F. García Bazán; M. Dankert; F. Gratton; E. Crivelli; G. Prosperi; O. Beltrán; R. Ferro; A. Clausse; G. Brenci; L.B. Archideo EPISTEMOLOGÍA DE LAS CIENCIAS La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico Lila Blanca Archideo (Coordinadora) Presencia de la filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán CIAFIC ediciones Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural de la Asociación Argentina de Cultura Epistemología de las ciencias / Lila Blanca Archideo ... [et al.] ; compilado por Lila Blanca Archideo ; con prólogo de Lila Blanca Archideo. - 1a ed. - Buenos Aires : CIAFIC Ediciones, 2007. 285 p. ; 23x16 cm. ISBN 978-950-9010-53-6 1. Filosofía. I. Archideo, Lila Blanca, comp. II. Archideo, Lila Blanca, prolog. CDD 190 © 2007 CIAFIC Ediciones Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural Federico Lacroze 2100 - (1426) Buenos Aires e-mail: ciafic@fibertel.com.ar Dirección: Lila Blanca Archideo Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina Printed in Argentina La realización de este simposio fue subsidiada en parte por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas Técnicas (2005) PRESENCIA DE LA FILOSOFÍA EN LA TAREA CIENTÍFICA Oscar Beltrán* Respecto de la filosofía pueden esperarse los elogios más cumplidos o las peores diatribas. No obstante, nadie puede librarse de ella. Su aguijón, como un tábano pertinaz, nos perseguirá sin tregua por dondequiera que vayamos. Alguno pudo haber pensado, tal vez, que la ciencia podría sustituirla, o dispensarnos de su influjo, o convencernos de su carácter superfluo. Lejos de ello, la experiencia histórica indica que la filosofía no sólo ha sabido sobrevivir a todos sus enemigos, sino que además los ha incorporado, uno por uno, como pieza de reflexión. Una de las conclusiones que más a la vista ha dejado la aventura del positivismo es que la ciencia no basta. Puede asombrarnos el testimonio de Lord Kelvin, que en 1871 profetizaba la inminente llegada de una teoría física definitiva. Pero lo cierto es que el desarrollo espontáneo de la investigación científica, sobre todo en sus expresiones más encumbradas (evolución, cuantos, relatividad, genética, etc.) condujo a una creciente demanda de respuestas por parte de la filosofía. Por mi parte, me interesa en esta ocasión meditar sobre otra moraleja. Mi tesis es que la filosofía no sólo complementa a la ciencia desde afuera, sino también desde adentro. No sólo es imposible prescindir de la filosofía para llegar a la verdad completa, sino que es imposible prescindir de ella para hacer ciencia. Dedicaré las próximas páginas a un intento de explicar esto, invocando la paciencia de mi gentil auditorio. * Profesor y Licenciado en Filosofía (UCA); Profesor Pro-titular de Filosofía de la Ciencia y Lógica en las carreras de Filosofía y Psicopedagogía (UCA); Profesor Adjunto de Filosofía de la Naturaleza y Teoría del Conocimiento. Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 219 Me apresuro en aclarar el sentido de la expresión “tarea científica”. Pretendo darle a mi ponencia un marco deliberadamente amplio, que sea por sobre todo un convite para el diálogo y el enriquecimiento que espero de ustedes. Y por eso incluyo en aquel término no sólo las teorías que corporizan el estado actual de los conocimientos científicos, sino también los procesos de investigación y de aplicación de esos conocimientos, las políticas referidas al desarrollo de la ciencia, las pautas de intercambio entre la ciencia y los demás ámbitos de la cultura, y así. Por cierto, más de uno de los calificados representantes de la ciencia que comparten este foro habrá fruncido el ceño preguntándose: “¿Por qué un simple filósofo se atreve a hablar de lo que hacemos nosotros? Zapatero... ¡a tus zapatos!”. Hay un punto que es innegable. La filosofía habla de cosas que todos ven y de las que todos opinan. Sus exploraciones suelen afincarse en la experiencia de lo obvio: el ser, el devenir, el pensar, el sentir, la vida, la muerte, el amor, la belleza. De estas cosas viene hablando la filosofía desde hace cerca de tres mil años, y son las mismas cosas a las que aluden los mitos, a las que les cantan los poetas. El alimento de la filosofía es la vida cotidiana. Pero si se trata de filosofar sobre la ciencia, el asunto parece cambiar. Para la mayoría de los mortales que no nos dedicamos a la ciencia, su presencia en nuestras vidas tiene la forma de un horno a microondas, un teléfono celular o una pastilla contra la hipertensión. El rostro ostensible de la ciencia son sus frutos tecnológicos. Pero para poder hablar de la ciencia con algo más de fundamento eso no basta. Hay una trastienda, un backstage que permanece oculto y es allí donde la ciencia se despoja de sus máscaras para el consumo. Se me ocurre comparar esto con un restaurante donde se sirven delicados platos en un ambiente cómodo y refinado, con mesas decoradas y personal prolijamente uniformado. Pero detrás de la puerta vaivén está la cocina, saturada de humo y olores de todo tipo, con empleados agitados y sudorosos comunicándose a los gritos con modales de suburbio e higiene sospechosa. Entonces, ¿cómo es la cocina de la ciencia? Difícil saberlo si no se es parte del gremio. Y esa limitación parecería, en principio, inhibirnos de todo comentario respecto de la naturaleza misma del quehacer científico. Parece tener razón, entonces, el filósofo Etienne Gilson cuando afirma que nada iguala la ignorancia 220 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico de los filósofos en cuestiones de ciencia, excepto la ignorancia de los científicos en cuestiones de filosofía. Pese a todo, me parece que una mirada filosófica hacia la ciencia sigue siendo posible y conveniente. Está fuera de toda duda que quienes mejor conocen el terreno de la ciencia son los propios investigadores. Pero es justamente ese conocimiento el que nos advierte que ninguna ciencia puede ser objeto de sí misma. Por definición y por opción metodológica esa cuestión queda fuera de su alcance. No existe ningún teorema matemático que nos diga en qué consiste la matemática. No existe ninguna ley empíricamente verificable que enuncie las características del conocimiento químico o biológico. No existe ningún documento histórico que nos responda la pregunta acerca de qué es la historia. Martin Heidegger, uno de los que intentó rescatarnos del olvido del ser, decía: “lo que una ciencia sea, ya como pregunta deja de ser pregunta científica”. En definitiva, si queremos hablar sobre la ciencia no hay más remedio que ponernos fuera de ella. Ahora bien, ponerse fuera de la ciencia no es ponerse fuera de toda racionalidad. Pensar científicamente es sólo una manera de pensar. Y si bien todos comprendemos sin dificultad que hay un uso infracientífico de la razón, como ocurre en el ámbito de la experiencia y de las tradiciones, es más difícil admitir un uso supracientífico o, si se prefiere, metacientífico. En todo caso, y para no dispersar mi planteo, asumiré que todos los que me escuchan están de acuerdo en la existencia de un conocimiento racional y sistemático de la realidad, y a la vez distinto de la ciencia, que llamamos filosofía. Pero entonces, ¿qué significa la racionalidad? ¿Qué tienen en común la ciencia y la filosofía bajo ese título? Propongo adoptar, a partir de aquí, una idea que no es novedosa, y que puede definirse como racionalidad en sentido amplio. Toda mi intervención depende substancialmente de ella. Creo que si la racionalidad se restringe unívocamente al patrón de la ciencia se la mutila y se la desvirtúa. Vuelvo a la pregunta sobre la racionalidad como común denominador de la ciencia y la filosofía. A mi entender, y hablando fundamentalmente, se presentan aquí dos características: se trata de conocimientos regulados por una disciplina lógica, por un cierto Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 221 método de elaboración y justificación, donde nada tienen que hacer la inspiración artística o el don de profecía. Pero además son racionales porque miran a la realidad, porque buscan el ser, porque les interesa la verdad de las cosas, ni más ni menos que eso. Y en la medida en que un científico o un filósofo está a la altura de su condición habrá de reconocer, siquiera oscuramente, que ese ser y esas cosas no se agotan en una sola mirada. No fue precisamente un sabio teórico sino el genial Shakespeare quien dijo que hay mucho más en el cielo y en la tierra de lo que puede soñar nuestra sabiduría. Somos cazadores en pos de una presa que es la realidad misma, y cada uno intenta atraparla con sus propias armas. Parafraseando al Concilio Vaticano II, los filósofos podríamos decirles a los científicos: “vuestra búsqueda es también la nuestra”. Por eso no es indiferente a la filosofía el quehacer de la ciencia. Todo lo que ella encuentre en las cosas nos importa, ya que es parte de una totalidad que nosotros debemos completar. Y al mismo tiempo nuestros hallazgos la obligan a hacer lo propio. Permítaseme ilustrar esto con un ejemplo. Los estudios actuales sobre neurociencias dan cuenta de una profunda compenetración entre factores orgánicos y psíquicos, y avanzan sin pausa destacando la extraordinaria interdependencia de esos factores. Muy bien, esos descubrimientos, en la medida en que estén suficientemente fundados, interpelan a la filosofía del hombre, y le exigen purificar sus representaciones convencionales según el esquema alma-cuerpo. No se trata de prescindir de la tradición hilemórfica, sino de concebirla a tono con una descripción mucho más sofisticada de los procesos interactivos del individuo humano. Pero al mismo tiempo, la filosofía reafirma el carácter estrictamente espiritual del alma humana y la condición irreductible de sus dimensiones superiores de intelecto y voluntad. Por eso puede exigirle a la ciencia que no confunda los modelos teóricos de tipo cibernético con un materialismo incompatible con una genuina concepción de la inteligencia. Por eso considero que el trabajo científico es parte de nuestra reflexión como filósofos. Las cosas están más allá de nuestros objetos, que gravitan a su alrededor. Las exigencias del ser y la verdad están más allá de las estrategias de abordaje de una disciplina u otra. Y aunque no sepamos con certeza qué es lo que los científicos hacen al 222 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico respecto, sabemos al menos qué es lo que deberían hacer. Lo que no han visto nuestros ojos en la cocina del restaurante, puede al menos adivinarlo nuestro paladar… Pero hay más aún. Sin perjuicio de esa reserva que hemos hecho acerca de las intimidades de la ciencia, hoy puede decirse que la ciencia es un hecho cultural y público. Desde los años 20, más o menos, y sobre todo a partir de la conmoción provocada por la teoría de la relatividad, la ciencia se ha convertido en un fenómeno sociológico. Muchos expertos empezaron a escribir sobre su especialidad para el gran público, a veces por un noble afán de compartir sus motivos de asombro, a veces para justificar los abultados presupuestos financiados por el erario público, a veces por un interés venal en el comercio de hamburguesas intelectuales. Nació entonces la literatura de divulgación, género desparejo y controvertido. No tardaría en aparecer el periodismo científico. Y más tarde la novelística de ciencia ficción ilustrada, al más puro estilo Clarke o Asimov. Hoy tenemos un próspero mercado de baratijas donde se consiguen sabrosos detalles acerca de la esquizofrenia de Nash, la noche de bodas de Stephen Hawking o las palizas que Einstein le propinaba a su mujer. Pero en medio de esta escoria amarillista es posible reconocer, algo trabajosamente, lo que podríamos denominar la impronta o el carácter de la ciencia. Lo que muchos lamentan como impudicia, ha servido indirectamente para reconocer detrás de los guardapolvos y los rostros severos a personas de carne y hueso, débiles y apasionadas, heroicas y mezquinas al mismo tiempo. Si no perdemos de vista el espíritu crítico, me parece que hay aquí una interesante oportunidad para mejorar nuestra imagen acerca de la ciencia y sus ministros. Por si hiciera falta una razón más para legitimar mi enfoque, señalo el hecho de que, a lo largo de la historia, son muchos los filósofos notables, a quienes he estudiado por derecho propio, que cultivaron al mismo tiempo el pensamiento científico, como en el caso de Aristóteles, Descartes, Leibniz o Russell. Y no escasean los científicos notables que incursionaron con diversa fortuna en la ruta de la filosofía: Galileo, Newton, Bernard, Poincaré, Duhem, de Broglie, Heisenberg, Monod, Dawking, Tipler. Todos estos ejemplos confirman el vínculo cercano que se establece entre ciencia y filosofía y me Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 223 animan a intentar una reflexión en ese entorno. Digamos que mi trabajo consiste en espiar por encima de la medianera. Me excuso por esta larga introducción y voy directamente al tema. El núcleo de mi discurso tiene que ver con una frase muchas veces evocada y que nos proporcionará el disparador de un análisis acerca de la tarea científica, según lo anunció el título. Esa frase afirma que la ciencia es un conocimiento sin supuestos. Sirviéndome de una especie de hermenéutica de la generosidad, intentaré defender este aserto. Lo que me sugiere inmediatamente es el rechazo a toda forma de prejuicio o credulidad. Lo cual no significa necesariamente un ataque contra la religión o los valores morales, sino tan sólo la prevención de no introducir conceptos de ese origen en el discurso propio de la ciencia. Lo propio de la ciencia es el juzgar, y su principal enemigo es el prejuzgamiento. Ya los antiguos distinguían entre una estructura lógica proposicional, a la que denominaban compositio et divisio, composición y división (se entiende, de un sujeto y un predicado), y el iudicium, el juicio, que era una afirmación probada, acompañada de asentimiento. También es remoto el uso del término sentencia para referirse a una determinada proposición. El pensamiento en la Modernidad levanta la guardia contra los prejuicios: Bacon los llama ampulosamente ídolos, y Descartes amplifica la paranoia impostando las travesuras de un Genio Maligno. En el criticismo de Kant reaparece la imagen del tribunal de la ciencia, ante el cual las cosas son forzadas a comparecer y apremiadas a contestar las preguntas del magistrado. Desde entonces se ha consolidado la representación del conocimiento científico como un proceso judicial. La astrología, las flores de Bach, los poderes mentales de Uri Geller y unas cuantas frivolidades más no han podido resistir su despiadado interrogatorio. Y cuando se discute sobre el diluvio universal, los evangelios apócrifos, el abominable hombre de las nieves, los platos voladores, la sangre de San Genaro o la sábana de Turín, se aguarda con reverencia el veredicto de la ciencia. En suma, un prejuicio es toda aseveración que se acepta al margen del dictamen de las academias. En tal sentido parece muy válido sostener que la ciencia nos inmuniza contra los prejuicios. 224 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico Ahora bien, un supuesto ¿es acaso un prejuicio? Si acudimos otra vez a las etimologías, veremos que el supuesto significa literalmente “lo que está debajo” (sub-positum), recordando a la vez que el verbo latino pono puede usarse también en el sentido de fundar (como quien deposita su confianza en algo o alguien), figurar o imaginar (por ejemplo una situación hipotética) y también proponer o plantear (en una negociación). En el contexto al que estamos referidos un supuesto es lo que sostiene o soporta un cierto conocimiento o perspectiva. Sería una suerte de conditio sine qua non, una proposición de cuya verdad depende necesariamente la justificación de otra. Y es del todo importante aclarar que se trata de una condición necesaria pero no suficiente. En otros términos, que un conocimiento se funde en supuestos no quiere decir que se deduzca de ellos. Los supuestos actúan como reguladores negativos, marcan el límite pero no lo que hay dentro de él. Pero entonces, ¿por qué he de rechazar los prejuicios pero aceptar los supuestos? Sencillamente porque los prejuicios son proposiciones verificables según el método científico pero no verificadas de hecho, al menos por el momento. Aceptar como verificado lo que no lo está, a pesar del intento, es pensar prejuiciosamente. En cambio los supuestos no pueden ser justificados según el método científico, pero sí se justifican por otra razón. Nuevamente aparece la noción de racionalidad en sentido amplio. En la vida cotidiana nos manejamos con un puñado de certezas, mientras que la mayoría de los conocimientos en que se basa nuestra acción son simplemente razonables: no somos capaces de fundamentar técnicamente el precio que se nos exige por un determinado producto, ni el tratamiento que nos indica el médico, ni la confiabilidad de un medio de transporte. Tal vez ni siquiera lo intentaríamos aunque fuésemos economistas, médicos o ingenieros. Nos basta con percibir que toda esa información es razonable. Por motivos semejantes, los científicos no pueden dejar de admitir el valor de ciertos supuestos. A mi entender, casi todos esos supuestos, como la exigencia que los reivindica, pertenecen al campo de la filosofía. Vale decir que la tarea científica, según mi opinión, está aposentada sobre un lecho de supuestos filosóficos que, lejos de quitarle autoridad, son su misma razón de ser. Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 225 Quien piensa en supuestos podría asociarlos fácilmente con la noción de hipótesis. Ciertamente resulta hoy lo más típico para el discurso científico el organizarse en torno a afirmaciones de máxima generalidad, llamadas teorías, capaces de explicar, unificar y predecir fenómenos pero quedando abiertas a la refutación. Para la ciencia casi todo es verdadero hasta que se pruebe lo contrario, lo cual equivale a decir que casi todo es hipotético. Pero estos supuestos son internos a la ciencia misma. En lenguaje popperiano, basta mantener su condición de falsabilidad para que tengan carta de ciudadanía como proposiciones científicas. En la tradición griega ya aparece el empleo de estas afirmaciones, destinadas, según ellos, a “salvar los fenómenos”. En astronomía y ciertos campos de las ciencias naturales, donde la experiencia no resultaba decisiva para inferir conclusiones, había lugar para la dóxa u opinión, un tipo de razonamiento conjetural que ofrecía una explicación provisoria y verosímil. Pero en la metodología aristotélica el término “hipótesis” también se adopta para referirse a aquellos conocimientos que el docente ha de proponerle al alumno para ser creídos momentáneamente, mientras avanza en su aprendizaje hasta llegar a demostrarlos por su cuenta. Y en la terminología vacilante del Estagirita se reconoce también el uso del término para indicar aquellas proposiciones que una ciencia recoge a partir de otra para construir sus propias demostraciones. El ejemplo emblemático lo encontramos en la óptica geométrica y la música pitagórica. En las universidades medievales, y gracias al instrumental escolástico, fue posible completar la obra de asimilación de la tradición científica del paganismo a una concepción universal e integradora del saber. Y si bien todavía no habían llegado a diferenciarse nítidamente las competencias de la filosofía y la ciencia, se despliega una compleja y refinada teoría epistemológica que ayudará a interpretar adecuadamente los nexos entre las distintas ramas del saber humano. Se desarrolla especialmente la idea de subalternación como relación lógica entre dos ciencias según la cual una de ellas depende de la otra para la plena justificación de sus conclusiones. Así, en el caso de la teología, se dice que está subalternada a la ciencia de los bienaventurados, ya que asume por fe los objetos que éstos contemplan 226 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico en la visión del cielo. En otros casos la dependencia es más profunda, porque la ciencia superior se incorpora en cierto modo al objeto de la inferior asignándole una especificación que es accidental, pero que da origen a un rango original de inteligibilidad. Tal el caso de las ciencias de orden físico que aplican los conceptos matemáticos. Un tercer género de subordinación, algo más distante, consiste en la instancia reguladora que ejercen la metafísica, como sabiduría universal del ente, y la lógica, como disciplina de las relaciones de razón engendradas por el entendimiento e instrumento u órganon fundamental de la ciencia. En efecto, lo que vale para el ente en cuanto tal vale para todo ente particular. Y lo que vale para el razonamiento en general vale para el razonamiento científico. En todos estos casos puede decirse que unas ciencias suponen los contenidos de otras en la medida en que el interés común por la verdad total prevalece sobre la separación de los objetos formales. La autonomía de cada ciencia se conjuga con su ordenación a un saber integral donde las partes se comunican y armonizan sinfónicamente. Otro concepto técnico que se despliega en este período es el de la resolutio o análisis. La razón, en virtud de su poder abstractivo, contempla la realidad por distinción de aspectos y formalidades. Esa actividad discriminativa le permite discernir en las totalidades concretas de la experiencia sus diversos planos y dimensiones objetivables: esencia y existencia, substancia y accidente, cantidad y cualidad, materia y forma. Estos componentes dan razón del ser de la cosa, y por eso se denominan principios. Cada vez que alcanza esa distinción de partes se dice que la inteligencia resuelve en los principios. Y ese poder de resolución es constitutivo de la inteligencia misma. Gracias a él descubrimos la complejidad de órdenes que se articulan en la realidad concreta y la necesidad de multiplicar los modos de saber según las exigencias de cada objeto. Por último, al retornar sobre la totalidad (momento compositivo o de síntesis) se constituyen las relaciones entre esos modos de saber, entre ellas la de subalternación. En resumen, es posible hablar de supuestos del conocimiento científico, pero entendidos como exigencias objetivas, conexiones lógicas entre una disciplina y otra que están solicitadas, en última Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 227 instancia, por la coherencia integral del saber. Y si bien esos supuestos, en cuanto tales, son extraños a las posibilidades de justificación de la ciencia que los adopta, no están fuera del marco de la racionalidad tomada en sentido amplio. De esta manera la filosofía protege los fundamentos de la ciencia, como las leyes de la cantidad, la realidad de la materia o del contenido de la percepción sensible. Se verifica por otra parte un ejercicio activo de la disciplina lógica, que no llega a ser reflejo. Es como una disposición natural, un instinto para reconocer las estructuras válidas de la presentación argumental, lo que en jerga tradicional se llama logica utens. Hay también un realismo intensamente vivido, no sólo en el sentido de la existencia independiente de las cosas sino de nuestra posibilidad de conocerlas tal como son. Un párrafo aparte merece la presencia de los primeros principios como espina dorsal del relato científico. Son afirmaciones de máxima universalidad connaturales a la razón, que nos han acompañado siempre y que a menudo pasan desapercibidos. Llegan silenciosamente como resumen de una experiencia totalizante e impregnan todas nuestras representaciones. Rara vez pensamos en ellos pero jamás dejamos de usarlos. Su vigencia no es optativa, y si no llegamos a ver su incondicionalidad es porque no los hemos entendido. Entre ellos voy a destacar el principio de no-contradicción, el principio de causalidad, el principio de inteligibilidad y el principio de unidad. La no-contradicción se asume cada vez que se confrontan teorías rivales sabiendo que no pueden ser simultáneamente verdaderas, o cuando se efectúa un experimento crucial, cuyos resultados sólo pueden avalar o rechazar una hipótesis, tertium non datur. Sería interesante preguntarse qué grado de consenso habrá en la comunidad científica para aplicar este mismo principio en el diálogo con la filosofía o la religión. La teoría NOMA (No Overlapping Magisteria) de S.Gould es un ejemplo actual muy cercano a la concepción averroísta de la doble verdad. La causalidad, a su vez, puede presentarse de muchas maneras: como legalidad vinculante entre los fenómenos, como determinismo en la secuencia de un proceso, como principio de conservación, como propensión estadística o como vector teleológico. Pero más allá de 228 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico esas manifestaciones específicas la ciencia sabe, aunque no científicamente, que todo ser participado e imperfecto depende de otro y, a la larga, de Aquél que es imparticipado y perfecto. La causalidad es su desvelo. De nuevo convocamos al poeta, Virgilio en este caso: Felix qui potuit rerum cognoscere causas! El principio de inteligibilidad expresa la afirmación de la identidad entre lo que existe y lo entendible. Todo ente, por el mero hecho de ser, realiza una cierta perfección o determinación, existe como esto o aquello definido. Y debido a ello es capaz de comunicarse, de especificar a una cierta facultad de conocimiento. Y la inteligencia no es otra cosa que la capacidad para conocer las cosas en lo que tienen de ser y en la medida en que son. Por eso la actitud básica de la ciencia es ir al encuentro de la realidad, dialogar confiadamente con ella sabiendo que nos responderá en el mismo idioma en que se formula la pregunta. En varios trabajos que exponen sus eruditas investigaciones, el benedictino Stanley Jaki ha puesto de relieve el hecho histórico de que la ciencia sólo ha prosperado como emprendimiento en aquellas culturas capaces de ver el mundo como producto de una artesanía divina y, por lo tanto, como algo diseñado de acuerdo a una idea inteligente que nuestra propia mente puede, hasta cierto punto, descifrar. La confianza en un orden natural capaz de ser conocido por la ciencia, o como diría Guardini el carácter “verbal” de las cosas, es algo que los sabios más conspicuos, como Planck y Eddington, han reconocido explícitamente. En su célebre carta de 1952 le confiesa Einstein a su amigo Solovine: Te parecerá sorprendente que considere la comprensibilidad del mundo (en la medida en que podemos hablar de un mundo tal) como un milagro o un misterio eterno. Pero, ciertamente, a priori, uno creería que el mundo sería algo caótico y que el pensamiento no lo podría comprender en absoluto. Se podría verdaderamente se debería- esperar que el mundo manifestara su conformidad con leyes sólo en la medida en que lo comprendemos de un modo ordenado. Este sería un orden semejante al orden alfabético de las palabras de una lengua... Incluso aunque el hombre proponga los axiomas de la teoría, el éxito de ese procedimiento supone, por parte del mundo Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 229 objetivo, un alto grado de orden que de ningún modo estamos autorizados a esperar a priori. En esto radica el “milagro”, que se torna más y más evidente a medida que nuestros conocimientos aumentan... Curiosamente, tenemos que resignarnos a reconocer el “milagro”, sin poseer ningún modo legítimo de ir más lejos. Tengo que añadir el último punto explícitamente, por si piensas que, debilitado por la edad, he caído en manos de los sacerdotes. En cuanto al principio de unidad, utilizo una denominación heterodoxa para referirme al carácter trascendental del ente, a su valor ubicuo, a la profunda unificación que se revela en los distintos órdenes de la realidad y que, en definitiva, sirve de inspiración a la tendencia de universalidad creciente de las teorías científicas. Como justamente han sabido notar algunos estudiosos, la gran revolución científica del Renacimiento no se debe sólo a la propuesta de heliocentrismo de Copérnico, sino igualmente a la unificación de las leyes del cielo y de la tierra, separados por muchos años como dos mundos irreductibles. Esa separación no fue responsabilidad ni de la filosofía ni de la ciencia antigua, sino del peso abrumador de una experiencia de la inmutabilidad del cosmos invenciblemente condicionada por la inmensidad de las distancias. Los hallazgos del telescopio de Galileo no hicieron más que reforzar la idea aristotélica de la unidad de la materia. Antes de pasar al siguiente punto conviene agregar una aclaración: hay cosas que la ciencia sabe y otras que la ciencia supone. Pero también las hay que la ciencia ni las sabe ni las supone. La misma perspectiva filosófica que hace posible alcanzar los supuestos de la ciencia nos enseña muchas otras verdades que nada tienen que ver con lo científico. Y dígase lo mismo con respecto a la fe. La Bondad Infinita de Dios hizo el cielo y la tierra que la ciencia estudia y que, por esa misma razón, debe agradecer como supuesto. Pero no es preciso que la fe ni la filosofía sean útiles a la ciencia para que tengan sentido. Hasta aquí he intentado hablar de los supuestos de la ciencia considerados en el orden de lo objetivo, vale decir, de los requerimientos que surgen del contenido mismo del conocimiento científico. Pero no hay que olvidar los supuestos que aparecen en el 230 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico orden de lo subjetivo, de la persona misma que practica la ciencia. Mencioné recientemente la convicción realista de la ciencia, y por eso no sería fiel a su espíritu si ella supusiese, como más de uno lo ha hecho, que aquello de lo que se puede hablar no son más que categorías mentales sucedáneas de una realidad incognoscible y tal vez inexistente fuera de nosotros. Por el contrario, el científico cree firmemente que lo que tiene entre manos son las cosas mismas, es lo real en su verdadera consistencia. Y no obstante, esa realidad que conocemos, sea de un modo u otro, necesita de un envase para ser contenida. El sujeto, en un sentido, es la contraparte del objeto en la relación cognoscitiva. Pero en otro sentido es también una parte de la realidad, así como el objeto representa una parte de la cosa. También he hablado anteriormente de la carnalidad del intelecto científico, de su modo de ser como sujeto, de su afinidad con lo que estudia, en suma, de su circunstancia al decir de Ortega y Gasset. Me parece que todo ese universo de rasgos particulares que hacen a lo integralmente humano de un investigador puede condensarse como el supuesto de la subjetividad. Existe un rango de operación de la inteligencia donde lo subjetivo está casi ausente: no hay grandes diferencias de una persona a otra cuando se trata de resolver un cálculo matemático, preparar un informe de laboratorio o interpretar las imágenes de un radiotelescopio. Pero a partir de un cierto punto, nuestro modo de pensar, nuestra organización conceptual, nuestras prioridades y nuestros olvidos dependen no sólo de aquello que vemos sino, en una medida considerable, de lo que nosotros mismos somos. Gracias a los trabajos históricos de T.Kuhn y su teoría de los paradigmas podemos comprender mejor hoy en día hasta qué punto las ideas de la ciencia expresan o se dejan impregnar del marco cultural en el que vive la persona que las piensa. El altísimo nivel de elaboración de la ciencia helénica no podría justificarse sin esa característica vocación por el lógos, su esteticismo de tipo matemático, el sentido emprendedor de la organización política en ciudades-estado, y las bondades del clima mediterráneo. El mecanicismo de la ciencia moderna parece coherente con la mentalidad del homo faber, con el afán de convertirlo todo en una máquina que sea expresión de poder y Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 231 de progreso. La cosmovisión actual, de carácter más bien historicista se acopla a una visión de la existencia cargada de dramaticidad, que siente la opresión del tiempo fugitivo y, tal vez, la sospecha de un plan divino y un desenlace escatológico. Y me aferro de esto último para mencionar, como dato insoslayable de la subjetividad de un pensador, lo que podríamos llamar sus intereses existenciales. Una de las afirmaciones fundamentales de la moral cristiana asegura que el fin último del hombre es la unión sobrenatural con Dios, y que ese fin es el que buscamos, con o sin conocimiento, cada vez que procuramos cualquier otra cosa. Nuestros intereses temporales pueden ser muy variados: la familia, la salud, el bienestar económico, el placer. Pero detrás de todos ellos trabajan las ansias de ver a Dios. El hombre de ciencia, quizá más que los otros, presiente desde su propio saber que hay algo más allá de todo, un gran Misterio, una clave que puede descifrar todos los enigmas y una luz capaz de extinguir todas nuestras tinieblas. Cuanto más audaz es su avance, cuanto más abarcadora sea su mirada, mayor será su sospecha de que hay algo grandioso detrás de todo, y que vale la pena vivir nada más que para conocerlo. Ya conocemos muchos casos, no todos buenos, de científicos atraídos y como arrastrados a una especulación trascendente, que en algunos casos llega a transformarse en plegaria. Los supuestos que hemos presentado en la línea de la subjetividad, a diferencia de los que son objetivos, no se requieren para la construcción lógica de la ciencia. Son supuestos según el sentido que el quehacer científico posee en la búsqueda de la plenitud que gobierna el obrar de las personas. No necesitamos una geografía o un marco histórico determinado para sustentar una teoría, ni invocar la existencia de un Primer Motor. Siguiendo al barón de Laplace, no nos es menester esa hipótesis. Pero esa constelación de valores de la que he hablado debe suponerse para que cada uno de los que emprenden el camino de la ciencia, ese camino pedregoso, empinado y lleno de acechanzas, sienta que vale la pena hacerlo. La ciencia es un bien, y es un bien honesto, valioso por sí misma, no por su utilidad. Pero no es el bien absoluto, y puede ser un modo eficaz de acercarnos a él. Si no tuviésemos la expectativa de una Felicidad trascendente, la 232 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico ciencia tal vez sería un consuelo. Pero sin duda deberíamos esperar mucho menos de una ciencia que habita en el corazón de un hombre resignado. Resumiendo: la ciencia es un modo de saber racional, tanto por su método como por su búsqueda de la verdad de las cosas. Pero en nombre de esa racionalidad, y sin perjuicio de su autonomía, está abierta a otras instancias que obran sobre ella a modo de supuestos, definidos como todo conocimiento que sea condición necesaria para la fundamentación completa de sus conclusiones o simplemente para ponerla en marcha y mantenerla en funcionamiento. S.Jaki designaba peligrosamente a estos supuestos como “fe científica”. Serían necesarios algunos matices para admitir esa expresión. Por lo pronto, me interesa destacar que siempre es arriesgado que uno decida explicitar aquello en lo que cree. No estoy sugiriendo una actitud fideísta. Ocurre que los cristianos asumimos la tarea de una inteligencia de la fe, o sea una teología, en un contexto de amor sobrenatural al testigo, que es Palabra de vida eterna, y concientes de la autoridad infalible que lo asiste. Pero si quisiéramos indagar en nuestra fe de un modo crítico, es decir suprimiendo el amor y la autoridad y sometiéndola al tamiz de la razón, acabaríamos por destruirla en cuestión de minutos. Del mismo modo, si la ciencia descubre esos supuestos y se vuelve sobre ellos, no con docilidad y gratitud, sino blandiendo sus microscopios y sus fórmulas, romperá el encanto y dejará de beneficiarse de ellos para volverse su víctima. Es que si se intenta criticar esa filosofía que la auténtica ciencia supone, o se la entiende mal o se la niega. Mejor es decir: se la reemplaza por otra peor. Creo que vale la pena esta cita de Federico Engels: Los científicos creen liberarse de la filosofía ignorándola o insultándola. Mas dado que sin pensamiento no avanzan y para pensar tienen necesidad de determinaciones de pensamiento -y así aceptan inconscientemente estas categorías del sentido común de las personas cultas, dominadas por los residuos de una filosofía hace mucho tiempo desaparecida, o de aquel poco de filosofía que han escuchado obligatoriamente en la universidad (que además de fragmentaria, es una mezcolanza de las concepciones de personas pertenecientes a las escuelas Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 233 más diversas, y a menudo peores) o de la lectura acrítica y asistemática de escritos filosóficos de toda especie- no son en efecto menos esclavos de la filosofía, mas lo son la mayor parte de las veces, por desgracia, de la peor: y aquellos que más insultan a la filosofía son precisamente esclavos de los peores residuos vulgarizados de la peor filosofía. Empero, hay algo que los científicos sí pueden hacer frente a la filosofía, y es usar ese precioso y malgastado don que se llama sentido común. Se trata de una cierta fineza intelectual para reconocer la presencia de una verdad, ya sea por evidencia empírica, ya sea por coherencia con una visión general del mundo. Se ha escrito mucho sobre esta facultad, hasta ponerla exageradamente en la cúspide del conocimiento, como sucede con la escuela escocesa. Pero aquí me interesa solamente reivindicarla como expresión natural y básica de la lucidez intelectual, como ejercicio elemental de la cordura, como ese mínimo operativo del entendimiento que, puesto en su justo lugar, proporciona convicciones infalibles. Ciertamente no basta con él, y todos sabemos hasta qué punto el progreso de la ciencia se ha logrado a sus expensas. Pero si se lo suprimiese por completo nuestra inteligencia quedaría paralizada. Dejar de lado esta conciencia primaria de la verdad sería como querer reemplazar nuestros sentidos por un aparato, cuyos registros nadie podrá leer porque ya no hay con qué. Nos dice Jacques Maritain: El sentido común tiene el derecho y el deber de oponerse a toda doctrina filosófica que niegue cualquiera de las verdades de las que él posee natural certeza, como el inferior tiene el derecho y el deber de resistir al superior que obre de una manera evidentemente insensata. Porque desde el momento que la verdad se nos manifiesta de cualquier modo que sea, es un desorden no adherirse a ella. El sentido común puede así juzgar accidentalmente a la filosofía. Esto significa, entonces, que no cualquier filosofía es apta, y que el científico puede reclamarle, no sólo en nombre de sus propias seguridades sino de las que animan su sentido común. Por eso vemos en muchos hombres de ciencia un sano rechazo del idealismo en todas sus formas, en especial el criticismo de Kant, la dialéctica hegeliana, 234 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico la fenomenología de Husserl y Heidegger, la escuela del análisis y el pensamiento narrativo de Gadamer y Ricoeur. Es que un científico, acostumbrado a chocar setenta veces siete contra esa roca inconmovible llamada realidad, conoce muy bien la diferencia entre aquel filósofo que uno lee al tiempo que se siente profundamente ignorante, y aquel que uno lee sin saber cuál de los dos está completamente loco. En una conferencia de 1870 decía Maxwell que la metafísica (la única que él conocía, la del idealismo alemán) era “una cueva de ladrones llena de osamentas”. Más en nuestro tiempo, Mario Bunge afirma que “es necesario rescatar para el pensamiento contemporáneo ciertas características de la ciencia, a saber: confianza en la razón; rechazo del mito, de la superstición y, en general, de la opinión infundada; investigación rigurosa; espíritu científico; realismo, por oposición a lo mágico; respeto por la praxis y por la técnica; universalismo en el conocimiento y la moral”. Lamentablemente no podría seguirlo más lejos, pero al menos hasta aquí me siento bien acompañado. Hay, por el contrario, una natural simpatía hacia aquellas corrientes que no sólo son capaces de una metafísica consistente y robusta, sino que se apoyan en aquello que más inmediatamente precisa la ciencia: una buena filosofía de la naturaleza. Una reflexión estrictamente filosófica y estrictamente referida a la naturaleza, capaz de un diálogo fluido con la física, la cosmología y la biología, que no le tema a los problemas de la materia, la energía, la substancia, el espacio y el tiempo, y que sea capaz de mostrar sin complejo de inferioridad la validez y fecundidad de sus concepciones sobre la forma, el movimiento, la naturaleza y la finalidad. Para concluir: hubo épocas en que la filosofía y la ciencia ni siquiera se distinguían, y hubo épocas en que se turnaban para ejercer vasallaje sobre la otra. Hoy, tras un largo y azaroso camino, ambas están ante una oportunidad preferencial para reconciliarse. Los filósofos, porque al fin podemos entender que la ciencia era justamente lo que nos hacía falta para llevar a su plenitud el gozo de la contemplación del orden creado. Los científicos (y ahora el que supone soy yo) porque al fin podrán entender que la filosofía siempre estuvo a su lado. Perdón, siempre estuvo dentro de ellos. Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 235 DIÁLOGO - Dr. Dankert: Que yo sepa, en el principio todos los que se interesaron por la naturaleza eran filósofos. Cuando Carlos II de Inglaterra vuelve de Francia fascinado con la cultura francesa y vuelve al desorden que había dejado Cronwell en Londres, lo primero que hace es crear la “Royal Society”. Entonces se hace socio él, y todos los filósofos que andaban dando vueltas por ahí y se reunían en una taberna, o tomaban té juntos, se afilian, aún estando en Oxford, o en Cambridge, a esta especie de central, que estaba en Londres. Así que la filosofía y la ciencia, llamémosla rigurosa, demostrable, nacieron juntas. - Prof. Ferro: Vorrei fare un paio di osservazioni. Non riesco a comprendere questa nozione di supposto perché mi pare più che altro uno scaricare delle ipotesi da una scienza su altre scienze, come è stato fatto nell’esempio della matematica, la quale però alla fine si basa su altre sue ipotesi. E quindi non capisco dove si vada a finire se non in un regresso d’ipotesi fino a un certo punto dove si devono accettare dell’ipotesi, e non capisco il supposto cosa voglia significare. L’altro giorno a Padova, in una manifestazione sulle lauree scientifiche, ha parlato un filosofo della scienza, Boniolo, che ha raccontato che, da giovane, nell’età liceale, aveva stupito i suoi famigliari dicendo che voleva diventare filosofo. I genitori si sono preoccupati di questo desiderio pensando alle difficoltà economiche di una tale scelta professionale. Tuttavia egli era sempre più convinto di voler fare il filosofo. Il fatto più impressionante per i suoi genitori fu che poi, al momento di iscriversi all’Università, scelse di iscriversi a fisica. “Ma, non volevi fare il filosofo? Perché ti iscrivi a fisica?” E la sua risposta fu: “Mi iscrivo a fisica proprio perché voglio fare il filosofo”. Di fatto, dopo aver studiato fisica, è diventato professore di filosofia, ed è stato molto contento di aver seguito questo percorso perché, dice, quello di cui i filosofi hanno bisogno e’ avere una esperienza specifica di scienza, perché altrimenti in filosofia si parla di scienze con un’idea distorta di cosa sia la scienza, e questo poi impedisce di arrivare a delle conclusioni sostenibili, appunto perché si basano una idea di scienza che non corrisponde alla realtà della scienza. Raccontò questa sua esperienza per suggerire che, per diventare filosofo, e’ opportuno prima studiare le scienze. 236 Epistemología de las Ciencias. La visión del mundo del investigador y la incidencia en su trabajo científico - Dr. Beltrán: Bueno, éste es el riesgo que se corre cuando uno intenta pasar por alto algunos detalles de su propia exposición y lamentablemente algo de lo que yo no dije podría haber servido para aclarar mejor lo que usted pregunta. Muy brevemente diría, me parece que es verdad que algunos de los supuestos de una ciencia son a su vez supuestos de otra. Digamos, puedo aceptar lo que usted dice que una ciencia toma como supuesto aquello que en el fondo también es un supuesto, pero no pasa eso siempre, me parece a mí, que el hecho de que para todo científico no exista la contradicción, el hecho que para todo científico detrás de todo acontecimiento haya una causa es válidamente entendido como un supuesto. O sea, yo creo que… - Prof. Ferro: Io non credo nell’estremo meccanicismo che tutto debba avere una causa, neppure nelle scienze, anche se la scienza diventa utile proprio perché introduce un certo meccanicismo che permette di fare previsioni. - Dr. Beltrán: Me parece que cuando usted hace ciencia tiene que aceptar ciertos conocimientos previos porque de la nada no se puede partir. A esos conocimientos previos, aceptados razonablemente, es a los que yo llamo supuestos. Podemos analizar cada caso y ver hasta qué punto es aceptable, justamente, esa admisión. Simplemente me refería a la necesidad de tomar supuestos en general, eso era todo. - Dra. Archideo: Muchas gracias Beltrán, lamento que por la hora no podamos seguir dialogando. Presencia de la Filosofía en la tarea científica Oscar Beltrán, pp. 219-237 237