pasión desenfrenada. Recordaba perfectamente sus muslos prietos y
sus nalgas suaves y blanquecinas. Las había agarrado con fuerza mientras
la tenía encima. Sintió que la erección se reafirmaba en lugar de menguar.
Todavía podía verla sobre él, moviendo sus caderas aparentemente con
una fuerza inusual. Las costillas marcándose como las teclas de un piano
cubierto de piel humana, y sobre ellas, dos pechos pequeños y con
grandes pezones rosados. Los había mordido y besuqueado sin mesura
durante horas y horas. Y su cabeza echada hacia atrás, como cabalgando
un leviatán descarriado, lanzando su cabello ralo y húmedo en la
dirección de un viento imaginario.
¿Por qué?
No había habido ni ternura ni amor, solamente sexo enfermizo y
jodidamente placentero. El mejor sexo que jamás hubiese imaginado que
podía vivir. El porqué de su sueño, no podía entenderlo. Ella era… ni
siquiera una obsesión, solamente…
Y no podía hacerla desaparecer.
Sintió que se agitaba de nuevo su maltrecho corazón. Abrió un cajón de la
mesita de noche, y sacó un porro, no de los que consumía normalmente.
En el cajón guardaba los especiales, sólo para emergencias. Lo prendió
mientras deseaba que desapareciese su erección, y aspiró el humo hasta el
fin de su pulmones, hasta los mismísimos alveolos, deseando llegar
incluso más allá. Al devolver el humo fuera de su cuerpo, empezó a
sentirse algo mejor. Su polla recuperó la flaccidez normal, y su cuerpo se
contagió de ella. Se recostó, mientras, calada a calada, el porro de
emergencias se consumía entre racimos de oxígeno incendiado.
Oh, dios –murmuró, mientras sus ojos se cerraban de placer.
Vio perfectamente cómo aparecían las primeras enredaderas. Rompieron
la madera del suelo saliendo por los entresijos, y escalaron por la pared
cubriéndola de tallos oscuros y hojas de un verde fosforescente. Rugió un
viento atronador mientras las enredaderas decoraban sus paredes,
florecieron entre las hojas un millar de flores de extraños pétalos
puntiagudos, y vio cómo se dibujaban en sus paredes arco iris vegetales.
Pronto desapareció el techo cubierto por la maleza, igual que las paredes
y el suelo en torno a la cama. Desaparecieron el lienzo y el televisor
caído, las mesitas de noche, los espejos y el armario, todo. Surgieron de la
ventana una bandada de gorriones, que surcaron el cielo de su habitación
en círculos concéntricos para luego posarse en las ramas más gruesas.
¿Lo ves? –dijo Kaisei-. Esto sí es una alucinación, cojones.
De entre las hojas y flores del techo oculto comenzaron a caer pequeños
puntos de luz amarilla, que flotaron silenciosamente arrojando fotones
sobre Kaisei. Eran luciérnagas. Alguien empezó a tocar la guitarra
acústica. Los acordes hacían vibrar las hojas y los gorriones presenciaban
la actuación con interés. Se le unió poco después una batería electrónica y
fugaz, y un teclado.
Falta la voz –dijo Kaisei, apurando la última calada del porro de
emergencia.
Pero la voz no apareció.
Maravilloso.
Excelente.
Sublime.
Extraordinario.
Excelso.
¡Sobresaliente!, exclamó.
Fuese lo que fuese que hubiera convertido su habitación en aquello, había
hecho un trabajo estupendo, tenía un gusto exquisito y sabía leer a la
perfección su percepción interna de belleza. Quizá porque probablemente
fuese él mismo quien estaba detrás de todo…
Se escuchó el rumor del mar, y la cama comenzó a mecerse al son de las
olas. Kaisei sintió una leve sensación de mareo en el estómago.
Navegaba, navegaba por un mar etéreo e inubicado, extrañamente
insustancial y plácido.
Eso, navega, navega lejos de aquí, lejos de este barrio pero sin salir de la
habitación. ¡Bon apetit!, gritó.
De pronto, se levantó sobre la cama y saltó sobre la maleza, que
retrocedía allí donde pisaba como un animal asustado. Emocionado, salió
al balcón deseando ver un horizonte lejano y oscuro, nubes tormentosas
en la noche marina, y aguas tranquilas que le llevaban a vivir aventuras
en tierras exóticas y a conocer héroes y heroínas míticos. Pero se encontró
con la misma calle, la oscuridad de la noche y la luz de las farolas. Ropa
en los tendales, la noche silenciosa y, cómo no, Erottica en el balcón.
Hola, Kaisei –dijo ella. Parecía seria.
Hola –respondió este, decepcionado.
¿Te ocurre algo? Tienes una cara rara.
Nací con ella y no hay nada que hacer –dijo él-. ¿Qué haces ahí?
Trabajaba en una canción, pero te escuché gritar y salí a ver qué ocurría.
¿Editarás un disco algún día? –preguntó Kaisei, disperso.
No estoy especialmente interesada en ello. Uso la música para
aproximarme a la realidad, para comprenderla. Su valor comercial me
importa una mierda.
¿De qué vives, entonces? –preguntó Kaisei. ¿Por qué hacía tantas
preguntas? ¿A qué venía aquel interrogatorio?
Me prostituyo durante el día –respondió ella, con una sonrisa-. De ahí lo
de Erottica.
Kaisei se sintió confuso, pero pronto comprendió que no podía ser cierto.
¿Y por qué no?, preguntó una parte de sí mismo. ¿Sólo porque te pone
cachondo ya no puede ser puta?
No te lo crees, ¿no? –preguntó ella.
Me cuesta.
Podría apañar un encuentro contigo. Te haría descuento –dijo, cínica.
Kaisei se encogió de hombros, decidido a seguirle el juego.
No me llega el dinero para putas. Tendré que seducirte.
Te aseguro que no es fácil.
Tengo tiempo.
¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
Era fácil. Se trataba de su alucinación, y no parecía tener intención de
irse. Tenía tiempo…
Lo sé, simplemente.
¿Todo se reduce al sexo, eh?
Como siempre. Además, tu mismo nombre lo deja claro.
No –negó ella-. Mi nombre sólo hace referencia a la poesía de la vida más
atávica y visceral. La poesía del sexo. Piel sudada, líquidos poco
honrosos, genitales en contacto, vicios y fetiches, miradas perdidas y
orgasmos dolorosos.
No creo que haya mucha poesía en todo eso.
La hay, y seguro que te masturbas pensando en mí –soltó ella. Kaisei
sintió que enrojecía, y un calor tremendo inundó su tórax-. Apuesto a que
si bajo así mi voz –dijo, susurrando-, y te hablo de un modo que yo sé
hervirás como la olla llena de semen que eres.
No sabes de qué estás hablando. No me pones.
¡El otro día querías follar conmigo! –gritó ella, y luego rió.
Kaisei bufó. Estaba perdiendo aún sin ser consciente de jugar. ¿Cómo
podía…? La erección volvió, y no se dio cuenta hasta que observó la
mirada divertida de Erottica. Sólo llevaba unos calzoncillos y no había
espacio a la imaginación.
Creo que tu amigo me acaba de dar la razón.
Desaparece ya, joder –masculló Kaisei.
Entró en la habitación dejándola con la palabra en la boca. Las
enredaderas habían desaparecido, igual que las flores, las luciérnagas y
todo lo demás. Ya no era más que una estúpida habitación de madera, con
un lienzo vacío y papeles tirados, llena de basura y ropa. Se tiró en cama,
evitando por todos los medios pensar.
Un coche corrió por la calle.
Kaisei tenía miedo de dormirse y soñar que ella le perseguía… Era su
jodida obsesión.
Y su ansiado polvo.
18:07, 17 de octubre de 2009, EDC; revisado a las 00:42, 04 de diciembre
de 2009, EDC
La ciencia-ficción de la vida real (V): un nuevo mundo por descubrir
11 diciembre, 2010
Aunque para muchos no significará nada, en estos días se ha realizado un
descubrimiento científico de los más relevantes de los últimos tiempos.
Ha pasado por los telediarios de forma efímera y con ese matiz de estaes-la-tontería-científica-del-día, pero el hallazgo cambia el modo en que
los científicos observan la VIDA, así, en mayúsculas.
Para asentar conceptos, se considera que hay seis elementos de la tabla
periódica que la vida necesita para existir: carbono, nitrógeno, hidrógeno,
oxígeno, azufre y fósforo. Son absolutamente indispensables, o eso es lo
que se creía. Especialmente uno de ellos, el fósforo, es crucial ¿Por qué?
Resulta que es un componente estructural básico de la doble hélice de
DNA. Permite enlazar unos nucleótidos con otros, es decir, forma el
andamiaje de nuestro material genético. No sólo eso. En términos
energéticos, la vida tiene una moneda. Se llama ATP, traducido, adenosíntrifosfato. Como su propio nombre indica, presenta tres grupos fosfato, y
cada uno de ellos contiene un fósforo. El fósforo también forma parte de
las membranas celulares (fosfolípidos).
Con estos precedentes, resulta que ha sido descubierto un nuevo grupo de
microorganismos, de bacterias, las cuales no necesitan fósforo para
sobrevivir. Por que en lugar de fósforo, utilizan arsénico. Si, el mismo
arsénico de los venenos. De hecho, el arsénico es un veneno para las
formas de vida ‘habituales’ en la Tierra porque se comporta de un modo
parecido al fósforo, destruyendo los senderos del metabolismo, de la vida
misma. Y ahora resulta estas bacterias no sólo no se mueren en presencia
de arsénico, sino que les sirve para sobrevivir. Como dicen desde la
NASA, que colaboran en el estudio, ‘la definición de vida acaba de
expandirse’. Se trata de un cambio tan radical, que pronto saldrá ya en los
libros de texto.
Este nuevo grupo, encuadrado en las gammaproteobacterias, incorpora el
arsénico en la estructura química de sus membranas, de sus vías
metabólicas, y de su material genético. ¡DNA construido con arsénico! Es
un descubrimiento que hace tambalear las concepciones previas sobre la
evolución de la vida. Se abre el abanico de qué tipo de organismos
podemos encontrarnos en otros planetas, y plantea un montón de
interrogantes de lo que pudo ser la vida en la sopa primordial.
La directora de la investigación, Felisa Wolfe-Simon, afirma: ‘Si algo
aquí en la Tierra puede hacer algo tan inesperado, ¿qué más puede hacer
la vida que aún no hayamos visto?’
Pues eso…
PD: El artículo científico de este hallazgo será publicado la semana que
entra en Science Express, pero podéis leer al respecto en un montón de
sitios de internet, aunque yo he utilizado el portal de noticias de la NASA
en
su
versión
en
castellano
(http://ciencia.nasa.gov/ciencias-
especiales/02dec_monolake/).
Amargo
11 diciembre, 2010
Llevaba caminando una semana entera por el bosque muerto. Los troncos
grises y resecos, el musco calcinado sobre el suelo, restos de helechos
casi fosilizados. El cielo era de un gris brillante, el aire sabía a metal
oxidado. Tenía la impresión de que caminaba en círculos, de que jamás
saldría de allí. Y las reservas de comida se habían terminado hacía dos
días. Notaba un vacío en el estómago y alumbraba el presentimiento de
que moriría pronto. Y lo aceptaba, resignado. El hombre era un tipo
realista. No sentía compasión de mismo, ni albergaba la estúpida
sensación de que viviría para siempre. Vivía su vida cada día,
enfrentándose a aquel mundo desolado y difícil, y sabía que la muerte era
una certeza tan abrumadora que no merecía la pena pararse mucho a
pensar en ella. Cuando llegase… que hiciese su trabajo con la mayor
limpieza posible, y listo.
Bajó hasta el antiguo lecho de un río. Ahora seco, mostraba los cantos
rodados del fondo, emergiendo como los dientes de una extraña bestia
muerta hacía miles de años. Había restos de hojas, negras, por todas
partes. El hombre se sentó sobre una roca, y recuperó el aliento. El vapor
de agua salía a borbotones de su boca, y crecía hacia el cielo formando
una columna. Dejó la mochila a un lado, y miró alrededor. El lecho del río
discurría entre los troncos muertos hasta desaparecer en el recodo de un
pequeño repecho. Se miró las manos. Los surcos estaban repletos de
suciedad. Suspiró largamente. En una época que ahora parecía comida por
los siglos, el hombre se lavaba las manos continuamente. Sonrió por la
ironía, recordando como le encantaba tener las manos limpias, las uñas
recortadas, la piel suave.
Algo chasqueó a sus espaldas, y el hombre salió de su embelesamiento y
se dio la vuelta, alerta. El sonido no se repitió, allí no parecía haber nadie.
Aún así, rebuscó en la mochila hasta sacar un pequeño machete. Lo alzó
durante unos minutos, en guardia como un indio apache, y luego lo
guardó de nuevo. Hacía semanas que no se cruzaba con nadie. Sacó de la
mochila la cantimplora, y bebió un agua de sabor dulzón, sucia. Luego
decidió continuar siguiendo el lecho del río. Quizá le llevase fuera del
bosque.
Horas más tarde, el hombre tropezó con dos guijarros y dio con sus
huesos en el suelo. Se levantó en silencio, avergonzado de sí mismo, y fue
entonces cuando encontró la pequeña mochila, entre dos grandes rocas
cuyas caras planas parecían a punto de tocarse, el beso imposible de dos
enamorados improbables. Tomó la mochila con sus manos, y de rodillas
sobre la arenilla del lecho del río la miró como si fuese un tesoro. Quizá
años atrás fuese de color lila, ahora simplemente estaba tan gris como
todo lo demás. Había conejos y ardillas bordados por todas partes. La
agitó y algo se movió dentro. Buscó la hebilla de cremallera, inquieto, y
abrió la mochila. Sacó de su interior una libreta garabateada, y la dejó a
un lado. Había varios folios arrugados, que también guardó. Le servirían
para hacer fuego. Luego una muñeca a la que le faltaba una pierna. Por
último, se encontró con un estuche en cuyo interior había varios
bolígrafos, ceras de colores, una goma de borrar, un lápiz. Lo guardó todo
en su mochila, incluso la muñeca. Uno no sabía cuándo podría serle de
ayuda. Luego tiró la mochila a un lado, e iba a echar a andar cuando vio
que algo asomaba dentro.
Ver aquella tableta de chocolate le dejó helado durante unos minutos.
Luego la recogió del suelo. Estaba intacta: chocolate Lindt del 70%. Su
preferido. Recordó en menos de un segundo todo, todo. Siempre le había
gustado el chocolate, era casi como una adicción. Y recordaba
perfectamente el día en que había entrado en la tienda para comprar, y no
había del chocolate normal. Se había decidido por el extraño y por
entonces misterioso chocolate negro. Ya en casa, lo había probado… y ya
no había sido capaz de comprar otro que no fuese ese.
Miró ahora la tableta en sus manos. Tuvo la tentación de abrirla, pero se
contuvo. Echó a andar, abstraído. Aquel chocolate tenía un amargor que
le encandilaba. Cuando el hombre no era hombre sino un adolescente
tardío, aquel amargor… su padre solía llegar a casa sobre las siete de la
tarde. Reconocía perfectamente el sonido del motor apagándose frente a
casa. Ese sonido era el anticipo de la tormenta, la degradación de la paz
que hasta entonces reinara en el hogar. Su padre entraba en casa dando
portazos, gritando, insultando. Batalleando con su madre, aunque nunca
jamás hubiese tenido la cobardía suficiente para tocarle un pelo.
Acusaciones y desvaríos de un ser mucho más amargo que el chocolate.
El niño solía abandonar el salón, escenario de sus juegos, y huía hacia su
habitación. Allí, relativamente seguro de la ira de su padre, sacaba una
tableta de chocolate del cajón secreto heredado de sus años infantiles, y
tirado en cama retiraba el cartón, rompía el albal y dejaba que aquel
material duro y oscuro irradiase su olor cargado de matices. Cerraba las
ojos y desaparecían los gritos, se atenuaba esa tensión en el aire. Luego
rompía la tableta en onzas, y cada onza en cuatro partes lo más iguales
posible… las amontonaba sobre una revista, y leía aquellos libros
estúpidos sobre odiseas espaciales, robots, Marte. De cuando en cuando,
se llevaba una de aquellas mini-onzas a la boca, y dejaba que la saliva la
disolviese. La mezcla de chocolate y saliva se extendía por toda su boca,
los aromas se perdían en sus fosas nasales. Para cuando llegaba la hora de
cenar, lo más habitual era que ya no quedase del chocolate más que el
envoltorio.
Cuando llegó la noche, el hombre hizo un fuego con un poco de madera
seca y los folios arrugados, donde una niña había garabateado hacía
mucho tiempo casas y soles y familias de la mano. Envuelto en la manta,
tarareó canciones de los viejos tiempos, tentando a las alimañas a ir a por
él, con el machete justo entre sus pies y el fuego, aunque supiera que nada
debía temer de la noche. Sacó la tableta de la mochila, y sintiendo una
punzada de hambre, la abrió siguiendo el viejo ritual. Tomó una de las
onzas grandes y la partió. El aroma pareció iluminar aquel bosque
maldito. Se acercó el chocolate a la nariz, y aspiró hasta que ya no hubo
más sitio en sus pulmones. Luego se llevó la mini-onza a la boca, y dejó
que se deshiciese. Con el paso de los minutos, de las horas, al abrigo del
fuego, la silueta oscura y extraña de un hombre en el lecho seco de un río
permaneció en la misma posición, inmóvil, llevándose a la boca aquellos
pedazos de pasado, saboreándolos con una mezcla imposible de placer y
amargura.
Aquel era chocolate amargo. Amargo como aquella existencia, amargo
como lo había sido también la vida en otras épocas supuestamente
mejores. Al menos ahora no había gritos. El hombre estaba solo, y aunque
no solía saber qué significaba eso, sabía que no era peor que estar
acompañado.
El aroma del chocolate inundaba el bosque muerto. Su amargura le
inundaba a él.
Y notaba como todo lo que era se iba evaporando hacia el cielo
As dúas de LV
12 diciembre, 2010
O que facía mentras se formaba unha folerpa de neve
Miraba pola fiestra como as gotas ían desaparecendo ó bater contra a terra
negra, negra coma a noite naquel mundo deprimente. I eu apoiado no
peitoril notaba o frío na espalda e tremía. Na outra habitación, Pai
agonizaba. Nai, e meus irmáns, todos acougaban arredor da cama,
agardando.
Fora parou a chuvia, e comezou a xestarse moi arriba unha folerpa de
neve, de xeometría perfecta, flotando cara a terra coma una folla de
outono, sen presa, con tino. Escoitei un xemido e un berro, un temblor na
madeira gastada do fogar. O fin, e logo, xente chorando.
Abrín a porta e saín ó frío da noite. Camiñei entre as leiras onde
medraban os grelos, notando como o aire se me metía por entre a roupa.
Deixei atrás a cabana, e apoieime nunha maceira. Oíanse golpes e
movemento na casa. Nai choraba, pero eu non ía deixar as bágoas correr
pola cara.
Non chegou con que nos amargaras a vida, dixen, e non falaba ca noite,
senón co espírito de Pai, que ía pola terra fuxindo dalí. Tamén tiñas que
vir a fodernos o Nadal.
A folerpa de neve, preciosa, perfecta, apareceu frente a mín, esquivando
as ramas da maceira, e caeu na terra, onde ficou só un segundo, antes de
disolverse. Efímera e fugaz.
Tres
Naquela ponte sobre a autopista no extrarradio, atopáronse tres homes. O
primeiro en chegar foi un barrendeiro, arrastrando o seu carriño e maila
escoba polas rúas ata alí. Sentado por riba da caída brutal, mirou as luces
do centro da cidade, preto pero máis lonxe do que nada podería estar
nunca. Alumeaban os rañaceos baixo a noite negra, e as nubes baixas
tinguíanse de morado. O segundo en chegar foi un banqueiro, cun traxe
caro e sucio, corbata rota e camisa branca por fora. A él alumeáballe un
bo fol. Déulle as boas noites ó barrendeiro e sentou o seu carón.
Brilláballe a calva e non facía outra cousa que mirarse as máns. Abaixo,
os coches voaban na noite lúgubre, correndo cara a cidade ou fuxindo
dela. Escoitábase un tango triste e tranquilo saíndo dunha fiestra aberta. O
terceiro foi un mozo escuálido, cas meixelas cheas de gráns. Levaba unha
sudadeira e unhs patalóns cortos. Suaba, non se sabe se pola ansiedade ou
polo exercicio. Alí, os tres sentados, contáronse as súas negras historias, e
cando xa o amencer se adiviñaba tras os rañaceos, chegaron a un acordo,
e contando tres, voaron con máis ou menos gracia ata o asfalto.
Reflexiones de escritor (XIX): la desdicha de los escritores
15 diciembre, 2010
Diciéndolo rápido, escribir es genial (no digamos hacerlo bien, eso es la
re-hostia, repito, re-hostia).
Pero hay algo de los escritores que me inquieta desde hace años, algo un
tanto generalizado. Una inquietud de esas tontas, vamos, nada
importante…
Y es que son gente atormentada, depresiva, problemática. Vidas felices de
escritores… seguro que las hay, pero vamos… ¿Ejemplos?
Edgar Allan Poe era un borracho que murió sólo bebido por sus propias
borracheras. A Howard Lovecraft, creador del mito del Cthulhu, se lo
llevó la parca desnutrido tras pasar años como un misógino depresivo que
no soportaba las temperaturas inferiores a 20º C. Mi adorado Cormac
McCarthy ha vivido parte de su vida como un vagabundo, e incluso pasó
casi un año viviendo en una estación petrolífera abandonada. No da
entrevistas y tiene pinta de ser un tipo un tanto deprimente, a tenor de sus
escritos… sensible, eso sí. Philip K. Dick se suicidó tras décadas de
alucinaciones y premoniciones y magníficas novelas, eso sí, gracias. Y no
quisiera saber yo si el Quijote ese era solamente una invención, o un
reflejo de los oscuros momentos de Cervantes. Ah, y qué decir de la
amable personalidad de Camilo José Cela… Por no hablar, también, de
las horribles pesadillas nocturnas que abatían a Asimov durante semanas
y que le dejaban fuera de juego, taciturno y arisco (hay quien dice que se
nacionalizó americano porque creía que el origen de sus pesadillas era el
comunismo, criatura…). Faulkner, otro alcohólico empedernido que
murió sólo y triste. ¿Y Kafka?Sufría insomnio y migrañas, y murió tras
un sinfín de enfermedades, a cada cual más extraña. Dickens, también,
era víctima de potentes y brutales depresiones por creerse un escritor de
mierda, literalmente, mientras que Arthur C. Clarke fue acusado
fundadamente por trasladarse a Sri Lanka para tener relaciones sexuales
con niños fuera de los ojos de la ley (es la historia de porque fue Sir, pero
no caballero de la corona británica). A Stephen King le persigue una
infancia traumática y sus novelas no son más que el reflejo de sus traumas
no superados (no quisiera saber exactamente cuáles). Hay más. No
hablemos de Dragó, porque ese, para empezar, ni siquiera es escritor, es
funambulero… pero…
Bien, algunos ya os habréis dado cuenta. Hay personas amargadas por
todas partes, y bien pudiera ser que la desdicha de todos estos escritores
no estuviese causada por el hecho de escribir. Cierto. Estoy seguro de que
hay muchos escritores felices. Felices y a gusto consigo mismos.
Pero la estadística gana a favor de los otros.
Y eso da una miedo que te cagas…
Frag. Indet. [TDD (prov#3)]
17 diciembre, 2010
Flota en el aire la balada triste de un zalamero vestido de duende1. Son
notas mustias, cargadas de la melancolía de un desierto seco. El escenario
es de madera clara pero no hay luz más que sobre su cara cruzada de
arrugas, su camisa entreabierta dejando ver un musgo de pelo, sus manos
delante de la cara. A un lado hay un mesías de la guitarra haciendo vibrar
sus dedos sobre las cuerdas. Una docena de mesitas redondas con pie de
metal negro descansan alrededor, como un corrillo de niños escuchando
una historia de miedo. Pero allí no hay más que almas negras ocultas en la
penumbra. Bohemios y decadentes, viudos, alcohólicos, miserables,
artistas. Todos escuchamos aquella balada, nos identificamos en su sabor
a olivo y a tierra seca y polvo, en las calles árabes, las alhambras doradas.
Termina la oda y la penumbra se atenúa con unas luces disimuladas.
Reaparece una parra por encima donde otrora no había nada. La veo en la
mesa de al lado. Sus hombros al descubierto, la melena ondulada que le
cae por la espalda desnuda. Lleva un vestido vaporoso, y su mirada
abstraída se pierde entre la voz que vuelve a sonar, dramática y vestida de
tragedia. Sus ojos brillan, yo no puedo dejar de mirarlos. Sobre la mesa
ante ella hay una ancha copa de vino tinto. La coge con dedos finos y
bebe un trago. Luego deja la copa y se relame. Las luces desaparecen, la
penumbra cae, ella se vuelve una sombra. Yo miro al duende, que más
que cantar, repta por los duros caminos de la vida, amarra la épica, bebe
el silencio.
De reojo la busco, pero todo está muy oscuro. Imagino quién es, qué hace
allí, que la ha llevado a aquel antro repleto de almas perdidas. Sin saberlo,
ya la deseo, sin saberlo, noto ya el dolor de perderla.
¿Por qué estoy aquí?, me pregunto.
Sería una gran pregunta si conociese la respuesta.
***
Ella camina a lo lejos, sobre aquella superficie de tierra cuarteada. Del
suelo emergen ramas secas que son como fósiles, quebradizos. Sobre las
aguas plácidas del pantano asoma un campanario triste. Lleva las manos
en los bolsillos del pantalón ancho y al que la brisa da forma. Su camiseta
negra de asas deja al descubierto sus hombros. La melena cobra vida
propia al son rumoroso de las olas de aire. Nos rodean un sinfín de
colinas premonitorias de montes nevados. Hay un silencio inasumible.
Creo escuchar una melodía a piano.
Alzo mi cámara y disparo casi más por llevar un ruido artificial a aquel
lugar que por el propio interés de la foto, pero a través de las imágenes
voy siguiendo sus pasos, sus pasos meditabundos y rítmicos. Me gustaría
saber qué está pensando, en donde se pierde su mente intranquila.
Juego a atraerla con mis pensamientos, pero ella está lejos. Lejos de mí y
de cualquier cosa. Presiento las criaturas del fondo del pantano,
ascendiendo de las profundidades habitadas por pueblos fantasma,
intuyendo la superficie a través de la luz, su dulce canto de ballena,
hipnótico. Me siento en el suelo y me agarro las rodillas, sintiéndome
desamparado. A mis pies, un caracol moribundo se arrastra dejando un
reguero viscoso, lanzando sus antenas hacia delante, llamando al futuro
por cruel que sea este. Huyendo de la cobardía.
Sin darme cuenta, ella ya está a mi lado.
Vámonos, este lugar no me gusta, dice.
Querría preguntarle por qué, pero solamente me levanto y le cojo la
mano, y sintiendo el tacto cálido de sus dedos finos, caminamos.
***
Siempre se ha mordisqueado las uñas. Es su obsesión. Arrancarse los
gajos de uña como una gata enjaulada que rabiosa se arranca sus propias
garras. Yo la miro cuando nos sentamos juntos en el trabajo y me reprimo
de decirle que pare, que no se haga más daño. Alumbra en su interior un
fuego oscuro, algo que la consume, y yo no sé qué es ni son quien para
preguntárselo ni siquiera para saberlo del modo que sea. La miro y se me
llenan los ojos de ansiedad. Ansiedad por tenerla mientras la deseo y de
desearla mientras la tengo.
Es duro observar sus ojos abstraídos mientras se mordisquea, duro
observar sus piernas cruzadas con vaqueros negros y su camisa de lino
color caqui, con esa rendija entre los botones que me hace atisbar su
sujetador, sus pechos pequeños, la piel dorada. Duro observar sus labios.
Esperando.
***
El aire de la habitación es denso. Pesa tanto que cae hacia el suelo y allí
se acumula. Por la ventana entra una luz gris y moribunda. Yo estoy de
rodillas al pie de la cama y la miro. Tumbada y cubierta de mantas,
tiritando de frío y con la frente cruzada de sudor, ella mira el techo como
si allí estuviese el horizonte final, mirada perdida. Extiendo la mano y le
aparto el flequillo empapado de la frente, a un lado. Entre mis dedos se
quedan una docena de largos pelos. El contacto le hace reparar en mí, y
sus pupilas se desvían y miran mis mejillas, y esboza una sonrisa
dolorosa.
Léeme tu último cuento, dice con voz afónica. O acaso, ya su única y
verdadera voz.
Yo bajo la mirada y niego.
Hace años que no escribo, digo. Ella vuelve a sonreír.
No digas tonterías, casi susurra, casi no la oigo. Te encanta escribir y que
todos te miren y te admiren. No dejarías de hacerlo.
Pero lo dejé, pienso.
Vamos, léeme lo último que has escrito.
Delira, y me muerdo un labio como si dudase de si leer o no pero en
realidad intento reprimir el llanto, ese que nace de las entrañas, de lo más
hondo, ese que duele. Un escalofrío atroz cae por mi espalda. Me levanto
y estiro el pantalón.
De acuerdo, leeré.
Ella asiente y cierra los ojos, satisfecha. Yo salgo de la habitación y
echándome a llorar me apoyo en la pared y mi pecho sube y baja como el
de un niño pequeño que se está cansando de llorar y se le corta la
respiración. Aspiro por la nariz y voy hasta el salón. Dos sofás
desvencijados, una mesita baja con el cristal rojo y dos velas encendidas
que escupen una luz angustiosa y lúgubre. Hay una televisión tirada en el
suelo, contra la pared, inerte y muerta. A su lado una columna de revistas
y periódicos atados con cuerdas. Al lado, una pequeña estantería, y en el
último estante, una carpeta roja. Saco del interior un fajo de folios
amarillos por el paso del tiempo, casi cuarteados. Busco un cuento, al
azar, evitando recordar cuando mi mano corría con la pluma o sobre la
vieja máquina de escribir. ¿Para qué recordar tiempos felices?
Escojo uno llamado Choque frontal, unas pocas palabras escritas un día
de San Valentín, y camino de vuelta a la habitación. Si, para que todos me
miren y me admiren, me repito. Aunque yo no lo quisiera, aunque yo sólo
quisiera mirarte a ti.
Entro en la habitación, me arrodillo a su lado. Se ha quedado dormida, su
respiración sisea bajo las sábanas, sobre la almohada amarillenta de
sudor. Veo mis manos temblar, los papeles agitarse. Tengo miedo, no sé
de qué.
Amarro los folios con las dos manos, y comienzo a leer: Choque frontal.
Olaf subió al tren, arrastrando una pesada maleta y su equipaje de mano,
siguió.
Fuera, el día gris muere.
***
Al fondo del fregadero, el cortauñas oxidado es como el cascarón de un
velero en un mar sin agua. Descansa varado e inútil, rodeado de esquirlas
de uñas. Yo respiro el aire pútrido y me miro las manos y las uñas que
sangran por haberlas cortado demasiado. Pequeñas gotas de sangre caen
al fregadero, aspirando inocentes a crear un mar donde también se
mezclarán las lágrimas.
Alzo la mirada, encuentro el espejo, me encuentro a mí mismo.
¿Qué voy a hacer ahora?, me pregunto.
Bajo la barba, bajo los ojos vidriosos, la nariz deformada, el pelo que
cae… bajo todo eso, no hay nada.
Nada.
Absolutamente nada.
1Homenaje a Enrique Morente.
Frag. Indet. [TDD (prov#4)]
20 diciembre, 2010
La noche termina mientras bajamos la pendiente hacia la plaza. Yacen al
fondo taxis blancos y dormidos, el cemento húmedo por la noche
lluviosa.
Las
nubes
anaranjadas,
los
edificios
cariacontecidos.
Caminamos el uno al lado del otro, en silencio y mirándonos los pies
mojados, como en procesión huyendo de la Santa Compaña. Pasa un
coche a toda velocidad, y nos inunda los oídos con el extraño sonido de la
goma de las ruedas pegándose y despegándose del agua que rezuma del
asfalto.
Cuando llegamos al primer taxi de la ristra, frente a una farmacia cuya
cruz verde ha muerto, ella me mira con sus ojos almendrados y luego
sonríe mirándose las manos, embutida en su abrigo marrón, con el pelo
ondulado arremolinándose en sus hombros. Yo la miro y sonrío con los
ojos.
Sólo hay una pregunta que hacer, y la hace ella.
¿Subes al taxi conmigo o te vas a casa?
Su vocecilla afónica cae al suelo y repta lejos de allí. Noto que el alcohol
me sobrepasa, pero no es el alcohol el que toma la decisión de subir al
taxi. Soy yo, yo sólo.
Fuera, las rayas blancas de la carretera pasan veloces como una bandada
de gaviotas huyendo del temporal, y yo las miro pasar, igual que los
edificios en construcción, pilares absurdos creciendo con penachos de
acero en lo alto. Igual que jardines sin alma y papeleras llenas de orgánica
inmundicia. Suena una polifonía intraducible desde la radio del taxista,
que tamborilea sobre el volante de cuero. Ella se ha acurrucado a mi lado
y su cabeza cae hasta encontrar mi hombro.
La ciudad se extingue más allá de la ventanilla. Las nubes van
desapareciendo como si temiesen el amanecer cercano, las farolas
remolonean y abandonan su luminoso cortejo. Algunos desdichados
caminan somnolientos para ser tragados por factorías destructoras de
sueños.
Pronto nos sumergimos en cavernas de pinos y eucaliptos.
Pronto estamos en su casa.
Me apoyo en una baranda plana y metálica. Hace frío. Fuera, el cielo
despejado y azul de un amanecer demasiado bonito para ser real. Fumo y
el humo se vuelve azulado antes de desaparecer en la mañana tranquila. A
los pies del balcón, un jardín cuidado, un perro durmiendo cubierto de
rocío. Al lado del chalet hay una docena más, todos enfrentando un valle
suave y precioso, lleno de fincas y pequeños cobertizos, grupúsculos de
árboles como dándose cariño, un río oculto. El Sol exhala sus primeras
luces sobre aquel lugar. Yo exhalo humo.
A mis espaldas, una habitación pequeña donde ella duerme envuelta en
sábanas y mantas. Un cuadro de Chaplin, un póster de Bryan Adams, un
corcho donde alumbran fotos de amigos y seres queridos, una papelera,
una máquina de escribir antigua que todavía funciona.
Doy una calada más, apuro la línea de brillante fuego naranja que
consume el papel y la marihuana. El humo calma mis pulmones, mi
mente se amodorra. Noto mis labios secos, el resquemor del alcohol en
mi lengua, una incomodidad en la boca del estómago.
Escucho un ruido, tras de mí, y me doy la vuelta. No está despierta,
simplemente se retuerce desnuda y delgada y pálida bajo la ropa de cama,
la melena alborotada.
Doy la última calada. Exhalo el humo. Me froto las manos. Un gorrión se
posa en la esquina del balcón.
Pienso que la noche se ha caído con su propio peso, y que la mañana lo
ilumina todo demasiado claramente.
Me estiro las mallas, coloco bien el pantalón, la camiseta ceñida. Miro el
suelo anaranjado, las gradas, el césped. Me pongo los cascos y corre la
música por mis oídos. Echo a correr por la pista de atletismo, sintiendo
todas y cada unas de las partes de mi cuerpo, pero sobre todo el pecho
que pronto arde por el esfuerzo. El cielo que ya se oscurece está cubierto
de altas nubes alargadas, como katanas de una batalla entre dioses.
No hay nadie más corriendo un domingo por la noche. Estoy solo.
Con el paso de las vueltas me siento un hámster, me siento encerrado.
Pregunto mientras corro a dónde va mi vida, qué demonios estoy
haciendo con mi existencia.
Me digo que cambiaré, me miento.
Algo cruje. Enfilo la curva al sprint para terminar y ducharme. Siento un
dolor sordo que parece romper mis costillas. Siento un sabor metálico en
la lengua. Siento que me falta el aire.
Siento la muerte.
01:25, 14 de diciembre de 2010, EDC
Kaisei y Erottica. Escena 5: Tragedias cuánticas: una pelea de gluones
desencadena la destrucción de mis macetas y una uña
27 diciembre, 2010 in Uncategorized (Editar)
Kaisei se despertó porque llovía intensamente, y lo primero que hizo fue
respirar el aire cálido de la habitación, confundido por el ruido de la
lluvia. Era como si una miríada de estrellas estuviese cayendo sobre el
mundo, destruyéndolo en mil pedazos. La idea le resultó morbosamente
agradable, y la paladeó sobre su alfombra sucia, a los pies de la cama. La
lluvia se intensificó, y chocó contra las ventanas y paredes del edificio,
convirtiéndolo todo en una música caótica y seductora. Abandonó la
alfombra y se apoyó contra la pared, entre las dos ventanas, disfrutando
de su tacto frío en la espalda. Algo similar a la nostalgia se arrebujó en su
mente somnolienta. Quizá se había sentido alguna vez así y su mente lo
rememoraba como algo conocido. Era curioso.
Erottica emergió entre la nostalgia como si tuviese algo que ver con esta,
y su mente se volvió frenética como un animal acorralado. ¿Qué
demonios tenía aquella mujer esquelética y misteriosa, alucinación o no?
Había algo que le embargaba, que le hacía sentirse impredecible. Kaisei
sabía que siempre había sido así, un poco caótico, pero tenía la impresión
de que cuando Erottica estaba por medio se volvía… Tratando de
quitársela de la cabeza, dejó que la lluvia amortiguase sus pensamientos y
se acercó al lienzo a medio pintar que había en una esquina. Estaba
impoluto en su mayor parte, pero había varios trazos negros verticales y
horizontales, dibujando una cuadrícula inexacta y desigual. En el interior
de varios cuadrados había pintado tres círculos, uno rojo, otro amarillo y
el otro negro. Descubrió por las marcas un cuarto círculo, blanco,
mimetizado con el mismo lienzo. Alejada de la cuadrícula, en la esquina
inferior izquierda, una pequeña sonrisa en verde. Qué significaba, no
tenía ni idea, tampoco porqué, aunque reconocía que si se proponía
penetrar en sus pensamientos y llegar a una conclusión, encontraría el
origen de todo aquello. Pero, ¿a quién le interesaba? Simplemente lo
hacía. Detestaba la manía de la gente de buscar una causa para todo,
negando la naturaleza entrópica de la misma existencia. A veces, las cosas
ocurrían sin que hubiese una causa directa. Era el caos, era la magia de la
vida. Si se pudiese predecir el futuro a partir de las causas, de los
incidentes, de los momentos, de las acciones, entonces no tendría puta
gracia. ¿De qué le servía predecir su arte, buscar su significado? Lo que
hacía existía, y su existencia le hacía existir a él mismo.
Mierda –murmuró.
Había acudido al lienzo para alejar a Erottica, pero en su lugar había
irrumpido con violencia lo que solía llamar el Ejército de los Insumisos,
es decir, una pandilla de preguntas y conceptos para los que jamás tendría
respuesta, y que, con mucho, le llevarían a debates cíclicos.
Empezó a sonar la música. El ruido de la lluvia pasó a un segundo plano,
porque entre aquellas notas disonantes pero igualmente armónicas
emergió un rock oscuro y lascivo, nocturno, depresivo. Los acordes de
guitarra, puntuales y trabajados, se asieron a las paredes de la calle, los
graves cayeron al suelo, la batería parecía sonar dentro de una caverna, y
la voz, tardía, apareció profunda y sórdida, clara, cantando en inglés con
melodiosa entonación. Parecía cantarle a los muerto, y procedía del
interior del apartamento de Erottica. La lluvia seguía cayendo con un
frenesí casi sexual. Caminó hasta el balcón, y se empapó casi de
inmediato. Amarrado a la baranda, se dejó mojar. Las gotas grandes
repiqueteaban sobre él haciendo coro de aquella música. Sabía que
conocía esa banda, que conocía los acordes y los tonos. Se sintió triste.
Mierda –dijo.
¿Qué te ocurre? –le respondió una voz entre la música y la lluvia, desde el
otro lado de la calle. Sabía quién era. Allí estaba, con una camiseta negra
empapada que le marcaba las costillas y los pezones. Sin pantalones, sus
piernas pálidas recibían toda la luz anaranjada de las farolas, y las gotas
de agua corrían por sus muslos escasos, remontaban las rodillas y caían
de nuevo hasta llegar a los tobillos.
No me pasa nada –tartamudeó Kaisei.
¿La lluvia no lava tus pecados? –le preguntó con malicia. Kaisei decidió
odiarla, pero en el fondo adoró el tono de la pregunta.
Define pecado –pidió.
Lo definen como una transgresión directa de preceptos religiosos, pero yo
prefiero pensar que un pecado es una tragedia personal. Una tragedia a
todos los niveles.
No entiendo nada.
No en vano, eres un hombre.
Kaisei la obligó a seguir con un gesto. La lluvia caía, y parecía que
seguiría haciéndolo durante toda la eternidad. Alzó la mirada un instante,
y no vio más que gotas de lluvia precipitándose entre un fondo grisáceo y
teñido de naranja.
Un pecado, una tragedia. Imagínate que matas a una persona. Esa persona
muere, pero no es lo más importante.
Lo tendré en cuenta.
Lo importante es –pero Kaisei sólo podía observar como las costillas de
Erottica se movían adentro y afuera con cada ciclo de respiración- es que
tu alma se tiñe de culpa. Es una tragedia para ti. Para el que muere es
fácil. Muere y ya está. Tú eres el que se queda manchado.
¿Manchado para quién? Eso funciona si crees en dios o una de esas
chorradas –desdeñó Kaisei.
Quedas manchado para ti mismo.
El tiempo pasa, la gente olvida. Pero la muerte es eterna.
¿Quieres dejar de mirarme las tetas? –exigió Erottica.
Yo no estaba…
Y entonces, Erottica se llevó las manos a la camiseta, y estirándose, se la
quitó. Kaisei se sintió como si la lluvia fría hirviese sobre su piel. Quería
retirar la mirada, pero en cambio observó los pechos pequeños, los
pezones erizados como un mar colérico. Erottica le mostró la camiseta
con una sonrisa, y la lanzó a la calle. Kaisei escuchó como rebotaba
contra el suelo como una gota de lluvia más.
¿Por qué has hecho eso? –le preguntó.
Era lo que tú querías.
Pero no estás aquí para complacerme –reconoció Kaisei. ‘No existe’,
pensó.
Eso no lo sé todavía –dijo ella-. Pero lo cierto es que no dejas de mirarme,
y no dejas de buscarme.
Esto no es para nada normal –dijo Kaisei.
Tú no eres normal, y yo tampoco –dijo Erottica, ahora ya prácticamente
desnuda.
Supongo –respondió Kaisei, embobado.
Ahora estás mirándome las bragas. Porque deseas que me las quite y esté
aquí desnuda, complaciendo tu mirada.
¡Eso no es cierto! –gritó-. Eso lo estás diciendo tú.
Pero ya estaba bajándoselas. Kaisei miró a ambos lados, pero no había
nadie más mirando. De madrugada, las almas tranquilas y serenas,
mediocres, dormían escapando de la violencia de la noche. Observó el
cuerpo delgado y desnudo de Erottica, su vello púbico oscuro y
arrebujado.
¿Por qué te has desnudado? –le preguntó.
Esto también es una tragedia –respondió ella, señalándose-. Es tu
tragedia.
Yo no te he obligado. Y sigo sin creerme lo de las tragedias.
Eso es porque no lo has pensado bien –dijo-. Vamos, hazlo.
Erottica desapareció dentro del apartamento, cortó la música que llevaba
sonando un buen rato, y volvió con una silla. Seguía desnuda. Se sentó y
abrió sus piernas, y hundió una de sus manos entre ambas. Kaisei no
podía dejar de mirar, pero no le gustaba. Era irreal, y más cuando ella
empezó a masturbarse, ojos cerrados y un movimiento creciente de sus
dedos sobre su clítoris escondido, sus mejillas encendiéndose. Se sintió
furioso. Todo a su alrededor parecía vibrar al son de…
De las cuerdas.
Un día, tiempo atrás (dios sabe cuánto) había leído sobre una tal física
cuántica, y su visión de la realidad había cambiado. El dogma extraño de
que el aleteo de una mariposa podía desencadenar una tormenta en otro
lugar lo extendía mucho más allá. La pelea floral entre los gluones del
mundo cuántico podía desencadenar un caos en la vida de una persona,
una tragedia, como Erottica le había dicho. Y Kaisei tenía la maldita
impresión de que todos los gluones que le rodeaban estaban conspirando
para convertir su realidad en un lugar desapacible. ¿O sino, porqué…?
Todo era un maldito caos. Apenas era capaz de distinguir entre la realidad
y la fantasía, entre la alucinación y la cruda existencia verdadera. Pintaba
y escribía sin motivo, destrozaba sus sábanas durante pesadillas
irreconocibles, y llenaba su habitación de mundos y universos paralelos.
No tenía un futuro, y era incapaz de recordar un pasado. No salía de
aquella habitación, y la única persona con la que trababa contactos se le
estaba masturbando delante bajo una tormenta espectacular.
Notó de pronto que algo caía sobre su pierna. El soporte de una de las
macetas se había roto y la maceta le golpeó. El dolor le llevó lejos de
preguntas idiotas, vivió de verdad, y reaccionó tratando de evitar que la
maceta cayese contra su pie. Logró que se desviase lo suficiente para
arrancarle la uña del dedo índice y destrozar el resto de macetas, una tras
otra como una larga ristra de fichas de dominó.
Mientras latía el dolor en su mano y su pierna, escucho los gritos preorgásmicos de Erottica, pero no podía hacer otra cosa que observar el
estropicio en su balcón y en su dedo. Segundos más tarde, Erottica llegó
al orgasmo, y gritó indecentemente durante unos segundos antes de
relajarse por completo. Kaisei pudo ver su cuerpo sudoroso a pesar de la
lluvia, como emanaba vapor de agua. La vio incorporarse, secarse la
frente de agua/sudor, y mirarle con una sonrisa.
Me ha gustado mucho –reconoció, como si Kaisei fuese el motor de su
orgasmo, y quizá así fuera.
¿Qué significa todo esto? –se preguntó Kaisei.
Esto no es más que una tragedia –dijo Erottica-. Tu puta tragedia.
Una tragedia cuántica –dijo Kaisei.
Llámalo como quieras.
Me has utilizado.
¿Yo? –y Erottica rio-. Me voy adentro, no quiero que me coja el frío.
Después de follar hay que taparse bien.
Desapareció en el interior, cerrando tras de sí la ventana, pero Kaisei se
quedó allí bajo la lluvia, con el dolor lacerante de la mano y las macetas
destrozadas a sus pies, incapaz de pensar en otra cosa que aquella frase
final:
‘Después de follar hay que taparse bien’.
17:50, 24 de octubre de 2009, EDC; revisado el 27 de diciembre de 2010
balances
29 diciembre, 2010 in Uncategorized (Editar)
Se acercan (o más bien ya están aquí), esos días en los que la gente hace
balances. Veo por todas partes listas de mejores canciones, de
acontecimientos relevantes, de hitos deportivos, cosas clasificadas. A mi
alrededor, gente que dice que le gustó el año, que el que viene mejor, o
que a ver si el 2011 es mejor. Brindis por todas partes, buenos deseos,
absurdos propósitos.
Yo me siento un tanto vacío, como si hubiese consumido la energía que el
cosmos tenía calculada para mí en el 2010… Y para mí, esos balances son
una de esas estupideces recurrentes en las que todo el mundo cae una y
otra vez y se promete no volver a caer aún a sabiendas de que lo hará.
Para mí, el 2010 se puede clasificar de una manera sencilla y poco
ambigua: cosas que hice o pensé creyendo que era lo que debía hacer, y
cosas que hice o pensé sabiendo que no creía que era lo que debía hacer,
pero que aún así lo hice porque cedí y me dejé llevar por la falsa promesa
de lo ‘que me apetecía’. Es para mí la única forma de clasificar mis
pensamientos y acciones. Otros tendrán su modo propio, está claro, pero
yo lo hago así, y esto necesitaría de un análisis más vasto y menos
público, y que probablemente haga la noche de fin de año, mientras doy
entrada al nuevo año fumando y bebiendo.
27, ¿no?
Termino el 2010 a sabiendas de haberme desgastado hasta extremos
insospechados pero que probablemente sean superados en el 2011. He
superado una crisis existencial acerca de lo que era y no era escribir y qué
relación tenía conmigo mismo. He escrito cuentos y relatos asombrosos
teniendo en cuenta la calidad de los dedos que apedrean estas teclas. He
escrito Mercurio Helado (ahora mismo estoy escuchando la misma
música que me inspiraba para escribir sus últimas hojas). Y Diálogo de
una experiencia suiza. He escrito miles de palabras. Debería ser
suficiente para alguien que se satisface con lo que hace.
¿No?
He conseguido que yo mismo mantenga el interés en un blog al que
sentencié de muerte a los pocos días de haberlo abierto. La Llamada de la
Trascendencia se ha vuelto un tanto trascendente, como queriendo dejar
atrás la ironía con la que nació.
Joder, no necesito hacer balance de 2010. Quizá otros sí. Yo necesito
hacer balance de 2011.
Os dejo un poema que supera con (infinitas) creces lo que yo seré capaz
de escribir jamás.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje
casi desnudo, como los hijos de la mar
Antonio Machado, 1875 – 1939
Y un grito de guerra: ¡Vivan las historias amargas! ¡Vivan los no finales!
PD: copas de cerveza vacías, una mesa de madera, un billar, una buena
estrella flotando en el ambiente, Cormac y un baño hundido.
PD2: gracias Suiza, Aranda, Barcelona, Madrid, Euskadi, Pirineos; mil
gracias…
PD3: la frase con la que quiero terminar el año en el blog es la siguiente,
y se me acaba de ocurrir: ‘Tuvimos nuestra oportunidad, única, de
enamorarnos; y tú miraste a otro lado, y seguiste caminando’.
Ea.
00:52, 29 de diciembre de 2010. edc
223
Mercurio helado
por Ernesto Diéguez Casal
224
Título: Mercurio helado
Autor: Ernesto Diéguez Casal
Fecha de publicación: 1 de enero de 2011
Editado por
Publicado por la plataforma de autopublicación Bubok
Prohibida la reproducción parcial o total sin el consentimiento del autor.
Texto protegido por Safe Creative, con código 1012088032162
2011, Santiago de Compostela
Ilustración de portada: Horizonte, por Alejandro Diéguez Casal
225
A todos los náufragos,
especialmente los metafóricos
226
1
Nihon observó aquel rostro que le miraba desde la pantalla. Ojos absurdamente
blancos, mejillas protuberantes; unos labios carnosos y la piel del color de la
caoba más fina. Decía algo. Hablaba, a millones de kilómetros de allí y a través
del vacío sideral. Le hacía la Pregunta del Día. Y Nihon, aunque oía la voz, no
escuchaba absolutamente nada. El hombre terminó, y la grabación se detuvo. Se
quedó mirando aquel rostro necesariamente inmóvil, como deseando hacer una
prospección bajo la gruesa piel oscura, descubrir qué le motivaba, cuál era su
vida, qué razones tenía para que sus palabras estuviesen allí, tan lejos. A un
lateral de la pantalla, una pequeña ventana decía que se llamaba Roberto1998.
Pulsó de nuevo el PLAY.
¿Te has masturbado alguna vez en la Celeste?, escuchó.
Parpadeó un instante, y luego desvió la mirada. Molesto, cerró los ojos, y se dejó
virar en la casi ingravidez de la nave. Permaneció así unos segundos, vagando.
Su mente flotó a la deriva en la oscuridad impenetrable del interior de su cráneo.
Lo hacía a menudo, y sabía que la audiencia había bautizado esos momentos
como ‘vahídos espaciales’. Fuese como fuese, se sentía plácido y pleno en ese
universo personal. Pero terminó por abrir los ojos. A pesar de la sensación de
haber estado lejos durante unos segundos, no se había movido del interior de la
nave. La pantalla seguía delante, con el rostro anónimo congelado. Pulsó sobre
la opción RESPONDER, mientras diseñaba una respuesta. Life&Space
Entertaiment le obligaba por contrato a responder la Pregunta del Día, y a un
enorme porcentaje de las preguntas que le enviaban desde la Tierra.
Pensó.
La verdad es que no lo he hecho nunca, dijo con desgana evidente, para luego
añadir: No es cuestión de falta de intimidad. Simplemente, no me apetece. Y
creyendo que era suficiente, pulsó ENVIAR. Y sus palabras corrieron a la
velocidad de la luz por el cableado de la nave, y finalmente, la antena siempre
orientada a la Tierra las lanzó al vacío. Nihon se imaginó sus propias palabras,
su misma imagen, saltando de átomo en átomo hasta llegar al hogar de la
especie humana, a millones de kilómetros de allí, trece minutos después.
Se rascó una ceja, y dio la espalda a la pantalla. Por un fugaz instante, observó la
pequeña estancia en la que se encontraba, un cubo casi perfecto de aspecto
pálido y de paredes cubiertas de pantallas táctiles y paneles de mandos. También
de unos cuantos ventanucos y armarios, de un pequeño aseo que no era más que
una esquina y dos mamparas aislantes, de un suelo recubierto de más armarios y
almohadillas, de una mesita plegable y de envoltorios que todavía no había
recogido, y de un libro abierto; de un techo ocupado por una docena de focos
227
que imitaban tímidamente la iluminación solar. Lo cual no carecía de ironía. La
Celeste se acercaba cada vez más al Sol. Su esfera crecía cada día, convirtiendo
el entorno de la nave en un lugar abrasador y colmado de radiaciones que le
matarían de no ser por la protección de la nave. Y sin embargo, Nihon
permanecía como una cucaracha en el interior de aquellas cuatro paredes,
tristemente iluminado por una luz pálida.
Pese a todo, aquel había sido su hogar durante cinco meses, y lo sería durante
quince meses más.
Sonó una alarma, tímida pero persistente. Nihon se puso de pie sin dificultad, y
se giró de nuevo hacia la pantalla. Un recuadro rojo fluorescente parpadeaba
mientras en su interior las palabras REVISIÓN DE SISTEMAS (NO
PLANIFICADA) se tambaleaban en una cárcel virtual. Lanzó un largo suspiro al
aire cálido, deseando por un momento que alguien respondiese al suspiro con un
‘Vaya suspiro, ¿te pasa algo?’. Luego se reprendió, y murmuró: vamos, si nunca
te ha gustado que la gente se interese por ti de ese modo. Se estiró los dedos con
pereza, deseando que el mensaje no hubiese aparecido en la pantalla. Por rutina,
realizaba una revisión de sistemas cada mañana, y una revisión rápida por las
tardes. Aquella revisión de sistemas no planificada era una argucia que el
ordenador de a bordo utilizaba para romper la rutina y evitar que su cerebro se
adormeciese. Pero aquella máquina no comprendía nada. Su cerebro no se
adormecía con la rutina, sino que se liberaba. Cedía la responsabilidad al cerebro
automático, mientras que el resto, la mente activa, podía centrarse en otro tipo
de reflexiones más útiles. Además, ¿de qué servía revisar los sistemas? El
ordenador era mucho más inteligente y capaz que Nihon en ese sentido, y la
Celeste, a efectos prácticos, casi autónoma. El hecho de que cada día tuviese que
hacer dos revisiones de sistemas, respondía únicamente a la atávica desconfianza
del ser humano en lo artificial, la necesidad de creerse necesario cuando
realmente no era así. Si ocurría algo en la Celeste que la propia Celeste no
pudiese solucionar, Nihon no tenía nada que hacer. Era solamente un pasajero.
En cierto modo, un turista.
Pulsó el recuadro para acallar la alarma sonora, y se pasó las manos por el
pecho, palpándose los músculos. Le obsesionaba perder tanta masa muscular en
aquel ambiente de baja gravedad que al regresar a la Tierra no fuese más que un
amasijo de huesos y músculos demasiado débil para impulsarse en una gravedad
superior. Dio un salto como para reafirmarse en la idea de que eso no ocurriría, y
alcanzó la pared de enfrente con facilidad. Eso no demostraba nada. Era fácil
desplazarse sin esfuerzo en una gravedad del 5% de la gravedad terrestre: un
leve impulso, y la sensación de gravedad desaparecía mientras parecía flotar en
una caída eterna. Intentó olvidarse de aquel detalle, y alzándose de puntillas,
miró por el ventanuco. Aquel frágil esquife espacial, la Celeste, seguía
impertérrita su viaje por el interior del Sistema Solar. Y como siempre le ocurría,
228
Nihon sintió un leve vértigo al mirar. No era por el vacío oscuro prendado de
estrellas que había al otro lado, ni por la agobiante sensación de concebirse a sí
mismo paradójicamente diminuto en aquella inmensidad inconcebible. El
vértigo, extraña versión de miedo, venía de la ironía de que tan sólo una capa de
plásticos transparentes de tres centímetros de grosor lo separaba de una muerte
inmediata. Una estructura tan insignificante como la Celeste perpetuándose a
pesar de la insistencia del cosmos de penetrar en la elevada presión del interior
de la nave. Por un momento, apartó la mirada del vacío negro que parecía querer
devorarle, y observó parte de la nave.
La Celeste no era una nave de exploración usual. Cualquier astronauta pionero
sentiría al verla una terrible impresión de fragilidad. La nave que tenía a Nihon
por único pasajero estaba formada por tres secciones unidas entre sí por gruesos
cables de acero modificado. Dos de ellas, la que albergaba a Nihon y una
gemela, giraban en torno a la tercera, un torus central. Era precisamente este
lento giro el que generaba ese 5% de gravedad terrestre que le permitía a Nihon
tener un suelo, por inconsistente que le pareciera a veces. El torus central
albergaba el motor de propulsión que impulsaba a la Celeste, además del rotor
que hacía girar a su alrededor a las otras dos secciones, y un pequeño satélite
llamado no sin originalidad Gazer. Nihon trató de distinguir la sección gemela al
módulo vital en el que se encontraba, más allá del torus central. Aunque
externamente casi idénticas, eran muy diferentes, pero Nihon tenía una
impresión muy real de que, al otro lado del cable, más allá del torus, otro Nihon
le observaba tratando de ver las diferencias. Resultaba inquietante, pero siempre
había albergado la sensación de que, en algún lugar, existía un Nihon que hacía
exactamente lo contrario que él. Y que, por tanto, permanecía en la Tierra
cuidando de un triste huerto en lugar de avanzar en un triste navío espacial hacia
Mercurio. Su teoría se desmoronaba rápidamente cuando su sosa mente
científica tomaba el mando: si existiese un Nihon que hacía lo contrario de lo
que él hacía, ya habría muerto, pues en esencia, si Nihon vivía, el otro tendría
que haber muerto desde el mismo momento en que Nihon hubiese comenzado a
vivir.
Bostezó, y pensó en Mercurio. Si, Nihon se convertiría en el primer ser humano
en pisar la superficie del planeta más interior del Sistema Solar, el que más cerca
se encontraba del Sol. Su nombre pasaría a la historia, y las generaciones
venideras, al recordar los nombres de insignes exploradores espaciales, hallarían
entre muchos otros a Nihon Sandez. Y eso le enorgullecía y le horrorizaba al
mismo tiempo, por motivos opuestos pero perfectamente válidos.
Una alarma sonora rompió la línea de sus pensamientos, trayéndole de vuelta a
aquel espacio reducido que era su hogar. Se acercó de nuevo a la pantalla, y
apagó el mensaje. Regresó al ventanuco, de nuevo al espacio profundo. Se
dirigía a Mercurio, pero bien podría haber sido a cualquier otro lugar: Iapetus,
229
Plutón, Titán,… para Nihon, el destino no importaba. Ni tampoco el viaje en sí
mismo. Lo único importante, el único momento del que Nihon creía que podía
sentirse orgulloso, era del instante de la decisión. Del segundo justo en que había
decidido emprender el viaje. Porque era el suceso clave. Ningún viaje podía
transcurrir ni finalizar sin haber comenzado en algún momento. Mercurio
solamente era un destino. Y la distancia entre la Tierra y aquel diminuto planeta,
solamente un viaje. Pero aquel lejano atardecer de verano en el que había
decidido abandonar el huerto donde plantaba tomates y lechugas y pimientos,
para iniciar un largo viaje, aquel, sin duda, había sido el momento más
importante de su vida.
La alarma rompió otra vez la placidez con la que observaba el espacio profundo.
Decidió ignorarla unos segundos más, recreándose en aquel recuerdo que
surcaba su mente con descaro, pero luego eliminándolo e hipnotizándose con el
negro del cosmos. Hacía años, había leído en un libro de ficción que la
oscuridad era mucho más veloz que la luz, puesto que para cuando la luz llegaba
a un lugar, la oscuridad ya estaba allí. Aquel extraño concepto sin sentido le
carcomía desde entonces. Tanto, que no podía evitar pensar que aquel negro
oscuro del Universo, su mismo tejido, era la esencia del cosmos. Porque al
principio, y durante miles de millones de años, no había habido más que
oscuridad. Y los hombres buscaban las estrellas, pero Nihon creía que era en lo
oscuro donde se encontraban las respuestas.
El volumen de la alarma sonora se incrementó un poco más. Nihon se dio la
vuelta, saltó, y pulsó de nuevo la pantalla, resignado. Podía dar largas a aquel
aviso, pero eso convertiría su vida inmediata en un infierno. Prefería dedicarse a
revisar los sistemas, y seguir poseyendo aquella placidez.
Le esperaba una tediosa hora.
Tecleó un comando.
Sistema de verificación de datos de tipo BEG, dijo una voz. Nihon imitó a coro
la respuesta: Viable.
Sistema de verificación de datos de tipo CLG, dijo la voz.
Nihon suspiró.
¿Por qué Mercurio?, le había preguntado en su día un compañero de instrucción.
Y Nihon, aunque habría querido responder, ¿y por qué no?, se había escuchado a
sí mismo hablando acerca del Cuello de Botella Stington. Y contando una larga
historia, que comenzaba con el declive de las agencias espaciales. Una década
atrás, los directores de las agencias llegaron a una encrucijada. Sus respectivos
gobiernos no estaban dispuestos a seguir desviando fondos para una exploración
espacial que ya no generaba votos, ni emoción, y que terminaba por convertirse
en blanco de las iras de la clase media-baja cada vez que se recortaban sus
derechos sociales. Por tanto, iban a cancelarse la gran mayoría de proyectos
científicos relacionados con el espacio. La fuerza motriz que un día impulsara al
230
hombre al espacio había desaparecido. Y en ese justo instante, en ese cuello de
botella, apareció un hombre llamado Robert Stington. Rodeado de un halo de
misterio, Stington era un magnate dueño de un conglomerado de empresas de
telecomunicaciones, y pretendía entrar en el universo de lo audiovisual por la
puerta grande y rompiendo moldes, bajo el sello Life&Space Entertaiment. Al
igual que un mecenas renacentista, Stington ofreció a las agencias espaciales un
trato. Financiaría una serie de misiones espaciales pioneras y baratas, a cambio
de convertirlas en reality shows. El escepticismo de los directores desapareció al
ver materializados los fondos. Aceptaron no sólo porque no tenían otra opción,
Stington lo sabía, sino porque era la oportunidad de sus vidas.
Y así, la exploración espacial se había visto impulsada a cambio de convertirse
en un pequeño circo. Astronautas observados las 24 horas del día, obligados a
mantener y actualizar diariamente sus blogs y a participar en decenas de redes
sociales. La ciencia, convertida en marioneta de una audiencia que pronto fue
abrumadora.
Y de ahí, a la Pregunta del Día:
¿Te has masturbado alguna vez en la Celeste?
El contrato firmado le obligaba a responder. Más aún, recibía una bonificación
cada vez que una de sus respuestas hacía subir el porcentaje de audiencia, o
cuando una actualización del blog o de las redes sociales desencadenaba una
avalancha de comentarios. A Nihon esto le hacía sentirse ultrajado. Pero había
firmado, porque su sueño de convertirse en astronauta pasaba indefectiblemente
por esa firma. Había aceptado convertirse en el primer hombre en pisar la
superficie de Mercurio, a cambio de vender su intimidad y una parte importante
de dignidad. Y solamente el tiempo podría decirle qué pensaría al respecto de sí
mismo cuando no fuese más que un anciano observando atardeceres.
2
Nihon se despertó. No de una forma poética, abriendo los ojos lentamente y
permitiendo que la realidad y su mente adormecida se encontrasen en una
colisión cuasi romántica. No. Nihon abrió los ojos de golpe, como despertándose
de una pesadilla, y se quedó así unos instantes, confuso, dentro de su saco
espacial, notando como el corazón amartillaba rítmicamente su pecho. El
interior del habitáculo estaba completamente a oscuras, pues todavía no había
sonado el despertador. Por los ventanucos entraba un leve resplandor, el brillo
sosegado de las estrellas. Respiró profundamente, disfrutando de la exhalación
como si con ella se fuese todo lo superfluo. Le gustaba despertarse antes de que
el despertador inundase la estancia con música y la iluminación inteligente de la
Celeste transformase la noche en amanecer. Recordaba cuando, de pequeño,
despertaba en las noches de invierno un poco antes del amanecer, y desde la
cama, disfrutaba del tacto amable de las mantas. Era el descanso antes de la
231
actividad diaria. El descanso del guerrero.
Se humedeció los labios, y aceptó que en unos pocos minutos todo cambiaría.
Así, cuando sonó Dead Zoo, de Youth Group, y un albor en forma de penumbra
se extendió por aquellas paredes, Nihon ya se había resignado a vivir otro día
más como astronauta espacial. Sacó un brazo fuera del saco, y descorrió la
cremallera. Sentado sobre el suelo, masajeó sus músculos, y se levantó,
estirándose como un gato tras la siesta. Las pantallas, a su alrededor, iban
encendiéndose paulatinamente, y daba la impresión de que la Celeste también
había estado durmiendo durante la noche, aunque fuese mentira. El ordenador de
abordo jamás dormía. Carecía de la inteligencia emocional de Hal 9000, de
modo que no estaba capacitado para ser un buen compañero de viaje (ni
tampoco un psicópata paranoide), pero a cambio poseía la dedicación infatigable
de las máquinas.
Se acercó a la pantalla más cercana, a su izquierda, y accedió a la web. El
navegador abrió una docena de ventanas. Su correo electrónico, sus blogs, redes
sociales, webs de noticias. Calentó un poco de café, o la versión espacial del
mismo: agua reciclada caliente y una pastilla que se disolvía y hacía que
pareciese café, y ojeó las noticias mientras sorbía el insulso líquido oscuro
brillante. Bostezó. En la Tierra, la crisis económica seguía cobrándose víctimas
por todas partes. Estallaban revueltas en Sudamérica y en los países africanos
emergentes, y en el sudeste asiático China trataba de mantener cierta estabilidad
económica. Los burgueses europeos, por su lado, procuraban transmitir a sus
ciudadanos una imagen de estoicidad, mientras que los americanos disimulaban
tragando saliva. Sin embargo, el sistema económico se hundía sin aparente
remedio. Las desigualdades, finalmente, habían llevado a un punto sin retorno.
Nadie sabía qué hacer, y mientras tanto, crecían el hambre y la delincuencia.
Nihon se preguntaba si era realmente el fin del capitalismo liberal, o si todavía
podría remontar el vuelo y aguantar unas décadas más. Bostezó de nuevo,
aburrido. A millones de kilómetros de distancia, en el interior de una nave
camino de Mercurio, le resultaba difícil mantenerse conectado con la realidad
diaria del resto de sus congéneres. ¿Cómo sentirse asustado por las revueltas
populares o por los atentados terroristas? Temía que un fallo en el ordenador de
abordo modificase el rumbo y llevase a la Celeste a caer hacia el Sol y quemarse
en su fotosfera, o bien a un viaje eterno y gélido hacia el exterior del Sistema
Solar. Pero, ¿la economía terrestre? No, no podía sentirse conectado a esa
realidad. Y, sin embargo, no podía decirse que no le afectara, o que no fuese a
hacerlo en el futuro. No en vano, regresaría a la Tierra en quince meses, y no
parecía que la situación fuese a mejorar en ese tiempo. Man on Mercury, el
nombre oficial de su andadura, era la última misión de exploración espacial en
un futuro próximo. La crisis también había afectado a Life&Space Entertaiment.
Se habían cancelado varios proyectos, y si el suyo había seguido adelante era
232
simplemente porque la Celeste ya estaba construida y lista para partir. Otras
misiones a satélites jovianos y a Marte habían sido canceladas. Por tanto, toda la
audiencia de Life&Space Entertaiment estaba centrada en Nihon. Sorbió el
fondo de la taza de café, y miró hacia las esquinas del cubículo. Aunque
invisibles, había catorce cámaras en aquella estancia, enfocándole las
veinticuatro horas del día. Guiñó un ojo a la cámara 3, en una esquina, y dejó la
taza sobre un estante. Luego se frotó las manos, y cerró la pestaña de las
noticias. Había tenido suficiente. Revisó su correo electrónico, alegre de que no
hubiese mucha novedad. Nihon era un tipo un tanto solitario, siempre lo había
sido. No era que detestase el contacto humano, simplemente filtraba sus
amistades hasta que casi no quedase nadie al otro lado. Había un par de
mensajes amables de amigos astronautas, actualizaciones de webs y blogs que
solía visitar, y un correo de su amiga Úrsula. Y nada más. Abrió primero el de
Úrsula, y mientras leía las líneas que le dedicaba, suspiró profundamente. La
echaba de menos, y eso le sorprendía. Úrsula y él… no eran novios, no lo habían
sido nunca. Mantenían una amistad un tanto superficial que se coronaba con
esporádicos encuentros sexuales, en los que ambos liberaban su tensión o
volcaban sus ausencias o tapaban agujeros normalmente ignorados. Ninguno de
los dos, jamás, se había planteado llevar su relación un paso más allá, porque
ninguno de los dos, en el fondo, estaba interesado en ello. ¿Para qué cambiar
algo que funcionaba? La nostalgia de Nihon, por tanto, no procedía del drama
de dos chiquillos enamorados que sufren en la distancia. Tampoco añoraba
exactamente el sexo. Más bien, echaba de menos el momento justo posterior al
mutuo orgasmo, el tirarse sobre la cama y pensar que, durante unos breves
instantes, había compartido una íntima calidez, húmeda y efímera como todo lo
humano. Era esa ocasional intimidad lo que recordaba con melancolía. En el
mensaje, Úrsula trataba de sonar casual y simpática, pero entre las palabras,
Nihon notaba que ella lo sentía igual. Dio la espalda a la pantalla y se sentó en el
suelo, pensando. La estancia vital se volvió asfixiante por momentos. Cuatro
paredes y un suelo y un techo, ventanucos y paneles de mandos, pantallas
rodeadas de un halo de luz, todo de un material blanquecino y pálido que
permanecía impoluto por mucho que su piel lo rozase, que nunca amarilleaba.
Aquí y allá, en diminutas estanterías, emergían los lomos de los libros que se
había llevado, ajados, o de objetos inservibles y viejos, como una chapa rasgada,
una pulsera rota, la tarjeta arrugada de un restaurante hindú, el billete de un
avión que jamás había tomado. Detalles insignificantes, que no convertían ese
lugar más que en un hogar transitorio, de pega. Temporal.
Se levantó y enfrentó la pantalla, y respondió el mensaje de Úrsula con palabras
asépticas pero cargadas de un significado oculto que solamente ella podría ver.
O no. Luego, leyó por encima los demás correos. Al terminar, suspiró de nuevo.
Se extendía ante él un largo día lleno de actividades pero al mismo tiempo vacío.
233
Su rutina era fácil. De hecho, sencillísima. Aunque no había ni día ni noche en el
interior de aquel habitáculo, era bien sabido que la carencia de ritmos
circadianos destruía la estabilidad mental del ser humano. Por tanto, en la
Celeste se habían inventado días y noches. Nihon vivía regido por ritmos
eficaces. Levantarse y asearse, treinta minutos; desayunar, treinta minutos;
revisión de sistemas, dos horas; ejercicio, dos horas; comer, una hora;
tratamiento de datos, una hora; respuesta de la Pregunta del Día, treinta minutos;
actualizar blogs y redes sociales, una hora; entrevistas, una hora; comunicación
con Control de Misión, una hora y treinta minutos; ejercicio, una hora; aseo y
cenar, una hora y treinta minutos; revisión rápida, treinta minutos; tiempo de
esparcimiento, indeterminado.
Y a dormir.
A veces, se preguntaba cómo era capaz de hacerlo. Pero a continuación se decía
que el ser humano estaba preparado para seguir rutinas. Cerebros aborregados
diseñados para perseguir guías y desviarse del camino marcado sólo en contadas
ocasiones. ¿Se había convertido en una de las ovejas?
No, murmuró.
Cerró el navegador ignorando los mensajes del Control de Misión, y picó en
varios iconos hasta llegar a lo que buscaba, una serie de números.
Decían: 29 días, 16 horas, 13 minutos, 48 segundos.
Era el tiempo que faltaba para llegar a Mercurio.
3
A media tarde, mientras actualizaba uno de sus blogs, un mensaje entrante le
indicó que la respuesta a la Pregunta del Día de la tarde anterior había
incrementado la audiencia en varios puntos, y que muchos usuarios habían
visitado sus páginas personales en busca de más. Además de asegurarle una
pequeña bonificación económica, los de Life&Space Entertaiment le indicaban
que se había sorteado entre los internautas una entrevista, y que la ganadora del
sorteo ardía en deseos de empezar. Bajo el mensaje, dos opciones: aceptar, y
rechazar. Nihon sonrió con una mezcla de ironía, cansancio y tedio. Aquella
posibilidad de elección, además de falsa, era casi un insulto. Por contrato, Nihon
estaba obligado a aceptar, de modo que la opción de rechazar no era más que un
eufemismo de mal gusto. Consultó el retardo: nueve minutos y medio, y
finalmente, pulsó aceptar. De inmediato, un mensaje entrante con la primera
pregunta. Nihon reprimió el primer impulso de golpear la pantalla. Los de
Control de Misión ni siquiera habían esperado a que pulsase aceptar, habían
enviado la petición y la primera pregunta con un minuto de diferencia.
Leyó.
Me llamo Rosana, y estoy encantada de poder hablar contigo. Te admiro mucho
por arriesgar tu vida para ir a un lugar tan lejano. Mi primera pregunta es: ¿Qué
234
es lo primero que piensas al levantarte por la mañana? ¿No echas de menos el
cielo y el Sol y la Luna y los atardeceres?
Dios mío, murmuró Nihon. Pulsó el reproductor musical. Al menos, pensó, pasar
el trago lo mejor posible.
4
Tras la entrevista, desquiciante como tratar de enseñarle a un perro a navegar por
la red, Nihon se relajó con una larga ducha, y mordisqueó unos palitos de pan a
modo de cena, con la mirada perdida en un horizonte que estaba más allá de las
paredes que le encerraban. Pensaba en Mercurio. Faltaban tan sólo veintinueve
días para llegar, la sexta parte del viaje de ida. Estaba deseando alcanzar aquella
candente roca, de hecho, el único planeta que faltaba en recibir al ser humano.
Repitió mentalmente sus nombres, y al terminar la lista, añadió: Nihon Sandez,
Mercurio. Por mucha farándula que Life&Space Entertaiment montase a su
alrededor, la historia solamente recordaría su nombre, el del primer hombre en
pisar Mercurio.
Se lo imaginó, como había hecho ya cientos de veces antes. Man on Mercury
pretendía poner un hombre en Mercurio. Esa era la premisa básica, aunque había
más cosas detrás de ese interés. Por un lado, los primitivos asentamientos que se
estaban estableciendo en las regiones polares de la Luna estaban sufriendo
importantes dificultades, y se rumoreaba que pronto cancelarían la presencia
permanente en el satélite terrestre. Habían subestimado las dificultades. Y en
cierto sentido, la Luna y Mercurio se parecían lo suficiente como para que la
misión de Nihon aportase luz en donde ahora no había más que sombras. Por
otro lado, estaba el helio-3, un elemento perfecto para realizar la fusión nuclear,
y que en el suelo polar de Mercurio se encontraba en una concentración
elevadísima. De confirmarse estas previsiones, quizá se llevasen a cabo más
misiones al pequeño planeta ardiente.
Pero eso a Nihon no le importaba lo más mínimo. Era la sensación de aventura,
el miedo a que algo pudiese salir mal, la curiosidad, la inquietud, lo que le
mantenía en tensión y le hacía disfrutar. Se imaginaba a sí mismo en los
alrededores del cráter Priscilius, el punto de aterrizaje, abriendo la compuerta de
salida, y saltando a una llanura gris, fría y oscura salpicada de hoyos y cráteres y
coladas de lava y de un cielo transparente a rebosar de estrellas. Se imaginaba a
sí mismo dando los primeros pasos, tanteando la gravedad, clavando la bandera
sin mucha ceremonia y paseando por un mundo alienígena, sintiéndose un
intruso en tierra hostil. Se imaginaba a sí mismo, en su propio Mercurio helado.
5
Llevaba casi seis meses en aquel cubículo, surcando el vacío a razón de
kilómetros por segundo pero con la impresión de que permanecía en el mismo
235
lugar, el mismo punto inmóvil. Incluso aunque mirase a través de los
ventanucos. Muchos otros se hubiesen vuelto ya locos, pero Nihon era diferente.
No en vano, le habían seleccionado entre una larga ristra de candidatos. Tenía
aptitudes físicas sobradamente demostradas, igual que conocimientos técnicos.
Estaba preparado. Sin embargo, en otras épocas de la era espacial habría sido
rechazado en las rondas finales de selección debido a ciertos tintes
introspectivos de su personalidad. Gustaba de la reflexión interior, de la
meditación, y al hablar solía usar las palabras justas y no más de lo que
consideraba estrictamente necesario. En el pasado, eso habría sido suficiente
para rechazarlo. En el transcurso de aquellas misiones espaciales tan limitadas,
la colaboración entre compañeros era de vital importancia. Los viajes a la Luna,
o simplemente al entorno terrestre, la construcción de la Estación Espacial
Internacional,… todas esas misiones habían necesitado de la colaboración.
Nihon jamás habría sido seleccionado. Demasiado autosuficiente, demasiado
irritable cuando las discusiones se alargaban y las decisiones no se tomaban.
Pero hoy las cosas habían cambiado. Life&Space Entertaiment tenía potestad a
la hora de seleccionar a los candidatos. Concretamente, en la ronda final de
selección, poseía el cincuenta por ciento de los votos. Por eso Nihon había sido
elegido. Desconocía las razones exactas, pero las intuía. Man on Mercury era
una misión solitaria, y al tratarse, además, de la última de las misiones
financiadas por la empresa, debía garantizar su audiencia. No podían permitirse
seleccionar a cualquier candidato que cumpliese los requisitos técnicos, físicos y
mentales. Necesitaban también a alguien que les diese cancha. Nihon reunía
esas características. Dada su tendencia a la introspección, solía murmurar para
sí, así como realizar largos paseos ensimismado en sus pensamientos.
Protagonizaba los ya conocidos vahídos espaciales, y era arisco con las
preguntas que les enviaban los internautas. También era reacio a convertir las
entrevistas en eventos interesantes, y sus blogs se caracterizaban por ser una
mezcla de rarezas, profundas y eclécticas emociones, y una increíble economía
de palabras, rozando la parquedad de un ermitaño. En resumen, que Nihon
elevaba la audiencia. Los internautas estaban atentos a cada uno de sus
movimientos, de sus gestos, de sus respuestas. Poblaban sus blogs con
comentarios y le enviaban mensajes en las redes sociales. ¡Se peleaban para
conseguir que su pregunta se convirtiese en la Pregunta del Día!
Nihon mordisqueó un vit-chicle. Tenía un tímido sabor a fresa, insuficiente para
que su mente fuese eficazmente engañada, pero le aportaba un sinfín de
complementos vitamínicos, muy necesarios en un ambiente como en el que se
encontraba. Había terminado el tratamiento de datos antes de tiempo, de modo
que tenía un rato antes de que llegase la Pregunta del Día. Un momento de paz.
Cerró los ojos y recordó su huerto. Al salir del cobertizo de uralita y rejilla,
donde resguardaba de los elementos las herramientas y los fertilizantes, se
236
extendía ante él un amplio cuadrado de tierra en ligera pendiente. A la izquierda,
lechugas y escarolas, resguardadas de las heladas por dos manzanos jóvenes. A
la derecha, largas hileras de tomateras, pimientos y guisantes y judías. Al frente,
calabacines, cebolletas y cebollas, y una pequeña hilera de acelgas. Al fondo,
cuatro cerezos daban sombra a varias plantas de berenjenas y patatas y
calabazas. Se recordaba a sí mismo limpiando de malas hierbas, regando las
plantas al amanecer y al atardecer, hablándole a los árboles y acariciando sus
hojas con gesto tierno. Le gustaban las plantas. Transmitían tranquilidad, le
hablaban de una vida en la que no todo debía hacerse a la velocidad del metro o
de los aviones. Una vida diferente. Los árboles medraban al abrigo de las
estaciones, primavera, verano, otoño e invierno, y vuelta a empezar, primavera,
verano, otoño e invierno. Bebiendo de la lluvia, el aire y la tierra. Nihon,
apoyado en sus troncos, podía sentir su energía, muy hondo, sus raíces hundidas
metros bajo el suelo.
Si, echaba de menos aquel huerto. Se lo imaginaba con las plantas marchitas y
las malas hierbas creciendo en esplendor entre sus antiguas enemigas ahora
derrotadas, los veía dejados de su mano y eso le provocaba una sensación entre
nostálgica y rabiosa. Pero sólo durante un segundo. ¡Iba camino de Mercurio!
Debía aprovechar esos momentos. Quince meses más tarde, estaría de nuevo con
su huerto y el paso de las estaciones a sus pies.
Era el ciclo de la vida.
6
La aproximación se está produciendo del modo previsto, le informó Control de
Misión. En concreto, Bill, el encargado del turno de tarde. Un tipo larguirucho,
de pequeña cabeza escondida tras unas grandes gafas de culo de vaso.
Sólo quedan cuatro días, ¿eh?, le dijo Nihon, sonriendo.
El retardo era de unos siete minutos y medio, casi el menor posible. La
alineación entre Mercurio y la Tierra era perfecta para mantener una
conversación cuasi normal. Mientras esperaba el siguiente comentario de Bill, se
hurgó la nariz. En parte por necesidad, y en parte como un desafío. Sabía que los
internautas analizarían el gesto y que se desencadenarían debates en las redes
sociales, y eso, en parte, le divertía. Nihon formaba parte de una corriente de
pensamiento que abogaba por derribar viejos tabúes. Ya era hora de eliminar al
viejo puritanismo, de erradicar las costumbres que ya no servían absolutamente
para nada. Y a Nihon siempre le había gustado hurgarse la nariz. ¿Qué había de
malo en ello? No molestaba a nadie, y el internauta siempre tenía la opción de
apagar el reproductor y no verlo.
¿No?
Llega la parte más interesante de la misión, Nihon. Deberías repasar los
cuadernos. Me gustaría estar en tu lugar, pero soy demasiado viejo. Y además, el
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chiringuito está a punto de cerrar. Los de Life&Space han hecho varias anuncios
hoy. Financiarán pequeñas misiones de instalación de satélites, y quizá alarguen
el mantenimiento de uno de los asentamientos lunares, pero nada más. Se
confirma lo sabido: eres el último gran explorador espacial en al menos veinte
años. Así que creo que mis opciones se reducen a cero. En otra vida, ¿eh? Bill
hizo una pausa, y luego añadió. Me dicen los de la empresa que deberías escribir
algo un poco científico sobre Mercurio y el Sol en el blog, para que los adictos
vayan comentando en las redes, cosas de la audiencia. Ah, les está gustando
mucho el detalle de que te hurgues la nariz. Puedo ver a mi madre
preguntándose qué educación te habrán dado.
La comunicación se cortó. Nihon sonrió. Bill era un buen compañero. Siempre
tenía algo gracioso que decir, y a Nihon le gustaba eso, pues en cierto modo, era
como si pudiese mantener cierto vínculo con la humanidad a través de él.
Les echaré un vistazo, no vaya a ser que ocurra algo y me estrelle contra el polo.
Lo de Life&Space ya se sabía. Stington pierde dinero y mantener su mansión no
le sale gratis. De ahora en adelante, la Luna y poco más. Ya sabes, envía tu
solicitud para mayordomo de los lunáticos. Me pondré con lo del blog, les
hablaré de tantos datos técnicos que desearán que jamás hubiese abierto la boca.
Saluda a Michaella de mi parte. Corto y cierro.
Y Nihon se quedó pensando en lo dicharachero que se ponía al hablar con Bill.
Con los otros dos controladores apenas intercambiaba unas frases sueltas y
detalles técnicos, mientras que con el larguirucho se entretenía durante un buen
rato.
Pulsó un icono de la pantalla, e hizo sonar Gold in the aire of summer, de Kings
of Convenience. Había decidido sentirse un tanto melancólico, y mientras la
canción empezaba con aquella magnífica voz susurrada, pensó que al igual que
en la música, existían calidades en la especie humana. Diferentes calidades.
Se dejó llevar un buen rato, y cuando la canción terminó, extrajo un teclado
inhalámbrico y se dispuso a escribir sobre Mercurio.
7
Blog Man on Mercury // Actualización 230927
Hola a todos.
A estas alturas, ya todos sabréis que faltan tan sólo cuatro días para que inicie
el acercamiento a Mercurio. Tenéis el mismo acceso que yo a las cámaras de la
Celeste, de modo que habréis ido observando la silueta del planeta más
pequeño del Sistema Solar a medida que nos íbamos acercando. A pesar de la
tremenda luminosidad del Sol, los filtros nos ofrecen la oportunidad de mirar
los detalles de su superficie, los amplios cráteres y las coladas de lava, así
como las largas grietas longitudinales que rompen el paisaje gris.
No negaré que estoy deseando llegar a Mercurio y convertirme en el primer
238
hombre en pisar el planeta. Como imagináis, se acerca una parte crucial de la
misión. Cualquier fallo, cualquier error, tirará por tierra todos los esfuerzos
llevados a cabo hasta este momento, pero yo no pienso en eso. Solamente puedo
pensar en el éxito.
Aunque para la mayoría Mercurio se asocia con calor, vuelvo a insistir en que
mi misión en la superficie transcurrirá a unos -180º C. ¿Por qué? Básicamente,
porque la sección de la Celeste que aterrizará en Mercurio, la sección que llevo
habitando desde hace unos seis meses, lo hará en una región polar. Aunque la
mayoría de la superficie de Mercurio se ve machacada por las radiaciones
solares, hasta temperaturas de 430º C, las regiones polares permanecen lejos
del abrazo del Sol. Son esas regiones las susceptibles de ser colonizadas algún
día por el ser humano, y como ya he dicho en otras ocasiones, las condiciones
polares de Mercurio son en parte equivalentes a las de la Luna.
La misión Man on Mercury prevé aterrizar en las cercanías del cráter Priscilus,
ubicado a unos cuarenta y tres kilómetros del polo norte geográfico de
Mercurio. Los cráteres de esta región se caracterizan por estar rodeados de lo
que se denomina hoyos polares. Se trata de hondonadas de un diámetro de unos
treinta o cuarenta metros, y de una profundidad de entre quince y cincuenta. Sus
paredes presentan una pendiente media del 27%, y resultan una protección
perfecta frente a las radiaciones solares. El cráter Priscilius está rodeado de
unos cincuenta hoyos de este tipo, y la misión prevé aterrizar en el hoyo 4, 5 o
7.
Una vez allí, desarrollaré todo el planning científico de la misión, además de
convertirme el primer hombre en Mercurio.
Antes de eso, estabilizaré la posición de la Celeste en la órbita mercuriana.
Debéis recordar que la velocidad de la nave es demasiado elevada, de modo
que debemos frenarnos. Para ello, utilizaremos la propulsión retrógada del
torus central, y también la gravedad de Mercurio. Una vez lo hayamos hecho,
liberaremos el módulo de regreso, y también el Gazer, mi vínculo con la Tierra.
Finalmente, el habitáculo se lanzará hacia el polo mercuriano, a los pies del
Sol.
Lo veréis, pero el único que estará allí seré yo.
Blog Man on Mercury // Actualización 230927
Nihon pulsó SEND, y se quedó pensando que a pesar de las cámaras, no
compartiría su momento con nadie. Ese momento sería suyo, nada más que
suyo.
8
Observó la silueta de Mercurio desde el ventanuco, flotando en el aire ingrávido
del habitáculo. El planeta era una roca resplandeciente bajo la llamarada del Sol,
a sus espaldas. Con la Celeste situada justo sobre latitudes polares, Nihon podía
239
observar claramente el polo sumido en la penumbra, y también el terminador. Su
futuro hogar durante seis meses. Tienes cosas que hacer, se dijo, pero era
incapaz de apartarse del ventanuco. Al otro lado, Mercurio era el mar de cráteres
y fracturas y coladas de lava que había estudiado durante meses. Las fotografías
de alta resolución que había admirado durante las cortas noches veraniegas
ofrecían imágenes mucho mejores que las que sus ojos pudiesen ofrecerle en
aquellos momentos, con el astro solar machacando la superficie del planeta, pero
a pesar de ello, a Nihon le parecían mucho mejores. Eran reales, estaba allí
mismo...
Finalmente, se impulsó hacia atrás con los brazos, y dio una voltereta sobre sí
mismo antes de enfocarse hacia una de las pantallas. Sonrió y lanzó su risa para
que reverberase contra las paredes. Se sentía fantásticamente bien. Eufórico.
Mercurio estaba tan cerca que ya casi podía tocarlo con la yema de sus dedos. El
largo viaje de ida había finalizado, la tercera parte de la misión. Estaba
decididamente eufórico. No sabía cuánta de esa euforia se debía a este hecho, y
cuánto a la recién estrenada ingravidez. La Celeste había iniciado el protocolo
de frenado a un millón de kilómetros de Mercurio, y luego se había dejado
atrapar por su débil gravedad, dibujando órbitas cada vez más estables. Y, tal y
como había sido planeado, el torus había detenido su rotor, y por tanto, tanto la
estancia como el módulo de retorno habían dejado de girar en torno a él. La leve
sensación de gravedad había desaparecido. Y Nihon sabía que la ausencia de
gravedad provocaba una cierta sensación de levedad...
Con la nave estable en torno a latitudes cuasi polares, y el Sol a sus espaldas, la
siguiente fase de la misión estaba programada en sólo cuatro horas. Los cables
que sujetaban el módulo y su gemelo se liberarían y vagarían durante días antes
de terminar precipitándose al planeta. Eso significaba el fin de la Celeste como
una unidad estructural.
Como la mayoría de pasos cruciales de la misión, el ordenador de a bordo se
encargaría de todo de forma automática. Nihon sólo tendría que supervisar las
operaciones, y revisar que todo marchase bien, poco más que una pantomima,
un teatro de cara a las cámaras. Life&Space Entertaiment necesitaban ciertos
matices de épica, pero lo cierto era que no se imaginaba a sí mismo advirtiendo
al ordenador de que había cometido un error. Fuese como fuese, tenía tiempo
libre. Con la euforia desatada corriendo por sus venas, dedicó unos minutos a
gesticular frente a las cámaras, alzando un puño o saludando con la mano,
mostrando la V de la victoria, aunque no hubiese ganado todavía nada,
sonriendo y enseñando todos sus dientes,… luego, flotó muy despacio hacia uno
de los ventanucos. No podía ver más que una reducida parte de Mercurio desde
allí, pero no era Mercurio lo que le interesaba en ese momento, sino el Sol, una
gigantesca bola de fuego, anaranjada como una zanahoria incendiada, aún a
pesar de que el plástico del ventanuco se hubiese polarizado. De no ser así, se
240
quedaría instantáneamente ciego por el brillo. Por momentos, descubría
destellos de luz blanca que culebreaban sobre la inmensidad de su superficie, y
que desaparecían zambulléndose de nuevo en la fotosfera. El Sol le hipnotizó
durante un buen rato, y así permaneció, casi inmóvil agarrado a los contrabordes del ventanuco, observando aquel mundo cubierto de fuego, imaginándose
el horno nuclear que portaba en su interior, germen de átomos y de vida y de
destrucción. Pensó en cómo la luz de aquel ser cósmico atravesaba el vacío hasta
llegar a la Tierra y hacer crecer sus tomateras. Pensó en los lagartos tendidos
sobre las rocas bañándose en fotones, en extensiones de girasoles enfocando sus
flores hacia el dador de vida, en una muchacha tirada sobre las rocas de un
espigón en un atardecer de verano.
Luego, una alarma rompió la epifanía. Nihon suspiró, consciente de que por
mucho que lo intentara no podría recuperar ese momento de revelación. Jamás.
Acudió nadando en el aire hasta la pantalla que le reclamaba. Por el camino, se
encontró con uno de sus libros, que se había liberado de la estantería y flotaba
inerte e indiferente. Lo tomó y acarició su superficie ajada y gastada: Las
estrellas, mi destino, de Alfred Bester. Sonrió mientras la alarma se volvía más
insistente. Se había traído ese libro porque todavía consideraba que sus primeras
páginas eran las mejores que jamás hubiese leóido. La historia de un náufrago
espacial, un desgraciado abandonado a su suerte que lograba sobrevivir cuando
nadie más lo hubiese pensado, ni siquiera él mismo, y que luego regresaba para
clamar venganza, en un facsímil del Conde de Montecristo en clave de cienciaficción. Se lo puso bajo el brazo y acudió a la pantalla. Desactivó la alarma.
Suspiró bien hondo. Entrevistas, preguntas, comentarios. Luchó para no
desanimarse, diciéndose que era normal. La audiencia estaba subiendo como la
espuma porque llegaba uno de los momentos cruciales de la misión, porque las
cámaras exteriores captaban miles de imágenes y videos de Mercurio y del Sol,
porque Nihon se sentía feliz y se había afeitado la barba y había empezado a
cantar y a hacer el payaso, porque… por miles de razones, incluyendo el morbo
de que algo malo ocurriese, y nadie quisiera perdérselo.
Vamos con las preguntas, dijo en voz alta.
Primera: Hola, me llamo Mick. Tengo un amigo economista que dice que todo
esto no es más que un montaje, una película, porque económicamente no es
posible que una empresa privada como Life&Space Entertaiment financie una
misión espacial. ¿Qué opinas sobre ello?
Nihon sonrió. Los conspiranoicos le irritaban y divertían a partes iguales. En
otras ocasiones, respondía con virulencia, pero hoy estaba de buen humor.
¿Tienes un amigo?, tecleó. Eso suena a soy yo pero me da vergüenza decirlo. En
cualquier caso, si es una película, es lo suficientemente buena como para que me
hayan convencido a mí. Y tiene, además, buenos efectos especiales. De todos
modos, te recomiendo que preguntes sobre datos económicos a los contables de
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la empresa, y sobre todo, que no vuelvas a hacerme perder el tiempo con
preguntas tan estúpidas.
Y pulsó SEND, sabiendo que eso era, precisamente, lo que los de Life&Space
Entertaiment habían visto en él.
9
Las tres secciones de la Celeste, ahora liberadas flotaban como en formación,
realizando cortas órbitas en torno al polo norte de Mercurio. Nihon las observó
con las cámaras exteriores, que le ofrecían un mosaico de imágenes en tiempo
real tomadas desde diversas perspectivas. Sobre las imágenes, tablas de datos
previamente filtrados por el ordenador. Nihon los leía y confirmaba. Finalmente,
la lista de preceptos estuvo completa, y dio luz verde. Centró su mirada en el
torus. Su propulsor se había apagado horas atrás, y ahora se iniciaba la secuencia
de desmantelado. Observó cómo la superficie, antes perfectamente lisa, se
agrietaba y finalmente, toda la sección propulsora flotó con la inercia del
proceso, alejándose. Pronto estuvo a cientos de metros de distancia, camino de
caer hacia el ecuador de Mercurio, o bien de alejarse para siempre en un viaje
eterno. Minutos después le ocurrió lo mismo a la proa, que tomó un camino
semejante al de su predecesora. Nihon se quedó mirando al Gazer, un pequeño
satélite esférico que había permanecido durante meses oculto y encerrado en el
interior del torus. El Sol hacía resplandecer una de sus caras y ensombrecía
ligeramente la otra, y a Nihon le pareció una luna en miniatura. El ordenador,
aferrado al protocolo, solicitó permiso para proceder a la activación del satélite.
Nihon comprobó los datos entrantes, y se lo concedió. De la superficie de
aspecto pulido del Gazer emergieron tres finas varillas de metal, que crecieron
hasta alcanzar un par de metros de largo. A continuación, se abrieron dos
trampillas en los polos del satélite, y bajo ellas emergieron unos cilindros
oscuros: pequeños propulsores. El ordenador reajustó la órbita del satélite, y
luego inició largos protocolos de prueba. En menos de tres horas, todo lo que la
Celeste emitiese viajaría hacia la Tierra a través del Gazer. Que ahora, con las
varillas, se parecía sospechosamente al primer satélite de la era espacial, el
Sputnik.
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Echó un rápido vistazo a la larga ristra de mensajes no leídos que destacaban en
la bandeja de su correo electrónico, y decidió que solamente le interesaba el de
Úrsula. Lo abrió. Al contrario de lo habitual, tenía más de cuatro líneas.
Hola, Nihon. Es extraño verte en la televisión casi en tiempo real, y saber al
mismo tiempo que estás lo más lejos que nadie ha estado de mí. Eso me ahorra
preguntarte cosas como qué tal, qué has hecho hoy, etc. Por lo que veo, estás
muy bien. Afeitado y todo. Aquí en Los Ángeles está a punto de amanecer, y yo
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llevo unas horas bebiendo ese whisky de nuestros encuentros, sabes cuál, ¿no?
Ese barato que rasca... Sin ti no es lo mismo, claro, pero aunque debo
acostumbrarme, no es fácil. Hace unas horas, al llegar a casa, he leído en las
noticias que pronto aterrizarás en Mercurio, así que me imagino que estás algo
nervioso, de modo que me dije que escribiría un bonito mensaje para mandarte
ánimos. Pero ya sabes que las palabras bonitas no son lo mío. Solamente deseo
que tengas suerte y que puedas regresar de nuevo a la Tierra. Tu huerto te echa
de menos, y yo también. Ya sé que siempre mantenemos nuestras cosas al otro
lado del filo de la navaja, asustados de cortarnos. Pero te echo de menos, me
siento sola, y necesito que lo sepas. Si en algún momento te ves en la obligación
de luchar por algo o por alguien, piensa en mí como sucedáneo de épico
romanticismo.
11
Nihon echó un último vistazo al Gazer a través de un ventanuco. El nuevo
satélite de Mercurio ya distaba del habitáculo unos quinientos metros, y su
esfera plateada se recortaba tímidamente entre Nihon y el polo mercuriano.
Ocupaba su órbita final y llevaba casi treinta minutos escupiendo señales del
protocolo de seguridad hacia la Tierra. Pronto terminaría, y Nihon esperaba
pacientemente, oscilando en el aire ingrávido como el aura de un yogi que
hubiese alcanzado el nirvana. El mensaje de Úrsula todavía aleteaba revoltoso
en su mente de primate. Con su paso al frente le había sembrado de dudas.
Siempre había pensado que su relación con ella reunía visos de perfección, que
lograban mantenerlo todo en un terreno neutral en donde ningún batallón podía
resultar herido. Sin daños colaterales, recortando tímidamente los beneficios
para lograr un equilibrio. Pero la distancia, precisamente la distancia, había
cambiado el equilibrio.
Vigila el módulo de regreso, se dijo, y aunque era cierto que debía hacerlo, no
parecía más que una manera de huir de aquellos pensamientos incómodos. El
Gazer funcionaba perfectamente, y pronto el ordenador de abordo empezaría a
emitir su señal a la Tierra a través del satélite. Por otro lado, el módulo de
regreso estabilizaba automáticamente su órbita a casi tres kilómetros de Nihon.
El ordenador se ocupaba de todo, así que una parte mayoritaria de su mente
continuó dándole vueltas al mensaje de Úrsula. ¿Estaba dispuesto a asumir su
valentía y responder en consonancia? Aunque antes debía hacerse otra pregunta
mucho más importante: ¿quería hacerlo realmente?
Ahora, las tres piezas que horas antes habían conformado la Celeste vagaban en
una misma órbita alrededor de las regiones polares de Mercurio, con el Sol a sus
espaldas. A Nihon le resultaba casi imposible imaginarse el volumen de
radiaciones que llovían sobre aquel módulo. De no ser por las cubiertas
reflectantes, y los materiales especialmente diseñados para protegerle, yacería
243
convertido en una masa negruzca y humeante, ni siquiera un cadáver vagando
eternamente alrededor de su asesino. Pero esa imagen mental de sí mismo le
resultaba poco probable. Allí dentro se sentía seguro. Úrsula apareció de nuevo,
flotando ante él como si estuviese en el interior de aquella pequeña habitación.
Cerró los ojos, y se dejó vagar. Ahí va otro vahído espacial, se dijo, un punto
más de audiencia. Por lo que sabía, la audiencia había ido subiendo en los
últimos días exponencialmente, lo cual no era ningún mérito suyo, por supuesto.
Suponía que la campaña de publicidad de Life&Space Entertaiment debía ser
brutal. En parte porque se trataba de la última misión importante que
financiaban, y debían sacarle el máximo beneficio.
Una señal de alarma, molesta como el zumbido de un mosquito en una noche de
verano, fue a arrastrarle a la realidad, fuera de su vahído. Abrió los ojos, y se
acercó a la pantalla que le llamaba. Asintió. El Gazer había terminado de
calibrarse. Activó el protocolo de desconexión de la emisión interna del
habitáculo. Durante treinta segundos, se interrumpiría la emisión de señal a la
Tierra, y para cuando se reanudase, viajaría al hogar a través del pequeño
satélite. Eso significaba que habría un parón de medio minuto en la emisión del
programa Man on Mercury. A Nihon le satisfacía sobremanera. Había fantaseado
durante los últimos meses con ese reducido momento de privacidad,
imaginándose qué hacer o qué decir. Pero sabía que, en el fondo, pasaría los
treinta segundos activando y desactivando comandos.
Pulsó la pantalla, y emitió el último mensaje: Nihon emitiendo mensaje 23003/b:
procedo a desconexión temporal.
Activó el comando de desconexión, y se imaginó los rostros en el Control de
Misión. Nihon sonrió. Sabía que no era así. Seguirían recibiendo su señal hasta
unos catorce minutos más, a causa del retardo. Pero desde el punto de vista de
Nihon, estos eran sus segundos de libertad. Empezaron a surgir avisos en la
pantalla, se encendieron alarmas sonoras y visuales. La paz que hubiese deseado
para esos segundos de independencia ni siquiera llegó a ser efímera. Pulsó
decenas de ACEPTAR, de SI o NO, completó datos y cuadros, cerró ventanas,
desactivó avisos. Para cuando terminaron los treinta segundos, e hizo efectiva la
reconexión, se percató de que su momento de intimidad, tal y como había
supuesto, había pasado con intimidad pero sin pena ni gloria.
Pulsó la pantalla, y emitió un primer mensaje: Nihon emitiendo mensaje
23003/c: reconexión finalizada, se solicita confirmación de emisión.
Lo bueno de la vida, pensó, a veces ni siquiera es efímero. A veces, ni siquiera
es.
Respiró hondo. En dos horas, estaría en Mercurio.
12
Precipitarse hacia un planeta. Sonaba fácil, y había sonado fácil cuando se lo
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habían explicado una docena de ingenieros espaciales, astrofísicos, y asesores de
todo tipo. Pero ahora veía el planeta plantado a sus pies, los kilómetros que le
separaba de él. Todo era diferente. No importaba que se hubiesen revisado los
cálculos un millón de veces, o que los materiales hubiesen sido testados hasta
certificar que eran casi perfectos. Nada importaba. Él era el que estaba allí, y
tenía miedo.
Pasó a control oral, y flotó hacia su asiento, una pieza que había permanecido
desmontada durante todo el viaje de ida, y que ahora parecía mirarle colgada en
un lateral, casi un sofá espacial. Se colocó rebotando contra los laterales
acolchados y recubiertos de un falso cuero azul oscuro, y antes de colocarse los
cinturones se estiró el fino traje espacial. Se sentía extraño con él, un mono
blanquecino de unos tres centímetros de grosor, con paneles en los antebrazos y
minúsculos depósitos de aire en la cara interna de los muslos y en la zona
lumbar. Se figuró que unas décadas atrás, cualquier astronauta habría pensado
que en lugar de un traje espacial, aquello parecía un traje de fiesta, nada que
pudiese proteger a nadie fuera de la Tierra. Respiró hondo, y se estiró hasta
sujetar el casco, que permanecía a un lado sujeto por un velcro. Lo miró: una
escafandra casi esférica, aunque algo achatada, como creada a imagen y
semejanza de la esfera terrestre. Completamente transparente, daba una falsa
impresión de fragilidad, pero Nihon sabía que el material con el que estaba
fabricada, un polímero de nombre kilométrico, era casi tan resistente como el
titanio.
Comprobando control oral, murmuró. El ordenador de a bordo, preparado para
interpretar los tonos y timbres de su voz, tardó menos de un segundo en
responder.
Control oral operativo.
Nihon asintió, y tratando de disimular sus nervios, alzó una mano frente a una de
las cámaras, y saludó tímidamente. Era consciente, o vagamente consciente, de
que le observaban millones de personas desde la Tierra. Aunque la audiencia
normal de un día cualquiera de su viaje ya era suficientemente impresionante, en
los últimos días se había vuelto inconcebible. En ese justo instante, o más bien
doce minutos y medio más tarde, la audiencia podría alcanzar fácilmente los
doscientos millones de personas. Stington debía estar frotándose las manos.
Se colocó el casco, y una vez hubo encajado con el característico clic, lo giró
para convertir el interior del casco en un lugar hermético. Respiró hondo. El aire
estaba seco y no sabía absolutamente a nada. Tras meses oliendo su propio aire
reciclado, cargado de sudor y toxinas y otros olores corporales, de feromonas
inútiles y onanismo no consumado, aquel aire parecía el súmum de la higiene.
Echó un vistazo a los indicadores del antebrazo izquierdo. La diminuta turbina
de los depósitos de aire funcionaba perfectamente. El suministro de aire era
perfecto. Se ajustó los cinturones, volvió a respirar hondo, y cerró los ojos. La
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oscuridad le llevó a un lugar tranquilo, a pesar del sonido martilleante de su
corazón en el pecho. Este no era un vahído espacial de los de siempre. Estaba a
punto de dar uno de los pasos más gigantescos de su vida.
Abrió los ojos.
Vamos allá, murmuró.
13
Mercurio apenas poseía atmósfera. En un planeta con una gravedad tan baja, y
sin apenas campo magnético, los gases, fuesen cuales fuesen, se iban escapando
lenta pero inexorablemente hacia el vacío del espacio. Había oxígeno, helio,
hidrógeno, sodio, potasio,… e incluso un poco de vapor de agua, que procedía
del eventual impacto de cometas, mientras que el resto de elementos tenía su
origen en la desintegración durante eones de los elementos radioactivos. A
efectos prácticos, Nihon sabía que no existía atmósfera. De modo que no debía
temer que aquel módulo experimentase una fricción terrible durante la entrada.
Nada de chispas, ni superficies refulgiendo al punto de fusión, ni nada por el
estilo. Ni siquiera grandes temblores ni estructuras crujiendo.
Dio la orden verbal: Procediendo a entrada en diez segundos.
Los altavoces del ordenador de abordo corearon sus mismas palabras a la
perfección, imitando incluso hasta el tono. Y aunque Nihon no podía verlo, el
vehículo comenzó a deslizarse hacia el polo norte de Mercurio, perdiendo altitud
casi imperceptiblemente. La pantalla de su antebrazo derecho, y el resto de
pantallas del habitáculo, mostraban simulaciones e imágenes de las cámaras
externas. La de su antebrazo izquierdo mostraba tablas de datos y anotaciones
demasiado complejas como para analizarlas antes de que su significado ya fuese
inservible. Respiró hondo. Notó un leve crujido.
Se precipitaba hacia Mercurio. Sin embargo, no sentía en absoluto que se
estuviese moviendo. Los ventanucos ofrecían la misma imagen estática de unos
minutos antes, pequeñas porciones de estrellas y cosmos oscuro, y en las que se
abrían hacia el Sol, el metal polarizado regalaba la misma imagen atenuada.
Nada cambiaba. Y sin embargo, caía controladamente. Durante los seis meses
anteriores, y quizá incluso antes, se había imaginado ese momento. Lo había
imaginado épico, cargado de emociones, se había visto a sí mismo ante una
retahíla de recuerdos, de vivencias anteriores, la visión de amigos, familiares,
viejos amores,… pero ahora, se daba cuenta de que había fantaseado en balde.
No recordaba a nadie, ni siquiera a Úrsula. Nada más era capaz de deslizar su
mirada entre las diferentes pantallas, las diferentes imágenes, sus antebrazos, su
respiración acompasada pero aún así nerviosa. No había épica. Estaba
descendiendo a Mercurio, pero cualquier cineasta habría imaginado algo más
emocionante.
El ordenador de a bordo le informaba periódicamente de los avances en el
246
descenso. Con su voz artificial, pero aún así buen imitación de la voz humana,
decía: variación de treinta décimas de grado del rumbo previsto, corrección
realizada; propulsor número 3 en 98%; recalentamiento excesivo del motor
número 5; incidente de nivel verde en sector 43. No había nada alarmante en
esas frases. Eran nimiedades en un descenso orbital. Nihon esperaba escuchar
las palabras: penetrando en la atmósfera de Mercurio.
Y como las palabras no llegaban, pues era demasiado pronto, trató de relajarse y
dejó vagar su mente unos segundos. Pensó en su huerto. Nadie lo cuidaba, pero
estaba seguro de que las semillas caídas en el anterior verano y otoño prenderían
en una tierra de por sí fértil y que crecerían salvajes. ¿Cuál era la estación en el
hemisferio norte? Abrió los ojos que sin querer había cerrado. El módulo tembló
durante un instante, todo crujió. Era paradójico, pero no recordaba en absoluto
en qué mes vivía. Podía acertar el año, pues habría sido inadmisible olvidarse,
pero no el mes y ni mucho menos el día. Decidió no esforzarse más, y su huerto
se materializó de nuevo en su mente, en una suerte de paso acelerado de las
estaciones: hojas castañas, negras y amarillas cayendo desde los frutales a una
tierra húmeda; hojas pudriéndose, plantas de temporada desmoronándose sobre
sus mismos tallos otrora verdes; lluvia cayendo y transformándose en copos de
nieve; tierra desapareciendo cubierta de un manto blanco; el manto poblándose
de charcas que reflejaban la luz de un sol primaveral, y luego decreciendo hasta
dejar pasar la hierba y los primeros brotes; floreciendo los frutales, creciendo las
plantas, cielo cubierto de pajarillos en busca de pareja; amaneciendo los frutos,
bullendo sus azúcares por doquier en una explosión orgánica, relanzándose los
colores, llameando el Sol. Vivía el fin del estío y los comienzos del otoño
impredecible, cuando escuchó las palabras.
Penetrando en la atmósfera de Mercurio.
Echó un vistazo a los indicadores, al tiempo que el módulo volvía a temblar. No
le separaban de la superficie polar de Mercurio más que unos pocos kilómetros.
Siete minutos y treinta y tres segundos para protocolo de mercurizaje, dijo la voz
artificial, su única compañera en aquellos momentos de fantástica soledad.
Luces de cabina, apagadas, murmuró Nihon. El ordenador pareció
desconcertado medio segundo, y luego rogó confirmación de orden. Nihon la
repitió, y las luces se desvanecieron. La cabina se sumió en una oscuridad que
pronto, cuando su vista se acostumbró, fue simplemente una penumbra creada
por la luz de las estrellas y el brillo de la superficie mercuriana ante los potentes
rayos solares atravesando los ventanucos.
Notó un incómodo vaivén, y supo que el vehículo se estaba reubicando sobre su
mismo eje para iniciar la secuencia de aterrizaje. Se sintió un poco mareado
durante unos segundos, pero todo era demasiado emocionante. Dejó de mirarse
los antebrazos. Era un momento que debía disfrutar. Dentro del casco, un pez
tras el cristal de la pecera, en la penumbra de un universo por el momento
247
amable, se sentía en paz, se sentía en un lugar especial. En el lugar correcto.
Protocolo de mercurizaje activado, dijo la voz.
Nihon respiró hondo. Ahí vamos, pensó. Sentía que ya podía tocar la superficie,
pero todavía faltaban unos minutos.
Alguien tocó una bonita sonata de piano en su mente. Sonrió, mientras notaba
como el módulo iba frenándose con la ayuda inestimable de los contrapropulsores. Las G se incrementaron y sintió su cabeza mucho más pesada. Una
leve sensación de ahogo se extendió por todo su esternón y las costillas,
aplastando los pulmones, pero duró solamente unos instantes. Por los
ventanucos, como en un caleidoscopio de claroscuros, surgieron cumbres grises
recortadas contra horizontes negros punteados de estrellas. El Sol, desaparecido.
Finalmente, el módulo penetró un mar de oscuridad, y tras un traqueteo
incólume la quietud se extendió por el exiguo habitáculo. Durante un instante,
no ocurrió nada. Por los ventanucos no entraba ni pizca de luz, y el interior de la
estancia era un pozo negro. Sentía sus latidos restallando en el pecho, y los
músculos de sus piernas dobladas experimentando la nueva gravedad. Nadie dijo
nada, pero estaba en Mercurio.
Mercurizaje finalizado, confirmó el ordenador. Pasando a inspección completa
de instrumentos. Nivel azul en todo el módulo.
Enciende luces de cabina, pidió Nihon con la voz temblorosa.
La luz iluminó el habitáculo. Se liberó de los cinturones de seguridad, y alzó las
piernas dobladas. La gravedad no parecía muy diferente de la que había
experimentado durante los últimos meses gracias a la acción del torus, así que en
cierto sentido se sentía como si continuase flotando. Pero no, estaba en
Mercurio. Saltó del asiento, y lo miró medio segundo antes de acercarse a uno
de los ventanucos. Agarrado al diminuto alféizar, observó. Pero no había nada
que ver, más que oscuridad. Si alzaba la vista, la negrura se rompía finalmente
para dejar paso a un cielo estrellado. Buscó poesía pero no la encontró. Algo
decepcionado, alzó la voz.
Encender luces exteriores.
El módulo estaba equipado con cinco potentes focos externos, que tardaron
menos de treinta segundos en encenderse, iluminando el hoyo polar número 4,
cráter Priscilius. Observó las paredes de roca gris, ocultas a la luz durante
millones de años, y que de pronto eran visibles en una causalidad difícil de
estimar. Tenían unos treinta metros de altura sobre el fondo del hoyo, pero su
pendiente no superaba treinta y cinco por ciento. Nihon clavó los ojos en la roca.
Parecía basalto, aunque sabía que no era exactamente así, y presentaba líneas
curvas y rectas, cortadas y mal encajadas, y por momentos, afloramientos
globosos de lo que parecía lava rápidamente enfriada en torno a burbujas de gas.
Fugaces reflejos llamaron su atención a pequeños bultos con forma de termitero,
formado por cristales de silicatos con obtusas caras planas entremezcladas con
248
superficies amorfas y romas. Una gruesa capa de polvo parecía cubrirlo todo,
pero el aterrizaje había generado un chorro de gases que tras chocar con el suelo
había ascendido, removiéndolo todo. Ahora, una falsa atmósfera brumosa y
sucia se levantaba unos centímetros sobre el suelo. Parecía niebla, y Nihon sintió
la escena un tanto siniestra. Podía imaginarse a terribles formas de vida
alienígenas emergiendo de la niebla y arrastrándolo al interior más caliente de
aquel pequeño planeta, en un burdo intento de escena de una película de serie B.
Pero no había nada de eso.
¡Estaba en Mercurio! Era el primer hombre en aterrizar en aquel pedrusco
chamuscado por la mano candente del Sol, y tenía muchas cosas que hacer.
14
Entró en la estrecha cabina, y cerró la puerta tras de sí. Tras comprobar por
enésima vez que el sistema de suministro de aire funcionase, pulsó la tecla
verde. Un zumbido parecido al de una olla a vapor sonó durante unos segundos,
mientras la cabina se despresurizaba, y luego acaeció de nuevo el silencio. Pulsó
la tecla roja, y la puerta se deslizó a la derecha, desapareciendo en el interior del
fuselaje. Más allá del rectángulo abierto ante él estaba Mercurio, a sus pies, en
forma de suelo polvoriento y pared de roca negra, y más arriba, el cielo
estrellado. Se miró las piernas, las botas. Sintió un leve frío, pero sólo fue un
instante. Luego, notó que empezaba a sudar a pesar de los ciento veintitrés coma
cuatro grados negativos del exterior. Era paradójico. Se encontraba en uno de los
planetas más cercanos al Sol, un lugar en donde los termómetros podían
alcanzar casi los quinientos grados centígrados, pero no sólo no había ni rastro
del Sol ni del calor, sino que la temperatura se hallaba casi a la misma distancia
del cero absoluto como del cero centígrado.
Miró la escalerilla, desplegada a los pies de la puerta con tan sólo tres escalones
de metal, y luego un espacio de veinte centímetros hasta el suelo. Todas las
cámaras exteriores, y también algunas interiores, estaban grabando en alta
definición el momento. Un juego de luces cruzadas iluminaba el escenario. Era
el momento. Sintiéndose/sabiéndose mejor que otros exploradores anteriores,
bajó el primer escalón, el segundo, y saltó directamente al suelo.
No sonaron trompetas, pero sintió la euforia de ser el primero en pisar un lugar
nuevo. Sintió la euforia de sentirse especial.
Pasó unos minutos dando saltitos de un lado para otro, poniéndose de cuclillas y
observando y casi admirando el aspecto del polvo, casi ingrávido sobre el suelo
y que sus propios pasos iban agitando. Agarró un puñado con un mano, y
alzándola, abrió la mano y dejó caer el polvo. Admiró durante unos segundos a
las partículas más pesadas cayendo hacia el suelo y arrastrando consigo el polvo.
Se formaron esquirlas de un material tan fino que ya era casi humo, y que por
249
momentos parecía la humareda retorcida de un fumador empedernido. Luego,
caminó hasta donde comenzaba la pendiente, y rozó con la tela de sus guantes la
superficie helada, rugosa y atravesada por líneas de fractura. A los pocos
minutos, volvió sobre sus pasos, y observó el módulo, una figura cilíndrica y
algo abombada en su ecuador, sostenida por soportes arácnidos y de extremo
plano. El blanco que un día fuera impoluto se había ensuciado por el polvo de la
superficie y ahora se parecía mucho más a lo que Nihon creía que debía ser un
navío espacial tras años de viaje. Sobre las planchas curvadas que formaban la
cubierta, miró casi sin ver la retahíla de esponsors y patrocinadores que con su
simbología moderna y dinámica trataban de llamar la atención. Perdida entre
tanto artificio, encontró los escudos de armas de las agencias espaciales que
involucradas en el proyecto, y también la de varios países que a pesar de no
financiar a las agencias reclamaban su pedazo en el pastel de la oficialidad.
Sabía que debía colocar una bandera. Por una cara, el símbolo de Life&Space
Entertaiment. Por la otra, la de su nación. Le parecía un acto de simbolismo
estúpido. No estaba conquistando a nadie, no estaba tomando como suyo ese
planeta que vagaba a las faldas del Sol. No era dueño de nada. Clavar la bandera
no significaba nada más que perpetuar los viejos anhelos masculinos de dominio
(efímero). Sin embargo, el contrato que había firmado así lo especificaba. No
cobraría ni un céntimo si no colocaba la bandera. Y dado que lo había firmado
en su día, que lo había aceptado, ahora debía cumplir con su supuesta y
coaccionada palabra. Se acercó a la cabina, e inclinándose sobre el primer
escalón, estiró una mano y tomó la bandera y el pequeño mástil. Caminó unos
metros, y allí donde las luces se cruzaban entre ellas, puso el mástil de pie y
trató de clavarlo. Se hundió un palmo en el polvo acumulado durante millones
de años en estratos gélidos y casi congelados. Le enganchó la bandera, y pulsó
una tecla casi imperceptible en lo alto del mástil. Este comenzó a vibrar, y
pronto se dibujaron ondas sobre la tela plastificada. Evitó mirarla como
creyéndose más digno, y se quedó plantado ante ella pero mirando a lo alto, a las
estrellas.
Aquí estoy, pensó. En Mercurio. Desde las cámaras, millones de internautas
veían la figura solitaria de Nihon ante la bandera. Los de Life&Space
Entertaiment pondrían las imágenes acompañadas de música patriótica y
emotiva, y un número incontable de hombres y mujeres llorarían emocionadas.
Sin embargo, en el interior de aquel traje, Nihon no podía retirar la mirada de la
pared de roca, la larga pendiente que ascendía entre afloramientos de silicatos y
líneas de fractura, y finalmente, la cima recortada contra el cielo estrellado.
Sintió que asomaban las lágrimas en sus ojos, las notó correr por sus mejillas y
formar rápidos en los hoyuelos junto a sus labios y luego deslizarse hasta el
borde de la mandíbula. Se las habría limpiado, pero el casco era un obstáculo
insuperable.
250
No sabía exactamente por qué lloraba, ni tampoco qué hacía exactamente en
Mercurio. Pero estaba allí. Eso era lo único importante.
15
Nihon rodeó varias veces al módulo, como un musulmán la Kaaba. Aunque en
lugar de admirar al espacio vital, admiraba las paredes de roca que la rodeaban,
aquel hoyo número 4 en torno al cráter Priscilius. No había gran cosa allí.
Afloraban racimos de silicatos por doquier, entre el suelo liso cubierto del polvo
depositado durante años, y pedazos de hielo grisáceo acumulado en recovecos. Y
también las paredes inclinadas, de negra roca casi lisa, con pequeños surcos y
cavidades semi-esféricas allí donde en medio de la lava en proceso de
solidificación había reventado una burbuja de gas. Varias veces alargó su brazo y
con su guante acarició la superficie rugosa. Varias veces, alzó la mirada para
observar aquel mar de estrellas. Y al fin, buscó el punto en que la pendiente era
menor, y se decidió a ascender. El hoyo 4 tenía una profundidad de unos treinta
metros, y aunque los focos lo intentaban, parte permanecía oculta en las
sombras, y no podía quitarse de la cabeza la sensación de encontrarse en el
fondo de un pozo. Ascendió por la pendiente con facilidad. La escasa gravedad
le hacía sentirse ligero como un globo lleno de helio, y la goma dentada de las
botas le permitían amarrarse a la superficie. Pronto notó su respiración
entrecortada, pero la euforia aplacaba rápidamente cualquier otra sensación.
Alcanzó la superficie, y se quedó plantado admirando el paisaje polar de aquel
planeta perdido junto al Sol. Durante minutos, no se movió ni un ápice. A su
alrededor, se extendía en todas direcciones un paisaje alienígena y plagado de
detalles a pesar de su realidad pintada de gris, blanco y negro. Frente a él, y
hacia el sur, observó un collage de llanuras cubiertas de grandes peñascos de
bordes afilados, coladas de lava congeladas hacía millones de años, sombras y
luces, pequeños cráteres diseminados, profundas grietas teñidas de un negro
impenetrable. A sus espaldas, las paredes del borde del cráter Priscilius se iban
alzando con suavidad, y el hoyo 4 caía más abrupto de lo que parecía hacia un
fondo plano donde destacaba el módulo blanquecino y su retahíla de luces,
como un insecto agonizando, pálido como la muerte: artificial. Se dio de nuevo
la vuelta. Aquellas largas llanuras desaparecían en un horizonte irregular que
cortaba por la mitad una estrella más brillante que las demás: el Sol. La miró
fijamente. Aquel eterno amanecer, o eterno atardecer, qué más daba. En aquellas
regiones polares, el Sol, a pesar de que estaba tan cerca que casi se le podía
tocar, no llegaba nunca a superar el horizonte. Bailaba sobre él en una danza
exótica, a veces retrocedía para luego avanzar de nuevo o volver a retroceder,
como si estuviese tomando el pelo a los ojos de un improbable observador. Más
tarde, dio unos pasos al frente, y caminó por un suelo firme que descendía
ligeramente. Terminó sentándose sobre una roca plana, a modo de banco. La
251
respiración agitada se había ido calmando con el paso de los minutos. Aquel
lugar transmitía una sensación de muerte y tranquilidad, de paz. No había más
rastro de vida en Mercurio que el mismo Nihon. La soledad era absoluta, casi se
podía palpar físicamente, aunque sabía por experiencia que la soledad que
viviría en el hoyo 4 no podía compararse a otras modalidades que asolaban una
Tierra cada vez más superpoblada pero donde las personas cada vez se conocían
menos. Sintió que se volvía todavía más ligero, y aunque durante un segundo
creyó que se desmayaría, no era eso. Su mente en blanco se estaba empapando
de una experiencia que jamás había vivido. Quizá no tuviese la habilidad
suficiente para describirlo, pero lo estaba sintiendo. Estaba viviendo una
epifanía como nunca antes le había ocurrido. De pronto, había averiguado por
qué estaba en el polo norte de Mercurio, sentado sobre una roca en torno a un
cráter y con la vista clavada en llanuras repletas de peñascos y lava congelada.
Aunque no pudiese describirlo, ahora lo sabía.
Al notar que su trasero iba enfriándose peligrosamente, muy a pesar del sistema
de calefacción y aislamiento del traje espacial, se levantó y caminó de nuevo al
borde del hoyo 4. La epifanía había desaparecido hacía mucho rato, y se
sorprendió al ver comprobar que habían pasado dos horas y media desde que
diese el primer paso de un hombre en el planeta más pequeño del Sistema Solar.
Los minutos habían pasado como si fuesen segundos. Observó el módulo en el
fondo del hoyo, y le dio la impresión de estar viendo una caravana destartalada.
Dio una última vuelta de 360 grados sobre sus pies: hoyo y módulo, coladas de
lava, rocas, llanura, paredes del cráter, cielo estrellado. Aquel sería su hogar en
los próximos seis meses. O tu tumba para siempre, susurró una voz. Nihon
asintió abrazando la lógica. La euforia le impedía sentir miedo alguno, pero se
encontraba en un sitio peligroso, un lugar donde el mínimo despiste podía
matarle. Su mirada cayó de nuevo al módulo. En sus laterales, acoplados como
la mochila de un peregrino, se encontraba todo lo necesario para garantizar su
supervivencia en los siguientes meses. En Mercurio la vida era un tesoro
preciado que necesitaba de mucho para auto-perpetuarse. No había apenas
oxígeno en la tenue y casi insignificante atmósfera, y el agua se encontraba en
grandes bloques de hielo sucio; no encontraría ni un gramo de alimento en toda
la superficie mercuriana, y el frío era tan intenso que no era improbable que
algún aparato dejase de funcionar. Contra todo ello, en la mochila de su módulo
se encontraba un arsenal especialmente preparado para asegurar que Nihon
retornase a la Tierra. Por un lado, veintitrés paneles solares, perfectamente
empaquetados y dispuestos para conectarse y funcionar. Puesto que se
encontraba en latitudes polares, el Sol apenas iluminaba la superficie. Los hoyos
como en el que se encontraba, al igual que cráteres y grietas, vivían sumidos en
una oscuridad eterna, un frío plutoniano. El Sol, a causa de la casi inapreciable
252
inclinación del planeta, no subía más allá del horizonte, de modo que para
obtener la energía suficiente para mantenerle con vida, los paneles solares irían
montados en torno a un mástil de casi cincuenta metros de altura. Muy por
encima del suelo del hoyo, y de la superficie, los paneles recibirían la suficiente
radiación solar como para abastecerle energía de sobra. El suministro de agua se
solucionaba más fácilmente. En todo el suelo del hoyo 4, así como en otros
hoyos cercanos y en el cráter Priscilius, se encontraban importantes depósitos de
hielo sucio. Nihon solamente debía cortarlos, e introducirlos dentro de la
estación depuradora, un cajón del tamaño de una lavadora que se encargaba, al
mismo tiempo, de trocear el hielo, fundirlo y depurarlo. Además, el sistema de
reciclado de aire estaba capacitado para filtrar el vapor de agua del aire, así
como de tratar la orina para extraer hasta el último mililitro de agua. Con el
suministro de agua y energía solucionado, el principal escollo para sobrevivir en
aquel lugar era el aire. La atmósfera mercuriana carecía casi de oxígeno. Era
demasiado tenue, y el vital elemento demasiado escaso. Afortunadamente, había
oxígeno de sobra atrapado en el interior de los afloramientos de silicatos. Esto
resultaba un tanto engañoso, puesto que extraer el oxígeno de los silicatos era un
proceso que durante años había traído de cabeza a los ingenieros espaciales. No
por el proceso en sí, conocido como electrolisis de silicatos, sino por las
limitaciones de la exploración espacial. En la Tierra, cualquiera podría diseñar
una cadena de extracción de oxígeno bastante eficaz. Reducir esto a un aparato
que pudiese transportarse en una sonda era otro cantar. Tras años de diseños
inservibles, el módulo incluía un equipo de electrolisis del tamaño de una
bañera, con el aspecto de un bio-reactor, y que, con un consumo de energía
relativamente bajo, era capaz de romper los silicatos, extraer su oxígeno, y
bombearlo al sistema que gestionaba el suministro de aire. Finalmente, quedaba
el único problema no resuelto: la comida. No había nada en Mercurio que un ser
humano pudiese echarse a la boca, al menos, nada que le sirviese para
sobrevivir. Lo único con lo que podía contar Nihon era con las reservas del
módulo.
Llegó al fondo del hoyo, y observando durante un segundo la bandera, pensó en
los intensos días que le esperaban. Debía alzar el mástil con los paneles solares
cuanto antes, para garantizar el flujo de energía, y paulatinamente hacer
funcionar el equipo de electrolisis, la estación depuradora de hielo,… además de
emprender la docena de experimentos científicos que el diseño de misión había
planteado realizar durante el primer mes. Si a ello le sumaba los trabajos
habituales de mantenimiento del módulo, y de los blogs y entrevistas que
Life&Space Entertaiment le obligaba a hacer cada día, Nihon tenía la impresión
de que el único descanso se reduciría a las horas de sueño…
Entró. Tras él, se cerró la puerta con un chasquido brusco, y el pequeño
habitáculo pareció cerrarse también sobre él. Sonó un pitido, y a continuación
253
cayó sobre Nihon una lluvia atomizada de líquido limpiador. Al igual que en la
Luna, el polvo de Mercurio era una de las amenazas más peligrosas para la
misión. Demasiado fino y ligero, parecía capaz de atravesar el hermetismo de
cualquier esclusa o ventanuco, superar las juntas más impenetrables jamás
concebidas. Aquella lluvia, formada por diversos gases y partículas metálicas
suspendidas, lograba arrastrar el polvo al suelo del habitáculo, en donde un
chorro de agua se lo llevaba a un depósito. Superado el trámite, la puerta interior
se abrió, y Nihon se quitó el casco y aspiró el aire seco. Tenía el rostro cubierto
de sudor, y un cansancio global empezaba extenderse por todo su cuerpo,
convirtiéndole las extremidades en pesados cilindros. Dejó el casco a un lado y
se sacó el traje. En las pantallas parpadeaban decenas de mensajes. Nihon saludó
a las cámaras, sonriendo con ironía. Estaba seguro de que Life&Space
Entertaiment le enviaba alguna amonestación por no haber entrado antes a
responder alguna entrevista estúpida. Había roto el programa de misión. Debería
haber permanecido en el exterior durante una hora, y después entrar a atender
sus ‘compromisos’. Colgó el traje en una percha, y se dejó caer sobre varios
almohadones. Si, estaba realmente cansado. Se había pasado varios días en
perpetua tensión, casi sin dormir, y ahora, su cuerpo parecía decir ‘bien, ya está
todo hecho, todo está bien, descansa, disfruta’.
16
Durmió hasta que la insistencia de los mensajes le despertó. Se desperezó
sintiéndose algo avergonzado por haberse quedado dormido, y se levantó
bostezando. Aún somnoliento, bebió un largo vaso de agua mientras examinaba
la estancia como si jamás hubiese estado allí, como si los seis meses que llevaba
metido en aquel cascarón nunca hubiesen sucedido realmente.
Mi casa, pensó, mintiéndose a sí mismo.
Enfocó una de las pantallas. Había una cantidad intolerable de mensajes. Se
superponían unos a otros rodeados de diversos halos de colores, indicadores de
su prioridad. Los desestimó todos menos los de halo rojo. Desde el Control de
Misión exigían informes de datos. Nihon suspiró algo contrariado. Sabía que el
ordenador de a bordo enviaba paquetes de información cada quince segundos.
En ellos estaba todo lo que Control de Misión necesitaba. Le ponía de mal
humor aquella estúpida reiteración de tareas, pero todavía se sentía eufórico, así
que se lo tomó con calma y envió todo lo que sus directores de misión le pedían,
además de activar diversos protocolos de auto-análisis. En la prioridad
inmediatamente inferior, la naranja, Life&Space Entertaiment le exhortaba a
atender sus obligaciones. Debía actualizar el blog lo antes posible, así como
responder media docena de entrevistas. Entre los mensajes más recientes, se le
informaba de que había acumulado una importante cantidad de amonestaciones,
que se traducirían en pequeñas multas económicas. No le importaba lo más
254
mínimo. Minimizó sus obligaciones, y atendió el correo personal, que el gestor
de mensajes marcaba siempre con la menor prioridad, la blanca. Buceó entre una
auténtica marea de mensajes. Aunque la mayoría procedía de la Tierra, también
había comunicaciones con origen en Marte, en Venus, o en otros lugares del
Sistema Solar donde todavía había humanos desarrollando misiones. Por
cortesía o por verdadera emoción, una miríada de astronautas le felicitaban por
el hito logrado, a saber, viajar solo en una nave de bajo coste hasta el planeta
más cercano al Sol, y aterrizar con éxito convirtiéndose en el primer ser humano
en hacerlo. Sintió la necesidad de responder que prefería dejar las felicitaciones
para cuando aterrizase en la Tierra y volviese a respirar el aire fresco de las
montañas. Buscó un correo de Úrsula, pero no lo encontró, y trató de reprimir
una punzada de decepción. Era fácil. Nada, virtualmente, podía destruir la
fortaleza que la euforia había construido. Quizá unas horas más tarde, pero no
ahora. Abrió su blog personal, y pulsó en ‘Entrada nueva’. Se materializó ante él
una página en blanco, el desafío del escritor.
Vamos, ordena tus pensamientos y hazlo interesante, murmuró.
Empezó a teclear, sin saber muy bien a dónde le llevarían las palabras.
17
Nihon se asustó en dos fases.
En la primera, como si fuese el preludio de la catástrofe, las luces del módulo se
fundieron durante diez largos segundos, durante los cuales Nihon fue un
fantasma frente a la luz deslumbrante de las pantallas. Las luces regresaron
como si nada hubiese sucedido, y cuando se proponía terminar de escribir la
actualización de su blog, e investigar qué había ocurrido, la pantalla se fundió en
negro, y apareció un mensaje de prioridad total. Y eso solamente podía significar
algo muy malo. Luego, le arrolló la segunda fase. Pulsó el recuadro y la voz
artificial del ordenador transmitió con una indiferencia horrible la noticia.
El módulo de regreso está sufriendo una desviación grave y progresiva en su
órbita.
Un profundo escalofrío erizó el vello de sus brazos. Sintió que le ardía la cara.
Notó que alguien le apretaba el pecho.
¿Qué?, murmuró con la voz temblorosa. El ordenador repitió lo que había dicho.
Nihon se obligó a pensar con rapidez.
Restablece la órbita con los propulsores secundarios.
He realizado la maniobra dos veces sin resultado, respondió.
Inténtalo otra vez, dijo. Sintió frío. Mientras el ordenador cumplía la orden,
comenzó a escucharse en su mente un ruido de tambores, como el explorador de
una selva que aunque todavía se encuentra rodeado de maleza, intuye la cercanía
de la tribu por la música de sus rituales. Tardó unos segundos en darse cuenta de
que eran los latidos de su corazón.
255
Maniobra sin éxito, constató el ordenador.
Aplica la máxima potencia de los propulsores secundarios, ordenó Nihon, y
muéstrame las gráficas de simulación.
El recuadro de máxima prioridad desapareció y fue reemplazado por una
simulación en tres dimensiones, y a tiempo real, del movimiento del módulo de
regreso. Nihon tamborileó sobre la pantalla con los dedos, mirando sin mirar la
cascada de datos de posición. Pensó en la orden que acababa de dar. Aplicar la
máxima potencia de los propulsores comprometía el viaje de vuelta, pero no se
le ocurría nada más. Se obligó a mirar la pantalla. Buscó la posición del Gazer,
pero el módulo se había desplazado tanto de su órbita que el satélite ya estaba
demasiado lejos.
Maniobra sin éxito, cantó el ordenador.
Joder, gritó, golpeando la pantalla. Envía la información con prioridad total a
Control de Misión.
Se miró las manos, y vio asustado cómo temblaban.
Esto no puede estar pasando, murmuró. El módulo de regreso caía hacia
Mercurio. Hacía un par de horas, su órbita era perfectamente estable. Ahora, se
deslizaba hacia Mercurio presa de su ridícula gravedad, a un futuro inmediato en
el que se estrellaba y se hacía pedazos en algún punto del planeta en donde el
Sol abrasaba la superficie derritiéndolo todo. Se imaginó los restos del módulo
diseminados en un radio de kilómetros, fundiéndose sobre alguna roca plana
como un pedazo de mantequilla sobre la tostadora.
Enciende motores principales, dijo, desesperado. Necesitaba aquel combustible
para volver a la Tierra, pero también necesitaba el módulo, y estrellado sobre
Mercurio no le servía de nada. El ordenador se lo advirtió, pero Nihon no sabía
qué hacer. Haz lo que te digo, exigió. El ordenador aceptó y, tras unos segundos
de tensa espera, comunicó el resultado.
Maniobra sin éxito.
¡No!, gritó Nihon. Sentía la cabeza a punto de estallar, aunque al mismo tiempo
parecía hacerse ligera y empezar a flotar. Hiperventilaba.
Los depósitos de combustible han bajado a un 98%, continuó como si Nihon le
hubiese pedido conversación. El regreso no está comprometido, añadió.
¡Cómo que no está comprometido! ¡Viaja hacia el puto ecuador!, chilló. Pero el
ordenador no estaba diseñado para participar en una discusión. Simplemente,
solicitó nuevas órdenes. ¿Ha sobrepasado el punto de no retorno?, preguntó.
Sobre la pantalla, apareció una línea punteada de rojo, que marcaba el punto que
Nihon necesitaba conocer. Un recuadro indicaba el tiempo que faltaba para que
su módulo de regreso cayera irremediablemente hacia Mercurio: doce minutos y
treinta segundos.
Llegó un mensaje de Control de Misión.
Estamos analizando el problema. Programa impulsos sostenidos de los motores
256
principales para recuperar órbita alfa, y mantente a la espera.
¡Y una mierda de espera!, gritó Nihon, levantándose. Hundió la cabeza en sus
manos y sintió la imperiosa necesidad de llorar, o de hacer algo, cualquier cosa...
Sin embargo, simplemente comenzó a repetir no, no, no, no, no, no, no, no, no,
como un mantra, como el último pedazo de madera al que aferrarse tras un
naufragio. Sacó la cara de entre sus manos, y programó con la voz entrecortada
lo que Control de Misión le había sugerido. Luego, volvió a hundirse en el
abrazo cálido de la palma de sus manos.
Maniobra sin éxito, escuchó un rato más tarde, nunca supo cuánto.
Echó un vistazo al marcador: cinco minutos y cuatro segundos.
Y contando.
Para cuando llegaron los siguientes mensajes de Control de Misión, el módulo
de regreso ya había superado el punto de no retorno. Siete minutos más tarde, el
Gazer le informó de que se había estrellado en un amplio falso valle a unos
trescientos kilómetros al norte de la línea del ecuador.
Nihon no podía pensar más que en la muerte.
La muerte que había pasado de ser una incertidumbre a convertirse en una
certeza absoluta.
Moriría.
18
Nihon sabía que nadie iría a por él. Man on Mercury era la última gran misión
financiada por Life&Space Entertaiment, y con la grave crisis mundial
destruyendo cualquier cosa que se pusiese en su camino, como un megatsunami
arrasando las costas, las agencias espaciales no moverían un dedo por él. No en
vano, sólo se trataba de un hombre. Un náufrago.
El módulo de regreso era el único vínculo que le permitiría volver a la Tierra.
Sin él, estaba atrapado en aquel pedazo de roca ardiente y al mismo tiempo
congelada. El módulo en el que ahora se encontraba no tenía más combustible
que el que había utilizado para ingresar en la atmósfera de Mercurio y aterrizar
en el hoyo 4. En los tanques que se encontraban bajo sus pies no había más que
cantidades residuales. Ni de lejos suficiente para despegar y alcanzar la
velocidad de escape suficiente. Y, que él supiera, y creía saber demasiado bien,
no había ningún combustible útil en las cercanías. El helio-3, una de las razones
científico-económicas para viajar a Mercurio, era un elemento casi perfecto para
ser usado en la fusión nuclear, pero el módulo no poseía un reactor, y aunque lo
poseyese, Nihon no disponía de lo necesario para purificar el helio-3 y usarlo
como combustible.
Desde Control de Misión le habían dicho que debía continuar con el programa,
asegurar su supervivencia inmediata. Le habían dicho que pensarían en algo.
Pero sus palabras, aunque asépticas en parte gracias a la distancia, delataban una
257
verdad que a ningún bando se le escapaba: Nihon no saldría nunca de Mercurio.
Enfrentarse a esta idea no era una tarea fácil. Durante las primeras horas,
realmente las primeras horas de Nihon en Mercurio, su mente se desplazó a un
jardín cósmico donde se entretuvo con curiosas parábolas conceptuales. Cosas
acerca de la vida, la suerte, el mundo de las probabilidades, el azar; cosas acerca
de Dios y de las estrellas, del destino y los extraños seres humanos.
No más que un artificio.
Procedentes de la Tierra le llegaban miles de mensajes. La audiencia estaba
alcanzando cotas nunca antes logradas por un evento relacionado con la
exploración espacial. El morbo, una extraña y rastrera variedad de fe, se
extendía por la red como la peste negra por la Europa medieval. Su cuenta de
correo reventaba con mensajes de condolencia ante su situación, ánimos,
preguntas, entrevistas. Entre tanto enredo, mensajes de otros astronautas, de
amigos, de Úrsula. Los ignoró todos. Afuera, el polo norte de Mercurio vivía
horas comunes, un lapso inapreciable en la historia cósmica de aquel pedrusco
espacial. Allí los días ni siquiera eran días, con el Sol estúpidamente suspendido
en el horizonte en un enigmático punto medio entre el ocaso y el alba, brillando
como una bombilla de bajo consumo recién encendida, como si tuviese
vergüenza de dar luz. Las sombras, tras los peñascos, las paredes de los cráteres,
las grietas y las colinas, se iban desplazando a medida que el Sol se movía en
horizontal sobre el horizonte. Las horas se movían como un mamut atrapado en
brea negra: lentas hasta lo exasperante.
Control de Misión enviaba comunicados. Nihon los leía, pero no respondía.
Había una vocecilla interna, la que representaba la parte de su cerebro encargada
de perseguir la supervivencia, que lo animaba a seguir, a olvidarse de lo terrible
que había ocurrido.
‘Las baterías del módulo se acercan peligrosamente a los mínimos. Debes iniciar
cuanto antes el despliegue del mástil de paneles solares’, o ‘Los tanques de
oxígeno necesitarán repuesto en los próximos días’, o ‘Deberías examinar
urgentemente los depósitos de hielo del hoyo 4’. ¿Qué más da?, se preguntaba
Nihon. ¿Y si no era de los que se peleaban con un destino cruelmente
desfavorable? Quizá lo que deseaba era terminar con la agonía antes incluso de
que hubiese comenzado. ‘Dejadme en paz’, le envió a Control de Misión en uno
de sus únicos mensajes de respuesta. La contra-respuesta desde la Tierra tardó
veintinueve minutos en llegar. En la pantalla, se materializó el rostro de un Bill
ojeroso y muy pálido. Su frente rezumaba sudor. Carraspeó antes de hablar. A
Nihon se le hizo un nudo en la garganta, y le molestaba no saber por qué.
‘Somos muy conscientes de tu situación, Nihon, así que no nos andaremos con
rodeos. Es… complicada. Supongo que ya sabes que nadie irá a buscarte.
Life&Space Entertaiment ha emitido varios comunicados lamentando tu mala
suerte, pero su contrato con las agencias espaciales ya casi ha finalizado. Por
258
tanto, estás atrapado sin remedio en Mercurio, en el hoyo 4 junto al cráter
Priscilius. Tal y como lo vemos desde Control de Misión, y sé que nuestra visión
no puede ser la misma, tienes dos opciones: por un lado, abrir el botiquín, y al
fondo, en la caja de metal, coger la pastilla roja y negra, y tomártela. Sabes
cómo funciona’.
Si, lo sé. Dos minutos de una leve molestia en el estómago, un sueño
irrefrenable pero incompleto, diez segundos de asfixia, y el abrazo cálido de la
muerte. Tragó saliva.
‘Hemos hablado con los de Life&Space Entertaiment, y dicen que por contrato
no pueden dejar de emitir. Son unos hijos de puta’.
Bravo, se dijo Nihon. Bill acababa de perder su trabajo.
‘Pero no deja de ser una salida digna. Nadie lo cuestionará’.
Y ahora viene la segunda opción, se dijo Nihon.
‘La segunda opción es la de seguir. Instala los paneles, la electrolisis, el agua, y
convierte ese lugar en algo que probablemente jamás pueda convertirse en un
hogar. El equipo médico ha hecho cábalas. En estos momentos, tienes alimentos
suficientes para mantenerte con vida durante casi tres años, con una dieta como
la que has venido llevando hasta ahora. Afirman que pueden diseñar una dieta
mucho más reducida que te permitirá sobrevivir hasta cinco años. Más allá de
eso, ya sabes lo qué hay’.
Nihon retiró la vista de la pantalla y se miró la punta de los dedos, arrebujando
sus pupilas entre las huellas dactilares. Sintió un profundo escalofrío. Luego
alzó la mirada. Bill aún no había terminado.
‘Personalmente, quiero que sepas que a mí me gustaría que escogieses la
segunda opción. Pero es una opinión absolutamente egoísta. Toma la decisión
que creas que debes tomar. No puedo decirte más. Piénsatelo’.
El video se cortó.
Nihon se levantó y caminó hacia el traje espacial. Lo descolgó y empezó a
ponérselo. A su espalda, los altavoces del ordenador emitían pequeños pitidos.
Continuaban llegando mensajes a cada minuto. Imbuido en el traje espacial,
tomó el casco entre sus manos y se lo puso. De nuevo, se sintió como en una
realidad virtual. Desde un lugar seguro, a millones de kilómetros de allí, quizá
en el cobertizo de su huerta, manejaba un avatar al que podía obligar a correr mil
peligros. Un falso ser orgánico y con el que conectaba emocionalmente a tantos
niveles que incluso le costaba distinguirlo de sí mismo. Vamos, Nihon, no
pienses tonterías. Estás aquí, estás en este lugar.
Pasó a la pequeña cabina, y pulsó la tecla verde. La diminuta estancia perdió su
exigua atmósfera, las presiones se igualaron, y al pulsar la tecla roja, la puerta se
abrió. Observó los escalones metálicos, y la porción de suelo inmediato cubierto
de polvo y de sus pisadas, y la bandera estúpidamente alzada sobre una tierra
muerta. Dio un salto hasta el suelo, e ignorando las luces que escupían los focos,
259
caminó hacia la pendiente y ascendió trabajosamente notando como el corazón
saltaba y la respiración se agitaba. Ya arriba, caminó hasta la piedra plana que le
había servido de banco, y se sentó. Admiró el paisaje durante un buen rato,
mientras las reservas de oxígeno de su traje se iban reduciendo peligrosamente.
A sus pies, todo un planeta. Un planeta ardiente que observaba desde un trono
helado. Las amplias llanuras salpicadas de peñascos, grietas y montículos, de
polvo y cráteres que se superponían unos a otros. Y allí en el fondo, con su
mirada indiferente, un Sol que parecía lejano. Tamborileó con sus dedos
enguantados sobre los bordes de la roca.
10% de reservas de oxígeno, clamó una voz artificial en el interior del casco.
Nihon miró el indicador en la pantalla de su manga izquierda, y asintió. Se
levantó.
¿Y tú te llamas Sol?, susurró con desdén.
Ciento sesenta y nueve grados negativos, informaba la pantalla.
¿Se había decidido? ¿Viviría para poder morir de inanición, o prefería suicidarse
y ponérselo fácil a la parca? Dejó el Sol a sus espaldas, y también al banco, y
enfiló la pendiente hacia el módulo, una figura iluminada y solitaria, rodeada de
silicatos y hielo y de apariencia insignificante en aquel mar de roca negra. Más
allá del hoyo, se alzaban las paredes del cráter Priscilius. Las ignoró y se centró
en bajar la pendiente con el mayor cuidado posible. No quería caerse. Pasó junto
a la bandera, y se detuvo a su lado. Tras pensárselo un instante, arrancó el mástil
y la tiró al suelo. Luego, enfiló hacia el módulo.
Había decidido vivir… al menos, un poco más.
19
La instalación de los sistemas vitales exigía demasiada atención como para que
su mente se distrajese con el Conepto: jamás saldría de aquel lugar. Su pequeña
huerta era ya un paraíso inalcanzable, todo su universo se reducía ya a aquel
pequeño gran hoyo, a aquel lugar en que el Sol cercano, paradójicamente,
parecía encontrarse a años luz.
Lo principal era instalar los paneles solares. Suministrarían la energía necesaria
para que el módulo pudiese funcionar, y le permitiría continuar con todo lo
demás. No en vano, las baterías del módulo estaban agotándose. Tras una larga y
falsa noche, en la que ni durmió ni descansó, el módulo se convirtió en una jaula
insoportable, así que Nihon dejó atrás el saco de dormir y se puso manos a la
obra. Siempre había escuchado eso de que una mente ocupada era una mente
que no se atormentaba, y no creía que fuese a existir en su vida un momento más
apropiado que ese para la expresión.
El mástil de paneles solares era una estructura relativamente fácil de instalar.
Gran parte del proceso se llevaba a cabo de forma semi-manual, desde el interior
el módulo, así que tras un par de horas de preparativos, Nihon desplegó el panel
260
de mandos, y amarrado con su mano derecha a un joystick gris y romo,
comenzó. El mástil se elevaba por encima del techo del módulo unos treinta
metros. En la Tierra, sería una estructura frágil y sometida a la acción de vientos
y temporales. No habría sobrevivido a la primera ventolera importante. Pero en
Mercurio, con aquella ridícula gravedad y la ausencia de atmósfera, nada
afectaría la estabilidad de aquella vara metálica. Nihon fue desplegando
segmento a segmento. La instalación de cada uno de ellos, de tres metros y
medio de longitud, requería de unos diez minutos, más otros cinco que la
hidráulica interna del mástil utilizaba para que los dos segmentos contiguos se
anclasen el uno al otro. Y así, con el paso aséptico de las horas, el mástil creció
como un falo en pleno éxtasis reproductivo, asomando por encima del hoyo 4.
Comió algo, sin preocuparse de la dieta que los médicos habían augurado.
Procuraba mentirse a sí mismo, decirse que todo marchaba bien. No en vano,
estaría haciendo exactamente lo mismo aunque el módulo de retorno siguiese en
su órbita.
Luego se puso el traje y salió al exterior. En uno de los laterales del módulo se
almacenaban los paneles solares. Nihon retiró la cubierta y la dejó caer a un
lado. Observó las hileras de paneles, de siete milímetros de grosor y dos metros
de lado. Extrajo el primero. En aquella gravedad, apenas pesaba nada, no más
que un suspiro. Lo apoyó contra la pared, y echó un rápido vistazo al polvo del
suelo, que se había levantado allí por donde sus pies caminaran. Era como si
arrastrase una cohorte de niebla tras él, un harén neblinoso. Justo a un lado de
los paneles, una escalerilla escalaba sobre la superficie pálida hasta el techo
plano del módulo, donde el mástil parecía comandar la operación. Nihon lo miró
sin saber muy bien qué pensar. Se llevó la mano al cinturón, y extrajo el cable de
acero. En uno de sus extremos había una argolla amarilla. La enganchó en el
panel que había separado de los demás, y empezó a subir por la escalerilla,
dando cuerda. Una vez arriba, se permitió un instante para mirar a su alrededor.
Los focos iluminaban un pequeño perímetro en torno al módulo, pero las
sombras cubrían el resto. Las dimensiones reales de aquel lugar, que le había
parecido ínfimo en las imágenes por satélite, demostraba ser, ahora, una
hondonada muy respetable. En el extremo opuesto al ocupado por el módulo, la
oscuridad se guardaba sus misterios.
A lo tuyo, se dijo, incapaz de notar el modo en qué las gotas de sudor manaban
en su frente y resbalaban al ritmo de la gravedad menor.
El mástil presentaba pequeños rebordes planos, y tras asegurarse con un arnés al
mástil, Nihon recogió el cable con que había enganchado el panel, y con cuidado
tiró de él. El casco le impedía escuchar el sonido de su propia torpeza, al hacer
chocar el panel solar con las paredes del módulo. Finalmente, lo tuvo arriba. Las
instrucciones le sugerían comenzar a anclar los paneles desde la parte inferior
del mástil, así que por el momento no tuvo que subir.
261
Con el paso de las horas, su mente se adormeció en el rítmico proceso de anclar
un panel, descender al suelo, extraer otro panel, amarrarlo al cable, subir por la
escalerilla, tirar del panel hasta tenerlo en lo alto del módulo, colocarse el arnés,
subir por los rebordes planos, anclar el panel, soltar la argolla, anclar el panel,…
descender… Intuía que no hacía más que retrasar lo inevitable, que en algún
momento debería enfrentarse a lo otro. Pero, por el momento, prefería dedicarse
a aquellas tareas.
Tardó doce horas más en colocar todos los paneles. Al final, agotado y algo
deshidratado, entró en el módulo y se dejó caer sobre la esterilla hinchable
azulada que usaba como colchón, y se adormiló nerviosamente unos minutos
antes de desvelarse por completo. El concepto día/noche, aunque permanecía
gracias a la iluminación interna, perdía sentido. Llevaba unas treinta horas
despierto, y aunque notaba el cansancio instalado en sus músculos, y una tenue
jaqueca latiendo en la parte posterior de la cabeza, la necesidad de una actividad
incesante era superior a todos los deseos de descanso. Se acercó de rodillas a la
pantalla, y ante el panel de mandos, fue introduciendo las órdenes para activar
los paneles solares. Comprobó que los paneles estuviesen perfectamente
conectados, que el sistema hidráulico funcionase al cien por cien, revisó los
protocolos de iniciación, y reubicó los paneles con ayuda del ordenador de a
bordo. Escuchando su voz, no pudo evitar pensar en que se trataba de su único
compañero, que lo único que tendría en Mercurio sería aquella voz artificial y
adulterada, una lograda imitación de la voz humana, pero que por proceder de
algo tan radicalmente distinto de un humano perdía todo su camuflaje y se
mostraba tal y como era: falsa.
Activó los paneles uno a uno, como si estuviese entrando en una casa largo
tiempo abandonada y encendiese las bombillas de cada habitación, deseando que
la vida entrase en ellas, que iniciasen una nueva era en su larga y yerma vida. Y
los paneles respondieron, uno a uno, recibiendo la luz del astro rey. Tan cerca
del Sol, la constante solar era increíblemente alta, de modo que por poca luz que
llegase a las células fotosensibles de los paneles, la energía obtenida superaba
con creces la que hubiese captado en la Tierra el mismo panel. Suspiró con
cierto absurdo alivio, al ver como los porcentajes de trabajo de cada panel se
incrementaban con el paso de los segundos, hasta alcanzar el cien por cien.
Se dejó caer sobre la colchoneta.
Atenúa las luces, ordenó.
Se producirá una alteración en los ritmos circadianos, objetó el ordenador.
Nihon suspiró de nuevo. A sus espaldas, gimieron los altavoces de una de las
pantallas: el flujo imparable de los mensajes procedentes de la Tierra.
Modifícalos, dijo finalmente. El principio de la noche empieza ahora, añadió. Le
hubiese gustado que el ordenador pudiese asentir, pero no era así. Testa cada
minuto el funcionamiento de los paneles, y dibuja gráficas de rendimiento. Lo
262
veré al despertarme. Y luego, notó como los ojos se le iban cerrando. Anula
también el sonido de esos altavoces. No atenderé ningún mensaje, terminó.
Y susurrar esas últimas palabras fue el último esfuerzo que hizo su mente
agotada antes de caer en las tinieblas del sueño. Horas más tarde, no tendría ni
idea qué infiernos había visitado sumido en un inmenso mar de ondas delta,
pero, ¿acaso importaba? No había nada en sus sueños que pudiese temer. Lo que
verdaderamente daba miedo era lo que veía al abrir los ojos.
En aquel lugar.
20
Por el momento ignoraba su bandeja de mensajes. Rezumaba compasión y pena,
y Nihon tenía la impresión de que fomentar sentir pena por sí mismo no era lo
que más le convenía en ese momento. Sin embargo, mantenía un contacto
directo con Control de Misión. Desde la Tierra le enviaban decenas de datos
técnicos, indicaciones sobre la instalación de aparatos. No las necesitaba. Se
sabía los protocolos de memoria, y además, el ordenador del módulo los tenía
almacenados. Nihon tenía la impresión de que le sobrecargaban de información
simplemente para alejar de su cabeza que jamás abandonaría Mercurio.
Siete horas después de acostarse, el ordenador ordenó el amanecer en el módulo,
y una débil penumbra se extendió por el angosto habitáculo. Brotó música de los
altavoces, primero atenuada como un murmullo inaudible, pero al poco
convertida en una verdadera orquesta. Terminó por abrir los ojos, y sintiéndose
un tanto perdido inspeccionó el lugar en el que se encontraba. Al descubrir las
paredes del módulo, su cerebro aletargado comprendió de repente y se
incorporó. Sería un día largo, y cuanto antes comenzase, mejor. Desayunó
frugalmente, y desoyendo los pitidos de mensajes entrantes, se puso el traje. La
pantalla parpadeaba, impaciente, pero Nihon le había dado instrucciones claras
al ordenador de que no le importunase seriamente si el mensaje no procedía de
Control de Misión. Suponía que los de Life&Space Entertaiment estaban
volviéndose locos. Llevaba demasiadas horas sin actualizar sus blogs, sin
realizar entrevistas o responder a estúpidas Preguntas del Día. Pero era su vida,
y ahora esto adquiría un cariz catastróficamente diferente. Algo que ellos jamás
entenderían.
Empezó a silbar mientras se ajustaba el traje. Todos esos procedimientos,
automáticos, le anestesiaban. Se colocó el casco, y pasó a la cabina, y un minuto
más tarde estaba en el exterior. Mercurio le recibió con el mismo gesto que el
día anterior, paredes de roca negra, polvo sobre el suelo, un bello cielo
estrellado. Escuchó como la esclusa se cerraba tras él, y echó un vistazo al
mástil y los paneles solares. El ordenador informaba que el rendimiento rozaba
el cien por cien. Las baterías del módulo se iban recargando poco a poco,
desaparecía el peligro de un apagón mortal. Ahora debía enfrentarse al problema
263
del agua y el oxígeno. Las baterías auto-electrolíticas no darían mucho más de
sí, de modo que necesitaba instalar el equipo de electrolisis. En cuanto al agua,
tenía reservas de sobra de modo que no había tanta prisa.
Alzó la linterna que llevaba en la mano, y la encendió. Aunque el hoyo 4 era
insignificante desde el espacio, tenía un diámetro de unos sesenta metros. El
módulo se instalaba en una de sus esquinas, y los focos apenas iluminaban sino
un pequeño peróimetro. Enfocó el chorro de luz hacia lo oscuro, y el círculo
trémulo dibujado por sus manos le reveló más pared de roca negra, pero también
destellos blanquecinos y manchones acastañados. Caminó en línea recta hasta
abandonar el círculo de luz que rodeaba el módulo, y trató de alejar un temor
recurrente que le había reconcomido desde la más tierna infancia cada vez que
debía enfrentarse a la oscuridad.
Ahí no hay nada, imbécil, pensó. No había más vida en Mercurio que él mismo
y los microorganismos que arrastraba con él. En aquel yermo oscuro nunca
había crecido una brizna de hierba, ni una arqueobacteria primordial, ningún
lobo había cazado a un ciervo despistado. No. Aquel no era lugar para la vida.
Por tanto, temer que algo surgiese de la oscuridad, algo vivo, no respondía más
que a la parte de sí mismo que todavía temía lo desconocido. Allí no había
monstruos. Y a pesar de todo, aquella oscuridad que sus ojos no podían penetrar
le producía escalofríos.
Recuerda que eres un científico, maldita sea, se dijo. Silbó mientras se
introducía en la oscuridad. Examinó las paredes más cercanas. Eran mucho más
escarpadas que la pendiente que usaba para subir al nivel 0, la superficie desde
la cual podía observar las paredes del cráter, las llanuras al sur, etc. No había
rastro de silicatos ni de hielo. Siguió la pared dejándola a su izquierda, y se
decidió a continuar hasta encontrarse de nuevo el módulo. Desde la oscuridad, el
módulo parecía un globo de luz perdida. Se tropezó a los pocos metros con
afloramientos que parecían silicatos. Se distinguían entre el polvo gris plateado
y la roca negra, con un color un tanto parduzco, parecido al barro. Arrancó unas
esquirlas con martillo y cincel, y las puso en una bolsa atada al cinturón.
Después examinó el afloramiento, que ocupaba el suelo hasta donde se perdía la
luz de la linterna, y que incluso escalaba por la pared a su izquierda. Caminó
sobre ellos y continuó. A medida que avanzaba, descubrió silicatos por todas
partes.
Tomaba muestras, y las guardaba.
El hielo apareció en las antípodas del módulo. Nihon se puso de cuclillas y
admiró los borbotones de hielo, superponiéndose unos a otros y dibujando
formas caprichosas: cascadas congeladas, acantilados en miniatura, glaciares y
sus circos, catedrales de hielo y cavernas inmundas. Las paredes de agua
congelada ascendían hasta rozar el borde de las paredes del hoyo. Nihon se
maravilló. Con la precisión del sistema de reciclaje del módulo, y aquellas
264
reservas de hielo, Nihon tendría agua asegurada durante miles de años. Moriría
mucho antes, y aquel gran montón de hielo seguiría en ese mismo lugar sin que
se pudiese apreciar el paso de Nihon por aquel lugar. Picó con el cincel y extrajo
un pedazo del tamaño de una pelota de baloncesto. Luego, circundó la montaña
de hielo, encontró de nuevo la pared de roca negra, y la siguió hasta regresar al
módulo.
Tiene mensajes de Control de Misión urgentes, dijo la voz del ordenador en su
oído.
Informa que los atenderé dentro de unas horas. Tengo cosas importantes que
hacer, y sinceramente, no creo que ellos tengan nada de vital importancia,
respondió. Con la primera frase habría sido más que suficiente. El resto no era
más que artificio, y además, el ordenador no entendía de tonos ni metáforas.
Siguió a lo suyo.
Abrió las portezuelas de otro de los laterales del módulo. Imbuido en la pared se
encontraba el sistema de reciclaje de líquidos, no más que un aparato con el
aspecto de una lavadora, entre tubos, placas, plástico y demás, y con una puerta
hexagonal. A su derecha, una pequeña pantalla táctil. Nihon tecleó rápidamente,
solicitando un análisis. El ordenador interno del aparato dio su aprobación (no
tenía otra opción), y el hexágono se abrió. Nihon introdujo dentro el pedazo de
hielo, y cerró la puerta. Esperó mientras el aparato hacía sus mediciones.
Aunque tenía la certeza casi absoluta de que se trataba de hielo de agua, podía
no ser así. Los estudios previos de sondas, satélites y telescopios habían
analizado el hielo del interior de los cráteres y hoyos y grietas de los polos
mercurianos, y se admitía que menos del 1% del hielo era hielo carbónico. Sin
embargo, no podía descartarse que ambos se hubiesen combinado durante la
congelación o que en el hoyo 4, por una casualidad del destino, solamente se
hubiese formado hielo carbónico. De no ser meramente hielo de agua, el sistema
de reciclaje se vería obligado a un proceso de depurado. Eso significaba más
desgaste, menos agua disponible, y un montón de preocupaciones.
Algo pitó. La pantalla mostró las tablas con sus mediciones. Nihon suspiró:
hielo de agua en un 99%. Había trazas de metales pesados, y una cantidad
importante de impurezas, pero aquella lavadora podía hacerse cargo del trabajo.
Asintió y cerró sobre el aparato de reciclaje los portones del módulo. Volvería
con él más tarde, pero por el momento prefería proteger todos los sistemas
vitales del intenso frío, que en ese instante rozaba casi los ciento setenta grados
negativos.
Rodeó el módulo otros noventa grados, enfrentando la pared de roca que se
encontraba en lo que Nihon normalmente definía como ‘sus espaldas’. Abrió los
portones tras los cuales se almacenaba el equipo de electrolisis. Al contrario que
el aparato de reciclaje de agua, el equipo de electrolisis debía instalarse en el
exterior. Suspiró profundamente. El equipo pesaba unos quinientos kilos en la
265
Tierra. En Mercurio, la media tonelada se traducía en menos de doscientos kilos,
pero seguía tratándose de un peso considerable. Se puso de cuclillas, y manipuló
las protecciones bajo las ruedas del equipo, liberando los anclajes. Luego, tiró de
unos raíles de metal que se ocultaban bajo las ruedas. Los raíles, salidos del
cuerpo del módulo cerca de dos metros, parecían flotar sobre el polvo gris.
Nihon apuntaló los raíles sobre el suelo con soportes metálicos, y sus
movimientos fueron dibujando marcas sobre la capa de polvo que tanto tiempo
había permanecido inmóvil. Un rato más tarde descubrió que sudaba como si
estuviese bajo el sol del desierto, pero continuó hasta que todo estuvo listo.
Aunque aquel andamiaje parecía frágil, estaba diseñado para soportar
estoicamente el peso del equipo de electrolisis. Echó una fugaz mirada al cielo, y
a sus espaldas, como si hubiese posibilidad de que alguien lo estuviese espiando.
No era así. Los únicos que le podían espiar eran la audiencia del programa Man
on Mercury. Pensó por un instante que a esas alturas, probablemente ya fuese
una celebridad, uno de esos mal llamados héroes, un monigote al que las masas
seguirían durante un tiempo para luego aburrirse y buscar otra novedad.
Encendió los pequeños motores del equipo de electrolisis, y dio la orden verbal
de avanzar, mientras con sus manos amarraba los bordes de aquel aparato con
forma de arcón.
Conectó el equipo a los sistemas informáticos del módulo mediante un grueso
tubo recubierto de algo que parecía papel charol. Luego, encendió el arcón, y
manipuló los menús de la pantalla. El aparato tenía una portezuela superior, allí
donde se debían introducir los silicatos. El resto del proceso era automático, e
involucraba un complejo esquema de procesos químicos concatenados. La
maquinaria mágica de aquel equipo era capaz de romper los silicatos liberando
el oxígeno que contenía en su estructura, y desechar lo demás en forma de
granulado de silicio. El oxígeno, previamente testado, atravesaba varios filtros, y
se liberaba en el sistema de reciclado de aire.
Et voilá!, dijo Nihon, de pronto contento.
Abrió la portezuela, y vació dentro las muestras de silicatos que había tomado.
Encender el equipo con las reservas de energía bajas, y para una cantidad de
silicatos tan pequeña era un tanto imprudente, pero era inevitable testar la pureza
de los silicatos. Así que pulso el ON. El aparato vibró. Activó la función
ANÁLISIS, y un marcador intermitente indicó veintitrés minutos de espera.
Nihon dio media vuelta, y caminó lentamente hacia el hielo, armado con una
pequeña sierra automática. Al llegar, observó la mole de hielo, y dejó la linterna
a un lado, sobre el suelo, enfocando la que sería su única fuente de agua
durante… durante un tiempo. Activó el serrucho, y empezó a cortar el hielo. En
menos de diez minutos, dispuso de cuatro cubos de unos treinta centímetros de
lado, y un número incontable de esquirlas sueltas sobre el polvo, alfileres de
cristal de hielo.
266
Sonriendo, recordó otros tiempos.
Camarero, póngame un gintonic, con mucho hielo, murmuró.
En otros tiempos, y durante tan sólo un verano, había trabajado de camarero en
un elitista local nocturno de Londres.
En otros tiempos…
21
El mensaje tan urgente que había descartado procedía directamente del
Departamento Médico. Nihon olvidó la euforia y hundió la cara entre sus manos.
Consciente de la realidad, de la Realidad.
A pesar del choque, pulsó el PLAY y lo escuchó de nuevo.
En resumidas cuentas, le hablaban de… su futuro. Y, técnicamente, no todo eran
malas noticias. Tenía agua de sobra. Las imágenes volumétricas de la mole de
hielo daban un cálculo con suficientes litros como para asegurar la
supervivencia de Nihon durante al menos un siglo, mucho más tiempo del que
permanecería allí. El equipo de electrolisis, además, le proporcionaría oxígeno
mientras no se terminasen los silicatos, algo que parecía improbable, de modo
que el agente limitante eran los alimentos. Los médicos habían analizado sus
reservas, y diseñado la dieta mínima para mantenerle sano el máximo tiempo
posible.
La dieta que había estado siguiendo durante el viaje hasta Mercurio rozaba las
dos mil calorías diarias. A ese ritmo, en un año y medio se quedaría sin comida.
Ese cálculo le hizo olvidar todo, pues le obligaba a enfrentarse al hecho de que
no saldría vivo (y probablemente tampoco muerto) de ese hoyo, algo que había
olvidado mientras traqueteaba fuera del módulo. Consumiendo cerca de
setecientas calorías diarias, podría alargar ese año y medio hasta casi cuatro
años. Más allá de ese punto, los médicos sólo podían darle dos opciones: una
larga agonía por inanición, o el suicidio. Y con menos de setecientas calorías
diarias, probablemente enfermaría.
Los cálculos eran sencillos y aplastantes. Fríos como solamente los números
podían serlo.
Los médicos le recomendaban reducir al máximo la actividad física.
Obviamente, tendría que salir para extraer silicatos, y también para cortar cubos
de hielo, pero se eliminaban por completo los ejercicios de mantenimiento
muscular. Estaban destinados a conservar la máxima masa muscular hasta
regresar a la Tierra, y también a estimular el crecimiento óseo. Y aunque no lo
dijeron exactamente así, los médicos insinuaron que ya no necesitaba esos
ejercicios.
Reducir la actividad física le haría perder masa muscular, y sus huesos se
volverían un poco más frágiles, aunque no lo suficiente como para quebrarse en
una gravedad tan baja. Se sentiría más débil, pero no estaría más enfermo que
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una gran mayoría de habitantes de la Tierra. Sin embargo, los médicos le
advirtieron claramente. Esa dieta hipocalórica y el casi nulo ejercicio no sólo le
debilitarían físicamente. Sufriría mareos, y quizá pequeñas arritmias cardíacas.
Aunque Nihon había pasado sobradamente los exámenes médicos previos a la
misión, a pesar de que el análisis genómico descartaba enfermedades genéticas
graves, debía entender que su organismo estaría sometido a una situación que
nadie había podido concebir. Le conminaron a no salir del módulo si se sentía
excesivamente débil, y a hacerlo solamente con los tanques de oxígeno al 100%.
Si sufría un mareo en el exterior del módulo, y permanecía inconsciente el
tiempo suficiente, no se despertaría más.
El módulo poseía un botiquín médico bastante completo. La agencia había
destinado un equipo médico para que estuviese disponible las veinticuatro horas
del día, así que podrían ayudarle en la distancia si debía realizar operaciones
médicas básicas, realizar el diagnóstico de todo tipo de infecciones, pero… pero
si sufría, por ejemplo, una apendicitis, difícilmente podría sobrevivir operándose
el mismo. Si sufría un accidente cerebral, moriría sin remedio. Con un infarto,
por leve que fuese moriría. Si…
Nihon se hartó de los si.
Si, sé que voy a morir, murmuró.
No hacía falta que se lo dijesen. Ya lo sabía.
Aunque durante un breve período de tiempo lo hubiese olvidado.
22
Durante las horas siguientes, se sintió desgraciado como nunca habría podido
imaginar. Creyó morir, creyó que alguien le abría la caja torácica con sus manos,
escarbando entre las costillas y la carne, que atinaban a apartar los pulmones
desinflados y lograban hacerse con su corazón, aplastándolo. Jamás había
sentido un dolor igual. Supo que todo lo anterior no había sido más que una
prórroga, que jamás había pensado que pudiese vivir el resto de su corta vida en
aquel yermo lugar al pie del centro del Sistema Solar, que no se lo había creído.
Se había entretenido siendo el primero en pisar Mercurio, en garantizar su
supervivencia inmediata, y ahora, ahora que alguien le mostraba las cartas que él
ya conocía, sentía que todo se desmoronaba como en un sueño que se
desgranase al amanecer.
Ordenó que se apagasen las luces, y sumido en una oscuridad sólo rota por la luz
estática de las pantallas táctiles, se sentó exactamente en el centro del habitáculo
y dejó que su cabeza resbalase hasta que la barbilla rebotó contra el pecho. Así
cayó en el reino de las lágrimas y los gritos. Así se levantó por momentos y
golpeó las paredes. Así gritó y escuchó sus propios gritos desgarrados rebotando
contra las paredes. Así se arañó los brazos y así terminó tirado, abrazándose a sí
mismo pues sabía que nunca nadie más volvería a abrazarle. Así sintió que se le
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incendiaban las mejillas y que le faltaba el aire.
Así, así fue como Nihon murió por primera vez: destruyéndose a sí mismo,
escuchando una voz que le susurraba al oído, dulces sueños.
23
Abrió el primero.
No puedo creer lo que están diciendo por la televisión, Nihon. Necesito que me
digas que no es cierto, que me digas que estos estúpidos se lo han inventado
todo para ganar audiencia. Por favor…
Luego, el segundo.
No respondes, así que supongo que es cierto. Que no volverás. No puedo
imaginar lo que estás sintiendo. Las cámaras siguen emitiendo, pero ya no
miraré más. No soporto verte, sentir que estás ahí, al otro lado de la habitación,
pero sabiendo que estás…
El tercero.
El Sol se pone. En los programas que emiten en tu nombre dicen que allí donde
estás, el Sol vive un eterno ocaso. Mi piso vacío me parece aún más vacío. Me
siento triste, pero creo que no lo suficiente. Es como si no pudiese creerlo. Pero
un día me despertaré, y desearé morir. No puedo decirte nada, no puedo
animarte. Y tú no puedes hablar, ¿verdad? He escuchado que has logrado poner
en marcha todos esos aparatos de los que me hablaste tanto pero que yo jamás
comprendí. Dicen que vivirás, al menos, durante un tiempo. pero, ¿ahora qué
harás? Ahora, ¿qué haré yo? ¿Seguir con mi estúpida carrera burocrática?
¿Buscar el abrazo estúpido de otro? Las cosas han cambiado. Suena tan
estúpido decirlo,… pero, realmente, jamás fuimos conscientes del pequeño
remanso de paz que construíamos de vez en cuando. Jamás pudimos valorarlo…
excepto ahora, claro, ahora todo cobra una dimensión nueva… y me digo, no
puedes escribirle esto, maldita sea, a un hombre abandonado a su suerte en un
lugar así, no puedes, pero hay algo que me obliga, que me obliga a hablar.
Ordenaste tu vida en torno a un sueño. No sé qué sueño era ese. Querías ser
astronauta porque lo sentías como vocación, sentías que debías hacerlo, que
querías hacerlo. Y tenías tu huerto, tu colección de estúpidos libros de la época
de oro de la ciencia ficción. Y, de vez en cuando, me tenías a mí. Me temo que
nunca pude comprenderte del todo, siempre terminaba encontrándome con un
abismo, inesperado pero insuperable. Supongo que eso te volvía encantador.
Nunca comprendí porqué querías salir de este planeta y surcar un lugar tan
vacío. Y nunca lo creí hasta que vi como tu nave despegaba en un amanecer
dorado. Dejando aquella estela con la que tú habías soñado desde niño, desde
que vieras tantas y tantas películas donde las aventuras empezaban o
terminaban con aquella estela. Todavía tengo la que más te gustaba en mi
reproductor. No me atrevo a verla otra vez.
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No me atrevo a mirarme.
Tengo miedo de descubrir que estoy tan muerta como tú.
Más.
Dicen que ignoras tus mensajes. Los de Life&Space Entertaiment están de los
nervios, supongo que imaginando que tendrían más beneficios si les siguieses el
juego. No te gustaba antes, y me imagino que ahora te gustará todavía menos.
Te llueven homenajes, medallas y demás mierdas. Intentan contactar contigo,
pero, pienso, si no me responde a mí, ¿cómo va a responderles a ellos? Te lo
ruego, Nihon, respóndeme algún día. No tiene porqué ser hoy, ni mañana, ni en
seis meses, pero respóndeme. No mueras sin decirme adiós.
Ayer he estado en aquel lugar, el Drirum. Un bonito tópico, ¿no es cierto? Dos
almas solitarias que se cazan mutuamente en busca de sexo libre y vacío,
escuchando música extraña, y que terminan descubriendo un pequeño tesoro
entre sus dedos húmedos. No sé de dónde venía aquel grupo de músicos de
pelos largos y ojeras aún más largas. Tú decías que cantaban en español, que
se parecían a los discos que escuchaba tu abuelo. Incluso fuiste capaz de
traducirme alguna de las frases. Recuerdo las frases, ‘y yo prefiero la muerte’,
o ‘tendrá que haber un camino’, o ‘aunque no quiera vivir’. No sé porqué te
cuento todo esto, resulta deprimente.
Sin embargo, noto como caigo cada día un poquito más. Estos recuerdos son…
un muro insuperable.
Nihon suspiró. Marcó todo el resto de mensajes, centenares, miles, y los borró
en menos de cinco segundos.
Yo también recuerdo aquellas canciones, murmuró.
Abrió un documento en blanco, y escribió: ‘No me moriré sin decirte adiós,
Úrsula’, y pulsó enviar. El escueto voló por el limbo de la distancia. Pensó en
ello notándose mareado. Sus palabras ya no le pertenecían, ahora eran propiedad
del vacío sideral, de los millones de kilómetros que separaban Mercurio de la
Tierra.
Apaga las luces, pidió con la voz ajada por el llanto. Y en la oscuridad, se tumbó
de espaldas y trató de respirar hondo. Recordó un pasado lejano que ahora se le
antojaba mucho más cercano, y de una forma vertiginosa, recordó haber
aprendido yoga con una amiga llamada Xandra. Repitió mentalmente sus
instrucciones para alcanzar la respiración abdominal: mano sobre el ombligo, sin
apretar, sólo dejándola encima; inspiramos llevando el aire al ombligo; notamos
como el aire infla la barriga; luego, dejamos salir el aire y el ombligo cae. Se
había reído al principio. Luego, por su cuenta, había leído que así era como
respiraban los recién nacidos, que así era la verdadera respiración, y con el paso
lento de las clases descubrió en el yoga algo que tranquilizaba sus nervios de
juventud.
Inspiró y trató de llevar el aire al ombligo. Espiró. Repitió una docena de veces,
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y luego cerró los ojos. Recordó de nuevo la orden: ojos cerrados, mirada al
entrecejo. Pero, ¡qué difícil era mantener la mirada en un lugar tan etéreo como
el entrecejo! Concéntrate, se obligó.
Inspirar, espirar.
Le costó al principio, pero tenía tiempo.
24
En algún momento de la larga serie de inspiraciones y espiraciones, Nihon se
quedó dormido. Para cuando despertó, el ordenador de abordo comenzaba a
encender las luces. El amanecer. Su cerebro aletargado descubrió la triste
analogía, pero Nihon prefirió quedarse en la indiferencia de un despertar
extraño. Observó la estancia a su alrededor, las pantallas que tintineaban sin
parar, y se apoyó sobre una de las paredes, acariciándose las manos. Se sentía
algo mareado, o confundido, o quizá ambas cosas. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí
esos nudillos? ¿Cuánto tiempo llevaba en el hoyo 4? ¿Cuánto tiempo tardarían
esas palabras en perder sentido? ¿Cuánto en confundir los días y ver cómo se
fundían en una masa alquitranada de tiempo dilatado?
Amanecer, pensó.
Las luces se encendieron del todo. El aire sabía rancio, extraño, diferente. Lo
notaba casi más en su lengua que en la nariz. Dejó sus manos tranquilas, y
respiró bien hondo, cerrando los ojos un instante y refugiándose en la falsa y
rojiza oscuridad tras sus párpados. Inspirar, respirar. Esa era la clave, lo sabía, lo
sentía.
Recordó.
Se había dejado llevar por el pánico muchas veces en el pasado. Había permitido
que la ansiedad aflorase y tomase el control. Había perdido y había ganado bajo
su mando de dictador menospreciado. Pero con el tiempo había aprendido,
recluyendo todo eso en algún lugar muy profundo. Y ahora no quería permitir
que volviera.
Abrió los ojos y se levantó, perdiendo el equilibrio por un instante. Se asomó a
un ventanuco y observó el exterior, donde no parecía haber cambiado nada
desde el día anterior. Los focos del módulo escupían su luz, y el polvo parecía
liberarse hacia el cielo estrellado. Más allá de la luz, la oscuridad dibujaba una
pared insuperable.
Supera la indecisión, pensó. ¿Qué debía hacer? Vamos, piensa, se dijo. Había
comprobado que los silicatos tenían la composición correcta, y que el equipo de
electrolisis funcionaba. Lo mismo para el hielo. Debía ponerse manos a la obra,
y extraer cantidades suficientes para producir suficiente cantidad de oxígeno y
agua para al menos una semana. Caminó hacia el traje espacial, decidido, pero
entonces sintió una punzada en el estómago. Se dobló sobre las rodillas, y se
llevó las manos al vientre. ¿Cuánto hacía que no comía? Quizá dos días, quizá
271
más. Recordó las palabras lapidarias de los médicos acerca de la dieta, y durante
un instante estuvo a punto de tumbarse de nuevo y refugiarse en las lágrimas.
Pero sabía que no serviría de nada: podía llorar y llorar y llorar y lamentarse.
Allí en lo alto, mirando el horizonte oscuro donde un Sol esquivo parecía
agonizar, había decidido seguir. Antes de nada, debía comprobar sus reservas, y
realizar un organigrama para consumirlas del modo que los médicos le habían
recomendado. Abrió un portón lateral. Daba acceso a un estrecho pasadizo que
rodeaba parte del módulo. Era un espacio exiguo, de menos de un metro de
ancho, en donde los ingenieros de la agencia, en un éxtasis de la optimización de
espacios, habían conseguido colocar cientos de kilos de comida, jodidamente
bien organizados en diminutas estanterías y cajones laterales. Encendió las
luces, y caminó, rodeando el módulo. A ambos lados, arriba y abajo, paquetes
envasados al vacío y recubiertos de un plástico parduzco sobre el cual relucía
una pequeña etiqueta que hablaba de su contenido: comprimidos vitamínicos,
compost de proteína unicelular, oligoelementos, pasta, grasas en formato
supersólido. No parecía alimento de verdad, pero durante su entrenamiento
Nihon había vivido comiendo todo eso. La reserva de colorantes y saborizantes
lograban convertirlos en un pasable sucedáneo de dieta. Las tablas enviadas por
los médicos no ofrecían ambigüedades. Si quería vivir el máximo tiempo
posible, su consumo de calorías debía reducirse a setecientas. Eso le daba cuatro
años. Tomó un paquete en sus manos. En la Tierra habría pesado trescientos
gramos, pero en Mercurio apenas rozaba los cien. Según las tablas, la cuarta
parte de ese paquete era suficiente para un día. Enarcó las cejas, y dio un largo
suspiro. Dejó el paquete en su sitio, y dio media vuelta. Antes de abandonar el
pasadizo, tomó uno de los paquetes de palitos de pan que se habían incluido en
la lista de alimentos a petición propia. Cerró la puerta y se los comió en silencio,
uno tras otro, deshaciendo cada pequeño trozo en su boca. Su composición
calórica casi era de setecientas, así que... ya estaba.
Si no debo comer, no comeré, murmuró al terminar dejando caer la bolsa al
suelo.
Se frotó las manos y bebió un largo trago de agua, sin pensar en que se trataba
de una mezcla entre el agua extraída de su orina, del vapor de agua capturado
del aire, y del hielo recién purificado de las reservas del hoyo. Su sabor insípido
no le permitió valorar nada. Era simplemente agua. Bebió otro trago, y al
tercero, su estómago rugió de nuevo. Notó que se mareaba, y se apoyó en la
pared esperando que pasara. Luego suspiró de nuevo.
Le habían dicho que no saliese si se sentía mareado, pero era él quien estaba allí,
y no los médicos. Se sentía bien. No tenía la menor idea de si había aceptado o
no que moriría en aquel páramo vacío de aire y de calor, pero eso no era razón
para quedarse quieto. Quizá era razón de más para moverse.
Anímate, maldita sea, se dijo.
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Miró el reloj en una de las pantallas. Habían pasado cuarenta minutos desde que
abriera los ojos. Por un instante, sintió el riesgo de caer en una reflexión que no
podía llevarle a ningún lugar bueno. Pero el instante pasó, y Nihon comenzó a
ponerse el traje. Afuera, le esperaban un par de horas de extracción de silicatos y
cubos de hielo.
Ninguna reflexión podía superar el realismo de ese futuro.
Miró el reloj. Habían pasado diez horas, pero tenía la impresión de que acababa
de salir del módulo. La pantalla de su antebrazo indicaba que los niveles de
oxígeno rozaban el 20%. Quería seguir, pero ya había trabajado lo suficiente, y
empezaba a sentirse débil a pesar de la levedad de la gravedad. Miró en torno.
Los alrededores del módulo habían pasado de ser un escenario yermo y solitario
a un lugar de trabajo. Había casi dos docenas de bloques de hielo apilados unos
sobre otros, formando un montículo lejanamente trapezoidal, como un zigurat
egipcio. Cada bloque medía un metro de lado, de modo que allí había agua
suficiente para bastantes días. Cuántos, Nihon no lo podía saber. Dependía de su
consumo y de la eficiencia del sistema de reciclaje de agua del módulo. Justo al
lado del montículo de hielo se erguía otro, una colina informe de silicatos.
Visualmente, no parecía más que un puñado de gravilla ocre más o menos
gruesa, pero albergaba un tesoro: oxígeno. Y había reunido muchos kilos. Se
sentó un momento en el suelo, recuperando el aliento, y comenzó a sentir la
claustrofobia de encontrarse dentro del traje, del casco. A un lado, descansaban
un par de palas y un taladro extractor, además de la sierra del hielo. Sonrió.
Parecía un jodido obrero. Dos carreras y un doctorado, y un montón de méritos,
para acabar picando piedra a millones de kilómetros de la Tierra. Se le escapó
una risa, y su sonido reverberó dentro del casco. Luego, tratando de contenerse,
echó un vistazo al mástil de los paneles solares. Brillaban con intensidad
artificial, parejas de luciérnagas colgadas, inmóviles. Proporcionándole la
energía necesaria para vivir.
Se levantó, y una parte del manto de polvo mercuriano que le cubría resbaló por
los repliegues del traje y cayó al suelo, sobre el polvo pisado por sus botas.
Atravesó la esclusa y se pasó los siguientes veinte minutos limpiando el traje. El
polvo mercuriano era absurdamente fino, y debía evitar por todos los medios
que se introdujese en el interior del módulo. Teniendo en cuenta que pasaría allí
mucho tiempo, no quería terminar cubierto por una pátina de varios milímetros
de polvo gris. De todos modos, sabía que en el fondo era imposible luchar contra
algo así. Los técnicos que habían diseñado el módulo le habían provisto de los
mejores mecanismos de protección, pero tarde o temprano, el polvo encontraba
el camino. Y no era solamente una metáfora. Los astronautas que vivían en la
Luna, o los que habían estado en Marte, sabían mucho de ello.
Entró finalmente en el módulo, y tras quitarse el traje se dejó caer sobre la
273
esterilla. Cerró los ojos y recuperó poco a poco el aliento, al tiempo que su
estómago punzaba hambriento y en la cabeza comenzaba a latir un incipiente
dolor de cabeza. Debía comer algo. Abrió las tablas médicas en una de las
pantallas. Los médicos, desde la Tierra, habían tenido la delicadeza de diseñar
cincuenta días de dietas diferentes, para alejar la impresión de que siempre
comía lo mismo, para engañar a su cerebro. No sabía si funcionaría. Pulsó día 1,
anotó mentalmente la ración diaria que le correspondía, cohibiéndose de
juzgarla, y fue al pasadizo circular a buscarla: una pequeña porción de proteína
unicelular y casi nada de pasta deshidratada, y dos cápsulas vitamínicas.
Magnífico, dijo.
Lo metió todo en lo que solía llamar microondas, aunque no lo fuese, y dejó que
se ‘cocinase’. Luego lo sacó todo, lo mezcló en un cuenco y empezó a comer.
Eran las seis de la tarde, aunque creerlo era más una cuestión de fe y practicidad
que algo meramente observable. Afuera, el aspecto del hoyo y del cielo era el
mismo en cualquier momento. Lo único que cambiaba en su reducido mundo era
la posición de las estrellas, pero a Nihon eso no le servía como referencia para el
paso del tiempo. Y si hubiese subido la larga pendiente, saliendo del hoyo 4, se
habría encontrado con una gran llanura pedregosa, y al fondo, sobre el
horizonte, la mitad de un Sol tragado por la línea de colinas y cráteres. Nada
diferente...
Terminó el cuenco mucho antes de que su estómago se sintiese siquiera saciado,
y por un momento, se sintió deprimido. ¿No era mucho más fácil salir, quitarse
el casco, y terminar con todo? Meneó la cabeza, obligándose a alejar esos
pensamientos de su cabeza. No podía dejarse llevar por la desazón.
Rebuscó entre los cajones, hasta encontrar un grueso volumen de folios, en cuya
portada podía leerse: Plan Científico de Man on Mercury. Lo abrió y empezó a
ojear páginas al azar. Había estado pensando en el tema durante el día. Se
suponía que debía haber comenzado el plan científico de la misión hacía un día.
Un plan para el que se había preparado concienzudamente durante meses,
aunque en sí no fuese gran cosa. Lo importante de la misión era poner a un
hombre en la superficie de Mercurio, no la ciencia, y vaya si lo habían
conseguido. La misión era un éxito en ese sentido. El plan científico, sin
embargo, podía haber sido desarrollado casi del mismo modo por una sonda no
tripulada y dos robots de superficie. De nuevo, la presencia de Nihon, del
hombre como protagonista, no era más que testimonial. Pero se suponía que
había un plan. Incluía una docena de experimentos, la colocación de aparatos de
medición, la toma de decenas de kilos de muestras, así como ensayos de
seguimiento de la flora bacteriana que había llevado consigo desde la Tierra, del
análisis de los propios efectos del ambiente sobre su condición física, desde el
efecto de la baja gravedad, al consumo del aire purificado a partir de silicatos,
del agua obtenida del hielo, y al que ahora se sumarían los datos acerca del
274
efecto de una dieta de bajo contenido calórico durante una larga estancia. Nihon,
en sí mismo, era ahora un experimento científico andante. Si eso era una
motivación, o no, el tiempo se lo diría.
Tomó notas durante un par de horas, se hizo un pequeño organigrama de trabajo,
y luego se lo comunicó a Control de Misión. No buscaba su aprobación,
obviamente. Nihon era, en ese momento, y durante el tiempo que viviese, dueño
absoluto de sí mismo, el ser humano más libre de su tiempo. Observó el
navegador, y luego varias ventanas que llameaban furiosas tratando de llamar su
atención. Su bandeja de entrada rebosaba mensajes, podía contarlos por miles,
rodeando los escuetos mensajes de Úrsula. Descubrió entre aquella marabunta
un sinfín de mensajes de sus humildes benefactores, sus mecenas, Life&Space
Entertaiment. No abrió ninguno. Se figuraba lo que decían. Miró alrededor, la
pequeña pero al mismo tiempo amplia estancia del módulo. Allí,
magníficamente camufladas, había una docena de cámaras grabando todos sus
movimientos, las 24 horas del día. Se había olvidado de ellas al llegar a
Mercurio, pero seguían allí, emitiendo sin pausa. Tuvo un acceso de
indignación. ¿Cómo podían seguir haciéndolo? ¡Maldita sea!
Moriré aquí, joder, masculló, lleno de rabia.
Se engañó diciéndose que no tenían derecho a grabarle, pero en realidad si lo
tenían. Pensó un instante. Creía poder soportar la soledad, era algo a lo que se
había ido acostumbrando con el paso de los años. También creía poder luchar
contra la distancia, contra su destino trágico. Con lo que no estaba seguro de si
podría vivir era con aquellas cámaras. Ofreciendo una visión parcial y
deteriorada de su tragedia, cada segundo, cada instante.
Desactiva las cámaras, pidió. Sabía la respuesta de antemano.
El protocolo de desactivación requiere de tres claves, dijo.
Era cierto, necesitaba su clave personal, la clave que procedía del director de
Control de Misión, y la clave que procedía del director ejecutivo de Man on
Mercury. Por supuesto, el lacayo de Life&Space Entertaiment jamás le
concedería la clave, y el director de Control de Misión tampoco lo haría. Amaba
demasiado su puesto de trabajo.
No me grabaréis, gritó, furioso. Se obligó a serenarse. Había más caminos en el
Universo de los que el hombre podía distinguir. Cerró los ojos, inspiró y espiró
varias veces, los abrió de nuevo, y volvió a cerrarlos repitiéndose, como un
mantra: calma, respira. Con el paso de los segundos, se tranquilizó. No podía
permitirse la furia, o la ira, o la amargura. Si quería sobrevivir en aquel yermo,
debía serenarse.
Y con la serenidad, llegaron los nuevos caminos. Se levantó.
Quiero un mapa de la situación de las cámaras, exigió. El mapa se descargó en la
pantalla más cercana. Lo miró, y asintió. Luego rebuscó entre los cajones y
armarios, hasta encontrar lo que buscaba: cinta aislante. Y una por una, Nihon
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fue cubriendo los visores de las cámaras con una cruz de cinta aislante negra,
como los ojos de un muñeco siniestro en una película de terror. Al terminar, se
sentó y miró a su alrededor. No había cambiado nada, las cruces apenas se
distinguían si no sabías donde buscar. Se sintió absurdamente satisfecho, y puso
sobre sus rodillas el teclado inhalámbrico.
Escribió.
Blog Man on Mercury // Actualización 300927
Aunque no tenéis forma de saberlo, hace unos segundos que se han enviado las
últimas imágenes del módulo en el que me encuentro. A estas alturas, todos
estáis enterados de mi situación. No puedo salir de Mercurio, y moriré aquí.
Cuándo, no puedo saberlo, y ni mucho menos de la forma que hubiese deseado.
En estas circunstancias, lo último que quiero es que me graben las 24 horas del
día.
Tal y como ya he informado a Control de Misión, cumpliré el programa
científico que se había previsto para la misión. Contribuiré al conocimiento y a
la ciencia, y luego, me dedicaré a… vivir. Quizá actualice mi blog. Lo haré
siempre que me apetezca, siempre que desee contar algo.
No es momento de mentir. No me importa lo que penséis de mí. No me importa
el destino de la Tierra, ni nada de lo que os pueda ocurrir. Ahora vivo en una
dimensión nueva. Por el momento, dejaré sin cubrir las cámaras exteriores, y
también las de la cabina. Podréis verme salir y entrar del módulo, y todas las
operaciones exteriores, pero nada más.
También os recomiendo que no me enviéis mensajes. A partir de este momento,
el único contacto con la Tierra que tendré será con Control de Misión y con
ciertas personas allegadas a mí. Todo lo demás será considerado spam.
Me gustaría decir que os aprecio, pero no es así. Para mí, sois lo mismo que
Life&Space Entertaiment. Para mí, no sois nada.
Porque yo estoy aquí, y vosotros no.
Porque yo estoy vivo, y vosotros estáis todos muertos.
Pulsó ENVIAR sin pararse a revisar el documento. Sabía que si lo hacía lo
convertiría en un texto más políticamente correcto, y no quería que fuese así.
Porque yo estoy vivo, y vosotros estáis todos muertos, murmuró, consciente de
que ahora ya nadie le miraba. Sólo podían escucharle, y teniendo en cuenta que
no solía hablar demasiado… estaban ciegos.
Porque yo estoy vivo, y vosotros estáis todos muertos, repitió, echándose a reír.
Respiró bien hondo, pensando en que le había robado la frase a uno de los
grandes autores de ciencia-ficción de la historia, y tuvo la impresión de que
tomaba de nuevo el rumbo.
25
Todo estaba oscuro, solamente una tímida luz iluminaba las hojas de su libro.
276
Sabía que se encontraba en el módulo, pero podría haber estado en el cuartucho
junto a su huerta donde, en verano, dormía a veces. Al otro lado de los
ventanucos, atisbaba a vislumbrar alguna que otra estrella. Solamente se
escuchaba el siseo del sistema del aire, de los aparatos encendidos, a modo del
crí-crí de los grillos. Su vientre se inflaba y desinflaba con lentitud. Sus ojos
corrían por las líneas, no del modo de tiempo atrás, cuando devoraba palabras
con el ansia de llegar al final, sino con sosiego, saboreando cada letra y cada
palabra, cada significado.
Pasaba de media noche, y su cerebro sonaba a jazz tranquilo. Leía un clásico de
ciencia-ficción, de aquellos que siendo joven habían incendiado su cerebro
inquieto. No importaba que ya conociese el destino del personaje, o que este
fuese tan plano como el encefalograma de un cadáver. Importaba lo que
subyacía bajo la historia, importaba lo que esta traía a su memoria. Importaba la
sonrisa que se le dibujaba por momentos.
Porque estaba en Mercurio, un vivo muerto o un muerto vivo, y aún así se sentía
disfrutando de un momento de placidez. El cansancio relajaba sus músculos. El
hambre atenazaba su estómago. Pero dentro de sí mismo, en el fondo… se sentía
muy bien.
Continuó leyendo mientras sus ojos resistieron el agotamiento. Luego, dejó que
se cerrasen y que el libro resbalase hasta caer al suelo, doblándosele las hojas.
En otro tiempo, eso le habría quitado de quicio, pero ahora sabía que lo
importante de aquel libro no se podría arrugar jamás.
Se dejó llevar a otras dimensiones.
Se dejó ir.
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Se mesó la barba rala, y comenzó a escribir. Hacía tres semanas que no
actualizaba el blog.
Blog Man on Mercury // Actualización 151227
Me han dicho que el seguimiento de mi blog es cada vez menor, que la
audiencia de Life&Space Entertaiment no hace más que bajar. Y eso me alegra.
Se lo pensó un instante. Si, le alegraba.
Llevo ya 66 días en Mercurio. El hoyo número 4 sigue siendo mi hogar, mi
único hogar, y el único que he de tener durante lo que me queda de vida. Como
buen astronauta, y también como buen náufrago, me he diseñado una rutina.
Más que necesaria en mi caso, puesto que al contrario que Robinson Crusoe y
otros sucedáneos posteriores y más tristes, yo no tengo ni una sola opción de
abandonar Mercurio. Aunque la mayor parte del tiempo lo olvide. No me iré.
Mi rutina es sencilla. Una vez a la semana, salgo a extraer silicatos y los
amontono junto al equipo de electrolisis. Como no he quitado las cámaras
exteriores, todavía podéis ver eso. Hago varios montones, y luego, cuando toca,
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salgo del módulo y los cargo en la máquina. Otro día, normalmente no
seguidos, voy a cortar bloques de hielo, y los meto en el sistema depurador de
aguas.
Suspiró.
Por lo demás, mis días son días tranquilos. Sé que muchos pensarán que cómo
puedo estar tan tranquilo. ¿Qué cómo puedo estar tan tranquilo? Sigo deseando
vivir. Y vivir lo mejor posible. ¿Para qué angustiarme, o deprimirme, si mi
futuro ahora carece de incertidumbre, que es lo que os amarga a vosotros en la
Tierra?
Rugió su estómago.
Madrugo y bebo agua. Eso aplaca el hambre durante unos minutos. Luego me
aseo un poco y hago estiramientos. Accedo a mi cuenta de correo y miro los
mensajes que he recibido. A veces los leo, a veces los dejo estar, otras veces los
borro directamente, otras, los leo una y otra vez. Más tarde, compruebo que
todos los sistemas funcionan correctamente: tanques de oxígeno y equipo de
electrolisis, sistema depurador de aire; sistema de aguas; aire acondicionado;
paneles solares y nivel de energía en las baterías; luces exteriores;
comunicación con Gazer y con la Tierra; experimentos, ensayos.
Convertirme a mí mismo en un experimento ha sido divertido. No sé durante
cuánto tiempo seguiré pesándome y haciendo todo tipo de análisis biométricos.
He adelgazado, eso es obvio. Tengo hambre a todas horas, y la despensa no
hace más que reducirse, aunque muy lentamente. He tomado la dieta que los
médicos me recomendaron, y la he partido por la mitad. Siguen diciéndome que
es una locura, que moriré, pero la muerte es lo único que tengo garantizado.
Como vosotros, no lo olvidéis.
Si no debo salir a controlar externamente ningún aparato, ningún experimento,
suelo meditar. Me centro en mi respiración, en inspirar y espirar, y con los ojos
cerrados, trato de centrar la mirada en mi entrecejo. A veces lo consigo, otras
veces no. A veces se me desacompasa la respiración, otras veces presto
demasiada atención y no va bien. Cuando la meditación funciona realmente,
suelo volver de ese limbo unas horas más tarde. Dónde estoy mientras medito,
no lo sé. Pero que no he estado más tranquilo en mi vida, de eso estoy bien
seguro. ¿Es posible que me haya desprendido de lo superfluo y camine hacia la
verdadera esencia?
Era algo que se preguntaba pero para lo que seguía sin respuesta.
En cierto sentido, me siento mucho más vivo de lo que nunca me he sentido.
Pero quizá no sea más que una impresión.
Noto, día a día, como mis gemelos, mis bíceps, menguan. Los médicos dicen que
es normal, que eso seguirá así. Por las tardes, leo. Tengo la mayor biblioteca
virtual de todo Mercurio, aunque suelo centrarme en las escasas novelas que
traje conmigo, de hojas gastadas y amarillentas, libros de otra época que hoy
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nadie conoce. Mientras leo, el tiempo pasa, y luego, a última hora, en el
atardecer de mis falsos días de veinticuatro horas, como. Llamarle comer es un
eufemismo, pero no entraré en detalles. El estómago ruge y duele como si
estuviese a punto de devorarse a sí mismo, y estoy seguro de que, en cierto
modo, es así.
Al llegar la noche, la supuesta noche, estoy agotado, y duermo. Duermo
sabiendo que ha pasado un día más, y que queda un día menos.
No penséis que es triste. No lo es.
Apartó un momento el teclado, sobre el suelo, y desde la frente bajó la mano por
la cara. Luego respiró hondo.
Sesenta y seis días, pensó. Y sin embargo, parecían haber pasado nada más que
un par de semanas. Pulsó ENVIAR, y guardó el teclado. Vio en la pantalla una
docena de mensajes de Control de Misión, pero los ignoró. No le apetecía hablar
con nadie.
Luces, musitó, y el ordenador de a bordo las encendió de golpe. Durante unos
segundos, estuvo cegado. Debía añadir paulatinamente para que el ordenador lo
entendiese. Pero, ¿cómo culparle de una estupidez emocional que le habían
regalado sus creadores? Por momentos, le habría gustado poder conversar con
una inteligencia real. Sabía que podía hablar con los controladores en la Tierra,
Bill y los demás, y había miles de personas en la red que con mucho gusto
perderían su tiempo con él. Pero eso no era una conversación real. Sin embargo,
con el ordenador de a bordo…
Déjalo, pensó. Había leído demasiados clásicos de ciencia-ficción, pero sabía
que ni siquiera en la Tierra había ordenadores como HAL 9000. Todo lo
contrario, el ordenador de abordo tenía tanta capacidad dialéctica como un gato
autista. Por un momento, se preguntó qué sería del ordenador cuando Nihon
muriese. Y era una cuestión tan estúpida que estuvo dándole vueltas durante un
buen rato. Su muerte no significaba mucho para el módulo. El mástil con los
paneles solares seguiría funcionando del mismo modo, de manera que el aporte
energético se mantendría mientras los paneles funcionasen. Y al morir, el
consumo de oxígeno se reduciría. No del todo, puesto que las bacterias que
floreciesen sobre su cadáver consumían oxígeno. Pero con el tiempo, también
ellas perecerían al carecer de materia, aunque tardasen muchísimo tiempo. En
cualquier caso, ¿qué pasaría con el ordenador? Por lo que sabía, seguiría alerta
las 24 horas del día. Parte de su memoria llevaba a cabo tareas rutinarias y
vitales para la vida de Nihon, controlando los sistemas de supervivencia. La otra
parte permanecía a la espera de recibir una orden. Analizó ese concepto de
espera permanente. Cuando muriese, el ordenador seguiría en ese estado durante
mucho tiempo, quizá décadas. A la espera. Nihon sentía la crueldad de esa
situación, pero la lógica le decía que era un estúpido, que el ordenador no tenía
conciencia, no podía sentir. Era solamente un conjunto de circuitos incapaz de
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cualquier conexión emocional, para el cual daba lo mismo esperar un minuto
que un millón de años. Y, sin embargo, ¿por qué no podía sacarse de la cabeza la
idea que sería cruel dejarlo...?
Tendré cuidado, amigo, murmuró. El ordenador no respondió, al no comprender
la orden. Nihon siguió: Cuando note que me llega la hora, me meteré en el traje
y te apagaré. Dejaré de descanses. No te someteré a esa agonía.
Era un pensamiento realmente absurdo, pero a Nihon le daba igual.
Sonó una alarma en la pantalla. La estancia se llenó de luz roja, sus oídos de un
estridente pitido. Se puso de pie, y tras esperar unos segundos a que su cuerpo
aceptase la nueva postura, se acercó a la pantalla.
Detén la alarma, ordenó. Las luces se apagaron y el pitido desapareció.
Había un mensaje de prioridad 1 en su bandeja de entrada, y procedía de Bill.
Dudó unos segundos en abrirlo, pero finalmente lo hizo. Leyó:
Siento ser yo el que te lo diga, Nihon, pero Úrsula ha muerto. Ayer se estrelló el
avión en el que viajaba. Lo siento mucho. Estaré aquí las próximas seis horas.
Si necesitas hablar, házmelo saber. Lo siento, lo siento de veras.
Nihon cerró la bandeja de entrada, y se escurrió hasta el suelo, su espalda
apoyada en la pared. Se mesó la barba. Carraspeó para aclarar la garganta.
Luces fuera, dijo. Las luces se extinguieron. Ordenador, dijo.
El ordenador se mantuvo a la espera.
¿Sabes lo que es el amor?, preguntó con la voz quebrada, quebrada, quebrada,
quebrada, quebrada, quebrada,…
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Más tarde, Nihon pensaría en la ironía de la vida. En como a veces uno
terminaba deseando lo que un segundo antes había odiado con toda su alma.
Pero a las tres de la madrugada, el ordenador del módulo le despertó con una
sinfonía de alarmas estridentes, un chorro de luces rojas parpadeantes que le
hicieron sentirse dentro de un caleidoscopio, y no pudo pensar en nada. Lo que
el ordenador le estaba diciendo era un torrente de información que se podía
resumir en una frase relativamente sencilla: y era que para Nihon, la Tierra
desaparecía.
Sumido en una confusión, tardó unos segundos en comprender. Solamente sintió
que todo temblaba, sintió su corazón saltar dentro de su pecho. La escasa
gravedad pareció subírsele a la cabeza, la notó ligera como un globo aerostático.
La voz artificial lanzaba palabras, y fragmentos de frases iban depositándose en
su cabeza. ‘Cinco minutos y veintitrés segundos’. ‘…activación de protocolo de
protección electro…’. ‘Garantizar superviv…’.
Pasó quizá medio minuto, y la confusión se esfumó. Sólo quedó la verdad y la
comprensión inmediata de la misma. Bruscamente, se levantó y se llevó las
manos a la cabeza. Durante un instante decidió maldecir su suerte y acusar a los
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astrofísicos de la Tierra. En el instante siguiente, barajó la posibilidad de enviar
un mensaje a la Tierra, pero luego se obligó a seguir el protocolo. Nada podían
hacer por él desde la Tierra.
Lo que el ordenador de a bordo le estaba diciendo era que acababa de estallar
una tormenta solar.
Y ya no importaba que se hubiese diseñado la misión en un mínimo solar, con
pocas manchas solares y pocas posibilidades de tormenta. Mientras pensaba, y
por tanto perdía el tiempo, un torrente irrefrenable de radiaciones barría las
inmediateces del Sol y se dirigía hacia Mercurio. Se lanzó hacia la pantalla más
cercana, y observó las tablas entrantes de datos. Sus pupilas siguieron con
movimientos espasmódicos los números, los porcentajes. Todo había sido
detectado por el Gazer, que además de funcionar como enlace con la Tierra y de
cartografiar el polo mercuriano, disponía de una docena de sensores enfocados
hacia el astro rey. Se acarició el pelo ya un poco largo, se frotó los ojos, se pasó
la mano por la barba incipiente. Aquello significaba cosas muy graves. El
módulo de aterrizaje disponía de un pequeño generador de campos
electromagnéticos. Su supervivencia inmediata no corría peligro, pero debía
retraer el mástil y los paneles solares, ya que el radio de protección se limitaba al
módulo. El Gazer carecía de un generador similar. No se había considerado
necesario, puesto que la misión transcurría durante un mínimo solar, y duraba
solamente seis meses. Por tanto, la tormenta lo convertiría en un artefacto inútil
y muerto. Su único vínculo con la Tierra disfrutaba de los últimos minutos de
vida.
Sopló, incapaz de centrarse.
Cuatro minutos y treinta segundos, dijo el ordenador.
Debía actuar ya.
Vuelca todos los datos del Gazer aquí y a la Tierra, ordenó. Y activa el protocolo
de retracción del mástil.
Eso haría que los paneles entrechocasen unos con otros. Muchas células saldrían
mal paradas, pero podría repararlas más tarde. Debía salvaguardar su única
fuente de energía.
Enciende el generador de campos electromagnéticos, dijo.
Luego corrió a ponerse el traje espacial. Estaba en el protocolo, y de hecho, era
el primero de los pasos que debía tomar. La teoría afirmaba que el hoyo 4
ofrecía una protección suficiente para el módulo, pero la certeza no era absoluta.
Si algún paquete de radiación caía errático hacia el módulo, y quemaba el chip
inadecuado,… entonces, la muerte. El clic del casco aseguró su supervivencia
para las siguientes horas. Aunque si algo iba mal, de poco le serviría.
Se aseguró de haber seguido todos los pasos del protocolo, y se metió dentro de
la cabina. El aire desapareció con el siseo habitual, y la compuerta se abrió.
Nihon amaneció al exterior iluminado. Todo le pareció irreal envuelto en un
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halo de adrenalina y temblor nervioso. Dio unos pasos hacia donde durante corto
tiempo había ondeado una bandera, y observó el mástil.
Un minuto treinta segundos, dijo el ordenador, una voz extraña en sus oídos, que
no llegaba a amainar su soledad absoluta.
Echó un vistazo al cielo. Estrellado como siempre, era un círculo recortado por
los bordes del hoyo 4. No había nada de amenazador allí, al menos nada
diferente de lo habitual. Nadie podría decir que el vacío cósmico ardía de
radiación.
El mástil se retraía con dificultad. No estaba especialmente diseñado para ello.
Su función era la de sostener los paneles solares, y sólo se contemplaba una
retracción tan rápida para casos de emergencia. En condiciones normales, la
retracción para cambiar uno de los paneles era un proceso que llevaba horas.
Ahora, se estaba produciendo a una velocidad casi asombrosa, y los paneles se
iban amontonado unos sobre otros en lo alto del módulo, hasta que el mástil
estuvo por debajo del borde del hoyo. Nihon pensó con sorna en que el módulo
parecía ahora una copa de vidrio con nata montada...
Detén la retracción, gritó Nihon, y corrió de nuevo a la cabina. Para cuando
estuvo dentro del módulo, frente a la pantalla, la cuenta atrás ya había
terminado. Análisis de sistemas, dijo, tras un largo suspiro. El silencio antes de
la respuesta le permitió escuchar los latidos acelerados de su corazón.
Sistemas del módulo en correcto funcionamiento, dijo el ordenador. Su propio
funcionamiento era fiel reflejo del estado del módulo. Si algo hubiese ido mal,
quizá no pudiese ni hablar.
Daños en paneles, pidió.
Células dañadas en todos los paneles, respondió. En la pantalla apareció un
esquema de paneles que debieran haber estado en color verde pero que
palpitaban intermitentemente en rojo y en naranja. Nihon asintió. No estaba mal.
Las células de los paneles podían repararse sin dificultad, y en el peor de los
casos, tenía repuestos. Los necesitaría mientras estuviese en Mercurio, pero
pensar en términos de años le resultaba ridículo en ese momento.
Revisa de nuevo los sistemas vitales, pidió. El ordenador se sumergió en el
análisis, y Nihon se apoyó con un brazo en la pared y dejó caer la cabeza. Había
un exótico amasijo de emociones en su mente, jugando lo que parecía ser una
interesante partida de mahjong: tormento, angustia, estrés, tristeza,
desesperación, e incluso un tenue matiz de diversión.
Análisis finalizado, anunció el ordenador un minuto más tarde. Miró la pantalla
y suspiró aliviado. Todos los sistemas funcionaban perfectamente. No se habían
dañado ni el equipo de electrolisis, ni el de reciclado de agua, ni el sistema de
gestión de aire, ni otros aparatos que conformaban el sistema de soporte vital. La
producción de energía se había detenido al retraer el mástil, pero tenía reservas
suficientes para varios días, y repararía los paneles mucho antes.
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Tendría que estar contento… pero había una pregunta que todavía no se había
hecho, y que debía formular cuanto antes. por mucho que temiese que lo
esperado se convirtiese en certeza.
Intenta la conexión con el Gazer, dijo.
El ordenador respondió inmediatamente: Enlace incompleto.
Programa intentos de conexión para las próximas tres horas, y si no hay
contacto, reorienta la antena a la Tierra.
Y se sentó en el suelo.
Las siguientes horas de aquella madrugada transcurrieron con una placidez
irreal, Nihon sumido en un estado casi narcótico. El ordenador intentaba
contactar con el Gazer, pero Nihon ya sabía que el satélite estaba tan muerto
como el propio Mercurio. Inservible. No obstante, debía intentarlo aunque
supiera que ya no podría contactar con la Tierra. La antena del módulo tenía un
alcance limitado, y desde la superficie de Mercurio, la radiación solar habitual
enmascararía su señal. Podía intentarlo, pero… probablemente no funcionase.
El tiempo melindroso le permitió valorar la ironía de la situación. Él, tímido e
introspectivo; él, que odiaba las redes sociales y que sólo se enfrentaba a ellas
por contrato o por rabia y desdén; él, que se volvía extrañamente asocial por
razones en las que prefería no reflexionar; él, Nihon, un solitario. Ahora yacía
sentado en su módulo, incomunicado para siempre con la Tierra, veía
confirmada su soledad gracias al Sol. A partir de ahora, viviría en un trono de
soledad. El hombre más solo del mundo...
¿Y qué más da?, se repetía constantemente, como un mantra que de tanto repetir
perdía sentido.
No había nadie en la Tierra con quien quisiese hablar. Úrsula había muerto, y
todavía no era capaz de aceptarlo. Los mensajes de otros astronautas, y de miles
de internautas le importaban una mierda. Control de Misión ya no servía de
nada. Se había librado de lo que había considerado una molestia, pero ahora que
la había eliminado, no podía dejar atrás la sensación de que algo no iba bien del
todo. De que había perdido una de las piezas que formaban el puzzle de su vida,
y que el puzzle jamás volvería a estar completo. Allí sentado, Nihon sintió un
frío que nada tenía que ver con los ciento cincuenta grados negativos que
asolaban el exterior del módulo; que nada tenía que ver con el frío del vacío
sideral; que nada tenía que ver con nada que hubiese sentido antes.
Su situación prácticamente no cambiaba, pero en el fondo… jamás volvería a
hablar con un ser humano, y la única voz que podría escuchar sería la del
ordenador, con ese matiz de artificialidad que le recordaba constantemente que
hablaba con una máquina.
Sólo queda mi propia voz, susurró.
Pasaron las tres horas, y el ordenador anunció que la comunicación con el Gazer
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había resultado imposible, y que iniciaba el programa para establecer contacto
directo con la Tierra. Nihon no dijo nada, pues nada tenía que decir ni nadie a
quien decírselo.
Muévete, se dijo, pero no pudo más que inclinarse ligeramente y dejarse caer de
nuevo contra la pared.
Análisis de espectro electromagnético, pidió.
El techo del módulo contaba con un pequeño aparato de observación del cielo, y
el ordenador lo enfocó con pericia en la dirección correcta. Llovieron datos en la
pantalla. La tormenta parecía haber pasado con inusitada rapidez, y eso
significaba que podía ponerse en marcha. Quedarse sentado no era una solución,
de modo que se levantó y salió de nuevo al exterior. Respirando con dificultad,
ascendió la larga pendiente y se asomó al Sol que parecía atardecer con
indiferencia, como si no fuese responsable de nada. Lo maldijo en silencio, y a
sus espaldas observó sin tranquilidad un pedazo de metal cada vez más sucio
que tenía por sombrero un elevado número de paneles solares amontonados
como las cajas de una mudanza. Más allá del hoyo, la larga llanura se rompía
por las paredes del cráter Priscilius. Suspiró y miró de nuevo el Sol. La estampa
no carecía de belleza. Aquellas irregulares llanuras cubiertas de oscuridad y las
colinas y las grietas y los cráteres, y finalmente, el horizonte y el Sol agonizante.
Estaba solo, definitivamente solo.
Dio media vuelta y descendió hacia el módulo. Diciéndose que no cambiaba
nada, que todo seguiría siendo básicamente igual.
Pero sabiendo que no lo sería así.
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Despertó aunque en realidad no había dormido. Yacía tumbado en el módulo en
un estado tan cercano a la catatonia como la misma muerte, respirando
quedamente y con la mirada fija en un lugar que estaba mucho más lejos que el
techo. Se inventó un diálogo a medio camino de la neurosis.
¿Quién eres?, se preguntaba.
Nihon, respondió.
¿Qué haces aquí?
Estoy llevando a cabo una misión tripulada a Merc… pero no terminó. Se lo
pensó mejor. En realidad, dijo, no estoy haciendo nada.
Se incorporó, notando una punzada de hambre, esa sensación ya tan familiar.
Apretó las manos contra la barriga, pero la ilusión era vana. Eso no atenuaría el
hambre. Miró alrededor. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?, pensó. Las pantallas
estaban apagadas, superficies sin brillo fundidas en un gris ceniza muy oscuro.
Por la intensidad de la iluminación, parecía mediodía. Se frotó las manos.
¿Cuánto tiempo? Recordaba haberse tumbado en el suelo durante algún
momento de la madrugada, aquejado de un insomnio vívido, así que se había
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sumido en un duermevela concentrado durante quizá nueve o diez horas.
Pero esa no era la pregunta. ¿Cuánto, cuánto tiempo? Encendió la pantalla que
estaba más cerca. Nació la luz, se iluminaron las ventanas de diálogo, apareció
el reconocible escritorio virtual. Vagó con el cursor sobre iconos que
anteriormente había usado, pero que ahora, al verse privado del contacto con la
Tierra carecían de función: blog, redes sociales, videocam,… pulsó en el reloj
inferior. 12:45, pudo leer. Picó en la fecha, y tras contar un instante, descubrió
que hacía ciento setenta y ocho días que había pisado la superficie de Mercurio.
Durante unos segundos, no pudo alejarse de la sorpresa. ¡178! Casi seis meses,
seis largos meses en un lugar hostil, oscuro y frío, lejos de nadie que pudiese
ayudarle a modificar su estatus de náufrago espacial. Lejos de todo, pero tan
cerca del Todo como nunca nadie había estado.
Se levantó y estiró las piernas.
Establecer protocolo de contacto con la Tierra, dijo en voz alta. El ordenador
obedeció sin responder. Desde que el Gazer se convirtiera en una chatarra
espacial sin más función que la de ser el primer satélite de Mercurio, Nihon, día
tras día, había dedicado media hora de la vida útil de la antena del módulo en
tratar de conectar con la Tierra. Un objetivo; una utopía. Si precisamente el
estudio de Mercurio había permanecido en suspenso durante años se debía a la
cercanía del Sol. El astro rey enmascaraba el diminuto planeta rocoso, y
cualquier señal que salía de él debía combatir con la radiación solar. Una batalla
que la débil siempre perdía. Las posibilidades de que desde la Tierra pudiesen
detectarla eran mínimas. Y cada día que pasaba descendían. Suponía que, en
algún momento, Life&Space Entertaiment cancelaría el contrato con la agencia,
y que esta, no mucho más tarde, estimaría un gasto excesivo mantener el Control
de Misión para una misión que, de hecho, estaba tan muerta como el propio
Nihon. Le encargarían a un becario recién salido del MIT que hiciese barridos
periódicos y casi automáticos del polo de Mercurio, y quizá un año más tarde,
los telediarios dedicarían veinte segundos a hablar del hombre que había pisado
Mercurio por primera vez y que presumiblemente allí seguía.
Por momentos, se preguntaba cómo sería seguir allí durante años… al menos,
cuatro, como le habían dicho los médicos de Control de Misión. Cuatro años,
mil cuatrocientos sesenta días. De los cuales ya había consumido ciento setenta
y ocho. Podía verlo como una cuenta atrás, o simplemente como el flujo de un
río de segundos. Podía verlo de muchas formas. De él dependía.
Dio un par de vueltas por el contorno de la estancia del módulo, mientras el
ordenador llevaba a cabo el protocolo. La mente vacía, el alma flotando en una
gravedad menor. Se acarició el pelo y observó que estaba mucho más largo de lo
que jamás había estado. Descartó pensar en el efecto de la baja gravedad sobre el
crecimiento capilar, un pensamiento inofensivo, y sin embargo, se percató de
que hacía muchos meses que no se observaba a sí mismo. Se palpó la cara,
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nervioso, pero no era capaz de saber si sus pómulos parecían sobresalir más, o si
sus ojos estaban más hundidos y rodeados por ojeras oscuras. La barba era
incipiente, como siempre, pues tenía un rostro casi lampiño.
¿Cómo verme?, murmuró. En el módulo no había más que un espejo, que había
roto casi al inicio de la misión, cerca aún de la órbita terrestre.
Encontró la respuesta rápidamente: las cámaras. Lo que otrora había servido
para martirizarle, para enviar su vida a través del vacío sideral hacia la Tierra,
ahora podía serle de ayuda. Arrancó las tiras de cinta aislante negra que había
colocado meses atrás para que nadie pudiese verle en su ataúd de bajo coste, y
luego se apostó frente a la pantalla más cercana. Dado que no había
desconectado las cámaras, estas habían seguido grabando un fondo negro
durante largos días. Su rostro se materializó ante él. Y sí, su delgadez le
sorprendió. Tomando como foto la última imagen mental que tenía de su rostro,
Nihon se encontró ante pómulos marcados, ojos un tanto vidriosos, pelo
desmadejado y húmedo, enmarañado, una barba incipiente donde se
entremezclaban pelos blancos, rubios, negros, en un mosaico que siempre había
atraído las miradas y que le había persuadido de dejarse barba, si esto hubiese
sido posible. Los labios cuarteados, el mentón afilado.
Esto soy yo, murmuró.
Protocolo finalizado, dijo el ordenador. Nihon le miró, expectante. El contacto
ha sido negativo.
Suspiró. Quizá si el Sol se funde, pensó.
Bien, de todos modos, Nihon no estaba muy seguro de cómo se sentía al
respecto. Solamente llevaba seis meses en aquel lugar. Por el momento, no le
molestaba demasiado la ausencia de contacto humano. Pasaba los días sumido
en un duermevela extraño y embriagador, el cual le resultaba difícil de describir
o de comprender. Duermevela que se veía roto una vez cada cinco o seis días, en
que salía a cortar bloques de hielo y extraer silicatos, o para comer su exigua
ración de comida pre-cocinada y siempre insípida. O para leer con aplastante
tranquilidad una de sus novelas. O para cortarse las uñas, o para asearse. O para
mirar el techo, o para practicar yoga. O para… o para pensar en la nada. Así que
no echaba de menos al resto de compañeros humanos, allá en la Tierra. En el
pasado, había estado hasta cuatro meses sin ver a nadie, en su huerta junto a la
montaña, cultivando y pasándose los días entre frutales, paseando por los
caminos que otros habían pisado y mantenido siglos atrás, sumido en
pensamientos baldíos y yermos mentales. Estaba acostumbrado, le gustaba ser
así. Estar en Mercurio era prácticamente lo mismo. No había plantas, sino
silicatos. No había riachuelos y alberos y pequeñas cascadas, sino cubos de
hielo. No había… Las diferencias eran tan obvias que se diluían en el día a día.
Sobrepasada la memoria de su huerta, del sosegado flujo de estaciones,
solamente el recuerdo de Úrsula perturbaba su calma anestesiada. Ella, con su
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mirada y su despreocupación, con su depresiva forma de ser, su extrema
sensibilidad. Ella, ella, ella. Si, ella había muerto, pero en cierto sentido, seguía
viva en su interior. Era un espectro, un holograma que se le aparecía y le
recordaba que jamás recuperaría lo que una vez había poseído sin percatarse.
Su madre siempre le había dicho: No importa lo malo que te pueda pasar en la
vida, ni aunque sea tan malo que sientas que ya nada será igual. Lo que
importa es que puedas aprender de ello. Si sacas una lección, jamás habrás
perdido el tiempo. Su madre había poseído una sabiduría que los filósofos
podían buscar toda su vida sin apenas rozarla jamás, pero Nihon no sabría nunca
si sus palabras le servirían de algo. Al parecer, de todo se quitaba una lección.
Pero… ¿y qué?
En cierto modo, la lección… ¿qué pasaba si no le servía de nada?
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Observó. El paisaje le resultaba conocido. Aquella roca que usaba como banco,
también. Y, por supuesto, el cielo estrellado. Y el módulo, aunque no podía
verlo, a sus espaldas, cada vez más soso. Con las manos apoyadas en sus rodillas
y un potente dolor de cabeza, se dejaba llevar a pesar de las punzadas que como
puñaladas arremetían contra su estómago hambriento.
Ciento ochenta días, murmuró. La voz se perdió más allá del plástico
transparente de su casco.
De haber ido todo bien, en ese justo momento debería encontrarse en el módulo
de retorno, preparándolo todo para iniciar su viaje de seis meses a la Tierra.
Un viaje largo en el que se pelearía consigo mismo para no enloquecer. Donde
contaría los días que faltaban. Se lo imaginó, entrando en la órbita terrestre,
acoplándose a alguna de las estaciones espaciales. Y allí, recibiendo las
felicitaciones de decenas de astronautas. Cayendo luego hacia su hogar de forma
controlada. Desinfectándose, descansando, luego vitoreado por cientos de miles
de personas. Encuentros con líderes políticos, personalidades famosas e
inconscientes de con quién hablaban, compromisos publicitarios orquestados por
Life&Space Entertaiment. Y meses más tarde de pisar la Tierra, una vez
adaptado de nuevo a la gravedad terrestre, podría quizá encontrarse con Úrsula y
sumirse en una noche de pasión inconsciente y de intimidad regalada. Y luego,
enamorarse de nuevo de su huerta, huir de todo y de todos.
Creced, pequeños calabacines, creced, murmuró, abstraído.
La realidad era que se encontraba allí. Y que no volvería. Aquel era su hogar, su
único hogar, su último hogar. Podía recordar los calabacines una y mil veces,
pero ya no disfrutaría su sabor tras empaparse en aceite hirviendo. Suspiró
mirando alrededor.
Vivía la certeza de la muerte, pero no se maldecía por ello. Los demás, en la
Tierra, ignoraban la certeza y vivían una mentira autoimpuesta. ¿No le daba eso
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una ventaja, un plus, un alivio? Tenía agua y aire, y comida, aunque escasa.
Poseía una librería casi infinita de la literatura humana, y archivos acerca de
cualquier cosa que pudiese colmar su sed de curiosidad. Y tenía el yoga. Y las
horas de sueño. Y, en última instancia, la muerte.
Recordó una Pregunta del Día: ¿Te has masturbado alguna vez en la Celeste?
Bien, también tenía eso, si es que sentía un impulso tal...
En la pantalla de su antebrazo, llameaba helada la temperatura, ciento sesenta
grados negativos. Sintió una presencia a sus espaldas, y se giró de pronto,
llevado por el presentimiento de que alguien le atacaba por la espalda, quizá el
atávico recuerdo de una intuición que había servido a sus antepasados para
sobrevivir al acoso de los depredadores. Pero detrás no había nada, no más que
el módulo, que para el caso no era más que chatarra sin emociones ni
sentimientos. El módulo, que seguiría allí miles de años después de morir
Nihon. Y, ¿no era lo que siempre habían buscado los humanos, la inmortalidad?
Como fuese, en forma de literatura, en forma de esculturas o edificios,… los
genes, obligando al hombre a autoperpetuarse, como parásitos
transgeneracionales.
Se levantó e inició el descenso hacia el módulo. Le temblaban las rodillas y se
sentía algo mareado, algo quizá relacionado con el hecho de que hacía días que
comía menos todavía de lo recomendado. Al llegar al fondo del hoyo 4, pensó en
que debía idear un sistema mejor para salir de él. Parado ante el módulo, e
iluminado irregularmente por los focos, pensó en cómo. Primero, en unas poleas
y un sistema parecido al de las perchas en las estaciones de esquí. Luego, al caer
en lo imposible de construir algo así, razonó que el mejor sistema que había
inventado el hombre para subir y bajar de lugares eran las escaleras.
Construiré unas escaleras, se dijo.
Pero, en cambio, lo que hizo fue ponerse a reparar algunos paneles solares que
habían salido mal parados durante la tormenta solar que había asesinado al
Gazer.
Suspirando y suspirando.
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Construyó las escaleras en los meses siguientes. Armado con un pequeño
taladro, cada día salía del módulo, se plantaba de rodillas ante la pendiente, e iba
arrancando esquirlas de un suelo que había permanecido inalterado durante
millones de años. Los pedazos de roca salían despedidos en todas direcciones,
flotando un instante en el vacío de una atmósfera inexistente, y cayendo luego
tras Nihon, donde formaban un abanico de escombros. Y Nihon, con la paciencia
de quien se sabía condenado, iba retocando su obra con el ánimo de un escultor
renacentista, puliendo y tratando de que el escalón tuviese las líneas lo más
rectas posible. Sobre él, un cielo negro donde anidaban estrellas cada vez más
anónimas. A su alrededor, el escenario de siempre.
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Tardó meses en completar su obra porque esculpir un solo escalón le agotaba
durante días. La escasa dieta cobraba sus primeros plazos. Su peso había bajado,
y se notaba débil cada vez que trataba de levantarse, se volvían fláccidos sus
bíceps y sus gemelos, al tiempo que su otrora vientre plano desaparecía como
una depresión rodeada de costillas. Salir al exterior, y someterse al esfuerzo de
arrastrar bloques de hielo o kilos de silicatos, se había convertido en una
experiencia de alto riesgo. Los mareos eran habituales, e incluso había caído
desmayado varias veces. Por eso una parte de sí mismo se maldecía al verle salir
por la puerta del módulo, y encaminarse con el taladro en su mano hacia la
pendiente. Pero un algo febril se revolvía dentro. Debía terminar aquella hilera
de escalones. Y finalizó la obra unos días antes de cumplir su primer aniversario
en Mercurio. Agotado, al terminar de esculpir el último escalón, se sentó sobre
él, y lanzó al hoyo el taladro que durante meses se había convertido en
instrumento esencial. Allí sentado, a espaldas del Sol, respiró hondo y notó
como su corazón saltaba en un pecho desnutrido. Sin embargo, a pesar del
agotamiento, se sintió alegre como un niño el día de navidad. Se levantó y
caminó hacia la roca que hacía las veces de banco, y allí permaneció largo rato,
hipnotizado por el resplandor del Sol moribundo sobre el horizonte hasta que el
traje le advirtió de que las reservas de oxígeno habían descendido por debajo del
veinte por ciento. Regresó al módulo.
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El día del aniversario se replanteó su existencia. En el interior del módulo, sintió
su ánimo vagar por desiertos y descansar brevemente en los escasos oasis. La
ventaja era que conocía exactamente su situación. El engaño no formaba parte
del trato. Durante las horas de aquella falsa mañana en que el calendario le decía
que llevaba ya un año allí, pensó en el oxígeno, en los repuestos y en las
reservas de silicatos, en el agua y en la luz, en la vida del ordenador de a bordo,
en las llanuras mercurianas. Tarareó viejas canciones de juventud, acompañando
el tarareo con el compás de sus dedos sobre el xilófono óseo en que se habían
convertido sus costillas. A un lado, descansaban las novelas que se había llevado
consigo. Por momentos, albergaba el ácido y divertido pensamiento de que se
habría traído más novelas en papel de haberlo sabido. Las digitales no le
ofrecían el mismo placer...
Y al final de aquella mañana de la que luego no recordaría nada más que lo
mismo de cada día, Nihon se puso el traje, respiró hondo, y salió al exterior. Allí,
caminó con lentitud, como si así fuese más fácil alcanzar una epifanía, alcanzar
a las verdades allí donde se escondían. Alzaba la mirada por momentos,
observando a veces las paredes del hoyo 4, a veces las estrellas, dibujando líneas
falsas e imaginarias entre unas y otras, dibujando una cuadrícula infinita. A
veces se frotaba las manos, a veces se las ponía a la espalda, disimulando una
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falsa sabiduría griega. Terminó por enfrentarse a las escaleras. Las miró con ojo
crítico, sintiéndose orgulloso de su esfuerzo pero también descubriendo las
irregularidades, las superficies rugosas y agrietadas. Puso la bota en el primer
escalón, sabiendo que tendría tiempo de pulir las escaleras y de pulirse a sí
mismo, y empezó a subirlas notando al hacerlo como el corazón se aceleraba
con estruendo juvenil. Fue contando los escalones uno a uno, hasta completar
los cincuenta y uno. En la cima, recuperó el aliento quedamente, sonriendo al
ver como el vapor de agua se condensaba en el interior del casco unos segundos
hasta que el sistema de refrigerado del traje lo hacía desaparecer. Luego, oteó el
horizonte invariable, un lienzo que ya le resultaba hasta obvio, y se sentó en su
banco. Cruzó sus manos, apoyó los talones en el suelo con la punta de las botas
en alto, y respiró bien hondo.
Un año, murmuró.
Eso significaba trescientos sesenta y cinco días. Trató de calcular mentalmente
cuántos más le quedaban, pero se perdió al cuarto año. Nunca había sido muy
bueno en cálculo mental, el psicólogo del colegio se lo contaba a sus padres en
cada visita, preocupado como si fuese lo más importante de la educación de un
niño. Así que dejó los cálculos. En cierto modo, ya le parecía bastante
impresionante haber pasado todo aquel año allí. Suponía, en parte para aferrarse
a la belleza de la singularidad, que cualquier otro se habría suicidado mucho
antes. Aislado del cualquier contacto con la Tierra, sometido a un futuro
augurado en hambre y penurias, ¿alguien podría reprocharle hacer algo así? Y, es
más, ¿le importaría?
Pasó largo rato mirando aquel falso atardecer eterno, y luego se levantó y bajó
de nuevo hasta el módulo. En el fondo, aquel no era más que otro día cualquiera
en el polo norte mercuriano. Otro día más en su especial vida. Observó los
paneles solares, como las velas de una carabela ondeando ante el viento
cósmico, la radiación que le daba aquella existencia. Los segmentos de cada
panel permanecían grises como si quisiesen imitar a todo lo que los rodeaba,
pero aunque no lo pareciese, el Sol los estaba inflamando de energía. De lo
contrario, estaría muerto. Comprobó por rutina que el equipo de electrolisis
funcionase, y luego arrastró un cubo de hielo desde las sombras donde los
mantenía a salvo hasta la entrada del depurador. Luego echó un último vistazo al
hoyo, y entró.
Ordenó un poco la estancia en la que pasaba horas y horas. Colocó los libros
perfectamente alineados, unos sobre otros, y limpió el polvo con un diminuto
aspirador. Alisó la esterilla sobre la que dormía, pero su superficie arrugada se
resistió. Y de pie en el centro exacto de aquella habitación, se sintió solo. Y lo
que es peor, se sintió completamente desganado de hacer nada, como si nada de
lo que pudiese hacer mereciese la pena.
¿Y si duermo?, preguntó a nadie. Dormir para siempre.
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Olvida todo eso, se dijo. No podía caer en la desesperación. No podía
permitírselo.
Ordenador, llamó.
¿Si?
Desconecta la antena de transmisión, ordenó.
Esta acción incomunicará el módulo, informó el ordenador siguiendo el
protocolo.
Hazlo de todos modos, insistió Nihon. Llevaba tiempo pensando en ello. Desde
hacía meses, la antena había estado tratando de hacer llegar mensajes a la Tierra,
y en la Tierra, probablemente hubiese un potente telescopio rastreando la
superficie del polo norte de Mercurio buscando alguna señal. Pero la presencia
del Sol y de su aureola de radiaciones disipándose por el espacio como las olas
de un estanque impedirían cualquier tipo de comunicación de ese tipo. Era el
Gazer el encargado de transmitir a la Tierra, no aquella pequeña antena. En los
doce meses de uso, se habían estropeado una docena de componentes, y Nihon
temía que los repuestos gastados pudiesen ser necesarios para otros aparatos más
indispensables.
Antena desconectada, indicó el ordenador.
Nihon asintió. Adiós, terrícolas, murmuró.
Se sentó sobre la esterilla, y apoyó la espalda sobre la pared, bajo una de las
pantallas donde otrora actualizaba sus blogs o respondía a las estúpidas
respuestas de adolescentes suficientemente adinerados como para pagarse la
suscripción a Life&Space Entertaiment. Sonrió con satisfacción al recordar
alguna de las respuestas que les soltaba. Luego se pasó las manos por la cara, y
dijo:
Ordenador, activa modo de espera.
El modo de espera desactivará la mayor parte de avisos. Su seguridad se verá
comprometida, informó sin atisbo de humanidad. A Nihon le habría encantado
escuchar un ‘no, por favor, no quiero morir’, pero en aquel montón de chatarra
un tanto etérea no había más humanidad que en una roca cualquiera. A aquel
montón de chatarra no le importaba ser desconectado o activado. Nihon,
simplemente, lo mandaba a la cama. Induciéndole el modo de espera, el
ordenador solamente le avisaría si ocurría algo realmente grave con respecto a
su supervivencia. ¿Para qué más? No le necesitaba rosmando todo el día detrás
de su oreja.
Cuando todo estuvo hecho, tomó un libro entre sus manos, Mort, y estuvo
leyendo un buen rato divirtiéndose con las andanzas de la Muerte.
Luego se quedó dormido.
La nada.
32
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Miró el silencio. Tras horas de cuidadosa observación, se había transformado en
algo casi sólido, físicamente palpable. Lo notaba arrastrarse por el interior del
módulo, reptar por las paredes, acercarse a él. Respiró muy hondo, llevando el
aire al ombligo como si rellenase con él sus tripas, y luego lo expulsó
lentamente, disfrutando del tenue siseo que luchaba con el silencio en un mano a
mano invisible. Cerró los ojos un instante, fijó su mirada en el entrecejo. Sintió
que se relajaba de nuevo. Era muy capaz de mantenerse en meditación, tras los
ejercicios de yoga, siempre y cuando tuviese los párpados bajados. Al abrirlos,
sin embargo, la meditación se disolvía lentamente hasta desaparecer. Y era la
meditación la que rellenaba sus horas vacías y le elevaba a un plano diferente.
Era como navegar por el cosmos, libre. Sentir como sus manos y sus pies
hormigueaban, sentir el pulso de la sangre viajando hasta los capilares y
regresando de nuevo a la fuente madre, el corazón.
Pasó el tiempo.
¿Cómo pude dejar de hacer esto?, se preguntó mucho después, y al hacerlo se
lamentó pues había hecho pedazos su estado de equilibrio mental. Volvían las
pulsiones, volvía la vida real en la que se empeñaba en vivir.
Levantó los párpados con una lentitud que desesperaría al Nihon más ansioso, y
luego recorrió con la mirada la estancia del módulo, pared a pared, teclado a
teclado, ventana a ventana, reconociéndolos como si fuese la primera vez. Estiró
sus brazos, luego sus piernas, y luego se levantó notando como las articulaciones
celebraban que se acordase de ellas. Respiró muy hondo, y sintió una punzada
de hambre. Con el paso de los meses, había aprendido a soportarlas
estoicamente. Notaba como se acercaban retemblando las costillas, y luego
como una gran ola de dolor que ascendía por el vientre y se instalaba bajo el
esternón durante unos segundos. A veces, el ruido era ensordecedor como el de
un temporal al pie de los acantilados, una bestia que rugía bajo la piel de su
pecho, devorándose a sí mismo. Luego, simplemente, desaparecía durante un
rato tras haber aplacado su ira. Nihon había llegado a creer que podía controlar
su hambre. Las reservas del módulo no eran, de todas formas, una alegría para el
paladar. El único peligro procedía de sus recuerdos, de su imaginación, procedía,
en fin, de la Tierra de la que le separaba más que un abismo.
Pasó la oleada de hambre, y Nihon miró alrededor. Comprobó en la consola que
todo funcionase correctamente, y asintió. El equipo de electrolisis todavía tenía
silicatos para doce horas, y las reservas de agua eran más que suficientes. Los
niveles de energía, por otro lado, estaban al 100%. Abrió un cajón y extrajo una
libreta de notas, y un lápiz. La abrió y leyó las cosas que había ido escribiendo.
No se trataba de un diario, sino meramente un cuaderno de ideas, de reflexiones.
No sabía porqué escribía en él, pero lo cierto era que lo hacía. En ocasiones,
varias veces al día, para luego pasar semanas sin siquiera mirar sus solapas
oscuras. Pasó las hojas garabateadas hasta llegar a la última, en la cual había
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anotado reflexiones con respecto a su dieta. Hacía meses que había reducido la
dieta que le sugiriesen los médicos desde Control de Misión, y aunque se sentía
débil cuando hacía grandes esfuerzos, no se notaba menos sano. Tras aprender la
naturaleza de las punzadas de hambre, y lograr superarlas con paciencia,… le
rondaba la idea de reducir la dieta todavía más. La antigua dieta que le habían
enviado desde la Tierra le garantizaba vivir unos cinco años como límite
máximo. Había hecho cálculos, y si la reducía todavía un poco más, podría
alargar esos cinco años hasta los ocho, u ocho y medio. Desde luego, era
temerario, pero no podía dejar pasar la oportunidad. Ya había gastado uno de los
cinco años pronosticados por los médicos. Le quedaban cuatro, y quería
transformar esos cuatro en siete. Quería vivir, y vivir siempre exigía elegir,
exigía apostar. Y Nihon quería apostar por la victoria. Su victoria era vivir siete
años más.
En aquel lugar. Que cualquier llamaría infierno pero que para él ya significaba
hogar.
Repasó los cálculos sobre calorías y reparto nutricional, y cuando comprobó que
todo estaba bien, asintió con satisfacción, como si no fuese a someterse a una
tortura voluntaria.
Si duele, es que vivo, le murmuró a la estancia.
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El mundo era una oscuridad. Una oscuridad que respiraba y latía, que se
revolvía en una realidad exótica, una oscuridad que pensaba de un modo
inconcebible. Y Nihon se movía por aquel extraño lugar flotando como una
medusa suspendida en el éter, sin ningún pensamiento que atravesase su mente
plácida, nada que rompiese aquel estado de meditación insuperable. Y si notaba
que algo se acercaba a su mente, se mecía en otra dirección y dejaba que
aquello, fuese lo que fuese, se perdiera en un mar de posibilidades incumplidas.
En aquel lugar, Nihon se elevaba y terminaba abrazando a aquello que respiraba
y latía, abrazándose a sí mismo, rozando una felicidad inconsciente e imposible
de aprehender. Una felicidad utópica e imposible, en donde futuros y pasados se
fundían en un mismo punto de instantes infinitos.
Un punto imposible, que quemaba, un punto donde Nihon se mecía... Se mecía
arrullado por una voz que le tranquilizaba, una música...
Se mecía…
34
A lo largo de aquel segundo año en el hoyo 4, Nihon se sumergió en una rutina
extraña que no dejaba de tener algo de onírico. Despertar y dormir, meditar
durante horas, muchas horas, apenas comer, beber, sentir hambre.
Cada vez más delgado, observaba la pérdida de masa muscular con curiosidad,
293
como la piel se volvía fláccida en los antebrazos, en los muslos. Observaba su
palidez, y aunque practicaba yoga casi todos los días, notaba crujir sus huesos,
notaba las articulaciones cada vez menos elásticas. El pelo caer, la barba
estática, sin crecer... observaba sus heces cada vez más esporádicas, los
vertiginosos mareos que sufría.
Apenas hablaba, pues nadie había que pudiera escuchar sus palabras, y se
especializó en desarrollar largas conversaciones mentales consigo mismo. No
creía estar enloqueciendo, pues sentía su mente cada vez más lúcida.
Ahuyentaba los recuerdos para huir de la depresión o la amargura, y usaba la
meditación para huir de la claustrofobia de pasar los días en apenas veintisiete
metros cúbicos de aire reciclado una y otra vez. Lucidez, esa era la palabra.
Consistía en no pensar en nada y dejarse vagar, y en la oscuridad flotar y viajar
por la nada. Para cuando despertaba, muchas veces habían pasado horas.
Y leía, leía mucho. Aburrido de las novelas que se había llevado arrastradas
desde la Tierra, se sumergió en una revisión de la historia de la ciencia-ficción,
desde H. G. Wells hasta los últimos autores. Cuando también se aburría de ellas,
leía grandes clásicos universales, novelas, ensayos científicos, publicaciones de
todo tipo. Y cuando se aburría, volvía a meditar.
Estaban también sus notas. A veces reflexiones, a veces pensamientos, a veces
tonterías o palabras sueltas, o garabatos. Y en una de las hojas, su letra
temblorosa titulaba: el placer del hambre. Porque, a veces, sentía un extraño
placer cuando llegaba la punzada de dolor, o cuando una sensación de opresión
en el estómago vacío se alargaba durante horas. Durante un tiempo, se mintió a
sí mismo, diciéndose que no era cierto, que estaba confundiendo términos. Pero
sabía exactamente qué sentía cuando el hambre se quedaba para rondarle, como
el cortejo invisible de un amor absurdo. Absurdo como aquel placer, cuya
negación no haría que desapareciese. Se decía que era el comer lo que generaba
placer, y no el hambre, pero al parecer Nihon había abierto nuevas vías
existencia. No había nada de sexual allí, y no, no era un maldito masoquista.
Pero, recóndito, algo pulsaba en su interior. Su subconsciente le hablaba en un
idioma que no comprendía, y que ni siquiera estaba seguro de querer
comprender.
Prefiero no entenderlo, solía decirse.
En otra hoja, llevaba un registro pormenorizado del estado de las reservas de
alimentos. Tras la implantación de su nueva dieta, descendían tan despacio que a
veces debía obligarse a recordar que eran finitas, que algún día desaparecerían.
Que un día, en el horizonte nebuloso del futuro, se tomaría el último pedazo de
pan soso y desecado. Y que ya no le quedaría más que enfrentarse al Gran
Ayuno. El ayuno final.
Y luego, la muerte.
A veces, la tranquilidad con la que asumía su futuro y la situación que vivía le
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asombraba. Hasta el punto de que tenía dudas de que llegase a comprenderla
perfectamente. Como si aquello no fuese más que un sueño entretenido y muy
real, en donde podía ocurrir de todo pero al final del cual siempre sonaría el
despertador.
Pero no era cierto. Estaba en Mercurio, atrapado sin salida.
Y se lo repetía, un fiel recordatorio de cuál era su vida: sin salida, sin salida, sin
salida, sin salida, sin salida.
35
Se despertó dando un brinco, y se agarró el pecho mientras notaba el corazón
saltando entre las costillas. La taquicardia duró menos de un minuto, el tiempo
que tardó el ordenador en transformar la oscuridad del módulo en una ligera
penumbra de amanecer. Al fin, el corazón se cansó de correr y volvió a un ritmo
más normal. Nihon respiró bien hondo varias veces, se obligó a la respiración
abdominal a pesar del miedo. ¿Qué sería de él si…? Mejor ni pensarlo.
Se pasó las manos por la cabeza cada vez más vacía de pelo, y palpó el sudor
que resbalaba por su nuca y su espalda. ¿Qué demonios había soñado?
La nieve, murmuró con la garganta seca.
Había soñado con la nieve, con una mañana que se había despertado, en su
lejana época de estudiante, y todo estaba nevado, y con su cámara había
recorrido la ciudad tomando instantáneas de la gente y sus sonrisas, y de los
resbalones y los perros confundidos.
El recuerdo de aquello le pilló desprevenido y cayó en manos de la melancolía.
Recordó a su novia de entonces, una pianista de renombre de la que luego nunca
había vuelto a saber nada. Recordó la ciudad, recordó las fiestas y los paseos
y… se echó a llorar. Los sollozos inundaron la estancia, y no había nadie para
acercarse y decirle que ya estaba, que no pasaba nada.
¿Qué será de mí?, murmuró tartamudeando, ¿qué será de mí si muero aquí?
Recordaba una película en la que el protagonista sufría un derrame cerebral y
quedaba completamente inmóvil, al punto que solamente podía abrir un ojo, su
única ventana al mundo. ¿Qué sería de él si sufría un accidente similar y
quedaba tendido en aquella estancia? Incapaz de suicidarse, incapaz de moverse,
incapaz de nada, observando como el ordenador seguía con su ciclo de días y
noches, como los aparatos funcionaban indiferentes a su situación. ¿Cuántos
días podría sobrevivir así? ¿Cómo sería la agonía?
Se obligó a olvidar, se obligó a respirar. Se sentó y colocó las piernas cruzadas,
extendió los brazos sobre las rodillas, alzó la cabeza y metió el mentón hacia el
cuello. Cerró los ojos tras una docena de inspiraciones, y se obligó a la
meditación.
Necesitaba flotar. Y olvidar. Pensar era un pecado que no necesitaba.
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36
Un día descubrió que había cumplido años. Y lo más curioso de este hecho era
que también había cumplido el año anterior, sin percatarse de ello. El ordenador
llevaba un calendario interno que Nihon ignoraba al igual que otras muchos
cosas que ya no tenían sentido. Sin embargo, mientras rebuscaba en la biblioteca
virtual, el puntero había rozado la pestaña del calendario y la fecha había
aparecido iluminada a un lado. Nihon la leyó inconscientemente y algo familiar
en ella le llevó a descubrir que, de hecho, ‘estaba’ cumpliendo años. La sorpresa
le dejó inmóvil. Luego, con el paso de los minutos, volvió en sí y recapacitó
muy a su pesar sobre todo lo que conllevaba aquel descubrimiento, en el fondo,
nada. Nada cambiaba, excepto un dígito en una cifra que pertenecía a un mundo
que apenas importaba ya.
Dejó lo que estaba haciendo y se levantó. Miró entorno.
¿Qué lugar es este?, se preguntó. Se sintió furioso, tampoco sabía por qué.
Cuatro paredes de mierda, de este blanco que parece no ensuciarse, masculló.
Dio dos pasos, luego una palmada que hizo crujir sus huesos débiles.
En esto me has convertido, asqueroso planeta, en un ser de huesos que están a
punto de romperse. Una puta mierda.
Dio otro paso más, y con la fuerza de un animal, de una verdadera alimaña
llevada a un callejón sin salida y que sin esperanza alguna reaccionaba con el
furor de la supervivencia, embistió una de las pantallas. Rebotó y cayó al suelo,
y llorando se sujetó el codo lastimado. La pantalla oscura mostraba en el la zona
del golpe un cráter irisado y multicolor.
Nihon lloró, y lloró, y mientras lo hacía se percataba de que estaba dejando salir
cosas que le hacían sufrir. Que llorar estaba bien. Y que si necesitaba cumplir
años para descubrirse a sí mismo, cumpliría años todos los días que le quedasen
de vida.
Se levantó un rato más tarde, recordando la canción de un grupo casi
desconocido, una voz de ballena que hendía el aire, y fue al almacén, y esa tarde
comió doble ración.
37
¿Soñaba, o realmente tenía una visión mientras meditaba? No podía saberlo.
Quizá reviviese un recuerdo, quizá estuviese percibiendo y creando y
recordando al mismo tiempo. Quizá todo fuese más o menos lo mismo...
Si cerraba los ojos, llovía la realidad en azul, azul oscuro convertido en celeste
por la luz. Al abrirlos, se encontraba de nuevo en una habitación de hotel, una
tarde cálida y plácida, lejos de las calles, lejos de la urbe. Había una luz brillante
que entraba por la ventana, sobre la mesa del escritorio donde ella descansaba
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cómodamente mientras leía, las piernas en lo alto apoyadas en la mesa. Mientras
Nihon se consumía en la trascendencia de un pensamiento inflamado.
Fantaseando.
Si cerraba de nuevo los ojos, huyendo del candor de su cara, se descubría
flotando de nuevo en el azul, convertido en una medusa que bailaba un baile
eterno, meciéndose en una realidad líquida, sólo en un escenario que se mecía al
abrigo de las probabilidades infinitas. Al abrir los ojos, ella estaba mirándole.
Sus ojos azules y verdes al mismo tiempo, transmutaciones de mil y una
realidades, aquella piel pálida pero moteada de rubor, su pelo parpadeando en
rubio y moreno. Meneó la cabeza como queriendo desprenderse de los
pensamientos, y ella sonrió con su recta hilera de dientes blancos.
Te abstraes, dijo en una mezcla de pregunta y afirmación. Nihon se encogía de
hombros, carraspeaba, se revolvía sobre la cama. Bostezó, aunque no tenía
sueño, aunque no supiese donde estaba. No necesitaba decir nada porque ella ya
lo sabia todo, o eso parecía. Así que cerró de nuevo los ojos, sumergiéndose en
el universo azul. Allí, la fantasía se deshilachaba, se desmenuzaba y diluía entre
la oscuridad y la luz. Nihon pensó que podría quedarse allí para siempre, detrás
de sus párpados, sintiendo como el vacío acariciaba sus tentáculos y como estos
le impulsaban y le llevaban a ningún lugar.
Alguien le tocó, y entonces abrió los ojos, buscándola. Pero ella seguía en su
mesa, mirando ahora por la ventana por donde llameaban pájaros quemados por
el Sol de un estío abrasador. Le acarició la cara allí donde notase el contacto,
como queriendo aprehenderlo. Ella devolvió la mirada al libro, y entrevió sus
pupilas corriendo por las líneas ilegibles desde la cama.
¿Qué lees?, le preguntaba. Ella no alzó la mirada del libro. Trata sobre un robot
que se cree humano, dijo finalmente.
Muy asimoviano, replicó Nihon.
No, dijo ella, el enfoque es nuevo.
¿Por qué?, preguntó.
No sabría decir por qué, pero es diferente. Es… real.
Nihon asintió. Se preguntó cómo explicar con palabras lo que uno sentía. Era
demasiado difícil, demasiado limitado.
Cerró los ojos, pero no regresó de nuevo al azul. No sabía dónde estaba, pero
todo era negro. No sé quién soy, pero todo es negro. No sé a dónde voy, pero
creo que tampoco importa. Abrió los ojos de nuevo, y pensó en todas las veces
que lo había hecho a lo largo de…
Hay cosas que son imposibles, murmuró.
¿Qué?, preguntó ella.
Nihon se encogió de hombros y lo repitió. Ella le miró con los ojos entornados,
tratando de comprender algo que no podía comprender. Hay miles de futuros ahí
afuera, bajo el Sol. Me duele verme obligado a escoger uno y rechazar los
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demás, dijo, y siguió: Me gustaría vivirlos todos. Destruir la incertidumbre.
Ella sonrió, parecía divertirse a pesar de que Nihon rozaba la paranoia. A mí me
parece maravilloso que debamos escoger uno, dijo al fin.
Cerró los ojos, y de nuevo el azul. De nuevo soy medusa, de nuevo nado hacia
ningún lugar y no me importa, de nuevo noto la luz tras la cortina de azul
oscuro, pensó. Los cantos de ballena que nacían del fondo de aquel lugar subían
por corrientes de electrones y hacían vibrar el aire latente. Ahí no había
recuerdos ni emociones, ni pensamientos. Solamente la sensación de que todo
estaba bien, una sensación inmutable e imperturbable. Los cantos de ballena que
se elevaban hacia otro lugar, qué más da cuál…
Vuelve, dijo ella. Pero Nihon se negaba a salir de allí. Allí vivía en el vacío,
vivía la totalidad. Y sabía que si abría los ojos… si abría los ojos se enfrentaría a
la incertidumbre y a la elección. Y lo quería todo, quería todas las opciones,
todas las probabilidades, quería la miseria de una acción rastrera, quería la
emoción del primer instante de algo que nacía, quería el tedio de una rutina
irrompible, quería sentir la traición y ser… quería del cero al uno pasando por
toda la maldita campana de Gauss. Vuelve, repitió ella.
No, no quiero volver, pensó él.
Quería acariciarla para siempre pero también odiarla, abandonarla y buscar
nuevos horizontes. Quería la guerra y la paz, quería las dos caras de un espejo.
Vuelve, insistía ella. No puedes vivir siempre en ese limbo.
Fuera se iba haciendo de noche. La luz del Sol se extinguía, ella no dejaba de
mirarle mientras él cerraba los ojos y se abrazaba al azul.
Vuelve, suplicó.
Pero Nihon no quería volver. Prefería aquel baile eterno, la eterna danza de la
medusa.
Así que no abriré más los ojos, no los abriré más. Prefiero la inconsciencia,
murmuró.
Prefería el vacío.
Luego abrió los ojos, y aún observando las pantallas y las paredes del módulo,
luces parpadeando y ventanucos oscuros, aún a pesar de aquella realidad
incuestionable, no podía afirmar definitivamente que aquella escena no hubiese
ocurrido de verdad.
38
Se despertó una mañana con el olor de la primavera pegado a la nariz, y le costó
un buen rato desembarazarse de él. En Mercurio no había primaveras, era fácil
de comprender pero difícil de aceptar. Aún con el aroma latiendo en su cerebro,
se levantó y recogió el saco de dormir, lo sacudió para limpiar el polvo que
inevitablemente entraba desde el exterior, y lo dobló y guardó en un armario.
Luego hizo unos estiramientos, como todas las mañanas. Hacía tiempo que sus
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fibras musculares se habían debilitado y convertido bíceps y demás en no más
que pieles fláccidas recubriendo un músculo pírrico. También sus huesos estaban
cada vez más débiles. Unos meses atrás, había caído y se había hecho daño en el
dedo meñique de la mano izquierda. Todavía le dolía. Sin embargo, los
estiramientos que realizaba cada mañana le permitían mantener la elasticidad de
tendones y articulaciones. Y el yoga estático le permitía disfrutar de cierta
sensación de salud, falsa o no. Tras varios saludos al Sol (qué ironía, pensó,
saludando por la mañana a un Sol que, sin embargo, no hace más que ponerse),
estiró rodillas e ingles, estiró los laterales del tronco y la espalda y las cervicales,
que le dolían invariablemente a causa de dormir continuamente en el suelo, y
luego hizo una serie de inspiraciones y espiraciones rápidas.
Al terminar, se le había recubierto el cuerpo de una capa de sudor maloliente.
Quizá esté enfermo, pensó. Acudió al almacén para tomar su ración diaria, y
olvidarse del tema. El estómago rugió un segundo, pero ya había pasado la fase
en que protestaba como una marea humana enfurecida. Quizá ya hubiese
comprendido que no volvería a alimentarse como era debido, y que más le valía
acostumbrarse. Masticó aquella materia a la que en otra época no hubiese
descrito como alimento, y regresó a la estancia del módulo, con una débil
sensación de bienestar a causa de la efímera presencia de comida en su
estómago.
Se preguntó qué día de la semana era, y luego se rió de sí mismo. Recordó un
segundo a Úrsula, cuya imagen mental se volvía más irreal a medida que
consumía días en aquel foso oscuro de Mercurio, de un Mercurio helado. Al
igual que el estómago y el hambre, también había pasado la fase del lamento y la
tortura por la muerte de la única mujer con la que había compartido una
intimidad real. Al igual que el estómago, su cerebro emocional había
comprendido que nunca más volvería a verla, que echarla de menos era un
ejercicio en el que resultaba fácil caer pero que no servía para nada. Podía elegir:
recordarla con cariño y disfrutar de su recuerdo ocasionalmente, o llorar y
machacarse diariamente en una tortura estúpida. Y Nihon sabía que para
sobrevivir en aquel lugar la única opción válida era la primera.
Pulsó una de las pantallas, mirando de soslayo a aquella que había roto meses
atrás. Comprobó los sistemas vitales. Si había poco oxígeno o agua, tendría que
salir. Suspiró al descubrir que apenas quedaba agua, pero que el oxígeno se
mantendría en niveles viables durante un par de días más. Beberé menos,
sentenció mentalmente.
Extrajo la pantalla de la pared, y se tumbó en el suelo. Rebuscó en la sección
audiovisual de la biblioteca, hasta encontrar una subsección creada por él,
rellena de películas cómicas e insustanciales. Eligió la siguiente de la lista, y
pronto sonaron carcajadas enlatadas en un módulo espacial varado en el polo
norte de Mercurio, orbitando lentamente a un Sol abrasador. Con la atención
299
centrada en unos personajes planos y que vomitaban estereotipos, Nihon sabía
que una parte de su mente vagaba encerrada en el cráneo preguntándose porqué
perdía el tiempo con aquellas versiones irreales de la cultura terrestre. No
conocía la respuesta a la pregunta. Simplemente lo hacía, de vez en cuando.
Quizá por la simple razón de que vivir continuamente en la trascendencia era un
ejercicio demasiado agotador.
Más tarde, al terminar aquella película cuyo título olvidaría unos días más tarde,
decidió meditar. Dobló el saco de dormir en el suelo, y se sentó con las piernas
dobladas, enderezando la espalda y levantando la barbilla ligeramente, mirando
al frente donde no había más que una pared blanca con pantallas e interruptores.
Aún con los párpados alzados, respiró profundamente un par de veces, y luego
acompasó su respiración hasta convertirla en un hilo de sonido casi
imperceptible. Los dedos estirados apuntaban hacia el núcleo de Mercurio,
apoyados en las rodillas. Para un observador externo, Nihon era una estatua. Fijó
la mirada en el entrecejo, y cerró los ojos.
Durante un rato, pensó en las primeras meditaciones que había hecho en su vida,
hacía tantos años, tirado en un suelo duro bajo una manta que le cubría casi por
completo, tratando de alcanzar un nirvana que ni siquiera comprendía,
inmovilizado y sintiendo la sangre moviéndose. Ahora sabía cómo debía
hacerlo, de modo que descartó estos pensamientos, dejándolos ir como quien
dejase ir una rama que arrastraba el río y que durante un instante hubiese
sujetado con sus dedos. Los pensamientos se fueron, la respiración constante
relajó más los latidos de su corazón, y con el paso de los minutos cayó en un
sopor en donde se sentía más consciente de lo que nunca había llegado a
sentirse. Aprehendiéndolo todo, bebiéndolo todo, sintiéndolo todo. Las
emociones pulsaban desde su mundo, lejano, pulsaban tratando de saltar y salir
de allí, y los pensamientos trataban de entrar pero no eran capaces. Nihon estaba
en otro lugar.
Para cuando volvió, habían pasado diez horas y la noche había caído sobre
Mercurio.
39
Tres años y medio después de haber aterrizado en el hoyo 4, Nihon cayó
enfermo. Por curioso que pareciese, pues apenas se alimentaba, o quizá a causa
de ello, un día se despertó con una urgencia terrible en el vientre, y durante las
largas horas de ese día, y del día siguiente, y del siguiente también, viajó una y
otra vez al retrete. La diarrea fue tan intensa que incluso vio sangre en sus
deposiciones, y por momentos, creyó que moriría. Tirado sobre la esterilla, con
los pantalones del mono bajados para no perder tiempo, sintió que su vientre se
hundía hasta entrar en contacto con la columna vertebral. Veía las costillas
emerger como los acantilados de un lago glacial, verticales, fiel bandera de una
300
delgadez que si antes de la infección era anodina, ahora se convertía
directamente en enfermiza. Respirando trabajosamente, gemía como un cachorro
llamando a su madre en medio de la maleza, perdido. Siempre le había costado
conciliarse con la enfermedad, no soportaba el dolor y era incapaz de
sobreponerse a él.
Si muero aquí, pensaba, será un fin como cualquier otro.
Había sobrevivido casi cuatro años en aquel lugar tan inhóspito. Todavía tenía
reservas de alimento para al menos cinco años, si seguía al mismo ritmo, y del
oxígeno y el agua no debía preocuparse, del mismo modo que los paneles,
aunque se iban deteriorando con el paso de los días, le proporcionarían energía
al módulo durante al menos una docena de años más. Había cumplido, por así
decirlo, con el honor a su propia vida. Nadie podría reprocharle nada, aunque
para entonces él ya estuviese muerto y fuesen otros los que encontrasen su
cadáver congelado. No se había suicidado al saberse naufrago en aquel yermo
sin rastro de vida. Tampoco lo había hecho al cortarse la comunicación con la
Tierra y convertirse en el último de la corta saga de habitantes del planeta más
cercano al Sol. No, no lo había hecho. Había elegido la vida a pesar de las
dificultades, la mayor de las cuales era enfrentarse a sí mismo cada día, uno tras
otro, enfrentarse y enfrentar los minutos y los segundos y las horas de cada día.
Estaba orgulloso.
Rebuscó en los archivos médicos de la biblioteca la causa probable de su
infección. A aquellas alturas, cualquier microorganismo que habitase el módulo
procedía de antepasados que habían vivido en Nihon mucho tiempo atrás. El
hecho de que estuviesen causando una infección se debía a que su sistema
inmune se hallaba agotado. La escasa ingesta de alimentos había hecho mella en
sus defensas, había abierto vías de entrada, y allí estaba aquella potente diarrea.
Tenía antibióticos en el botiquín, así como un largo etcétera de fármacos
destinados a solucionar una serie de contingencias en las que Nihon sería
incapaz de automedicarse. ¿De qué valía la miocardina si estaba tirado
inconsciente tras sufrir un infarto? Los ingenieros eran precisamente eso,
ingenieros. Eligió mal que pudo el antibiótico más adecuado, y se lo administró
entre retortijones. La diarrea siguió durante unos días más, aun cuando no podía
haber más que evacuar. Tal y como había leído, los antibióticos destrozarían su
microbiota, la que quedase, le dejarían absolutamente vacío el intestino. Sufrió
calambres abdominales a causa de los fármacos, y preso de pánico, apretó los
ojos con fuerza, deseando morir ya. Si debía ocurrir, que ocurriese ya. Pero con
el paso de las horas se sintió un poco mejor, y dejó de acudir al retrete con la
misma frecuencia. Al día siguiente se tomó un reconstituyente microbiano, para
repoblar su intestino, y empezó a comer. Los mareos iban y venían, igual que
sueños tan vívidos que más que sueños parecían alucinaciones. Sus padres
pasearon por el módulo aunque habitaban solamente recuerdos, y Úrsula se
301
acurrucaba a su lado y le acariciaba la frente perlada de sudor. Se vio obligado a
aumentar su dieta al triple de lo normal.
Para cuando estuvo mejor, olvidados ya los retortijones y los calambres, y toda
la demás falsa agonía, Nihon cayó en la cuenta de que se había curado pero que
había reducido su esperanza de vida unos cuantos meses.
La primera noche en la que realmente se sintió sano de nuevo, soñó, soñó con
recuerdos y recordó sueños, y en ellos aparecía su huerta (¡Oh, lo que habría
dado por un puñado de pimientos o calabacines!), y aparecía Úrsula de nuevo
aunque jamás hubiese estado allí. Transcurrieron escenas de infancia como
diapositivas de una presentación, y allí estaba Bill, su amigo del Control de
Misión, y un sinfín de personajes que de un modo u otro habían aparecido ante
sus ojos en algún momento de su vida.
Cuando despertó, por la mañana, se sintió tan desdichado que hubo de obligarse
a elegir entre morir, entre suicidarse afuera, o vivir.
Y eligió una vez más vivir. Por alguna razón que desconocía por completo.
40
Una noche, incapaz de dormir, se sentó sobre la esterilla y decidió meditar para
atraer el sueño. El módulo estaba completamente a oscuras, y la negrura lo
comía todo, sólo rota por pequeñas lucecillas rojas que parpadeaban en las
pantallas. Nihon pensó que solamente faltaban los grillos con su orquesta
nocturna y descarada, pero no había grillos en Mercurio. Y en lugar de meditar,
la imaginación tomó el control y le habló de su propia vida, de su propia vida si
hubiese salido todo bien. Si todo hubiese salido bien y estuviese en la Tierra.
La imaginación prendida le arrastró por la madrugada a través de escenas e
instantes inventados, no más que vómitos del subconsciente, algo que ni siquiera
él mismo sabía de dónde salía y ni mucho menos a dónde iba.
Habría llegado a la Tierra como un héroe, encumbrado por el marketing y la
publicidad de Life&Space Entertaiment, y tras meses de giras y declaraciones,
congresos y demás parafernalias, terminaría llegando a su casa, en donde los
muebles estarían cubiertos por el polvo y las plantas muertas. Se sentaría en su
viejo sofá, y ojearía durante un rato las paredes vacías y el piso abandonado y
sin vida. Ojearía lo que fue su vida un día, y en lo que se iba a convertir a
continuación. Y luego quizá dejase su maleta en la habitación, y sin esperar un
segundo, tomaría el coche y viajaría hasta su huerta, y allí en el parapeto de la
caseta, observaría su huerto descuidado, lleno de malas hierbas, los frutales sin
podar, la verja de madera llena de humedad y con la pintura carcomida y quizá
hiedras enraizadas en los barrotes. Si, pasaría allí semanas, quizá meses,
disfrutando del lento pero inexorable paso del tiempo, sintiendo las estaciones ir
y venir, sintiéndolas en sus huesos y en sus vísceras, en su corazón interno. Y en
302
algún momento, una vez sus huesos y su cabeza se hubiesen acostumbrado de
nuevo a la gravedad terrestre, una vez hubiese descansado y estuviera lejos de
las cámaras y las redes sociales, y de todo, tomaría el teléfono y marcaría un
número que se sabía de memoria. Horas más tarde, ambos estarían en una
habitación de hotel cualquiera, tirados en cama con el rostro sudoroso y el
cerebro anestesiado. Compartiendo esa intimidad que nacía entre ellos justo en
el momento posterior a alcanzar el orgasmo, una intimidad que no se podía
conseguir en otro lugar ni en otra situación.
Hasta ahí la imaginación lo tuvo fácil, no era más que imaginar lo probable.
Pero más allá, el terreno era el de la fantasía. Quizá Úrsula no quisiese verle,
quizá después de tantos meses hubiese encontrado a alguien nuevo, y entonces
Nihon se encogería de hombros, frustrado pero disimulando, y se iría a su
huerta. Pasaría el resto de sus días allí, viendo segundo a segundo el crecimiento
de los árboles, los estorninos llegando en brumosas nubes y yéndose, las
gaviotas entrando al interior cuando el temporal azotaba la costa, los tomates
inflándose desde el verde al rojo pasión, las calabazas haciendo de Sol entre el
maíz...
Pero quizá Úrsula le siguiese queriendo del modo extraño en la que ambos se
buscaban. Nihon siempre había pensado que el amor era un artificio estúpido al
amparo de filósofos y románticos y publicistas, todos absolutamente
inteligentes, pero no algo real. Los textos dedicados al tema no caían en los
millones de matices, en la creciente resolución que las relaciones tomaban a
medida que se profundizaba, como un diseño fractal infinito e irresoluble.
Decían que era posible mantener la independencia y la dependencia, el amor y la
indiferencia, la discusión o los puntos de encuentro, la soledad y la compañía,...
decían que era posible vivir el mismo modo en compañía de alguien que por
cuenta propia, pero todos ellos mentían. No se podía. A cada paso que uno daba
en una dirección, perdía algo que había mantenido en su mochila. No, no se
podía. Podía ser que Nihon, o Úrsula, o ambos, quisiesen avanzar pasos en otra
dirección, y perder parte de lo que en su momento se negaron a abandonar,
levantando a su alrededor un bastión irreductible. ¿Merecía la pena perder para
ganar esa intimidad... para siempre? Nihon no podía creerlo, pero su
imaginación se lo dibujó de una forma muy veraz. Para cuando se dio cuenta, ya
había construido una casa cerca de la huerta, ya tenían hijos correteando
ruidosamente por las habitaciones, una chimenea dónde ardía madera para dar
calor, y un coche familiar aparcado en el porche.
El falso amanecer se llevó esas imágenes, pero no las sensaciones generadas a su
causa. Nihon se levantó y miró por los ventanucos del módulo, sorprendido de
sentirse aliviado porque todo aquello fuese una quimera sustentada por el tedio
de una existencia singular. Sorprendido de haberse dejado llevar así,
absolutamente sorprendido.
303
Todo aquello jamás ocurriría. Úrsula estaba muerta, y él también. ¿Qué, si no,
era aquella forma de vida? No se estaba deprimiendo, no se sentía triste.
Solamente sentía un vacío insondable en su interior. Y por un instante, tan
efímero que terminó casi antes de comenzar, sintió miedo.
41
Llegó otra vez el día de su cumpleaños, y se dio cuenta de que habían pasado
otros trescientos sesenta y cinco días, y que llevaba allí ya cuatro años. La
brevedad del tiempo, la forma en que este se volvía relativo le fascinaba, y
durante semanas escribió sobre ello en su libreta de notas, escribió sobre el
tiempo. Su estómago gorjeaba bajo sus costillas, se revolvía empequeñecido y
añorando viejos tiempos, pero Nihon se había acostumbrado a esa sensación
mucho tiempo atrás. Los mareos se habían convertido en pecata minuta, los veía
ya más como 'siestas' inesperadas que otra cosa. La biblioteca médica le alertaba
del peligro de su alimentación, pronosticaba paradas cardíacas, cánceres e
infecciones, pero la realidad era que Nihon se sentía cada día igual que el
anterior. Vivía con un cansancio tenue que podía controlar, puesto que solamente
salía al exterior para recoger silicatos y hielo, y esto solía ser una vez por
semana. También salía, muchas veces, a sentarse en el banco fuera del hoyo, y
allí observaba las estrellas durante un buen rato, el Sol, las llanuras y
escarpaduras polares de Mercurio, buscando una Luna imposible en el cielo. El
resto del tiempo lo pasaba en el interior del módulo, meditando, haciendo yoga
para que sus músculos recordasen el ejercicio y sus articulaciones no se
calcificasen. También leía, veía películas, dormía. No podía decirse que su
existencia estuviese cargada de acontecimientos, pero era, por difícil que a veces
le pareciese creerlo, plácida.
Y como tal escribía sobre ello en la libreta de notas, porque el último año había
pasado como un suspiro, un suspiro de cientos de días, pero suspiro al fin y al
cabo. Un suspiro teñido de páginas de novelas, de meditaciones en el mar azul
del vacío, de palpitaciones y mareos, de pensamientos que ciclaban unos sobre
otros como si no fuesen más que química orgánica, de las costillas elevándose y
creando una catedral entre ellas y el vientre hundido. Y a veces, los segundos
parecían pasar tan despacio que tenía dudas de que el ordenador estuviese
funcionando correctamente, entre uno y el siguiente ocurría una eternidad en la
que se ahogaba y era incapaz de respirar. Pero ahora, cuatro años más tarde,
cuatro años de apenas comer y de beber ese agua con regusto extraño, de pasear
por el polvo a cientos de grados bajo cero pero tan cerca del Sol que debería
estar calcinado, de respirar una y otra vez... ahora, todo parecía un sueño que
hubiese pasado en pocas horas.
Sin embargo, no podía despertar de esa percepción. Estaba atrapado en
Mercurio, esa era su única verdad. Se lo repetía para no olvidarse, para no huir...
304
Y escribir sobre el tiempo le servía para llenar los vacíos y no para malgastar su
mente en pensamientos que no servían para nada.
42
De pie en medio del hoyo 4, su hoyo 4, aquel lugar por el que había cambiado su
huerta, un edén por un yermo depósito de polvo, Nihon reflexionaba sobre nada
en concreto y todo en general. Las paredes del aquella sima, oscuras más allá del
círculo de luz que vomitaban los focos del módulo, se distinguían perfectamente
porque su fin lo marcaba el mar de estrellas. Sintió un pequeño mareo, una
debilidad que ya no se le iba nunca, y las piernas perdieron fuerza. Echó un
vistazo a la pantalla de su antebrazo. El lector marcaba reservas de oxígeno para
dos horas más, así que se dejó caer lentamente y se quedó sentado, y luego se
dejó caer de espaldas. Respirando quedamente, el mareo fue yéndose y recuperó
un poco de fuerzas. A veces, se engañaba diciéndose que estaba bien, que estaba
sano, que el yoga y la meditación hacían que se alimentase del aire, pero no era
más que una farsa. Apenas comía, y no tendría fuerzas para echar a correr más
que unos metros. Por el rabillo del ojo, observó el módulo como si lo viese por
primera vez. La blancura de años atrás se había ido, y ahora la superficie de
aspecto esmaltado era de un tono gris sucio. Por encima, a ambos lados del alto
mástil, los paneles solares alumbraban y refulgían por momentos. Había alguno
estropeado, y los recambios estaban casi agotados. Llegaría un día, quizá, que
tuviese que ahorrar energía, vivir a oscuras o bajo mínimos.
Un destello. Un destello en el cielo le llamó la atención. Fue fugaz y efímero, y
durante unos segundos no supo si había ocurrido de verdad o si simplemente su
cabeza empezaba a perderse en el caos de una ausencia crónica de glucosa. Pero
entonces, sintió algo diferente. Sintió que algo se avecinaba, no sabía el qué, ni
sabía de dónde procedía esa sensación. ¿Era lo que algunos llamaban
presentimiento?
Se levantó tan rápido que por unos segundos el mareo volvió y estuvo a punto
de llevárselo de nuevo al suelo, pero apretó los ojos cerrados y caminó hacia la
puerta del módulo. Algo se avecinaba, esas palabras bailaban en su mente
mientras accedía a la compuerta y la esclusa se llenaba de aire. Ese
presentimiento le persiguió mientras se quitaba el traje. Lo dejó tirado de
cualquier forma. El polvo se expandió por el suelo ya de por sí sucio, y mientras
se rascaba la cabeza cada vez más pelada (atrás quedó el pelo, allí en el mismo
lugar que la glucosa), buscó con la mirada qué hacer. Al final, se acercó a una de
las pantallas y decidió encender la antena. Aquel destello... de inmediato se
escuchó la voz del ordenador, potente, y durante un segundo Nihon se dio cuenta
que llevaba años sin oírla, que desde aquel día que había decidido apagarla... el
mensaje de la voz se hizo oír.
‘Tres minutos y doce segundos’. ‘…activación de protocolo de protección
305
electro…’. ‘Garantizar superviv…’.
El destello, la antena, la voz, y el mareo que volvió y sus ojos que se nublaban y
Nihon sabía que si se desmayaba ahora, quizá no volviese a abrir los ojos nunca
más. Se apoyó en la pared, y mientras el mundo de la estancia bailaba a su
alrededor, fue capaz de murmurar:
Activa protocolo de retracción de paneles solares, ya, vamos. Y conecta el
generador de campos magnéticos.
La orden se ejecutó de inmediato. Nihon cayó de rodillas, y pensó en que eso era
lo bueno de las inteligencias artificiales bien diseñadas: que obedecían y no
cuestionaban, adulaban esa parte de cualquier ser humano empeñada en la
dictadura.
Comenzó a escuchar el traqueteo de los paneles cayendo y chocando unos con
otros. Células fotoeléctricas estallando y rompiéndose, cubiertas de polvo y
agrietadas, chips destrozados. Un zumbido y una vibración en el aire le
indicaron que el generador de campos electromagnéticos se había activado.
Ahora debía ponerse el traje y salir, pero no se sentía con fuerzas.
Un minuto, dijo el ordenador.
Cállate, maldita voz, susurró Nihon, que se estaba levantando. Tomó el traje
tirado del suelo, y se lo puso lentamente. Al fin, ajustó el casco alrededor de su
cabeza, sintió la claustrofobia y creyó ver su propia respiración empañando el
cristal, pero era una ilusión óptica. Se dejó caer al conectar el suministro de
oxígeno, y respiró hondo. El corazón martilleaba en su pecho de una forma
horrible. Empezó a asfixiarse, y se le erizó todo el pelo del cuerpo. Respira
hondo, le decía una voz.
Tiempo cero, dijo el ordenador.
Bien, ya está, murmuró Nihon. La suerte estaba echada.
Infórmame de la duración de la tormenta, pidió, y mientras intentaba erguirse, el
corazón seguía latiendo a una velocidad endiablada. Trató de acompasar su
respiración, de respirar con el abdomen y no con el pecho, y con el paso de los
minutos, el corazón decidió acomodarse a un ritmo más sosegado. Como
siempre. Más tranquilo, Nihon miraba las luces, como si esperase que en
cualquier momento se fundiesen. La tormenta solar perfecta, un tsunami de
radiaciones que lo freiría todo, que barrería el Sistema Solar y seguiría más
débilmente hacia el resto de la galaxia y del Universo, quizá hasta el otro
extremo, en donde podía ser que alguna civilización avanzada detectase la señal
y la añadiese a sus bases de datos.
Pensó irremediablemente en la Tierra. ¿Qué estaría ocurriendo allí? ¿Habría
llegado ya el fin del mundo? Quizá alguna guerra nuclear, o una gran pandemia,
o un asteroide, Nihon no tenía forma de saberlo. Para él sólo existía aquel
agujero. Nada que sucediese en la Tierra podía afectarle de modo alguno.
Ninguna señal llegaría, nadie iría a buscarle porque no estaba planeado y, de
306
todos modos, a estas alturas creerían que ya estaba más que muerto. Nihon
también lo pensaría de encontrarse en la situación contraria. Estaba sólo allí, y la
Tierra no debía importarle, pero sin embargo se encontraba a sí mismo pensando
en la suerte de sus congéneres, de sus compañeros de especie. ¿Dónde estaría
ahora aquel osado que le había preguntado si se masturbaba en la Celeste?
La Celeste, susurró paladeando una palabra que hacía tiempo que no
pronunciaba. Aquella triple nave de la que ya no quedaba más que aquel
módulo, y el Gazer girando inerte alrededor de Mercurio, y los restos del
módulo de regreso ardiendo incandescentes en el ecuador.
No, chico, no, no me masturbo en la Celeste. Nunca lo había hecho, ni nunca
había sentido la necesidad de hacerlo. El sexo, o la ilusión del sexo, era algo que
jamás le había vuelto loco. No sabía si por sentirse por encima de algo tan
vulgar, o por odiarlo por hacerle sentirse un animal inconsciente, o debido a que,
simplemente, no le apetecía. Pero casi era capaz de comprender el sentido de la
pregunta, ahora, cuatro años y pico más tarde.
Dónde estaría Bill, su amigo del Control de Misión, o qué habría sido de la vida
del estúpido fundador de Life&Space Enterteiment. Y aquel actor, qué habría
sido de él. En cierto modo, Nihon podía imaginar todo tipo de situaciones en
torno a aquellas personas, todas podrían ser ciertas porque no tenía modo de
constatar si tenía o no razón.
Una situación cuántica, susurró, y se miró el regazo como si allí mismo se
hubiese materializado el gato de Schrodinger y pudiese acariciarle antes de
devolverle a la caja con el isótopo radiactivo.
Ya no sentía la claustrofobia de encontrarse dentro de aquel casco, por
transparente que fuese. Se había tranquilizado lo suficiente. Afuera, el espacio y
el planeta ardía bajo una lluvia de radiación, pero aparentemente Nihon no podía
sentir nada, nada más que el zumbido del generador de campos
electromagnéticos, mezclado con el rumor de su voz y el tamborileo tranquilo de
su corazón cansado. Todo parecía ir bien. Quizá hubiese muchos paneles solares
dañados, pero tenía energía suficiente almacenada en las baterías del módulo, y
agua de sobra en los depósitos. En cuanto al oxígeno, periódicamente tenía la
prudencia de guardar un poco de aire de reserva en unos tanques alargados que
yacían ocultos en un lateral externo del módulo. Sobreviviría, al menos un
tiempo, y eso era lo que venía haciendo desde hacía años.
Sonrió, recordando la masturbación, y rió con ganas al notar que una erección
subconsciente se erguía en su entrepierna. ¿Cuánto hacía de la última? ¿Cuándo
había dejado de pensar en...?
Sonó un pitido en el traje, y Nihon comprobó que se estaba terminando la
reserva de aire. Era imposible predecir una tormenta solar, de modo que los
tanques no estaban llenos. Se quitó el casco y respiró el aire fresco de la
habitación. El protocolo de tormenta solar implicaba la atenuación del sistema
307
de calefacción, y otra docena de acciones que hacían su vida un poco
confortable. Más valía que la tormenta solar no durase demasiado, o el módulo,
simplemente, se apagaría.
Y con él, Nihon.
Le entró sueño, y aunque una vocecilla le gritaba que no se durmiese, que debía
estar alerta, se durmió a pesar de todo.
Espero que estéis todos bien, susurró antes de cerrar los ojos.
43
Respira, pensó Nihon. El aire recorrió sus pulmones y pareció seguir más allá,
inflando su vientre hundido hasta que el ombligo se elevó por encima del nivel
del pecho, y luego exhaló el aire ya cargado de dióxido de carbono, y volvió a
empezar de nuevo.
Mucho después, quizá horas, abrió los ojos y se estiró. Luego empezó a
incorporarse muy lentamente para no marearse, y al echar un vistazo a la
pantalla, descubrió que habían pasado seis horas. Se llevó la mano a la frente y
se limpió un sudor inexistente, en uno de esos gestos que hacía de forma
mecánica. Seis horas, nada menos.
En el suelo había dos libros tirados, abiertos y con las hojas dobladas. Se agachó
y los colocó en un estante tratando de alisar las hojas arrugadas, pero esto era
imposible, y lo sabía de antemano. Una vez el papel se doblaba, era virtualmente
imposible que recuperase la forma original. Misterios del papel. Observó los
lomos viejos y raídos, fabricados hacía décadas, fósiles de una época muy
anterior. Fósiles en un mundo rebosante de tecnología como lo era aquel
módulo. El papel estaba macilento, como si hubiese estado al Sol durante días,
pero su tono amarillento no bebía más que del paso del tiempo.
Se sentía bien. Siempre se sentía bien después de meditar. Y cuanto más duraba
la meditación, mejor se sentía, mejor le latía el corazón, mejor respiraba, mejor
pensaba, más lúcido se encontraba. Esta vez habían sido seis horas, pero eso era
habitual, y no era demasiado raro que estuviese durante casi doce horas sentado
con la espalda apoyada en la pared, los brazos caídos sobre las rodillas. Una vez
alcanzaba el estado de concentración inconsciente, la mente parecía
desconectarse. Vivía cada segundo de un modo diferente, lo paladeaba, lo
saboreaba en un vacío, una nada en donde sus pensamientos desaparecían y era
solamente tiempo, un ser construido de tiempo, adiós a la materia. Flotando en
un cosmos incaracterizado. Podría quedarse así durante horas, horas enteras, y
realmente no sabía la razón de que la meditación, en un momento dado,
finalizase. A veces era una punzada especialmente intensa de hambre, o un
repentino picor en el brazo, o simplemente, nada, simplemente, volvía. Y la
sensación de paz que le arrullara durante horas desaparecía, y volvía a
encontrarse en aquel módulo artificial.
308
Con la sensación de que no era nada malo. De que era, sin más.
Bostezó, y levantándose fue al almacén, donde cogió un pedazo de comida y se
lo llevó a la boca y masticó con tranquilidad mientras volvía a la estancia. El
sabor era pastoso, de comida vieja, y la masa deshecha y húmeda resbalaba por
su esófago y caía al estómago empequeñecido por el largo y agónico ayuno. Lo
hizo todo maquinalmente...
Dame datos del Sol, pidió en voz alta. El ordenador respondió de inmediato
volcando una docena de tablas y gráficas en la pantalla más cercana. Nihon
examinó las curvas y descartó la mayoría de las tablas para centrarse en lo
importante. La tormenta solar había terminado. Ya lo había hecho hacía tres
meses, pero desde entonces Nihon revisaba los datos captados por la antena para
descartar cualquier emisión puntual o patrón ascendente en la actividad solar. No
era extraño. Habían pasado casi cuatro años y medio desde el mínimo solar, y
los científicos de la misión habían previsto un rango de seguridad probable de
unos siete años más. No tendría problemas.
Sus únicos problemas estaban fuera del módulo, y tenían forma de células
fotoeléctricas rotas, carcasas sueltas, y un largo etcétera de destrozos
ocasionados al retraer el mástil a toda velocidad. Ahora estaba de nuevo alzado,
con la mitad de paneles funcionando a plena potencia mientras que los dañados
descansaban tirados de cualquier forma en el gélido polvo exterior. Respiró
hondo, y se obligó a ponerse el traje espacial, y el casco, y salir afuera a
repararlos. Luchó contra la pereza.
Cerró las cremalleras y los remaches, aseguró todos los cierres, se colocó el
casco. Luego entró en la esclusa, y un instante después ya estaba fuera. Sintió un
fuerte escalofrío, pues apenas le había dado tiempo al sistema de calefacción del
traje de calentarse. En la tenue y casi inexistente atmósfera, unos gélidos ciento
setenta y ocho grados centígrados negativos obligaban a muchos átomos a
congelarse y caer como una lluvia invisible sobre aquel páramo dejado de la
mano de los astros.
Vio los paneles tirados a un lado, y caminó hacia ellos. Había una caja de
herramientas abierta a un lado, y su contenido estaba desperdigado por todas
partes. Le temblaron las piernas.
Las reservas de energía son buenas, se mintió.
Y esos paneles funcionan bien, continuó. No hay necesidad de ponerse ahora
con ello.
Echó a andar hacia las escaleras, durante meses abandonadas, y las subió
sintiendo crujir sus rodillas y sus tobillos, notando la debilidad de unos gemelos
y unos muslos donde los tendones apenas tenían músculo que les hiciese
tensarse. Alcanzó la cima diez minutos más tarde, pensando que en otra vida lo
hubiese hecho en diez segundos. Pero aquella otra vida ya no estaba. La que
estaba era esa, así que con paso quedo avanzó hacia el 'banco' y se sentó en él. Y
309
al fondo vio como se hundía el Sol en un falso atardecer, en un ocaso sin fin.
Allí al fondo, el Sol, el que le había atraído hacia aquel planeta, y el que le había
encerrado para siempre en él como un castigo a la insistencia. Allí al fondo,
donde habitaba el cúmulo de gases en perpetua explosión termonuclear que le
ofrecía su luz y su energía, el calor que tan poco podía sentir en aquel hoyo 4.
Todo aquello era de un paradójico insoportable, así que se obligó a dejar de
pensar en ello. El paisaje tenía una belleza que sabía que no se podía apreciar sin
el paso del tiempo. El primer día le había parecido un lugar tétrico y triste,
deprimente como un entierro en una tarde de verano. Sin embargo, con el paso
de los días, las semanas, los meses, los años, en fin, con el paso del tiempo,
desde su balcón privilegiado, aquella yerma extensión de rocas grises y negras,
de cascotes y coladas de lava, todo entrechocado como en un collage
descuidado, las grietas y simas, las pequeñas elevaciones, las estrellas
incontables como pintadas en el tejido del cosmos,... todo aquello se había
transformado en un paisaje bello. De una belleza extraña, exótica, alienígena.
Pero bello al fin y al cabo.
Suspiró y se llevó las manos enguantadas a la cabeza, como para pasárselas por
el pelo, pero para cuando se dio cuenta de que esto era imposible por el casco,
no pudo más que sentirse ridículo.
Suspiró de nuevo, y rió, y la risa reverberó en sus oídos, y se dijo que si todavía
tenía fuerzas para reírse, aunque poco, eso significaba que debía seguir.
Que no se quitaría la vida él mismo.
Si me quieres, tendrás que conseguirlo por ti mismo, le dijo al Sol, desafiándole
mientras se levantaba y reemprendía el regreso al módulo.
44
Un día sintió que tocaba una mejilla, sintió el tacto de una piel suave, la
protuberancia de un lunar, y una nariz y una frente. Y luego una larga melena.
Lo sintió tan cierto, tan tremendamente cierto, que al fin se dio cuenta de que era
un sueño de tan real que era. Se despertó en la oscuridad, y en la oscuridad
siguió, observándola, reteniendo el aroma de aquella mujer anónima que había
sentido en sueños. Podía moldear toda aquella negrura a su antojo, crear formas
y de formas historias y de historias convertir fantasía en realidad.
Nihon pudo hacerlo durante un largo rato. La mujer de sus sueños fue Úrsula
muchas veces, y con la negrura la creó desde los recuerdos y la recordó desde el
olvido. Tenía fotos en el disco duro del ordenador, pero aquello era mucho más
vívido, mucho más real. Ninguna foto de un instante fugaz podía sobrepasar el
valor de su memoria. Ni de su imaginación.
Pero con el paso de los minutos, la madrugada corriendo como si las horas
ardieran, la imaginación se agotó, los recuerdos se volvieron vacuos de vida
como no podía ser de otra forma, una simulación que a medida que profundizaba
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se deshilachaba, se desvanecía. Úrsula desapareció de nuevo para precipitarse
lejos de una existencia de la que Nihon ya no sabía si era dueño o si el dueño era
el Sol, o nadie al fin. Desapareció todo.
Y cuando ya no pudo soportarlo, cuando las lágrimas ya entraban del revés en
los ojos por insuficientes, encendió la luz, y se levantó sintiendo los huesos más
de lo que jamás en su vida los había sentido, y empezó a dar vueltas en torno a
la estancia que cada vez le parecía más pequeña. Y no supo si habían pasado
cinco años, como así era, o un siglo entero.
Y no supo qué hacía allí.
Hasta que se mareó y cayó al suelo, inconsciente. Para cuando despertó, tenía un
dedo roto y el dolor le hizo olvidar todo lo anterior. Aunque siguiese ahí, en su
subconsciente.
Oculto, pero palpable.
45
Sentado observó aquel Sol.
Lo que daría por verte lleno en lo alto del cielo, murmuró desde el interior del
casco.
Se había sentado en aquella roca con forma de banco cientos de veces. Había
subido aquellas escaleras cada vez más despacio, cada vez más débil.
Apoyó las manos sobre sus rodillas, y parpadeó ante el Sol sobre el horizonte
lejano. Era un paisaje tan bello que dolía, tan bello que desesperaba. Llevaba allí
seis años, seis largos años que, por momentos, se fundían y no parecía más que
un sueño, un sueño en donde el tiempo se distorsionaba y los seis años no eran
más que unos minutos. Pero en el centro de su pecho ardía débilmente un alma
cansada y vieja.
Ya no recordaba el Sol en lo alto de un cielo azul límpido, o de una de esas
mañanas de invierno en que las nubes se comían la tierra y efervescían las gotas
en el aire. No recordaba el sabor de una onza de chocolate o de un filete de
bacalao asado. Ya no, ya no. Se mentía diciéndose que sí, pero ya no.
Se estiró, y sintió el crujir de sus músculos alargándose con pereza. El yoga
había desaparecido hacía meses. Las articulaciones le dolían y se hinchaban,
tenía la espalda dolorida. Se habían terminado los estiramientos, las posturas.
Me siento triste, se dijo sorprendido como si fuese un descubrimiento reciente.
Seis años. Comenzó a sonar en su memoria una vieja canción, de aquellas que
oía mientras era joven, canciones ambientales y evocadoras, deprimentes, pero
siempre con un aire de luz en los bordes. La tarareó aunque no había mucha letra
que cantar. Se obligó a pensar que la vida no era fácil en ningún lugar, que esa
era la que le había tocado bailar. El sufrimiento, el hastío, la soledad.
¿Por qué no lo haces, entonces?, preguntó una vocecilla en voz baja, lejos.
Había estado allí todo el tiempo, tentándole a quitarse la vida, a terminar con
311
todo aquello. Nihon no podía negar sin avergonzarse que lo había intentado, que
había intentado decirse que sí, que morir era mejor. Había llegado a tener la
píldora en la mano, le había dado vueltas con los dedos, casi sintiendo el
principio activo disolviéndose entre sus dedos. La había acercado a la boca y la
había olido. Y luego la había vuelto a dejar en su sitio, se había lavado las
manos, y descartado la idea por absurda.
Si, sentía tristeza en aquel lugar, pero no podía imaginar algo más triste que
dejarse llevar por una química mortal y artificial. No, él no era así.
Agonizas todo el tiempo, como yo, murmuró observando el Sol. Que todos los
días vivía en el límite del horizonte, que todos los días veía morir su luz sobre
aquella extensión yerma. Y así mismo vivía él, agonizando cada día, pero vivo,
maldita sea, vivo para contarlo y para contárselo a sí mismo.
Si tú no apagas tu luz, yo no apagaré la mía, masculló, enrabietado.
Luego se puso en pie, y caminó hacia las escaleras. Desde lo alto, observó la
semioscuridad en la que se sumía el hoyo 4. El módulo parecía ya no más que
un montón de chatarra destartalada, y sobre él, el mástil era la vela de una goleta
embarrancada. Los paneles refulgían silenciosamente, recogiendo la exigua pero
suficiente luz del Sol. Suspiró. Casi no le quedaban repuestos para los paneles, y
de hecho, algunos yacían tirados a un lado del módulo, inservibles tras la última
tormenta solar. Comenzó el descenso hacia el módulo, con cuidado al apoyar el
pie y el resto del peso de su cuerpo. Los escalones corrían hacia la oscuridad, y
un resbalón podía acabar con su vida. Sintió una punzada de hambre, y sonrió no
sin cierta alegría. A veces, ni siquiera sentía esas punzadas, como si su estómago
se hubiese recluido en un tormentoso silencio al ver que nunca más sería tenida
en cuenta su opinión.
Sigues ahí, amigo, le respondió Nihon.
Un buen rato más tarde, al pie del módulo, paseó sintiéndose enérgico. Hacía
unas semanas que no sufría mareos. No sabía cuál era la causa, pero no le
importaba. Miró el lector del traje. Le quedaban treinta minutos de aire. Rodeó
el módulo para gastar un poco de tiempo, y comprobó que el equipo de
electrolisis funcionase correctamente. Llevaba haciéndolo durante seis años,
ininterrumpidamente así que por un lado no creía que fuese a estropearse jamás,
y por otro, que podía hacerlo en cualquier momento. Le dio unas palmadas,
animando a aquel trasto sin sentimientos para que siguiese haciendo lo que
mejor hacía: extraer oxígeno de los silicatos y permitirle la vida.
Suspiró profundamente antes de subir el escalón y meterse en la esclusa. Ya en
el interior del módulo, dejó el traje colgado, como un obrero cualquiera, y se
sentó en el suelo. Era la hora de la comida, por llamarle de alguna forma, pero la
punzada de hambre se había ido, y ni siquiera la diatriba de volver a levantarse
para buscar la comida hizo que el estómago reviviese. Se quedó sentado.
Respiró hondo, y comenzó con los prolegómenos de la meditación. La
312
respiración calmó su corazón, que ahora se aceleraba con cualquier movimiento,
y poco a poco el ir y venir del aire le aclaró la mente. Siempre subía al banco a
odiar al Sol por ser el causante de su desgracia, siempre le echaba la culpa a él,
pero al volver y meditar se daba cuenta de que sus esfuerzos eran baldíos, que
no servía de nada acusar a un montón de hidrógeno y helio que llevaban
ardiendo sin cesar durante millones de años. Y ni siquiera estaba muy seguro de
que el Sol tuviese la culpa de que fuese un náufrago espacial.
Siempre ha sido a causa de mi tendencia a la irrealidad, pensó. Esa que le hacía
vivir como si estuviese viviendo en el interior de una película. Como si siempre
le enfocasen con una cámara, sobreactuándose a sí mismo. Intentó descartar el
pensamiento, buscar la meditación. Se tumbó, apagó las luces. Pero el
pensamiento no quiso desaparecer. Estaba penetrando en el horrible mundo del
autoanálisis. Si, en cierto modo siempre se había visto en el centro de una
película, y aunque no veía los espectadores, jamás los había visto, sabía que
estaban ahí. Durante unos meses había sido cierto, a bordo de la Celeste
mientras millones de espectadores le veían desde la Tierra. Pero eso había sido
muy diferente, tan diferente que no sería capaz de decir cuál era la diferencia.
Incluso ahora mismo, cada vez que se sumía en la meditación, tenía la impresión
de que cuando despertase lo haría en su casa, en la Tierra.
Algún día moriré y los espectadores se quedarán huérfanos, pensó mientras
perdía la noción de realidad.
Empezaba a sumirse en la meditación. Pasarían muchas horas antes de que
'despertase' del letargo. Caería en un universo vacío y azul, en el infinito. Un
lugar en donde no sentía más que paz. Un lugar en donde los pensamientos
estaban vetados, en donde sentía cada célula de su cuerpo remar en una misma
dirección. En donde sentía la sangre ir y venir por sus venas.
Cerró los puños y los volvió a relajar, y el módulo se quedó lejos mientras Nihon
viajaba de nuevo. Lejos de allí y lejos del Sol.
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Nunca tenía muy claro si alcanzaba o no el nirvana en sus meditaciones. Al
menos, no lo recordaba ni lo sentía así cuando regresaba al mundo
claustrofóbico del módulo. Simplemente, habitaba un lugar vacío durante un
tiempo. Había dejado de importarle la comida desde hacía mucho. No tenía
sentido preocuparse por algo que no podía solucionar. Alimentarse era ya
solamente un recuerdo muy lejano, de una vida pasada que no tenía la sensación
de haber vivido. Fue otro Nihon, solía decirse. Otro el que hizo aquello, otro el
que visitó aquel lugar, otro, otro, otro. No yo, pensaba siempre al final.
Se cumplió el séptimo aniversario desde que aterrizara en el hoyo 4, y Nihon
empezó a suspirar cada día más y a meditar en lugar de dormir. A sumergirse en
lagos mentales hasta un nivel cada vez más profundo, tanto que a veces temía no
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ser capaz de volver a la superficie. Se preguntaba qué ocurriría si un día se
dormía para siempre, si se sumía en un sueño eterno. ¿Moriría de inanición, de
sed, de sueño?
Pero siempre regresaba.
Fugazmente, volvía para cargar de silicatos el aparato de electrolisis, una tarea
que cada vez le dejaba más extenuado, para la que apenas tenía ya fuerzas.
Volvía para controlar que hubiese agua suficiente, y que los paneles solares
funcionasen mal que bien. Y luego, de nuevo a meditar.
Sus sueños duraban noventa horas, o más. Noventa horas que pasaba sin comer
y sin beber, apoyado contra la pared con las piernas dobladas como un jefe
indio, los brazos estirados y sus manos reposando sobre las rodillas. Noventa
horas en las que su cuerpo se mecía en un cuasi vacío lleno de suaves ráfagas de
luz, luz azul o luz verde, luz amarillenta, como un océano oscuro que por un
instante se iluminase antes de caer de nuevo en la oscuridad. Noventa horas en
las que desaparecía su pasado y la misma esencia que le constituía y que hacía
de él el ser extraño que siempre había sido. Noventa horas en que perdía todas
las capas que le conformaban y se reducía a mera energía flotante y oscilante en
un cosmos de raquítico electromagnetismo. Noventa horas... noventa horas en
las que el tiempo, simplemente, carecía de sentido, noventa horas en donde no
había recuerdos, ni pasados ni futuros.
Un lugar indescriptible.
Al despertar tardaba un buen rato en hacer desaparecer el molesto hormigueo
que recorría sus extremidades que durante horas no se habían movido. Luego se
levantaba y comía la ración de comida de varios días, y bebía agua hasta
saciarse, y unas horas más tarde, salía al exterior para las tareas básicas de
mantenimiento. Antes de poner un pie fuera siempre comprobaba la fecha. A
veces fantaseaba con que hubiesen pasado años mientras él meditaba. Pero
nunca era así, y sus fantasías de eternidad sin fin se demostraban tan imposibles
como lo parecieran en un primer momento. Afuera, en el frío, se recuperaba
poco a poco de las últimas noventa horas, mientras paseaba como lo haría un
anciano, tomándose cada paso con calma, saboreándolo, disfrutando de los
alrededores del deprimente y angustioso y siniestro hoyo 4. Las paredes que
nunca había vislumbrado más que en fugaces destellos de linterna, paredes casi
del todo verticales con crestas de coladas de lava, grietas por el enfriamiento y
esquirlas de hielo ancladas como los piolets de un alpinista. El polvo gris platino
y negro y blanco que vivía depositado sobre un suelo duro, y que parecía un
desierto nocturno, y su triste esquife espacial varado como el esqueleto podrido
de una carabela. Caminaba lentamente hasta uno de los extremos del hoyo, en
donde durante unas cuantas horas se dedicaba a extraer silicatos del mismo
yacimiento donde lo venía haciendo desde hacía años. Las esquirlas del material
que más tarde respiraría flotaban en la baja gravedad mercuriana unos segundos
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antes de caer al suelo, y Nihon los recogía con la pala. Así una y otra vez hasta
completar los kilos suficientes.
Terminadas estas tareas, y cubierto de sudor, Nihon entraba de nuevo en el
módulo y se daba una larga ducha en el minúsculo espacio dedicado a ello. Allí
de pie, los circuitos refrigeradores calentaban el agua que caía sobre él a
inacostumbrada velocidad, le empapaban y rellenaban el módulo con una tenue
nube de vapor de agua. La sensación del agua cayendo sobre él... limpiando su
piel, arrastrando la suciedad y las toxinas y el polvo y la piel muerta. Eran los
mejores momentos recordados, a pesar de que en total desnudez y a solas
consigo mismo, veía sus costillas emergiendo de su cuerpo como cimas
solitarias de una larga cadena montañosa, el vientre hundido, los huesos
magnificados y perfectamente remarcados, el cuerpo lampiño tras haberse caído
todo su pelo. Ni siquiera tenía cejas, y la barba era un recuerdo. Su rostro,
otrora... no era ahora más que un poco de piel, ojos y hueso.
Luego, si tenía fuerzas, salía de nuevo y acudía al atardecer del día al banco de
roca, y allí hablaba consigo mismo y con el Sol, en un inconsciente ejercicio
planteado por su ego y su soledad y ejecutado por una mente cansada. Un
sucedáneo de conversación con el que Nihon no buscaba más que entretenerse,
imposibilitado el engaño por el raciocinio. Diversificación de personalidades en
pos del placer.
Cuando le quedaba poco oxígeno, Nihon se levantaba sin perder un instante, y
descendía por las escaleras tarareando alguna que otra canción. La alarma de
oxígeno solía pitar para cuando estaba a unos pasos de la esclusa. Entraba y
limpiaba el traje de polvo, y tras dejarlo colgado, se sentaba en en suelo del
módulo y miraba con tristeza contemplativa aquel espacio al que jamás había
podido llamar hogar pero que no por ello dejaba de serlo. Sintiendo que algo se
había marchitado hacía tiempo, era capaz de ver los pétalos de su vida secándose
más y más, y sabía que llegaría un día en que manos desconocidas e invisibles
tomarían estos pétalos y los pulverizarían para hacer una esencia de lo que su
vida había sido.
Ojeaba luego alguno de los libros que se había traído de la Tierra, releyendo los
capítulos que le habían impresionado en el pasado, y se preguntaba por qué
ahora ya no le parecían tan buenos, o veía escenas de películas o series de
juventud, recordando risas pasadas y palomitas y golosinas. E, invariablemente,
se sentaba con la espalda apoyada en la pared, respiraba hondo enderezando la
espalda cada vez más tiesa, y sus brazos caían hacia las piernas y cerraba los
ojos para no volver a abrirlos durante otras noventa horas.
Noventa o un millón, qué más le daba a él, si estaba muerto y ya no importaba el
tiempo.
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Nihon se despertó y de inmediato notó un dolor sordo en la muñeca derecha. No
abrió los ojos. Al otro lado, el sistema automático del ordenador de abordo había
encendido las luces en su ciclo eterno y artificial de días y noches. Lo notaba por
el tono rojizo que iluminaba sus párpados. Dio un par de grandes bocanadas, y el
aire estéril cayó hacia sus pulmones. El oxígeno que la electrolisis extraía de los
silicatos no sabía a nada, y se extendió efímeramente por su organismo
maltrecho. Luego, acompasó su respiración, y se sumió en el duermevela de una
falsa meditación azul. Escuchó débiles campanas que llegaban de un tiempo
pasado, y un sinfín de olores que terminaron por sacarle del sueño. De nuevo, el
dolor de la muñeca. Se dejó ir un rato más, y finalmente abrió con exasperante
parsimonia los ojos. De frente, el techo blanquecino, las luces desperdigadas.
Giró su cuello lentamente, vio los paneles, armarios, ventanucos. Con el paso de
los minutos, fue incorporándose hasta estar sentado. El dolor de la muñeca,
punzante. Se la acarició con la otra mano, sintiendo los huesos y la rigidez. Seis
meses atrás, se había roto la muñeca en una caída. Había pasado los días aterido
de dolor a pesar de los analgésicos, y aunque no había perdido mucha
movilidad, la articulación se volvía rígida como un muro de piedra con algunos
movimientos. Y le dolía.
Bien, no importa mucho, pensó, levantándose del suelo lentamente.
Con el paso de los años, la gravedad mercuriana había dejado de ser una fantasía
de levedad. Ahora era 'su' gravedad, y la terrestre, un pesado recuerdo lejano.
Levantarse le costaba tanto... ¿Cuánta masa muscular había perdido? ¿Cuánta
grasa le quedaba? Había dejado de perder peso hacía mucho tiempo, y las
costillas como farallones ya no le asustaban. Se había acostumbrado a la imagen
cadavérica de un cuerpo que se dirigía lentamente hacia la muerte.
Hoy se cumplen nueve años, dijo una vocecilla en su cabeza.
Nueve, si, nueve. Dio un par de vueltas por la escasa estancia, sintiendo el suelo
a veces acolchado a veces plastificado en la planta de sus pies. Se llevó las
manos a la cabeza pelada. El pelo había desaparecido tiempo atrás, y sólo algún
que otro mechón emergía como el último bastión de una nación caída, que aún
luchaba a pesar de que su rey hubiese entregado las armas. En su cara, los
pómulos y mentón, la nariz, cualquier protuberancia... formaban una faz
monumental en proporciones.
Caminó hasta el exiguo almacén, en donde las estanterías y cajas y cajones
yacían prácticamente vacías. Allí apoyado en la pared, masticó sin reparar en
nada unos chicles vitamínicos. Un líquido insulso arrastró los nutrientes esófago
abajo. Luego revisó las provisiones, e hizo cuentas mentales a pesar de que ya
llevaba meses haciéndolo.
Ciento ochenta días, como mucho, murmuró con la voz cascada y reseca.
Ese era el tiempo que le quedaba de vida, sin contar la larga agonía posterior. A
veces, se preguntaba cuánto tiempo podría permanecer sin alimentarse. Estaba
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seguro de que bastante, pero llegado el momento, no tenía muy claro qué haría.
Quizá salir y dejar que el oxígeno del traje se agotase. Y luego sumirse en una
muerte dulce. ¿Qué agonía era mejor? ¿Cuál escoger y cual no? No tenía
segundas oportunidades. Sólo podía morir una vez.
Vamos, olvida eso, se obligó.
En una esquina, tomó el traje ya ajado tras tanto uso y se lo puso lentamente.
Las cremalleras subieron, se cerraron los remaches, y luego el casco bebió su
cabeza sacando destellos de las luces. Comprobó los niveles de oxígeno.
Últimamente, los mareos eran casi un estado de consciencia, le ocurrían a cada
momento. Salir al exterior le obligaba a disponer de varias horas de oxígeno.
Una absurda prudencia, se decía a veces. Penetró en la esclusa y escuchó como
el sistema hidráulico succionaba el aire y le dejaba en el vacío. Tras apretar el
botón, se abrió de nuevo y salió al exterior, cuidándose de los escalones. Una
bajada muy impetuosa le había roto la muñeca. Las puertas se cerraron tras él.
Observó los alrededores del destartalado módulo. El equipo de electrolisis con
su zumbido inaudible, los paneles solares estropeados y amontonados de
cualquier forma, miles de pisadas superponiéndose unas a otras como un millón
de luces escapando de la oscuridad, bloques de hielo como un lego de agua,...
aquella era su huerta de metal, polvo y hielo. Suya y nada más que suya.
Soy el Rey de Mercurio, murmuró.
Se acercó al equipo de electrolisis y comprobó que todo fuese bien. Más le valía,
pues había agotado todos los repuestos posibles. No así los del agua, pero de
nada le serviría el agua sin poder respirar. Los paneles solares, por su parte,
también estaban a cero. La próxima tormenta solar se lo llevaría todo, pero
Nihon ya no estaría allí para verlo.
Echó a andar hacia las escaleras. Sobre él, el eterno cielo estrellado que a veces
amaba y otras odiaba pero que nunca le resultaba indiferente. El primer escalón
hizo crujir sus rodillas, pero sabía por experiencia que aquella ristra representaba
un largo ascenso. Era el noveno aniversario de su llegada al polo norte de
Mercurio, y eso bien se merecía un rato de paz sentado sobre el banco, así que
inició el ascenso.
Para cuando llegó arriba estaba empapado en sudor. La sensación no era del todo
desagradable, le hacía sentirse como en su anterior vida, tras horas bajo el Sol de
verano limpiando de malas hierbas sus tomates y pimenteras. Las gotas de sudor
en la frente... su respiración agitada y sibilante, los latidos cansados de su
corazón. Caminó lentamente hacia el banco, sintiendo una debilidad temblorosa,
y se sentó pesadamente. Al frente, el paisaje de siempre.
Sentado. El Sol moribundo, la llanura, el silencio. Arriba las estrellas, en donde
una desconocida osa mayor embestía al resto de constelaciones.
Ataca, maldita, murmuró Nihon.
Nueve años, nueve años. ¿Dónde quedaron aquellas viejas emociones, aquella
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incredulidad y frustración de saberse encerrado en un lugar oscuro y gris y frío y
descorazonador? ¿Dónde? ¿Dónde la fe y el amor, Úrsula o su huerta? ¿Dónde
la maldad y el tedio, la indiferencia? ¿Acaso Mercurio le había arrebatado la
esencia, la humanidad, para dejarle nada más que un punto de consciencia y la
existencia sin sentido de un no ser? Oh, no, el infortunio le había llevado allí, y
la fortuna le impedía irse. Ahora era un falso anciano de huesos frágiles y
memoria intacta, y a veces se cansaba de añorar, se cansaba de refugiarse lejos
de las emociones.
La cuenta atrás era inexorable, como siempre lo había sido pero ahora de un
modo tan real que no podía simplemente ignorarlo.
Alzó la vista, y empezó a reconocer e identificar constelaciones. Un pasatiempo
como otro cualquiera. Recordó como de niño, un compañero de su clase le había
dicho que si contaba más de cien estrellas moriría. Recordó su horror, su miedo,
y su invariable parón al llegar a la estrella noventa y nueve. Noventa y nueve.
Contemos cien, se retó.
Y empezó. Conocía algunas, la mayoría no. Una, dos, tres. Miró el contador de
oxígeno de su antebrazo. Todavía le quedaba una hora y media. Cuatro, cinco,
seis. ¿Y si moría al contar cien? Siete, ocho, nueve. Vamos, es una tontería.
Diez, once, doce, trece. Podría ocurrir, si tuvieses un infarto justo en ese
momento. Catorce, quince, dieciséis. Su corazón saltó en el pecho, sin razón
alguna, como previniendo el futuro ataque. Diecisiete, dieciocho, diecinueve,
veinte. Rugió su estómago. Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro.
Menuda tontería, Nihon, pensó reprendiéndose. Veinticinco, veintiséis,...
¡Veintiséis!
Se mueve. Durante unos segundos, siguió con la mirada aquella luz que con
firmeza parecía luchar contra las leyes de la lógica y la física. Entrecerrando los
ojos, incluso distinguió una pequeña luz roja eclipsada por la luz principal. El
corazón saltó en el pecho. Sintió una punzada de miedo. Comenzó a sudar. ¿Por
qué...?
Pero lo hacía, sin duda lo hacía. Se movía. Luz blanca, y luz roja, trazando una
órbita circular. Pulsó un control en el panel del antebrazo, incrédulo. Tenía que
ser un error.
Ordenador, enciende la antena y realiza un barrido de la órbita baja, ordenó, y
mientras esperaba una respuesta, se levantó apoyando las manos en las rodillas,
sin dejar de mirar la luz, que ahora parecía caer hacia el planeta en una
trayectoria sesgada. Echó a andar hacia las escaleras, con más rapidez de la que
le permitían sus piernas.
Tranquilo, Nihon, se dijo.
Probablemente se tratase de un artefacto, un fenómeno celeste cualquiera
asociado a la fría y tenue atmósfera mercuriana, que allí en sus polos se
congelaba y caía en forma de lluvia pulverizada. Bajó los primeros escalones, y
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mientras lo hacía y las paredes del hoyo 4 se elevaban en torno, la luz terminó
por ser invisible.
Probablemente no sea nada, pensó. Aunque Nihon supiese que, definitivamente,
parecía algo. Algo diferente.
Llegó a la esclusa treinta minutos después, con el corazón restallando y el sudor
cayéndole por el surco de su espalda.
Preguntándose.
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¿Quién eres?, preguntó Nihon. Un chisporroteo de estática ocultaba la señal. Se
sintió estúpido con aquel micrófono delante de sus labios. Pero al otro lado
había alguien, era indudable. La antena del módulo había seguido y trazado la
luz que viera desde lo alto del hoyo 4. Fuese lo que fuese, emitía señales y
también las podía recibir. ¿Quién eres?, preguntó de nuevo, y luego tosió. Hacía
mucho tiempo que no hablaba tan alto. Se había acostumbrado a los susurros y
al eterno y energéticamente favorable torrente de conversación mental.
¿Control de Misión?, dijo una voz al otro lado. Nihon sintió una losa estallando
sobre su cabeza, como si se hubiese desprendido el techo del módulo. Aquellas
tres palabras, por debajo del siseo de estática... la voz era aguda y algo aflautada.
No reconoció ningún acento.
Me llamo Nihon, dijo unos segundos después.
La señal se cortó, y aunque intentó la re-llamada, no lo consiguió. Se levantó
olvidándose de la debilidad de sus piernas, y caminó frenético por la estancia,
que ahora parecía volverse más pequeña por momentos.
¿Estaré delirando?, se preguntó en voz alta. Quizá haya sufrido un derrame
cerebral, o un estallido neurótico.
Pero no, no, no, aquello era real. Alguien, al otro lado, había dicho tres palabras:
¿Control de Misión? Empezó a transpirar, notó el sudor emergiendo de sus
poros como géiseres en plena actividad volcánica. El corazón se aceleró y notó
que se mareaba. Se detuvo y apoyó un brazo sobre una de las pantallas planas.
¿Qué está ocurriendo?, murmuró. Debía pensar, razonar, y empezó a hacerlo en
voz alta. Uno, vi una luz que se movía sobre el polo. Dos, la luz parecía caer
hacia la superficie. Tres, activé la antena y ordené un rastreo de señales. Cuatro,
el ordenador detectó una antena receptora y emisora. Cinco, intenté establecer
contacto. Seis, establecí contacto. Siete, alguien dijo: ¿Control de Misión?
De pronto, se sentía absolutamente lúcido, lúcido como nunca en su vida se
había sentido. Volvió a marearse, y se sentó al fin en el suelo. Tapándose la cara
con las manos, respiró un rato el aire caliente que salía de sus pulmones
cansados.
No puede ser, pensó, no puede ser una nave.
Nueve años atrás la Tierra era un polvorín a punto de estallar, donde convivían
319
el voraz consumismo occidental con docenas de guerras genocidas. Bolsas de
patatas fritas frente a vientres hinchados y rodeados de moscas. Una economía
que se hundía por su propio peso, como una estrella gigante a punto de
transformarse en supernova. Nihon había sido el último de los viajeros
espaciales. Después de él, no habría más. Nadie podía pagar esos excesos en
épocas de hambre. De modo que no podía ser una nave. Nadie iría allí a
rescatarle, y menos tantos años después... ni siquiera él mismo habría apostado
por su propia supervivencia.
El micrófono restalló de nuevo con estática, y una voz entrecortada habló.
¿Hay... alguien... ahí?
Nihon se lanzó hacia el micrófono y respondió con nervios atenazando sus
cuerdas vocales.
Me llamo Nihon, y si, estoy aquí.
¿Nihon... el que murió en Mercurio?, preguntó la otra voz, entrecortada ahora no
por la estática ni por la señal sino por su propia sorpresa.
Es obvio que no estoy muerto, respondió Nihon.
Silencio, y estática. Un chisporroteo.
Han... han pasado nueve años.
Exactamente hoy, sí. Nihon sentía el surrealismo escurrirse por las paredes como
sangre en una película de terror. Todo se iba desvaneciendo, y sintió que se
mareaba. ¿Cómo te llamas?, preguntó meneando la cabeza y tratando de que la
oscuridad se largase de allí.
Florence Chang, dijo la voz, firme al sentirse segura de algo.
Y, Florence, ¿qué haces aquí?
49
Florence había ido a Mercurio a completar la misión que Nihon no había podido
cumplir. Había viajado durante seis meses a través del inmenso vacío para llegar
al polo norte de Mercurio exactamente en el aniversario de la llegada de Nihon.
Cuando Nihon preguntó por la financiación del viaje, el espectro por un tiempo
olvidado de Life&Space Entertaiment regresó a él como si jamás se hubiese
marchado.
¿Te has masturbado alguna vez en la Celeste?, murmuró.
Nihon tardó muchos minutos en preguntarse cómo afectaba la llegada de
Florence a su situación. Su nave había aterrizado a unos veintiséis kilómetros de
allí, en el interior de un hoyo poco profundo que rodeaba un pequeño cráter,
probablemente casi un gemelo del hoyo 4.
Antes he informado a Control de Misión de la situación por un canal privado,
respondió él. Por el momento están retransmitiendo con retraso. No quieren que
nadie sepa de ti.
Nihon asintió. Silencio.
Y ahora, ¿qué?, preguntó. Al otro lado se alargó el silencio medio minuto más.
320
Estamos muy cerca, terminó diciendo Florence. Menos de veintisiete kilómetros.
Nihon notó la duda en su voz.
¿Pero?, preguntó.
Hay ciertas dificultades, a bote pronto, respondió Florence. Para empezar, hay
una falla entre nosotros. Tiene ciento veintitrés metros de anchura en su punto
más estrecho, una profundidad de casi doscientos y se alarga en sentido sursureste durante más de cien kilómetros.
Nos separa por completo, murmuró Nihon.
Si, dijo con gravedad Florence, y Nihon tuvo la impresión de que se controlaba
para no decir lo siento. Unos segundos más tarde, añadió: Desde la Tierra están
trabajando en ello. Dales unas horas.
Nihon reprimió una carcajada.
Tiempo es lo que me sobra, dijo antes de cortar la conexión. Se reclinó contra la
pared y dejó caer el micrófono al suelo. Observó la lenta caída con ojos
vidriosos y sintiendo que el mareo se lo llevaba a la inconsciencia. La negrura,
la paz, pero un último atisbo de luz al que se aferró y que le permitió quedarse
allí. Se frotó la cara con las manos, se obligó a la respiración abdominal, y con
el paso de los minutos, el siempre eterno paso de los minutos, logró
tranquilizarse. Todo aquello... ¿quién estaba jugando con él de esa forma? Miró
al techo de la estancia como buscando al dios que se encargaba de martirizarle.
Yo ya había aceptado mi propia muerte, maldita sea, murmuró. Se tapó la cara
con las manos, y se echó a llorar. Hacía años que no lo hacía... ¿Acaso
necesitabas torturarme un poco más, acaso no ha sido suficiente con este
esperpento de vida, este simulacro de historia de terror?
Lo había aceptado. La muerte, la parca. Su cuerpo, su mente se habían ido
consumiendo lentamente con el paso de los días. Había olvidado lo que era la
comida, el hambre se había convertido en un eco diario. El sexo y hablar con
alguien, una estúpida conversación o el simple momento de ir a comprar el pan,
también eso lo había olvidado. La meditación le regalaba el único placer, pues
los libros y las películas y cualquier cosa contenida en aquella diminuta estancia
habían perdido todo rastro placentero que una vez habían tenido.
Su única lucha había sido vivir. Simplemente, vivir. Vivir hasta que un día
muriese. Y ahora que faltaban tan pocos días... llegaba ese tal Florence Chang,
con noticias de la Tierra, trayéndole una esperanza que se había marchitado
incluso antes de florecer. ¿Acaso alguien le estaba tomando el pelo? Las
lágrimas empapaban sus mejillas y su nariz y su boca y su barbilla, y se secó la
cara con su raída camiseta. Se obligó a serenarse. Alumbró una luz roja en una
de las pantallas. Se incorporó notando el crujir de todos los huesos de su cuerpo,
y aceptó la llamada entrante.
¿Te encuentras bien?, preguntó la voz.
Nihon suspiró.
321
Perfectamente, respondió con ironía. Al otro lado se hizo un incómodo silencio.
Todo el mundo creía que estabas muerto.
No les puedo culpar, asintió Nihon.
Esto era... era una especie de homenaje. Querían que esta misión llegase a
Mercurio justo en el aniversario de tu llegada.
Les he estropeado los planes, supongo, dijo con sarcasmo. Pero estoy vivo.
¿Cómo lo has hecho?
Con suerte. Y comiendo poco.
Nueve años...
En efecto.
Otro silencio se abrió entre ellos. Nihon reflexionó en que Florence era el primer
ser humano con el que hablaba desde hacía casi nueve años. Y desde luego, el
que más cerca había estado de él. Trató de ponerse en su lugar. Aquel pobre
hombre estaba atrapado en medio de mil emociones diferentes.
Encontraremos la manera de sacarte de aquí, Nihon, dijo Florence. Nihon asintió
como si el otro pudiese verle.
Estoy muy débil, Florence, le dijo, tratándole como a un niño. La comida de tres
años me ha durado nueve. Me cuesta un mundo levantarme del suelo. Sé que
para ti es incomprensible porque la gravedad de Mercurio te hace sentir ligero,
pero yo llevo aquí nueve años y la siento como una losa. Mis rodillas tiemblan.
No creo que pudiese caminar hasta tu nave, y aunque lo hiciese, esa falla parece
un obstáculo insalvable.
Pensaremos algo. En la Tierra pensarán algo.
Nihon sabía que Florence hablaba en serio. Y daba por sentado que en la Tierra
estaba estrujándose los sesos en busca de una solución. Life&Space
Entertaiment financiaba aquel viaje de una forma exclusiva y un tanto
decadente, como traca final para un proyecto que hacía años había terminado
con un hombre muerto en un congelador de hielo. Si lograban sacarle de allí,
sería el evento más visto de la historia de la Humanidad.
Nihon sabía todo esto. Lo que no sabía era cómo debía sentirse. El día del
aniversario de los nueve años todavía no había terminado, y el lapso de tiempo
que se extendía a sus espaldas desde que la Celeste despegara desde la Estación
Internacional, no más que un segundo, un sueño de realismo inusitado. Todos los
instantes uno tras otro, irrepetibles pero anónimos, no le parecían ahora más que
uno sólo. Como si durante años hubiese vivido dentro de la misma fotografía. Se
sentía... confuso, y sorprendido de encontrar una irreverente frustración flotando
por su mente. ¿Acaso le molestaba que hubiesen roto sus planes, sus planes de
muerte?
Recordó su huerta, aquel monumento a la sencillez rural y antiguo símbolo de su
intención de regresar a los orígenes. Allí donde se sincronizaba con la
naturaleza, con el paso de las estaciones, con el nacimiento y la muerte diaria del
322
Sol. La nostalgia se abatió sobre él.
Control de Misión me ha dicho que están realizando una evaluación completa de
la situación. En diez horas nos enviarán una primera valoración, dijo Florence.
Recibido, respondió Nihon, y pensó que por el momento sería mejor ocupar la
mente y dejar las emociones para otro momento. Se levantó con dificultad, y
cogió el traje de donde lo había colgado. Lo miró sin verlo pero recordando los
cientos de veces que se lo había puesto.
Se puso el casco y salió al exterior.
50
Control de Misión habló con la sinceridad absoluta de quien se estaba jugando
su puesto con cada palabra. Vivían horas muy estresantes, ya que el hecho de
que Nihon estuviese vivo significaba mucho más que trabajo extra. La realidad
era la siguiente: Nihon estaba a casi veintisiete kilómetros del módulo de
Florence, y a unos veinticinco de la falla. En su contra, un sinfín de variables. La
primera de ellas, su propia debilidad. Tras nueve años de exigua alimentación,
los médicos desde la Tierra no comprendían cómo podía seguir vivo. Pero
aunque lo estaba, el propio Nihon sabía que veintisiete kilómetros era mucha
distancia. No podría caminar veintisiete mil metros por una llanura salpicada de
colinas, de gigantescos pedruscos y coladas de lava llenas de surcos y
desniveles, terrenos cortados y largas lenguas de polvo gris. Sólo imaginárselo le
agotaba. Sin embargo, desde la Tierra insistieron que ese no era el mayor de los
contratiempos. La distancia no sólo implicaba un esfuerzo mayor que el podría
llevar a cabo. La autonomía del traje espacial era limitada. En el transcurso de
esa distancia, tendría que repostar su oxígeno varias veces. Es más, sometido a
un esfuerzo muy por encima de sus posibilidades, consumiría el aire a una
velocidad endiablada. Sin embargo, esto tenía solución. Los técnicos detallaron
que el sistema recolector del módulo estaba formado por pequeñas 'garrafas'
metálicas que acumulaban el aire recién creado por el equipo de electrolisis.
Nihon tendría que diseñar una especie de carro donde colocar las garrafas llenas
de oxígeno, más un adaptador al equipo de su propio traje. Así, a medida que
caminase, podría reponer el aire gastado y viciado de dióxido de carbono por
aire nuevo. Eso tenía la contrapartida de ralentizar su avance, pero era algo
inevitable. La travesía se transformaría por tanto en una peregrinación lenta y
que quizá no le llevase a ninguna parte, y aunque el tema del aire podía
solucionarse, no ocurría lo mismo con el alimento. Podría beber agua con el
tubo de plástico acoplado en la cara interna del casco y su cuello, pero no podría
alimentarse durante todo el tiempo que estuviese caminando. Nihon replicó
mentalmente que estaba acostumbrado a comer poco, eso no sería problema.
El punto clave era la falla. Las medidas la hacían casi insuperable. Imposible de
rodear, puesto que medía más de cien kilómetros de longitud, y también
323
imposible de sortear descendiendo y ascendiendo después. Sus paredes eran casi
verticales, y la naturaleza de su fondo, incognoscible para los aparatos de que
disponían. Quizá fuese una plataforma plana y lisa como la piel de un bebé, o un
infierno poblado de rocas de afilados extremos. Eso, sin tener en cuenta las
temperaturas casi imposibles que probablemente se diesen allí abajo, en las que
quizá su traje no pudiese mantener la temperatura corporal. Lo que les quedaba,
por tanto, eran los ciento veinte metros de anchura. Los técnicos decían que la
única posibilidad era tender un cable entre ambas orillas y que Nihon se las
arreglase para arrastrarse por él hasta el otro lado. La idea era una locura, pero
los técnicos argumentaban que una locura factible dejaba de ser una locura para
transformarse en 'meramente' algo difícil. Florence disponía de cable en su nave,
puesto que su módulo había viajado unido a otros tres módulos, que habían
quedado orbitando en torno a Mercurio o se habían precipitado en la cara
ardiente del planeta para enviar información del impacto. El cable que los uniera
había sido recogido y Florence tenía más de ciento veinte metros. Nihon
argumentó que podrían diseñar un sistema de poleas que le arrastrasen a lo largo
del cable, pero la cantidad mínima de cable necesaria para ello era de doscientos
cuarenta metros, y no había suficiente. Las dos orillas, además, estaban
niveladas la una con la otra, de modo que no podrían hacerla funcionar como
una tirolina.
Tendría que arrastrarse.
E imaginarse a sí mismo colgado de un cable sobre un abismo oscuro, y
arrastrándose durante ciento veinte metros, resultaba tan vertiginoso que le
mareaba.
¿Cómo voy a hacer tal cosa, si apenas me puedo mantener en pie?, le preguntó a
Florence. Al otro lado nadie respondió.
No lo sé.
Los médicos le dieron la respuesta unas horas después. Era cierto que se
encontraba muy débil, pero tenía comida en el almacén. Poca, replicó Nihon. La
misión de Florence duraba cuarenta días. Era el tiempo que disponía para
aprovecharse de la distancia más corta de vuelta a la Tierra. Y ese era, por
analogía, el tiempo que Nihon tenía para llegar a su nave. Le plantearon una
dieta que fuese incrementándose con el paso de los días, acoplada a ejercicios
para ganar masa muscular y peso. No será suficiente, pensó Nihon. Tenía
reservas de alimentos para ciento ochenta días, basándose en la dieta que había
seguido desde hacía años. Pero aunque consumiese esas reservas en sólo
cuarenta días, seguiría estando por debajo de una dieta mínimamente energética.
Obviamente, iba a hacerlo. No tenía otra opción.
Le enviaron las tablas con los ejercicios y la dieta, y los observó con cuidado
como si fuesen a morderle. Sin dejar de pensar en que la desesperanza era
mucho mejor que la esperanza. Con la esperanza, uno podía perder o ganar. Con
324
la desesperanza no había opción, y eso lo hacía todo mucho más fácil. Con la
muerte tan cerca, para Nihon había resultado fácil aceptarla. Pero ahora que le
habían regalado unas migajas de esperanza, la muerte sería una tragedia. La
perspectiva lo cambiaba todo.
Por el momento eligió no pensar, aunque no pensar fuese algo casi imposible.
Porque pensar dolía, pensar le hacía sentir, y sentir le hacía sufrir. Y no estaba
seguro de poder sobrevivir a una experiencia así...ya no.
Le quedaban cuarenta largos días por delante... o cuarenta días menos.
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El tiempo, que durante aquellos nueve años había habitado un limbo de
relativismo, a veces veloz como un rayo cayendo y desapareciendo, otras con
una aceitosa lentitud, se había convertido en un torrente incontrolable de horas y
minutos y días, una cuenta atrás. Y fue absolutamente consciente de ello, puesto
que la dieta de los médicos pronto le volvió más despierto, como si su cerebro
solamente se hubiese sumido en un letargo por la ausencia de azúcar.
Al otro lado de la falla, Florence continuaba con su plan de misión, tan
descafeinado como en su día lo fuese el de Nihon. La principal atracción de su
viaje era triunfar allí donde las circunstancias habían acabado con Nihon,
hacerle un emotivo homenaje y, de paso, ayudar a Life&Space Entertaiment a
recuperar parte de la inversión perdida. Sin embargo, mantenían en secreto que
Nihon seguía vivo. Aunque Florence le había dicho que no sabía por qué (fuese
o no fuese cierto), Nihon pronto intuyó que no querían arriesgarse a sufrir otro
fracaso, si acaso peor que el anterior. A pesar de todo, los espectadores desde la
Tierra estaban empezando a descubrir pequeñas imprecisiones. Florence hablaba
todos los días con Nihon, y desde Control de Misión se habían visto obligados a
introducir un retardo de veinte minutos en la emisión, a fin de disponer de
tiempo para poder cortar y eliminar la presencia de Nihon de las grabaciones.
Pero a pesar del cuidado que habían tenido, algún avispado y aburrido
espectador se había dado cuenta del desfase temporal, y la red se estaba
sembrando de rumores. Los primeros días, el aparato de publicidad de la
empresa los había ignorado, pero eso había sido un error. Un error que hacía
subir la audiencia, que incrementaba la participación en redes sociales, y que a
Life&Space Entertaiment le interesaba mantener.
Florence se interesaba diariamente en conocer sus progresos. Y Nihon, ahora
que su organismo había despertado de nuevo trataba de volver a los viejos
esquemas, aquellos en los que le costaba hablar con la gente, aquellos en los que
prefería el silencio, terminaba mordiéndose un labio y respondiendo. En parte
por la responsabilidad moral de saber que Florence estaba haciendo todo lo
posible para lograr que Nihon volviese a la Tierra con vida, en parte por un viejo
y probablemente trasnochado sentido de buena educación. Y hablaban durante
325
un rato, a veces de nada en concreto.
Quince días después de la llegada de Florence, el segundo hombre en Mercurio
ya había desenrollado y estirado los cables de acero que tenderían un curioso
puente sobre la falla. Los espectadores, desde la Tierra, llenaban los foros
preguntándose por qué lo hacía... el plan de misión era público, y aquello no se
encontraba en él. Indemne a las miradas curiosas, desde Control de Misión
dirigían los avances lo mejor que sus cabezas pensantes podían, lo cual no era
mucho tras las brutales restricciones de fondos. Tender el cable entre las dos
orillas de la falla era uno de los puntos críticos. Florence disponía de una potente
pistola de arpones. La función original del aparato era disparar un arpón contra
una de las paredes del hoyo en que había aterrizado, y analizar su composición,
una de las pruebas más esperadas por los internautas. Los técnicos habían hecho
cálculos, y su conclusión era que se podía enrollar el cable al arpón, y con la
pistola a máxima potencia, lanzarlo hacia la otra orilla, en la que se encontraría
ya Nihon. Sin embargo, incluso a máxima potencia, el arpón llegaría a duras
penas a la orilla. Nihon iba a tener que estar muy atento en la recepción. Una vez
asegurados ambos cabos del cable...
La recuperación iba bien y se sentía cada día más fuerte. Su peso había crecido,
y le habían dejado de doler las articulaciones. Caminaba más rápido y mejor.
Los estiramientos y ejercicios propuestos por Control de Misión le habían hecho
liberar un sudor rancio, y su vientre, sin trabajo durante tantos años, volvía a
moverse. Parecía como si su organismo se hubiese puesto en marcha tras un
invierno dormido en la caverna, tras escuchar la llamada de la primavera. Por
momentos, pensaba que quizá la llamada era la de la muerte, y no la agonía
tranquila que había planeado inconscientemente durante tanto tiempo. Se
reprendía de pensar así... pero por muchos ánimos que le enviase Florence, o
Control de Misión, Nihon insistía en que no podría atravesar más de ciento
veinte metros sostenido únicamente por sus brazos. Nihon insistía, aunque
supiese que no había otra opción.
Una noche, recibió la llamada urgente de Florence. Habían pasado casi treinta
días.
¡Un arnés!, gritó.
¿Un qué?, preguntó Nihon, confundido.
No sé cómo no se les ha podido ocurrir a ellos.
No sé de qué estás hablando, Florence, dijo todavía medio dormido.
Puedes fabricarte un arnés, con una argolla. Enganchas la argolla en el cable, y
puedes atravesar la falla tirando de ti pero sin tener que sostenerte, aclaró, y se
quedó callado.
Nihon tardó unos segundos en reaccionar. Luego la idea le pareció tan evidente
que pensó lo mismo que Florence: no entendía como desde la Tierra no se le
326
había ocurrido a nadie.
Debes encontrar algo con que fabricarte un arnés, insistió.
Si, musitó Nihon ensimismado. Pensando.
A falta de una semana del día D, Nihon ya había construido una especie de
carretilla donde colocar las garrafas de oxígeno, y dos adaptadores para
conectarlas a su traje. La carretilla no era más que una placa solar desmontada y
a la que había soldado unos pequeños raíles, a falta de ruedas. En resumen, no
era más que una especie de trineo. Con el arnés tuvo más dificultades. Primero
en diseñarlo y luego en construirlo, hasta el resultado poco satisfactorio de unas
cuantas telas rodeadas de plástico, varias argollas cruzadas y un pequeño cable
metálico de esqueleto interno de todo aquello. No tenía forma de saber si
sostendría o no su peso, y la única manera en que comprobó su robustez fue
dando tirones con sus todavía débiles brazos.
Se consumieron los últimos días, y Nihon no podía alejar de su mente que eran
los últimos días de su vida. Todo había tomado un rumbo inesperado, Nihon
jamás hubiese podido esperárselo, pero allí estaba. Los nervios le atenazaban
por las noches, y aunque insistía en tratar de meditar, la mayoría de las veces
tan sólo lograba adormecerse un par de horas, el tiempo justo hasta que el
ordenador iniciaba el falso amanecer. Y ojeroso se levantaba y comía. Después
de tantos años, su estómago se saciaba al tercer bocado, debía obligarse a sí
mismo a tragar aquellos alimentos creados casi una década atrás, secos y sin
sabor.
A pesar de los ejercicios, y las tareas habituales, incapaz de meditar, rellenaba
las horas muertas escuchando música o leyendo... o hablando con Florence. A
veces, también recordaba, pero ese era un ejercicio peligroso. De pronto, su
realidad cotidiana y común de aquella vida solitaria se había roto, y le habían
colocado en una vida completamente nueva y efímera. Los recuerdos habían
pasado de ser un limbo peligroso para convertirse en algo todavía peor. Se
descubrió mirando fotos de archivo de Úrsula. Solían ser fotos de mala calidad,
hechas con el teléfono móvil, mientras ella dormía o simplemente miraba
meditabunda por la ventana. Fotos en las que su melena negra caía sobre sus
hombros desnudos, sobre su espalda. O su perfil borroso ante una ventana
abierta y la noche húmeda al otro lado, con aquella nariz con puente que ella
odiaba pero que Nihon adoraba. Encontró entre todas aquellas fotos una de sí
mismo, tirado sobre la cama de un hotel, cualquier hotel, durmiendo boca abajo
con la sábana arrugada. Se vio tan diferente... Úrsula había muerto, aquello era
brutalmente cierto, pero... pero , ¿cuánto de aquel Nihon, del de la foto, había
ahora dentro de aquel módulo? ¿Cuánto?
¿No había muerto también él?
327
Observó el horizonte. Y lo describió mentalmente, preguntándose mientras lo
hacía si podría recordarlo cuando regresase a la Tierra, si es que lo hacía.
Quizá pasen los años, y me olvide, no recuerde la posición exacta de aquellos
peñascos, o siquiera su existencia, o de aquellos cráteres, o la forma irregular del
horizonte, ni como el Sol parece desparramarse sobre él formando una línea de
luz, pensó. Quizá crea que todo fue un sueño y que jamás ocurrió.
Fue tan consciente de sí mismo, de su propia existencia, justo en aquel instante,
sintió tal dolor, tal angustia... creía haber superado el miedo a la muerte y al paso
del tiempo, el miedo a cualquier cosa. Se creía inmune.
Pero aquella suerte de epifanía le devolvió a la casilla de salida.
Tenía tanto miedo como antaño. Como siempre. Y supo que no había poesía
alguna en todo aquello.
52
La última noche apenas durmió. El ordenador apagó las luces a la hora
acostumbrada, la misma hora desde hacía nueve años, y Nihon se quedó a
oscuras en aquel espacio vacío. Notaba la esterilla debajo de su cuerpo, e intentó
con la respiración abdominal caer en un duermevela hasta que el falso amanecer
marcase la hora H. Pero estaba nervioso, demasiado como para que la
respiración pausada le llevase al sueño. No podía dormir. Le daba vueltas y más
vueltas a la aventura final que emprendería en unas pocas horas, y cuanto más
pensaba en ello, más le parecía irreal, una mentira. Florence y su nave, un teatro,
una película; la falla, una metáfora; Mercurio, un espejismo. Allí tirado, en una
oscuridad completa, sólo podía sentirse a sí mismo, su respiración y el calor que
desprendía su cuerpo, sus dedos que se acariciaban a sí mismos, el poco pelo
que le quedaba haciendo ruido como hojas de pinos costeros ante la brisa
nocturna. En aquel universo oscuro, todo lo que no era él mismo podía ser
cualquier cosa. ¿Cómo podía cerciorarse de lo que era real y lo que no?
Y sin embargo, lo era. En el almacén ya no había nada de comida, a excepción
de una pequeña chocolatina que durante años había guardado para el momento
de la agonía final. Se lo había ido comiendo todo en eufóricas mini-comilonas.
Su vientre ya no era como el escenario de una batalla, y su piel mortecina había
recuperado un poco de color. Eso era real. Afuera, en lo alto del hoyo 4, yacía
una plancha metálica con raíles como los de un patín de hielo, y sobre la
plancha, más de una docena de garrafas llenas de aire limpio y oxigenado, y dos
adaptadores para conectar las garrafas al traje. Y a un lado, un arnés un tanto
estrafalario construido a base de telas, plástico y metal. Todo eso era real.
Intentaba visualizarse a sí mismo culminando la travesía hacia la falla, luego
arrastrándose por el cable de acero hasta el otro lado, y mucho más tarde,
regresando a la Tierra. La idea le aterraba, pero el sólo recuerdo de su huerta le
ponía los pelos de punta. Durante todos aquellos años en Mercurio, creía haber
328
poseído una extraña versión de la felicidad, una un tanto inconsciente, pero
felicidad al fin y al cabo. Pero ahora, se preguntaba si no era más que otra
ilusión, un artificio usado por su cerebro para hacerle sobrevivir día tras día.
De madrugada, harto de que sus neuronas se entretuviesen en torno a un mismo
tema pero sin atreverse a nombrarlo siquiera, encendió las luces. Se lavó la cara
con movimientos enérgicos, y observó de verdad su reflejo ante el espejo, sin
excusas, sin farsas. Lo primero que vio fueron sus profundas ojeras, y eso le
tranquilizó. Habían estado con él desde niño. No era nada nuevo. Las cuencas
oculares hundidas, sin embargo, le daban un aire huraño y perturbado. Los
escasos pelos de la coronilla, la calva llena de marcas de cicatrices otrora
ocultas. Restos de barba en las mejillas, barba que también se le había caído.
Esbozó una sonrisa, y vio los huecos de dientes que no habían soportado la
carencia de nutrientes y se habían caído. Temblando por la impresión de verse,
de verse demacrado y con aspecto desdichado en aquel lugar tan triste, se mojó
otra vez la cara y se pasó una casi oxidada maquinilla de afeitar, eliminando los
restos ralos de barba. Luego se quitó la camiseta y observó sus huesos
sobresaliendo por todas partes. Sin embargo, los ejercicios y la nueva dieta le
habían venido bien, y el músculo estaba más firme. Se pasó una toalla húmeda
por todo el pecho, eliminando restos de sudor, y luego se enfrentó a la estancia.
El material plástico antes blanco se había deslucido con el paso de los años y de
la piel muerta que se había ido acumulando en forma de polvo. Había pantallas
que no funcionaban, y la cinta adhesiva con las que había tapado las cámaras de
Life&Space Entertaiment seguían casi todas en su sitio, igual que los
ventanucos. A un lado, en una columna irregular, descansaban la docena de
novelas que se había traído de la Tierra. Se acercó a ellas apenado por no poder
llevárselas de vuelta. Ya tenía peso suficiente con las garrafas de oxígeno.
Tendrían que quedarse.
Quizá pueda llevarme una, murmuró.
Y como si acariciase a un animal moribundo, fue pasando la mano de novela en
novela, recordando cada argumento y cada personaje, las tramas y las sorpresas,
repitiendo en silencio con sus labios los títulos y los autores, las sinopsis.
Pasaron los minutos, y Nihon descubrió una pequeña sonrisa en sus labios. Dejó
las novelas de nuevo en ese montón. No podría elegir una de todas, no sería
justo para todas las que deberían quedarse allí.
Arthur, Isaac, Kim, Ray, Philip y compañía... os quedaréis todos aquí. ¿Qué
mejor tumba puede haber para gente como vosotros que un planeta lejano?
Se irguió. Las rodillas no crujieron, por primera vez en mucho tiempo. Cogió la
chocolatina que había reservado durante años, y apoyado en la pared comió
aquel chocolate de extraño sabor debido al paso del tiempo. En silencio, con la
mente en blanco.
Esto ya es el fin, dijo al terminar.
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Ya no había más comida en el módulo. Nueve años después, se había terminado
todo. El concepto le pareció extraño. Tanto tiempo temiendo que llegase ese
instante, el instante en que ya no hubiese marcha atrás... y ahora había llegado.
Comprobó la hora. Faltaban dos horas para partir, así que se puso en marcha. No
había nada mejor para alejar la mente de algo que ocuparla con actividad física.
53
Volvió a pararse veinte minutos antes de la hora. Se había puesto el traje, y tenía
el casco en la mano. Echó el último vistazo a aquella estancia, consciente de una
forma un tanto irreal de que ya nunca más volvería a ver esas cuatro paredes ni
nada de lo que contenían. Luego se puso el casco y salió al exterior. Afuera la
temperatura rozaba los ciento ochenta grados bajo cero. Era una mañana fresca.
Echó un vistazo al equipo de electrolisis, apagado por primera vez en nueve
años. Arriba, el mástil con los paneles solares que habían sobrevivido todo aquel
tiempo refulgían como siempre habían hecho. Lo seguirían haciendo muriese
Nihon o no.
Echó a andar. Sus pasos eran mucho más ágiles que cuarenta días antes, y
empezaba a sentirse frenético ante el desafío. Subió las escaleras que años atrás
construyera volcando en ellas la frustración, y al llegar arriba dejó la última
garrafa sobre el carro. Comprobó que llevaba los dos adaptadores, y el arnés, y
tornillos y un atornillador automático para fijar el cable de acero a la roca, y
miró hacia el fondo del hoyo y al módulo, todavía iluminado por los focos
exteriores. Pensó en el ordenador, y en la vida eterna a la que le empujaba.
Suspendido durante el tiempo que las placas solares aguantasen, a la espera de
una orden que jamás llegaría. Esperando. Del mismo modo que Nihon había
esperado durante años el momento de la muerte, el momento de tomar la
decisión entre vivir y morir. Le recorrió un profundo escalofrío, y bajó casi
corriendo los escalones. Entró en la esclusa, y de nuevo estuvo en el interior del
módulo.
Reactivación, ordenador, dijo.
Activo, dijo la voz, algo distorsionada.
Ordenador, dijo, pero se quedó callado un segundo, titubeando. Algo en su
mente le decía que todo aquello resultaba ridículo.
Espero órdenes, respondió el ordenador. Nihon sintió otro escalofrío.
Gracias por todo, murmuró. Se le humedecieron los ojos, pero sabía que el
ordenador no respondería a aquello. No estaba diseñado para hacerlo. El
comando 'Gracias por todo' no significaba nada, y seguiría esperando hasta
decodificar una orden verbal que pudiese comprender. Tras el silencio, añadió,
Apaga todos los sistemas.
El apagado general podría ser irreversible y suponer un peligro para vida de los
ocupantes. Debe confirmar la orden con el código de seguridad.
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El código es 3340b222, dijo Nihon. Era su propio código de astronauta, jamás
podría olvidarse de él.
El apagado general se producirá en tres minutos, y contando.
Adiós para siempre, murmuró Nihon entrando de nuevo en la esclusa y saliendo
al exterior. Cuando estuvo de nuevo fuera del hoyo 4, echó un último vistazo al
módulo. Y entonces los paneles se apagaron, igual que los focos, y el módulo
desapareció comido por la oscuridad del aquel agujero gélido. El ordenador
había muerto. Su hogar, desaparecido para siempre. Allí ya sólo quedaba un
cascarón viejo y muerto. Sintió un nudo en la garganta.
Nihon, al habla Florence.
¿Qué ocurre?
Es la hora. ¿Estás en marcha?
Ahora mismo salgo.
Estaré todo el tiempo al otro lado, en conexión directa. Cualquier cosa que
necesites, ¿entendido?
Entendido.
Y echó a andar. Le esperaba su destino, de modo que la cita era ineludible.
54
A la izquierda, el lejano horizonte donde ese Sol moribundo llevaba miles de
años poniéndose y trazando una débil línea de luz sobre la silueta de rocas y
llenando de oblicuas sombras la llanura irregular. A la derecha, una extensión
desigual pobremente iluminada. A sus espaldas, el cráter Priscilius.
Nihon comenzó la larga travesía añorando el módulo que acababa de abandonar,
sintiéndose vulnerable, y echando un vistazo nostálgico a la roca con forma de
banco donde tantas veces se había sentado a contemplar su propia vida. Pero el
carro del que debía tirar, lleno de pesadas garrafas de aire, le obligaba a un
esfuerzo que le impedía centrarse demasiado en nada. La ironía era mordaz. El
carro pesaría cada vez menos, puesto que cada vez tendría menos oxígeno para
consumir.
Caminó por un llano durante un centenar de metros, en las inmediaciones del
hoyo 4. El terreno era liso y los raíles del carro se deslizaban con facilidad. De
ser así todo el camino, Nihon estaba seguro de lograrlo. Pero no lo era. El falso
llano dio paso a una región de coladas de lava, en donde el magma se había
solidificado por compresión al quedar enclavado en un callejón sin salida
formado por rocas más duras. Al perder calor la capa superior, se habían
formado surcos en donde los raíles se quedaban enganchados todo el tiempo.
Empezó a sudar. El viaje se convirtió durante un buen rato en una tortura hasta
el punto de que creyó que no saldría jamás de aquel lugar. La zona de surcos
terminó tras ascender una loma que le dejó agotado. Accedió desde allí a un
largo llano repleto de peñascos gigantescos que parecían haber sido dejados allí
331
por un ser antediluviano con problemas de memoria, y el Sol agonizante hacía
caer su luz contra ellos y creaba juegos de alargadas sombras. Arrastró el carro
por entre aquellas moles, evitando chocar contra las rocas y que no lo hiciese
tampoco el carro. Si se rompía una garrafa, la salida turbulenta de oxígeno la
haría reventar, y con ella, probablemente a todas las demás.
Su respiración empezó a agitarse. Bebió agua, agua fresca que cayó por su
esófago y alivió el calor frenético que inundaba su pecho. Sintió una punzada de
hambre. Miró el contador del tanque del traje. Tenía un diez por ciento menos de
oxígeno.
Florence, ¿cuánto he avanzado?
Casi un kilómetro.
Nihon dio un largo suspiro, e hizo una pequeña parada.
55
El paso de las horas le hizo abstraerse. El paisaje mutaba a su alrededor en una
amplísima gama de grises y negros y blancos. Todo tenía un aire mortecino. Las
estrellas parecían espectadoras de una silueta orgánica que se arrastraba
lentamente entre llanuras llenas de grietas, hondonadas, fosos casi invisibles,
peñascos y colinas, y paredes caídas de cráteres antiguos y cráteres más
recientes,... Nihon sorteaba los obstáculos a medida que se le presentaban,
tratando de vencer la frustración de un avance lento y cansino. Pronto estuvo
agotado. Estaba claro que la dieta no había sido suficiente. Para cuando había
recorrido tres kilómetros, se vio obligado a parar quince minutos y recargar con
una de las garrafas. Cuando el traje estuvo de nuevo al 100%, cogió la garrafa
vacía y la tiró bien lejos. Rebotó contra las rocas y se deslizó por una pendiente
hasta desaparecer de su vista. Cuando tiró de nuevo del carro, notó la diferencia
de peso.
Menos peso porque tenía menos aire.
Continuó. Y a medida que los pasos se sucedían en la larga y penosa travesía, se
hipnotizó a sí mismo con una vaga sensación de inmovilidad, como si fuese el
paisaje el que se movía a su alrededor mientras él permanecía estático y con la
impresión de caminar. Las rocas que se alzaban por todas partes rodaban sin
rodar, las llanuras se desplazaban bajo sus pies por arte de una magia
primigenia. El silencio absoluto roto únicamente por su respiración y el corazón
latiente cuyo retumbar se elevaba por encima de todas las cosas. El sonido de
sus labios succionando agua del tubo adherido a su cara.
Se terminó otra garrafa más, y otra, y otra más, y sus pasos no parecían llevarle
a ninguna parte. Y aunque cada vez arrastraba menos peso, cada vez caminaba
más despacio. Y cuanto más despacio caminaba, más se alejaba su salvación...
¿o es que ya no tenía opción a nada?
Salió de su ensimismamiento al toparse con una pared de roca de unos quince
332
metros de altura, alzada ante él mostrando una retahíla de rocas afiladas y rotas
como por la rabia de un frustrado destino. Buscó con la mirada un paso para
franquearla, pero fue en vano. Aquella pared cortada se plantaba ante él como
una prueba. Dejó el carro allí y caminó al norte primero, luego al sur, y al fin
encontró un pequeño paso cincuenta metros más abajo, y cuesta abajo se dejó ir,
liberado por un instante del peso del carro y las garrafas. El paso en sí era una
escasa cornisa donde apenas cabía el carro. El suelo estaba lleno de rocas
porosas y parduzcas. Comenzó a tirar del carro, subiendo por aquella pendiente
también rota, con escalones desiguales y rocas poco estables pero que solían
ofrecer una falsa promesa de firmeza hasta el momento de pisarlas. Alcanzó al
fin la cima con la impresión de que su corazón iba a estallar. Sudaba en frío y
sentía los brazos agarrotados y ateridos, igual que sus pies, en donde emergían
ampollas como girasoles al amanecer. Se sentó un instante en el suelo, y de
sentado se dejó caer tumbado sobre aquella roca gélida. A un lado, se alzaban
colinas de picos romos, ocultando un Sol muerto.
¿Cómo vas?, dijo una voz a su oído, y por un momento Nihon se sintió fuera de
sí mismo y dudó de si era él mismo quien se hablaba o un espectro de las
llanuras mercurianas. Pero era Florence. Tardó unos segundos en responder,
recuperando el aliento que no podía recuperar. Miró el lector de su brazo.
Oxígeno al 23%. Sintió que se mareaba. Nihon, ¿estás ahí?, repitió Florence.
Si, solamente descansaba un rato.
¿Cuánto oxígeno te queda?
Suficiente, dijo Nihon echando un vistazo al carro todavía repleto de garrafas.
He gastado cuatro.
Llevas doce kilómetros caminados.
Doce, murmuró Nihon. Sentía que había estado caminando durante eones. El
espectro caminante de Mercurio. ¿Solamente doce?, se preguntó.
Estoy al otro lado, ¿OK?
Nihon se levantó, y durante un minuto tomó aliento y luego reanudó la marcha.
La larga marcha, que más que una marcha parece una tortura, pensó. Sonrió ante
la ocurrencia. Comenzó a sentir pinchazos en la cadera, y se repitió otra vez,
como un mantra: Si duele es que estoy vivo.
56
Hablaba con alguien, que permanecía oculto en las sombras. Sólo entreveía dos
puntos de luz, a modo de ojos, y una voz susurrada que le impedía saber si su
interlocutor era un hombre o una mujer.
¿Qué haces ahí parado, Nihon?, le preguntó.
Estoy... estoy caminando.
¿De veras?
Si, asintió Nihon, inseguro como un niño miedoso sorprendido en medio de una
333
gamberrada.
Nos conocemos.
¿Quién eres?
Giró la cabeza. Alguien había comenzado a tocar un piano.
No lo escuches, dijo la voz. No es la canción que te gusta.
Lo parece, dijo Nihon. Lo parecía, aquella vieja tonada lenta y arrítmica,
melancólica hasta extremos casi suicidas.
¡Nihon!, gritó una voz.
Háblame, dijo la voz susurrada. ¿Qué quieres ser de mayor?
Nihon entrecerró los ojos.
Yo sólo caminaba...
¡Nihon!
Abrió los ojos. Sintió un frío intenso en todo el costado derecho, el que estaba
en contacto con el suelo. Florence gritaba en su oído.
¡Nihon!
Se incorporó lentamente, mientras la silueta y el piano se diluían en un mar
invisible.
Estoy aquí, murmuró un poco confundido.
Por el amor de Dios, ¿qué estabas haciendo? Creí que estabas muerto.
Creo... creo que me mareé, mintió Nihon, pero no estoy seguro.
Vale, respondió Florence. ¿Te encuentras bien?
Creo que sí.
Sigamos entonces.
Qué fácil es para ti, maldito, pensó Nihon, que estás sentado tranquilamente
viendo pasar las horas mientras yo... Tranquilízate, se dijo. Echó a andar.
57
Tras aquel súbito e impredecible delirio, Nihon se obligó a fijarse en cada paso
que daba de un modo casi obsesivo. Los iba contando, para sus adentros. El
camino se convirtió en una sucesión de irregulares llanuras cubiertas de rocas,
rotas allí donde el sistema tectónico primigenio había levantado el terreno y
alzado una pared de roca donde antes había un plano. Las estrellas le miraban.
Veinte kilómetros recorridos, Nihon, le descubrió Florence mucho rato después.
Miró el carro del que tiraba, que parecía cada vez más pesado a pesar de que
cada vez era más ligero. Le quedaban suficientes garrafas. El oxígeno no sería
un problema.
Se esforzó en concentrarse, en no caer en lo fácil, en no dejarse llevar.
Le quedaban siete kilómetros. Parece poco, pensó. Pero no sentía los hombros ni
los brazos, y cada paso suponía hacer chocar decenas de ampollas contra el
material de sus botas. Le crujía la espalda y un dolor de cabeza generalizado
bullía dentro de su cráneo, como si allí dentro hubiese una alimaña tratando de
334
salir.
Continuó. No quería caer antes de la falla. Si debía morir, que fuese allí, en el
abismo.
Temía torcerse un tobillo, o caer y romperse el casco, o que algo en su traje
dejase de funcionar tras tantos años de uso. Pero, ¿y si su corazón fallaba, o sus
pulmones? Hacía horas que caminaba y su corazón golpeaba con violencia la
caja torácica. Sentía un calor ardiente cada vez que respiraba. Y hambre. Su
organismo reclamaba energía.
Y aunque luchó por no abstraerse, terminó pensando en la Tierra. No había
hablado con Florence sobre la Tierra.¿Cuántas guerras nuevas y cuantas viejas?
¿Catástrofes y desastres naturales? ¿Cuántos millones de personas pasaban
todavía hambre? ¿Hasta dónde se había degradado el género humano? Quizá
hubiese naciones renovadas de estrafalarios nombres, nuevos avances
científicos. ¿Qué celebridades habían muerto y cuáles eran las nuevas, a rey
muerto rey puesto? Bien pensado, no había prácticamente nada que la Tierra le
pudiese ofrecer que ya no tuviese. Úrsula estaba muerta, y lo único que podía
arrancar una leve sonrisa de su cara era el recuerdo de su huerto. Se lo
imaginaba comido por las malas hierbas de nueve generaciones, su caseta
destartalada y con el tejado de uralita hundido por el peso de la nieve invernal
que nadie se habría encargado de quitar. Los frutales atacados por los pájaros y
por el cáncer, las viejas tomateras con las raíces devoradas por topos y conejos.
Deja de pensar en eso, Nihon, se obligaba.
Pero si moría...
Agotado, se alzó de pronto y ante él la falla. Una grieta dantesca, una herida
inabarcable en la piel seca del planeta. Apartó el carro a un lado y se dejó caer
de rodillas al suelo. Le faltaba el aire, el sudor de la frente le empañaba los ojos.
He aquí mi leitmotiv, he aquí la última pregunta, murmuró con las palabras
entrecortadas por su respirar jadeante.
58
Al otro lado le saludaba Florence. Un reflejo de sí mismo, un traje oscurecido
bajo el influjo de las estrellas, como él. Respondió al saludo mientras él le
animaba por la radio. Diciéndole que estaba hecho, que ya casi lo había
conseguido, que era un jodido héroe.
Todavía queda mucho, Florence, murmuró Nihon.
Cierto, es cierto, reconoció él. Pongámonos en marcha.
Nihon miró a su alrededor. Había rocas y peñascos justo en el borde de la falla,
de aquel barranco que conducía a una sima desconocida. Bloques de roca
volcánica que, pese a ser porosa, ofrecerían un ancla perfecta para el cable.
Arriba, las estrellas. Se sentó sobre una roca. Con el paso de los minutos,
335
recuperó el aliento, aunque los calambres se sucedían en los muslos de sus
piernas, en sus brazos. Por momentos, notaba fláccido el pecho, como si el
esternón hubiese cedido y se hundiese hacia sus profundidades. Al otro lado,
Florence arrastraba la máquina que dispararía el arpón, en un no parar de
actividad. El aparato, en la distancia, le recordó a los cañones piratas de la época
del nuevo mundo, y no era una analogía descabellada. Un poco más de
tecnología, nada más. Florence orientó durante un buen rato la mira del aparato,
y luego colocó el arpón en su interior, con el cable de acero ajustado.
Compruébalo bien, murmuró Nihon.
Florence ni siquiera le escuchó. Si el cable se soltaba del arpón, podía darse por
muerto. Solamente tenían un arpón, así que si este volaba en solitario por los
aires, dejando atrás el cable... Había, en fin, tantas cosas que podían salir mal,
que Nihon era incapaz de centrarse solamente en una. La espera le enervó, así
que se levantó y caminó por el borde de la falla. Abajo, la oscuridad se convertía
en una realidad sólida como la muerte. No se podía imaginar lo que había más
allá de aquel horizonte de sucesos. Aquella negrura podía esconder un infierno
de rocas afiladas, o una criatura congelada a la espera de devorarle a él y a sus
pecados.
Pasaron los minutos. Recargó su traje con una nueva garrafa. Ya no quedaban
muchas más, pero al menos no tenía que tirar de ellas. El oxígeno no sería,
finalmente, su factor limitante.
Creo que esto ya está, dijo Florence.
Lanza entonces, dijo Nihon. Al otro lado se hizo un silencio. Nihon notó como
la tensión del aire cambiaba. ¿Qué ocurre?, preguntó.
Espero que esto salga bien, murmuró Florence. Nihon sintió un
estremecimiento, y una sensación de culpa. No fue capaz de decirle que sentía
haber destruido su momento de gloria, de transformarlo en algo secundario.
Aunque nadie en la Tierra supiese lo que estaba ocurriendo, Florence lo sabía.
Ocurra lo que ocurra, lo has intentado. Lo hemos intentado. Nadie podrá decir lo
contrario, dijo en cambio. Nunca se le había dado bien la gente. Adivinaba sus
emociones, sus sentimientos, pero era incapaz de corresponder en consonancia.
Eso es cierto, dijo Florence, haciendo de la inocencia una virtud única sobre
aquella tierra muerta y yerma de emociones.
Lánzalo ya.
Voy.
Florence hizo los últimos ajustes, y pulsó la tecla. El arpón salió disparado como
si buscase el lomo de una ballena, y la máquina retrocedió unos centímetros.
Nihon observó como el arpón ascendía dibujando una suave parábola, como se
retorcía sobre sí mismo en el aire, y la línea plateada destelló dividiendo el
firmamento en dos. Los segundos parecieron transformarse en años. El arpón
flotó en la casi intangible atmósfera mercuriana, casi eternamente, hasta que
336
comenzó a descender y cayó hacia Nihon. Este flexionó las rodillas como
viviendo un sueño, una película, un algo irreal que inundaba aquel lugar y lo
dotaba de onirismo.
Expectante Nihon.
Pero el arpón se precipitó al abismo sin alcanzar la ansiada orilla, y desapareció
con estrepitosa velocidad hacia la negrura, arrastrando el cable tras él. Unos
segundos más tarde ya no había nada. Nihon sintió la desesperación.
¡Mierda!, gritó Florence al otro lado. ¡Mierda, mierda, mierda!
Tira de él, balbuceó Nihon, sintiendo que se mareaba. Las rodillas antes
flexionadas eran ahora gelatina en aquella tenue gravedad.
Mierda, mierda, insistía Florence, que tiraba ya del cable con sus manos. Espero
que no se atasque en nada, decía. Pasaron los minutos, cayeron en el silencio.
Florence tiraba.
Todo está bien, dijo al fin. Lo tengo.
Nihon suspiró.
Necesita más potencia, dijo.
Está casi a tope.
Ponlo al máximo, y reduce la inclinación. No queremos que vuele tan arriba.
Observó como Florence manipulaba el cable, lo colocaba para que no se
enredase al lanzar nuevamente el arpón. Puso el aparato al máximo, bajó la
inclinación.
Estoy listo. Prepárate.
Un chasquido y el arpón flotó de nuevo hacia Nihon. No llegará, pensó por un
momento, pero lo hizo. Rebotó a unos cinco metros de él, sobre la roca, casi a
punto de clavarse, y salió despedido hacia uno de los peñascos, arrastrando tras
de sí el cable. Nihon saltó hacia él, agarró el cable con sus manos, y sintió como
este corría entre sus guantes desgastando la goma. El arpón rebotó contra el
lateral de una roca, y perdió fuerza metros más allá, hasta que el cable dio un
tirón y todo aquel frenesí se detuvo. Nihon jadeaba tirado en el suelo, amarrado
al cable como si fuese su cordón umbilical. Algo que, de hecho, era. Florence no
dejaba de hablar a su oído.
¿Lo tienes? ¿Lo tienes? Joder, Nihon, dime que lo tienes, ¡dime algo!
Lo tengo, murmuró Nihon, tratando de levantarse. Su espalda, los brazos, las
piernas, los pies, le dolían. Tenía hambre, tenía frío y calor, tenía miedo.
¡Bien!, gritó Florence al otro lado. Asegúralo.
Nihon, ya de pie, miró a su alrededor y buscó una roca donde pudiese atar el
cable. Durante unos minutos, sólo encontró gigantescos peñascos de cientos de
toneladas, o minúsculas piedras que no le ofrecían confianza suficiente. Al fin
encontró una a medio camino entre ambas opciones, e insertó el arpón entre la
roca y el suelo, clavándolo con todas sus fuerzas hasta que ya no tuvo más, y
luego tomó una pequeña piedra y martilleó el arpón para asegurarlo todavía más.
337
Luego tomó el atornillador de entre las garrafas, y el aparato siseó mientras los
gruesos tornillos atravesaban parte del acero y se clavaban en la roca. Al
terminar, tiró a un lado el atornillador e intentó mover el cable. El arpón
temblaba pero parecía firme.
Miró alrededor. La roca y el arpón, el paisaje de peñascos junto al vacío de la
falla. El carro con las garrafas restantes y los adaptadores y el sucedáneo de
arnés. El firmamento lleno de millones de estrellas. Parte del horizonte con la
línea de luz separando la roca del espacio.
¿Está?, preguntó Florence. Nihon observó su silueta al otro lado de la falla.
Seguía pareciéndole que no era más que un reflejo de sí mismo. ¿Lo era?
Está, respondió.
Respiró hondo y caminó hacia la orilla. El cable se tensaba en el borde y
atravesaba el vacío sin apenas combarse. De cuclillas, examinó el material. Era
acero aunque pareciese tela, y desconocía su tacto porque aquellos guantes no
daban pie a la sensibilidad. Respiró hondo otra vez, y caminó hacia el carro. El
lector del traje indicaba un 60% de oxígeno. Tomó el adaptador del traje y lo
enchufó, y luego acopló una garrafa. El siseo del aire entrando en la reserva de
su traje lo inundó todo durante un rato. Cuando terminó, tomó la garrafa y la
lanzó al vacío. La vio desaparecer en unos segundos, desaparecer para siempre.
Ese tipo de eternidad que le ponía los pelos de punta, el tipo de eternidad que le
quitaba la respiración. Tomó el arnés entre sus manos, y caminó hacia la orilla.
Respiró hondo. Su corazón latía apurado como si tuviese prisa por llegar a algún
sitio. Al otro lado, Florence parecía una estatua fija en el horizonte.
Se sentó en la orilla, sus pies balanceándose rítmicamente, como los de un niño
pequeño sentado en un columpio, solitario y en silencio. Se sentía asustado.
Alzó el arnés ante él, y lo vio débil y quebradizo, un artefacto triste que se
partiría por la mitad y le haría precipitarse a la muerte que no había hecho más
que esquivar durante nueve largos años. Se lo puso entre las piernas, y luego lo
enganchó al cable.
Ya sólo tenía que lanzarse al vacío, y tirar de sí mismo hacia el otro lado. Como
un sueño.
Vamos, Nihon, ¿a qué esperas?, preguntó Florence al otro lado. Nihon sintió
ganas de llorar. Se sentía tan desvalido... quiso pensar en Úrsula, pero los latidos
de su corazón amortiguaban cualquier pensamiento.
Tanto, tanto, tanto, tanto he caminado y tanto he luchado, para llegar a este sitio
oscuro, se dijo. Meditado y susurrado, hablado conmigo mismo. Huido del Sol y
al abrigo del artificio.
Tengo miedo, murmuró, y con los brazos se abrazó a sí mismo, mirándose las
rodillas. Se hizo el silencio al otro lado.
Serías un diablo si no tuvieses miedo, murmuró Florence a su vez.
Suspiró.
338
Soy optimista de poder abrazarte dentro de un rato, dijo Florence. Vamos, lo
conseguirás.
Nihon respiró hondo y se dejó caer. Durante el segundo más largo desde que el
cosmos se crease a sí mismo, el cable se tensó y vibró, y Nihon se agarró a él, y
hasta las estrellas parecieron parpadear un instante antes de seguir de nuevo su
ciclo de luz casi eterna. Después de todo eso, Nihon descubrió que seguía
colgando, a un metro de la orilla. Miró hacia abajo, vio la oscuridad. Tiró de sí
mismo hacia delante, y la argolla del arnés corrió unos centímetros, igual que su
cuerpo.
Funciona, murmuró.
Tiró de nuevo de sí mismo. El aire del casco se enrareció, bebió agua del tubo y
la sintió fresca como si procediese de un glaciar y no de un pequeño depósito.
¡Vamos!, gritó Florence.
Empezó a sentirse pesado a medida que tiraba. Los hombros tensos y cansados,
su cuerpo colgante. Pendía sobre la muerte, y así avanzó, metro a metro, y con
cada metro descontaba mentalmente del total. Pronto, la orilla de la que procedía
fue un recuerdo lejano, donde el carro con las garrafas restantes descansaba y
descansaría durante el resto de la eternidad, oxígeno atrapado en una cárcel de
poliplásticos.
Estás a medio camino, dijo Florence. Nihon se detuvo un instante, agotado. No
sentía los brazos, le ardía el pecho, y bajo él, la visión de una negrura casi
inabarcable le hacía sentirse diminuto y absolutamente frágil.
¿Dónde estás, hidra, que no sales de lo negro a por mí?, pensó.
Se miró el lector de la manga. Disponía del 67% de oxígeno. Respiró hondo, y
siguió tirando. Daba la sensación de que todo estaba saliendo demasiado bien.
Demasiado fácil. Su presentimiento se volvió certeza y la certeza se convirtió en
pánico y el pánico manó directamente del arnés que se rompía. El plástico de la
argolla cedió, y Nihon fue consciente de su propio peso. Fue consciente de su
propia mente asustada y de sus brazos que se lanzaron hacia el cable y se
agarraron a él mientras el plástico se rompía definitivamente y caía al vacío tras
entretenerse un rato entre sus piernas.
Nihon se quedó colgado del cable, agarrado con esos brazos que apenas sentía,
con los hombros débiles y las piernas que patalearon unos segundos antes de
darse cuenta de que no hacían sino empeorar las cosas.
Colgado.
59
¡No!, gritó Florence. Pero, ¿qué...?
¡Se ha roto el arnés!, gritó Nihon, que intentaba afianzarse en su delicada
posición. Se tambaleaba. ¡Me voy a caer!, dijo a medio camino de las lágrimas.
Todo aquel camino para nada. Todo aquel...
339
¡Aguanta! Intenta avanzar, dijo Florence. Nihon leyó la desesperación en sus
palabras y la hizo suya. Estaba muerto, completamente muerto.
No puedo.
¡Si puedes!, insistió Florene. ¡Joder!, gritó, y Nihon le vio con el rabillo de ojo,
pataleando a la orilla, agarrado al cable de acero. No estaba a más de veinte o
treinta metros.
No, no puedo, respondió Nihon, de pronto absolutamente consciente de su
situación. Sus dedos ya estaban escurriéndose. No tenía fuerzas suficientes, esa
era la realidad. Faltaban veinte o treinta metros, pero como si se tratase de mil
kilómetros.
Nihon, por dios, decía Florence, casi echándose a llorar.
No pasa nada, dijo Nihon.
Recordó mil cosas y a la vez no pensó en nada. Cerró los ojos. Si lo hacía
parecía que su cuerpo dejase de pesar, que la ingravidez le envolviese. Si lo
hacía...
¡Corta el cable, Nihon!, gritó Florence. Nihon abrió los ojos, y se impulsó
levemente para sujetarse durante unos segundos más. Un batalla sin victoria
posible.
¿Qué dices? ¿Cómo?, preguntó.
Si tu traje es cómo el mío, tiene una navaja en el bolsillo de la derecha. Sácala y
corta el cable.
Pero...
Si te agarras bien caerás contra la pared. Sólo tienes que mantenerte consciente y
amarrado. Yo tiraré de ti.
No funcionará, Florence. Es una locura, respondió Nihon. Y si, tenía una navaja
en un lateral, pero era del lado izquierdo y no del derecho.
Si pones las piernas hacia delante, absorberán todo el impacto. Sólo tienes que...
Moriré, Florence. No pasa nada, dijo.
No pierdes nada por intentarlo.
Llevo intentándolo nueve años, murmuró.
Te lo debes a ti mismo, entonces.
Nihon suspiró, y se afianzó con el brazo derecho. Se llevó una mano al bolsillo
izquierdo, pero todo tembló y volvió a agarrarse con las dos manos. Hizo un
segundo intento. La mano entró por el bolsillo y agarró la navaja, de un palmo
de longitud. La sacó entre sus dedos temblorosos, y volvió a agarrarse, con el
cable paralelo a su pecho y usando las axilas para sujetarse. Tuvo la impresión
de que los hombros estaban a punto de desencajarse.
La muerte es la única certeza, se dijo.
Si caía, moriría. Si se le escapaba la navaja, moriría. Si cortaba el cable,
probablemente moriría. Si permanecía colgado, moriría.
Apretó una diminuta pestilla en la navaja, y el filo amaneció donde antes no
340
había nada, y refulgió con la escasa luz que ofrecía un Sol que, de una forma
casi absurda, estaba mucho más cerca de lo que parecía. Empezó a aserrar el
cable, justo por detrás de donde su mano derecha se agarraba. Los hilos de acero
fueron rompiéndose y enroscándose sobre sí mismos con una lentitud
exasperante. Su mano siguió moviéndose arriba y abajo.
Muchas gracias por tu ayuda, Florence. Has sido muy valiente, dijo.
Oh, cállate, insistió Florence. No estás muerto aún.
El universo pareció desaparecer. Le estallaba el pecho. El cable se partió cuando
quedaban aún media docena de hilos. Nihon soltó la navaja, que se precipitó
hacia el vacío. Se agarró como pudo al cable mientras caía en parábola hacia la
oscuridad.
Pronto, no pudo ver nada, solamente sentía la velocidad en su cuerpo, sentía el
cable entre sus manos. Sentía los gritos de Florence en su cabeza. Penetró en la
oscuridad, y durante unos segundos de tensa espera aguardó el impacto.
Imágenes sueltas, deslabazadas, algún recuerdo, la memoria diluyéndose en los
prolegómenos de la muerte.
Sintió el dolor.
Y luego la oscuridad.
60
Se despertó. Una luz traspasaba sus párpados y lo iluminaba todo en un rojo
tenue. En cuanto su conciencia emergió del vacío, surgió el primer pensamiento.
Estoy muerto.
Luego sintió un latido, y en cuanto lo escuchó fue incapaz de huir de él. La
cadencia de su propio corazón latiendo, del suave siseo de sus pulmones
absorbiendo oxígeno... Estaba vivo, y su despertar avanzó lentamente, sacándole
de lo que parecía haber sido un sueño larguísimo, eterno.
Un pinchazo de dolor en su pierna terminó de avivar su mente. Nihon sonrió, y
se repitió: Si duele, es que estoy vivo, y luego se atrevió a abrir los ojos. La luz
le deslumbró, los cerró de nuevo, pero algo se movía a su alrededor. Flotando.
Tranquilo, dijo una voz. Volvemos a casa.
Las palabras le rebotaron. Su mente bailaba como oscilando entre un millón de
dimensiones, un millón de realidades, todas entremezcladas hasta convertir la
percepción en un puzzle inasumible. Se sintió confuso, acorralado, asustado.
¿Qué?, atinó a preguntar con la voz oscura y ronca.
Volvemos a casa, Nihon. Lo conseguiste.
¿Qué?
Vamos, descansa.
61
A lo lejos, un horizonte de colinas sombreadas y cubiertas de bosque. Sobre
341
ellas, un Sol de ocaso que cubría la tierra de largas sombras. El cielo se
oscurecía a sus espaldas y parecía una paleta de colores cada vez más tenues y
brillantes a medida que caía hacia la lejanía. Nihon desvió la mirada y parpadeó
un instante para recuperar la nitidez de sus ojos viejos. Sintió el dolor en sus
huesos, su cuerpo cansado. Frente a él, hileras de tomateras y pimenteras,
arracimadas en torno a rejillas de madera. A sus pies, grupúsculos de calabacines
y calabazas, y pepinos. Más allá, verduras y vides bajo cerezos y manzanos y
perales y albaricoques y melocotoneros. Por todas partes, geranios con sus flores
de diversos colores iluminando la tarde y convirtiéndola en un cuadro
policromático. Y la luz dorada del atardecer cayendo sobre todos ellos.
Respiró hondo.
Estiró las manos hacia arriba y luego se acarició la nuca y se quedó así, notando
como la placidez construía un castillo alrededor de él. El rocío nocturno parecía
emanar en forma de orballo invisible. Tras él, la madera de las paredes del
caseto crujieron.
Sintió que se abstraía. La tierra pisada bajo sus pies cansados. El aire. Los
aromas de su huerto. Olió orégano.
Respiró hondo, de nuevo.
La abstracción le impedía saber si todo aquello era real. Lo sentía como ajeno,
como si estuviese vestido con los tintes oníricos de una mentira. Creyó escuchar
un violín acompañando el ocaso. Pero no había nadie en kilómetros a la
redonda.
¿Estaba realmente allí, o simplemente agonizaba en aquella sima, consumiendo
sus últimos segundos de oxígeno con todos los huesos de su cuerpo hechos
trizas, las vísceras aplastadas? ¿Estaba realmente allí, en su huerto? Era... era...
¿era cierto todo...?
Algo se revolvió a sus espaldas. Pensó en Úrsula,y se la imaginó apareciendo a
un lado del caseto. Se giró y atisbó con la mirada desenfocada y las esperanzas
muertas por un instante. Si descubría allí a Úrsula,... si la veía, maldita sea, si la
veía, eso significaba que estaba muerto. Que estaba muerto, como ella.
Pero sólo vio las patas grises de una liebre escabulléndose entre la maleza junto
al vallado.
Estaba vivo, por eso dolía.
Pero, sobre todo vivía.
FIN
00:45, 05 de noviembre de 2010, EDC
21:10, 03 de diciembre de 2010, revisado, EDC
342
Agradecimientos
Vaya por delante lo que me ha costado parir este relato. Vaya por delante.
Sin embargo, desde principios de este extraño 2010, disfruto de la compañía de
un grupo de escritores que, aunque no tan bohemio como los arquetípicos
círculos literarios, corrobora la gran verdad de que el talento, si lo hubiera, se
incrementa cuántos más participen en el invento. En mi caso, esta afirmación
no puede ser más cierta. Así que estos amigos, mis amigos escritores, tienen una
parte abismal de culpa en Mercurio Helado.
Concretamente en relación a este relato, debo agradecer a Raquel, que accedió
a malgastar su valioso tiempo en leer mi borrador y apuntar matices, detalles
que no pudieron hacer más que mejorarlo, con su forma increíblemente
constructiva y dulce de hacer crítica. Gracias dun neno galego.
Vaya por delante, también, que es imposible que no agradezca a todos los que
me leen los cuentos y relatos de día en día, incluso aunque sean muy malos (que
lo son), y en esto no están solamente mis amigos escritores, si no también
muchos otros que por alguna razón hacen subir las estadísticas de mi blog.
Hacen que sea, por así decirlo, tan trascendente como a mí me hubiese gustado
que fuese el día que decidí abrirlo.
Y finalmente, porque lo último siempre es lo más importante, no puedo menos
que agradecer a Joan, mi compañera de viaje. Que siempre está en ese lugar
especial desde donde es capaz de dar perspectiva a las cosas que yo soy
incapaz de ver. Como diría Jota, alivias mis males y los transformas en algo
bonito e indescriptible. Por eso, aunque no seas siempre la chica de mis relatos,
quiero que sepas que no lo necesitas, porque ya eres la protagonista de mi viaje.
De El Viaje.
Vaya por delante.
El autor.
343
Diálogo de una experiencia suiza
Este es un relato, no tanto de realidades, sino de percepciones.
344
DÍA 1 (5 de junio de 2010) (Santiago de Compostela (Aeropuerto) – Zurich
Flughafen - Bern)
Son las 15:08, y estoy en el aeropuerto de Santiago de Compostela esperando a
que llamen para subirse al avión. Me he fumado el porro hace nada, unos diez
minutos, pero empiezo a pensar que lo he hecho demasiado pronto. La cosa es
que me aburría.
Volar…
Me huelen los dedos a marihuana, una huella invisible a la vista, y supongo que
también me huelen la cara, la ropa,… es un olor familiar, para nada
desagradable. Empiezo a sentir calor en la cara, así que supongo que todo
marcha bien.
Ella ya está en casa. Mi miedo, no lo veo por ninguna parte. Quizá en el
DutyFree, haciendo tiempo (como yo), hasta que llegue la acción.
Me acompañan los cascos, por supuesto. Allí, canta Eladio y sus seres queridos,
no sé qué dice de la soledad, y yo pienso que me gustaría ser más bohemio de lo
que soy en realidad. A pesar de que dejo atrás el hotmail, las redes sociales, y
que me lanzo a la comunicación real, esa en la que uno siente vergüenza e
inseguridad, incluso miedo, ni siquiera dejando atrás todo eso me vuelvo más
bohemio. Si acaso, más miedoso. Uno teme a la realidad, aunque tengo muy
claro que lo que da más miedo es precisamente lo que no existe.
Estallan mis huesos. Temo ponerme trascendental, y además, tengo sed. ¿Una
coca-cola? Por supuesto, ¡allá vamos!
15:31. No lo consigo. La trascendentalidad asola mi mente como un Gengis
Khan insaciable que ataque una y otra vez la ciudad, a través de los siglos,
dejando que se reconstruya para volver a atacar en el justo instante en que
florezca de nuevo. Pienso en la holografía, en las múltiples interpretaciones de la
realidad. Tengo calor.
Miro a mi alrededor. El paisaje es común. A la derecha, más allá de las ventanas,
veo la pista de aterrizaje, el césped, los ridículos vehículos de un aeropuerto y
las diminutas e incomprensibles señales,… en el interior de la larga sala,
viajeros sentados, colas de embarque, plantas artificiales, televisiones en
silencio, gente tomándose algo,… ¿Es alguno de ellos consciente de la
verdadera naturaleza de la realidad, o simplemente vagan por ella con tímidos y
esporádicos instantes de revelación, que luego olvidarán por considerarlos
absurdos? Lo reconozco, no es fácil admitir que TODO se lo inventa el cerebro,
asustadizo animal encerrado en una caja (cráneo). La ruda chica de enfrente y su
madre, ambas peregrinas, la coca-cola que me bebo, la pista de aterrizaje, el
latido de mi corazón. TODO. El cerebro crea y percibe al mismo tiempo, sin que
haya diferencia alguna, y eso resulta inquietante.
La trascendencia no está al alcance de todo el mundo. Y yo no me considero
especialmente hábil en ese sentido. Quizá sólo me considere hábil en
345
considerarme no hábil. Puede que no esté ‘trascendente’, sino solamente
colocado.
Y mi mente, al viento.
No sé qué hora es, y tengo la impresión de que esto de las horas es una soberana
tontería, así que lo tiro a la caja de los eslóganes perdidos.
Definitivamente, volamos. Este aparato de engranajes incomprensibles navega
con tranquilidad sobre un grueso manto de nubes blancas. De vez en cuando,
asoman cumbres aún nevadas a pesar de ser principios de junio. No parecen los
Alpes. No, no pueden serlo, demasiado pronto. Quizá los Pirineos, y por tanto,
abandono España sobrevolando una frontera repleta de montañas y nieve. No
veo la raya de la frontera, quizá es algo que se han inventado...
Por momentos leo, pero me aburro, echo la mirada a la ventana, y al ver que
todo sigue igual, que la cubierta de nubes sigue ahí, vuelvo a leer. Noto que el
efecto del porro languidece, al fin y al cabo no era tanta cantidad, pero parece un
vuelo tranquilo, así que trato de mantener mi respiración abdominal y
tranquilizarme. Nos metemos dentro de la cresta de una nube, como un
submarino soltando lastre y yendo hacia el fondo. Con la diferencia de que, en
este caso, el fondo no es negurar, sino luminosidad.
Puede parecer una estupidez, pero escribir estas hojas, estas palabras sobre mi
viaje, me hacen sentir un poco más aventurero. Que no son solamente unas
vacaciones en solitario, que también es una aventura, una experiencia vital...
Pero, ¿a quién engaño? Sin olvidarme, no dejo de repetirme que soy YO el que
crea mi propia realidad. Y que es mi mente la que proyecta esta magnífica
simulación. El avión vuela porque… bueno, no sé porqué.
Miro a mi alrededor. La gente se amodorra y duerme, o habla animádamente o
sumida en la angustia, o duerme. Mi compañero de fila lee una novela
romántica, lo cual tiene gracia porque es un armario y además vende indie
cuando nadie o mira. A mis espaldas, dos emigrados hablan sobre la crisis en lo
que es un cruce de destinos: uno vuelve a Suiza tras unos días de vacaciones,
mientras que el otro vuelve de visitar a su madre enferma y maldita.
Miro la muñeca donde debería haber un reloj, pero no hay más que una ajada
pulsera de cuero que me trae recuerdos celtas de un paseo junto a una ría con la
marea baja y las algas desecadas.
Me pregunto dónde estamos. Luego rectifico, y me pregunto dónde estoy.
El piloto dice que sobrevolamos Toulouse, a unos once kilómetros de altura y
con una temperatura exterior de -51º C. Todo eso suena un poco irreal, pues yo
siento que me encuentro en una cabina que no se mueve en absoluto, que flota
inmóvil, y que es el mundo el que se mueve afuera. Atrás, los dos emigrados
gallegos bromean acerca de cómo sería caerse de cabeza contra un tejado desde
tanta altura. El piloto sigue con su verborrea casi ininteligible, y dice que
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también sobrevolaremos Lyon y Gèneve. Suena absurdamente cosmopolita, y yo
me asomo a la ventana y busco con la mirada el rastro de lo que dice. Toulouse
ya es casi invisible, cubierto por el ala derecha del avión. Suspiro largamente. El
vuelo es tranquilo, y lo llevo bien, pero tengo hambre. Tendré que cenar fuerte:
¿chocolate?
Cinco minutos más tarde, se me empieza a disparar la imaginación (¿quizá la
falta de azúcar?), y practico mentalmente mi inglés en situaciones perfectamente
diseñadas. Me pregunto si haré o no el ridículo, pero sea como sea, me digo que
mentiré cuando me pregunten.
TENGO HAMBRE, aunque, lentamente, adormezo.
Me he despistado, y ahora veo un precioso lago y me pregunto si esa gran
ciudad es Lyon. Un minuto más tarde, aparece otro lago, mayor que el anterior, y
con el mismo agua azul turquesa. Adivino los Alpes, nevados, y restallan mis
oídos como el repique de las campanas de una gran catedral, dando la
bienvenida al obispo de turno. Con el paso de los minutos, van apareciendo más
lagos, como espejos caídos sobre la Tierra que reflejan el cielo azul. No puedo
separarme de la ventana porque para mí es un paisaje absolutamente
desconocido, maravilloso. Veo otra gran ciudad, y me digo, si, esto tiene que ser
Lyon. Pero no. Caen hacia los lagos las estribaciones de las cordilleras, picudas
hacia el agua. Centellea una pista de atletismo, y distingo un lago glaciar, entre
cumbres.
Más tarde, sabré que aquello no era Lyon. Pero en aquel momento, no tenía ni
idea.
Cierro la libreta de notas, y me digo que no hay tiempo para escribir, que quiero
ver. Sentir.
20:11 (camino de Bern). Tras pasar una bella odisea para tomar el tren, aquí
estoy, sentado en mi butaca, con una adorable pareja de ancianos ante mí.
Afuera, Zurich va escurriéndose a medida que el tren devora kilómetros. Los
ancianos hablan con sosiego en un ‘dulce’ alemán, algo que me sorprende. No
entiendo nada de lo que dicen, pero no hay nada en su forma de hablar que me
recuerde al estereotipado alemán del cine. Antes de sentarse, me han dicho algo
que se parecía lejanamente a it´s free? (más tarde sabré que era ist frei?), y yo he
respondido que si en un alarde que me ha hecho sentir intrépido. No como un
rato antes, ante la mujer de la taquilla de los tickets del tren. Había cubierto la
fecha del Interrail, con la mala suerte de hacer caso del empleado de Renfe que
me lo había explicado días antes. ‘A partir de las siete de la tarde, tienes que
cubrir la casilla con la fecha del día siguiente’. Dicho y hecho, anoté 6 de junio a
pesar de que todavía estábamos en el 5. Al mostrárselo a la señora, me preguntó
si viajaba al día siguiente, y yo le dije que no, que viajaba hoy. Tras un
347
intercambio de frases, con mi inglés cada vez más inseguro (bautismo perfecto),
terminé pidiendo disculpas trémulo como una estatua de gelatina. Y
preguntándome porqué era yo el que se disculpaba si el que la había cagado
había sido el de Renfe. Sin embargo, aunque no lo sabía, esa señora fue la
primera persona amable que me encontraría, la primera de una larga y casi
interminable ristra. Supongo que me tranquilicé al bajar al andén. Era
exactamente igual que otros miles de andenes en donde había estado (Londres,
Barcelona, Madrid,…). Es curioso como la globalización logra hacerte sentir
cómodo en casi cualquier lugar. Aunque, internamente, sabes que no estás en
casa.
Ahora, definitivamente, he dejado atrás Zurich. Se quedaron atrás todas las
fábricas y naves industriales de empresas que no conocía (excepción, un
gigantesco IKEA y un alto edificio coronado por el letrero Toysarás). El tren está
lleno de extranjeros, cada cual hablando en su propia lengua y muchos, muchos,
en alemán. Empiezo a sentirme impresionado por la amabilidad de todo el
mundo.
Veo el primer caserío suizo, y siento una punzada de alegría porque me suena
conocido y al mismo tiempo pintoresco.
Luego, el tren deja atrás los campos verdes, y se inserta en un tupido bosque de
abetos. Cualquiera esperaría ver salir de entre los troncos un ejército de
duendecillos...
Bern parece un pueblecito (no supera los doscientos mil habitantes). Hay verde
por todas partes, absolutamente por todas partes, y la zona vieja exhibe unos
curiosos y amplios soportales, amén de continuas entradas subterráneas que me
recuerdan los refugios que los americanos usan cuando llega un tornado.
Tomamos un bus para llegar a casa de mi anfitrión, aunque mentalmente voy
calculando el tiempo que me llevaría caminar esa distancia. Me sorprende la
poca cantidad de coches, y las riadas de personas. Noto un tufillo a que todo el
mundo se conoce, un aire a cotidianidad, a cercanía. Más tarde, me encontraré a
un chico con acento andaluz pero con familia en una aldea muy cercana a la de
mi abuela, en la Galicia profunda de las Rías Baixas. También, veré a un
caldense que ha montado un pub en pleno centro de Bern, y que no calcula ir a
Galicia más que de vacaciones.
Percibo grandes cosas en la noche bernesa.
¡Ah, el nivel de vida! La cerveza es cara, más que en Barcelona (un nivel para el
que yo, mal que bien, iba preparado). Me dan escalofríos al pagar casi ocho
euros por una humilde Heineken, o diecisiete por dos copas esmirriadas y llenas
de hielo, servidas por un mejicano con familia también en Galicia.
Nos vamos a casa con chispa en las miradas y sabiéndonos los últimos en
retirarse a pesar de que sólo son las cuatro y media de la mañana. Mientras
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caminamos a casa, y veo como amanece (amaneciendo a las cinco de la
mañana!), otros están levantándose para empezar el domingo. Cruzamos el río,
subimos las cuestas que llevan a casa, y nos tiramos en cama con el Sol ya en el
cielo.
Mientras trato de dormir, pienso en que he estrenado Bern conociendo gente de
mi tierra…
DÍA 2 (6 de junio de 2010) (Bern)
Tras dormir solamente cuatro horas, y despertarme con la garganta reseca y algo
resacoso, me reprendo por haberme dejado llevar (otra vez, ¿cuántas van?).
Llego a un país nuevo, y lo primero que hago es beber cerveza. Bien, no está
mal, pero suelo levantarme con esa sensación de no haberme portado como
debía.
Sin desayunar, salimos del centro de operaciones, a saber, Schosshaldenstrasse,
en un bonito barrio residencial bernés, a los pies del río y no muy lejos del
precioso museo dedicado a la memoria de Paul Klee, un supuesto imitador de
Picasso. El aire está cargado de humedad, y hace un calor insoportable. Quizá
me esperase otra cosa, un poco de frío, pero al parecer tengo imán para trastocar
el clima de los lugares que visito (nota mental: en Dublín me llovió dos días de
veinte en pleno octubre; en Londres no me llovió en cinco días seguidos).
A los pies del río Aar, que gira en torno al casco viejo de Bern con sus aguas
azul turquesa, se encuentra el llamado Barenpark. Ocupa una de las orillas del
río, una ladera empinada que contrasta con la orilla contraria, plana y ocupada
por las típicas casas bernesas. La ladera tiene la particularidad de servir de
vivienda para una familia de osos pardos: macho, hembra y dos cachorros. Los
turistas, asiáticos en su mayoría, se agolpan contra la valla, metros por encima
de la ladera, que ahora se encuentra partida en dos. A un lado, el macho se
acerca a la reja plateada, un tanto ansioso, ignorando los troncos de árboles que
ladera abajo yacen como cadáveres. Mi anfitrión me cuenta que no hace mucho,
un turista saltó al parque y el oso le atacó. Me cuenta que los policías tuvieron
que dispararle cinco veces (al oso, no al turista), y que por eso están separados,
por si las heridas se infectan. Al otro lado de la verja se encuentra la hembra y
los dos cachorros, dormidos al abrigo de una escasa sombra, tratando de
sobrellevar las horas más calurosas del día. Su inmovilidad no desmotiva a los
turistas, que lanzan sus objetivos hacia los osos como si jamás los hubiesen visto
(quizá fuese así). Yo busco alguna rendija para poder hacer alguna foto, pero me
canso pronto. Me retiro diciéndome que tendré tiempo durante la semana.
Además, ver a aquellos animales bajo la mirada de una marea de humanos me
entristece, pensando que estarían mucho mejor corriendo por las laderas de los
cercanos Alpes. Es maravilloso poder ver osos en el centro de una ciudad, un
espectáculo observar sus potentes patas y sus cabezas como de peluche, pero
siempre pienso que podrían estar en otro lugar, en su lugar.
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Agobiados por la muchedumbre, mi anfitrión me lleva a otro enclave bernés, el
Rosengarden (efectivamente, jardín de las rosas). Se encuentra en la misma
orilla del Barenpark, pero mucho más arriba, e iniciamos el ascenso de una larga
y estrecha pendiente adoquinada, bajo el Sol abrasador y un cielo teñido de
bruma que magnifica los rayos solares y convierte el valle en un horno. Bruma
que, además, oculta el horizonte. Durante un rato, nos reímos de dos japoneses
que suben la cuesta tirando de grandes maletas. A medida que subimos, la
ciudad medieval que es Bern va quedando abajo y disfrutamos de una bonita
vista. Tomo fotos inútiles, sin saber que más arriba, en el Rosengarden, tendré
una mejor panorámica.
Rosengarden es un bonito parque formado por cuadrados de césped, árboles
dando una agradecida sombra, y caminos de gravilla. En el centro del parque,
centenares de rosales se enzarzan unos con otros en aparente armonía. Ha hecho
bastante mal tiempo, la primavera ha llegado tarde, y los capullos todavía no han
abierto, de modo que la estampa es mucho menos espectacular de lo que me
imagino que podría ser. Sobre el césped, hay gente tirada tomando el Sol, padres
jugando con sus hijos, y más allá, sobre un pequeño muro de piedra, veo
jubilados mirando el paisaje y hablando probablemente de otros tiempos, viejos
tiempos. Trato de imaginarme un mar de rosas y colores, destellando ante la luz
de mediodía, pero supongo que es imposible imaginárselo. Debe ser un bonito
espectáculo. Eso sí, el olor es maravilloso. Diferente de coger una rosa y olerla,
superior, y probablemente, indescriptible. Y eso que no me gustan especialmente
las rosas.
Asfixiados por el calor, y llorando por un poco de agua, descendemos del
Rosengarden por otro lado, hasta llegar de nuevo al Barenpark. Atravesamos
uno de los puentes sobre el río Aar, y bajamos hasta una pequeña iglesia con una
torre y un picudo techo. Hay un montón de gente saliendo de su interior,
vestidos con lo que parecen ser sus mejores galas y acompañados de sonrientes
púberes. Al parecer, se estaban confirmando, es decir, Confirmando. Allí vemos
una estatua del fundador de la ciudad, un tal Bertoldo V. Mi anfitrión me cuenta
su historia: al parecer, el individuo de la escultura decidió que la ciudad recibiría
el nombre del primer animal al que diese caza, y que al ser este un oso, se llamo
Bern (oso es Baren, y con el paso de los años derivó Bern).
Yo atiendo pero también estoy un poco absorto. Desde el momento en que he
llegado, no hago más que fijarme en el aspecto de la gente, descubriendo sus
rasgos, intentando anotar las diferencias. Hay tipologías típicamente germánicas
(me sorprenden tanto la cantidad de rubi@s como en su día me soprendieran las
pelirroj@s en Irlanda), pero también orientales (de tez morena y de tez pálida),
sudamericanos, y un sinfín de rostros indefinidos para los cuales no podría
adivinar un origen. Dejamos atrás la iglesia y entramos de lleno en la misma
350
calle por la que había llegado la noche anterior, la arteria principal de la vida de
Bern.
Los tejados acastañados refulgen, y la gente se refugia bajo los parasoles de las
terrazas y en los restaurantes que abarrotan los soportales. Soportales que no son
meramente un recurso estético, sino que tienen una finalidad funcional: en el
largo invierno suizo, le permiten a la gente pasear por la calle sin hundir los pies
en el manto de nieve. Permiten, en fin, que la ciudad no se paralice. Y esos
portones que dan acceso a los sótanos, y que a mí me recordaban a los refugios
de tornados, resulta que son restaurantes y tiendas de todo tipo (tatoos, discos,
bares, pubs). Las calles laterales, sin embargo, agonizan solitarias, una
contraposición brutal a la calle principal, donde los escaparates dejan ver joyas
de lujo, relojes, chocolates, ropa, antigüedades, cafeterías, restaurantes,…
Vemos la gran catedral (todavía me sorprenden sus formas rectas y picudas, tan
diferentes a las catedrales románicas y barrocas a las que estoy acostumbrado).
Luego, se abre el camino a una gran plaza, y de nuevo otra catedral, y el bonito
y curioso ayuntamiento. Bajo el Sol, nos acercamos a la famosa Torre del Reloj,
con sus engranajes expuestos y un montón de orientales haciendo fotos a sus
pies.
A un lado, en la otra acera, están grabando lo que parece ser un anuncio al estilo
Bollywood, con una bellísima actriz hindú delante de la cámara, y una docena
de compatriotas sudorosos detrás. Aparece un espectacular mendigo-yonki con
su carrito de la compra atestado de basura y un pantalón de chándal amarillo a la
altura del pecho, más una camiseta de asas blanca y el rostro de un Iggy Pop de
setenta años.
Me dicen que es un personaje muy conocido, aunque no sé si hay más razón
para ello que la de su aspecto. ¿Qué hay bajo el aura de insólito?
Dejamos atrás la Torre del Reloj y al sentir una punzada de hambre, acudimos a
un típico restaurante suizo: Burger King (nótese la ironía). Protegidos del calor
durante un rato, comemos la triste pero sabrosa comida mientras observamos a
un grupo de ¿mendigos? apostados en una esquina. Su espectro de aspectos va
desde lo típicamente punkarra a lo, digamos, pijo, pasando por hippies y
yonkies. Ríen entre ellos, o discuten, y entre sus piernas una docena de perros
oliéndose y orinando. La escena me produce un escalofrío, pero no sé porqué.
Mi anfitrión me cuenta que el ayuntamiento les da un dinero para que tengan
cuidados a los perros, una cantidad que casi se acerca a algunas pensiones en
España. Es solamente una anécdota.
Después de la comida tomamos el tranvía, hacia un extremo de la ciudad a los
pies del Gurtenbahm. El Gurten, como se le llama, es una elevada colina
351
alrededor de Bern, y desde allí se disfrutan unas bonitas vistas de la ciudad y de
sus alrededores. Al igual que en todo Suiza, un teleférico lleva desde la base de
la colina, arrabalada de casas y de una fábrica de cerveza original bernesa.
La gente llega con sus bicicletas o andando tras bajar del silencioso y moderno
tranvía, y se encuentra con un edificio en donde se anuncia algo relacionado con
Albert Einstein. Entramos y tomamos el teleférico. Suena un traqueteo con aires
a la época en la que las máquinas eran engranajes que hacían ruido, y que nos
mete directamente en el bosque que cubre las laderas del Gurten, una densa
selva verde cargada de humedad, sólo rota por el cortafuegos que usa el
teleférico. A nuestras espaldas, se va desvelando Bern desde las alturas, pero yo
miro al frente. En la terminal el teleférico se frena y para, y nosotros bajamos.
Afuera se desvela una extensión de prados verdes y árboles, senderos entre
zonas boscosas y un bullicio apagado, de familias que pasan el día en el campo,
haciendo un picnic casi idílico, de parejas que pasean de la mano o arreglando el
mundo, niños que corren por todas partes, un trencillo de juguete que recorre
falsas montañas atravesando falsos túneles, rodeando falsos lagos,... a la derecha
de la terminal, se eleva una especie de hotel que disimula ser un castillo.
Caminamos y rodeamos parte de la colina. En los prados y pendientes, mares de
flores llamean ante aquella luz plateada. La bruma lo cubre todo y nos aplasta
con la humedad. En lo alto del Gurten, se eleva una torreta de madera y metal,
de unos veinticinco metros de altura, como la torre del homenaje de un castillo
inexistente.
A medida que subo por las escaleras metálicas, que dejan ver la altura que uno
va dejando atrás, noto el movimiento. Al estar construido en madera, la
construcción se mece como un bambú ante el empuje de la brisa. Mi falso
vértigo hace aparición, y me centro en mirarme los pies y no la altura. Una vez
arriba, me doy cuenta de que, efectivamente, ha merecido la pena. Rodeado de
ruidosos turistas, en especial un niño que corre y patalea, gritando como si le
estuviesen descuartizando, y haciendo que la torreta se moviese más de lo
normal, saco mi cámara y giro en torno, trescientos sesenta grados,
fotografiando la amplia extensión que se ve desde allí. Al norte, colinas y
llanuras, y una lejana pared de tímidas montañas (no sé si tímidas por la
distancia o por su pequeña altura): Alemania. Al sur, sin embargo, montañas
picudas y nevadas, nevadas a pesar del verano. Son los Alpes, medio hundidos
en la bruma de aquel ambiente tormentoso, sumidos en la nubosidad creciente.
Allí, tras la bruma, están alguno de los objetivos de este viaje: Junfrauchjoch y
el glaciar de Alesch, Mt Pilatus, Mt Titlis, Matterhorn,... allí en lo alto, siento la
levedad casi por primera vez desde que llegué. Bajamos de allí dejando atrás al
niño hiperestimulado.
Al bajar de la torreta, y caminar hacia otra parte del Gurten, descubrimos una
fiesta. Unas gradas desmontables, carpas, gente borracha, y mucho ruido.
352
Alguien anima por un altavoz. Hay mesas de terraza, baños portátiles y un
ambiente alegre. Unas vallas ocultan lo que ve el público de la grada. La entrada
no es gratis, así que decidimos rodear el recinto hasta el prado posterior y tratar
de ver algo desde allí. Sentados en el césped, vemos que dentro del recinto hay
unos círculos de arena, y que dentro unos hombres en calzones tratan de
agarrarse a los de su contrincante y echarlo fuera. Parece sumo, pero es lucha
suiza, y aquello, una fiesta de carácter nacional, nativo. Descubro trajes
folclóricos por todas partes, mujeres con trenzas y hombres tocando grandes
cuernos suizos, alpshorn. Asfixiados por el calor, pedimos un agua en un
chiringuito. Resulta ser agua con gas, y cubre mi lengua de un sabor horrible que
casi soy capaz de sentir aún hoy. Allí sentados, miro la gente. Hay una chica
rubia embarazada, de mi edad, que con las manos en la cintura observa el
espectáculo a lo lejos. Dos hombres en camisa charlan animadamente, y por
nuestro lado pasa un granjero. Lleva amarrado un buey gigantesco, con unos
testículos diría que sobrenaturales. Esto nos hace reír un buen rato. Más atrás,
entre los árboles, un grupo de adolescentes bebe lo que parece ser cerveza, entre
risas estruendosas y despreocupadas.
Tras un rato, decidimos abandonar el Gurten, y en lugar de bajar en teleférico,
nos sometemos a un vertiginoso descenso por senderos cada vez más estrechos y
verticales, forzando a nuestras rodillas a dar lo mejor de sí mismas. Alrededor,
solamente la maleza, alguna que otra casa escondida entre árboles, y la serpiente
metálica que son los raíles por donde discurre el teleférico.
Un poco más tarde, estaremos de vuelta en casa.
Los rostros anónimos tienen rasgos familiares. Veo narices o formas de andar
que me resultan conocidos, pero es un engaño: a excepción de mi anfitrión, aquí
no conozco a nadie, y debo reconocer un punto de flaqueza en esta reflexión, de
nostalgia irreprimible. Ahora ha empezado a llover, y te recuerdo a ti, sobre todo
a ti, como si la lluvia fina y refrescante me llevase por un instante a Galicia.
Estar en un lugar absolutamente nuevo es emocionante, me siento al tiempo
triste y eufórico, como en un caleidoscopio de emociones, pero sé que debajo de
todas esas emociones efímeras hay una verdad oculta que quizá no aflore jamás.
Quizá sea algo basal al propio viaje, algo basal al propio movimiento.
Aquí pronto anochecerá. Sé que debo dejar llover, y más reflexivo, meterme en
cama sin hacer caso de la ausencia o la diferencia. Debo dejar llover, y
descansar.
Mañana es otro día.
DÍA 3 (7 de junio de 2010) (Bern – Luzern – Alpsnastad – Luzern – Bern )
A las seis de la mañana, Bern parece un cementerio. Atravieso el
Schosshaldenstrasse, en donde apenas hay tráfico y solamente unos atrevidos
salen de casa, montados en sus bicicletas. Aprendido de memoria el camino,
353
aprieto el paso con la música a todo volumen, maravillándome de las señoriales
casas que, como moles inmensas, me rodean. Me han dicho que en su interior
viven muchas familias, que son como un bloque de edificios. Pero con el estilo
de lo que se hace con gusto. Al pasar al lado del Barenpark, solitario y desierto,
me encuentro a los osos paciendo con placidez la hierba al lado de la orilla del
río Aar. Atravieso el puente con premura. La experiencia me ha hecho ser
prudente, siempre prefiero llegar cinco minutos antes de que el tren salga. Al
cruzar el puente, y a medida que me acerco al centro de la ciudad, la tranquilidad
se rompe y crece el bullicio, que estalla en un furor de actividad en la estación
de tren. Repleta de gente, cada cual sigue una dirección diferente, pero nadie se
choca, hay un orden oculto en aquel caos. Tomo un periódico gratuito, no por
costumbre ni porque vaya a entender nada, simplemente por el gusto de hacerlo.
En mis oídos, suena Si tú piensas en mí, una triste canción de un grupo llamado
Gastelo. La canción termina cuando llego al andén, sustituida por Universos
infinitos, de Love of Lesbian. Allí, docenas de personas esperan la llegada del
tren. Mi prisa me ha hecho llegar demasiado pronto, y todavía faltan veinte
minutos. Me siento y observo a los demás, un pasatiempo que me mantendrá
entretenido todo el viaje. Hay hombres de negocios con sus maletines, niños con
pinta de ir al colegio. Gente sola, gente acompañada. Los andenes están
soterrados, y el lugar se parece a las entrañas de un monstruo gigantesco, lleno
de luces y cables y raíles y cemento. Durante un rato, permanezco pendiente de
mi mochila, a mis pies, hasta que me doy cuenta de que no tengo razón para
ello. Me fijo un instante en lo limpio que está el andén, donde sólo asoman
esporádicos chicles pegados, y luego reflexiono un rato en la apariencia de los
rostros germánicos. Las mujeres parecen tener un porte regio, un tanto
indiferente, mientras que los hombres resultan apacibles y reflexivos, como si
todos fuesen sabios.
Mi tren a Luzern entra con una puntualidad siempre sorprendente para quien ha
usado Renfe, y me subo y me siento y arranca y ya estoy de camino a Luzern.
En el tren, me fijo en que todo el mundo parece tener un iPod. El tren cruza el
río Aar, y Bern queda atrás. Pasan Rothsild, Sursee, y descubro plantas rojas
entre los raíles en un pueblo que parece rodear una factoría de chocolate, como
si hubiese de protegerla de algún ataque enemigo. Los trenes devoran las vías en
ambos sentidos, el bosque me rodea, luego aparece un lago azul turquesa y nadie
alza la mirada. Me pregunto cómo puede ser así... pero quizá sea sólo yo el que,
aún después de cientos de viajes, alza la mirada cuando el tren a Vigo deja
Padrón y entra en la ría, o cuando tras Arcade, se anuncian las Cíes y el puente
de Rande. Quizá a los demás no le merece la pena el esfuerzo.
En Luzern no llueve cuando llego, pero casi. El cielo gris oscuro, y las nubes
cayendo sobre la ciudad hasta borrar las colinas, presagian un día cenizo. Creo
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que he llegado muy pronto, y la ciudad todavía está comenzando el día. Dejo la
estación y tras otear a lo lejos el lago, cruzo una calle sin mucho tráfico, y
observo el puente de madera. Tiene siglos de antigüedad.
Apoyado en una baranda, junto al río, me maravillo de nuevo por el color azul
turquesa de las aguas. Tienen un algo extraño para mí, me parecen casi
alienígenas. Empieza a llover, y yo vuelvo a la estación de tren. La oficina de
turismo ya está abierto, y curioseo un rato entre todos los folletos, cogiendo uno
de cada y llevándolos a la mochila, hasta que descubro un pequeño libreto
informativo que parece atesorar toda la información. Luzern no parece ser una
ciudad muy grande, pero no quiero perderme nada. Aún en la oficina, desestimo
por primera vez el viaje al Monte Pilatus o al Titlis. El cielo está completamente
cubierto, y no creo sacar nada en claro. ¿De qué sirve subir hasta los tres mil o
cuatro mil metros y no ver nada? Abandono la oficina y cruzo otro de los
puentes de Luzern. En los escaparates de las tiendas aún cerradas, igual que en
Bern, afloran las navajas suizas, a cada cual más completa, a cada cual más
compleja, alguna de ellas digna del mismísimo James Bond. En la otra orilla,
albergo la intención de sumergirme en la parte más pequeña de la ciudad, y de
pasear por las murallas hasta llegar a uno de los monumentos que más me atrae
de Luzern: el triste león. Deseo que el día abra, que las nubes desaparezcan, pero
desafortunadamente mi deseo no parece cumplirse, y comienza a llover con más
intensidad. Las nubes aplastan Luzern, difuminando los edificios y convirtiendo
el agua azul turquesa en un líquido gris casi irreconocible. Subo hasta las
murallas, y no encuentro a nadie por el camino. Me siento como un intruso, bajo
mi paraguas recién comprado. Hace calor pero llueve y empiezo a sudar. El
asfalto húmedo brilla, y ahora todas las casas tienen jardín y la vegetación es
frondosa. Tras vagar unos minutos por un pequeño jardín, aparentemente
perseguido por unos japoneses que tampoco conocen el camino, encuentro la
torre de acceso. En su interior lúgubre, subo por unas escaleras de madera que
crujen, y por secciones atisbo Luzern desde las alturas a través de unos
ventanucos. En el hueco de las escaleras, observo el cable que es el péndulo de
un gran reloj. Lo descubro en el último piso. Grandes engranajes, ruedas
dentadas que encajan unas con otras en un ejercicio de precisión, y un clac-clac
que rebota en las paredes de piedra y reverbera y es el mejor indicador de que el
reloj funciona perfectamente. Me asomo a las ventanas y observo Luzern, una
ciudad triste y gris bajo la lluvia.
Parece un funeral, pero intento superar la decepción que en estos momentos me
entristece. A pesar de la tristura, parece una ciudad apacible, tranquila. Las torres
de un sinfín de iglesias asoman por entre los edificios. Las colinas boscosas se
entreven tras la niebla, y a lo lejos, un ferry pita en el muelle, junto al lago. Una
bandada de aves emerge por la derecha y sobrevolando los puentes sobre el río,
desaparecen de mi vista. Bajo de la torre, y atravesando una puerta camino por
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la muralla. El recorrido es ridículamente corto, sobre todo si lo comparo con
otras murallas, pero desde la altura de la muralla me permito observar lo que hay
al otro lado. Veo un campo de hierba vacío, dos muchachos jugando entre un
montón de barras de hierro oxidadas, ignorando la lluvia. Más y más casas, y el
sonido del tráfico que empieza a llegarme.
Me da un ataque de reflexión justo al bajar de la muralla. Pienso en que,
efectivamente, viajar desenfrena la nostalgia, como si esta no fuese más que algo
encerrado a presión en un baúl. Colin Thubron no era el único, como yo
pensaba. Ahora lo entiendo todo, sentado en un banco mientras observo los siete
tristes torreones de la muralla. La nostalgia, como diría Marilyn,... no es porque
llueva, ni porque todo esté gris o porque tú estés lejos, ni por todo ese verde
oscuro que llama a la negrura. Hay algo más.
Mi corazón da un vuelco al sentir la vibración del móvil, creyendo que eres tú,
que te has percatado de mi nostalgia y acudes al rescate en forma de perdida
reconfortante, pero solamente es un poco (más) de publicidad.
Después del relativo chasco de la muralla, y la lluvia, camino algo alicaído hacia
el León moribundo de Luzern. Llego allí tras pasar unas cuantas calles llenas de
bullicio y tiendas definitivamente abiertas, a excepción de una tienducha de
antiguedades que permanecía cerrada, y sobre cuyo felpudo dormía un bello
gato persa blanco. Mi ánimo creció, no sé si por la gente que ahora lo llenaba
todo, o el trasiego de transporte urbano, trolebuses, coches, taxis,... entro en el
recinto, una especie de cueva formada por la copa de los altos árboles. Al fondo,
una gran pared de roca gris, bajo la cual se mecen tímidamente las aguas de un
estanque cubierto de hojas caídas y monedas lanzadas que brillan con la luz. Y
en el centro de la roca, esculpido en una oquedad, descansa el cuerpo agonizante
de un león, con las fauces abiertas no en signo de fiereza sino de agonía, con un
pedazo de lanza clavado entre sus costillas, todavía chorreando sangre. A los
pies del estanque hay decenas de turistas haciendo fotos. Otros, se sientan en los
bancos todavía mojados y tratan de admirar la escultura por encima del rumor de
las conversaciones. Yo me planto al borde del estanque y me abstraigo un
instante, meditando en el autor de aquella escultura.
Su trabajo es sublime, pues soy capaz de leer la penuria de la muerte en los ojos
de piedra de ese falso león. Lanzo una moneda de medio franco al agua, y esta
gira sobre sí misma mientras cae hasta el fondo y se queda junto a sus nuevas
compañeras. Me pregunto por qué la gente lanza monedas a cualquier estanque
que se encuentra, pero como nadie puede responderme, sigo observando el león,
caminando de un lado para otro para hacerlo desde diferentes perspectivas,
como si quisiese descubrir una en la que el león parece solamente una estatua de
piedra. Pero no la encuentro. Salgo de allí con paso tranquilo y mucho más
contento.
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Callejeo durante un buen rato por el casco viejo de la ciudad, sin fijarme en nada
en concreto pero viéndolo todo. Hay tiendas por todas partes, bajo las fachadas
señoriales, y a media mañana están todas abiertas. La gente pasea
tranquilamente como si nadie trabajase, entra en las tiendas o se para a mirar los
escaparates. Bajo los parapetos, estantes de metal blanco soportan docenas de
libros y discos y películas como si de un rastro se tratase. También afloran los
souvenirs por todas partes, igual que las banderas de Suiza y las del cantón de
Luzern. Ha dejado de llover, y asoman en el cielo algunos claros azules. Me
quedo parado en una plaza, haciendo fotos de unos extraños adornos metálicos
que cuelgan de las esquinas de los edificios, entre dorados y negros, ligeramente
asiáticos. En estado de abstracción se plantan ante mí lo que parecen ser tres
niñas con aspecto de boyscout. Me dicen algo, pero yo les respondo que no
hablo alemán, que solamente un poco de inglés. Ellas tuercen el gesto, y dicen
que gracias y se van. Sonrío divertido y camino de nuevo hacia el río. El casco
viejo, fuera de mi interés antropológico por los rostros y el aspecto de la gente,
no ofrece gran cosa. Vuelvo por el puente de la capilla, y me debato por segunda
vez en sí contratar o no un viaje al Monte Pilatus. Y por segunda vez, entre el
precio y el tiempo hacen que me eche atrás (ochenta euros). Salgo de nuevo de
la oficina de turismo, frustrado por todo el general, y paseo por los
embarcaderos, observando el museo de arte moderno (KKL Luzern), un edificio
realmente espectacular. En la parte posterior, junto a los muelles, hay camiones
descargando comida y grandes cajas. Tras hacerle un par de fotos a una pareja
tailandesa, me debato en abandonar Luzern e ir hasta Basel. Solamente hay una
hora de distancia en tren.
Y justo en ese momento, alumbra el Sol entre un claro de nubes. Basel, Luzern,
Basel, Luzern,... veo, en la distancia, una tabla con los horarios de ferrys, y un
mapa del lago Luzern. No lo decido en un instante, pero ver el mapa del lago, y
las rayas del recorrido del ferry me convencen. Entre ver una ciudad y un paseo
por el lago, elijo paseo.
Compro un ticket de ida y vuelta a Alpsnadstad, al pie del Monte Pilatus, el
lugar en donde se toma el teleférico. Haré el viaje hasta allí, y si me apetece,
subiré, me digo, aunque en el fondo ya sé que una vez allí no podré resistirme a
subir.
El ferry tiene un terrible aire a cotidianidad, y también un viejo tufillo burgués
en forma de salón comedor de aires victorianos. Pero paso poco tiempo
explorando el interior. Fuera, aunque hace un poco de frío y las nubes negras
rondan las montañas, veo como el ferry se aleja de Luzern, dejándola atrás con
sus torres puntiagudas y la masa oscura del KKL. Curiosamente, me parece
mucho más bonita al abandonarla. Ya fuera del alcance de la vista, afloran las
casas asomadas en la orilla de un lago de aguas frías y oscuras. Ocupan las
357
laderas y están rodeadas de prados y árboles, y parecen mirar las aguas con ojos
tristes y melancólicos. A mi lado, en la proa del ferry, no hay nadie. Todos están
dentro tomándose un café o mirando por la ventana con el abrigo de los
cristales. Yo me arrebujo en mi polar y mi braga (de cuello) de kukuxumusu, y
fotografío todo lo que se pone a mi alcance.
El ferry, rompiendo la tranquilidad del lago, parece un intruso en tierra extraña.
Las montañas, a lo lejos, son invisibles por momentos, y el ferry hace las
primeras paradas haciendo sonar la sirena, que hace que las aves huyan
asustadas de los embarcaderos. Donde esperan, tranquilamente, a veces dos, tres,
incluso cuatro personas, no más, como quien toma el autobús. Miro el mapa y
cuento las paradas, y luego observo casi sin ver la complicada forma
del lago de los Cuatro Cantones, que en cierto modo, me recuerdan a la ría de
Ortigueira, llena de recovecos y giros y demás.
A medida que el ferry avanza, parece encarar y enfrentarse a una gran mole de
piedra, que en adoración a la verticalidad se eleva hasta sumirse en la niebla.
Arriba, por momentos, se entreve el perfil de edificios, en lo alto de un lugar que
parece inhóspito. Se llama Burgenstock, y por lo que leo en el folleto, es una
especie de aldea de hoteles situada a casi medio kilómetro por encima del nivel
del lago. A sus pies, el ferry se detiene en el embarcadero de Bahm-Burgenstock,
y a la derecha me maravillo de un precioso pueblo al que parece no poder
accederse más que por ferry. Las casas sobre la orilla del mar, las casas con las
ventanas abiertas, las alfombras colgadas en las ventanas, una pareja de ancianas
de pelo blanco charlando sobre dios sabe qué, un par de niños rodeando un
coche rojo (lo cual me demuestra que sí se puede llegar en coche a ese lugar),...
el pueblo se llama Kehrsiten, literalmente, 'Sitio de paso'. La traducción le quita
encanto, pero eso yo entonces no lo sé. El ferry sigue maniobrando por el lago.
Da tantas vueltas y hace tantas paradas, que al fin apenas parece desplazarse.
Alpnachstad aparece mucho rato después, tras atravesar un puente por debajo e
introducirse la embarcación en lo que parece el recoveco más recóndito del lago.
Las orillas se aplanan, aparece una especie de pantano cubierto de junco y de
hierba, que se mece al viento. Nos detenemos en un embarcadero, y bajamos
todos. Por el camino he trabado amistad con un cubano muy hablador y su mujer
y su niña, más interesada por el interior del barco que por los monumentos
naturales que se elevan alrededor.
Cruzo la calle por un bajopaso, y admiro la cumbre invisible del Monte Pilatus.
En la taquilla tomo un ticket de ida y vuelta para subir. Ya hace rato que he
decidido hacerlo. Mientras espero en la cola, leo en un póster que el teleférico
que me llevará a la cima es el más inclinado del mundo, superando desniveles de
hasta el 47%. A mi alrededor se acumula una familia de andaluces escandalosos,
a los que evito haciéndome el sueco, la familia de cubanos (rezo para que no me
hablen y desvelen mi origen), varios asiáticos y una pareja de tailandeses, padre
358
e hija, que me encontraré en el ferry de vuelta.
El teleférico aterriza (con esa pendiente, casi no es ni una metáfora), y tras
evacuar a sus pasajeros, subo delante de todo. Para mi sorpresa, el teleférico es
un vehículo que huele a antiguo. Nada de modernidades, hecho de madera y
metal y con un rudimentario sistema en la cabina (llamémosla así) del
conductor, justo delante de mí.
Entra un rubio hombre de cuarenta años, con bigote, que sonriendo se sienta y
gira una manivela. El teleférico se pone en marcha. Yo observo los mecanismos
durante los primeros metros, y luego echo la vista a un lado, observando el lago,
del que tomo perspectiva con cada metro de altura que ganamos. Luego la niebla
lo oculta, y me centro en ver como el teleférico avanza con un intranquilizador
cla-cla-cla-cla, a medida que la cremallera se va cerrando bajo nuestros pies. El
conductor me mira, y yo le pregunto con descaro si el sistema es seguro. Él
asiente, y tomando un micrófono, comienza a dar una charla sobre la velocidad,
la pendiente, la historia,... su inglés es tan bueno como el mío, así que me pierdo
a las pocas frases. Giro la cabeza, y a unos mil setecientos metros de altura, me
encuentro con una casa a la izquierda. Hay un prado que se pierde en los árboles
y en la bruma, vacas pastando como si la pendiente no fuese con ellas, y un par
de granjeros recogiendo paja húmeda. El conductor y él se saludan. El teleférico
entra entonces en un largo túnel, y para cuando sale, todo está cubierto de una
densa niebla, que por momentos deja ver la pendiente, las rocas a los pies de la
vía por donde el teleférico sube, afiladas como las mandíbulas de un tiburón. El
césped, cascotes de glaciar desperdigados pro doquier, y un silencio abrumador
que ni siquiera el teleférico es capaz de romper. Vamos pasando marcas de
altura, hasta que entre la bruma me parece ver la estación de llegada.
Me bajo sobrecogido por la idea de encontrarme a casi dos mil metros de altura.
Paso de largo por la tienda de souvenirs, y me choca encontrarme con un bloque
de edificios al estilo hotel en la playa, pero a esa altura y rompiendo la paz. Hay
obras y obreros con casco y grúas y materiales de construcción. No lo entiendo,
pero sigo adelante, paseando. La niebla lo cubre casi todo, y bien podría estar a
dos mil como a veinte mil metros. Encuentro las escaleras a la cima, y voy
subiéndolas como una cabra, protegido y sintiéndome invencible por mis botas
de montaña.
Las paredes de roca a un lado, una baranda de madera húmeda a la izquierda,
subo y subo hasta que encuentro la cima y corono los 2132 metros del Monte
Pilatus. En la cima, un rectángulo rodeado de muro con una estructura metálica
piramidal y hueca en el centro, no hay nadie, y me siento en un banco de madera
al pie de la pirámide. Alrededor, arrecia un aire frío y la niebla despeja por
momentos otras cumbres. Me acerco a los paneles y leo los nombres de las
montañas que me rodean. Cualquiera podría pensar que me siento un poco
decepcionado, o frustrado, por no poder admirar las vistas desde allí, pero estoy
359
emocionado. Resollando por el esfuerzo de subir, y sólo, absolutamente sólo en
los Alpes, noto que acaricio algo. Me siento en el banco, y como algo, mientras
van subiendo más como yo, que tras un minuto se bajan decepcionados por la
niebla. Hay paz, y yo me siento en paz. Mi triste sandwich llama la atención de
una chova piquigualda.
Luego aparecen otras dos, primero en el muro, y luego acercándose a mí a
medida que les tiro trozos del borde del sandwich. La corteza jamás llega a tocar
el suelo, la atrapan con su pico naranja curvado en un ejercicio en el que resultan
infalibles. Las tres chovas juegan a mi alrededor, sin miedo alguno. Llegan unos
mejicanos, y me piden que les haga una foto, y se la hago y ellos me hacen una a
mí. Es la primera vez que estoy por encima de los dos mil metros, y aunque no
tendría porque ser extraño, lo es. Y aunque las cimas de mi alrededor, algunas
más elevadas, no son visibles, el esplendor de los Alpes lo inunda todo, y creo
que ahora mismo SÉ muchas más cosas de las que sabía antes de subir.
Los mejicanos desaparecen con un bye, y yo me siento de nuevo y saco el
segundo sandwich y las chovas reaparecen. Han estado afilándose el pico contra
la roca, de ahí su forma, y ahora empiezo a jugar con ellos, dándoles comida,
retándolos a acercarse cada vez más a mí hasta que el más osado llega a
comerme de la mano. Luego les tiro trocitos de galleta. Cuando el pedazo es
muy grande, lo toman con una pata y lo parten contra el suelo, rápidamente para
que ninguna otra chova se lo robe. Hay algo de estúpido en la escena, y no sé si
es por mi parte o por la suya.
Me quedo un rato más en la cima, recogiendo flores silvestres, aunque una parte
de mí mismo me dice que no lo haga, y finalmente bajo las escaleras.
Me siento cada vez mejor. Hablar con desconocidos, comparta el idioma o no
con ellos es algo indescriptible, como descubrir algo que había estado oculto
durante mucho tiempo. No sé si es cuestión de relajación, o de necesidad social,
o de conocimiento, o de qué, pero no me importa.
Vuelvo a encontrarme con el cubano y su familia en la cola para tomar el
teleférico, y charlamos un rato. La niña duerme en el carrito, y la mujer está en
la tienda de souvenirs. Tiene ganas de hablar y yo le tiro de la lengua. Resulta
ser (si dijo la verdad, y no tengo razón para creer lo contrario) una especie de
banquero que trabaja a medias entre Miami y Amsterdam, en donde pasa largas
temporadas. Me habla de que le gusta la televisión española (Tve1), que le
encanta Aguila Roja y el Barça, y que está intentando conseguir la nacionalidad
española para poder instalarse más de cuatro meses en Miami (su abuelo resulta
ser español, asturiano, y su abuela italiana). Para cuando llega la mujer, ya está
hablando demasiado, llamando a la hermandad entre hispanohablantes, y a un
montón de cosas que empiezan a aburrirme. Afortunadamente, el teleférico llega
un instante después, y ellos deciden esperar al siguiente. Nos despedimos
deseándonos suerte, y yo me subo al teleférico un poco aliviado.
360
A mi lado se sientan cinco ancianos catalanes, y dos muchachos suizos un tanto
maleducados. Los jubilados aprovechan la brecha idiomática para criticarlos y
reírse a su costa, y yo no digo nada para sentir una complicidad oculta. Aunque
finalmente, el que se sienta ante mí me mira con los ojos entornados, y me dice.
Tú lo entiendes todo, ¿no?
Yo asiento y le digo que soy gallego, y ellos empiezan a interrogarme y a
hablarme de Santiago como si yo no supiese nada. Forman una gran familia de
médicos, y celebran el cincuenta aniversario de su licenciatura, allá por tiempos
de Franco. Parecen tan felices que eso me realimenta, y me río con ellos
mientras devoramos metros hacia el lago, luego me hablan de lo pesada que
parece ser mi cámara, y de la vida en general. Las vacas mugen por todas partes,
visibles u ocultas entre los árboles, y un rato más tarde se despiden de mí
estrechándome la mano y me desean suerte y yo se la deseo a ellos.
Me voy al embarcadero, donde los juncos se mecen mansamente al viento. El
ferry debe estar a punto de llegar. Luego, pasará otra hora y media antes de que
esté de nuevo en Luzern, y otra hora hasta llegar a Bern. En cualquier otro
momento de mi vida la espera se me haría insoportable, pero ahora mismo no
me importa. El movimiento, la emoción, la alegría inconsciente, todo parece
arrastrar el tedio y dejarlo hundido en el fondo del lago, con los sedimentos. No
tengo prisa. Es sorprendente, pero no tengo prisa.
El embarcadero, solitario, casi está carcomido por las pequeñas olas, un pelotón
de musgo y algas asciende por sus pilares. Siento un potente latido en mi pecho,
y por primera vez en mucho tiempo, reflexiono que quizá este latido no sea algo
negativo. Que quizá es que rozo lo trascendental, el conocimiento absoluto de
todo lo que me rodea en un momento preciso. Aunque sólo sea un instante.
Suena Sigur Rós en mi cabeza.
DÍA 4 (8 de junio de 2010) (Bern – Zurich – Schaffhausen – Zurich – Basel –
Bern)
Atravieso Bern admirando una vez más su vacío, el día que nace y la luz
erguiéndose por detrás de las casas, iluminando unas calles de adoquines
humedecidas. No me cruzo a nadie hasta que cruzo el puente sobre el río Aar, y
luego no hay más que algún camarero que baldea el suelo donde un par de horas
más tarde alzará la terraza, o madrugadores que esperan el tranvía o el bus. Bajo
la Torre del Reloj no hay nadie haciendo fotos, y en la doble plaza que hay
después, los comerciantes del mercado descargan cajas llenas de fruta, flores,
menaje,... Percibo un aroma a calor en el aire fresco que me recuerda que hoy
será un día caluroso. El cielo está despejado, aunque en las noticias hayan
anunciado lluvias para la tarde. Ahora, presintiendo el bochorno, soy casi
incapaz de creerlo.
361
Será un día largo. Manolo García tiñe la mañana de melancolía y esperanza, y
un aquel sureño en el deje de su voz. Haciendo cálculos ayer por la noche, en la
oscuridad y sobre mi ruidosa cama hinchable, sumé cinco o seis horas en
transportes. Lo hacía únicamente para sobreponerme a la sensación de estar
durmiendo en un lugar nuevo, esa molesta sensación que te quita sueño y te
regala cansancio. ¡Cinco horas! Me repito, como ayer a medianoche, que no hay
victorias épicas sin un poco de dolor. Ahora, paso por la parada de los tranvías y
enfilo hacia la Banhoff de Bern. Son las seis y cinco minutos de la mañana, y la
estación vive inflamada en pasajeros. Alcanzo mi andén, y mi sección, y me
siento en un banco. La gente a mi alrededor espera el tren a Luzern. Hay
ejecutivos con traje y gabardina y maletín de cuero negro y un pelo
perfectamente engominado y unas gafas finas. Miran al frente sin mirar, viven
dentro de un universo laboral del que parecen no poder escapar. También hay
estudiantes, con sus mochilas, jubilados que llevan de la mano a niños pequeños.
Lo que menos veo son turistas. Algún que otro asiático en la sección de primera
clase, demasiado lejos para que los pueda mirar con mi lupa sociológica.
Además, tengo algo de sueño. En el oído, Manolo sigue con sus canciones,
ahora me canta que Cuando tú no estás, las mañanas se tiñen de canciones
tristes, pero yo me remito a otra canción suya, y alego que nunca el tiempo es
perdido.
Compruebo los teléfonos de mi anfitrión, apuntados en las hojas de esta agenda,
como ancla salvavidas si algo no va bien (ahora mismo no puedo imaginar el
qué no podría ir bien). Me convenzo a mí mismo de que hoy será un día mejor
que el anterior, y mientras lo hago el tren a Luzern llega y hay gente que baja y
gente que sube, y en cuanto me doy cuenta, las vías están de nuevo vacías y
llega más gente al andén. Un niño tira un chicle al suelo, y lo pisa una mujer
despistada que parece buscar a alguien.
Despistado, compruebo qué hora es. Miro la hora pero ni la asimilo. Vuelo a otro
lugar, otro recuerdo de un pasado olvidado aunque reciente. Llevo el brazo fuera
del coche, bailando con el aire caliente. Un cielo azul límpido, mis gafas de Sol,
risas y acantilados, y un hormigueo sucedáneo en mi estómago. Nos paramos en
una playa, una playa donde se toca la lira y otros instrumentos descartados en
tiempos modernos. Miramos el horizonte de una playa que se tiñe de violeta,
vemos el fin del mundo, tan cerca que casi lo podemos tocar con las manos, que
casi podemos tirarnos y caer por el borde de la tierra conocida. Es aquel nuestro
objetivo, el fin de la Tierra. Horas más tarde, tras ir y volver del fin,
escucharemos a unos catalanes cantarle a la muerte y la vida en el enésimo
concierto capitOlino.
Casualidades del destino, tras volver de la excursión mental compruebo de
nuevo la hora y descubro que podré tomar el tren anterior a Schaffhaussen. Todo
gracias a la arquetípica puntualidad suiza (uno de los primeros tópicos que
362
compruebo que se cumplen puntualmente). Estoy semi-dormido, y mientras me
apoyo en el cristal iluminado por el Sol de amanecer, medito en que se admira la
tierra extraña, se desea por momentos cambiarla por la tuya propia. Pero sólo
hay una tierra en la que uno ha nacido. Se pueden disfrutar mil y un lugares, se
puede vivir en cualquier lugar, se puede rozar la felicidad aquí y allá. Pero sólo
nacemos en un sitio.
Me quedo dormido, y despierto al llegar a Zurich. Desde la capital económica de
Suiza, el tren corre hacia el este (ost), como si quisiese llegar al reino del oeste, a
Austria. Reflexiono en mis recientes dificultades para escribir ciencia-ficción.
¿Y si ya no soy capaz de hacerlo porque no creo en la ciencia del mismo modo?
Puede que la vulgaridad de la ciencia actual me haya desanimado, y quizá es eso
lo que le ocurre a la ciencia-ficción, cuyo agotamiento es más que evidente.
Decidido a seguir pensando en el tema hasta llegar a Schaffhaussen, pero algo
me interrumpe. En el vagón ha irrumpido una bulliciosa manada de niños en
excursión de fin de curso. La mitad de ellos son nórdicos, o al menos nórdicos
en el sentido de que son rubios, de piel pálida y altos. Sus ojos azules rebuscan
alrededor como los de cualquier chaval, y en alguno que otro, el calor del vagón
ha enrojecido sus mejillas. Pero también hay hindúes y/o pakistaníes, negros,
asiáticos, tailandeses, etcétera. Como si se tratase de una representación de todos
los niños del mundo, se quedan parados en el pasillo del vagón esperando a que
el tren se pare. La próxima parada es Bülach. Yo estoy escribiendo y ellos me
miran con miradas huidizas y llenas de vergÜenza. No sé si porque estoy
escribiendo o a causa de mis grandes cascos verdes. Uno de ellos, un chiquillo
pequeño y escuálido, muy moreno, me mira y no retira la mirada, me la
mantiene con un descaro que hace que sea yo el que la baje primero.
El tren se detiene en Bülach, y los niños empiezan a desaparecer. En el pueblo,
que parece despertarse, no parece haber gran cosa. Un par de fábricas, y una
extensión de casas y parques y jardines que no puedo valorar desde el tren. Los
niños se quedan en el andén, y el tren avanza hacia Schaffhausen. Me pregunto
si las cascadas del Rhein (el Rín) en Neuhausen son tan espectaculares como he
leído. Como para reafirmar la incógnita, cruzamos el lecho de un río, y me digo
que quizá sea el Rhein. Internamente, espero no acabar diciendo que la cascada
de mi pueblo es mejor.
A medida que el tren avanza, el Sol se eleva a la derecha del tren. El paisaje se
vuelve un tanto monótono. El valle es tan amplio que parece una llanura,
recubierta de cultivos, frutales, casas de campo aquí y allá, pocos pueblos,
alguna que otra factoría, los prados están recubiertos de centenares de amapolas.
Pasamos por un lugar llamado Rafz, y luego entra en el vagón el revisor, un
hombre simpático y alegre con un exceso de amabilidad casi empalagoso (lleva
un bigote que me recuerda a Flanders). Me pregunto para cuándo revisores así
en RENFE, pero me doy cuenta de que empieza a ser un tema recurrente y que
363
no volveré a pensar en ello.
Me adormezco.
El tren deja atrás Neuhaussen and Rheinfall (no tiene parada), y se detiene en
Schaffhausen. Tenía dudas acerca de las cataratas del Rhein, pero se ve que eran
dudas no fundamentadas. El tren discurre por la vera de uno de los grandes ríos
europeos, y luego desaparece al entrar en Schaffhausen. Te muestra la cascada
antes de alejarte de ella, pero da tiempo a ver como el río cae entre rocas como
un dios que furioso estuviese vomitando su ira. La espuma flota en el aire, y los
torrentes de agua turbulenta intentan echar abajo dos peñascos que, repletos de
vegetación, resisten como bastiones en medio de la cascada.
Unos minutos después, el tren me deja tirado en la amplia estación de
Schaffhausen, y rebusco en los paneles informativos un bus que me lleve a
Neuhaussen. La fugaz imagen de las cascadas me ha prendido. Escucho un
alemán de tonos diferentes al de Bern, y al subirme a un bus con cierta
incertidumbre, y preguntar al conductor, este me responde dubitativo en un
inglés más limitado todavía que el mío. Esta duda del hombre no se transmite en
su forma de conducir, directa, rápida, y que transcurre lejos de las orillas del
Rhein, por urbanizaciones (preciosas casitas metidas entre los árboles, y luego
penetra en Neuhaussen, que está lleno de obras, camiones, grúas, ruido, etcétera.
Me bajo cuando creo que debo bajarme, aunque el conductor no me dice nada
como me había prometido, y vago por un par de calles antes de darme cuenta de
que si quiero llegar al río solamente debo bajar.
De algún modo, encuentro la manera, y al pasar unos árboles, me encuentro en
un alto y desde allí veo el Rhein hacia la cascada, la cascada y el meandro que
hay después y en el que las aguas turbulentas se revuelven unas con otras a los
pies de un edificio antiguo que parece servir de mirador. En una de las orillas al
lado de las cascadas, el terreno se eleva y en lo alto parece haber una especie de
fortaleza, o castillo, o algo así. Desciendo por un camino donde una pareja se
está haciendo una foto con las cascadas detrás, a lo lejos, y les ayudo a hacerse
una buena foto. El hazme una foto/te hago una foto empieza a ser como un santo
y seña entre turistas. Mientras camino y mis pasos se quedan atrás dejando
huellas invisibles, pienso en que Alemania está a un tiro de piedra. Ahora mismo
no puedo ver la influencia germánica ni siquiera en el idioma, suave como jamás
me lo había imaginado. La única influencia clara son los carteles de carretera
que indican direcciones como Stuttgart, Turingia, y demás. Vagabundeo un rato
por la orilla norte del río, a pie de las aguas. A lo lejos, la cascada es una
orquesta que retumba por todas partes. Partículas de agua en suspensión inundan
el aire, mi pelo se moja y empieza a brillar, y el de otros turistas (pocos, es
364
temprano), también. A mi derecha, en el recodo del río, el mirador está lleno de
gente. Veo como se suben a una barcaza amarilla, y estupefacto, sigo con la
mirada la barcaza, mientras esta avanza entre las aguas con firmeza y decidida
oposición a las olas. Durante un momento no sé a dónde va, luego descubro que
en uno de los peñascos que están en medio de la cascada tiene un exiguo
embarcadero, y que desde la base sube una retahíla de escalones de cemento,
hasta la cima del peñasco. La barcaza se detiene allí en precario equilibrio. Una
parte de mí, la parte morbosa, está deseando que la barcaza vuelque. Pero no lo
hace, deja a sus pasajeros y vuelve al mirador. La manada de turistas, ataviada
con chubasqueros de colores, sube por las escaleras de cemento hasta la cumbre
del peñasco, y allí se quedan un buen rato. Por un momento, también yo desearía
estar allí, ver la cascada justo desde lo alto, ver la destrucción de un fenómeno
natural que, como muchos otros, da miedo por su violencia. Ese miedo no es un
miedo a la destrucción, no es un miedo visceral, es un medio atávico, el tipo de
miedo que el ser humano ha aprendido durante siglos y milenios a base de
enfrentarse con la naturaleza y de haber perdido siempre.
Avanzo por esa orilla hacia la cascada. El camino está hecho de cemento y sobre
el cemento crece musgo y líquen. El rumor de las aguas cayendo empieza a
resultarme imperceptible, imbuido como estoy en un lugar diferente y en el que
el aire vibra de un modo mágico. A un lado, paso junto a un antiguo molino de
piedra, en cuyo exterior todavía resiste una rueda dentada hecha de madera casi
negra. El camino bordea y escala por las rocas hasta sobrepasar la altura de la
cascada. Desde arriba, en un saliente del camino, observo las aguas en el
instante antes de que se precipiten hacia el fondo de la cascada. Allí donde las
aguas se vuelven turbulentas, descubro una vara de metal negro en cuyo alto se
marca una fecha (1880). Durante unos segundos me pregunto quien ha tenido la
poca prudencia de ir hasta allí a colocarla.
Sigo caminando. Más arriba en el curso del río, hay un puente que lo cruza y
sobre el cual transita el tren. Me equivoco un par de veces antes de dar con el
acceso, pues no está precisamente bien señalado, y cuando lo está, es en alemán,
un idioma al que ya me he acostumbrado a oír pero que sigo sin comprender. Es
tan exótico como hace unos días. Tras encontrar la manera, corro como un
imbécil por la acera del puente.
Un tren pasa a mi lado destruyendo el aire incluso por encima del rebumbio de
la cascada, y desaparece en un túnel que se hunde bajo la fortaleza de la otra
orilla, mi objetivo. Al pasar el puente vuelvo a subir las pendientes rodeado de
árboles, con las gotitas de agua omnipresentes en el aire. Por el camino, intento
365
entrar en una sección donde hay un mirador maravilloso de las cascadas, justo
en el punto contrario a donde las miré por primera vez. Descubro contrariado
que cobran casi diez euros por acceder, y un poco frustrado doy vueltas por los
caminos solitarios, entre el bosque. Al principio me pierdo y voy a parar a un
pequeño apeadero de tren, donde dos japonesas parecen tener el mismo
problema que yo. Doy media vuelta y trato de colarme por una de esas entradas
parecidas a las del metro. Y no sólo trato, sino que lo consigo, y camino
satisfecho de mí mismo y de mi audacia, viendo como una columna de material
acastañado oculta un ascensor que sube hasta la fortaleza, unos cuarenta o
cincuenta metros más arriba. Pero al pasar una curva, descubro que el camino
está cortado por una valla cerrada desde el interior, y decepcionado regreso
sobre mis pasos y subo hasta la fortaleza por otro camino. No es un paseo en
vano, puesto que de camino descubro un muro de piedra gastado y cubierto de
hierba que encierra lápidas antiguas, alguna del 1800 y anteriores. Las fotografío
sabiendo que le robo parte del alma a los muertos, y trato de imaginarme las
vidas que un día ocuparon los cadáveres ya desaparecidos. Aquel hogar de los
muertos parece un aviso calculado, algo dicho en un día bello y soleado para que
los moradores felices de la vida perciban que algún día sus cuerpos serán
también pasto de las bacterias. Sigo hacia arriba, en donde la fortaleza resulta ser
una especie de castillo, también cerrado. Entro en un achatado edificio
adyacente, la tienda de souvenirs, para refrescarme y escapar del calor que ya
empieza a ser asfixiante. Fabrico con una máquina una chapa alargada a partir
de una moneda de veinte céntimos de franco, y esto me ha costado otros dos
francos y no sé qué pensar acerca de lo que acabo de hacer. Luego compro
también una postal.
Imposibilitado de la vista de la cascada desde esa orilla, decido volver a
Neuhaussen por una ruta diferente a la original, siguiendo el curso río arriba, por
un bello paseo donde nadie pasea.
El río parece avanzar tranquilo sin presagiar lo que ocurrirá a unos centenares de
metros. Me relajo a orillas del río, olvidándome que no he podido disfrutar de
una de las vistas. Un rato más tarde, extrañado, trato de encontrar el pueblo por
el simple procedimiento de caminar hacia arriba. Unos diez minutos más tarde,
estoy en el centro de un polígono industrial, rodeado de camiones y coches, de
chapas de metal y logotipos, de trabajadores con mono que miran extrañados a
un tipo con cascos verdes y una cámara y una mochila y pinta un tanto
despistada. No me atrevo a preguntarle a nadie, mi orgullo me lo prohibe, y me
digo que caminaré hasta que alguien me detenga o encuentre el pueblo. Distingo
la única empresa que conozco, Siemens, y un rato más tarde atravieso lo que
parece el patio de una factoría sucia y antigua, y emerjo de nuevo al centro de
Neuhaussen, no muy lejos de donde el bus me había dejado un rato antes. Sonrío
366
mientras me siento en la parada, satisfecho de mi mismo, y veo como una
anciana retira dinero en una Die Post. Su color amarillo me recuerda a Correos.
El bus llega, y me subo.
Ya en Schaffhausen, me decido a caminar por el pueblo sin mucho entusiasmo,
con la firme impresión de que no puede ofrecerme nada mejor que las cataratas
del Rhein. Así, tomo uno de esos panfletos que reparten en todas las estaciones,
con rutas pre-diseñadas para que los turistas veamos lo turísticamente
importante, y que más bien creo que están diseñadas para que no veamos lo
demás. Paseo por una calle central, peatonal y adoquinada. A ambos lados, se
elevan lustrosos edificios con fachadas renacentistas, con dos o tres siglos de
antigüedad. Hay un montón de gente por todas partes, tiendas abiertas, un
mercado de flores y en un puesto veo fósiles y cuernos suizos, y en otro frutas y
hortalizas. Una tienda ecológica ofrece un menú que pretende ser barato por
treinta euros, y yo camino observando las banderas de todos los cantones suizos,
alzadas en los edificios y ondeando levemente por la brisa queda y calurosa.
Solamente distingo la del catón bernés, una especie de bandera española
inclinada y con un oso negro sobre el amarillo.
Al terminar la calle, veo en el mapa un edificio con forma de plaza de toros y
llamado Munot. Sea lo que sea, decido ir hacia allí. El volumen de gente baja,
aparece una carretera general, y los edificios pasan de sublimes a habituales.
Siguiendo la ruta del mapa, me meto entre casas, rozando los parapetos de las
terrazas, y sintiéndome un tanto intruso emerjo metros más arriba y veo una
larga pendiente de escalones, rodeada de viñas. Subo hipnotizado tras adelantar
a un trío de jubiladas, hipnotizado por aquellas cepas que nudosas emergen de
un suelo removido y amarillento. Hay cientos, miles, en un lugar en donde no
habría esperado encontrarme con algo así. Tierra de vinos en Suiza. Arriba, ya
veo el munot. Una mole inmensa, impresionante con Schaffhausen y el Rhein a
sus pies, sin que ningún edificio que haga sombra. Accedo por un lateral donde
una pequeña puerta está abierta, donde nadie vigila, y un cartel indica algo en
rojo, algo importante, pero como está en alemán no puedo entenderlo y decido
entrar igualmente, sintiéndome intrépido y algo ladrón. Creía estar librándome
de pagar, pero más tarde descubriré que no era así. El interior es sobrecogedor.
Tras un pequeño hall circular, de donde sube una pendiente de caracol, camino y
entro en un enorme espacio vacío y oscuro, con columnas que no son más que el
propio techo curvándose hasta entrar en contacto con el suelo. En el techo de
metros más arriba, unos agujeros circulares cubiertos de reja negra empujan una
luz platina hacia el suelo lleno de grava. El silencio es casi absoluto, sólo se
rompe por mis pasos asustados sobre el suelo. Durante unos segundos, me
pregunto qué demonios es este edificio, pero al cabo de un rato de vagar por ese
silencio y esa oscuridad, de hacer fotos sintiendo que rompo algo, descubro que
367
no es más que un edificio defensivo, y al ocurrírseme mi imaginación se dispara
y me imagino a una marabunta de ancianos y mujeres y niños y niñas apretados
allí dentro, temblando de miedo mientras el enemigo ataca su pueblo y los
hombres defienden sus tierras.
Al subir por la pendiente de caracol, llego a la superficie del munot, un suelo
plano donde hay mesas de plástico para merendar, y un par de tiendas de
souvenirs. Intento seguir subiendo a lo que podría definirse como torre del
homenaje, y cuando estoy a punto de conseguirlo un hombre me está
persiguiendo y me dice algo en alemán, y al mirarle con cara de no entiendo
nada me dice en un inglés correcto pero desagradable que no puedo estar allí,
que baje, por favor. Le hago caso, no me queda remedio, y junto a las mesas
observo una panorámica de Schaffhausen, un par de iglesias de picudas torres,
los típicos tejados suizos, el Rhein más allá, las cascadas apenas perceptibles
más que por una débil neblina que es el agua eferscente. Vuelvo a sótano del
munot, atraído por la sensación vivida minutos antes, la soledad y el silencio, y
de nuevo entre las columnas, descubro lo que parece un antiguo bebedero de
piedra para caballos, que han rellenado de gravilla y recubierto con una reja de
metal plateado. Alguien entra haciendo ruido y hablando por el móvil, y desde el
suelo en donde me había puesto para hacer una foto, le miro con odio. Habla en
francés, y está despistado. Cuelga el teléfono y me mira, y yo me adelanto y le
digo que la salida está a la izquierda. Él me lo agradece y desaparece.
368
Y yo, un rato más tarde, abandono aquel lugar estremecedor y me subo al tren y
vuelvo a Zurich.
En el camino, y no mucho más tarde de haber salido de Schaffhaussen, tiene
lugar un episodio entre divertido y siniestro. Al parecer, el tren que va de
Schaffhaussen a Zurich atraviesa terreno alemán durante unos kilómetros, y
dado que es un lugar donde se produce contrabando y por donde los inmigrantes
ilegales entran en Suiza, existe una Guardia de Frontera. En esto que entran en
mi vagón, y sin mediar palabra, uno de ellos lo atraviesa hasta llegar a mí. Es
pelirrojo, y un rostro contrariado. Me pide la documentación, y yo saco mi
cartera y le extiendo el DNI. Él parece ver algo en la cartera, y me exige el otro
carnet. Yo miro y descubro asomando el carnet de conducir. Se lo tiendo, y el
guardia empieza a mirarlos con empeño. Primero, comprueba durante un par de
minutos que los nombres y números que deben coincidir coincidan, y luego, ni
harto ni perezoso, y para mi sorpresa, se saca de una funda del cinto una lupa.
¡Una lupa! Y armado con ella empeiza a examinar de cerca los dos carnets. Miro
hacia la ventana para no reírme en su cara, pero en el fondo no puedo evitar
preguntarme qué haré si deciden detenerme. ¿Alegar que soy ciudadano
europeo, es más, ciudadano español? Me dirijo a él y le indico que uno es el
carnet de identificación, y el otro el permiso de conducir, y él dice ya ya, de esa
forma que tienen los suizos de decir que sí, pero no levanta la mirada de los
carnét.s es más, tras un par de minutos, avisa a sus dos compañeros, que
hablaban tranquilamente en el otro extremo del vagón, y estos se acercan y los
tres juntos examinan los carnets. Aguantar la risa empieza a resultarme difícil,
pero al fin comprendo lo que está ocurriendo, cuando el que parece ser el jefe de
los tres toma los dos carnets y empeiza a tocarlos, y a explicarle a los otros dos
el diferente ruido que hacen al golpearlos, su textura, etc etc. Obviamente, el
permiso de conducir está fabricado con un material al que no están
acostumbrados del todo. Al terminar, el jefe me tiende los carnets y me dice
gracias, y los tres se van. No sin antes, el simpático guardia de frontera que me
había identificado como sospechoso entre todos los demás del vagón, me
murmura un grrrrrrasias, y luego me pregunta a modo de despedida si la mochila
que está a mis pies es mía.
Al irse, estallo a reír.
13:20, Zurich Banhoff. Sentado en el cemento, en la hora de más calor del día,
espero pacientemente la llegada del tren que me llevará a Basel (será ya mi
cuarta hora de tren). No espero gran cosa de esa ciudad, pero por el momento
solo pienso en las personas que caminan por el andén, también esperando. A un
lado, la estación se vuelve oscura como una cueva, y al otro, un mar de cables y
columnas lo cubren todo. Hay decenas de vías. Los rostros pasan por mis ojos, y
tengo la firme impresión de que los recordaré para siempre, pero no es así.
Pasarán los días y esas caras desaparecerán de mi memoria, se irán. Y eso me
369
resulta curioso, porque justo en este momento son absolutamente reales, tienen
una porción gigantesca de protagonismo en mi vida, en mi realidad. Que luego
serán convertidos en un fragmentos de recuerdos me resulta casi insoportable.
Una anciana de pelo blanco y falda negra y piernas torcidas camina por el andén
con energía y los brazos cruzados, y pasa mi lado mirándome y sigue
caminando, y luego da vuelta y vuelve sobre sus pasos, y para mi su rostro
enmarcado de arrugas y con gafas y los dientes muy blancos y un tic, y el pelo
blanco y rizado, para mí esta mujer es muy real.
El tren llega, yo me subo, Basel me espera.
Pero en el tren sigo con el tema de los rostros y del olvido y demás. Gente que
va y viene, palabras amables, eh, me puedes hacer una foto, y tú se la haces y
ellos te la hacen, y todos sonreímos, porque estamos de viaje y no hay nada
mejor que estar de viaje, y parecen reales pero ahora ha pasado medio segundo y
casi no me acuerdo de ellos. El tiempo se los traga.
Me duermo viendo praderas llenas de amapolas y mientras el cielo se cubre y se
encapota. El tren parece correr hacia Alemania.
En Basel paso solamente tres horas. La ciudad me da impresión de sucia y
caótica. Los bellos edificios suizos están sustituidos por bloques de edificios que
me recuerdan por alguna razón a Alemania, aunque no haya estado, a esa forma
de construir típica de los comunistas con escasez de detalles y funcionalidad a
raudales. Dicen que Basel es la ciudad de los museos, pero yo me he propuesto
no entrar en ninguno, y la ciudad me resulta un tanto aburrida. El cielo está
encapotado y el bochorno es horrible, tanto que estoy deseando que comience a
llover. La catedral, de un tono entre naranja y rojizo feo está recubierta de
370
andamios y nada de su belleza está a la vista. Me paro en un parque y como un
par de naranjas, y este es el lugar de Basel que más me gusta, con los árboles
dejando caer hojas, universitarios trasnochados tirados en el césped, parejas de
jubilados charlando, gente en bicicleta. Más tarde, en medio de la ciudad, casi
atropellado por coches que conducen de un modo diabólico, de tranvías
temerarios y calles confusas, me abotarga el bullicio y las tiendas caras
rodeándome por doquier. Encuentro un bar de tapas español, un rastro de piezas
de cobre, cuestas y llego a un puente sobre el río Rhein, aquí encauzado y
amplio y de un tono mucho más sucio. Paseo por el puente planteándome si
merece la pena o no cruzarlo y descubrir una zona de la ciudad llena de edificios
modernos, pues Basel es una cuna de arquitectura, pero finalmente no me
apetece. El Rhein parece solamente un triste reflejo del que he visto hace sólo
unas horas, y esto me desanima para seguir. La ciudad repleta de obras por todas
partes empieza a resultarme insoportable, así que decido volver a la estación y
regresar a Bern. Por el camino, me pierdo. La profusión de calles me
desconcierta, tomo desvíos equivocados, y termino junto a una especie de puerta
de la ciudad, antigua, elevada en medio de una rotonda y que parece recordar
con tristeza días mucho más gloriosos. Encauzo mi camino pero vuelvo a
perderme en un lugar lleno de rotondas y pasos a nivel, puentes y dobles
carriles, sin semáforos ni pasos de cebra, en donde cruzar es una ruleta rusa en
donde en lugar de balas hay coches, bicicletas, trolebuses, autobuses, etc. Los
aviones del aeropuerto internacional atronan sobre mí, y llego a una larga calle
llena de edificios industriales en ruinas, con algún que otro yonki tirado en los
portales. Empieza a llover. Bloques de edificios se elevan a mi alrededor. Una
mujer muy gorda embutida en unos pantalones de talla mucho menor a la que
necesita se cruza conmigo mascando chicle, y por instante creo que me va a
preguntar si quiero...
Finalmente descubro un edifico que me parece vagamente familiar, y camino
hacia él atravesando muchos carriles, como para no perder el ancla. Hay un
coche que me pita, y una bicicleta que frena para no llevarme por delante, y yo
bufo porque estoy cansado de esa estúpida ciudad industrial en donde grandes
farmacéuticas escupen fármacos al Rhein, y que me recuerda al Sheffield
industrial descrito en 'La vocación de Joe Burkinshaw'. Llego a la estación, y me
subo al primer tren que llega, con el instinto de que parará en Bern, aunque sin
saberlo a ciencia cierta. Una vez dentro, me olvido porque ya no hay marcha
atrás, el tren me llevará a donde me quiera llevar.
¿Qué haces aquí?, le pregunto a Eladio, ¿qué haces tú aquí y tus toneladas,
cantándome al oído? Salimos de Basel, aliviado, y con el paso de los primeros
kilómetros y al meternos en lo verde, recupero la Suiza que me gusta.
371
Mientras intento saber si el tren para o no en Bern, medito en que hay lugares de
los que uno espera mucho, y que normalmente suelen responder a las
espectativas. Hay otros lugares de los que no se espera nada y en cambio te
regalan mil y una sensaciones. Pero la mayoría de los lugares de los que no
esperamos nada no suele ser... nada. Y allí donde un lugar te desagrada, buscas
el amparo de los recuerdos y añoras la compañía de alguien que, con sus risas,
consuele la curiosidad decepcionada.
El tren para en Bern como cediendo a mis deseos, y en un clima más fresco y
donde la tormenta todavía no ha estallado, doy un paseo por la capital de Suiza
antes de regresar a casa de mi anfitrión, relajándome en la tienda de chocolates y
en la de deportes, ante los escaparates de navajas suizas y en una estrecha galería
de arte que está vacía.
Para cuando llego a casa, todo el sedimento que Basel había dejado en mi mente
se ha perdido, y me quedo sólo con las cataratas del Rhein y los largos prados
cubiertos de amapolas.
DÍA 5 (9 de junio de 2010) (Bern – Interlaken OST – Lauterbrunnen –
Grindelwald – Lauterbrunnen – Interalken OST – Thun – Bern)
El día no está del todo claro en Bern, al amanecer, pero tengo esperanzas de que
al menos no se cubra todavía más. Acostumbrado ya a la soledad de estas calles
en la mañana temprana, al acercarme al centro es como si todo volviese a la
vida, ardiese con la gente descargando camiones o corriendo al bus o al tren para
llegar a sus trabajos. La puntualidad de los transportes tiene la contrapartida de
que sabes que no te podrás aprovechar de un pequeño retraso para contrarrestar
tu desliz. Las fachadas de las casas me miran con descaro, los soportales
alumbran escaparates apagados y tiendas cerradas. Paso por una terraza, donde
un camarero va colocando las sillas, y me da los buenos días (Gutenmorgen), y
le respondo en alemán de nuevo sintiéndome intrépido.
Este será un gran día, me digo, mientras entro en la Banhofplatz (plaza de la
Estación) y veo ya una caótica marabunta de gente yendo de un lado a otro,
hormigas desordenadas en un hormiguero que ha sufrido un golpe de estado.
Este será un gran día, me repito. Si el clima lo permite, me meteré por fin en los
Alpes, exploraré un valle en torno al famoso Jungfraujoch y el glaciar de Alesch.
El precio y la incertidumbre del clima me vuelven prudente, y no subiré en el
tren alpino que alcanza mayor altitud. Los foros dicen que si el día no está
espectacularmente claro, las siete horas de recorrido se vuelven... deprimentes.
Así que creo que lo dejaré para otra vez. De todos modos, los Alpes no se irán a
ningún lado.
Ya en la estación, tomo uno de los periódicos gratuitos, y los ojeo sin entender
una sola palabra. El alemán escrito es una lengua casi jeroglífica para mí. Espero
un instante en el andén, observando la gente, y luego llega y mi tren y me subo.
372
El tren arranca y enfila al sur, hacia Interlaken. Durante un buen rato, atraviesa
el interior de un valle muy plano, lleno de árboles y cultivos y pequeños
pueblos, y tras pasar un túnel, el día límpido se transforma en una extensión de
verde cubierta de una espesa niebla. Llegamos a Thun y me parece un pueblo
fantasma, con las industrias brumosas por la densa capa de niebla blanca. En mis
oídos suenan las gymnopediés, y no sé si por su influencia o por pura
casualidad, al salir de Thun el Sol parece abrirse un poco en el cielo, iluminando
el alargado lago Thun. El tren atraviesa Spiez, y la niebla se escurre hacia Thun,
y yo empiezo a ver campos de amapolas cayendo hacia el lago de aguas muy
azules, cada vez más azules. En la orilla contraria, la niebla todavía abraza las
laderas verticales que caen hacia las aguas, se arremolinan en los neveros y los
peñascos, y cubren las aguas como si quisiesen mezclarse. Y el campo punteado
del rojo de las amapolas es como el vestido de una niña en una tarde de verano,
algo bello porque hay Sol y porque hay vida.
El tren alcanza Interlaken (ciudad entre lagos) en apenas cuarenta minutos, y a la
derecha del tren yo ya atisbo los Alpes (!). La bruma que cubría Thun ya no es
más que un mal recuerdo, y se extingue entre las calles de Interlaken, una ciudad
enclaustrada entre dos lagos, en una pequeña lengua de tierra plana. A un lado, el
lago Thun, al otro el lago Brienzer. El tren penetra en la ciudad y junto a un
pequeño canal que sirve de conexión entre los dos lagos, corre mientras yo miro
a la derecha, siempre a la derecha, donde se elevan los valles y las montañas, las
cumbres. Arriba, el Sol empieza a pegar con fuerza, escupiendo su luz sobre la
niebla y haciéndola menguar.
Nos paramos en Interlaken OST, y yo me bajo. El aire es frío, así que me pongo
la chaqueta. Me quito los cascos para estar bien atento. Quiero llegar a un lugar
llamado Lauterbrunnen. Entro en la estación y pregunto con descaro cómo
hacerlo. Sin esperar un segundo, me compro un ticket de ida y vuelta, y me subo
al tren junto con una veintena de japoneses. Y mientras no arranca, me
entretengo fotografiando una trío de japonesas un tanto histéricas que están en
diagonal a mí. Sus rostros son extraños, asiáticos, y como tal me parecen
exóticos aunque ya los haya visto mil veces por la calle y en la televisión. El
pelo tan recto y negro, y dos de ellas hablan sin parar en un idioma para mí tan
ininteligible como el alemán, pero la restante pierde su mirada más allá de la
ventana y probablemente más allá de nada que yo pueda ver. Porque se trata de
su realidad. Disimulo que hago pruebas con cámara y le hago una foto. Una foto
que cubre la contra-portada de este panfleto. Ella no se da cuenta, pero la
vergüenza me impide intentar hacerle otra.
Además, el tren arranca y empieza a huir de Interlaken, internándose entre dos
lomas verticales e impresionantes, en cuyo interior todavía habitan las sombras.
Tienen cientos de metros de altura, son muy verticales, no me canso de decirlo,
373
y bajo la ventanilla del tren (¡ventanilla!) y hago unas fotos bastante malas e
inútiles, pues más tarde podré tomarlas mucho mejor. Sin embargo, la vista es
sobrecogedora. Las lomas son como olas de roca que se precipitan hacia el
fondo del valle, y dan tal impresión de movimiento que parecen estar a punto de
caer sobre ti. A la derecha del tren, un torrente de aguas grises corre entre rocas
pálidas, turbulento, y en las orillas crecen abedules apretados unos contra otros,
bebiendo agua glaciar. A mi alrededor, todos dejan los folletos de información y
dejan de hablar, y se asoman por las ventanas. Es como si estuviésemos entrando
en un reino secreto, las puertas de un lugar en donde le temp transcurre de un
modo diferente. Dejo la música a un lado porque ya no tiene sentido, queda
muda ante esas moles de roca y verde.
El tren arriva en Lauterbrunnen como un fantasma lleno de espectros
impresionados. Ahora el valle se ha ensanchado ligeramente, pero junto al
pequeño pueblo las laderas no tardan en encresparse como un tsunami y subir
hacia el cielo. A lo lejos, veo las cumbres nevadas, muy nevadas, de cuatro mil
metros de altura, y una extensión irregular de casuchas perdidas entre prados
sombreados, siguiendo el curso del río que viene directamente del glaciar. Hacia
el sur, los Alpes en su pleno esplendor.
Salgo de la estación respirando un aire mucho más fresco que en Interlaken, y
sin saber muy bien qué hacer. Afortunadamente, la marea de turistas si parece
saberlo, y enfila por una de las dos calles del pueblo hacia los teleféricos. Les
sigo un poco despistado y sin dejar de observar las montañas. Son tan...
monumentales, esa es la palabra. Imposible de describir los picos ocultos por las
nubes, los neveros y las crestas, los recodos ocupados por glaciares, las praderas
alpinas,... y el verde abrasador que lastima la retina. En el interior del edificio de
donde nacen los funiculares hay un póster donde se informa de los precios y las
opciones. Desvío la atención del viaje al Jungfraujoch, por la sencilla razón de
que sigue siendo igual de caro que unas horas antes, cuando me lo había
planteado en el tren a Interlaken. Además, hay nubes en el cielo, demasiadas. Me
decido por la opción más económica. Me subo en el teleférico que está a punto
de salir. Es una habitáculo enorme en donde cabrían perfectamente tres o cuatro
docenas de personas, aunque sólo vamos quince. Las paredes del teleférico son
panorámicas, y mientras este arranca, a gran velocidad, puedo ver el cortafuegos
por donde sube, las gruesas columnas de sujeción, los sonidos casi inaudibles
del movimiento. Abajo va quedando Lauterbrunnen, ridículo a la sombra de las
montañas. Al otro lado del valle, cual reflejo especular, otro teleférico sube hasta
la primera cresta, a muchos metros de altura, donde descansa una aldea a la que
probablemente no se pueda acceder más que en teleférico o andando (Wengen).
374
Las casas son pequeñas y cubiertas de pizarra, y la hierba tan verde que sin duda
intuyo que Miyazaki estuvo aquí o en un lugar muy parecido para inspirarse en
Heidi.
El teleférico termina el recorrido suavemente introduciéndose en una especie de
hangar, y yo me bajo satisfecho de mi mismo, como si haber subido hasta allí ya
hubiese merecido la pena. Me bajo y observo el tren, un trencito de época que
parece sacado de una peli de vaqueros. Había pensado usarlo para viajar por
aquel lado de la ladera hasta un pueblo llamado Grindenwald, pero empiezo a
pensármelo cuando veo a un lado del camino las rutas de senderismo marcadas.
Tardo en decidirme apenas unos segundos. Me ato las botas, y observo a un lado
un cartel que proclama la altura a la que me encuentro (1584 metros). El viaje de
ida hasta el pueblo en cuestión son una hora y cuarenta minutos de ida, y otro
tanto de vuelta, y a sabiendas de que probablemente lo haga en menos tiempo,
decido aventurarme.
En cuanto quedan atrás los turistas, que se están subiendo tal cual corderitos al
tren, echo a andar por la ruta de gravilla. A mi izquierda, el valle cae en un
descenso escarpado y casi escalofriante. La vía de tren que conecta Grütschalp
con Mürren corre a mi lado internándose en el bosque. Pronto pasa el tren lleno
de turistas, sin ventanillas, y todos me saludan y yo les saludo, contento de estar
andando, de estar haciendo senderismo por los Alpes. Sé que es algo de lo que,
irremediablemente, me sentiré orgulloso durante mucho tiempo, incluso hasta
rallar el exceso de ego. Pronto llega el silencio. Veo las montañas y me parece
tenerlas tan cerca que a veces alargo mis dedos y intento rozarlas. La cámara se
bambolea sobre mi espalda, a veces, y otras permanece en mis manos mientras
la disparo una y otra vez, con la fatua ilusión de que podré captar realmente lo
que estoy viendo. Me cruzo con otros montañeros, y los saludo con un 'hallo'
(hola) que me hace sentir muy integrado. Esos saludos forman parte de una
antigua muestra de respeto que se ha perdido en la vida moderna, el de saludar a
cualquier persona con la que nos crucemos, y que todavía permanece en la
montaña y en las aldeas. El camino que sigo pasa a veces por largas praderas,
donde pastan vacas castañas y brillan decenas de miles de flores silvestres.
Otras, se interna en un bosque de coníferas, mayoría de abetos y algún que otro
pino. De las paredes cortadas caen decenas de pequeñas cascadas, el suelo está
cubierto de helechos y de musgo. En los arcenes del camino busco fósiles, pues
me han dicho que suelen encontrarse en los Alpes, que hace millones de años
estuvieron bajo las aguas de un mar primitivo, pero no los encuentro en ningún
momento. Al otro lado del valle, las montañas se elevan, pero la cima de la más
375
alta permanece oculta por una muralla de nubes, que desde el este choca con la
pared de roca, y se deslabaza primero, para luego remontar la cima, y caer al
otro lado como una cascada de nubes blancas y brillantes. El Sol quema, el aire
de la montaña arde, pero aquella nube parece no moverse jamás.
El paseo es vivificante. Todo lo que dejo atrás yace sin sentido en un ataúd,
como si el contacto con ese pedazo de tierra, con la hierba y las vacas, con las
personas con las que me cruzo, con las cimas, con el aire, la luz, todo eso me
estuviese llenando de energía. El sudor resbala por mi frente. El tren pasa de
vuelta un rato más tarde, su sonido gorjeante haciendo eco en la pared de en
frente. Mi reproductor de música está apagado porque lamentaría no oír los
sonidos que nacen del suelo como por arte de magia. Recojo flores silvestres
sintiéndome mal por hacerlo pero tranquilizado por saber que hay millones de
flores más, y las voy guardando en uno de los bolsillos de la mochila.
Una hora y cuarto más tarde, alcanzo Mürren, un poblado turístico con aires de
villa pija en donde se alzan hoteles de varias plantas y que desde el primer
momento en que los veo deseo que caigan hacia el fondo del valle por la afrenta
moral de su propia existencia. Sin embargo, el lugar ofrece unas vistas
absurdamente bellas. Hay un catalejo y gasto un valioso franco suizo en
observar de cerca las montañas durante un rato. Me siento al resguardo del Sol,
que chamusca mi piel, y me como un par de naranjas y luego unas galletas, y
descanso. Llegan unos japoneses, que me habían seguido durante un rato y creía
que se habían dado la vuelta. Me saludan como si me conociesen de toda la vida,
y yo les saludo a ellos. Deciden hacerse una foto todos juntos, y me ofrezco a
hacérsela. Su cámara es mucho mejor que la mía, no hay duda. Hecha la foto, se
la devuelvo, y el dueño de la cámara me pregunta si quiero una foto. No lo había
pensado hasta que lo dice, y acepto sin dudarlo. Ya me he hecho otras mucho
antes, a veces sólo, a veces pidiéndoselo a la gente, que es demasiado amable
como para renegar de pedirles nada. Estoy un rato más allí sentado, y luego
decido darme la vuelta. Más allá de Mürren el camino sigue girando hacia el
oeste y se pierde en rutas de nivel superior.
Al llegar de nuevo al teleférico, suspiro apesadumbrado por haber terminado la
ruta, y me lamento de no haber gastado el dinero en subir al Jungfraujoch. Es el
tipo de cosas que ocurren cuando uno no tiene mucho dinero y debe escoger
376
entre mil opciones en base a los divergentes comentarios que habitan la red. Sin
embargo, de haber subido al Jungfraujoch (lo sabría más tarde), me habría
encontrado con la muralla de nubes que veo tras las montañas desde la ladera
opuesta, y me habría pasado siete horas en un tren dentro de la niebla. Ni
Jungfraujoch ni el glaciar de Alesch. Ni siquiera llega a ser un fracaso, ni nada
por el estilo.
Esperando a que suba el teleférico, acaricio a un gran pastor alemán que va
atado a una pareja de suizos muy rubios y altos. El pastor parece eufórico tras su
paseo por las laderas, al menos tan eufórico como yo mismo, que intento huir de
la nostalgia por algo que todavía no ha terminado de transcurrir. El teleférico
llega y yo me subo. Al poco entra un japonés y me pide si puede sentarse en el
asiento de al lado. Yo le digo que sí, de nuevo sobrepasado por la amabilidad
que no es tan abundante allí de donde vengo, en donde a casi nadie se le ahbría
ocurrido preguntar por la sencilla razón de que es obvio que está vacío. El
hombre es escuálido, pequeño, con la cara hundida de arrugas, el pelo blanco, y
un atuendo de aventurero mezcla de Indiana Jones y Livingstone. Parece
inquieto en su asiento mientras comienza el descenso, y pronto me señala el
pantalón y me pregunta:
¿Eres fan?
Yo le miro sin saber qué decir, no sé a qué se refiere, pero luego me miro la
chapa del Che Guevara que lleva prendida en este pantalón corto muchos meses.
Se llama igual que yo, digo finalmente. Él me mira con incredulidad, y yo
concreto: Ernesto Che Guevara.
¿Eres sudamericano?
No, español.
Yo he estado en España. ¿De dónde?
Vivo en Santiago de Compostela. Él repite el nombre.
¿De Compostela?, pregunta. Yo asiento. He estado dos veces, responde.
Me siento cómodo hablando con él en inglés porque parece tener las mismas
dificultades que yo.
¿Has hecho el camino?, le pregunto. Él niega con la cabeza.
Lo haré el año que viene, si tengo fuerzas.
Pienso que parece más sano que yo.
Yo soy japonés, me dice él como si no fuera evidente, tras unos segundos de
silencio. Yo contraataco amparándome en mis conocimientos de geografía.
¿De dónde?
Vivo en la isla de Hokkaido. Yo asiento.
La isla de más al norte, digo. Ahora el que asiente es él. Estoy a punto de
preguntarle si vive en Sapporo, la única ciudad de Hokkaido que conozco, pero
377
él está más interesado en mí.
¿De verdad vives en la ciudad de Santiago de Compostela?
Parece no creérselo del todo. Yo le digo que sí otra vez.
Y él asiente impresionado, como si fuese algo grandioso cuando para mí no es
más que la normalidad. Eso me enseña una valiosa lección en la que reflexionaré
más tarde a bordo del tren de camino a Bern.
La conversación dura lo que tarda el teleférico en llegar a Lauterbrunnen. De
nuevo me encuentro en el edificio que huele y sabe a metal, y camino junto al
japonés por una inercia natural, hasta salir a la luz del Sol. De nuevo entre las
montañas, de nuevo en el fondo del valle. En la puerta del edificio, ambos nos
miramos y nos deseamos buena suerte. En el teleférico me ha contado que se irá
al Jungfraujoch, cosa que yo dudo porque ya ha pasado la hora de salida, pero
con la energía con la que mueve sus piernas el japonés, tengo mis dudas de que
haya algo que no pueda conseguir (dato aparte el montante económico del que
debe disponer, pues me ha contado que lleva un mes y medio de viaje por
Europa).
Para mí, la primera experiencia con los Alpes, con los verdaderos Alpes, ha
terminado, y cabizbajo pero contento me dirijo hacia la estación para regresar a
Interlaken. Me subo de nuevo en el tren, y pensativo me dedico a echar un
último vistazo a aquellas paredes tan verticales, y a lo lejos, aquellas cimas
contra las cuales las nubes siguen chocando y destruyéndose antes de caer al
otro lado. El tren se pone en marcha, y me concentro en el flujo turbulento de las
aguas pálidas a la izquierda. En el fondo del moderno vagón, descubro al
japonés, sentado y mirándose las manos arrugadas. Supongo que no ha podido ir
al Jungfraujoch, me digo, y empiezo a tomar notas en la libreta. Un rato más
tarde llegamos de nuevo a Interlaken OST, y no tengo muy claro qué haré a
continuación. Había planeado pasar mucho más rato en los Alpes, pero
finalmente no ha sido para tanto.
Me bajo del vagón y en el andén me encuentro de nuevo con el japonés.
Charlamos otro rato, y él me pregunta si puede hacerme una foto, y yo cedo con
un poco de incredulidad, pues no pensaba que el topicazo nipón fuese tan
acusado. Como venganza, al terminar le digo que yo también quiero hacerle una
foto, y él acepta con mucha educación aunque noto cierta molestia en sus ojos
rasgados y vivos.
El resultado es tan asiático, tan japonés, que incluso me resulta gracioso. Nos
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despedimos por fin, ya por última vez, y yo me dispongo a callejear por la
ciudad. Interlaken resulta ser una bonita ciudad, mezcla entre villa pija y pueblo
tranquilo y apacible. Hay un gran parque cubierto de hierba y flores, y un sinfín
de árboles. Las laderas muy empinadas se alzan justo en los límites, justo en la
última casa, y los lagos a este y oeste enclaustran la ciudad en un enclave
curioso. Por el camino me cruzo con típicas familias suizas paseando, pero
también con una cantidad casi abusiva de turistas. Imagino que muchas parte
desde ahí a los Alpes, pero sus atuendos de veraniego dominguero, así como las
numerosas tiendas de souvenirs, me recuerdan a Valença, en la frontera de
Portugal con Galicia.
Venden toallas, cuernos alpinos, imanes y postales a millares. Mi destino es
Interlaken WEST, así que me dirijo rectamente hasta allí. Por el camino me
encuentro un gran hotel casino, de fachada lustrosa y un tanto victoriana.
Se alzan banderas de todo Europa y de los cantones, y en la entrada hay una
alfombra roja, varias limusinas y un chambelán de esos de película. El detalle
me resulta un tanto indiferente, y me devuelve a la realidad mundana de la que
por unas horas había escapado por los caminos y senderos del valle de
Lauterbrunnen. Llego a Interlaken WEST, pero en cien metros ya me he
decidido a no tomar un tren de vuelta. Es demasiado pronto. Me acerco al
muelle, y estudio los horarios del ferry a Thun. El recuerdo de Luzern, de lo
revelador que fue aquel viaje, me atrae hacia la taquilla. El viaje de Interlaken a
Thun dura dos horas y media, dos horas y media de ferry en un lago de aguas
tranquilas y mansas. Y cuesta casi veinte euros. Durante un rato, espero a que
todos compren su billete, bajo un Sol de justicia que hace hervir mi sudor. Al
terminar, me acerco y negocio (literalmente) con el hombre de la taquilla.
Reconozco ante mi mismo aprovechar su mal inglés para confundirle y
enseñarle varias veces mi pase Interrail. El hombre, cansado al fin y sin
comprender, y supongo que un poco avergonzado, me hace un descuento del
25%, y yo me guardo el ticket y le doy las gracias en inglés y alemán, y
satisfecho me hago a un lado y me siento.
Todavía falta una hora para que el ferry salga, así que decido que es un buen
momento para comer. Aunque parece haber pasado una eternidad desde que
saliera de casa en Bern, lo cierto es que todavía son solamente las dos de la
tarde, así que tengo ya un poco de hambre. Vuelvo sobre mis pasos, y entre las
calles me encuentro con un kebab. Por razones desconocidas, el olor de la
comida turca se enrolla alrededor de mis neuronas, me lleva y me lleva, y desde
el mismo momento en que veo el local da igual lo que haga, pues iré allí. Y al
fin decido dejar de engañarme, y entro y pido un kebab. La dependiente, una
suiza de pelo muy rubio y gesto malhumorado (bien, ¡un suizo poco amable!),
me pregunta como una metralleta si quiero cebolla, si salsa de yogur o de la roja,
379
la picante, si carne o pollo, y yo respondo vagamente. En el fondo, me da igual.
No tengo ni idea de por qué estoy a punto de comprarme un kebab, en lugar de
comerme otro sandwich de los que llevo en la mochila y una naranja, como he
venido haciendo desde que llegara a Suiza. La mujer hace el kebab con
parsimonia, y luego me lo da, y yo salgo de aquel lugar, sin la menor idea de si
lo he comprado por buscar un matiz de rutina en mi viaje, o si acaso por
nostalgia, o quizá lo hago porque a alguna parte de mi mente le apetece.
Sentado en el muelle me como el kebab experimentando un placer indescriptible
en todos los sentidos. Solamente cuando lo termino me doy cuenta de que no
debería haberlo hecho. Allí sentado, observo a todos los que yacen en aquel
pedazo de asfalto y hierba, aprovechando los árboles. Una pareja de
adolescentes de vestimentas curiosas y mechas todavía más curiosas, hablando
entre risas y gritos en una exuberancia hormonal, y más allá una anciana con
aires elegantes que se cubre con un paraguas, y que mantiene la vista fija en el
muelle o probablemente en un lugar que está situado mucho más allá. Frente a
mí, una familia de tailandeses permanece en silencio bajo un árbol, la mujer con
la mirada gacha y la niña sentada y aburrida. Me pregunto porque tienen esa
pinta tan deprimente. Al otro lado del muelle, sobre un pequeño alto, hay una
parra cuyas hojas parecen reverdecer el aire, y bajo ella tres hombres desnudos
de cintura para arriba se ríen y sus mejillas están coloradas y muy
probablemente esto se deba a las botellas de cerveza que descansan en un
bordillo de hormigón. El Sol quema. El aire, arde.
Medito en la comunicación, o más bien en la Comunicación. Con quien sea,
desde un saludo imperceptible en la montaña a una conversación en mal inglés,
o en castellano o lo que sea. Mi vergüenza se ha ido, ya no tengo miedo a que mi
inglés suene ridículo. He alcanzado el nirvana lingüístico, el simple concepto de
que cuando dos personas quieren, desean, comunicarse, lo harán del modo que
sea. Que nadie que se quiera comunicar se va a ver impedido de hacerlo por la
mera limitación de un idioma desconocido. Ya no hay vergüenza, ya sale sólo,
quizá porque mi mente ha llegado a la conclusión de que la vergüenza no
merece la pena, de que no merece la pena perderse todo lo demás por su causa.
Mientras llega el ferry, con su furor mecánico agitando las aguas tranquilas y
creando olas donde antes remaban los patos con placidez, suena en mis oídos
una canción de Lek Mun, y la tristeza, o nostalgia, o el jazz-tristezza, me invade
como tinta empapando un folio en blanco, corriendo por senderos invisibles que
se cruzan hasta que el folio está del todo negro. Si, te echo de menos. Pienso en
que ojala hubieses estado conmigo, porque te habrían encantado esas montañas
tan altas, la nieve y las nubes chocando, el monte,... Pronto me consuelo. Soy yo
380
el que está aquí, el que está viviendo esta experiencia. Volveré al Jungfraujoch,
porque este no se moverá de aquí.
La bocina del ferry se lleva la nostalgia, que vibra en forma de llamada perdida
en mi móvil olvidado.
El ferry deja Interlaken, no más que un montón de edificios bajos y pálidos
soportando el Sol abrasador, al pie de los Alpes, y yo me tiendo en proa, en un
banco. Me esperan ciento cincuenta minutos conmigo mismo y las aguas del
lago, y un sinfín de paradas. Con el paso de toda esa larga ristra de segundos, y
sin percatarme de ello, la luz del Sol me chamusca los brazos y la cara, pero yo
me adormezco un buen rato en cubierta con la música, sin saberlo. Alrededor del
lago, se elevan las cimas y las colinas y laderas y una extensión de agua azul
turquesa, y bosque muy verde y un colorido casi irresistible bajo un cielo azul
pálido. Para cuando se me va el sueño, ataco la botella de agua, agotado de
sudor, y con mi cámara apedreo el horizonte en todos los sentidos, creyendo que
con ello atrapo las imágenes y me las llevo conmigo, que me llevo conmigo un
poquito de Suiza, pero toda la Suiza que me llevo está dentro de mí, no en la
artificial tarjeta de memoria de la cámara.
Con el paso de los minutos, el calor y el sinfín de paradas (once) acaban por
atontarme. Entreveo a tres chicas de unos quince años riendo y maquillándose
en la proa del ferry (¿acaso existe idea más estúpida y divertida?), y el revisor
del ferry acercándose para echarles la bronca porque están pisando el lugar en el
que se sientan los demás. Las paradas se vuelven anónimas con el paso de los
nombres largos y difíciles de pronunciar. Lugares como Spiez, Neuhansen,
Angere, Gunten, Sundlauenen,... aparece un pueblo diminuto al pie de las aguas
y hago una de las fotos más preciosas que recuerdo, y chicas sentadas en
embarcaderos y bañándose o tomando el Sol, bellas casas de madera y blanco,
chavales lanzándose desde un alto a las aguas azules, gritos de risas y ancianos
paseando a la vera del lago, y también patos y perros y un gato sentado en una
de las varas del embarcadero de Gunten, y al ritmo del tango de Gotan Project,
mi cámara les va haciendo fotos con más o menos éxito.
Cerca ya de Thun, con mis piernas cansadas de tanta inactividad, paseo por los
laterales del barco y en la parada siguiente sube una retahíla de niños de unos
doce años, una excursión de clase de las de fin de curso. Niños de todas las razas
y colores de ojos, gordos o delgados, altos y bajos, todos abusivamente
encantadores y jodidamente molestos, con sus voces aflautadas y un interés
inconsciente e inabordable de romper la paz del ferry. A su cargo, una pareja de
profesores con el rostro cansado. El hombre se sienta inmediatamente y cierra
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los ojos y se pone a pensar o a descansar, mientras algunos niños se sientan a su
lado y le acribillan a preguntas que no entiendo. El ferry avanza ya hacia Thun,
y la mujer, con gafas de Sol, se apoya en la baranda y le sonríe al horizonte,
ignorando a sus chicos. Disimulo que le hago fotos a la orilla pero en realidad se
las hago a ella porque me recuerda a alguien y no sé a quién, y creo tristemente
que con el paso del tiempo, acabaré cayendo en la cuenta.
Ella se da cuenta a pesar de todo, porque allí donde voy todos miran mis grandes
cascos verdes, mi cámara negra y que da aspecto de profesional aunque no lo
sea, y desde luego, el toque bohemio que parezco tener al escribir en mi libreta
de notas. Eso resulta un atractor natural. Por eso, ella me mira y se da cuenta de
que no le hago fotos a la orilla, o al menos, no solamente a la orilla, sino a ella, y
me dedica una sonrisa cargada de algo que me pone los pelos de punta. En el
momento me ruborizo y disparo la cámara hacia otro lado, pero ya es tarde para
la retirada. Ella se acerca hacia mí, estoy seguro de que me va a decir algo. Pero
entonces el ferry pita y rompe el momento, la embarcación atraca en la parada
antes de Thun, y la profesora debe atender a sus chicos. Todos bajan como una
marea humana, y la profesora me echa una última mirada y yo la miro también
por última vez. Algo en ella me sigue recordando a alguien, pero sigo sin saber
quién. Me siento en la proa y veo como se van por el embarcadero, veo a un
sinfín de padres esperando, coches aparcados y calientes por el Sol, griterío y
voces con palabras que no entiendo. Pienso en que probablemente jamás vuelva
a ver a ninguna de las personas con las que me encuentre en mi viaje. Que
pasarán como un espectro y que luego sólo me quedará mi memoria para hacer
de ellos algo vivo. Siento un punto de tristeza. Pero es una tristeza
contemplativa, la tristeza de los domingos después de un sábado de fiesta, una
tristeza que no tiene que ver con dramas o tragedias, ni rupturas ni funerales, es
una tristeza ante lo maravilloso que puede llegar a ser el mundo y la limitada
capacidad que tenemos para detectarlo, interpretarlo, vivirlo.
Intento olvidarme de esto cuando el ferry atraca y me despido de él tras dos
horas y media. La tarde avanza pero el Sol no deja de apretar. Thun vive un
bullicio casi ensordecedor. La tarde veraniega ha llenado las orillas del río de
ancianos paseantes, grupos de adolescentes alterados y parejas jóvenes paseando
carritos de bebé. Todo deslumbra. Entro en la estación de tren para comprobar
los horarios y hacerme con un mapa, y mientras tanto el ferry ya da media vuelta
y vuelve hacia Interlaken, en un ciclo que no parece tener fin. Tras conseguir el
mapa, me siento a la sombra para hojearlo y hacerme una idea de la ciudad y de
qué me puede ofrecer. Me la encuentro de vuelta de un gran día, y con el
precedente de Basel, no espero gran cosa. Es no mucho más que hacer un poco
de tiempo. La ciudad no es muy grande, y a ojo de mapa se puede caracterizar
382
fácilmente. Existe un núcleo urbano, que orbita en torno al río que nace del
Thuner See, dividido en dos por una cuña de tierra a modo de isla. Hay un buen
puñado de puentes y galerías bajo los edificios, de presas para controlar el flujo
del río, y algún que otro monumento perfectamente olvidable pero bello en el
fragor de la batalla. Empiezo a pasear. Hay mucha gente en las calles, un
mercado donde venden fósiles a precio de ser vivo, flores, relojes de cuco,
incluso chocolate casero (también a precio de oro). El ambiente de mercadeo me
cautiva, porque es algo que conozco, me resulta tan agradable que demoro mi
paso por estas calles, acercándome a cada puesto en donde el tendero me sonríe
sin presionarme a comprar. Luego dejo atrás los puestos y rodeo un precioso
castillo pintado en rojo y blanco, y paseo por largas y estrechas calles
adoquinadas, donde le Sol arranca irisados y fugaces brillos, a medida que cae
hacia el horizonte. Atravieso pasadizos de madera, y unas curiosas aceras a
cinco metros de altura sobre el suelo de la calle, y hay guirnaldas colgadas por
todas partes y banderas del cantón de Bern, al que Thun pertenece. Terrazas,
restaurantes, una muralla y una preciosa plaza donde el ayuntamiento se yergue
sobre amplias columnas. Por las calles, el mismo batiburrillo de razas y
nacionalidades que enriquece la vista y alegra el corazón, como si Thun se
tratase de uno de esos puertos cosmopolitas donde todos llegan y pocos se van
de verdad.
Paseo por Thun durante casi dos horas, hasta que, agotado, decido enfilar hacia
la estación y coger el siguiente tren a Bern. Allí, sentado en el suelo, me como
una chocolatina y un refresco que me cuestan una cantidad inconfensable de
francos.
El tren ansiado llega treinta minutos después, y sentado en un 2da clase, me
adormezco pensando que aquellos asientos son mucho más cómodos que los
asientos de cualquier tren español. Vuelvo a Bern cargado de emociones, tantas
que no sé exactamente cómo procesarlas. Vuelvo a Bern con un bonito moreno
de camionero y muy mal de dinero. Vuelvo con la idea para una novela bullendo
ya en mi subconsciente. No sé mucho de ella, sólo que se titulará: 'Desde
Lauterbrunnen'.
El día termina.
DÍA 6 (10 de junio de 2010) (Bern – Géneve – Lausanne – Fribourg – Bern)
383
Camino de nuevo por las calles solitarias de una Bern que despierta, que con el
Sol se levanta y enfrenta otro paso más en el calendario. El verano se huele en el
aire. Mientras me acerco a la estación de tren, pienso en las tres ciudades que
veré hoy: Géneve, Lausanne y Fribourg. Doy por sentado que no me ofrecerán
tanto como ayer me ofrecieron los Alpes, pero eso, de algún modo, no me
importa. Es como si ya no tuviese presión alguna de ver más. Uno de mis
objetivos era conocer de primera mano los Alpes, y aunque mi acercamiento no
ha sido tan completo como me hubiese gustado, ha sido suficiente. Enfrento la
triada de ciudades suizo-francesas con esperanza y sin expectativas previas.
En la estación la cosa es diferente que otros días. Esperando el tren que corra
hasta Géneve, compruebo que la fauna social que espera no es la misma. En días
pasados, muchachos con mochilas de colegio, ancianos, grupos de
adolescentes,... Ahora me encuentro con una cantidad absurda de hombres con
traje de chaqueta y pantalón, armanis, diors, tuccis, y un largo etcétera. No sé
cómo sé que son trajes caros, pero es como si no hiciese falta ni plantearse la
posibilidad de que no lo sean. Todos con maletín de cuero, y muchos con un
iPod escondido en algún bolsillo disimulado y el largo cable blanco subiendo
por delante de la corbata y bifurcándose en busca de sus oídos. El pelo, siempre
corto y engominado. Todos germanos, no hay ninguna tez morena entre aquellos
ejecutivos, aunque me digo que quizá es casualidad. Las mujeres, que también
las hay, llevan un traje equivalente con falta muy corta. Muchos hablan por el
móvil, conformando un siniestro coro de negocios ya a aquellas tempranas
horas.
Estoy sentado en uno de esos bancos metálicos, y a mi lado descansa medio
dormido un niño de unos diez años, el único entre toda aquella gente. Tiene una
mochila azul a su lado en el banco. Estupefacto veo como uno de los ejecutivos
camina hacia el banco, hablando por el móvil y se sienta casi aplastando la
mochila. El niño mira al hombre, inalcanzable, y luego me mira a mí, y yo me
encojo de hombros con resignación, y él hace lo mismo, y durante un segundo se
crea entre nosotros una conexión cómplice que desaparece cuando llega la que
parece ser abuela del niño y se lo lleva buscando cuál es su zona del andén.
Llega el tren, y me subo, y este avanza hacia el oeste. Hacia los cantones
afrancesados. Para mí es una bonita novedad. He explorado la Suiza
alemanizada, y desgraciadamente, la Suiza italiana se queda muy lejos de mis
posibilidades, pero tengo interés por Géneve y demás. A mi lado, en el tren,
viaja una rubia de aspecto nórdico pero más curvas de las acostumbradas. De
nuevo se acerca el revisor para comprobar los tickets, y yo le muestro el Interrail
a sabiendas de que lo mirará con una solemnidad casi ridícula (pero
384
encantadora), y que muy educadamente y según su nivel de inglés, me dirá que
todo está bien y que tenga un buen viaje, y si cuadra, quizá hasta me pregunte
que a dónde voy y me recomiende algún lugar, como de hecho, ya ha ocurrido.
Todo pasa cómo he pensado, y mientras le veo irse, con su traje de revisor, me
pregunto dónde se ha quedado nuestra amabilidad y nuestra educación... me
pregunto en qué momento dejamos de ser educados y simpáticos para
convertirnos (algunos) en desagradables seres de respuestas agrias y muchas
veces cuasi escupidas. ¿Dónde?
El tren corre hacia Francia, primero al sur y luego al oeste, dejando los Alpes a
la izquierda, y durante un buen rato el tren pasa por amplias llanuras con colinas
desperdigadas y pequeños bosques, y algún eventual túnel, paralelo todo a los
arrabales de los Alpes. Pasamos Fribourg, al que le digo hasta luego en lugar de
adiós, y luego una región anónima de árboles frutales y casas iluminadas por un
Sol que promete ser abrasador, y yo me pongo a pensar en Colin Thubron, el
infatigable viajero londinense, constructor de libros de viajes que no son libros
de viajes, que son... son algo diferente. Me pregunto cómo lo hace. Pararse con
cualquiera, impermeable a las miradas curiosas o malignas. Subirse en cualquier
coche, hablar con los paisajes vacíos y con personas que son también carcasas
vacías. Hablar con ellos usando un idioma que no entiende bien, y no contento
con vivirlo, recordarlo perfectamente luego. Y escribirlo. Extraer sentencias e
historias y penurias. Y luego contarlo, contarlo todo para el que quiera
escucharlo/leerlo. El modo en que lo hace es para mí un misterio, pero al igual
que la mayoría de los misterios, para él probablemente sea natural y sencillo. Me
obligo mentalmente a pensar que algún día también será fácil para mí.
Solamente necesito tiempo, y ganas de viajar (por que, al contrario de lo que
cree la gente, no hace falta dinero para viajar... solamente el deseo; si el deseo
existe, se encontrará el modo). Me digo, ayer hablaste con el japonés, pero si
bien es cierto que lo hice y disfruté de la experiencia, fue el japonés el que
comenzó la conversación.
Desaparece Colin (porque, mentalmente, ya le trato de tú), y me concentro en mi
primer destino del día: Géneve. Por alguna razón, tengo ganas de conocer esa
ciudad, y fantaseo con entrar en la sede de las Naciones Unidas y explorar su
misteriosa sala de oración. Pero, ¿quién me dice que la sala está en Géneve y no
en alguna otra de las sedes a lo largo y ancho del mundo? 1En el fondo es una
tontería, ¿qué espero encontrar allí? ¿La inspiración, la corrupción, la desidia?
¿Quizá a alguien rezando que el día de mañana pulsará un botón para matar a
mil personas? Miro los Alpes a mi izquierda. No, no iré a la sede de las
1 La misteriosa sala de oración (meditación) de las Naciones Unidas se encuentra
en la sede de Nueva York.
385
Naciones Unidas.
A mi izquierda, una chica me mira porque estoy tomando notas en mi libreta. De
reojo descubro en los folios que sostiene un sinfín de fórmulas químicas. Sonrío
porque no necesito saber alemán o francés para interpretar los bencenos y
metilos, o no metilos. Ella garabatea las fórmulas, transformando unas en otras,
y copiándolas en pequeñas notitas (¿chuletas?). Me parece muy divertido y
sonrío apartando la mirada y centrándome en el paso fugaz y anónimo del
paisaje tranquilo. En mi oído, Vinodelfin canta sobre lo difícil que es conseguir
que el deseo sea algo más que sexo y la paz posterior. Frente a mí, una asiática
(vietnamita, tailandesa, o algo así; no tengo el ojo tan fino como para
distinguirlos) descaradamente guapa se ladea dormida, y su cabeza se inclina
hasta casi rozar el cristal de la ventana. También su labio inferior se descuelga
atraído por la gravedad. Hasta casi caer. Barajo hacerle una foto, pero sé que el
sonido de la cámara la despertará. Me debato conmigo mismo, porque no quiero
perder ese instante, así que con el móvil grabo un minúsculo video... su labio
superior es un poco más grueso que el inferior, con una pequeña curva que se
alinea con la punta de la nariz roma. El mentón determina una cara ovalada, de
mejillas amplias y ligeramente prominentes. Abre los ojos unos segundos
después de que yo termine el video de diez segundos, y sus ojos oscuros como la
noche miran entre tristes y aburridos el paisaje. Por ráfagas, el Sol se cuela entre
los árboles e ilumina su piel lisa y bronceada. Se aparta el flequillo de pelo
negro de la cara, y se reclina de nuevo y vuelve a dormirse. No sonríe, así que
no sé como es su sonrisa. Me pregunto, como otras veces durante este viaje, y
otros viajes, que cuánto tardaré en olvidar ese rostro. ¿Cuánto permanecerá en
mi memoria?
Insiste Vinodelfin con lo suyo...
¿Qué queda de una relación cuando sacas el sexo, las discusiones, los altruistas
intercambios de información, el deseo del que habla Vinodelfin, el cariño,...? Lo
que me quiero decir, a mí mismo es: ¿existe una esencia? ¿O al quitar todo lo
que queda es, simplemente, la nada, simplemente, las bizarras casualidades que
hicieron posible la conexión?
Se acerca Lausanne.
El tren atraviesa un largo túnel, y tras la oscuridad, amanece al exterior. Se
deslumbran mis ojos pero para cuando se recuperan, me doy cuenta de que el
famoso lago Lehman ha aparecido de un modo espectacular. Tras el lago, al sur
y al oeste, se alzan montañas gigantescas y cubiertas de nieve, algo que llama a
386
la paranoia al comprobar que aunque son las nueve de la mañana, se rozan los
veinte grados. Una de esas montañas es el Mont Blanc, el techo de la Europa
occidental. En la orilla junto a la cual corre el tren, abundan largas laderas hacia
el lago, casitas de campo, viñas cubriéndolo todo, embarcaderos con pequeños y
grandes veleros, postes de la luz recortados contra el azul glaciar de las aguas.
La chica oriental, frente a mí, sigue su sueño plácido, pero a mí la visión que el
recorrido me acaba de regalar ya ha hecho que compense el día. Todavía menos
presión. La chica de las fórmulas a la izquierda, ha dejado de escribir durante un
momento, igual que yo, y mientras mira por la ventana, se va guardando las
chuletas (es enormemente placentero saber que no solamente se hacen chuletas
en España), y su rostro se enrojece no sé si de calor o de nervios ante el
previsible examen.
Los vagones caen desde la altura que recorrían, hasta el nivel de las aguas, y la
densidad de casas y pueblos aumenta hasta que entramos en Lausanne, en donde
el tren se vacía y se llena de nuevo. En los carteles y pancartas ya no hay rastro
de alemán, he entrado en el reíno del francés. Las strasse se cambian por rúe, las
allee por avenues y boulevards, y un largo etcétera. Espero la llegada del famoso
horterismo francés, dejando atrás la sobria elegancia germana. Pasa a mi lado un
chico de brillantes ojos azules, y me tiende un 20 minutes, con un Journal? Lo
tomo sonriendo y con un atrevido merci, y me congratulo al reconocer palabras
y poder leer las noticias. Mientras lo hago recuerdo las horribles clases de
francés en el colegio. Empiezo a sentirme genial. El tren arranca hacia Géneve,
y en un último vistazo, descubro TGVs en la estación, y como diría Jota, me doy
cuenta de que todo son señales.
Al pararse el tren, y ponerme en pie para bajar, una chica rubia se me acerca y
me pregunta algo. Yo llevo los cascos puestos así que me los saco y ella me
repite la pregunta. Algo así como:
Qu'est-ce qui rend votre chemise?
Pero yo no entiendo nada y le digo que no entiendo francés, que soy español y
que o inglés o español, o nada. Ella asiente, y durante unos segundos piensa
cómo decirlo en inglés. Como la situación se vuelve un tanto surrealista, o al
menos así la veo yo, sonrío como un bobo. La chica lleva un traje de ejecutiva,
pero no tiene más años que yo. Tambíén ella sonríe, consciente de sus
dificultades. Finalmente, me dice algo, y parece inglés, pero tan afrancesado que
sigo sin entender. Ella se frustra, y yo sigo sonriendo, y me coge la camiseta y
me tira de ella, y directamente me pregunta.
387
¿Qué significa?
Yo asiento, sorprendido, y le explico que lo que pone mi camiseta (Love of
Lesbian, y debajo, Club de Fans de John Boy), hace referencia a una banda de
música independiente de Barcelona, y al título de su último disco. Ella asiente
un instante, y yo voy a preguntarle qué por qué me pregunta eso, pero mientras
decido si hacerlo o no (y pienso en que no es tan raro que lo pregunte, puesto
que no significa otra cosa que amor lesbiana), las puertas del tren se abren y
desde atrás ya me empujan, y a ella le suena el móvil.
La pierdo de vista en el andén sin saber qué me habría respondido a la pregunta,
y eso me hace sentir frustrado y divertido al mismo tiempo.
En la estación de Géneve, me siento ya en Francia. Sin embargo, las tierras
francesas todavía se encuentran a unos veinte kilómetros, más allá de Chancy.
La influencia, no obstante, es brutal y más que palpable. Saliendo del andén,
descubro que en la estación todo está dividido en dos: a un lado, trenes a Suiza,
del otro, trenes a Francia, como si Geneve no fuese más que un terreno neutral e
independiente. Salgo de la estación aspirando el aire caliente pero todavía fresco
de la mañana, y busco con la mirada una oficina de turismo, pues, oh milagro,
esta no se encuentra en la estación como suele ser habitual. Echo a andar calle
abajo, hacia el río. El episodio de la rubia me ha levantando todavía más el
ánimo, y paseo con 'ledicia' sobre aquellas aceras, mirando el aspecto de los
edificios, que ha cambiado, y de las personas que me cruzo. Me paro en un
semáforo, y en un banco, descubro a un hombre de gabardina, traje y corbata, y
pelo engominado, que está leyendo El Jueves, y más concretamente, la tira de
Silvio José, el crápula entre los crápulas, la versión 2.0 de Baldomero Mérez.
Me quedo tan impresionado que el semáforo se pone en verde, y todos cruzan
menos yo, y vuelve el rojo. Para cuando me recupero, me siento absurdo. ¿Un
ejecutivo leyendo El Jueves en Geneve? ¿Alguien me está gastando una broma?
Termino cruzando al fin el paso de cebra, y me detengo en el siguiente al
observar un CaixaGalicia y unas oficinas de ALSA. Tomo conciencia (un poco
más) de la emigración del que es mi pueblo, y durante unos metros, mientras me
acerco al río, me debato entre las dos opciones que suelo barajar con respecto al
tema: por un lado, la cobardía de los que se marchan y dejan tirado al país que
los vio nacer, y por el otro, la valentía de quien todo lo deja y va a ganarse una
vida mejor lejos, acumulando morriña como para llenar mares. Puede parecer
contradictorio, y lo es, sé que lo es. Hay cosas en las que uno no puede ponerse
de acuerdo ni consigo mismo.
Se me olvida pronto, al alcanzar el puente sobre las aguas... aguas que son, a
partes iguales, el lago Lehman y el río Ródano. La mezcla revuelve sedimentos
y hace que las aguas pierdan parte de ese azul glaciar que tanto me gusta. Me
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apoyo en la baranda de piedra del puente, y miro alternativamente a un lado y al
otro. La ciudad se extienden todas direcciones, ocultando las montañas que
hacía unos minutos se erguían con orgullo pétreo sobre el lago. Un gran edificio
ocupa una isleta sobre el río, y camino hacia ella oliéndome que se trata de la
oficina de turismo. Alrededor, los edificios han perdido el encanto de otras
ciudades suizas, y aunque son monumentales, hay algo que los hace... más
vulgares. El edificio resulta ser lo que yo creía que era, así que tomo uno de esos
magníficos folletos informativos, y empiezo a decidir qué ver y qué no. Nada
me llama especialmente la atención, así que empiezo a callejear por la zona
'vieja' de la ciudad. Antes, atravieso varias calles repletas de grandes marcas:
Gucci, Loewe, Bvlgari y un largo etcétera.
No me interesan demasiado. Veo la catedral, el museo internacional de la
reforma, y un pequeño parque al lado del College Calvin, en donde los árboles
en flor desprenden una fina lluvia de pétalos y polen, que cae sobre un sinfín de
bicicletas apiladas unas sobre otras. La imagen es bella. Arriba, un cielo blanco
lleno de luz. Al salir del pequeño parque, descarto parte de la ciudad, y vuelvo a
la zona del puente Mont Blanc. Allí me tomo un respiro en el Jardín Inglés,
observando a lo lejos el Chorro de Agua, un imponente flujo continuo de agua
que alcanza la respetable altura de 140 metros. Al pie del jardín, los ferrys
escupen un humo negro mientras arrancan para transitar el lago Lehman y
depositar pasajeros a lo largo de sus orillas. Muchos turistas hacen fotos del gran
chorro, al que mentalmente ya denomino Gran Chafarís. Me como un par de
naranjas, y hago una docena de fotos del chafarís, consciente de que es
imposible captarlo del todo bien. Cosas de no ser un fotógrafo profesional. Me
sigo maravillando del suave francés que se escucha por todas partes, y del que
capto palabras sueltas como quien encuentra conchas en una playa. Finalmente,
me levanto de nuevo y camino siguiendo esa orilla hacia el gran chafarís. El
paseo me lleva al lado de los veleros y más ferrys, de puestos portátiles de
helados y comida rápida, y de trabajadores que ya preparan terrazas y de velas
que ondean entre banderas suizas y enseñas de los cantones.
A mi derecha, se alzan imponentes fachadas de edificios señoriales, pero que
palidecen bajo un cielo repleto de luz. Junto al Gran Chafarís, mi folleto pone
que hay algo llamado la Rada de Geneve, una especie de reserva natural. Pero a
medida que camino, me parece cada vez más improbable que allí me encuentre
algo así. Más bien, me parece una hipérbole turística. Alcanzo la pasarela de
piedra que lleva hasta el gran chorro, en medio del canal donde el lago Lehman
se transforma en el Ródano. El aire está lleno de mosquitos diminutos, y a los
pies de la pasarela de piedra, escalan los juncos. Entre ellos, descubro una celosa
madre cisne vigilando a media docena de polluelos grises. La gente se para y los
389
mira hasta que la madre se molesta y menea su cuello agresivamente.
Continúo. El Gran Chafarís se demuestra imponente en las distancias cortas, y el
resto de la ciudad parece empequeñecerse a sus pies. Muchos metros antes de
llegar, cae sobre mi una refrescante lluvia pulverizada. Al fin llego a los pies del
chorro de agua, y allí me quedo un buen rato, refrescándome y respirando. Hago
unas cuantas fotos, les hago fotos a un grupo de mejicanos amantes del hip-hop,
y me apoyo en una verja pintada de blanco mientras dejo que pasen los minutos.
Tras dejar el Gran Chafarís, me propongo caminar hasta el amplio parque de La
Grange. No parece muy lejos, siguiendo la orilla, de modo que decido
internarme entre los edificios y callejear hasta allí. Es temprano, así que no hay
prisa. Con el paso de las bocacalles, pierdo la noción del espacio y del tiempo,
mientras escribo mensajes que vuelan las ondas camino de Santiago y de
Madrid. Para cuando termino, estoy perdido. La Geneve que estaba conociendo
ha desaparecido, me la han cambiado por un batiburrillo de asfalto con cables en
lo alto y edificios feos, sin parques ni nada que se le parezca, y con un tráfico
que se vuelve infernal por momentos. Ya no están las tiendas de nivel, pero si
tienduchas cada vez más pequeñas y regentadas por inmigrantes, y algún que
otro restaurante español de tapas. Las nubes altas que frenaban el Sol se escurren
por el horizonte entre los edificios, y el calor reflectado por el asfalto me hace
sudar. Empiezo a cansarme, y llegado un momento, decido que el parque de La
Grange verá mis pies en otra ocasión. Doy media vuelta aunque no tengo muy
claro donde estoy, y camino cuesta abajo hasta reconocer la parte alta de algún
edificio. Una bicicleta suicida me roza y algo harto entro en un súper, donde me
compro una coca-cola y una tableta de chocolate. El costumbrismo del acto me
tranquiliza y el aire acondicionado repara mi termostato interno. De nuevo
vuelvo al mundo de los mensajes, y perdido en el mar de ondas
electromagnéticas, aparezco junto al puente de Mont Blanc, que parece el
radiofaro de mi estancia en Geneve. Junto al puente, un ferry ahuma una
bandera de Suiza, y a mi lado pasa una excursión de niños que gritan en francés.
Asciendo la larga cuesta hasta la estación de tren con la sensación de que he
estado en Francia y no en Suiza, ya no sé si deberían preocuparse el resto de
cantones al respecto.
A la entrada subterránea de la estación, me encuentro una inquietante escultura.
Parece tener cuerpo de león, pechos de mujer y cabeza de egipcio. En el andén,
escuchó un estridente DING DONG, y luego 'Próxima salida, IC destino Bern,
paradas en Lausanne, Fribourg'. Es el mío. Aprieto la mochila a mi espalda, y
390
veo como el tren entra bufando en la estación.
Rehaciendo el camino, el tren devora falsas terrazas y llanuras junto al lago,
atravesando grandes extensiones de viñedos. En mi cabeza suena una y otra vez
El fantasma de la transición, de Triángulo de Amor Bizarro, de donde bebo la
nostalgia macabra de los días claros, y las letras me duelen llamando al paso del
tiempo. Me digo, Isabel, no cantes más esa puta canción, pero he activado el
REPEAT, así que el dueño del masoquismo soy yo mismo. Pasamos Nyon,
Gland, Saint-Prex, y luego nos envuelven los arrabales de Lausanne, donde el
tren para un rato más tarde. Parece que ha pasado un minuto desde que dejara
Geneve, pero en realidad ha sido una hora. Mientras el tren decelera, miro de
reojo al chico que, a mi lado, lee El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, un
libro difícil y que me recuerda a ti porque precisamente tú me lo regalaste
enfrentándote a la dificultad de tamaño desafío, regalarme un libro que me
encante, y precisamente ese me encantó. Isabel, me digo, cállate ya.
Lausanne me recuerda a los pueblecitos de la Costa Azul francesa (no es que
haya estado, simplemente los he visto en mil y una películas), o a la Toscana, o a
la Costa Dálmata. Ubicada un poco por encima del nivel del lago, ya desde los
pies de la estación puedo ver una gran extensión de azul turquesa, cubierta de
veleros. Hay Sol por todas partes, asfixiante y colmado de humedad, y yo recojo
un nuevo folleto en la estación de tren y decido bajar hacia la orilla del lago
Lehman. No sé porqué, pero se me ha metido en la cabeza que quiero sentarme
en algún lado y mojar los pies en el agua (quizá porque los tenga ya re-cocidos y
no sea más que la una de la tarde). De modo que en lugar de cruzar la calle, de
espaldas al lago, y callejear por Lausanne, desciendo hacia el lago por una triste
calle asfaltada que pasa bajo lo que parece una autopista. Bajo el puente, carteles
de festivales de música se despegan y yo casi prefiero quedarme allí, al fresco.
Más allá, me encuentro con un amplio espacio verde, y me interno en él
buscando la sombra de los árboles. Ya no estoy en Lausanne, sino en Ouchy, una
especie de pueblo ya devorado por la ciudad pero incólume e independiente. Me
interno en el jardín botánico, y lo rodeo por sus caminos asfaltados hasta
alcanzar el mirador.
Desde allí, apoyado en una baranda de piedra, admiro la panorámica. El lago en
casi toda su extensión, y más allá, los Alpes creciendo hacia el cielo
difuminados por la distancia. Casi se distingue Geneve, aunque está a casi
sesenta kilómetros de Lausanne, y aunque busco el Mont Blanc, en línea recta
391
hacia el sur, no lo encuentro. Baste con que sepa que está allí. Pronto el calor
vuelve a ahogarme, así que descargo mi cámara sobre el horizonte y sigo mi
camino hacia la orilla. Llego allí un rato más tarde, y paseo por el puerto
admirando los grandes yates y veleros y pequeños botes, las normas de
circulación naval apuntadas en un gran letrero, la brisa cuasi fresca que llega del
interior del lago,... dejando los barcos, camino hasta una gran zona arbolada, y
me tumbo sobre el césped. Los altos pinos dan una sombra de la uqe no
solamente me aprovecho yo. Me quito el calzado, y de mi mochila saco un par
de sandwiches, la comida de pobre que me ofrece energía en una relación
inversamente proporcional al placer del paladar. A mi alrededor, hay estudiantes
tirados por la hierba, parejas abrazadas y solitarios escuchando música o
echándose una siesta. El paseo junto la orilla, a unos metros, está ocupado por
abuelos paseando a sus nietos, jubiladas en pleno marujeo,...
a mis espaldas, más allá del parque, se eleva un hotel con aspecto de castillo, y
otros edificios de aire señorial. El lugar destila el ambiente clasista de los
lugares de veraneo de la gente pudiente, un ambiente enraizado durante años a
los pies de la ciudad donde se escoge qué ciudad organizará los Juegos
Olímpicos y cuál no. Mastico tranquilamente los sandwiches, y luego me como
unas galletas tirando pedacitos a los gorriones más listos de la zona. Aparece por
un lado una familia de hindúes, y me saludan deseándome una feliz comida, y
yo se la deseo también a ellos, de tan bucólico que hasta resulta surrealista. Yo
me pongo a leer tumbado con la cabeza apoyada en la mochila, y me quedo
dormido.
No despierto mucho más tarde. Mi sueño a esas horas suele ser efímero y
reparador, lo suficiente para que las neuronas se tomen un respiro. Me levanto y
le hago fotos a un patinador que descansa en la orilla.
El calor es horrible, pero bajo los árboles se soporta. Cuando salgo de su abrigo,
a las tres de la tarde, los rayos de esa estrella que llamamos Sol me destruyen.
Me espera una larga pendiente hasta llegar de nuevo a Lausanne. Antes de
comenzar, entro en una tienda de souvenirs y paseo entre cuernos suizos,
cencerros y banderas y mecheros y dedales. Voy haciendo acopio de ese tipo de
tonterías con las que uno debe volver de cualquier lugar. Finalmente, dudo y
sopeso un cuerno suizo con mis manos. El dependiente, un chico de mi edad, se
392
me acerca y me dice:
Un auténtico cuerno suizo, de los Alpes, con voz aflautada.
¿Seguro?, le pregunto yo con una sonrisa, alzando el cuerno. Él lo coge y sopla,
y un ruido estruendoso rebota contra las paredes recargadas de banderas de los
cantones, como si el sonido mismo pudiese acreditar la procedencia del
instrumento.
Seguro, dice finalmente. Yo asiento y le digo que lo ponga todo en una bolsa, y
añado:
Si no es verdadero, volveré.
Ambos sonreímos y como quien no quiere la cosa, me comenta el precio de todo
lo que me llevo. Escalofriante, pero no lo suficiente como para atenuar el calor.
Luego me someto a la larga pendiente, apoyándome en los edificios en busca de
una sombra imposible. El Sol está en lo alto, principios de junio, y no hay
sombra en la que buscar refugio. Consciente de ello, subo lo más rápido posible.
Me arden los pulmones, y recuerdo con nostalgia la fresca calidez del día
anterior, perdido en los senderos sobre Lauterbrunnen. Para cuando alcanzo de
nuevo la estación de Lausanne, mi piel escupe una cantidad absurda de sudor, y
me late la cabeza. Creo que sufro una leve insolación, así que me meto dentro de
la estación, y ojeando el folleto de Lausanne, me digo que su catedral no merece
tanto la pena. Ouchy ha sido suficiente. Son las cuatro y pico de la tarde, y
decido tomar el siguiente tren. De vuelta.
NOTA: al mirar los horarios, descubro con un placer casi indescriptible que el
tren llega ocho minutos tarde. ¡Ocho minutos! La estricta y casi omnipresente
puntualidad suiza se rompe, y no sé que hay de divertido en ello, pero lo cierto
es que algo hay. Quizá sea la insolación, quizá. Compro una coca-cola por casi
cuatro francos, y me la bebo sentado en el suelo. Luego me quedo dormido. A
las 17:12, llega el ansiado tren, con seis minutos de retraso acumulado, y yo me
subo.
Fribourg es la última parada. Teniendo en cuenta que los objetivos del día eran
Geneve, el lago Lehman y Lausanne, estoy moderadamente satisfecho, y
Fribourg solamente es una opción que el trazado de la vía me ofrece, y a la que
me enfrento cansado y sin muchas expectativas. El calor sigue siendo aplastante,
y así lo percibo cuando llego a la ciudad y salgo al andén y luego a la calle.
Frente a la estación, un gran centro comercial, de líneas rectas y ángulos de
noventa grados o menos. Materiales grises, y plateados, aires modernos. Hay
una rotonda que miro como quien no ve nada, y al lado hay un gran panel con el
mapa de la ciudad, y lo miro descubriendo jocoso un parque llamado La Poya.
393
Miro en todas direcciones. He cogido un folleto de información en la estación, y
observo con cierto escepticismo la ruta de monumentos que me recomiendan.
Tirando en dirección contraria, atravieso la rotonda y desciendo por una calle en
pendiente. Con tan mala suerte que al paso de los metros, descubro que la acera
desaparece y que el asfalto continua. Los coches pasan a toda velocidad, así que
asfixiado por el calor que cae del cielo y el que desprende la carretera, rehago el
camino de neuvo hasta la rotonda, y me decido a seguir la ruta que marca el
folleto.
Avanzo por la calle repleta de gente (parecen inmunes al calor), y con el paso de
los metros penetro sin saber en la zona vieja de la ciudad. De pronto estoy en
una calle que ofrece algo de sombra, rodeado de casas pegadas de unas tres
plantas de altura, y una curiosa piedra ocre y lisa enredada con geranios y sus
flores. Las habituales banderas de cantones se alzan por todas partes, aunque la
principal es azul y con un castillo en medio, la bandera del cantón de Fribourg.
En el suelo, adoquines oscuros que me llevan hasta una extraña plaza con varios
niveles, en donde el Sol maltrata a los osados que caminan. Docenas de personas
se abrigan bajo los parasoles de las terrazas, bebiendo cerveza. Desde allí, desde
la plaza de Notre-Dame, observo la imponente catedral de Fribourg, dedicada a
San Nicolás.
La observo durante un buen rato. Es estrecha y vertical, tan vertical que parece
ser lo único que sobresale entre los monótonos tejados de la ciudad. Y luego
camino hacia ella, mientras descubro en una esquina una concha conocida. Es
amarilla y parece una vieira, y a los pies pone St. Jacques.
De algún modo que jamás habría imaginado, parece que el camino de Santiago
también atraviesa Suiza cruzando Fribourg. Tras obsevar la temible verticalidad
de la catedral a sus pies, regreso a las calles estrechas buscando la sombra,
mientras el día cae. Todavía no son las seis y media de la tarde, pero el Sol inicia
un descenso casi merecido. Lleva todo el día castigando la tierra verde con un
calor insoportable. La calle me lleva cuesta abajo. La ciudad presenta una
geografía curiosa, dividida en dos niveles planos, uno en lo alto, y otro a los pies
del río Saane. Desciendo por calles adoquinadas, aprovechándome de las
sombras. Hay menos gente y el ambiente es más tranquilo, y el calor acumulado
394
en mis mejillas empieza a desaparecer. Descubro bellas fachadas de piedra que
me recuerdan a otras ciudades 'viejas'. Una de ellas está recubierta de
enredaderas.
Descubro tiendas raras, especiales. Una de ellas es una joyería lúgubre y
espartana. Su simple escaparate me enseña piezas que, más allá del material con
el que estén fabricadas, son bellas, escuálidas pero bellas. Anoto la dirección en
mi libreta y me digo que no olvidaré el lugar. Porque ahora las joyas, aunque no
excesivamente caras, lo son mucho más de lo que yo podría pagar. La semana
avanza y mi depósito disminuye.
Alcanzo al fin un puente sobre el río, un puente con pendiente y cima en la
mitad, un puente romano, y en lo alto me detengo a observar el río tranquilo y de
aguas escasas sobre rocas y cantos rodados, y los árboles a ambos lados. A la
izquierda, se eleva un promontorio vertical en cuya cima descansa un edificio al
que el mapa llama Abtei Magerau, pero que no llama mucho mi interés. Me
gustan más esas paredes verticales por donde los arbustos parecen caer aunque
solamente lancen sus ramas como submarinistas unidos por un cable que les
regala oxígeno. Al otro lado, parte de la ciudad junto al río, casas planas entre
jardines y un ambeinte de aldea. Más allá, de nuevo una pared vertical, y el resto
de lo ciudad en lo alto, una muralla de fachadas iluminadas por el Sol. Cruzo el
río y paseo por entre árboles hasta encontrarme con una pequeña capilla
dedicada a Santiago, y tres peregrinos que la rodean con grandes mochilas, y a
los que deseo un buen viaje.
Ellos asienten con una gran sonrisa, impermeables a la enorme distnacia que les
queda por recorrer hasta alcanzar la amplia Praza do Obradoiro, casi dos mil
kilómetros. Sigo avanzando entre casas, y en una plaza sencilla rodeada de casas
pobres, me encuentro con una reunión de ancianas de pelo blanco y chaquetas
negras, que a la luz de un Sol que pronto agonizará, charlan en un sonoro
alemán, algunas apoyadas en bastón y otras no. Una estampa tan... tan
absurdamente bella que me veo incapaz de fotografiar, como si el vulgar sonido
de la cámara fuese a estropearlo. Desciendo de nuevo hacia el río, y encuentro
otro puente por donde cruzar de nuevo. Y de nuevo me paro en medio del
puente, dejando pasar los coches, observando el paso tranquilo de las aguas bajo
los amplios pilares. La sombra me ha enfriado. Ahora estoy contemplativo,
relajado. Fribourg me regala algo que quizá no haya tenido en todo el día, algo
que no se puede palpar pero que late como un secreto deseando convertise en
395
verdad universal.
Más allá del puente, sigo callejeando y observando como la gente vuelve de
trabajar y pasea, o a estudiantes universitarios que van con sus carpetas o niños
persiguiéndose. Tras perderme un buen rato, encuentro el teleférico que conecta
la parte inferior de la ciudad con la parte alta, pero descarto subir en él. Justo al
lado hay una larga pendiente de escaleras que zigzaguea por la pendiente
vertical hasta llegar al mismo sitio que el teleférico, pero diez francos más
barato. Empiezo el largo ascenso. Los escalones se multiplican y por un
momento, me creo un Ulises que, aún conociendo el camino, es incapaz de
regresar a su hogar porque la realidad parece transmutarse continuamente. Cien
escalones, doscientos escalones, trescientos, cuatrocientos,... pierdo la cuenta y
adelanto a ancianas a las que admiro por someter a sus viejas rodillas a
semejante esfuerzo, y para cuando llego de nuevo a la parte alta de la ciudad, y
miro atrás, me parece increíble haber subido tal pendiente. El teleférico ha hecho
tres idas y tres vueltas en el mismo tiempo. El sudor resbala por mi frente.
Echo un último vistazo a la catedral, y descubro otro par de tiendas con las que
querría haberme encontrado a principio de semana, con los bolsillos llenos y la
prudencia desaparecida. Camino hacia la estación. Son casi las siete de la tarde.
Antes paro en una tienda y compro una botella de agua y me la bebo en
doscientos metros. En la estación, me siento en un banco donde ya no da el Sol,
que finalmente empieza a ocultarse entre las colinas que rodean la ciudad. A mi
lado hay una madre y su hija adolescente. Quizá incluso tenga los dieciocho
años, pero rezuma rebeldía por todos los poros de su cuerpo, y su gesto cansado
me dice que está harta de su madre. Hablan, por supuesto en alemán, y tras una
cuidadosa observación de gestos, descubro que la madre intenta decirle que los
vaqueros que lleva puestos no le sientan nada bien. Yo opino lo contrario, pero
como no me imporat demasiado, saco mi libreta de notas y empiezo a escribir.
La madre me mira de reojo, hasta que la cazo en su silencioso espionaje, y ella
retira la mirada con vergüenza y disimulo. La hija se ha puesto los cascos y la
ignora sin descaro alguno, y la madre, aburrida, pasea su mirada por la gente que
pasea por el andén a la espera del tren. Y luego, se rasca la costra de una herida
del brazos, hasta que su hija se arranca los auriculares y le echa la bronca. Yo
sonrío, divertido, y sigo escribiendo en mi libreta, y la madre vuelve a mirarme.
Parece que está a punto de decirme algo, cuando llega el tren.
Todos nos levantamos. Yo echo un trago de agua y entro y me siento, y me
quedo dormido hasta que el tren llega a Bern y atraviesa el puente sobre el río
396
Aar. Al salir de la Banhof, camino tranquilamente disfrutando del fresco que ya
cae sobre Suiza. Las tiendas están a reventar de gente, las calles rebosan terrazas
y al pie de la Torre del Reloj hay una marea de japoneses. Como siempre, el
baile del carrillón pasa antes de que yo llegue, y me resigno a no verlo más, o al
menos, a dejarlo para una futura ocasión.
El hambre retuerce mi estómago, y entro en una tienda y compro chocolate.
Aunque la cena esté cerca.
Para cuando camino ya de vuelta a Schosshaldenstrasse, los osos duermen en el
Baren Park, y tengo la súbita percepción de familiaridad con el ambiente bernés,
signo inequívoco de que me he acostumbrado al lugar y de que, inevitablemente,
la semana va pasando. El sábado está al otro lado de la esquina, y todo lo
anterior ha pasado en un segundo.
Como todo lo bueno, fugaz.
DÍA 7 (11 de junio de 2010) (Bern – Visp – Saas Fee – Visp – Bern)
Abro los ojos y me doy cuenta, de inmediato, de que hoy será el último día
(efectivo) en Suiza. Incluso antes de levantarme del colchón, lo noto en mis
huesos. Intento alejar ese atisbo de nostalgia anticipada que tanta lata me ha
dado siempre, y vivir el día como si no fuese el último. Acompañado por
primera vez en mi andadura, la noche anterior nos hemos marcado la ruta. Al
diseñar el viaje, el Matterhorn es un punto clave, el mítico monte Cervino, que
aparece en los Toblerone sin que nadie se haya fijado nunca (tampoco yo).
Una montaña con forma de pirámide que se eleva en el Valais como un coloso,
separando Suiza de Italia con sus casi 4500 metros de altura, una de las últimas
montañas alpinas en ser escaladas. Todo lo que leo sobre la montaña, además de
las increíbles fotos, la historia de la primera ascensión... llaman a mi frustración
al excluirla finalmente de la ruta. La semana avanza hacia su final, y el precio de
lo que nos cuesta viajar hacia Zermatt, el pueblo suizo a los pies del Matterhorn,
es demasiado elevado. Así, decidimos tristemente hacer la misma ruta que
hubiésemos seguido hasta Zermatt, pero en Stalden, tomar el valle de la
izquierda y ascender hasta Saas Fee, una conocida zona de esquí, tras la cual se
oculta el Matterhorn, invisible para nosotros.
397
Salimos emocionados a la calle en el amanecer fresco, y ataviados con mochilas
y pinta de montañeros nos dejamos caer por los senderos de asfalto entre las
altas casas, y echamos un rápido vistazo a la familia de osos del Barenpark antes
de atravesar el puente sobre el río Aar y caminar por las calles aún vacías del
centro histórico. Allí, como todas las mañanas, veo los camareros colocando las
mesas de terraza, gente esperando el tranvía o el autobús, la línea de fuentes
expulsando agua al frío de la mañana, camionetas descargando sus productos, y
algún que otro asiático a los pies de la Torre del Reloj. Repasamos mentalmente
el trayecto mientras caminamos rápidamente hacia la banhof de Bern: de la
capital suiza a Visp, y de allí a Stalden, y de Stalden a Saas Fee.
En la estación noto, de alguna forma, que es viernes y el ambiente está más
distendido, aunque haya el mismo número de ejecutivos, niños y jubilados, y
adolescentes. Quizá sea yo el que lo noto porque lo sé, pero nadie más pueda
verlo. El tren entra en nuestra vía como una exhalación controlada, y nos
subimos y sentamos en el piso superior. Mi lugar favorito. Mientras arranca
rememoro el día de la llegada, la confusión con la dependienta de la SBB, la
pareja de jubilados con el dulce alemán suizo.
Noto el sueño acumulado de días durmiendo poco, y aunque adormezco, me
obligo a mirar por la ventana, y así veo como el tren atraviesa un Thun que
despierta entre niebla, a los pies del lago. La máquina de hierro gira hacia el sur
y bordea el lago avanzando hacia Spiez. Antes de llegar a la pequeña ciudad,
gira de nuevo al sur y penetra en un largo túnel, tan largo que mi sueño me lleva
y en el duermevela observo sin ver la oscuridad de la caverna artificial. El túnel
es lago porque atraviesa bajo tremendas montañas, bajo el Jungfraujoch y el
glaciar de Alesch,... aunque imaginarme algo así está casi fuera de mi alcance.
Para cuando salimos del túnel, el Sol destroza nuestras retinas y me arranca un
largo bostezo. Fuera, el día es limpio como en Bern, y eso me alegra. Las
montañas se elevan por todas partes.
Nos bajamos en Visp, un pueblo anónimo y pequeño al pie de las montañas y en
el interior de un valle amplio orientado de oeste a este. A las ocho de mañana,
está desierto. Allí, mientras esperamos a que llegue el bus que nos lleve a Saas
Fee, mi anfitrión y compañero por un día, me explica que la gente del Valais es
diferente. Yo le pregunto en qué sentido, y el me dice que son más latinos, más
mediterráneos, cosa que me resulta chocante puesto que el Mediterráneo está a
unos trescientos kilómetros. No sé si tópico o no, pero me cuenta que son gente
más animada, divertida, más abierta y también más bebedora. Yo no sé si creerlo
o no. Desde luego, la gente suiza es extremadamente amable y simpática,
educada.
398
Llega nuestro bus, un microbus de la Die Post amarillo y que da un frenazo en la
dársena. El conductor, de unos cincuenta años y con el pelo blanco, lleva un
rostro encendido, con la piel enrojecida. Le enseño mi Interrail y le digo que
quiero ir a Saas Fee. Por primera vez, me topo con alguien que no parece saber
mucho de inglés. Mira confundido mi pase, y se saca un libreto de hojas
arrugadas de debajo del asiento y empieza a buscar. Mi anfitrión, por detrás, le
habla en alemán. Noto que la forma de hablar es, desde luego, diferente de la de
la gente del centro y norte de Suiza. Finalmente, se harta de buscar en la libreta,
y me dice que pase sin pagar y sin ticket ni nada que se le parezca. Algo muy...
parecido a la informalidad sureña. Nos sentamos entre risas, y mi anfitrión me
explica lo que han hablado. Que si yo soy un turista, que vamos a hacer
senderismo y fotos, que el pase le ha servido para ir a otros sitios sin pagar, etc,
etc. En realidad, los trayectos en bus de la Die Post no están incluidos en el pase,
y estoy zafándome de pagar casi veinte euros. Pero no nos reímos de eso, sino
de la despreocupación del conductor. Armando ya nuestras cámaras, el
impetuoso conductor nos saca de Visp, y comienza a subir por el valle. Las
paredes se elevan con timidez, poco espectaculares a tenor de las altas cumbres
que vislumbramos a lo lejos. Los árboles cubren la ribera del río que llega desde
los glaciares, y las laderas se encrespan muy poco a poco, llenas de escombreras
de desprendimientos, zonas donde la hierba ya está amarilla y otras en las que
resplandece llena de verdor, así ocupen zonas de solana o umbría,
respectivamente. Para cuando llegamos a Stalden, las paredes ya son verticales y
la llanura donde Visp se aloja es un recuerdo. A nuestro alrededor, se elevan ya
las cumbres con alberos cubiertos de nieve que resplandece a medida que el Sol
se eleva sobre ellas. Lo observo todo con la cámara de lado, evitando hacer fotos
a través del cristal. Todo me tiene un aspecto parecido a la región del
Jungfraujoch, pero al mismo tiempo distinto, aunque no sabría decir la
diferencia entre ambas. Dejamos Stalden y el viaje se vuelve vertiginoso. El
conductor olvida la prudencia y acelera al llegar a las curvas. El microbus se
inclina por debajo de las cornisas que sirven de protección frente a las avanchas,
y el conductor pita para avisar a cualquier imprudente que vengan dirección
contraria. Definitivamente, me creo (a la espera de conocer a más individuos)
que la gente del Valais es diferente. A nuestra izquierda, mientras ascendemos el
valle, cruzando sobre un río turbulento, pasamos los diferentes pueblos llamados
Saas: Saas-Balen, Saas-Grund, hasta llegar a un punto entre Saas-Fee y SaasAlmagell. Nos bajamos del bus agradeciendo al conductor no sé si el viaje o
seguir vivos o ambas cosas. En torno a una pequeña loma en lo alto del valle,
Saas-Fee es poco más que hoteles achaparrados y de cemento y tiendas que
viven a cuenta del esquí. Aparcamientos, una mini-grúa y el sonido de obras,
una esplanada para aparcar... sin embargo, aunque odio la forma en la que
399
explotan este lugar, todo ese artificio humano se apaga en comparación con lo
que nos rodea. Las cumbres crecen en torno al valle, por encima de los tres mil
metros de altura, durante casi 260º, y a medida que mi vista se dirige hacia el
glaciar, siguen creciendo hasta superar los cuatro mil metros.
La visión es espectacular, y visceral la sensación de sentirse diminuto como una
mota de polvo. Me estremezco por lo visto, aunque nadie más en el pueblo
parece verlo. La nieve resplandece a la mañana, y caminamos cariacontecidos
hacia la oficina de turismo, alojada en una caída del terreno rodeada de árboles.
Nos hacemos con un folleto de senderismo. Fuera, hace frío, y me arrepiento de
no haber traído más abrigo. Confío en que pronto nos pongamos en camino y el
calor del movimiento me atempere. A mi izquierda, el Sol amanece justo por
encima de una de las cimas. Eso arruina mis fotos pero no me importa.
Decidimos descender el valle hasta Saas-Balen. La ruta no parece ser muy larga.
Tras fotografiar sin mesura las cimas de más de cuatro mil metros, tras las cuales
se esconde el cercano pero lejano Matterhorn, echamos a andar dejándolas a
nuestra espalda. Atravesamos una explanada y veo una pareja de California, una
verde caqui y la otra naranja, juntitas como una pareja de enamorados que se han
encontrado tras vagar durante años sin hallar más que Vito y C15...
Dejamos atrás Saas-Fee que, como dijo el conductor de la Die Post, no tiene
nada si no vas a esquiar (nada que hacer, obviamente, más que observar el
espectáculo de la naturaleza monumental). Pronto nos vemos rodeados de abetos
y pinos. Armados con las cámaras, que no dejan de hacer fotos y más fotos, el
calor del Sol creciente nos calienta. El ruido de las obras de Saas-Fee desaparece
unos minutos más tarde, y nos envuelve el sonido de nuestros pasos y del
bosque, del aire rozando los árboles y de los torrentes de agua que encontramos
por doquier.
La señalización ambigua y/o nuestra falta de pericia hace que nos perdamos.
Nos damos cuenta al ver cómo termina el camino de gravilla que habíamos
seguido durante unos minutos de cháchara. Lo dejamos atrás, y caminamos por
un sendero de hierba alta casi invisible, entre árboles, y luego por el suelo del
400
bosque cubierto de faísca. Se vuelve tortuoso, y el terreno vertical. A nuestra
derecha, la ladera cae durante muchos metros, salpicada de miles de troncos de
pinos y abetos y rocas y troncos caídos. El suelo parece estar acolchado.
Escucho un estruendo.
Me paro a un metro del vacío. El terreno, de hecho, ya se ha vuelto blando y
débil. Varios arbustos ocultan la cascada y la caída vertical de unos cuarenta
metros. Mi compañero de jornada aparece por detrás, y ambos nos apartamos
entre risas, y comentamos inconscientes lo cerca que hemos estados de la
muerte. Damos media vuelta pues el paso por este punto lo corta la tremenda
cascada que no vemos pero cuyo estruendo nos apabulla. Me imagino rocas
afiladas, agua cristalina cayendo sin cesar y desperdigando espuma en el aire,...
mi compañero dice que debería indicarse que el camino conduce directamente a
un lugar así, y volvemos de nuevo al camino de grava. Justo a su vera se levanta
una bella casa de los Alpes, hecha de madera oscura y rodeada de un jardín
donde alumbran las flores de verano. Apoyado en la valla de su casa, nos
encontramos con el dueño de la casa, un nativo con la cara roja y fumando pipa.
Mi compañero habla con él en un alemán que sueña extraño. Más tarde me dirá
que le ha costado hacerse entender. Con nuevas indicaciones bajo el brazo,
desandamos parte del camino por el camino de grava, y aunque no tenemos
todavía muy claro cuál es el camino, emepamos a descender la empinada ladera
allí donde creemos que debe hacerse. El camino se convierte en un tiovivo de
curvas cubiertas de hoja de pino y abeto, que gira y gira y me recuerda a los
recorridos de las motos de cross.
Baja durante lo que parece una eternidad, al punto que mis rodillas empiezan a
sufrir del desnivel acumulado y la fuerza de hacerse frenar en contra de la
gravedad, y al final desaparece para correr a los pies de una pared de roca oculta
por los árboles, pero que aún así tendrá sus buenos diez o doce metros de altura.
A medida que seguimos bajando (¿Hacia donde?), nos encontramos grandes
peñascos, y yo me imagino un glaciar antediluviano arrastrando rocas de cientos
de toneladas con el paso de los eones.
Al fin, pletóricos en nuestra victoria vemos como el sendero llanea por campos
en el fondo del valle y entra en Saas-Baden. Casas con el tejado de gruesas
pizarra, madera y pequeñas calles.
401
Imágenes de vírgenes abrigando las señales de los caminos, y a lo lejos, el
centro del pueblo con edificios nuevos y la carretera y la Die Post pasando arriba
y abajo. Nos paramos un momento para beber y hacer unas fotos de las curiosas
casas, con el sudor alumbrando nuestra frente. La mañana es joven, y decidimos
seguir adelante. Al internarnos de nuevo en el bosque, desaparecen las
indicaciones. Pronto estamos de nuevo rodeados de abetos y pinos, del río
tumultuoso que cae desgarbado entre grandes rocas, de paredes y de alberos con
nieve. La animada conversación nos entretiene mientras hordas de mosquitos
nos atacan. Caminando al lado del río, descubro ovejas y cabras en un cercado
extraño, tiras de plástico que no parecen capaces de frenar nada. Mi compañero
me anima a tocarlas, y al hacerlo retiro la mano, electrocutado. Reflexiono en
voz alta que tendría que haberme parecido obvio... pero hay cosas que son
evidentes cuando uno ya las ha superado, y no antes.
Más adelante, en un pequeño grupo de casas que parecen abandonadas, nos
encontramos con lo que parece ser la rueda de un molino antiguo, tirada entre
dos árboles a modo de banco.
Desde allí, hacia atrás, el valle es un desfiladero amplio de paredes verticales
iluminadas por el Sol alto. Me parece increíble haber estado ahí arriba y bajar
hasta el suelo del valle. Me parece increíble la magnitud de todo lo que me
rodea.
Empezamos a estar cansados, o al menos esa la impresión que yo tengo. Sin
embargo, seguiría caminando mil horas más. El contacto con la naturaleza me da
una paz, una plenitud, que casi nada del mundo moderno me puede dar. Estando
aquí, en un lugar así, es mucho más fácil ver lo superfluo y lo sobrante, ver lo
que es necesario para vivir y lo que no es más que un artificio para acallar vacíos
interiores. Es fácil ver que la balanza en donde se pone lo que merece la pena y
lo que no, a veces, está inclinada hacia el lugar equivocado. Pero sólo lejos del
origen del ruido uno puede percibir que este existe, al notar el silencio y
escuchar lo que normalmente no se oye. Desconozco si mi compañero está
cansado, pero propongo seguir y él acepta. Siguiendo el avance del valle, hacia
Visp, quedan todavía muchos kilómetros de paredes y laderas y bosque. Con la
diferencia de que, si el camino a Saas-Baden estaba ambiguamente indicado, el
que sale de aquí en adelante no es ambiguo: es cero.
402
Desaparece todo atisbo de pueblo o de casas, y pronto estamos de nuevo entre el
bosque y por caminos en los que no siempre hay marcas recientes que indiquen
uso rutinario. La lengua de asfalto que es la carretera nos sirve de guía, pues
sabemos que va directamente hacia la civilización, pero en muchas partes del
camino, nada más que nuestra propia interpretación nos guía. El recuerdo de casi
haber perecido cayendo en aquella cascada invisible nos azuza para seguir y nos
aviva el humor. Alguna nube oculta el Sol por momentos, ofreciéndonos algo de
sombra. Cruzamos el río por un puente metálico, muy alaskeño, siguiendo una
indicación, y empezamos a subir una ladera donde han cortado los árboles, y que
nos ofrece cierta perspectiva de la parte del valle que ha de venir. Sin embargo,
las curvas del río hoy y el glaciar en el pasado, nos ocultan parte del camino. Lo
seguimos con la certeza de que nos llevará a algún lugar, y poco después
estamos internándonos en un prado vallado entre árboles y enclavado al lado del
río, donde un caseto oculta tras un candado dios sabe qué. Es aquí cuando mi
anfitrión hace la foto que sirve de portada de este libreto, y me siento igual que
en la foto, intrépido y aventurero. Me siento el Alex de Hacia rutas salvajes, o el
Jon Krakauer lanzándose hacia aquella esquirla de piedra helada en Alaska, o
como London o Kerouac en sus viajes, o mismamente como Colin Thubron en
sus andanzas modernas... pero mi viaje no es ni una sombra de los que me
preceden. Puedo sentirme intrépido pero sé que solamente es una impresión. Sin
embargo, es agradable sentirse así, vivo, absolutamente vivo. Porque en la vida
diaria, esa que viene marcada por el sonido del despertador, del tráfico, del
trabajo, de los ritmos de la comida y la cena, de la cerveza,... esa vida diaria nos
atonta y nos hace menos perceptivos. Nos obliga a la velocidad, a la celeridad. Y
así no se puede respirar.
Más tarde, llegamos a un pequeño pueblo que yace desierto a la una de la tarde.
Las nubes tapan la luz que cae al valle, y este se convierte en un ataúd húmedo y
gris. Los verdes refulgentes se transforman en el terciopelo oscuro de una caja
de joyas cerrada. Paseamos el pueblo desierto que se extiende a un lado y a otro
del río, más tranquilo en tierras llanas, y en el bordillo de unos pequeños
garages, nos sentamos a comer. A nuestra espalda, una iglesia ortodoxa con su
extraño cementerio de tumbas pequeñas y altas cruces, una iglesia santificada
por San Nicolás, y que parece competir con su versión católica, al otro lado de la
carretera.
Una excursión de niños rodea el altar ordotoxo mientras nosotros pasamos a
echar un vistazo y siguiendo el camino que nos lleva al norte, y de vuelta.
Empezamos a plantearnos si tomar o no el bus, pero lo vemos pasar y lo
dejamos ir, así que echamos a andar. Pronto, las nubes se esfuman y de nuevo
403
cae la luz encendiendo los colores. A estas alturas, llevamos caminando por
senderos más o menos practicables unas cuatro horas y media, y aunque yo sigo
con la emoción contenida y con ganas de continuar, me obligo a ser prudente
para detectar el cansancio en mi compañero de viaje. Bastante ha hecho con
ofrecerme techo como para que le obligue a una caminata brutal...
Llevamos un rato intentando encontrar Eisten, un misterioso pueblo que aparece
en el folleto informativo pero que no da aparecido... un rato más tarde, leemos
en un cartel que nos falta una hora para Eisten. Pensamos unos segundos si
seguir o no, parados al lado de la carretera y de un puente sobre el río, decenas
de metros más abajo. El valle salva ahora un desnivel importante. Digo de
continuar, y nos internamos por las casas del pequeño pueblo junto al puente. El
camino se interna entre ellas hasta el punto de atravesar las huertas. Dejamos
atrás la última de las casas pasando por un prado lleno de alta hierba, y al final
encontramos un cercado electrificado y un portón de madera cerrado. Amanece
la duda. Las casas no están muy lejos, así que podríamos preguntar, aunque
antes no hubiésemos visto a nadie. MI anfitrión dice que si el portón está
cerrado por algo es, pero yo insisto y salto. Él va detrás de mí. El sendero que
estamos siguiendo nos lleva hacia un grupo de árboles. Allí, al pie de unos
grandes peñascos redondos, cantos rodados de tamaño colosal, y bajo la sombra
de los árboles, vemos una pendiente de cemento que salva un hueco entre rocas,
y al otro lado, otro portón, esta vez metálico. No es imposible saltarlo, pero yo
tengo dudas al respecto y mi compañero ninguna duda. Damos media vuelta,
volviendo sobre nuestros pasos, saltando de nuevo el primer portón de madera,
atravesando huertos y el pequeño conjunto de casas hasta llegar de nuevo al
puente. Nos sentamos en la parada de la Die Post. Me siento algo frustrado por
no haber podido seguir, pero al mismo tiempo contento de haber llegado tan
lejos. A cálculo de pájaro, hemos hecho unos doce o trece kilómetros campo a
través...
Cuando el amarillo de la Die Post aparece a lo lejos, mi compañero alza el brazo
para que pare. Nos subimos, y mientras el conductor, mucho más sobrio y serio
que el otro, arranca, vuelvo a mostrarle mi Interrail, y mi compañero, detrás,
explica que el conductor anterior le dejó pasar. El cuento vuelve a colar, aunque
yo tengo la sensación de que no cuela, de que simplemente no tienen ganas de
pelearse con un turista mal de dinero. Nos sentamos en los asientos mientras las
curvas y la velocidad van inclinando el microbús en una u otra dirección. A la
derecha, el río continúa su excavación y el valle se hace profundo. Un centenar
de metros más adelante de donde la valla nos ha cortado el camino, vemos en
silencio un desprendimiento de rocas que ha sembrado de piedras la ladera y ha
sepultado el camino. Esa es la razón de la valla, y yo noto que acabo de asimilar
404
una importante lección.
Nuestro viaje en bus sigue plácidamente hasta que de nuevo estamos en bus. Al
habernos sentado, notamos de golpe el cansancio en las piernas. Intentamos
pasear por el pueblo, mucho más vivo que a las ocho de la mañana, pero sin
poder sacarse de encima la etiqueta de pueblo de paso. Al oeste, siguiendo la
carretera, están el pueblo de Sierre, y cruzando la frontera, el Chamonix y el
Mont Blanc; al sur, Italia a un respiro, y al norte la Suiza llana de Berna, Basel,
etc. Paseamos por sus calles hasta terminar en una plaza adoquinada y desierta,
en torno a la cual se alzan una biblioteca y el ayuntamiento, todos pintados de
blanco como llamando a la luz. Nos sentamos en un banco y estiramos las
piernas. No vemos a nadie.
Un rato más tarde, volvemos a la estación y nos sentamos a esperar el siguiente
tren de vuelta a casa. Este no tarda mucho en llegar. Como siempre, subimos y
nos sentamos en la planta de arriba. Frente a nosotros, veo a lo que más tarde
llamaré '(descomunal) femme fatale en un tren de Visp a Bern (Switzerland)'
(http://lallamadadelatrascendencia.wordpress.com/wp-admin/post.php?
post=70&action=edit):
Al entrar en el tren me siento donde siempre, subiendo al segundo piso y junto a
las escaleras, para que al llegar al estación de destino no tenga que hacer cola
para salir del tren. Frente a mí se materializa ella.
El tren se pone en marcha, un traqueteo leve y olvidado. Fuera, se elevan
montañas como colosos, cumbres casi nevadas a pesar del Sol de junio, laderas
que caen hacia el fondo del valle como una ola de tierra oscura y musgosa.
Crecen los bosques. Arriba, un cielo azul brumoso, y parece que el aire se
enciende.
Frente a mí, ella.
Que mira por la ventana, absorta sólo en apariencia, con la melena rubia
despeinada. Lazos de pelo ondulado caen por delante de su cara, mientras el
grueso se lo ata tras la cabeza, con dos lapices negros cruzados. Una frente
escasa y una nariz fina y respingona, y unos ojos verdes grandes y brillantes
bajo los cuales unas ojeras oscuras violáceas reinan y llaman al insomnio (otra
vez). Unos grandes cascos cubren sus orejas, con el arco por encima de la
cabeza como una diadema, unidos a un iPod como un feto a su madre. La
música salta fuera, llena de graves, y flota en el aire fresco del vagón, que
traquetea en una curva antes de penetrar en un largo túnel. Ella masca un chicle
con descaro, mostrando unos dientes blancos, y de vez en cuando, tararea en voz
alta una parte de la canción, con una voz suave pero algo rasgada. Humedece sus
labios gruesos en un gesto calculado. Salimos del túnel y el Sol ilumina su
405
rostro. La piel es pálida pero con un matiz amarillento.
Disimulo que no la miro y miro por la ventana, en donde la luz del vagón hace
que se refleje su rostro. Ella ha dejado de cantar y se inclina hacia sus bolsos.
Primero rebusca en el más grande, de tela blanca y pintado a mano con letras de
colores, acuarela pintada sobre un lienzo de tela. Las palabras están en alemán o
francés, y no conozco ninguna, excepto l´oeuf y, precisamente, l´amour. No
encuentra lo que busca, así que pasa a buscar en un bolso más pequeño, de
cuero, y luego saca tabaco de liar y un papel. Toquetea el papel, que refleja la
luz del Sol quedamente, y después se pone a liar un pitillo. El movimiento de
sus manos, experto y firme, se vuelve una danza absolutamente seductora.
Erótica, irresistible. La miro y noto que no soy el único.
No sé su nombre (cómo para preguntárselo), pero mentalmente la llamo Laetitia.
Termina de liar el pitillo, y juega con él pasándolo entre los dedos como la varita
de una animadora. Luego lo deja a un lado, con gesto de fastidio porque no
puede fumárselo en el tren. Se pone un fular morado y casi transparente,
enrollado al cuello como una boa constrictor, y luego parece quedarse dormida,
con la cabeza apoyada de lado sobre el cristal de la ventana. Sólo disimula,
disimula otra vez para que la miren, y yo caigo en el embrujo y aprovecho su
falso sueño para mirarla. Sobre la piel de su pecho desciende un collar de bolas
oscuras, y luego un top verde oscuro escaso, y bajo él un sujetador negro cubre
unos pechos pequeños. El aire acondicionado revela sus pezones erectos, y las
tiras del sujetador se despeñan de sus hombros y caen casi hasta los codos. En su
muñeca izquierda alumbran pulseras de cuero y bolas entrelazadas, y al otro
lado, un curioso reloj infantil, y sobre su mano un tatuaje de henna hecho de
espirales y esferas y estrellas.
Un minuto más tarde, consciente de que ya todos la miran, abre los ojos que
brillan insólitos y conscientes, y esboza una sonrisa de satisfacción y baja la
mirada y luego la dirige afuera.
Con descaro miro la falda que cubre sus piernas, azul oscura y hippie y
vaporosa, bajo la cual asoman dobladas bajo el cuerpo sus pies descalzos y
pequeños, con lunares negros pintados sobre las uñas y un tatuaje que se insinúa
en su pantorrilla.
Es casi demasiado erótica, habita una débil frontera entre lo vulgar y lo
exquisito. Pero domina el equilibrio, y estoy seguro de que jamás caerá a un lado
u otro.
Se despereza, estirando sus brazos e inflando su pecho. Me permito una sonrisa,
y saco mi libreta y sobre una página perdida, escribo acerca de ella. No mucho,
solamente palabras sueltas. Eso parece desconcertarla, pero evita mirarme
cuando yo hago un alto buscando la palabra justa. Pocos segundos más tarde,
tras rebuscar en su bolso blanco, también ella saca una libreta. Pero sobre sus
páginas cuadriculadas no hace sino garabatos: espirales sin fin, estrellas que se
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complican hasta convertirse en borrones, palabras sueltas, letras con diéresis y
muchas consonantes (jujijastkli, por ejemplo). La ignoro y sigo escribiendo. Ella
se aburre y echa un trago a una lata rosa donde leo Cardinal Love. Luego guarda
la libreta, y finalmente, esta vez de verdad, se duerme.
Miro sus ojeras, que me transmiten una familiaridad difícil de describir. Afuera,
las montañas ya están lejos y el valle se ha ampliado y hay casas típicas y vacas
y praderas y bosques. Vislumbro un lago a mi derecha, entre colinas.
Suspirando, reflexiono sobre mi viaje, mientras la observo y descubro una gota
de saliva que asoma entre sus labios abiertos, y resbala casi a punto de caerse
pero permaneciendo en el límite.
El límite en el que ella habita.
El límite en el que, al fin, habitamos todos.
Más tarde, llegamos a Bern, nos bajamos del tren, mientras que ella sigue hacia
tierras del norte de Suiza. Nosotros, a Schosshaldenstrasse. Ella, al pasado de
nuestros recuerdos. Agotados, con la sensación de haber pasado un gran día en
un gran lugar. La aventura del Valais, terminada. Y la de Suiza, casi también.
DÍA 8 (12 de junio de 2010) (Bern – Zurich Flughafen – Santiago de
Compostela)
Amanezco temprano el día de mi partida, y silenciosamente recojo mis cosas y
las voy metiendo en la maleta. Con el miedo interno de que me pase de peso y
me hagan pagar en el aeropuerto. Ya me he despedido de mi anfitrión y su
familia, con un aquel ya de familiaridad, ese que regala el paso de los días. El
día en Bern está entre limpio y ahumado, como si alguien estuviese preparando
unas buenas brasas para la hora de comer.
A la maleta se van los regalos que llevo a mi familia, pues aunque no lo reflejen
las palabras, turista soy, para aventurero aún me falta. Hay un cuerno alpino, un
cencerro, chocolate, una piedra con forma de fósil,... hago un ovillo con la ropa
sucia, y con la retahíla de folletos y papeles y tickets de bus y tren y ferry, los
paso uno a uno intentando descartar el que no sirva absolutamente de nada, pero
al final los meto todos en uno de los compartimentos de la maleta. Desayuno
algo frugalmente, y me decido a irme. Todavía no sé muy bien qué haré en el día
de hoy. El planing previo incluye visitar Zurich, puesto que mi avión sale por la
tarde, pero el cansancio de toda la semana, y de ayer, hace mella en mis piernas.
Y en mi ánimo. He visto tantas maravillas, tantos lugares singulares, gentes y
aspectos y fisonomías, tiendas y artificios, cielos y suelos,... no sé qué me puede
ofrecer Zurich. Lo que leo en internet no me llama la atención: la capital
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financiera de Suiza, con una city de altos rascacielos, una ciudad perfectamente
comunicada con Europa por medio de un moderno aeropuerto, y estaciones de
tren y bus que ven partir viajes en todas direcciones.
Guardo mi Interrail, compañero de viaje. Se han agotado los días y tendré que
pagar el viaje hasta el aeropuerto de Zurich (unos 28 euros). A estas alturas, ya
no sé si esos euros me duelen o ya no. Cierro al fin la maleta y miro alrededor de
la cama hinchable por si me dejo algo. No parece que sea así, pero revisar con la
mirada me permite aprehender esa habitación en la que he terminado
invariablemente las jornadas de este viaje. Salgo al balcón y observo el Gurten,
a lo lejos, y la casa de enfrente, y escucho el casi silencio de una mañana de
sábado a las puertas del verano en un barrio encantador y tranquilo.
Me decido, al fin, a irme. Yo y mi anfitrión bajamos las escaleras del bloque, y
salimos dejando atrás los buzones y el parapeto de las bicicletas y el pequeño
jardín descuidado, y caminamos calle abajo hasta la parada de bus. Con la
maleta arrastras, no puedo ir hasta la estación, pero me duele en el alma no
volver a hacer el paseo por las grandiosas casas, los senderos hasta el puente, el
Barenpark, la zona vieja y finalmente la plaza. El bus llega con su rojo y nos
subimos, y avanza calle abajo en la curva, y enfila hacia la rotonda junto al
Barenpark. Allí los osos se desperezan como si también ellos tuviesen fin de
semana y no fuesen iguales todos sus días. Todavía no hay nadie en lo alto con
sus cámaras. El Aar fluye a sus pies con ese azul cianuro de las aguas glaciares.
Más allá atravesamos calles casi desiertas, gente que pasea en bicicleta, un
grupo que se prepara a las puertas de la iglesia, camionetas descargando...
llegamos a la estación demasiado rápido. Me hubiese gustado dar más y más
vueltas por la ciudad hasta aburrirme.
En la estación no hay tanta gente como durante la semana. El flujo es menor y
hay más grupos de adolescentes rezumando hormonas por todos los poros de su
cuerpo. Me compro el billete al aeropuerto, pagando con tarjeta y sin mirar, y
caminamos con la maleta arrastro hasta el andén. Allí esperamos cruzando frases
insustanciales, esas previas a una despedida. En el suelo, los mismos chicles
pegados que otros días, los mismos bancos de metal gastado. A un lado, la
oscuridad de una estación subterránea que penetra en la tierra, y al otro, la boca
de la estación con el cielo cruzado de cables. Llega el tren. Me despido de mi
anfitrión incapaz de expresar mi agradecimiento, como siempre me ocurre, y
subo. Dejo la maleta a un lado y me siento. El tren avanza. Durante unos
segundos sufro un ataque de pánico al no encontrar el billete recién comprado.
En mi cartera sólo veo billetes gastados. El revisor se acerca, ya está al fondo
del vagón. Yo encuentro con un largo suspiro mi billete. Durante unos segundos,
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me he olvidado de la nostalgia y los recuerdos y las satisfacciones y el miedo al
avión. Pronto volverán. El revisor pasa y yo le tiendo el billete rebelde. El tren
ya está cruzando el río Aar, en lo alto del puente metálico, y yo me pongo mi
música y saco la libreta de notas. Quiero apuntar algo.
Al otro lado del pasillo, una chica mira como escribo. No es una sensación
desconocida para mí, pero lo que me sorprende es que a continuación saca una
libretita y también ella se pone a escribir, echándome fugaces miradas. Lleva
una camiseta de tirantes blancos, unos leggins negros y sandalias. Sus uñas de
los pies están pintadas de negro, su pelo liso y castaño. Sus piernas parecen
anchas. Sobre la mesita, tiene entreabierto un libro. Se cierra sólo y leo su título:
'Lila, lila', de un tal Martin Suter. En mi oído, Isabel (TAB) me repite que ella se
lo dice, que no hay problema, que no entra en detalles. Más allá del cristal, todo
es una neblina densa, y las siluetas desenfocadas de pueblos y edificios y
campos hacen que el viaje se vuelva vertiginoso. ¿O es acaso el hecho de que se
termine lo que lo vuelve casi supersónico?
Internamente, decido no detenerme en la ciudad de Zurich. He rumiado la
decisión casi desde el momento de salir de Schosshaldenstrasse, y ahora que lo
murmuro ya no hay forma de ir atrás. Nadasurf me canta sobre la popularidad en
los institutos americanos, y Second acerca de no sé qué de un rincón exquisito.
Todo parece alimentar mi ego, y mi mente se vuelve más lúcida con el paso de
los kilómetros. Las canciones me avivan. Me pregunto si lo que llama la
atención de mí es mi libreta de notas, mis cascos verdes o los lemas de mis
camisetas, inusuales en tierras suizas.
Tras el cristal campos verdes, me despido de ellos sumisamente, sin saber
cuando los volveré a ver, y me digo que qué tipo de gallego soy, que volviendo a
su tierra echa de menos otras y no añora la suya.
La chica que toma notas sigue haciéndolo, y por un momento parece que va a
decirme algo, pero luego sonríe bajando la mirada y sigue escribiendo. Me gusta
la idea de que haya inspirado a alguien a que escriba unas palabras, del mismo
modo que yo me he aprovechado de este país y sus gentes para arrancar palabras
de donde antes no había más que una página en blanco. Por un instante, también
yo estoy a punto de decirle algo, de preguntarle sobre qué está escribiendo, pero
me cohíbo en el último instante. Ella se da cuenta y sonríe y escribe. Quizá esté
creando un personaje, quizá una situación, quizá la lista de la compra, quizá
nada...
Siguen sonando canciones. Llegamos a Zurich, penentrando en la zona industrial
409
repleta de almacenes y fábricas. Por primera vez desde Bern, el tren se detienen.
La chica se levanta y nos echamos un último vistazo antes de que desaparezca
escaleras abajo. Así nos despedimos, anónimos, como las miles de miradas que
la gente se cruza cada día en la calle, como los cientos o miles de caras que he
mirado esta semana... ¿cuánto perdurarán en mi memoria? ¿Cuánto en la suya
propia? ¿Cuánto?
El tren arranca y noto una brisa de aire caliente en mi cara, y anoto en mi libreta:
'Magnífica brisa biónica'. Palabras que se perderán en estas cuatro paredes en las
que me encuentro...
Dentro del aeropuerto tengo la impresión de que no ha pasado más de una
semana, de que acabo de llegar. Paseo arrastrando mi maleta porque no me
apetece gastar diez euros en tenerla en una consigna. De todos modos, no iré
muy lejos. Con el paso de los minutos, me conozco toda la zona de tiendas. Un
rato más tarde, sobre la una, me siento en el McDonals, y me como una sabrosa
y tóxica Big Mac. Mientras lo hago, tengo un fugaz pensamiento, tan irónico
como triste: que el avión se estrella de vuelta a Santiago y la última comida que
prueban mis papilas gustativas es una asquerosa hamburguesa... Me pregunto si
el pensamiento procede del monstruo que vive agazapado en mi mente y que se
encarga de hacerme temer los aviones y volar.
Faltan horas para que salga el avión, y yo me entretengo en la zona libre. Sobre
una gran tela blanca se proyecta el Greece – Korea, el segundo partido del
mundial. Detrás de mi mesa, una familia de coreanos vive el partido con
intensidad. Una de las hijas se parece a Sun (Lost). Con la llegada del primer
gol, los coreanos estallan y el padre de familia se levanta y alza los brazos como
si se acabase de hacer millonario, tal fervor patrio arde en su pecho. Yo me
levanto un rato más tarde, cruzo unas mamparas, en donde una pantalla más
pequeña enseña también el devenir del partido. Hay sofás y la gente sigue el
partido con más o menos intensidad. Me siento en uno de los sofás, la maleta a
mis pies. A mi lado, una griega sufre con el mal juego de su selección. Pienso
que si eso es lo único de su país que tiene que maldecir, viendo las noticias de
cómo la crisis azota la nación helena,... el partido termina con la victoria de
Corea, y escucho a la familia de coreanos celebrándolo al otro lado de las
mamparas. La griega se maldice.
¿Eres griega?, le pregunto. Y ella hace un gesto como de que resulta evidente.
Si.
Otra vez será, supongo, le digo.
Es cierto.
410
Me levanto otra vez y doy un paseo. Me siento tranquilo a pesar de que en unas
horas debo volar y no tengo porros a mi alcance (mi arma secreta). No me he
atrevido a traerlos a un país tan estricto como Suiza. Aún así, me siento pleno.
Ahora me voy, apreciando el ambiente en el que he vivido estos días, me siento
cómodo, consciente de que, aunque malo, mi inglés me sirve para comunicarme
con un mínimo de garantías. Me voy con la certeza de que viajar en soledad es
un placer maravilloso que todo el mundo debería practicar alguna vez en su
vida. Quizá no al modo de Colin Thubron, o los grandes escritores viajeros del
pasado, pero sí de un modo semi-turista.
Me voy, en fin, sabiendo mucho más de Suiza de lo que sabía antes. Conociendo
Suiza en un sentido casi vital.
Con el paso de las horas, me doy cuenta (como si no lo supiese antes), de que
los aeropuertos están perfectamente diseñados para el consumidor. Es fácil ver,
sentado en un banco junto a las tiendas, como los pasajeros caminan entre dudas
y terminan entrando y consumiendo. Yo mismo soy uno de ellos, uno de los que
cae innecesariamente en el capitalismo exacerbado que nos rellena los vacíos
con productos de calidad perfectamente colocados en sus instantes en una falsa
impresión de orden y utilidad.
Me siento de nuevo en las mesas junto al proyector, y observo la fauna del
aeropuerto escuchando Hola A Todo El Mundo. A un lado, hay tres adolescentes
trasnochados vestidos como auténticos dioses del hip-hop, que toman zumo
como si fuese una botella de vodka, y que han abierto una bolsa de patatas fritas
sobre una mesa. No muy lejos sigue la familia de coreanos, todavía contentos
hablando del partido, con sus normalmente graves y serios rostros asiáticos
deformados por una sonrisa de alegría. Frente a mi una pareja estereotipa de una
tacada miles de tópicos. Ambos rubios y de ojos azules, esbeltos y en cierto
modo guapos. Ella habla sin parar, rodeada de bolsas de tiendas del aeropuerto,
y él mira la pantalla vacía sin hacerle el menor caso. Yo me pregunto cómo
puede hacerlo y como puede ella no darse cuenta. De pie junto a unas plantas,
un nigeriano que habla por el móvil y que le cuenta a alguien que pronto
empezará el partido de su selección con Argentina. Parece muy emocionado. Y
alrededor, todo el tiempo, una muchedumbre anónima se mueve sin cesar,
entrando y saliendo, subiendo y bajando, hablando por el móvil, comprobando
sus billetes de embarque, revisando sus enseres, mirando la hora, gritándose,
riendo, soñando, preocupados,...
411
Ahora estoy, tristemente, tratando de embriagarme con unas cervezas, de
anestesiarme para que el vuelo transcurra más tranquilo. Sin embargo, es todo
muy caro, y todavía falta una hora y media para subirme al avión. Para cuando
lo haga, el efecto de las cervezas se habrá ido y con el lo plácido que hubiese
podido tener el vuelo. En mi cabeza, Manolo García canta 'Vendrán días', han de
venir, y yo me digo que sí, que vendrán días, que el avión alzará el vuelo con
menos gracia que cualquier ave pero con eficacia. Mi mente cae de nuevo en las
holografías del universo, en las realidades paralelas o en las realidades
incompletas, pensamientos que se pierden por la imposibilidad de ser transcritos
en su totalidad. Por el rabillo del ojo, diminutas burbujas de dióxido de carbono
ascienden por el dorado contenido del vaso de cristal, ascienden hacia una
atmósfera en la que se diluirán perdiendo su personalidad y cayendo en el
anonimato de la masa. Me pregunto si todo esto que me rodea no es más que
algo parecido a Matrix. ¿Existo realmente? O, quizá, solamente me proyecto a
mí mismo con la capacidad, ¿de qué? ¿He creado yo a Manolo García y con mi
mente le hago cantar a mi oído? Mientras me planteo tonterías del estilo, veo
que la sala de espera alrededor de mi puerta de embarque está vacía. La cerveza
me abotarga, me hace más lúcido para unas cosas pero menos para otras. Me
gusta la sensación, pero me pregunto cuánto durará.
Mi aventura suiza llega a su fin: Sweiss, Svizzera, Suisse, Switzerland, ¿cuándo
volveré aquí? He paseado por las llanuras del Rhein, por las montañas del sur
del país, por las ciudades pequeñas y acogedoras. He navegado los lagos y
caminado los senderos, he subido en teleféricos a miles de metros de altura. Mis
oídos han escuchado cientos de canciones diferentes, han escuchado el francés y
el inglés y el alemán y el bernés y el italiano, también tailandés, chino,
japonés,... por momentos, fugaces, he llegado a maravillarme de la diversidad
que nos ofrece la población humana. He visto mil y un tonos diferentes de verde,
los ríos de aguas glaciares y resplandecientes, los montes... Me he enfrentado al
miedo a hablar con desconocidos, he encontrado gente amable por doquier,
precios caros por todas partes. Te he echado de menos, te he añorado, te he
recordado. Se me han ocurrido relatos, novelas, imágenes, en fin, me he
inspirado. Me he sentido único y al mismo tiempo parte de un todo, me he
sentido pleno y en paz. Me he sentido, otra vez, especial.
Me doy cuenta de que Colin Thubron, referencia en estas lides, termina siempre
con un aquel de tristeza nostálgica y contemplativa, un tufillo que huele a 'antes
era mejor'. Siempre me había preguntado por qué. Un final así funciona, pero
además ahora compruebo que es absolutamente realista.
412
Dentro de un rato, huiré corriendo hacia el oeste, como si huyese del atardecer.
Una batalla desigual que perderé antes de empezar. Mientras yo huyo, o
probablemente antes, esa misma luz que me alumbra se escapará del fondo de
los valles por los que he caminado. Pero no de las altas cimas, en donde los
rayos del Sol seguirán cayendo oblicuos sobre las nieves perennes.
Pero el viaje aún no ha terminado. El final se escribe en Compostela. Sin
embargo, es ahora, en el aeropuerto antes de subir al avión, cuando me gustaría
tener frente a mí a Colin Thubron. Preguntarle: ¿Cómo lo haces? ¿Cómo coño lo
haces? ¿Qué es lo que te inventas y qué no? ¿Cómo recuerdas todo eso que
vives? ¿Cómo? Tras escribir todas estas páginas, me doy cuenta de lo difícil que
es.
La cerveza no lo ha conseguido, no me anestesia.
–¿Cómo ordenaré todo esto para que el que lo lea lo entienda?
–Eh, pero no disimules. Te importa muy poco que te entiendan o no. Escribes
para ti, no para los demás.
–Cierto. Pero me gustaría que a alguien le gustase, que alguien me entendiese.
–¿Buscas la aprobación de los demás? Esto es nuevo.
–Y yo qué sé lo que busco. Quizá no busque nada, quizá sólo sea matar las
horas. A veces me pregunto qué haría con tanto tiempo... quizá busque lo que
todos. Quizá lo encuentre algún día, o quizá no. Quizá lo que busco esté en un
lugar que todavía no he visitado, o quizá esté sentado en casa esperándome.
Quizá duela, quizá me haga llorar.
–Muy épico.
–Y tú muy imbécil.
Al fin el avión despega, y yo me adormezco escuchando a Sigur Ros con el
recuerdo de un viaje que no sé si ha ocurrido de verdad o es solamente una
mentira. Abajo, las nubes.
Se termina el viaje, mientras nos comemos las nubes y devoramos el Sol
moribundo. Es el fin.
413
¿El fin? No, no ha terminado aún. Como he dicho, el relato debe terminar con
tristeza, con mucha tristeza, esa tristeza difícil de definir, difícil de amarrar, con
los 'ciclismos' (por cíclico), los azares y la multiplicidad de interpretaciones.
No, no termina. Y no, no entiendo.
Los viajes no terminan, porque cuando uno cree que terminan, de hecho no
hacen más que empezar.
Suiza no termina.
Empieza.
Y esto si que es un fin.
00:51, 13 de junio de 2010, EDC.
414
415
Mijail
Mijail se acercó a la ventana, con pasos lentos y ligero el peso de su
cuerpo, crujiendo la madera seca y vieja. Así crujían también sus huesos,
sus músculos fláccidos y que llamaban ya a la tumba. Levantó el cristal
sucio de la ventana, y apoyó sus codos en el alféizar cubierto de arena y
polvo. Observó el mundo a través del vidrio gastado de sus ojos,
reconociéndolo como hacía cada mañana. La lengua estrecha y gris de
arena mojada se extendía a izquierda y derecha, encajonada por la
espuma salada de las olas rompientes y por la hierba seca y alta que
gracias al viento lamía también la arena. La playa, encerrada. Y más allá,
entre el horizonte de agua y cielo gris, una línea que en el fondo no
existía separaba dos realidades que se reflejaban a sí mismas. Ululó el
viento, colándose en el interior de aquella gran casa vacía y hueca como
un cascarón por tiempo abandonado al vaivén de los segundos y los
instantes, y Mijail respiró aquel aire frío como si tuviese la necesidad de
calentarlo con el fuego de sus pulmones gastados.
Viejos serán mis huesos, pero mis sentidos funcionan, murmuró.
Había también dos islas, dos cascotes de roca muerta que emergían entre
las aguas como icebergs varados. Mijail las miraba todos los días, las
analizaba tratando de bucear en sus colores apagados, pero nunca
encontraba nada. Y luego, a medida que la tarde avanzaba con melifluo
tránsito, la niebla corría desde más allá de la curva y se abalanzaba sobre
las rocas, las sobrepasaba y caía hacia la playa, cubriendo la arena gris y
convirtiendo a Mijail, y su casa, en un navío inmóvil rodeado de un mar
de bruma plateada. Hasta que caía la noche y volvían los demonios.
Se retiró de la ventana, la cerró, y se arrebujó en una manta y en el aire
fresco que permanecía en la habitación. Cayeron sus huesos en la butaca
vieja y raída. En la mesita a un lado había unas hojas amarillentas y
cuarteadas. Las tomó con sus yemas y sus pupilas negras como el tejido
del cosmos cayeron sobre cada letra, sobre cada trazo conocido.
‘Aquí todo es muy duro. Apenas he podido dormir. A mi lado, Johny tiene
una pierna gangrenada y Thomas no deja de toser. Creo que es
tuberculosis. Se nos está acabando la munición y la trinchera se cubre de
cadáveres. No sé cuánto podremos resistir. Yo me consuelo recordando tu
pelo y escribiéndote cartas bajo el cielo gris de humo. Creo que es el
fin... Sólo me consuela el hecho de que mi sangre servirá para que tengas
una vida larga, para que puedas cuidar de nuestros hijos...’
Latieron las cicatrices de las balas en su hombro y en sus brazos, en una
pantorrilla, pero latió más su corazón, recordando. Dejó las hojas a un
lado. No necesitaba leer aquellas palabras, las tenía grabadas. Aquella
trinchera había sido su vida durante días, un grupo de almas abandonadas
a su suerte, sin munición apenas y sin comida, bajo la caída de lluvia
helada o de nieve, y bajo el fuego enemigo. Recordaba perfectamente
aquel aire frío mezclado con la ropa empapada y el olor a muerte. Si
cerraba los ojos, creía estar de nuevo allí. Sus superiores habían
renunciado a aquel bastión ya perdido en el frente, rodeado de enemigos,
pero eso Mijail y sus compañeros no lo sabían. Les tocaba morir. La tierra
mojada se deshacía sobre sus hombros, como pan viejo y duro, y el metal
frío en sus manos, y el cielo gris y lleno de humo de cañones y morteros,
y el rojo llameante de la pierna gangrenada de Johny, llena de pus y
rodeada de suciedad, y la tos de Thomas era el aliento pútrido de la
muerte.
Durante días, las cajas de munición consumiéndose en una cuenta atrás
hasta que la parca apareciese en aquel exiguo corredor. Caían los
hombres, se acumulaban los cadáveres, que a los ojos de Mijail se iban
azulando, el mismo azul que el de un cielo despejado al caer el ocaso. Así
se teñían también sus ojos.
Y una tarde, un silencio como ningún otro que recordase aplastó aquel
lugar. Se serenó el aire, no hubo disparos ni la matraca de los obuses de
artillería, y solamente se escuchó el respirar de una tierra vacía. Mijail
dejó su arma sobre el suelo encharcado, y se giró y alzó sus piernas hasta
que sus ojos llenos de legañas y de grasa de motor miraron la larga
explanada cubierta de cascotes de balas, de hoyos y de pedazos de
madera. Y una profunda sábana de niebla que corría sobre ella como un
tsunami. Jamás sintió Mijail un miedo tal, cuando de la niebla que
avanzaba hacia él surgieron un sinfín de cascos negros y las armas
alzadas y un tum-tum que no eran más que un millón de pies golpeando la
tierra ya machacada. La niebla y la muerte, esa era la pesadilla de Mijail.
Se acarició las manos y luego las colocó como artefactos muertos sobre la
manta que le cubría, y respiró hondo tratando de escapar de aquella
sensación amarga que cubría su lengua. Oh, y allí estaba, decenas de años
más tarde, recordando como un viejo estúpido aquellos momentos,
recordando la niebla que caía hacia él y la muerte en sus botas negras.
Latían, latían las cicatrices, latía su corazón ardiente, latían sus ojos ahora
limpios de grasa pero sucios del paso de los años.
Le atrapó el sueño inquieto entre aquellas visiones de un pasado que
había sucedido hacía tanto, arrebujado en su manta, en una casa vacía
pero que le protegía, las hojas viejas sobre la mesita, cuarteadas como la
piel de sus manos y de su rostro. Para cuando le llamó el mundo, Mijail
comprobó que había avanzado el día y que la tarde moría. Y
enfrentándose a sus demonios, retiró la manta y se acercó a la ventana.
Tras la cual, en procesión veloz y siniestra, la niebla avanzaba cubriendo
los dos islotes abandonados, sobrepasando las aguas que rompían
tranquilas y grumosas en la orilla de arena y de cantos rodados,
empujando la lluvia o la nieve, asustando la hierba seca y haciendo crujir
aquella casa vieja.
La niebla y la muerte, una vez más. Y Mijail con los pies sobre el suelo,
el pecho abierto y los ojos bien atentos. La niebla cayendo sobre la casa,
envolviéndola.
Cada día vienes, vieja amiga, murmuró, y cada día te vas.
FIN
Ernesto Diéguez Casal, 18:29, 2 de abril de 2010
El abuelo ha muerto
Me levanté de cama con sueño, como siempre que me obligaban a dormir
la siesta. Lo odiaba, y mientras caminaba por el pasillo contando las
motas negras sobre las baldosas grises, noté aún las marcas de las sábanas
sobre mi cara. Mi abuela estaba en la cocina, pero yo fui silenciosamente
al salón. La luz de media tarde entraba a raudales por las ventanas, y
durante un buen rato, me entretuve jugando con mis dinosaurios.
Emprendía verdaderas batallas haciéndolos escalar sobre el sofá,
lanzándolos al aire y haciéndolos chocar. En uno los envites, la pirueta
fue demasiado violenta, y un triceratops salió disparado hacia la
estantería. Vi con horror como chocaba con una figura de cristal,
derribándola y haciéndola caer al suelo. Estalló en mil pedazos, y me
quedé paralizado. Mi abuela apareció en menos de tres segundos. Con su
rostro contrariado, empezó a reñirme. Yo dejé de escucharla, poniendo mi
falsa cara de culpa. No había sido culpa mía, era cosa de la suerte. Con un
último grito, me instó a que desapareciese, ¡a la huerta!, gritó. Salí por la
puerta de mal humor, y bajé por las escaleras. Vivíamos en un piso de
varias plantas, alquilados, y nuestros vecinos de abajo, los dueños del
edificio, tenían una bonita huerta a un lado del río. Arrastré los pies con
desgana. Hacía mucho calor para estar en la huerta, pero cuando mi
abuela se enfadaba no había nada que hacer. Odié por momentos aquella
estúpida figurita de cristal. Al llegar a la entrada del edificio, abrí la
puerta que me llevaría al garaje, y más allá, a la huerta. Escuché entonces
el ruido de la puerta de la calle, y me di la vuelta. Intuí que era mi madre
la que entraba, y no estaba equivocado. Pero entraba cubriéndose la cara
con las manos, el rostro enrojecido y corriendo. Desapareció escaleras
arriba sin hacerme el menor caso. Yo me quedé allí parado, inmóvil, sin
comprender nada. Mamá no suele llorar, pensé. Pero no le di mayor
importancia. Por alguna razón, aquello no me parecía necesariamente
malo. Bajé las escaleras estrechas hasta el garaje, y bordeando los coches,
disfruté del aroma a gasolina que impregnaba el ambiente cerrado y
húmedo. Luego, salí a la huerta. La gasolina desapareció, y un sinfín de
olores explotó sobre mí. La huerta era un cuadrado amplio poblado de
árboles frutales, viñas, un pozo de paredes blancas, y unas casetas en
donde descansaban los perros de caza de mi vecino. Y bajo un gran
ciruelo, estaban sentados los nietos de mi vecina. Me acerqué arrastrando
los pies. Alex me saludó sonriendo, pero su hermano me miró con desdén.
Yo siempre había hecho mejores migas con Alex, y no con el Otro. Nos
pusimos a jugar al fútbol bajo aquel calor asfixiante, pero nos cansamos
pronto. Sentados sobre una amplia piedra, comimos ciruelas. Estaban tan
dulces que mi lengua hormigueó durante un buen rato. Y mientras le daba
vueltas a la pepita de una de ellas, miré a lo alto del edificio, a las
ventanas abiertas. Un runrún silencioso hacía mecerse las aguas en mi
mente. De pronto, pensé: ‘abuelo ha muerto’. No tenía nada que ver con
las lágrimas de mi madre, o con que mi abuela tardase tanto en llamarme
para subir. No sabía por qué, pero estaba convencido de que mi abuelo
había muerto. También Alex y el Otro llevaban demasiado tiempo en la
huerta, algo poco habitual. Mi vecina apareció un rato más tarde, y nos
dio a cada uno un bocadillo de rodajas de plátano. A mí no me gustaban
los bocadillos de plátano, pero no dije nada temiendo una futura riña. Me
lo comí en silencio, mientras mi vecina no dejaba de hablar. Yo apenas
tenía hambre. Había comido demasiadas ciruelas. Al terminar, me acerqué
a la verja de la huerta, y miré. Más allá, había un pequeño camino, y
luego un largo prado cubierto de hierba y de ovejas. Tenía
terminantemente prohibido ir allí, porque un rabioso doberman
custodiaba el rebaño, y porque por allí solían pincharse los drogadictos.
Así, la tarde fue cayendo mientras jugábamos intermitentemente, algo
aburridos. De vez en cuando, miraba hacia las ventanas de mi piso,
esperando en vano que mi abuela saliese y me llamase a casa. Me habían
prometido gominolas si dormía la siesta, y estaba decidido a comérmelas
antes de cenar. Pero cada vez que miraba, el pequeño runrún me
recordaba que mi abuelo había muerto. Se había convertido en una
certeza absoluta. Seguí los movimientos de las ovejas, al otro lado,
tratando de olvidarme de eso, y luego, descubrí que el Sol caía ya entre
las colinas arrojando una luz maravillosa al atardecer. Era precioso,
mucho más vívido que cualquier otro atardecer que recordase. Pero, algo
harto, corrí hasta mi vecina y le dije que iba a subir al baño. Ella me
respondió que mis padres habían tenido que salir, y que mejor fuese al
suyo. Me siguió mientras subía las escaleras, y justo al entrar en su piso,
me encontré de frente con su marido, que hablaba por teléfono. En ese
instante, decía: ‘quiere que sea algo sencillo, sen paxaradas’. Al verme se
calló de golpe, y luego bajó la voz. Era otra señal que confirmaba la
muerte de mi abuelo. Estaba hablando con alguien para arreglar los
asuntos del funeral. Fui al baño bajo la atenta mirada de mi vecina, pero
cuando ella y su marido se pusieron a hablar a solas, me escabullí y subí
las escaleras. Pegué la oreja a la puerta de mi casa, y escuché voces. Era
mentira que se hubiesen marchado. Timbré como un poseso durante unos
segundos, y cuando la puerta se abrió, mi madre me miró con los ojos
enrojecidos. Tardó demasiado en sonreírme, aunque luego me acarició el
pelo y me hizo sentir maravillosamente bien durante un instante. Cuando
me hizo pasar, el runrún casi silencioso tomó el control y de mi boca salió
un ‘¿Qué le ha pasado a abuelo? Está muerto, ¿verdad? Yo ya lo sabía’.
Pero mi madre me dijo que no. El abuelo había tenido un infarto, y estaba
‘enfermo’ en el hospital. Pero no se había muerto. Me dijo que no me
preocupara, que se pondría bien, y que me fuese un rato a la habitación.
Allí, medité en qué me había equivocado, en que aquella certeza absoluta
había demostrado ser falsa. Pero la luz del atardecer era todavía diferente,
especial. Miré el Sol agonizante intentando saber qué había fallado. Pero
aquella bola anaranjada no daba respuestas, sólo lanzaba luz y calor.
Ocurrido en julio? de 1991.
Vincent
Vincent abrió los ojos muy lentamente, y sonrió satisfecho. A su
alrededor, una pequeña habitación de tonos grises y con la cama
deshecha. Había un ventanuco, por donde entra una luz blanca y pálida.
Desdobló las piernas, y se incorporó, sin olvidarse de mantener la
respiración abdominal. Hacer yoga le relajaba, le asentaba la mente. Y
hacerlo en la Luna, con aquella débil gravedad, era una experiencia
diferente. Al cerrar los ojos, la oscuridad le rodeaba y su cuerpo parecía
levitar, como un niño estrella suspendido en el vacío cósmico. Si, Vincent
sabía que era una persona especial en muchos sentidos. Jamás lo hubiese
pensado, no si se lo hubiesen dicho cuando era joven: él, un médico, en la
Luna. Se había convertido en un astronauta, como aquellos de las
noveluchas que leía cuando tenía diez años. Sólo que no había encontrado
todavía los alien en la superficie lunar, ni en las extensas planicies ni en
las crestas de los cráteres. Había encontrado otras muchas cosas, a pesar
de todo. Alguien golpeó la puerta, y Vincent perdió el hilo de la
meditación y la placidez. La respiración abdominal se perdió, se infló su
pecho.
¿Qué? –preguntó, incómodo. Su timidez había vuelto.
Empieza tu turno –dijo la voz de Janin.
No respondió. Se vistió en menos de un minuto, solícito. La colonia
necesitaba un médico, un médico astronauta. Vincent era un miembro
crucial de aquella pequeña comunidad. Un trabajador, pero no uno más.
La vida de aquellas personas que odiaba le pertenecía.
Devastado
El cielo es negro. Las nubes corren a gran velocidad, y es como si
tuviesen pies que al apoyarse en la cima de las montañas se diesen
impulso. Al salir a la calle, ve un millar de coches destrozados, árboles
caídos, restos de cristales y contenedores con las tapas levantadas,
mostrando su interior cadavérico. Huele a lluvia y a polvo. Sale corriendo
de allí, con la garrafa bajo el brazo, tembloroso. El ocaso es como una
premonición de que lo peor está por venir, y sabe que no es una frase
manida, que es cierto, que la noche hace que lo peor emane de las
entrañas de la tierra. Corre unos metros. Le dan miedo las noches, desde
que la desgracia ha caído sobre sus cabezas, pero la fuente no está lejos.
Ha sido un descuido suyo el dejar que ella se terminase el agua con el día
tan avanzado. Tendría que haberla reprendido, pero no es capaz. Y ahora
está en el medio de la calle, con la noche cayendo sobre él. Ve un
incendio a lo lejos, y siente un largo escalofrío. Hace frío, aunque no se
haya dado cuenta hasta entonces. La belleza de las llamas atrae sus ojos
hacia allí, pero por nada del mundo iría. Ahora cada grupo es una isla, no
hay contacto, no hay sociedad, no hay nada, sólo almas que vagan por un
mundo devastado, que buscan algo de comer, un poco de agua, un poco
de leña, y que siguen la absurda dinámica de luchar por el día a día, sólo
porque creen que es lo que deben hacer. La fuente no está lejos, pero para
llegar a ella debe atravesar un callejón estrecho y largo donde las antiguas
casas, ya viejas, se han desmoronado. Las rocas que formaron un día sus
fachadas no son ahora más que cantos rodados gigantes, volcados. Hay
tierra naranja por todas partes, y postes de la luz caídos. Mira de nuevo el
cielo. Las nubes son cada vez más negras, la luz más escasa. Tendría que
haber cogido una maldita linterna, piensa, pero ahora ya no hay marcha
atrás. Concéntrate, se dice a continuación. Nota el tacto alargado del
cuchillo en el bolsillo del pantalón. Con la mano libre, lo acaricia, como
si fuese un seguro de vida, aunque en el fondo sabe que no es un seguro
de nada. Luego se alza el pantalón medio caído. Ya casi no podré hacerle
más agujeros al pantalón, piensa. Escucho susurros tras mis pasos, pero
no se gira. Tiene miedo de lo que puede encontrar si lo hace. Necesita
mirar adelante, nada más que seguir mirando al frente, no detenerse más.
Al fin, ve la fuente al fondo, en lo alto de una ligera pendiente. Que él
sepa, es la única que todavía expulsa algo de agua no contaminada,
probablemente porque procede de un manantial. Si lo hubiese tocado el
ser humano, estaría ya podrido. La visión le alegra. Representa algo
fiable, representa la vida, aquel flujo de agua es como un regalo diario.
Pero la alegría se desvanece al observar una figura allí parada. Su paso se
aminora; el corazón, por el contrario, se acelera. La contradicción le
vuelve loco, pero todo se vuelve inexorable. Más tarde o más temprano,
llegará. Y cuando lo hace, la figura se vuelve hacia él. Durante unos
segundos, el aire se vuelve tenso y eléctrico, casi parecen brotar las
chispas entre los átomos.
- Hola –dice, aunque ahora ya se ha perdido todo ese estúpido
formalismo.
La figura no responde de inmediato.
- Venía a por agua –dice finalmente, con voz temblorosa.
- Bien –responde, sin dejar de mirarle fijamente.
- No quiero problemas.
- No tiene porque haberlos -pero ya se ha llevado la mano al
bolsillo, y sus dedos se cierran sobre el mango del cuchillo como
la mandíbula de una hiena sobre el cadáver de una cebra.
El hombre, del que apenas ha visto siquiera su rostro, termina de recoger
agua, y enrosca tranquilamente el tapón de la botella. Luego le mira un
instante, y puede ver sus ojos pequeños y brillantes. Siente un escalofrío.
- Que vaya bien -dice, y echa andar.
Su corazón late desbocado. Siente tanto miedo,… siente que su postura es
una armadura pesada que le paraliza. El hombre pasa a su lado, y cuando
ya está tras él, saca el cuchillo del bolsillo, y le asesta una rápida
puñalada en la espalda. Hay un largo grito. Saca el cuchillo y lo vuelve a
clavar, una y otra vez, una y otra vez, sin parar, hasta que el cuerpo cae al
suelo, ya sin vida. Su botella rueda por la ligera pendiente y se pierde
bajo las ruedas de un coche.
Limpia la hoja del cuchillo con la manga de la chaqueta, y lo guarda en el
bolsillo. Llena la garrafa de agua, y al irse, observa un instante aquel
cadáver. Un buen hombre, sin duda, piensa. Sólo iba a por agua, pobre.
Pero, ¿y si luego le seguía? ¿Y si averiguaba dónde estaba su refugio, y
luego iba allí? ¿Y si los mataba? ¿O si esperaba a que él saliese a por
alimento, y luego entraba y la violaba? Entonces, diría: tendrías que
haberlo matado. Y eso es lo que ha hecho. En el mundo que ya sólo podía
recordar, habría sido un asesino. Pero ese mundo estaba devastado, y él
sólo es un animal más, sobreviviendo en un ambiente hostil.
Sólo uno más.
A
Azotea
poyado en aquella barandilla de metal verde y frío, húmedo,
el hombre bebió un largo trago del vaso, y notó como el
líquido resbalaba por su garganta como nieve de un alud. Su
estómago se sintió agredido y reconfortado a partes iguales.
La ciudad se extendía a sus pies, en todas direcciones, un maldito mar de
edificios y luces y cemento y el sonido implacable de bocinas y coches y
motores que ascendía por el aire caliente a pesar de que ya caía sobre el
mundo la madrugada invisible. El hombre se hipnotizaba en su bastión de
los tiempos, observando cómo se encendían y apagaban las luces en los
edificios, ilustrando con un patrón de luces la vida nocturna de un número
infinito de espectros humanos. Notaba al mismo tiempo el traje,
apretándose en torno a su cuerpo agotado, ciñéndose como una jaula en
torno al cúmulo de pensamientos que iban y venían. A sus espaldas, en lo
que horas antes fuera una elegante terraza, llena de imberbes yuppies, no
había más que sillones vacíos y mesas sucias, y un camarero tímido que
las recorría recogiendo vasos y ceniceros llenos de ceniza, y que le
echaba disimuladas miradas al extraño hombre solitario que bebía
nostalgia junto al abismo. Pero el hombre no estaba nostálgico. Sólo
observaba y trataba de definir su estado. Y se sorprendía de ver que, a
pesar de que hubiesen pasado veinte años de la última vez que había
estado en aquel lugar, la ciudad no había cambiado, seguía siendo aquel
monstruo con forma de agujero negro que devoraba almas y escupía sus
huesos en forma de desechos, que con su luz negra ocultaba las estrellas,
que transformaba las nubes blancas en fétidas nieblas amarillentas y
febriles. Y por qué había vuelto, aunque no era una incógnita, respondía a
ese tipo de acciones que ningún hombre podría explicar a nadie más que a
sí mismo. Apuró de un trago la copa, parando con sus labios los hielos
que, con sus bordes limados y suaves, resbalaban por el cristal tratando de
caer en su calor interno, sumirse y descongelarse en el mar caliente de su
alma. Sintió el impulso de dejarlos caer al abismo que terminaba en la
acera llena de chicles pegados y bicicletas y farolas y mendigos, pero
luego dejó el vaso sobre la baranda, a un lado, y se frotó las manos
nudosas. Qué ha cambiado y qué sigue igual, se preguntó, y luego movió
sus dedos arriba y abajo, acariciando un piano imaginario y tarareando
con su voz afónica la melodía de una vieja película que hablaba de
desamores y océanos infinitos y grises. Más patas de gallo en torno a sus
ojos, y en torno a sus labios, muescas del tiempo reflejo de mil y una risas
falsas. El pelo cano y los pies cansados, espalda quebrada y nudillos al
tiempo cada vez más nudosos. Qué ha cambiado y qué sigue igual, se
preguntó, pero era la retórica barata y estúpida que usaba en sus
conferencias, engaños para bobos aburridos, promesas de una existencia
diferente que nunca terminaba de alcanzar ni siquiera él mismo, vendedor
de su propia mentira. Sonó una sirena entre las grandes avenidas, lejos de
dónde el hombre pudiese ver la siniestra alternancia de luces roja y azul.
El gemido artificial que rebotaba en las paredes acristaladas, se
entremezclaba con miles de conversaciones enlatadas, con las televisiones
vomitando, con el tráfico y la desidia, con el susurro del alcantarillado y
del inabarcable número de sueños rotos que flotaban en sus aguas fecales.
Oh, vamos, déjalo ya, se dijo a sí mismo.
Había vuelto a aquel lugar infame en busca de un pasado, aún sabiendo
que nada de lo que hiciese podría cambiarlo. Estaba en aquella baranda,
observando la ciudad con su ojo más crítico enfocado hacia ella y no
hacia sí mismo. Y la echaba de menos. Desearía poder darse la vuelta y
verla llegar a la terraza, bolso en mano y chaqueta de cuero negro
remarcando su pelo rojo, y su sonrisa de dientes grandes. Deseaba un
abrazo fundido, convertirse en siameses en un mar de sábanas, viejas
máquinas de escribir y praderas de emociones insalvables. Romper
aquella imagen pasada que le atormentaba y reunirse en un futuro más
amable. Y así al escuchar un ruido tras él, se volvió asustado y al tiempo
esperanzado, viéndola durante un instante. pero luego vio al camarero,
que torpe tras diez horas de trabajo, había tirado una silla al suelo, y que
ahora la recogía bajo la firme mirada de su jefe tras el cristal de una
amplia ventana. Mirando de nuevo la ciudad, se empeñó en culparla de
sus miserias, de maldecir la vida moderna, de desear con infantil fervor
que el alma insondable de millones de humanos perdidos alzase la mano
para acreditar que la culpa era suya. Pero la ciudad le ignoraba. El tráfico
de luces blancas y rojas se movía al son de los semáforos cambiantes, y
los mendigos no hacían más que apretujarse en sus cartones congelados
en busca de un poco de abrigo. Por no hablar de las persianas que se
cerraban por doquier, por la sinfonía de luces en apartamentos que se iban
apagando sucesivamente a medida que sus dueños descansaban un sueño
escaso. En el cielo, las estrellas eran invisibles, y bajo sus pies, el abismo
era una realidad que podía tocar con las manos. Igual que su soledad, la
soledad en la azotea. Alargó sus dedos a la baranda, y caminó con ellos
por la superficie fría y húmeda, hasta encontrarse cara a cara con el vaso,
en cuyo fondo los hielos se deshacían lentamente en un baño de sí
mismos. Igual que el hombre, que se sumergía inconsciente en un mar de
pensamientos que no llevaban a ninguna parte. Que se hundía en su
propia soledad. Furioso con el mundo y consigo mismo, hizo que sus
dedos empujasen el vaso, que pendiendo un instante en precario pero
perfecto equilibrio, terminó por desprenderse de la seguridad de la
baranda y precipitarse al vacío. en busca de una vida mejor, o más
sencilla.
Pero, pensó el hombre, lo valiente sería tirarme yo mismo.
Fin.
16:20, 20 de marzo de 2010, Ernesto Diéguez Casal
Desafío cromático vs. Hysterical&False&Gang&Delirious Helicopter
A veces, no sé si lo que miro es la realidad, o un dibujo. Y ahora, que es
de noche, en lo oscuro, en la penumbra, llora un lejano lamento, incapaz
de distinguir. Llora la fantasía con una pena que nadie puede aplacar.
El dibujo se anima. Cobran vida las líneas, que vibran difusas y al fin
libres. Aparece un Sol en blanco y negro e ilumina un bosque apagado y
de troncos elevados y chamuscados. Se marchita el astro efímero y cae
contra el horizonte. No alcanzo a ver la explosión.
Porque ahora estoy en la parte posterior de una furgoneta. Me da el aire
en la cara, huelo a gasolina y al mundo pulp que se esconde en las tiendas
borrosas del barrio. Huelo a acné y feromonas. Me distorsiono y observo
como las palabras se transforman en bruma al salir de mi boca, como el
humo de un fumador ansioso.
Pregunto, a dónde vamos.
Me responde la llegada de la Luna, argenta plata muerta en un horizonte
de sangre. Ah, el dibujo ya tiene color. Y con el paso de los minutos,
desaparece el olor de la gasolina, llega el de la goma neumática quemada.
El cielo se vuelve violeta. Las estrellas no parpadean. Se agrupan en
curioso sindicato cósmico, y deciden entrar en huelga. Así es cómo se van
hasta el suelo a levantar una barricada.
Que la furgoneta atraviesa justo en el último momento.
Aparece Alicia echando unas lágrimas infantiles. Arrastra un conejo
muerto, y en la otra mano un cuchillo refulgente. Nos mira desde el arcén
y nos dice, no es lo que parece.
Saco el bloc de notas de mi cazadora, y unas gafas de Sol. Me las pongo
en la noche delirante, y con un boli roto garabateo palabras narcotizadas.
Escribo, a veces, no sé si lo que miro es la realidad, o un dibujo.
O, ya puestos, un exabrupto.
La tinta cae al foso bicolor mientras mis ojos vierten miradas perdidas. El
traqueteo de la furgoneta es el centro de atención de una orquesta
singular, y el metal uncido de aquella quincalla se recubre de piel de gato
atigrado. Saltan sus ruedas y dejan atrás el suelo.
Ahora, mientras las palabras que escribo observan el rostro de un dios con
pelos en la nariz, mis mejillas notan un aire caliente y lleno de polvo.
Abajo, muy abajo, brilla un suelo lleno de estrellas. Nubes solitarias
escupen lluvia hacia el espacio.
Me arrastro casi ingrávido hacia la cabina de la furgoneta felina, golpeo el
cristal que parece plástico y está rallado. El vehículo empieza a girar
sobre sí mismo, un satélite en rebeldía con su planeta.
A dónde vamos, pregunto.
El conductor fuma en la oscuridad. No parece ser más que un manchurrón
negro. Tampoco parece querer responder. El Fumador estornuda, y la
furgoneta se tambalea en su rotación delirante.
Me siento de nuevo, viendo como mi equilibrio se marcha por un sendero
entre nubes húmedas. El bloc de notas vuela mientras sus hojas intentan
dejar atrás el cordón de anilla metálica.
A veces, murmuro, no sé si lo que miro es la realidad, o un dibujo.
O, ya puestos, una pastilla.
Que palpita en mi bolsillo, cuerpo de excipiente y adyuvante, corazón de
principio activo, nación de todas las cosas, causa y a la vez solución para
todos mis problemas. Y al ser causa y efecto, me arranco los pantalones
vaqueros, y rompo la tela, y la encuentro entre lágrimas. Me la llevo a la
boca, y la mastico en una explosión de sabores amargos: cacao 99%,
escarola y piel de limón masticada.
Se invierte el color del cielo vacío, se invierte el suelo invisible. Y entre
un cúmulo de nubes amarillentas o verdes, o radioactivas, tres hombres
están sentados en torno a una hoguera de llamas azules (¿es eso un
surtidor de gas?). Parecen casi jubilados, y lanzan cartas al aire. Pero no
juegan, sólo dejan que se calcinen con un siseo viperino cobráceo.
La furgoneta se para con un maullido. Me alzo echando de menos el bloc
de notas, y de un salto caigo sobre la nube. Los tres sabios no se han
inmutado. Uno, se rasca la coronilla. Y luego empieza a hablar. Otro me
dice que lo que dice mi camiseta está mal escrito. Y el restante, con una
mochila, me grita.
Toma tu carta.
Yo la tomo. Y aunque está en blanco por un lado y en blanco por el otro,
la tiro igualmente a la hoguera. Chisporrotea transformada en polvo de
luz.
Y yo me siento a un lado, y digo:
A veces, no sé si lo que miro es la realidad, o un dibujo.
O, simplemente, yo mismo.
Fin
17:04, 20/04/10, EDC
La Obra
El autobús apestaba, en todos los sentidos que Roberto pudiese imaginar.
Estaba lleno de campesinos de tez oscura y arrugas profundas, ropas
ajadas y sucias, y en el exiguo espacio entre asientos, se adivinaban jaulas
con gallinas, bolsas de ropa, tapers con comida. Y hablaban. Roberto les
veía mover los labios constantemente, reírse y mostrar grandes
dentaduras, gesticular. Les veía porque llevaba los auriculares puestos, la
música a todo volumen. En ese justo instante, Airbag, de Radiohead. A su
lado, un chico de unos veinte años, corpulento, rezumaba sudor a pesar de
estar adaptado a aquel calor tropical. Notaba como de vez en cuando le
echaba miradas poco disimuladas. Roberto era el extranjero, el europeo.
Algo incómodo, giró la cabeza hacia la ventana. Estaba algo empañada,
pero distinguía retazos de los lugares que atravesaban. La tierra era
naranja, y estaba empapada. A ambos lados de aquella carretera,
pendientes cubiertas de floresta verde oscuro. Un pequeño diluvio estaba
cayendo sobre aquella parte del mundo, y los torrentes de agua surgían
del monte a su izquierda, atravesaban la carretera, y desaparecían como
una cascada de agua sucia por su derecha. A nadie parecía importarle,
pero Roberto temía por su vida.
Su compañero de viaje le dio un pequeño codazo. Roberto se giró,
sobresaltado, y le miró. El chico corpulento estaba diciendo algo. Se quitó
los auriculares justo cuando Airbag terminaba y comenzaba Subterranean
Homesick Alien. Muy al pelo, pensó Roberto, aunque no echaba de menos
su casa. Para nada.
¿Perdón?, dijo.
Desía que qué va a hasé en Ajaíya, dijo el chico con un suave y dulce
acento sudamericano. Roberto observó su escaso bigote y el lacio pelo
negro cayendo por su frente. Parecía un bobalicón.
Vengo a ver a Orlando, respondió Roberto.
El chico abrió los ojos de par en par, se santiguó y miró al frente.
¿Qué ocurre?
El chico hizo como que no le oía, y Roberto se le quedó mirando un rato,
y al fin se puso de nuevo los auriculares y volvió a mirar por la ventana.
Empezó No Surprises, y se dejó llevar por la melodía de nana y la voz de
Thom Yorke.
No le sorprendía la reacción del chico. De hecho, no era el primero.
Desde que había llegado a aquella región montañosa de Guatemala,
muchos se habían interesado en él, suponía que por lo pálido de su piel, y
por su inevitable tufillo a turista despistado. Roberto siempre respondía lo
mismo, que iba a ver a Orlando. Y sus interlocutores se limitaban a
santiguarse e ignorarle.
Porque temían a Orlando.
Sin embargo, Roberto no tenía miedo.
Se sintió muy aliviado al bajarse del destartalado autobús y verlo alejarse
por la pista embarrada. Respiró aire limpio por primera vez en seis horas,
y dejó que la lluvia le mojase un instante. Luego, echó un vistazo al lugar
en el que habían ido a parar sus huesos: Ajaíya. Esto es, una amplia ladera
cubierta de chabolas y una carretera que la atravesaba a media altura,
precisamente donde se encontraba él. Al pie de la ladera, en el fondo del
valle, una marea de niebla o de vapor de condensación ocultaba el
torrente de agua que kilómetros más adelante formaba la laguna de
Yasero. Al otro lado, ladera arriba, la cima de la colina se ocultaba
también por las nubes más bajas. Un bosque tropical verde oscuro, tupido
como la barba de un náufrago, se extendía allá donde echase la vista. Sólo
las chabolas ofrecían variedad en aquel lugar. Fabricadas con pedazos de
plástico, cartones, adobe y algún que otro ladrillo, centelleaban ante la luz
de un Sol oculto. Emergían por doquier altos mástiles de madera casi
podrida, y cables negros que iban de uno a otro algo descolgados. A
Roberto le pareció increíble que hubiese electricidad en aquel lugar, pero
incluso entrevió una pequeña parabólica entre tejados de uralita.
Respiró hondo muchas veces, recuperando el aliento. El aire era fresco
allí arriba, menos tropical aunque igual de húmedo. Sintió que sus
pulmones se recuperaban del largo viaje en bus. Luego, notó como los
curiosos se iban apiñando alrededor. Primero, niños de mirada inteligente
y curiosa. Luego, adultos desocupados. No ancianos, estos permanecían
sentados sobre cómodas en los improvisados porches de las chabolas,
apoyados en bastones y con los ojos hundidos en sus cuencas como
cangrejos ermitaños en su concha. Roberto, incómodo, terminó
carraspeando, y preguntando si había alguna taberna en el pueblo. Los
niños echaron a correr mostrando una vergüenza que jamás hubiese
creído posible, y los adultos alejaron de allí sus pasos, desapareciendo
entre las callejuelas entre chabolas. Pronto estuvo solo.
Unos sien metros carretera arriba, compadre, dijo alguien a su espalda. Al
girarse, Roberto vio una mujer de unos cuarenta años. Llevaba una gran
falda negra que le llegaba hasta donde terminaban sus grandes pechos
caídos. Su tez era casi negra, y el pelo largo y liso y precioso iba atado en
una larga trenza. Ojos blanquísimos y nariz achaparrada, y gorda. Le
sonrió.
Gracias, respondió Roberto, echando a andar.
Pero no le dirán nada, añadió la mujer. Roberto se paró y la miró.
¿Por qué?
¿Usté viene a ver a Orlando, no es sierto? Roberto asintió. Verá, aquí la
gente está cansada de los extranjeros que vienen a ver a Orlando.
Entiendo, respondió Roberto, diplomático. No les gusta Orlando.
Ella se encogió de hombros.
Algunos piensan que es un demonio, otros que simplemente es un loco,
dijo. Pero cada cual hase con su vida lo que quiere, ¿no?
Roberto asintió, meditabundo. ¿Usted qué opina?
Yo sólo soy una mujer, respondió. No me interesan esas cosas. Pero nadie
querrá llevarle hasta Orlando.
Tengo dinero, murmuró Roberto, sabiendo que probablemente ese no era
el problema.
Mire, dijo ella, acercándose a él con aires de confidente. Ellos le dirán
que no porque no les gustan los extranjeros, pero tienen miedo. Disen que
Orlando tiene poderes, que los que hablan con él no vuelven siendo los
mismos.
¿Nadie me llevará?, preguntó Roberto, incómodo por la cercanía de la
mujer. Tenía unos ojos preciosos, intimidantes.
¿Por qué quiere hablar con él?, preguntó ella, a su vez.
He leído que tiene pruebas de la existencia de Dios, dijo Roberto,
dudando. Ella asintió.
Todos disen lo mismo. ¿La Obra, no?
Exacto, dijo Roberto.
Mi marido podría llevarle, le dijo ella. Pero quisá no encuentre lo que
quiere.
¿Él no tiene miedo?, preguntó.
Es sordo, y todos disen que si no puedes escuchar al demonio, no te
puede tentar, y de nuevo se encogió de hombros.
Roberto se preguntó exactamente qué hacía en aquel lugar. A su
alrededor, nada más que troncos de árboles, maleza cayendo sobre sus
hombros, torrentes de agua por todas partes, entre las rocas y la tierra
naranja. Encima, un cielo gris brumoso que de vez en cuando dejaba caer
un aguacero de lágrimas.
El marido de Leíña, así se llamaba la mujer, Laureano, iba por delante,
machete en mano, dejando a la luz un sendero tan exiguo y difícil de
seguir que apenas hacía honor a su nombre. Roberto le miró las espaldas
anchas, la camiseta un día blanca y ahora gris empapada en lluvia y sudor,
y el pelo negro cayendo sobre su nuca. Avanzaba con paso constante y
firme, y el corazón de Roberto ya repiqueteaba en el pecho como las
campanas en una boda.
Tal y cómo Leíña le había dicho, su marido le llevaría a la chabola de
Orlando, a cambio de una minúscula e irrisoria cantidad de dinero. Pero
mientras subían por aquella endiablada pendiente empinada, Roberto, al
no poder conversar con Laureano –que de vez en cuando miraba a sus
espaldas como para comprobar que el patoso extranjero siguiese tras él-,
fue repitiéndose las preguntas que ya se había hecho un millón de veces.
La principal: ¿qué hacía allí?
Llevaba años preguntándose por Dios. Ateo por ascendencia familiar,
agnóstico por elección personal, se había pasado la juventud del lado de
los que afirmaban que Dios no era más que una proyección humana, algo
que se usaba para no temer a la muerte. A veces eficaz, otras no, pero no
más que un instrumento. Y durante un tiempo, a Roberto le había
convencido esa teoría. Pero con el paso de los años, y la llegada de la
madurez, las ideas que un día habían acallado sus dudas dejaron de ser
válidas. Necesitaba más. La gente que creía en Dios también temía a la
muerte, por contradictorio que esto resultase para una mente analítica
como la suya. ¿Y si no era solamente una proyección humana? ¿Y si
existía de veras? Su agnosticismo a favor de la inexistencia de Dios se fue
fragmentando, y se convirtió en un verdadero agnosticismo. Sometido a
una vida aburrida como una misa, y cargado de pretensión, se había dicho
que usaría el tiempo para demostrar la existencia de Dios. ¡Qué objetivo
tan loable para un simple encargado de fotocopiadora, que se pasaba el
día entre tóners de tinta y olor a folios nuevos y el sonido mecánico de las
máquinas de copiar! Resultaba casi divertido. El encargado de
fotocopiadora que buscaba a Dios…
Tarareó Let Down, notando como le restallaban los oídos por el
incremento de altitud. Laureano echó la vista atrás, le vio y continuó. A
Roberto le hubiese gustado un poco de charla, pero aunque Leíña había
afirmado que Laureano no temía a Orlando porque sabía que sin oír sus
palabras no le podía hacer nada, podía ver su mirada ansiosa, su rostro en
tensión. Con la falda de las nubes rozando sus cabezas, Roberto sentía
que estaban encerrados en una cárcel de niebla, y el monótono y uniforme
aspecto del bosque no hacía más que acentuar la impresión de que en
realidad no se estaban moviendo a ninguna parte.
Algo muy filosófico, Roberto, murmuró. Era como si su viaje fuese
mental, o metafórico. Pero luego recordó las doce horas de vuelo, los
viajes en bus,…y eso no tenía nada de metafórico.
Un buen rato más tarde, Laureano se detuvo. Roberto estuvo a punto de
chocar con él, absorto en sus pensamientos, y se asustó al observar el
rostro serio del hombre.
Yo le espero aquí, dijo con la extraña voz de los sordos, monótona y
elevada, y señaló con su machete colina arriba. La luz refulgió en el filo
rasgado.
El paisaje había mudado ligeramente en los últimos treinta minutos. El
bosque se había reducido a un caótico ejército de arbustos espinosos
repartido por entre rocas blancas y redondeadas. A sus pies, se distinguía
Ajaíya como un montón de bolsas de plástico sucias apelotonadas entre el
mar de la selva. Allí donde señalaba Laureano, había una gran
prominencia de rocas, embebidas casi entre las nubes, de color ocre pero
tachonadas de negros y naranjas. Precisamente bajo una cornisa de rocas,
se distinguía una chabola. El hogar de Orlando.
Miró a Laureano, que ya se estaba sentando sobre una piedra plana y
sacaba del bolsillo un bocadillo.
No sé cuánto tardaré, dijo. Laureano se encogió de hombros. Le daba
igual.
Aquí le estaré esperando.
Mientras ascendía por entre las rocas, Roberto comenzó a sentirse un
poco nervioso, a dudar de su viaje. ¿Y si había cometido una
equivocación? Bien, siempre recordaba a su padre, que decía que
solamente se equivocaba el que se quedaba quieto, que todo lo demás
significaba avanzar y que avanzar jamás podía ser un error. Sin embargo,
le asaltaban las dudas de todas formas. ¿Y si Orlando no era más que un
farsante?
Había leído sobre él en internet, pero no más que vaguedades. Que si era
una especie de chamán, o un brujo, o una persona que conectaba con
Dios. Pero lo que más le había llamado la atención de los por otro lado
tristes textos había sido una rotunda afirmación: Tiene pruebas de la
existencia de Dios. Eso, por sí sólo, no habría servido de nada. Durante
años, había leído cientos de documentos en donde alguien hablaba sobre
pruebas de que Dios existía. Solía tratarse de algo metafórico, o
simplemente, de una farsa. Pero en el caso de Orlando, se añadía que se
trataba de pruebas físicas. Y eso era mucho más interesante.
Por eso estaba en ese lugar.
Finalizó la ascensión, y se encontró ante la chabola. Era una caseta
fabricada con ramaje seco, trozos rotos de uralita, algún que otro plástico.
Había latas viejas por todas partes, y restos de una hoguera en forma de
cantos rodados cubiertos de hollín. Roberto alzó la cabeza. La cornisa de
roca protegía la chabola de la lluvia, y convertía en lugar en un perfecto
balcón al valle.
Hola, dijo en voz alta. Nadie respondió. Giró sobre sí mismo, y observó
Ajaíya, y también a Laureano, ensimismado con su bocadillo metros
abajo. No se escuchaba más que el sonido de la brisa, el movimiento de
las nubes, la maleza, su respiración, la tierra.
Bienvenido, dijo una voz a su espalda. Se dio la vuelta de golpe, y se
encontró con un niño de unos quince años, escuálido bajo una camiseta de
asas que tan larga le quedaba que le servía también de pantalón. Llevaba
unas botas gastadísimas y varios números por encima del suyo. Le miraba
con una bonita sonrisa en la cara.
Estoy buscando a Orlando, dijo Roberto.
Yo soy Orlando, dijo el niño, sonriendo.
Esto dejó noqueado a Roberto.
No me cree, ¿verdad?, preguntó el niño unos segundos más tarde,
sonriendo todavía más. Roberto meneó la cabeza.
Yo creía que…
Siéntese, invitó él. Muchos se sienten mal al llegar. A veces es cosa de la
altitud. Otras veces, de la actitud. Había hecho un juego de palabras, pero
Roberto apenas lo había captado. Usted pensaba que se encontraría a un
venerable y sabio anciano, ¿no es cierto?
Supongo que sí, atinó a decir Roberto.
Pues ya ve que no, afirmó resueltamente Orlando. ¿De dónde viene?
De España, respondió.
Es un largo viaje. ¿Qué viene a buscar?
He oído hablar de la Obra.
Ah, dijo Orlando, sentándose en el suelo, a su lado. Empezó a llover, pero
allí estaban resguardados. Muchos vienen por lo mismo, por la Obra.
Dígame, ¿por qué quiere verla?
Roberto titubeó. ¿Debía hablarle de su agnosticismo, de su obsesión por
buscar algo que demostrase la existencia de Dios? ¿Cómo se tomaría
Orlando una falta tan absoluta de fe?
Vamos, no dude. Ha venido de muy lejos como para no hablar ahora.
Le resultaba inquietante escuchar hablar a aquel niño y sin embargo tener
la sensación de estar hablando con un anciano. Pero era exactamente eso
lo que sentía.
Lle-llevo años tratando de demostrar la existencia de Dios. O la no
existencia, ya puestos.
Entiendo, respondió Orlando, acariciándose la barbilla como si se mesase
una barba invisible. ¿Y lo ha conseguido?
Roberto meneó la cabeza. He leído que usted tiene la Obra, la que
demuestra que Dios existe.
Yo soy la Obra, respondió Orlando de inmediato.
Oh, dios, un farsante, pensó Roberto.
¿Usted?
En efecto.
Se hizo el silencio. La lluvia caía sobre toda aquella ladera, y las nubes
habían ocultado Ajaíya.
¿Ve a Laureano, allí?, preguntó. Roberto asintió. Verá, yo vi nacer a su
tatarabuelo, añadió. Roberto sintió que se mareaba. ¿Había hecho todo
aquel viaje para que un niño perturbado le dijese que él mismo era la
prueba física de que Dios existía? ¿Le estaba vacilando alguien?
Yo…, comenzó a decir.
Escuche, cortó el supuesto Orlando, le voy a contar una historia.
Lo suponía, pensó Roberto. Pero, ¿qué más daba, ahora que estaba allí?
Rodrigo, su jefe en la tienda, se reiría a espuertas al volver. Aún podría
transformar aquella experiencia en algo divertido y no solamente en una
decepción.
Cuando digo que yo soy la Obra, no miento. Fui anciano en un tiempo, y
ahora ya no lo soy.
¿Cómo fue eso?
Yo me encontré con Dios, respondió, y señaló hacia arriba. En lo alto de
la montaña, entre las rocas sagradas. Allí estuve reflexionando una vez, y
allí me encontré con él. Le pedí una prueba de que realmente se trataba de
Dios, del creador de todas las cosas, y él me susurró una palabra al oído,
y luego me dijo que ya me había dado la prueba. Yo le pregunté que cuál
era esa prueba, pero me dijo que debía tener paciencia para descubrirla.
Luego dijo que era la Obra, su Obra.
¿Qué le susurró?
No lo sé, dijo Orlando, encogiéndose de hombros. Solamente sé que su
prueba terminó apareciendo. Desde ese mismo día, he ido rejuveneciendo
muy poco a poco. Experimentado del revés todas las fases del
crecimiento de una persona, en una suerte de involución física, que no
mental.
Está loco, pensó Roberto.
No tiene pruebas, dijo.
Yo soy la prueba.
Otras pruebas.
¿Más? ¿Para qué necesita más si ya tiene una? Que yo sepa, nadie pidió
que se buscasen más pruebas de que el agua hervía a cien grados.
Simplemente, se hirvió y se midió la temperatura. Nadie pidió más. Si yo
le estoy dando una prueba, ¿para qué pide más?
No es lo mismo.
Verá, comenzó y Roberto le miró profundamente. Había en los ojos de
aquel chico, de Orlando, algo que parecía viejo, muy viejo, y sabio, muy
sabio. Todo tiene una explicación, al igual que la existencia de Dios.
Quizá ustedes los occidentales no sean capaces de entenderla, pero se la
explicaré de todos modos.
Adelante, dijo Roberto.
Ustedes defienden la tesis de que Dios es omnipotente, omnisciente,
omnímodo, omnipresente. Que es perfecto, ¿no? Roberto asintió. Pero no
es cierto. Dios no es perfecto, esa es la gran diferencia.
Explíquese, le animó Roberto. Le picaba la curiosidad saber qué
derroteros tomaría aquella conversación.
Es cierto que Dios es omnipotente. Puede hacerlo todo. Pero es
imperfecto. Y también su creación es imperfecta. ¿Acaso creyó en algún
momento de su vida que el ser humano es perfecto? Es un ser corruptible,
egoísta e inmaduro, pero también capaz de las más bellas acciones y
emociones. No, nosotros somos imagen de Dios, y Dios no es perfecto.
Por ello es que somos imperfectos. Y cuando sólo él habitaba la realidad
anterior a la existencia del todo, decidió crear un Universo para no
sentirse sólo. Pero era un lugar imperfecto. Por eso creó a sus criaturas.
NO fue meramente un impulso creador. Nos creó porque nos necesitaba.
¿Nos necesitaba?
Al ver la imperfección de su creación, Dios decidió rodearse de
interesantes criaturas. Los seres humanos somos una de estas criaturas. Y
nuestra función no es solamente la de ser, si no la de ayudar a Dios a
perfeccionar su creación.
¿Cómo?
Imagine un científico, dijo Orlando. Se encuentra estudiando, pongamos
por ejemplo, unas células cerebrales. Digamos que no comprende un
aspecto determinado de su comportamiento.
De acuerdo.
¡Tampoco Dios lo sabe! ¿Cree que Dios lo sabe todo, que para todo tiene
explicación?
Bueno, en teoría, es Dios, ¿no?
Es nuestra búsqueda de la explicación la que ayuda a Dios a perfeccionar
su creación. El científico en búsqueda de la razón para que esa célula se
comporte así, es la que provoca que Dios se interese por ello e invente
una razón. De no ser así, jamás lo haría.
Es una hipótesis curiosa, se limitó a decir Roberto, algo confundido.
No es una hipótesis. Es una teoría. Nuestra existencia ayuda a Dios a
diseñar y perfeccionar un Universo lleno de vacíos definitorios.
Vivimos en los detalles, añadió Roberto, algo cínico.
Es nuestra curiosidad innata, nuestra capacidad de trabajo, la que obliga a
Dios a perfeccionar todo el tiempo su modelo.
Pero no hay pruebas.
Debe preguntarse, comenzó Orlando, ¿qué tipo de pruebas necesita usted
para afirmar que Dios existe o que no?
Roberto lo valoró.
¿Quizá que se presente ante usted y le diga que es Dios? ¿Lo creería
entonces?
Creería que es un charlatán, dijo Roberto en un alarde de sinceridad. Las
pruebas no son válidas si me siguen obligando a tener fe.
La fe, murmuró Orlando. Es como una planta. Puede plantar la semilla en
la mejor tierra que pueda conseguir. Puede hablarle a la semilla y rezar
todos los días para que crezca, pero si no la riega, jamás crecerá. Hizo una
pausa. Debe cultivar la fe, Roberto.
No le he dicho mi nombre, dijo Roberto.
Pero yo sabía que venía, y sabía quién era, respondió Orlando.
¿Cómo?
¿Qué le he dicho de la fe?
Orlando se levantó y se metió en la chabola. Roberto supuso que se había
terminado la conversación, y se levantó también. Por un segundo, miró a
Laureano y sintió una mezcla de desilusión y de condescendencia.
Desilusión porque sentía que el viaje se había saldado con fracaso.
Condescendencia al observar a Laureano bajo la lluvia, y recordar que los
hombres del pueblo temían a aquel niño perturbado y charlatán, curioso
metafísico en la jungla guatemalteca. Iba a echar a andar cuando Orlando
salió de nuevo, llevando algo entre las manos. Se acercó a él, solamente
le daba por la cintura, y Orlando le dijo que juntase las manos. Dejó caer
varias hojas secas sobre sus palmas.
Huélelas, le dijo.
Roberto lo hizo, y toda su nariz se embargó de un fuerte aroma vegetal.
¿Qué…?, comenzó a preguntar.
Así sus oídos no sufrirán al descender de la montaña, dijo Orlando.
Roberto trató de disimular la sorpresa ante el conocimiento de Orlando.
Simplemente, asintió. ¿Sabe?, dijo Orlando. Puede usted imaginárselo
como el boceto de un gran cuadro. Recuerdo a un gran pintor español.
Pecaso, creo que se llamaba.
Picasso, corrigió Roberto. Orlando asintió.
Uno de sus cuadros más famosos, el Gernika… ¿Cómo imagina que lo
pintó?
No lo sé, reconoció Roberto.
Por partes, a partir de bocetos, no más que trazos sueltos. Así creó Dios el
universo. Con grandes trazos. Luego, Picasso tomó cada esbozo, cada
trazo, y lo adornó con los detalles. Eso es exactamente lo que hace Dios
con el universo, con la diferencia de que somos nosotros los que le
dictamos cuál es el próximo detalle que debe crear. Hizo una pausa.
Puede usted añadir esta hipótesis a todas las que ya tiene. Algún día
encontrará la correcta.
¿No cree que la suya sea la correcta?, preguntó.
La mía es la correcta. Pero usted necesita todavía recorrer el camino y
hallar sus propias respuestas, llegar al mismo punto por una ruta
diferente.
Entiendo, dijo, pero no era así.
Ahora cree que fue una equivocación venir aquí, pero quizá un día se
sienta orgulloso de este viaje. No debe decaer en su empeño. Muchos,
como Laureano, viven en una realidad de mentira, sin interesarse por
nada. Temen lo diferente y temen la búsqueda. No son valientes. Pero
usted lo es. Y el que busca, siempre encuentra, y se calló un momento.
Espero que tenga un buen viaje.
Roberto echó a andar, y Orlando le despidió con la mano, y dijo: Volverá
aquí algún día, Roberto. Y puede que, para entonces, yo ya sea de nuevo
un anciano. O puede incluso que esté muerto. Pero sea como fuere,
vendrá a decirme que llegó a una conclusión. A mi conclusión.
Y luego se metió en la chabola. Y mientras descendía la ladera en busca
de Laureano, Roberto empezó a pensar en las palabras de aquel niño. De
Orlando. Había leído mucho sobre la existencia o no de Dios, pero jamás
se había encontrado con una hipótesis así. Era singular. ¿Podía ser Dios
alguien que necesitase ayuda para completar su obra?
Se encontró con el rostro recio de Laureano.
¿Ya está?, preguntó él, con un deje de miedo en sus ojos.
Roberto asintió, aunque por dentro se decía que no, que no estaba, que no
había estado nunca y que tardaría mucho en estar.
Iniciaron el descenso hacia Ajaíya, dejando atrás a Orlando y su Obra,
Roberto meditando sobre la vida y la muerte y Dios y sobre Orlando y sus
palabras. ¿Era posible que aquel chico tuviese más de cien años? No
sentía que hubiese magia en aquella ladera, o bajo aquella cornisa, ni
siquiera en el agua que las nubes descargaban. No, no había magia.
¿Significaba, mediante aquella hipótesis, que si un día se preguntaba y
trataba de descubrir el porqué de algo, Dios sería consciente de ello y
definiría la realidad al detalle para que Roberto luego encontrase la
respuesta y creyese que siempre había sido así? ¿Era ese el concepto
máximo de la hipótesis?
Ahora tiene el demonio dentro, dijo Laureano, dándose la vuelta tras talar
un pequeño árbol que les cortaba el paso.
¿Perdón?, dijo Roberto, que había dado un respingo. ¿Cómo ha dicho?
El que habla con Orlando, termina volviendo a este lugar habiéndose
convertido en un loco. En un buscador de Dios.
Lo dice como si fuese algo malo, afirmó Roberto. ¿Acaso iba a darle
lecciones de filosofía aquel tipo?
Laureano tardó unos segundos en responder, como si estuviese
procesando lo que había leído en los labios de Roberto.
Porque lo es, respondió él finalmente, y siguió caminando.
Roberto echó un último vistazo a la cada vez más lejana cornisa de roca,
bajo la cual Orlando quizá estuviese meditando sobre su encuentro, y
luego se sumió de nuevo en sus pensamientos. Tenía mucho camino de
vuelta para pensar.
Tenía mucha vida para pensar.
Y muchos detalles que descubrir.
02:25, 2 de junio de 2010, EDC
Pensamientos lentos de un tren.
1
No tenía misterio, sólo sonrisa
No tenía una melena mágica, y ensortijada, sólo un montón de pelo
ondulado.
No era una diosa de la moda, sólo se ponía lo más cómodo.
No tenía la piel suave y perfecta. Tenía granos y marcas en la cara.
No tenía unos ojos arrebatadores, pero al mirar, miraba de verdad.
2
La gata se deslizaba por praderas verdes
Sobre tierra naranja
Bajo un cielo empedrado de nubes tormentosas
Y los muros se deshacían bajo la lluvia
3
Andén, raído
Duermen mendigos
Seguratas miran el horizonte
Admiro el cielo fantasmal
tú apareces, máquina al lado
bebés pintados, y tu sonrisa tímida
y yo ya quiero irme de aquí
contigo
casual como la muerte
maleta roja, vaqueros grises
espiral, y más pipas
¿otoño? No, primavera
Casi verano
Luego las tardes se pierden
¿miles o sólo una?
Fingiendo no saberlo
Efímero encuentro, disimula soñar
Observa las vías caer, y pasan las señales
Te ansío y te deseo
Irracional, /out of balance/
Te ansío y te deseo
Sin conocerte y casi sin verte
¿me llamas?
Se hunde la tierra y nacen los diablos
Absurdo pero cuerdo, nacido pero muerto
Tan lejos de ti, en la hora violeta
La niebla me aturde, y alguien me agarra
Y,
finalmente:
Mueres.
4
Y si pasan los paisajes,
¿a qué me dedicaré yo?
16:03, 13 de mayo de 2010, EDC.
Pentapolar
Sobre la pantalla en blanco, ese lienzo que poco a poco desaparece a
medida que mis dedos pisan y pisan, hay un gran póster, ahora diluido en
la penumbra de la noche. entra la luz de una farola por la ventana,
diagonal, se vierte sobre la pared, dibujando rectángulos anaranjados.
Escucho una canción que me suena a tiempos que no he vivido, a un
pasado que sólo he conocido por referencias demasiado influenciadas por
el mito y la leyenda y, sobre todo, la emoción. Pero la canción pertenece a
mis tiempos, es tan reciente que mi mente se revuelve en la contradicción.
A mi derecha, un piloto rojo me indica el lugar en donde descansa el
radiador, como una bestia dormida que ronronease, y al hacerlo,
despidiese oleadas de calor, un sol oscuro y ardiente. La canción pasa, la
chiquilla habla y canta, perdida en un coro de notas que se pierden en mis
oídos. Más allá de los cristales de la ventana, más allá del aire caliente, se
extiende una llanura de oscuridad, frío y puntos de luz que, como
luciérnagas, parece que quisiesen alumbrar un camino a otro lugar. Puede
que las estrellas, puede que el infierno, puede que, simplemente, otro mar.
pisan y pisan, pisan mis manos. Intento que haya poesía en mis palabras,
pero soy consciente de que no es así. Y en el fondo, qué más da…
simplemente, me siento abrumado por mi pentapolaridad, por como mi
mente se vuelve voluble, absorbente como una esponja. Me pierdo en la
noche, me pierde la oscuridad, me lleva a lugares en donde jamás he
estado, pero a los que no habría querido ir si lo hubiese sabido antes. Se
infla mi ego, se hincha mi pecho, no sé cómo detener la riada de
pensamientos, son estúpidas volutas neuronales, espectros de
neurotransmisores, axones paseando por una calle bulliciosa. Me toco el
pelo, necesito algo real. Lacio, oscuro, algo sucio. Cierro los ojos, aporreo
más las teclas, me siento mecer, arrullado por una nueva canción,
tranquila, profunda, incomprensible, aflautada,… vuelvo a abrir los ojos.
Los pensamientos no se han ido, lo mismo que la noche, que sigue
empeñada en hacer eterno su reinado, aún a sabiendas de que es una
imposibilidad. Me pregunto cuántas veces nos vemos metidos en historias
imposibles y, aún así, reales. Miro el reloj, me doy cuenta de que
solamente han pasado diez minutos. El contador de palabras está ya en las
409, y contando. Suenan trompetas y clarinetes, y… ¿es un oboe? Si, eso
parece. Parece haber toda una orquesta ahí, sonando sólo para mí,
arrullando y animando a esos pensamientos que desearía meter en una
caja y tirar bien lejos. Céntrate, me digo. céntrate de una vez, y escribe
una historia de verdad. Pero las historias de verdad no existen. Todo lo
que escriba es una mentira, una bendita tontería que ocupará mi tiempo y
me entretendrá. Vamos, cuenta una historia, déjate de filosofía. ¿Y qué si
no existe tu historia? La haces real si la escribes. Paparruchas. Escribe.
¿Quizá hay una chica? Bien, sí, una ch
Pentapolar[idad]
Busco la poesía, pero no encuentro nada. Busco la palabra más adecuada,
pero no la encuentro y recurro a una docena de palabras insulsas y que no
dicen nada. Busco la fórmula precisa para contar lo que yo quiero, para
que las neuronas se atusen la perilla y asientan, satisfechas, con su
resultado. Busco, busco, pero no encuentro nada. No tengo ni idea de
adónde me llevan mis dedos, de que historia será la siguiente. Mi cabeza
bulle de ideas, de imágenes, de títulos y de frases, pero falta el último
impulso, ese que hace que salten desde mi frente al papel. Me pierdo en la
técnica, me pierdo en los argumentos, en las opiniones y las críticas, si es
que las tuviera. Quiero escribir aquel relato, ‘Traductor Universal’. Me
gusta la historia, pero… me descubro preguntándome: ¿Para qué? O quizá
aquel otro: ‘El hogar de las musas muertas’, o ‘El árbol de los ojos rojos’.
Ya tengo las escenas, sé qué quiero decir en cada una de ellas. Los
protagonistas están también bien esbozados. En el fondo, todos son yo
mismo, y eso es algo que me gusta y que me pone nervioso al mismo
tiempo. Parecen contar demasiadas cosas de ese cajón de sastre que
albergo muy dentro de mi cabeza, tengo miedo de que alguien vea algo
más de lo que yo quiero que vea. Es un maldito juego en el que me gusta
acercarme a la línea, dejar que la realidad y la fantasía se rocen y se
cortejen, se enamoren. Tonterías. Me pierdo en los detalles, me pierdo en
las generalidades, no soy capaz de ver el bosque ni tampoco los árboles
que lo componen. Salta en mi cabeza la misma idea, la idea de la
incerrabilidad de las historias. Me recreo en que la llamarada roja que
parece quemar la palabra. No existe, me la he inventado. Pero muestra
una realidad, ¿por qué había de estar mal? No existen las historias de
principio y final, en la vida no hay cosas así, todo viene de algo anterior,
y todo final va a otro lugar. ¿Cómo podría yo atreverme a escribir algo
con un principio y un final? Si, algo atenaza mis dedos. Noto las cadenas.
Quizá pueda intentarlo con esa otra idea, menos detallada, tan sólo una
imagen o un título que me gusta: ‘La rubia que vestía de belleza’. ¿Qué
hay en esas palabras, que me gustan tanto? Puede que sólo sea el orden de
las palabras, o una emoción profunda que evocan y que apenas soy capaz
de identificar. O quizá sea la idea de que no sea la belleza la que nos
utilice, sino en que seamos nosotros los que la usemos y luego la dejemos
tirada. Me pierdo, demasiado profundo. Vayamos a otra cosa… ‘Playa
Resort’, demasiado clásica, demasiada política, demasiada sociedad. ‘La
piedra y yo, su esclavo’, es demasiado personal, dice demasiado de mí, de
mis adicciones y mis defectos, me desnuda más de lo que yo quiero que
vea nadie. A su lado está ‘Mercurio helado’, y su continuación ‘Yo sólo
cuidaba mi huerta cuando me enteré que el mundo había caído’. Pero es
ciencia-ficción, es complicado hacer una buena historia, una historia de
personajes que sea creíble. Siempre conozco los errores, los defectos de
argumento, siempre creo que son tan evidentes que todo el mundo los
captará y se reirá internamente de ellos. no, tampoco puedo ponerme con
eso. ‘El apagón’ es una idea demasiado mala para ser escrita, y
‘Descarnado e hiperbólico’… también me gusta como suenan esas dos
palabras juntas, hay un algo de excesivo que me emociona. Pero la
historia bebe de unas ideas extrañas, me asusta comprobar que realmente
las tengo dentro, me asusta imaginarme de dónde proceden. Ya probé a
escribir unas hojas, y me asusté. Vamos, continúa con esa lista que tienes
guardada en el interior de la cabeza. Míralas, enfréntate a ellas. Veo la
segunda parte de ‘Mi sinfonía’, arrinconada en esa esquina, marginada
por todas las demás. no quiero escribir una segunda parte, porque tiene
todo lo malo de la primera y muy poco de lo bueno. Descansa en mi
cabeza, déjalo. ‘Creador de sueños’, uau, cuánto tiempo llevas ahí, años,
al menos tres o cuatro. Con las imágenes tan bonitas que tengo de ti, qué
haces ahí… No soy capaz de escribirte, lo siento, lo intenté un día, y algo
me detiene. No es tu hora. Ni tampoco la de ‘El amigo de los dodos’, no
me siento preparado para meterme dentro de tu cabeza, Jack, es
demasiado… compleja. ‘El día que empezó la guerra’, ‘El comunista
sordo’, ‘Estela plateada en el cielo gris’, ‘El monitor paranoico’, ‘El
mundo secreto de Víctor’, ‘En la plaza de un lugar… como si fueran otros
mundos’,… dios, sois tantas,… lo siento, no puedo, de veras, algo que le
pasa a mis dedos. Os rindo culto, os adoro, sois el dios que alumbra el
interior oscuro de mi existencia, pero no puedo presentaros a los demás,
en caso de que hubiera alguien que quisiera conoceros. Mi corazón no es
de hierro, y parece que tampoco de carne. Y mi mente es un mosaico
complejo y pentapolar. Pentapolar,… otra de esas palabras que no existen
y que me he inventado, me gusta, es evocadora. Y absolutamente
descriptiva. Ahora me siento acorralado. No hay más que ideas e ideas, a
cientos, formando una muchedumbre que por momentos se vuelve
violenta. Lo sé, estáis todas ahí. Qué más quisiera yo que cogeros a cada
una de la mano, llevaros fuera de mí mismo y enseñarle a todo el mundo
la preciosa joya que poseo. Pero NO puedo, y no sé qué hacer. Todo el
mundo podría aconsejarme. Relájate, dirían unos; tómate un tiempo;
respira hondo y piensa qué quieres decir y cómo lo quieres decir; bésame;
fúmate un buen porro, eso te abrirá la mente; viaja sólo a algún lugar;
escucha música; pero ¡no! dejadme en paz. Busco algo diferente. esas
soluciones no son soluciones, no son más que pasatiempos, un dejar que
las cosas se calmen a ver si así se solucionan solas. Relajarme nunca me
ha funcionado, respirar hondo lo dejo para el yoga y para cuando duermo,
y mira, tío, ya sé lo que quiero decir y cómo lo quiero decir. Tampoco
creo que besarte sea una solución: me gustará, musa de mierda, pero no
solucionará nada (no quiero hacer las paces contigo, quiero matarte).
¿Viajar a algún lugar? Estoy cansado de pasear, eh, y de escuchar música,
de ver paisajes y de sentir que bebo una realidad diferente cada día. Mi
problema es otro, y ah, por cierto, no se soluciona fumando marihuana.
Además, tengo miedo de escribir mejor colocado que sin colocar, y no
quiero comprobarlo. Ya veis, expertos, no me habéis servido de nada.
Dejad de agobiarme. Y vosotras, ideas, callaos un momento, intento
pensar cómo sacarnos de este lío. Pero no puedo quitarme de la cabeza la
pentapolaridad, ni mis apellidos ni el frío que hay entre estas cuatro
paredes. Afuera hay la hostia de estrellas, todas en el cielo, eso sí,
inalcanzables y estúpidamente brillantes. Serviría si estuviese
escribiendo, eso me entonaría. También estaría bien pasear con alguien en
la oscuridad, sentirse pequeño, sentirse acompañado. Pero no me vale
ahora. Quiero escribiros, pero no sé cómo hacerlo, y ni siquiera… ni
siquiera sé porqué tendría que hacerlo. Podría dejaros ahí dentro,
enloquecer poco a poco, pasar por la vida sin dejar más impronta que mi
cadáver viviente. Es lo fácil, es lo habitual. Todos te dirían que lo
entienden, que eso son cosas de juventud, cosas que se pasan con la edad.
No podías fantasear toda la vida. Eso te lo dirían a ti, a tus espaldas se
reirían de tu ego y tus ilusiones. Pero imagino el infierno que es pasar
toda la vida peleándose con uno mismo. no, debo encontrar una solución.
Soy pentapolar, así que tengo cinco lugares para buscar. En alguno de
ellos se esconde la musa. Te buscaré, exprimiré mis neuronas hasta que
aparezcas. ES cierto, te necesito, y tú no me necesitas para nada. Pero te
aseguro que tengo un ejército de ideas de mi lado, que podemos convertir
mi mente en un escenario de batalla inimaginable, que podemos ir
cercándote poco a poco, rodear tu escondrijo hasta que salgas con la
bandera blanca y ganas de colaborar. Porque cada momento que pasa, una
idea nueva nace, se suma al ejército. Porque, pronto, nuestra mente será
un lugar horrible para estar.
Vísceras
Me desperté como si alguien me hubiese dado una hostia en la cara. De
golpe, se tatuaron en mi cara óvalos de luz procedentes de los agujeros de
la persiana bajada. Medio segundo más tarde, o quizá medio segundo
antes, empezó a sonar la alarma del móvil. Una canción raída y vieja de
esas americanadas que últimamente me venían gustando bastante. No sé
qué de California. Apagué el móvil a las bravas, quitándole la batería.
Con estas mierdas táctiles uno nunca da acertado. Y me levanté de la
cama retirando la ropa para que las sábanas respirasen (mi madre me lo
había explicado miles de veces, pero yo seguía sin entender porqué
cojones las sábanas tenían que respirar), y salí al pasillo. La luz del Sol
me taladró la cabeza, y un resquemor mezcla de rabia y vómito amenazó
con saltar desde el estómago y jugar a ser la fuente de Montjuic en aquel
lugar tan cutre que era mi piso de estudiante. Entré en la cocina, mucho
más ordenada (que no limpia) de lo que cabría esperar, y encendí la
cafetera. Y luego me quedé apoyado en el fregadero, con la cabeza caída
entre los brazos y negociando una tregua con el estómago, mientras
escuchaba el sonido borboteante de la cafetera. Era algo que me
encantaba, que me tranquilizaba. Luego decidí que quizá sería bueno
lavarme la cara y ver el mundo directamente y no a través de una catarata
de legañas. De nuevo en el pasillo, escuché el murmullo. Tenía un aquel
de metálico, como si sonase a través de una radio, y procedía sin lugar a
dudas de la habitación de Yago. Me acerqué con sigilo a la puerta
encajada, y puse la oreja. El murmullo se intensificó, y creí reconocer a
alguien que maldecía, pero desde luego no la voz de Yago. Volví a la
cocina, un tanto perplejo, y recogí un café alquitranoso en una taza sucia.
Probablemente algún pijo pulcro se escandalizase, pero no sería más que
una hipocresía (del tipo ‘uy, que asco, no sé cómo podéis vivir así’, pero
luego, esa misma noche, felación al canto, que eso no es asqueroso ni
nada). Tras un largo trago de café caliente, el estómago se serenó, si es
que sólo quería un poquito de atención. Entonces, escuché de nuevo el
murmullo metalizado, y caminé hacia allí. Maldecía mucho más, y se
escuchaba un borboteo parecido al de la cafetera. Recordé eso que me
decía Yago de que no entrase en su habitación, nunca, escuchase lo que
escuchase, y fue en ese justo momento en el que me decidí a entrar. ¿Y si
estaba ahogándose con una de las pastillas que usaba para entonarse? No
era improbable… la luz me cegó un instante, pero lo que había sobre la
cama me cegó mucho más. Y más que cegarme, me dejó de piedra.
Camarero, marchando un shock.
Desde luego, era Yago. Tumbado sobre su cama, con la camisa abierta,
los pantalones puestos, y un tembleque en la pierna izquierda. Y su
cabeza ladeada y los ojos cerrados. Ah, y las vísceras al aire. ¿Cómo?
Otra vez, por favor. Si, las vísceras al aire. Palpitantes, húmedas. Alguien
había hecho un tajo en la piel, desde el esternón al ombligo, y retirado los
dos bordes como quien abre un armario. Yo di un paso inconsciente de
que lo hacía, incapaz de creer lo que veía. El ronquido de Yago lo volvió
todo mucho más surrealista. ¿Estaba roncando? ¿Cómo podía…? Escuché
como se abría la puerta del pequeño armario, y como un pequeño ser,
mezcla de gnomo y alien, caminaba sobre la moqueta sucia y escalaba
hasta la cama agarrándose al faldón del edredón como un niño pequeño
pero curioso. Tenía la piel muy gris, sin brillo alguno, y unos bonitos ojos
azul cianuro. Sus dedos eran casi tan finos como palillos, y tardó unos
segundos en verme. Cuando lo hizo, nuestras miradas se cruzaron en un
ejercicio de tensión alienígena.
- Hola, David –dijo con voz de pito, algo metálica.
- ¿Qué hay? –respondí yo con mi típico automatismo social, ese
que significa que me importas una mierda.
- Se me ha parado.
Dicho lo cual, con total tranquilidad, se inclinó desde las costillas de
Yago, y comenzó a hurgar entre las dobleces del intestino, el diafragma,
el extremo oscuro del hígado, una bolsa pálida que quizá fuese el
estómago.
Yo di otro paso, y miré.
- El aceite, ¿no? –pregunté, triste amago de broma.
El ser me miró, e incluso pareció que sonreía.
- Ya podía ser esto tan fácil como un coche. Le cambias el aceite, y
listo, no se te queja, ¿eh? Aquí puede ser cualquier cosa.
Y se inclinó de nuevo.
- ¿Puedes tirar de aquí? –preguntó, alzando una sección de lo que
parecía el intestino grueso. Yo agarré sintiendo las heces en su
interior, y el ser pareció recoger algo muy hondo.
- La semana pasada –dijo, con el murmullo ahogado entre tanto
intestino-, fue uno de los riñones. Y basta que lo solucioné, y
saltó con error el otro riñón. Así no se puede. Me vendieron un
humano de primera mano, pero resulta que no, que es una
mierda.
- No se puede uno fiar de nadie –me descubrí diciendo.
-
Nada, nada. La próxima vez, iré a un concesionario oficial.
Quieres ahorrar un poco, y ya ves. ¿El tuyo como va?
- Creo que bien –respondí-. De momento.
- Suerte que tienes, disfrútalo y cuídalo.
- Lo haré.
Al fin, el ser emergió de entre tanta basura orgánica, con todo su
esquelético y diminuto cuerpo cubierto de sangre y cosas amarillas. Entre
sus manos tenía un objeto metálico. Se lo mostró con satisfacción. Era
una chincheta.
- No sé cómo se lo ha podido tragar –dijo-. Ya puedes soltar.
- Nuestra cocina es un desastre, ya sabes.
- Desde luego.
- Bueno, me voy a meter –dijo, y alzó un pie y lo hundió entre las
dobleces del intestino delgado.
- ¿Te echo una mano?
- No, gracias –ya estaba medio hundido-. Ahora ya va solo.
Así que me di la vuelta y salí de la habitación, escuchando como Yago
exhalaba un ronquido casi épico. Ya en el baño, lavándome la mano con
la que había sujetado el intestino grueso, me di cuenta de que aquello no
había sido algo precisamente normal. Ni siquiera para un piso de
estudiantes.
Sentí como se me doblaban las piernas, y algo negro apareció entre mis
ojos. Luego, caí inconsciente y no me partí la cabeza contra el retrete
sucio porque Dios no quiso…
Fin
19:27, 8 de mayo de 2010.
Escribir o no escribir
¿Y si dejo de hacerlo? ¿Cómo sería el mundo? ¿Qué haría con ese tiempo que
gasto frecuentemente en aporrear las teclas?
No tengo ni idea de a dónde irían esas ideas o esas historias. Fósiles jamás
desenterrados. Nacerían y morirían en mi mente, y probablemente no le
importase a nadie que esto fuese así. Para la inmensa mayoría, no cambiaría
nada. ‘Eh, ese ha dejado de escribir tonterías’, o ‘Ya hace tiempo que no me
envía nada’, o ‘Se habrá cansado’. No haría falta matar a los protagonistas,
pues ya estarían todos muertos. Sin forma ni ley, ni sentido.
Tendría más tiempo libre, eso seguro. El portátil dejaría de ser ese
instrumento vital que es, para pasar a ser el aparato doméstico con el que me
bajo la música o las películas, o donde almaceno las fotos que hago. Las
canciones ‘especiales’ que uso para escribir se convertirían de nuevo en no
más que canciones corrientes. Esas largas noches con la luz apagada, un vaso
de cerveza y los cascos en las orejas, y sólo la luz de la pantalla alumbrando
un rostro cansado, pensativo, y esos párrafos que se sumaban unos a otros
hasta conformar una historia corriente, o singular, pero historia al fin y al
cabo. ¿Dónde quedaría la jodida poesía?
¿Y si un día me enfado conmigo mismo o con el mundo y dejo de escribir?
¿A quién le importará, en qué se verá afectado el mundo? No desaparecerán
las historias, seguirán dentro de mi cabeza. Tampoco la evocadora realidad
perderá un ápice de belleza o de crueldad. Nadie se tirará de los pelos y nadie
derramará una lágrima. Otros se sentirían satisfechos, al ver que, en el fondo,
tú no eras más que un tipo como todos los demás, nadie especial, uno más,
como ellos mismos. Otros dirían que, en el fondo, a la cima sólo llegan unos
pocos, que a ver porqué tú ibas a ser diferente. Y el puñado de desdichados
que hasta entonces leyeran tus cosas… quizá ellos respirarían aliviados, y
años después recordasen con nostalgia aquellas palabras, habiéndose
olvidado ya de sus títulos o de sus protagonistas.
Si, así sería el mundo. Exactamente el mismo, aunque diferente.
Si estas fuesen las últimas frases que escribo (y bastante triste sería terminar
con algo tan cutre), el único que se sentiría triste sería yo. Triste al haberme
convertido en un ser tan vil como para no querer compartir mis historias con
nadie más , por pocos que sean, o aunque sólo sea uno.
Con el tiempo, uno se percata de que lo que creía amistad no era más que otra
utopía romántica, como el amor o la honradez o… o lo que sea. que todo es,
en cierto sentido, un fraude.
Todo esto abarca el 99% de lo que he escrito durante el año 2010
Palabras más o menos afortunadas, palabras al fin y al cabo, son
fotografías de instantes y de otras cosas
Todo esto soy yo
29/12/2010
Ernesto Diéguez Casal, no más que un mendigo
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