UNA REFLEXIÓN ILUSIONADA EN TORNO A LA ENSEÑANZA por Francisco Sánchez Burgos Catedrático de Química Física de la Universidad de Sevilla Es obligado que mi intervención empiece mostrando mi agradecimiento a la Universidad de Córdoba por hacerme el honor de encargarme la pronunciación de este discurso con motivo de la celebración del día que dedicamos a honrar a nuestro patrón, Santo Tomás de Aquino. Este agradecimiento tiene una doble vertiente. La primera, naturalmente, es de carácter personal, por el honor que se me dispensa. Pero me siento también agradecido por mi cualidad de miembro de la comunidad universitaria. Como tal, creo que son de agradecer gestos como los que esta Universidad ha tenido conmigo, gestos nada frecuentes en la actualidad, en una época en la que los distintos centros universitarios tienden a encerrarse en sí mismos, contradiciendo así su propia esencia. Pues en el mundo no hay más que una Universidad, con muchos centros, pero única. Eso no debería olvidarse jamás. Dicho esto, quiero disculparme por el título de esta charla. Sé bien que hoy en día no está de moda la ilusión, o la utopía, sino el pesimismo o el pragmatismo. Pero yo me declaro ilusionado y utópico. No sólo en lo que respecta a la enseñanza, también la vida me ilusiona y eso me permite ser optimista. Cuando mi ánimo decae, procuro actuar de acuerdo con la enseñanza de Sábato: debemos pelear las batallas que creemos justas, aunque las sepamos perdidas. Me ha mostrado la experiencia que, actuando así, la vida le depara a uno la agradable sorpresa de ganar alguna de esas batallas que se creían perdidas. Y cuando todo parece fallar aún me queda la posibilidad de rezar, pues sé bien que “la victoria no depende de las armas, sino de Aquél que la concede a quien ve digno de ella” (Macabeos II, 15-25). Quiero, pues, reivindicar la ilusión y la utopía. Conviene ser utópicos e ilusionados y la historia nos ofrece buenos ejemplos de esto. Por ejemplo ¿cómo, sin la utopía, custodiada en la indómita tensión de sus profetas, hubiera sobrevivido la civilización judía? (Magris). DESHACIENDO EQUÍVOCOS; ¿EÑSEÑANZA O EDUCACIÓN? Se atribuye a Leibniz la frase "Dadme la Educación y en un siglo cambiaré la faz de Europa", que habla bien claramente de la fe que su autor tenía en las posibilidades de mejorar (o empeorar) las cosas a través de la Educación. De alguna manera ésta sigue siendo la posición oficial de las sociedades actuales. De hecho nos resulta inconcebible que alguien niegue la importancia del proceso educativo. Es algo que se da por probado, pese a que, como otras tantas cosas que nadie discute, podría no ser cierta. Se da por hecho que la Educación es importante. Pero, ¿para qué es importante? Esta pregunta es radical porque de su respuesta depende cómo debe educarse. Supongo que habrán notado ustedes que Leibniz se refería a "Educación". Pero esta charla tiene que ver con la Enseñanza. Estos términos suelen tomarse como sinónimos, aunque yo no creo que lo sean. Por eso, me parece que conviene empezar por la aclaración de este equívoco. En la tarea puede ayudarnos el reparar en que los políticos suelen hablar de Educación (Ministerio de Educación, Consejería de Educación). Por el contrario nosotros, los docentes, preferimos hablar de Enseñanza. Me parece a mí que esta diferencia no es una cuestión menor y que, claramente, revela las posiciones, distintas, de unos y otros. Noten ustedes que para referirse a un caballo dócil, que obedece bien las indicaciones del jinete, se dice que esta "educado". Por el contrario, cuando un toro de lidia es rebelde, y parece que quiere tomar sus propias decisiones, se dice que está "enseñado". Según esto, Enseñanza y Educación no sólo no son lo mismo, en cierto sentido son opuestas. La Educación pretende formar (¿fabricar?) eso que se ha dado en llamar "buenos ciudadanos", ciudadanos útiles a la sociedad. Pero ¿qué es un buen ciudadano, qué es un ciudadano útil a la sociedad? La respuesta a esta cuestión es meramente coyuntural: seguramente los que gobernaban al pueblo judío hace unos dos mil años, no consideraron buen ciudadano a Jesús de Nazaret. Ni Luis XVI consideraría buenos ciudadanos a los jefes de la Revolución. Golda Meier era una terrorista según el punto de vista de los ingleses que gobernaban Palestina y una heroína, esto es, una ciudadana ejemplar, para sus compatriotas. De manera que la formación de buenos ciudadanos, y por tanto, la Educación, depende de quien tiene el poder. Pero, tenga quien tenga ese poder, los que lo tienen pretenden siempre lo mismo: producir buenos ciudadanos, ciudadanos dóciles, ciudadanos educados (adiestrados, domados). Por eso los políticos se preocupan de la Educación, pero no de la Enseñanza. Así, Peces Barba, en la primera época en que gobernaba su partido, ya señalaba el poco interés de los gobernantes por la Enseñanza (en este caso universitaria): "No percibo interés por lo que hacemos y no estoy seguro de que ni siquiera se hayan parado a pensar, entre tantas preocupaciones superfluas y retóricas que tienen los gobernantes, en para qué sirve". Si las personas "enseñadas" acaban siendo rebeldes, se comprende fácilmente que el poder no se interese por la Enseñanza y sí por la Educación. Porque los que están en posiciones de poder siempre intentan "convertirnos en tontos, enamorados de la televisión, de los coches nuevos y de los alimentos congelados" (T. Sharpe). Lo peor del caso es que cada vez son menos los que se oponen al peligro de la Educación: sólo se opondrían los que hubieran sido enseñados, y éstos son cada vez menos. Julián Marías ha señalado el peligro que esto supone, y, refiriéndose al automatismo con que todo se acepta en la sociedad actual, dice: "La raíz de ello es la despersonalización que se está llevando a cabo en nuestra época, cosa que se acepta sin pestañear por la gran mayoría. Hay muchos interesados en que los hombres olviden su condición de personas y se dejen manipular. Tan pronto como renuncian a esa condición de personas, se convierten en una masa maleable con la que se puede hacer lo que se quiera: desde sacarles los cuartos hasta disponerlos en rebaños que puedan llenar inmensos estadios, organizar manifestaciones, ganar por inercia unas elecciones o, en el peor de los casos, escuchar la voz de cualquier fanático y dedicarse a la matanza de sus semejantes con el pretexto de que son diferentes". Por eso Marías se muestra perplejo: "Cada vez me asombra más la escasez de pensamiento que se observa en todas las dimensiones de la vida, desde la convivencia personal hasta la política o las disciplinas intelectuales”. Al poder le interesa un tipo común de ciudadano, no pensante, o con una forma única de pensamiento, por aquello de que "donde todos piensan igual, ninguno piensa mucho". Se diría que padecemos un diabólico sistema de Educación diseñado por el Gran Hermano (el de Orwell, naturalmente, no el de Telecinco), un sistema destinado a producir "una Educación continua, para el pensamiento único, sin un resquicio para el inconformismo y la crítica". Que tiene por objetivo "la liquidación del yo, de cada cual, y su clonación en otro "yo" colectivo y bien mandible". Porque, en términos de Foucault, "el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles..., sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo bio-poder, que ha creado, por así decirlo, a través de una serie de tecnologías adecuadas, los “cuerpos dóciles” que le eran necesarios". O, con Ortega, podría decirse que "los demagogos, empresarios de la alteración, que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres, para que no puedan reconstruir su persona donde únicamente se reconstruye, en la soledad...". Ya se aprecian los síntomas de los éxitos del proceso educativo: todo el mundo habla igual, usando las mismas expresiones (sospecho que en muchos casos sin saber lo que significan) y todos aceptan una serie de cosas como verdades probadas. Cosas tales como que toda opinión es respetable, o que el ser cultos nos hace mejores. Y las aceptan sin más, simplemente porque se las han repetido muchas veces. Todo el mundo parece actuar según una pauta, una programación previamente recibida. Este sistema educativo produce resultados realmente espectaculares: una reciente encuesta demuestra que un treinta por ciento de los jóvenes franceses, entre los dieciocho y los veinticinco años, no entienden un artículo de periódico sencillo. No hace mucho, los estudiantes americanos eligieron democráticamente "El Paraíso Perdido" como "el mayor bodrio escrito en inglés”. Un ejemplo más próximo a nosotros aparece en un artículo de Gregorio Salvador publicado recientemente (ABC de 5-8-01): se indica en él que un treinta por ciento de los alumnos de primero de Derecho de nuestra Universidad son analfabetos funcionales según el criterio de la UNESCO. De acuerdo con dicho criterio, se considera así a quien no es capaz de hacer un resumen de diez líneas de un texto sin complejidad. Como es de esperar que no exista una acumulación selectiva de analfabetos en la mencionada Facultad, hemos de suponer que el porcentaje del treinta por ciento debe corresponde al número de analfabetos funcionales de esta Universidad que, en esto sí, estaría "a nivel europeo" pues ya vimos antes que ese porcentaje se daba también en Francia. Y algo más, según la información aparecida en el ABC de Sevilla del 20-8-01, en los Estados Unidos de América del Norte de Río Grande, cuando un chico muestra eso que allí, con su tendencia al eufemismo técnico, llaman "déficit de atención hiperactiva", es decir, que se aburre en clase, se le recetan tranquilizantes en lugar de averiguar las causas del aburrimiento o, si procede someterlo a alguna disciplina. Eso da lugar a veinte millones de recetas anuales para calmar a los "rebeldes". Si pidiéramos, pues, al Estado que se interesara más por la Enseñanza que por la Educación, caeríamos en el absurdo "porque no hay ninguna posibilidad de diálogo fructífero entre la conciencia moral, sujeta a imperativos éticos (kantianos), intemporales, y la moralidad del Estado, que debe, por honesta definición, ser temporal" (Steiner). Somos nosotros, en todo caso, los individuos, los que estamos en condiciones de decidir enseñar en vez de dedicarnos a educar, desafiando al Estado, como Antígona, que representa la conciencia moral, se enfrenta a Creonte, representante del Estado. Eso, como Sófocles dejó bien claro, supone un riesgo, el riesgo que entraña enterrar a Polinices. Porque enseñar es, ante todo, subversivo, ya que, todo aprendizaje, y toda enseñanza por consiguiente, tiende a serlo porque "no hay armonía sino antítesis entre ordenado progreso social y plena extensión de las energías personales" (Magris). De lo que acabo de indicar se deduce que no estoy acusando de mala intención a los que gobiernan el Estado, aunque las consecuencias de sus actos sean perversas. Creo que actúan, ante todo, sin reflexionar mucho en lo que hacen, porque también ellos han sido educados, no enseñados. Probablemente están movidos por ese instinto que nos hace creer a pies juntillas que lo que es bueno para nosotros es lo bueno. Así, se ha indicado que la finalidad o búsqueda de conocimientos depende de lo que sea bueno e importante para el individuo o para la comunidad en cuestión (Chalmlers). Por eso, normalmente, en las sociedades capitalistas occidentales, se da gran importancia a la posibilidad de adquirir un control material sobre la naturaleza, pero en una cultura en la que el conocimiento esté destinado a producir sentimientos de felicidad o de paz, se le concederá poca importancia a ese control. Esa influencia de la sociedad en la forma de ver las cosas la mayoría de los individuos que la componen, fue puesta de manifiesto por Marx (Carlos) cuando dijo: "No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia lo que determina su conciencia". Esto es, el resultado de los actos sociales de un individuo vendrá determinado por los detalles de la situación social. Un enseñante que intente contribuir con algo nuevo se enfrentará a una situación social objetiva que delimitará sus posibilidades de actuación y que influirá en los resultados de su acción, si es que ésta llega a producirse, porque es muy difícil escapar de la presión social. Eso es un acto heroico, como el de Antígona. La sociedad, a través de sus gobernantes, influye en forma definitiva en la Educación porque el mensaje que se transmite a través de ésta sólo puede ser aceptado si es congruente con otros mensajes procedentes del cuerpo social. Pero que los administradores del Estado no actúen de mala fe no los disculpa, porque ese proceso por el que narcotizan a la sociedad, con el que esconden ellos mismos su propio vacío, incluso una hórrida buena fe, es la mayor falsificación. Esto equivale a afirmar que, además de por sus intenciones más o menos conscientes, los gobernantes actúan, en materia de Educación, movidos por una cierta inercia, un cierto dejarse llevar por lo que está de moda, por ser como se es "en los países de nuestro entorno". Con ello, olvidan con frecuencia lo que es propio de cada sociedad, incluso, es más, diría que padecen un cierto complejo que los lleva a tratar de eliminarlo. Eso es una consecuencia del signo de los tiempos, porque la eliminación de lo propio caracteriza el tránsito de cultura a civilización, tránsito que, en Occidente, se inicio hace un siglo aproximadamente: la paulatina eliminación de Dios tal vez sea el exponente más claro de ese tránsito. Así, la cultura occidental, que había girado en torno a la idea del dios cristiano, desaparece. Cuando este proceso culmine, los hombres occidentales sólo lo serán en un sentido geográfico, se volverán absolutamente civilizados, es decir, estarán perfectamente educados y, en consecuencia, no sentirán la necesidad de Dios, porque no vivirán la necesidad de ser trascendentes. Nótese que el problema de fondo no es si Dios existe o no, es si Dios es necesario. Al parecer, no lo es, ya lo anunció Nietzsche. Pero el gran filósofo vio algo más: que para vivir sin Dios es preciso ser un superhombre, algo que, por ahora, no hemos conseguido ser. En cierto sentido, tan grave como la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche, ha sido la muerte del Comunismo, ese sucedáneo materialista de Dios, que aún no hace mucho era capaz de ilusionar y guiar a las masas prometiéndoles un paraíso terrenal, en vez del celestial prometido por las religiones. La muerte del Comunismo, simbolizada por la caída del Muro, pero ocurrida en realidad antes (Bernard Shaw y otros), ha dejado el campo libre a una nueva forma de ver las cosas que pretende hacer del competir el motivo de nuestra existencia. Me refiero, claro está, al Capitalismo sin alma que se enseñorea del mundo y que, cada vez más, tenderá a postergar la Enseñanza y a apoyar la Educación. Pero hay quien apoya con verdadera buena fe a la Educación. Son los que proclaman que es preciso educar a los pueblos. Estos se confunden doblemente. La primera confusión proviene de identificar Educación y Cultura (o de hacer de la segunda un correlato de la primera). La segunda confusión tiene que ver con la creencia de que el hombre culto, el intelectual, es, por el hecho de serlo, superior moralmente al que no lo es. Ese error, que muchos han señalado (Magris, Steiner), persiste en la Sociedad, y así se achaca a la incultura toda clase de tropelías. Se olvida que no hay nivel de cultura que asegure esa conciencia crítica y autocrítica, esa capacidad de superar la visceral inmediatez... De hecho, un científico completamente enfrascado en los ritos de su clan cultural no está, claro es, menos alienado que un obrero en una cadena de montaje. Y no es en absoluto relevante, en este caso, que una maquina produzca libros, trabajos y ponencias a congresos, o tuercas (Magris). En todo caso, esos bienintencionados hacen el juego a quienes nos lo son. Este tremendo problema al que nos enfrentamos no es tan reciente como pudiera pensarse. Los más perspicaces lo vieron hace tiempo, aunque sus advertencias no fueron oídas. Así, Husserl, en 1923 se preguntaba: "¿Debemos dejar pasar sobre nosotros como un "fatum" la decadencia de Occidente?". Y se respondía: "Ese "fatum" sólo se da si nosotros lo miramos pasivamente". Unos años más tarde, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial advertía Husserl: “La crisis de la existencia de lo europeo tiene solamente dos salidas: o la decadencia de Europa, en un distanciamiento de su propio sentido racional de la vida, el hundimiento en la hostilidad al espíritu y en la barbarie, o el renacimiento de Europa por el espíritu de la Filosofía, mediante un heroísmo de la razón que triunfe definitivamente sobre el naturalismo. El peligro más grande que amenaza a Europa es el cansancio”. Una defensa ante ese totalitarismo que nos impone la Educación es la que radica en saber ubicarnos espacial y temporalmente, un saber que se adquiere a través de una enseñanza humanística, una enseñanza que en las sociedades modernas capitalistas está en peligro de ser eliminada. Otra forma de resistir sería rechazar ese falso realismo (o pragmatismo) que no invade, que confunde la fachada de la realidad con la realidad misma y que, privado de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza el presente y no cree que éste pueda cambiarse, por lo que tacha de ingenuos (utópicos) a los que piensan que se puede cambiar el mundo (Magris). Olvidan esos pobres tontos, adoradores del pragmatismo, que la utopía exige, precisamente, que la vida tenga sentido. La Educación actual está tan ajustada que pueden incluso hacer pensar a los que han caído en sus garras, que son unos rebeldes. Desgraciadamente para ellos, esa rebeldía no pasa de dejarse el pelo largo, o consumir drogas, o malvestirse y llevar una gorra con la visera hacia atrás. Pero eso no es subversivo. Eso es estar en el sistema, a la moda, tal como la imponen los que controlan el mundo, como ha sido siempre. Ahora, lo diferente es que los que siguen esa moda no parecen darse cuenta de ello, se creen rebeldes y distintos y, por el contrario, no perciben que forman parte del inmenso rebaño que se extiende desde Tierra de Fuego hasta Alaska y desde Finisterre a Japón. Para los que crean que exagero les contaré una anécdota personal: no hace mucho uno de mis colaboradores me confesó su apuro a la hora de ir al comedor universitario el día que leyó su tesina; causa: llevaba chaqueta y corbata. Temía ser diferente. Después de oír lo que han oído hasta ahora supongo que se preguntarán ustedes que se ha hecho de la ilusionada reflexión que les prometía. Pero no se preocupen, llegará. De hecho todavía estamos deshaciendo el equívoco entre Educación y Enseñanza. En todo caso, antes de seguir adelante, quisiera poner las cosas en su sitio. Trataré de hacerlo reconociendo que, intencionadamente, he cargado las tintas en los aspectos negativos de la educación, en sus aspectos peligrosos. Pero no todo es negativo en ella: los buenos modales se adquieren mediante un proceso educativo, que no creo que deba considerarse como algo negativo. De hecho, esos buenos modales nos ayudan a hacer la vida más agradable, no estorbándonos unos a otros. Curiosamente, cuando los aspectos negativos de la educación se hacen mas evidentes, los positivos, los de los modales, parecen en retroceso. Por ejemplo, cuando yo era un niño o un joven, siempre que una persona se disponía a encender un cigarrillo preguntaba a los demás presentes si les molestaría que fumase. Si alguien manifestaba su incomodidad, eso era razón suficiente para que el fumador dejara su intento o se fuera a fumar a otra parte. Hoy día esa cortesía se ha perdido, de tal manera que se han hecho necesarias ciertas leyes para regular esta cuestión. Sobre la Enseñanza: Pero dejemos ya la Educación y vayamos con la Enseñanza. Y empezaremos por preguntarnos cuál debe ser su fin. Propongo a este respecto, como punto de partida, la siguiente respuesta: la Enseñanza tiene como objetivo hacer que quienes la reciben sean felices. Comprendo que introducir en esta charla la palabra felicidad, después de haber introducido la palabra ilusión, puede parecer demasiado, casi una provocación, sobre todo a los enfermos de escepticismo; pero mantengo lo dicho. Desde luego comprendo que esa definición de objetivos es muy vaga y, por eso, hay que trabajarla. Me doy cuenta, naturalmente, de que la felicidad puede obtenerse de modos diferentes para cada uno. Y que algunos, incluso, negarían su existencia. En todo caso, todos sabemos que es un bien escaso. Así, Almutamid, un hombre que "lo tenia todo" para ser feliz, señaló en sus minuciosos diarios que sólo lo fue una hora de su vida. Si es así, si verdaderamente la felicidad es un bien tan escaso, podríamos, si se quiere, cambiar el objetivo: el fin de la Enseñanza debe ser conseguir que seamos lo menos desgraciados posible. Y casi es preferible seguir por ahí, preguntándonos que es, en general, lo que nos hace sentirnos desgraciados. Mi respuesta, sacada mayormente de una experiencia personal, es que nos sentimos así cuando nos pasa algo que nos turba y cuya explicación no encontramos. Así, cuando un amigo nos traiciona –o simplemente lo sentimos así- nos preguntamos por que habrá actuado como lo hizo. No pretendo insinuar con esto que el racionalizar la vida sea el pasaporte para la felicidad. Eso sería una ingenuidad, porque la vida es muy compleja, esta llena de situaciones impredecibles e imperceptibles y, por tanto, no existen formulaciones que permitan controlarla. Pero sí creo que racionalizar, subjetivamente, nuestras calamidades puede, en ciertos casos, aliviar nuestro dolor. Esto puede expresarse mejor con palabras de Fernando Savater, que nos dice: "Al crecer me dio la sensación de que la gente no lo pasa bien porque no piensa bien. Luego, naturalmente, te das cuenta de que la mala organización del mundo influye, pero no deja de ser un factor capital la forma incorrecta de pensar, de seguir lo falso, de creer en dogmas...". Las palabras de Savater creo que nos encauzan en la dirección correcta: si se acepta que el objetivo de la Enseñanza es hacemos más felices (o menos desgraciados) debemos concluir que su misión es ayudarnos a encontrar explicaciones. Tal vez a algunos esto le parezca Metafísica. Pero, precisamente, de eso se trata, de hacer Metafísica que es "algo que el hombre hace, y ese hacer Metafísica consiste en que el hombre busca una orientación radical en su vida". Por eso es importante la Metafísica, porque la situación normal del hombre en la vida suele ser de desorientación y eso lo entristece o, al menos, le preocupa, y por eso quiere salir de ella. Cuando hacemos Metafísica, lo que hacemos es definir nuestro "es" y, por tanto, nuestra vida. No se me ocurre una ocupación más importante. Pero indicaba yo mas arriba que el objetivo de la Enseñanza debe ser el ayudarnos a encontrar explicaciones y de ahí la importancia de las palabras de Savater, porque no conozco otra manera de lograrlo que el pensar. Los enseñantes deberían saber bien esto pero, por desgracia, no siempre sucede así. Hay quien cree que su misión como profesor es hacerse entender o, como mucho, favorecer el desarrollo del razonamiento de tipo sintético. Pero lo importante no es entender lo que se nos explica; lo importante es buscar por nosotros mismos las explicaciones. Esto fue visto claramente por Sir Arthur Conan Doyle que en su libro "A study in Scarlett" hace decir a Sherlock Holmes: "There are fifty who can reason symthetically for one who can reason analytically". Tal vez Doyle se dio cuenta de que, desde hace tiempo, nuestra cultura está manejando un concepto erróneo de inteligencia que nos está pasando factura. Hemos enfatizado desmesuradamente los componentes cognitivos en el proceso de aprendizaje, menospreciando todos los demás. Porque la función principal de la inteligencia no es conocer, sino dirigir nuestra conducta para que podamos salir de las situaciones de conflicto de la mejor manera posible. Para ello, desde luego, el conocimiento es necesario, pero no basta. Una definición tradicional de inteligencia nos dice que es la capacidad de resolver problemas. Pero el sesgo cognitivo que esto implica lleva a considerar que un problema es un obstáculo intelectual, una prueba para la habilidad de la razón, en una palabra, un acontecimiento académico, una especie de toreo de salón. Los problemas son algo más, tienen que ver con algún valor que queremos conseguir o con algún contravalor del que queremos alejarnos, esto es, con el deseo y con la angustia, dos elementos muy ligados a la felicidad y a su contrario, la desgracia. Nuestra afectividad está siempre implicada en la percepción de un problema y también en su resolución. Pero el conocimiento no basta para resolver problemas, como disponer de unos ladrillos no es suficiente para tener una casa. Creo que el ejemplo está bien traído porque los conocimientos vienen a ser ladrillos de que se sirve la inteligencia en su proceso constructivo: el pensar. Pero, naturalmente, no bastan por sí solos. Todos los conocimientos del mundo no son suficientes para resolver problemas. Si así fuera, no estaríamos aquí hoy. Un ordenador nos habría sustituido porque, sin duda, puede almacenar más conocimiento que cualquiera de nosotros y, además, resulta mas barato. Y, ¿qué es lo que un ordenador no puede hacer con sus conocimientos que nosotros podemos hacer con los nuestros? Es evidente: no puede establecer por sí mismo conexiones, ligaduras, entre ellos. En realidad, la lengua ya nos estaba indicando esto, desde que pronuncié la palabra inteligencia. Esta palabra proviene de "inter ligare" y nos indica, precisamente, cómo se resuelven los problemas. Los problemas se resuelven mediante un proceso de inter-relación de los conocimientos que ya tenemos, o que habremos de buscar. Y, en este proceso, el de buscar, es donde aparece la inteligencia analítica. Porque los conocimientos, en la práctica, cuando nos enfrentamos a un problema real en el que nadie puede ayudarnos, no nos vienen dados en un libro de texto, ni mucho menos contamos con alguien que nos los transmita mediante explicaciones clarificadoras. Los conocimientos que necesitamos están ahí, en el mundo que nos rodea, en la realidad de la vida y de la naturaleza. Pero éstas son realidades muy complejas en las que los datos que necesitamos están mezclados con otros que no necesitamos, y hemos de separar el grano de la paja. Esa separación implica un proceso análisis al que aludía Sir Arthur. De manera que lo importante no es sólo tener conocimientos, ni siquiera ordenarlos lógicamente con inteligencia sintética. Lo principal es buscar los conocimientos que necesitamos mediante una inteligencia analítica. Y que eso es así me parece que lo deberían grabar a fuego en su mente todos aquellos que dicen: "los alumnos no saben, no saben, no saben,...", porque, por muchos conocimientos que tengamos, siempre serán muchos más los que no tengamos. Y en ese punto, en ese buscar el conocimiento por nosotros mismos, es en lo que siempre ganaremos a las máquinas. Porque afortunadamente, las posibilidades son infinitas y, según creo, la serendipia no es programable. Déjenme que les ponga un ejemplo para aclarar lo que estoy diciendo. Naturalmente, este ejemplo ha de ser personal, porque desconozco las experiencias de serendipia que ustedes hayan podido tener. Aunque estoy seguro de que las han tenido, aún inconscientemente. Mi ejemplo es el siguiente: en una ocasión me encontraba verdaderamente fastidiado porque llevaba varias horas pensando en cómo interpretar unos datos experimentales correspondientes a unas cinéticas que habíamos estudiado en microemulsiones. Estaba, además de fastidiado, desalentado y decidí dejarlo. Como tenía una cita con alguien una hora más tarde, opté por esperar leyendo un libro que había caído en mis maños en el que se estudiaba la dinámica de los procesos enzimáticos. Al abrir el libro apareció la ecuación, que muchos de ustedes conocen bien, que describe el equilibrio del enlace enzima/sustrato. Esa ecuación es isomorfa con la de Langmuir. Por ello evoqué inmediatamente esta última ecuación y mi mente, no se bien por qué, me llevó treinta años atrás. Vi, como les estoy viendo ahora a ustedes, a Don Julián, mi maestro, el día que nos explicaba la isoterma de Langmuir y lo vi insistiéndonos en los sitios de adsorción y en la heterogeneidad de las superficies. En ese instante vi la pared interior de las gotitas que forman las microemulsiones como un conjunto de sitios (no como un continuo) y el problema se resolvió. No hace falta que entre en los detalles de cómo llegué a la solución, sólo quería ponerles un ejemplo de serendipia. En este caso mi tesoro fue que el isomorfismo entre las ecuaciones de los enzimas y la adsorción me evocara la existencia de sitios discretos de adsorción. A eso me refería cuando les indicaba que, en este terreno, podemos ser, y seremos siempre, superiores a las máquinas. Ellas no pueden evocar. Pero si la Enseñanza consiste en eso, ¿cómo se debe enseñar? Y este es el problema, el tremendo problema: que enseñar es dificilísimo, que no se puede aprender a enseñar. Todo lo más se puede aprender a explicar, incluso a ser brillante en las explicaciones, pero eso no es enseñar. Francamente, no les puedo decir a ustedes como se debe enseñar, todo lo que puedo hacer es indicarles, en perspectiva temporal, que es lo que percibo que hicieron por mí las personas que, según creo, me enseñaron. Esas personas no me decían que me estaban enseñando ni, aparentemente, parecían preocupadas por si el proceso de enseñanza se estaba llevando a cabo. Me decían cosas, me mostraban realidades y cuando yo les hacía alguna pregunta, que ellos seguramente podían contestar, no aprovechaban la ocasión para ser brillantes sino que, por el contrario, en muchos casos aparentaban no saber la respuesta. Ahora sé que la sabían porque sutilmente me ponían en el camino de encontrarla, con gran equilibrio: ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la meta. Eran personas pacientes, que jamás -y esto me parece capital- mostraron escándalo por mis errores, que probablemente fueron muchos. En cambio mostraban un entusiasmo que me gratificaba cuando yo encontraba las soluciones. Naturalmente, esto me animaba a proseguir. Estaban siempre atentos, pero yo no notaba su atención, y, a veces, me irritaba por ello, porque yo no parecía importarles y mis problemas mucho menos. Se conducían, en suma, como se dice que lo hacía el gran Husserl: sus alumnos aprendía con él “sin darse cuenta, porque Husserl encauzaba las cosas con discreción, con independencia de él, con estudiantes ilusionados por él, pero libres, gracias a las alas que él regalaba” (Fuentes). Pero no hay reglas para esto, no es posible indicar como de lejos (y de cerca) de una respuesta hay que dejar a alguien para que la encuentre por sí mismo. No es posible tampoco cuantificar el entusiasmo que uno debe sentir ante el acierto de un alumno. Todo lo más que puedo decirles es cómo de impasible ha de permanecer uno ante un error: absolutamente impasible porque, "el error es inevitable; si se castiga, se paraliza" (Popper). El castigo del error es, probablemente, el mayor problema de nuestro sistema de enseñanza. Porque durante ese proceso analítico, por el que buscamos los datos para resolver nuestros problemas, ese proceso que, como antes indiqué, consiste en buscar un grano entre mucha paja, no siempre se acierta a la primera. De manera que, inevitablemente, nuestro sistema de resolver problemas, se basa en el procedimiento de prueba y error. Por tanto, si no queremos equivocarnos, nos vemos obligados, necesariamente, a no hacer pruebas, lo que equivale a renunciar, de antemano, a solucionar el problema. De manera que, vistas así las cosas, nuestra superioridad sobre las máquinas radica, precisamente, en la posibilidad de equivocarnos (pero no en el hecho de equivocarnos). Porque sólo puede equivocarse el que piensa, el que prueba y, por supuesto, el que es libre para tomar decisiones. El error es el precio inevitable del pensar, como la entropía lo es de la vida. No se puede vivir, como ustedes saben bien, sin generar entropía, ni se puede ser creativo, sin caer en el error. Creo que no necesito aclarar que esto no es un elogio del error. Pero la cuestión de la Enseñanza es aún más compleja, como todo lo natural, todo lo que es realidad. Porque en la Enseñanza se juega a dos bandas y los que tienen que aprender también cuentan. Cuentan, sobre todo, en el esfuerzo que tienen que realizar, porque si enseñar no es fácil, aprender lo es aún menos. Esto es algo que frecuentemente se olvida. Se diría que la responsabilidad de que unos aprendan está solamente en los que enseñan. Me apresuro a decir que en esta injusticia no participan los alumnos que, al parecer, conocen bien sus responsabilidades. De hecho, en una encuesta reciente, de todos los que de alguna u otra forma están implicados en el proceso de enseñanza/aprendizaje (padres, alumnos, autoridades, etc.), los alumnos eran los únicos que, mayoritariamente, se consideraban responsables de su falta de éxito. Confieso que esto me reconfortó. Pero volvamos a lo que estábamos diciendo: que aprender es muy difícil y requiere un gran esfuerzo y ciertas aptitudes. Esto es algo que hace algunos años se asumía perfectamente pero que ahora, salvo por los alumnos, no se acepta con facilidad. Véase si no el ejemplo tomado del libro "Ensayos de Historia de la Ciencia" de G. Sharton. En él aparece el fragmento de una carta que el profesor Picket, de Ginebra, escribía a su colega Bernouilli de Basilea, cuyo hijo trabajaba bajo su dirección. En esta carta dice Picket: "Señor, su hijo es un estudiante mediocre, no he conseguido nunca hacerle trabajar más de trece horas al día; desgraciadamente su ejemplo cunde; los jóvenes no quieren entender que, para llegar a ser algo en el estudio, deben encender sus lámparas antes que los artesanos". Creo que este párrafo no necesita ser comentado. Pero esto, con ser duro, no basta. Quiero decir que una aplicación seria al estudio, de muchas horas al día (no me atrevo a decir quince o dieciséis que son las que, al parecer, recomienda el profesor Picket), desgraciadamente no basta. El por qué de esto es algo más difícil de explicar, pero voy a tratar de hacerlo. Cuando miramos al mundo, en general, sólo percibimos lo más obvio. Sólo cuando nuestra atención es más profunda empezamos a percibir detalles que nos interesan por nuestro peculiar estado de ánimo o nuestro interés concreto. Y percibimos que progresamos en el conocimiento del mundo en tanto que descubrimos hechos y relaciones que antes no percibíamos, aunque estaban allí. Cuando adoptamos esta actitud, de atención especialmente intensa, nos fijamos en los aspectos no evidentes y, precisamente, dejamos de ver los evidentes. Pero esto es difícil porque lo evidente, por definición, se sobrepone a lo que no lo es. Pero, ¡cuidado!, lo evidente tiene su influencia y, por tanto, no se trata tanto de no tenerlo en cuenta, cuanto de, teniéndolo en cuenta, añadirle lo que está mas oculto. Y pensar esto me abruma: considérese, por ejemplo, la cantidad de hechos que damos por supuesto al pensar o decir algo, cuantas concepciones éticas, políticas, sociales, personales, etc., confluyen en la configuración de la perspectiva de cualquiera de nosotros sobre un problema concreto. El acto de pensamiento mas primitivo requiere ciertos hábitos determinados, todo un marco general de cosas, personas, creencias y actitudes, que deben darse por supuestas. Nuestro lenguaje, o cualquier simbolismo con el que procedamos, está, en sí mismo, impregnado de esas actitudes básicas. No podemos, ni siquiera en principio, enumerar todo lo que sabemos y creemos, pues las palabras o los símbolos con los que lo hacemos entrañan en sí mismos ciertas actitudes que se encuentran, ex hypothesi, "encapsuladas" en ellos y que tampoco son fácilmente describibles por ellos. No existe ningún punto de Arquímedes exterior a nosotros desde el que podamos situarnos para adoptar nuestro punto de vista crítico, para observar y analizar todo lo que pensamos o creemos mediante una simple inspección. El rasgo de profundidad en los pensadores que admiramos, consiste, precisamente, en penetrar en algunas de esas grandes presunciones, aislarla y cuestionarla; preguntarse qué ocurriría si las cosas fuesen distintas de como hemos venido pensando que eran. Cuando tocamos uno de esos nervios, que están tan profundamente dentro de nosotros, que por ellos sentimos y pensamos como lo hacemos, es cuando notamos esas sacudidas del espíritu que nos indican que ha cuajado alguna intuición auténticamente profunda. Cuando ocurre ese especialísimo instante, inmediatamente reconocible por quien tiene esa experiencia, esa situación perturbadora y a la vez placentera, es cuando se percibe estar en presencia de esa peculiar y muy rara forma de expresión del talento, que permite ser consciente de las categorías menos evidentes y que, por esa misma razón, habían escapado a otros, por mucho que su diligencia, y aún su atención, hubiera sido puesta en juego. Este percibir lo oculto, ese momento de inspiración, está muy próximo al de la inspiración artística. Y, si es eso precisamente, un momento de inspiración artística, no se puede enseñar. Todo lo más que podemos hacer es enseñar las técnicas que permiten aprovechar ese instante mágico. Porque, como dice Isaiah Berlin - del que he tornado en buena medida las ideas que aparecen en los últimos párrafos -en todo proceso creativo, y el enseñar debería pretender ser eso, fomentar la creatividad, "existe un elemento de improvisación, de tocar de oído, de ser capaz de valorar la situación, de saber cuándo saltar y cuándo quedarse quieto, y esto es algo que ninguna fórmula, ninguna receta general, ningún talento para identificar situaciones específicas como ejemplos de leyes generales, podría sustituir". Creo yo que al decir esto me aventuro a caer en la mas absoluta heterodoxia, más aún, siento yo que el problema de la Enseñanza, de la verdadera Enseñanza, que, como ya dije, sería enseñar a ser creativos, radica en que se es creativo -en el sentido del descubrimiento de lo no evidente- con el corazón, que es el corazón el que ve lo oculto, lo menos evidente, aunque ese descubrimiento del corazón tome forma, luego, guiado por la razón. Y es muy difícil -si no imposible- enseñar al corazón (y desde luego el corazón no puede educarse). En todo caso, repito, hay que tener bien preparada (de instrumentos) a la razón para que ésta pueda hacerse cargo del descubrimiento del corazón. Permítanme ponerles un ejemplo: El 6 de Agosto de 1881, Nietzsche tuvo un pensamiento transformador que lo hizo danzar delante de la roca de Surlej. Ese pensamiento fue expresado por el filósofo en 1862, en su obra "Destino e Historia", como sigue: "¿Nunca tiene fin este eterno devenir? ... De hora en hora se van moviendo las manecillas del reloj, para empezar de nuevo su curso; después de las doce, irrumpe un nuevo periodo del mundo. Pero este nuevo periodo del mundo no es nuevo en realidad, pues la esfera del reloj son los sucesos, de manera que el nuevo periodo del mundo repetirá los sucesos cifra por cifra". Estoy convencido de que, en ese momento, Nietzsche descubrió el teorema de Poincaré que enunciaré para quienes lo hayan olvidado. Dice así: Un sistema con energía finita y confinado en un volumen finito retornará, tras un tiempo suficientemente largo, a un estado arbitrariamente próximo de cualquier estado inicial dado. Creo que estos enunciados reflejan claramente lo que quería expresar: que en uno y otro caso el corazón es el que descubre. Pero en el caso de Poincaré la mayor técnica de su razón -para abordar esta cuestión- hace que, primero, enuncie su sentir con mayor precisión y, segundo, pueda demostrarlo, transformando así un pensamiento -en realidad un sentimiento- en un teorema. Pero todas las leyes de la lógica, creo yo, no pueden llevarnos a ningún descubrimiento, si éste, primeramente, no es sentido. Al fin y al cabo, como magistralmente indicó Borges, "la solución es siempre menor que el misterio mismo. El misterio participa de lo sobrenatural, de lo divino, la solución, de la prestidigitación". Y este es -no nos engañemos- el problema de la Enseñanza: mostrar el misterio y percibirlo. Y, naturalmente, no es fácil ni lo uno ni lo otro. Desde luego, mucho más difícil que el educar que, como antes dije, tiene como objetivo, en muchos casos, el de hacernos tontos útiles, capaces de resolver problemas sin sentirlos como nuestros problemas, cosa que se consigue acumulando conocimientos, es decir, datos, en las mentes de los alumnos, y enseñándolos (mediante unos procedimientos que recuerdan a la programación de ordenadores) a emplearlos. Se prescinde, claro está, de lo que no es inmediatamente útil (¿a quién puede interesar ahora el latín, el griego; lo que sintieron San Agustín o Santo Tomás?). Porque la carrera y el ascenso lento o veloz hacia los peldaños superiores del escalafón no sólo requieren un sentido muy claro de la oportunidad al mover una pieza en el tablero, sino también el rechazo de toda forma de saber o conocimiento que no sea de inmediato rentable (Goytisolo). Se alaba al que "sabe mucho" y resuelve muchos problemas. Al que resulta creativo y piensa por sí mismo, en el mejor de los casos, se le ignora. Esto da lugar a un sistema de transmisión de conocimientos dogmático cuando tendría que ser crítico, sin tener en cuenta -o teniéndolo- que "dictar normas es engañar al prójimo, es matar la libertad de la inteligencia, porque la inteligencia es libertad. Entender es lo único que libera. La obediencia ciega es propia del esclavo, no de los hombres". Se olvida que no es suficiente preparar a los hombres para una especialidad: si sólo se hace esto, se convierten en máquinas, más o menos útiles, pero no en lo que deberían convertirse, en individuos válidos, capaces de sentir y actuar y, en consecuencia, de equivocarse. Dar excesiva importancia, como suele hacerse, al sistema competitivo (¡que horror de palabra!) y a la especialización para fomentar la utilidad, y sólo eso,"separa al espíritu de la vida cultural y al final acaba matando el germen del que depende toda la cultura". Esta reducción de la enseñanza a esquemas educativos simplistas y utilitarios está dando lugar a generaciones cosmopolitas y analfabetas, deportivas y delincuentes. Porque no pasa de ser un espejismo pensar que en los finales del siglo XX y en los principios del XXI, vivimos una época revolucionaria. La última gran revolución, al menos en Occidente, se produjo a principios del siglo XX. Porque esos años fueron esplendorosos en todo lo que engrandece el espíritu humano, las artes, las ciencias, la filosofía y otras ramas del pensamiento. Incluso en el vestir fueron los inicios del siglo mucho más revolucionarios que estos finales. Ahora, en todo caso, la revolución no es del espíritu, es tecnológica. Eso sí, cuenta con el visto bueno de los políticos y, a través de ellos, de la sociedad. Incluso algunos científicos (¿científicos?) se unen "al coro de los grillos que cantan a la luna" y sostienen que todo debe tener aplicación. Y eso se refleja, lamentablemente, en la Universidad, ya que todo se contamina de tecnología. Ante esa situación yo reivindico, de nuevo, el "¡Que inventen ellos!" de Don Miguel. Pero eso sí, en el sentido en el que él lo dijo: que inventen ellos y dediquémonos nosotros, los universitarios, a pensar. Pero volvamos a donde estábamos, a la dificultad de enseñar, y de aprender. Tal vez por eso unos y otros, todos los implicados en este proceso, prefieren educar y ser educados. Pero no podemos caer en eso. Todos los que estamos implicados en la Enseñanza tenemos la obligación de "reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser estudiante”. Para eso es preciso volver del revés la Enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar una ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante" (Ortega). Se trata, en definitiva, de una reforma radical de enfoque y de contenidos. Porque todo proceso de Enseñanza es un proyecto ético y al seleccionar unos contenidos, el énfasis, los métodos, etc., estamos tomando decisiones cuya ética debe ser justificada. Eso exige un debate sobre la Enseñanza y no un debate político, que es lo que ha venido siendo hasta ahora la cuestión de la Enseñanza en España. Desgraciadamente, eso la ha llevado a situarse en el centro de la pugna política, de la política con minúscula, de la política vil que no es otra cosa que la lucha por el poder. Nos toca, a los que estamos en esto de la Enseñanza, evitar que ésta caiga en manos de los políticos, porque es algo demasiado importante para que ellos lo manejen. Porque, como creo que ha quedado claro, los políticos no saben qué hacer con la Enseñanza. En el mejor de los casos, saben cómo Educar. Por tanto, como creo haber establecido, la desvirtuarían. Quiero volver a insistir en el carácter ético de la Enseñanza porque ese carácter nos lleva a una cuestión esencial: la de la formación ética del profesorado. Sin ella, muchos profesores no reconocen el carácter ético de la Enseñanza y eso hace que no estén dispuestos a hacer frente a los problemas morales que ésta les plantea y, por el contrario, les lleva a inhibirse ante ellos, delegando en otras instancias sus decisiones. Por supuesto, la Administración no sólo no se opone, sino que fomenta esa actitud de dejación, al tratar a los profesores como meros expertos en aplicar las directrices elaboradas por las altas instancias. Pero la dimensión ética de la enseñanza es esencial, porque sin ella no es posible la alta dosis de generosidad que requiere ser maestro: el maestro parte, en su relación inicial con los alumnos, de una posición de superioridad. Y, precisamente, el objetivo de la Enseñanza debe ser el acabar con esta situación, esto es, debe provocar que la relación profesor/alumno acabe, al menos, en un plano de igualdad e, idealmente, en un plano de superioridad, de superioridad por parte del alumno. Pero es momento de ir concluyendo, aunque, claro está, muchas cosas se han quedado en el tintero. Mi conclusión es que la cuestión de la Enseñanza debe enfocarse en forma distinta a la tradicional, que es errónea porque la confunde con la Educación. Les confesaré que estas reflexiones que hoy les he propuesto tienen su origen en la tristeza que me produjo la aprobación del plan de estudios actual de mi Facultad. Mi voto fue el único voto en contra. Y esos que, a la salida de la Junta en que se aprobó una buena parte de los que lo votaron me indicaron que creían que yo tenía razón, que aquello iba a ser un desastre. Me puse a reflexionar y llegué a las conclusiones que les he expuesto. Y me di cuenta de que en el fondo la cosa no era relevante porque después de todo ¿no digo yo en mis clases lo que quiero? Y eso no va a cambiarlo ni los nuevos planes de estudio ni ninguna ley sobre la Universidad. ¿En qué pueden interferir unos y otras en mi quehacer? En otro orden de cosas, ¿No se ve ahora ridícula la polémica Enseñanza/Investigación, tan debatida entre nosotros? ¿No es meridianamente claro para todos ustedes que esa polémica es una falsa cuestión? Porque, ¿cómo podría enseñar a descubrir el que no sabe descubrir? Y, a la inversa, si uno percibe el placer de descubrir, ¿cómo no será lo bastante generoso como para enseñar a otros los caminos que conducen a él? Si no lo hace, si se limita a acumular conocimientos, sería, al final, un alienado, como el que sólo acumula tuercas. Por tanto, no hay contraposición entre EnseñanzaInvestigación, sino una complementariedad inevitable. Quienes no la perciban, ni enseñarán ni investigarán. Pero estas que ahora planteo son cuestiones para discutir en otra ocasión, porque cada una de ellas nos llevaría mucho tiempo, en todo caso quedan abiertas para que reflexionen, si quieren, sobre ellas. Tal vez, aunque espero que no, algunos de ustedes estén pensando ahora que con el tipo de Enseñanza que les he propuesto no se llega a ninguna parte. Tal vez, espero que no, algunos de ustedes crean que lo importante en hacer puentes o barcos u ordenadores. Tal vez, espero que no, alguno de ustedes piensen que no tiene interés reflexionar en la tormenta que se produce en su entorno cuando un electrón se desplaza unos pocos amgstroms. Creo que los que así piensan se equivocan. Porque en el tipo de Enseñanza que les he propuesto encontramos, nada menos, que la promesa de una gran aventura, la interminable aventura del pensamiento. Me hago la ilusión, y por eso ésta ha sido una reflexión ¡ilusionada! de que, aunque quizás ni él ni yo lo sepamos nunca, aplicando lo que propongo, habré conducido a alguien por la senda del pensamiento, habré contribuido a la creación de alguna Antígona, siempre rebelde ante los Creontes que nos acechan. Muchas gracias por su atención.