Los impostores Por Paul Medrano Pocos oficios se han devaluado tanto como el de cantante. Por eso es que tenemos un relativo superávit de esta especie. Por fortuna, hay de cantantes a cantantes; sin embargo, para nuestra mala suerte, predominan los impostores. Recordemos que un cantante de verdad es un artista consumado. Conocedor, no sólo de su género musical, sino de muchos más. Lector voraz e insaciable. Conversador del tema que sea y de una humildad admirable. Si lo anterior fuera ley mundial para ser cantante, Ricky Martin se habría dedicado al corte de pelo. Rihanna modelaría maquillaje. Britney anunciaría productos para adelgazar. Shakira bailaría en algún putero caro. Los reguetoneros limpiarían parabrisas en los cruceros. Ximena Sariñana escribiría guiones de telenovelas mexicanas. Paulina Rubio seguiría los pasos de su madre en el nuevo cine de ficheras, aunque no con el mismo éxito. Los de Panda trabajarían en un despacho de abogadillos tranzas y los de Zoé venderían drogas en alguna colonia fresa. Al igual que las campañas de prevención de tal enfermedad o vicio, se nos debería alertar sobre el consumo de discos, por mencionar un ejemplo, de Enrique Iglesias o Fanny Lu. No bromeo. Nadie en su sano juicio permitiría que un mecánico reparara su auto con sahumerios y brebajes. Que las casas se construyeran con chocolate batido. Que en nuestro sobre quincenal, en vez de dinero, hubiera frijolitos. Que los niños tuvieran una cantina por escuela. No ¿verdad? Sin embargo, todas esas precauciones se pulverizan a la hora de la música (y de todo el arte en general) y consumimos cuanto salga en la tele. Lo que dicen “los medios”. Lo que se baila en la discoteca o lo que pone la radio. Sin analizar que escuchar “lo que sea” equivale a dejar entrar en nuestra mentecilla simple y sencillamente eso: lo que sea. Al igual que cuidamos la alimentación o la economía familiar, convendría detenernos un poco antes de poner cualquier disco en el equipo de sonido, grabadora o iPod. El canto, como expresión artística, debe dejarnos algo más que un estribillo facilón y cursi; como mínimo, nos debe incitar a pensar, imaginar o soñar, mas no sólo a mover la cadera. De modo que, tal y como revisamos el grado de alcohol, el precio o la fecha de caducidad, así se debe hacer con lo que enviamos a nuestras de por sí ociosas neuronas. Si revisáramos todas las “entrevistas” a los “egresados” de La Academia (¿se acuerdan?), no rescataríamos media página y es que, ¿qué puede decir un “artista” cuyas influencias son Pandora, Flans o Chayanne, cuyo horizonte musical es tan estrecho como su tesitura y sus aspiraciones son menos ambiciosas que las de quienes no somos cantantes? ¿Cuándo han visto que Thalía propicie polémica por su opinión sobre la migración o que Alejandro Fernández haga arder el escenario nacional por su postura política o que Mijares escriba un libro de poesía? La respuesta es la misma en todos los casos: nunca lo han hecho y nunca lo harán. Lo que el grueso de la población conoce como cantante sobresale por sus escándalos no por su bagaje político, social o cultural. En “la farándula”, como se le conoce aquí en México, resulta que todo mundo canta. La dizque actriz, el ex alcalde, el ex conductor de radio, el ex diputado, el hijo de fulanito-de-tal y demás especímenes llenan eso que se conoce como listas de popularidad. Toda esa decadencia-desorientación artística tiene sus consecuencias (como el colesterol o el VIH). En el subconsciente colectivo se tiene la idea de que para cantar se debe ser guapo, tener buena voz (cualquier cosa que eso signifique) y nada más. El grueso social perdona que el impostor no sólo no componga, sino que tampoco cante. Se indulta a la falta de creatividad, cuyos resultados son evidentes: la basura de ayer se recicla y se convierte en la basura de hoy y lo más probable es que también sea la basura del mañana. Se absuelve lo fútil, lo malhecho, proclive a caducar en menos de lo que nos imaginamos y, por ende, a estropear nuestra salud musical. ¡Oh paradoja! ¡Tanto que nos cuidamos de no comer las mantecosas hamburguesas de Mc Donalds o no beber el –bien llamado- vino americano! En una entrevista, el italiano Paolo Conte afirmó: “Me gusta la música moderna, pero es débil como el mundo actual; le falta profundidad artística. Me fascina la buena música, sea moderna o antigua, pero siempre hecha de materia artística”. En el libro Lady sings the blues, Billy Holiday afirma que nunca interpretó un tema de la misma manera. Es decir, siempre variaba. “Si la naturaleza no repite especies, el hombre no debe repetir música. Quienes lo hacen, no hacen música”, afirmó la legendaria cantante de blues en ese volumen que son sus memorias, las cuales, representan un ejemplo de vida para cualquier cantante. Para quienes piensen que la afirmación de Holiday está desfasada –por aquello de que siempre se critica a quienes añoran viejas glorias- P J Harvey tiene opinión similar: “Mi único objetivo es no repetirme y tener un punto diferenciador. Siempre he procurado no repetir técnicas para conseguir que una canción funcione. No tiene sentido hacer algo si no es nuevo. Hay demasiada música en el mundo como para hacer más de lo mismo”. Ese compromiso personal del cantante tendrá una recompensa. Como la tendrá el esfuerzo, su profesionalismo, sus lecturas, su sencillez y su entrega a ese oficio tan devaluado. Los auténticos, como los buenos vinos, no caducan. No pasarán de moda. No se devaluarán. En la fachada del hotel de Amsterdam donde murió Chet Baker, hay una placa que reza: “Mi música seguirá viviendo para todo aquél que esté dispuesto a escuchar y a sentir”. El cantante legítimo vivirá en su público y los públicos por venir. Aunque cante en un idioma distinto. No importa que su voz no sea “bonita”. Que tenga una barriga descomunal. Que no salga en la tele y no sea portada de revistas. Que no haga duetos con los cantantes de moda. Que no venda muchos discos o no llegue a las listas de popularidad. No importa. Tendrá la satisfacción de ser cantante de verdad, de los auténticos.