La memoria silenciada. La historia familiar en los relatos de tres

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C
ARTÍNEZ
TLAUDIA
ALLERMDE
LETRAS
MEMORIA
N° 37: 67-76,LA2005
SILENCIADA. LA HISTORIA FAMILIAR
EN LOS
RELATOS…
ISSN
0716-0798
LA MEMORIA SILENCIADA.
LA HISTORIA FAMILIAR EN LOS RELATOS
DE TRES ESCRITORAS CHILENAS:
COSTAMAGNA, MATURANA Y FERNÁNDEZ
The silent memory. The familiar history in three Chilean writers:
Costamagna, Maturana and Fernández
CLAUDIA MARTÍNEZ ECHEVERRÍA
claumartiec@hotmail.com
Universidad Católica de Chile
La reconstrucción de la memoria familiar es una de las preocupaciones constantes que se
pueden apreciar en las novelas escritas por jóvenes autoras chilenas que han publicado en
la última década. Ejemplo de ello son En voz baja (1996) y Cansado ya del sol (2002)
de Alejandra Costamagna; El Daño (1997), de Andrea Maturana, y Mapocho (2002), de
Nona Fernández. En este artículo se plantea cómo el rearmar la historia de la familia supone
una serie de desafíos en la medida que involucra adentrarse en una memoria que ha sido
tergiversada, mutilada y ocultada por el propio núcleo familiar. De este intento surge un
nuevo tipo de sujeto femenino: interesado en sus orígenes a pesar de lo conflictivo que
estos puedan ser y, por sobre todo —y alejándose con ello de los modelos patriarcales—
totalmente activos y dispuestos a confrontar la voz de la autoridad.
Palabras clave: memoria, núcleo familiar, sujeto femenino
The reconstruction of the familiar memory is a constant worries that they can appreciate
in the novels written by young Chilean authoresses that they have published in the last
decade. Example of this are En voz baja (1996) and Cansado ya del sol (2002) of Alejandra
Costamagna; El daño (1997), of Andrea Maturana, and Mapocho (2002), of Nona Fernández. In this article one raises how to rearm the history of the family supposes a series
of challenges in the measurement that involves to enter a memory that has been changed,
mutilated and concealed for the own familiar nucleus. From this attempt there arises a new
type of feminine subject: interested in her origins in spite of the troubled thing that these
could be and, for especially —and moving away with it from the patriarchal models—
totally active and ready to confront the voice of the authority.
Key words: memory, family group, female subject.
La novela El Daño, de Andrea Maturana, comienza con dos amigas que
viajan al desierto. Una va con el propósito de recuperar su historia; la otra,
si tiene suerte, espera olvidar la suya. Aunque los objetivos parezcan contrarios, tanto el recuerdo como el olvido no son más que funciones de un mismo
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proceso: la memoria, una de las temáticas recurrentes en la producción novelesca de tres jóvenes escritoras chilenas: Alejandra Costamagna (de quien
consideraremos su primera novela, En voz baja [1996]), Andrea Maturana (El
daño [1997]) y Nona Fernández (Mapocho [2002]).
Bastante es lo que se ha reflexionado en torno a la existencia de una
“cultura de la memoria” que se vuelve mucho más notoria a partir de los 80,
producto del “marketing masivo de la nostalgia,” como lo ha llamado Huyssen
(1999) y, con ello, una preocupación por el olvido y la historia, sus complementarios ineludibles. Entenderemos memoria según la definición de Nelly
Richard, para quien se trata de “un proceso abierto de reinterpretación del
pasado que deshace y rehace sus nudos para que se ensayen de nuevo sucesos
y comprensiones” (1998:29), definición que hemos escogido porque destaca
un aspecto esencial: la constante relectura en búsqueda de una mirada más
amplia y diversa en la que interviene una serie de factores, tales como la
memoria de los otros y, sobre todo en el caso particular de estas novelas, los
olvidos de estos otros.
Costamagna, Fernández y Maturana coinciden en su interés por la
memoria familiar entendida prácticamente como una obligación, pues es parte
de un compromiso, muchas veces difícil, que las narradoras de sus novelas
(todas ellas niñas o mujeres muy jóvenes) asumen consigo mismas para lograr
conformar una identidad plena. Escarbar en ese pasado se dificulta porque
significa ir al rescate de recuerdos que no son propios. Al depender del
testimonio ajeno se cae en una subjetividad que vuelve todo aun más impreciso, especialmente al tener en cuenta que aquellos (y sobre todo aquellas)
que estuvieron ahí, no quieren hablar. El silencio de las mujeres, portadoras
de una verdad que de esta manera ocultan, ya no es, en consecuencia, producto
de una imposición social que les niegue la palabra, sino una decisión personal
que hace de este callar una resistencia contra su propia historia.1 Se logra así
un giro interesante en la oposición binaria que asigna a las mujeres el silencio
y otorga a los hombres la palabra —y con ello el saber—: ellas también saben,
pero no quieren hablar, recurso que podemos reconocer como una de las tretas
empleadas por los débiles que observa Ludmer en Sor Juana Inés de la Cruz.2
1
2
Naturalmente, este callar no se traduce solo en un mutismo obstinado, sino también en otro tipo de
acciones que van estrechamente ligadas al silencio. Un ejemplo es la imposición de tener que hablar
en voz baja, el susurro, que conlleva decir para unos y silenciar para otros. La mentira, por su parte,
también es otro de los disfraces que el silencio emplea usando como recurso su propia antítesis: la
palabra utilizada para no-decir.
Al analizar la Carta Atenagórica y la Respuesta a Sor Filotea, Josefina Ludmer reconoce al menos
dos movimientos en torno al uso de la palabra: la separación del saber y el decir, y el saber sobre el
no decir (y con ello, la importancia del callar, del sugerir). A través de estas estrategias, Sor Juana
consigue enfrentar el discurso hegemónico sin parecer transgresora pero dando pie a interpretaciones
múltiples.
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A pesar de todo, este enfoque ajeno no solo es necesario sino que es
imprescindible. Halbwachs ha señalado que en la medida que todo individuo
está inserto en una sociedad, sus recuerdos estarán siempre determinados por
los otros. De ahí que, en definitiva, el recordar es un acto que, aunque se realice
desde la propia conciencia, está siempre bajo la marca de los demás. El integrar
a la familia, entonces, conlleva la pregunta por el “nosotros” —un colectivo
que espejea a la nación completa3— entendiendo que en ese plural está la clave
de un “yo” agobiado por los silencios.
Hay, en efecto, una dicotomía notoria entre las dos generaciones que
se enfrentan: para los adultos, la mejor solución es el olvido, manteniendo así
un orden ficticio que les da seguridad. Su discurso será el del silencio y se
obligan a olvidar (como si eso fuese posible); sus hijas, en cambio, entienden
que la solución no pasa por ahí y buscarán la forma de rescatar el pasado,
apostando por la verdad aun cuando intuyen que aquello que se esconde puede
ser muy doloroso. Vemos así nuevamente la oposición inicial que a su vez
es reflejo de una contradicción nacional: por una parte, desde fines del siglo
XX se produjo un interés notable por todos aquellos temas vinculados a la
memoria, producto de la decepción que el presente provocaba. Y por otra,
paradójicamente, en Chile se habría dado, según Grínor Rojo, el fenómeno
contrario: una política deliberada para institucionalizar el olvido (Richard,
2000). Según este pensamiento, lo importante es mirar hacia delante y seguir
avanzando sin perder más tiempo en inútiles discusiones sobre lo que ya pasó.
Rojo advierte, sin embargo, sobre lo peligroso de esta posición: “un pueblo
sin identidad nacional —dice— es un pueblo sin memoria y… un pueblo sin
memoria es un pueblo sin historia” (331).
Volviendo a las novelas, es interesante desde el punto de vista del género
cómo se estructura esta confrontación, a pesar de que estas escritoras no se
autodefinan como feministas. La estrategia consiste en que, situándose en el
espacio tradicionalmente asignado para la mujer —a familia y el espacio
doméstico—, surge el cuestionamiento desde donde menos se espera: de la
hija, quien no solo duda de lo que le dicen (la “versión oficial” que la familia
quiere imponer) sino que además enfrenta a la autoridad, representada por la
madre en ausencia del padre. Se busca, entonces, desarticular el sistema desde
adentro y desde quien no representa, por su edad y condición, una amenaza,
lo que —como ya señalamos— corresponde a una de las tretas del débil.
Por otra parte, la narración predominantemente en primera persona
evidencia también un largo proceso en el que la voz se ha traspasado desde
3
En Mapocho es donde la alusión a la nación es más explícita, partiendo del hecho de que la casa
donde la Rucia y el Indio pasan su infancia es “larga y flaca como una culebra” (211).
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las madres/esposas (pensemos en las novelas de María Luisa Bombal o Marta
Brunet, por ejemplo), y cuyo protagonismo nos llegaba la mayoría de las veces
a través de una tercera voz, hacia las hijas, y si en las primeras encontramos
a una “rebelde pasiva,” que disiente del sistema pero no intenta cambiarlo, en
estas otras novelas hay una rebeldía que busca respuestas y que no se contenta
con verdades a medias.
Muchos de estos aspectos los podemos observar con claridad en El daño,
de Andrea Maturana. Tal como la misma autora lo ha señalado, el asunto
principal que ella quiso desarrollar en esta novela fue el de la memoria,
especialmente cuando se nos impone y no nos permite escoger, llevándonos
a olvidar lo que quisiéramos conservar y reteniendo, en cambio, aquello que
preferiríamos no recordar. El conflicto de ambas amigas, Elisa y Gabriela, pasa
por ahí, y reflejan en sus conductas las dos principales respuestas que, según
ha señalado Nelly Richard, se producen por la tensión entre el recuerdo y el
olvido: el enmudecimiento, causado por el estupor ante el hecho que causa
el trauma, y la sobreexcitación, que implica exagerar artificialmente la conducta para combatir así la depresión.
Elisa es agobiada permanentemente por recuerdos que no logra nombrar: “Mi imposibilidad de verbalizar los recuerdos, o de acudir a ellos en
su totalidad (…), me hace pensar que no estoy en absoluto encaminada a
olvidarlos, a pesar de lo mucho que lo desearía” (35). Una de las posibles
razones, intuye, es que el pronunciar determinadas palabras la obligaría a ella
misma a escuchar lo que no quiere oír. De algún modo, y al igual que Fausto,
el historiador de Mapocho piensa que el darle nombre a ciertas situaciones
las vuelve reales, y requerirá todavía de tiempo antes de tener el valor de
decirse a sí misma que fue violada cuando niña por quien, supuestamente,
era su padre.
En Mapocho (Nona Fernández), en tanto, el recuerdo es siempre conflictivo. Es una especie de condena que todos deben sufrir. Para la Rucia los
recuerdos vienen en forma de astillas de vidrio que emergen de su frente,
haciéndola sangrar, constatando así que no hay recuerdo que no implique
dolor. Ante esto, la madre opta por callar, diferenciándose así del padre,
Fausto, quien domina el arte de la palabra aun cuando no sea libre para
emplearla: recordemos que a él le han encargado reescribir la historia de Chile,
pero es obligado a falsear todo aquello que resulta cuestionable, condición que
acepta sin mayores reparos. La madre, en cambio, “no es buena narrando
historias. Es mejor callando, guardando información, dejando la duda, la
inquietud” (179). El río, en tanto, es un personaje más, mudo testigo de la
historia. Atraviesa la ciudad y también cruza el tiempo, arrastrando en sus
aguas lo peor de nuestro pasado, tal como si se tratara de una página acuosa
en donde se va escribiendo lo que la otra Historia no registró.
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El padre es, en el contexto de estas novelas, una figura clave, siempre
conflictiva, y cuya ausencia da inicio a una especie de tiempo inmóvil: lo que
suceda en el presente solo adquiere relevancia si sirve para despejar las
incógnitas del pasado, y pareciera que, por cierto, la vida de la narradora solo
podrá continuar su rumbo normal cuando dé con las respuestas. La brecha,
entonces, se establece con claridad entre un antes y un ahora. De un después,
ni hablar: será necesario reconciliarse o al menos comprender ese pasado para
pensar, recién, en el futuro.
Consideremos el caso de En voz baja (Costamagna). Con la desaparición
del padre, el espacio familiar se desarticula, surgen los secretos y Amanda,
la hija de Gustavo Daneri, traicionado por el que suponía su amigo, intenta
saber qué sucedió realmente, pues con ello podrá reconstruir también su propia
historia. Desde su visión infantil, incompleta y obstaculizada por los adultos,
logra comprender que hay demasiada información que su familia oculta y
descifrar los secretos será desde entonces su obsesión. En la casa se impone
no hablar de ciertos temas y todos —todas— tácitamente, aceptan este nuevo
orden. “Nunca reclamaba —dice Amanda— porque se me ocurría que a veces
era mejor no decir las cosas” (9). Bajo esa premisa —que en efecto da título
a la novela— es que todas continúan sus vidas y el silencio, junto al susurro
y la mentira, se convierte en el estado natural. La Nana se hace también
cómplice de la situación, con la diferencia que, con intención o sin ella, va
dejando deslizar información que logra inquietar a Amanda: “La Nana se
limitó a decir casi en un murmullo que algún día tendríamos que saber todo,
pero que ella no iba a ser quien lo dijera” (35).4
Utilizando una serie de estrategias de espionaje, tales como escuchar
a través de las paredes, abrir cartas destinadas a otras personas y entrevistar
a quienes supuestamente sabían algo, Amanda logra ir entendiendo qué sucedió con su padre. Desde que él se fue, han pasado años. La versión completa
no la conseguirá nunca, pero al menos es capaz de comprender la traición de
la que su padre fue víctima. Cali, la madre, quien pudo haber sido una aliada,
4
Si bien en las novelas mencionadas en este trabajo la nana solo aparece en esta, es un personaje
importante en nuestra narrativa. Dado el rechazo que la madre suscita en la hija es que adquiere
predominancia la nana, quien suele transformarse para la niña en una imagen mucho más atractiva y
que —al pertenecer a otro estrato social— le da una visión más amplia de su medio. Además, la nana
suele ser menos estricta que la madre, maneja otra información y tiende a generar con la niña una
relación de igual a igual, con lo que se gana su confianza (Mª. Inés Lagos). Cabe señalar también que
la nana pasa a ser una figura sin tiempo que recorre los años como si se tratara de una especie de hilo
conductor de las generaciones de la familia. La nana de La casa de los espíritus (Allende), la de
Retrato de familia (Urrutia) y Zoila, de La amortajada (Bombal), entre otras, tienen esa cualidad, que
las vuelve mujeres sin edad. Es la presencia de lo estable cuando todo lo demás va cambiando. En
Mapocho, es la misteriosa abuela quien cumple dicha función.
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opta por lo contrario: cuando Amanda le pide que cierre la historia, ella
propone el olvido, perdiendo así la última oportunidad de sincerarse y ayudar
a su hija.
De este intento de ir al rescate de la memoria familiar se puede concluir
tempranamente el fracaso de la familia misma. En la primera novela de
Costamagna, por ejemplo, la definición que da Amanda de su núcleo es la de
ser “un grupo de personas que conviven con desgano” (55). El presente en
que se encuentra está marcado por la máscara: las apariencias se imponen
ocultando así una serie de graves carencias y problemas no resueltos que siguen
penando aunque se los quiera dar por olvidados, de la misma manera que
ocurre con el trauma que, tarde o temprano, se vuelve insoportable. Así, estas
novelas ponen en el tapete el signo de una generación que debió aprender a
vivir con verdades a medias, con familias a medias. El desenlace, según
Huyssen, no puede ser positivo cuando se está en el plano “de un discurso
postraumático de la memoria”: este “jamás llegará a una conclusión satisfactoria y (…) siempre se verá asediado ya sea por la reconstrucción obsesiva
o por diversas formas de olvido” (Huyssen, 1999:10), conductas reflejadas,
una vez más, por Gabriela y Elisa, respectivamente (El daño).
Es así como para Costamagna, Fernández y Maturana, la memoria será
un instrumento más que simple recuerdo o registro de hechos. Es interesante
constatar también que no solo la memoria emerge del pasado, sino que también
se da la relación inversa: esta es una construcción de la memoria que pasa por
el lenguaje, por el acto de dar nombre a las cosas (I. Piper). Así, la memoria
es utilizada como la materia prima para construir una realidad distinta, lo que,
en nuestro caso particular como nación, pasa por superar todo aquello no
resuelto que acarreamos del pasado reciente. De ahí que este ayer continúe
siendo no solo un territorio por explorar, sino también por construir, más aún
cuando tenemos la intuición de que es ahí, en esos días ya idos, donde yacen
las respuestas que necesitamos. Aquí no corre eso de que “todo tiempo pasado
fue mejor,” al contrario. El presente, por su parte, tampoco es positivo en la
medida que sigue siendo su reflejo, un síntoma. El futuro, en consecuencia,
parece ser el único tiempo que podría aún ofrecer algo, pero eso no será
gratuito: habrá que ganárselo.
En este intento, la memoria resulta fundamental por varios aspectos:
En primer lugar, es el principal recurso contra el olvido. Quede o no
un registro físico (material), el que estas narradoras se dediquen con tanta
energía a pensar y repensar el pasado, permite que esa micro historia se
mantenga viva. De no ser por ellas, las mentiras y silencios habrían logrado
fácilmente tergiversar los hechos y tapar para siempre las verdades.
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En segundo lugar, sirve de referencia sobre aquellos errores que no se
deben repetir. Rescatar el pasado para mejorar el futuro y hacer más llevadero
el presente demuestra la intención de las protagonistas de no ser sujetos pasivos
en la historia. En términos de Huyssen, “se atribuye al recuerdo el carácter
de garantía contra la repetición” (1999: 10).
Además, muestra el recorrido histórico de un proceso. Ya sea personal
o social, evidencia su avance, su retroceso o su estancamiento.
En torno al punto anterior, está su importancia en relación con la
identidad. La pregunta la hace Rabossi: “Si nuestra identidad personal depende
(…) de nuestros recuerdos, ¿qué efectos producen nuestros olvidos?” (Yerushalmi, 9). Ambos, entonces, afectan directamente nuestra propia configuración
como sujetos.
Por último, Diamela Eltit le ve también una función organizadora: “La
función de la memoria… parece ser el conservar, ordenar los espacios del vacío
y de lo pleno en un ejercicio colector de saberes en torno a los compartimentos
arbitrarios en los que se archivan los recuerdos” (150). Esta estructuración será
esencial para las narradoras, pues de ella dependerá la coherencia de su propio
relato.
A pesar de los puntos anteriores, que podrían calificarse como los usos
favorables de la memoria, cabe destacar que en las novelas estudiadas la
memoria no deja de tener una connotación negativa. “La maldita memoria”
es, en efecto, una frase que, curiosamente, se reitera en varias de ellas, tal como
si se tratara de un “link” o eslabón que pretende dar con un sentido oscuro
—aunque necesario— de esta condición.5 Quienes han reflexionado en torno
a ella, además, tienden a reiterar que la memoria no es perfecta: “La memoria
real —dice Huyssen— es siempre transitoria, notoriamente poco fiable y
asediada por el olvido; en una palabra, humana” (1999:14). La pregunta,
entonces, queda rondando: este proyecto del rearmar una historia, teniendo
como base la memoria, y más encima una memoria maldita, ¿podrá dar con
las respuestas necesarias, considerando todas sus limitaciones? Una posible
respuesta la daremos un poco más adelante, pero desde ya podemos hacernos
una idea pensando en cómo terminan estos intentos.
5
La “maldita memoria” aparece en El daño en la página 153. En Cansado ya del sol, de Costamagna,
si bien no se utiliza la misma expresión, se señala constantemente que la memoria es “un almacén de
desperdicios”. Por otra parte, en El beneficio de la duda, novela de Alejandra Rojas, la “maldita
memoria” es mencionada en la página 40. También en Malas noches, de Costamagna, en la página 18.
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A modo de conclusión, resulta interesante establecer un contrapunto con
el ensayo de Sonia Montecino, Madres y Huachos.6 Ahí se señala cómo el
hijo sin padre, el “huacho,” continúa en el futuro generando los mismos
patrones que le dieron a él esa denominación: será el “lacho” que abandonará
a la mujer que le dé hijos, repitiendo así la historia en un círculo vicioso
marcado por la visión patriarcal. De la guacha no es mucho lo que se dice,
pues desde el título de su ensayo la problemática se centra en la relación de
la madre con el hijo, el guacho. La hija sin padre es silenciada porque como
sujeto no tiene mayor valor: la mujer queda relegada tras la imagen de madre
que debe continuar. Agrega la antropóloga: “esta no presencia de la hijahuacha delata la internalización de la díada madre/hijo como categorías asignadas a los géneros dentro de la cultura mestiza” (54). Vale la pena hacer notar
en este punto un hecho que no por obvio deja de ser importante: el guacho
tiene a su madre; la guacha, en cambio, parece estar condenada a la soledad
más absoluta.7 Además, así como el guacho está, de alguna manera, destinado
a ser un lacho, si revisamos a las otras guachas de nuestras literatura, reparando
especialmente en Juana Lucero, la más paradigmática en este sentido, encontraremos que la hija no tiene otro futuro posible que ser la empleada, como
posiblemente también lo fue su madre, y con ello es forzada a estar a disposición de los requerimientos del patrón. Sin embargo, a partir de lo expuesto
en nuestras novelas (recordemos que en ellas las protagonistas están marcadas
por la ausencia del padre, por una u otra razón) podemos plantear que no está
dispuesta a mantener pasivamente el sistema. Interesándose en sus orígenes,
a pesar de lo problemático que estos puedan resultar, encara su historia y con
ello enfrenta la voz de la autoridad. Amanda, la protagonista de En voz baja,
encontrará respuesta a muchas de sus preguntas pero a cambio de un cuadro
de anorexia y bordeando la muerte por una acción que fluctúa, ambigua, entre
el accidente y el suicidio. Elisa, en cambio, de El Daño, sí logrará sanarse al
ser capaz de nombrar lo que por tanto tiempo la atormentó, pero no resolverá
las incógnitas. Por último, la Rucia se acercará bastante a la verdad pero es
demasiado tarde: no hay para ella otro futuro como no sea el oscuro lecho del
Mapocho. No hay finales felices. Para estas protagonistas el costo de la verdad
será demasiado alto.
6
7
Con respecto a la ortografía del término, cabe señalar que en Chile se utilizan ambas formas: guacho
y huacho. Acá se optó por emplear la palabra tal como es registrada por el diccionario de la RAE,
con g. Sin embargo, cuando se cita el texto de Sonia Montecino se respeta la ortografía que ella
utilizó.
Juana Lucero es, en este sentido, quien refleja con mayor intensidad esta soledad que se traduce en
una serie de carencias. En palabras de Cánovas: “Sin familia (la purisimita es guacha, sin rostro (es
puta, es loca), sin patria (es lucero sin luz) e, incluso, sin Dios (un alma abandonada, proyectada hacia
el firmamento), Juana parece haber nacido muerta” (132).
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Por último, y pensando en las novelas citadas, podemos señalar que
estamos ante una generación que aspira a instituir su propia tradición, para
lo cual es necesario no solo rechazar la voz del padre, sino también desoír
la de las mujeres que, posiblemente sin notarlo, se han amoldado a los
patrones impuestos, contribuyendo con ello a perpetuar las desigualdades.8
Por eso la relación con la madre será siempre difícil.9 Ella no será un modelo
a seguir, con lo que se refuerza la idea de no repetir una y otra vez el mismo
ciclo. De las “guachas literarias” anteriores, han heredado la falta de un
pasado, la carencia de una historia propia. De ahí la importancia de la memoria:
ella será su resistencia. Para Amanda y Elisa, especialmente, la condición de
guachas no solo no será un inconveniente, sino que, por el contrario, les
permitirá construir el espacio necesario para recuperar la memoria que se les
negó y fundarse, a sí mismas, como sujetos. La Rucia, en cambio, ya no tiene
esa oportunidad: producto de la traición del padre y del silencio de la madre,
es que ahora ya no tiene otro futuro como no sea el seguir flotando en las
sucias aguas del Mapocho y, si tiene suerte, tal vez desembocar algún día en
el mar.
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8
9
Tal afirmación es válida para las madres que aparecen en En voz baja y El daño, quienes evitan
asumir su responsabilidad. Distinto es el caso de la madre de la Rucia y el Indio, cuya huida con sus
hijos, a los que aleja del padre, será su manera de confrontar la traición que Fausto comete al aceptar
el trato que se le propone. Su consecuencia la llevará a pedir ser cremada al morir, como un modo
de acercarse a los suyos, a la gente de su antiguo barrio, muertos en el incendio.
La psicoanalista francesa Christiane Olivier ha desarrollado una interesante teoría en torno al personaje que Freud habría ignorado: Yocasta. En relación al punto que aquí nos interesa, señalaremos que
la relación madre-hija efectivamente es conflictiva. La primera, sin notarlo, va creando en la segunda
un sentimiento de abandono y envidia que serán muy difíciles de superar incluso de adulta.
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