HABILIDADES PARA VIVIR EN SOCIEDAD

Anuncio
HABILIDADES PARA VIVIR EN SOCIEDAD:
El Papel del Contexto en la Comprensión del Comportamiento Social 1
Erick Roth U2.
Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento (IICC)
Universidad Católica Boliviana
Vivir en sociedad demanda la adscripción consentida de todo individuo a un
sistema normativo que hace parte de la convencionalidad humana y que garantiza el
funcionamiento de los colectivos de los que formamos parte y en los que nos
desenvolvemos cotidianamente. Debido a que el individuo (a través del nacimiento)
llega al seno de un grupo social que por lo general ha consolidado ya su marco éticomoral, sus normas, sus valores, creencias, etc., su problema ha de ser acomodarse a los
patrones ya establecidos o contribuir a su reforma modificando sus factores
determinantes. De esta manera, para vivir en sociedad será preciso armonizar el
comportamiento individual (social y cognitivo) con las exigencias del contexto, o alterar
los estándares de ejecución predeterminados que regulan la valoración del ejercicio
social.
Pero si bien las personas son producto de los sistemas sociales, son al mismo
tiempo productoras; es decir, las estructuras sociales suelen ser también creadas por la
actividad humana para regular su propio comportamiento en ámbitos concretos,
produciendo reglas de convivencia y condiciones para el desempeño individual y social
pertinentes. En palabras de Bandura (2001, 2002), la cabal comprensión de la conducta
humana demanda una lógica causal integrada que destaque por una parte la importancia
determinante de la estructura social y por otra la relevancia de una perspectiva que
contemple la capacidad de agencia del individuo. Ciertamente toda persona está
socialmente construida pero también es capaz de ejercer una influencia decisiva sobre la
estructura social (Giddens, 1979).
Esto supone que para entender las condiciones que determinarían el buen vivir
en sociedad, debe considerarse de manera integrada, tanto las influencias contextuales
que moldean la capacidad personal, como la naturaleza misma de dichas competencias
personales que actúan a su vez sobre dicho contexto social. En otras palabras, interesa el
análisis de aquellos procesos que aumentan la probabilidad de comportarse de manera
social, como por ejemplo la educación o el entrenamiento de habilidades o
competencias, la exposición a modelos, la formación de los valores, el desarrollo de
mecanismos cognitivos regulatorios etc. Estas influencias contextuales contribuyen a
dar forma a la conducta que habrá de transformar las condiciones de las cuales la propia
conducta es una función.
1
Este artículo fue publicado en Aguilar, G. y Oblitas, A. (Eds). Psicología del Bienestar y la Felicidad.
Estrategias de Psicología Positiva para Aprender a Sentirse bien (Pp. 134-178). Bogotá: PSICOM
Editores.
2
eroth@ucb.edu.bo
1
En la literatura psicológica existen varias nociones asociadas al ejercicio social.
Actualmente está disponible un cuantioso material teórico que debate sobre la
pertinencia de modelos y enfoques así como experiencias relativamente exitosas para
propiciar el altruismo, la reciprocidad y la conducta prosocial; para promover la
competencia social y la autoeficacia individual, social y colectiva. Asimismo, no pocos
autores se han interesado en explorar los factores psicológicos de los que depende la
disposición al cambio y la innovación, así como la conducta emprendedora, aspectos
todos directamente relacionados con el adecuado desempeño del individuo en sociedad.
Revisemos brevemente a continuación, el estado del conocimiento de cada una
de estas aproximaciones al comportamiento social sn perder de vista las influencias
contextuales y situacionales que modulan su desempeño.
El Altruismo y la Conducta Pro-social.
Se entiende por altruista a la conducta de un organismo (no únicamente humano)
que, mediante su acción directa e intencional, contribuye a aumentar el bienestar de otro
ser semejante, incluso a expensas de su propio bienestar (Dawkins 2000), lo que puede
suponer estar dispuesto a pagar un alto costo personal por ayudar a otros. Se trata de un
término derivado del francés, incorporado por Auguste Comte al vocabulario de la ética
filosófica y actualmente muy bien aprovechado por los biólogos para explicar, mediante
la Teoría del Egoísmo, algunos detalles evolutivos de las especies (Dugatkin, 2007).
Lo cierto es que su acepción nos aproxima al concepto del buen vivir a través de
la noción de pro-socialidad. Si bien altruismo y comportamiento pro-social no son
conceptos equivalentes, la conducta altruista es indiscutiblemente pro-social, pues sus
productos, la simpatía, la conmiseración, la cooperación y la entrega o generosidad, son
considerados facilitadores de la relación humana y se encuentran asociados a
expresiones emocionales y cognitivas de complacencia. La pro-socialidad da cuenta de
la tendencia del individuo a realizar, de manera voluntaria, estas acciones y otras tales
como compartir, preocuparse, donar, reconfortar, cuidar y ayudar, que benefician
directamente a otros (Batson, 1998; Eisenberg, Fabes y Spinrad, 2006; Penner, Dovidio,
Piliavin, y Schroeder, 2005).
La conducta pro-social que ha demostrado relativa estabilidad durante la niñez y
la adolescencia, suele suscitarse a través de una serie de procesos complejos que
implican mecanismos auto-regulatorios, razonamiento moral y procesos de adopción de
perspectiva (Caprara y Pastorelli, 1993; Eisenberg y cols., 2006; Eisenberg y cols.,
1999; Krebs y Van Hesteren, 1994). Complementariamente, la conducta pro-social se
correlaciona con el ajuste psicológico de los niños y adolescentes (Eisenberg y cols.,
2006) por lo que constituye un factor de protección al fortalecer su adaptación general,
su auto-aceptación y su integración al entorno social inmediato, mejorando los niveles
de satisfacción de vida (Caprara y Steca, 2005; Keyes, 1998; Piliavin, 2003; Van
Willigen, 2000).
No obstante, hay por lo menos dos aspectos relacionados con la pro-socialidad
que deben ser esclarecidos en profundidad. El primero de ellos hace referencia a la
influencia de la variable cultural mientras que el segundo, tiene que ver con la
relevancia de la situacionalidad en la determinación del comportamiento pro-social.
2
Con respecto al primer punto, importa conocer por ejemplo si las características
individualistas o colectivistas de los diferentes grupos humanos (Hofstede, 1980;
Triandis, 1990) introducen variaciones en la expresión de la pro-socialidad. El
individualismo ha sido generalmente identificado con una mayor autonomía y centrado
en la persona y en el logro de metas al margen del colectivo. En el colectivismo, por el
contrario, prevalece el interés y los valores del grupo, destacándose la cooperación y la
reciprocidad (Hui, 1988; Shkodriani y Gibbons, 1995; Temple, 1989). Por lo general,
los países occidentales son considerados individualistas, mientras de los países
latinoamericanos como Bolivia por ejemplo, son de tradición colectivista. Por lo tanto, a
riesgo de pecar de simplista, uno se sentiría tentado de asumir que el colectivismo
estaría más próximo a la pro-socialidad que el individualismo.
Un estudio reciente (Caprara, Tramontano, Steca, Di Giunta, Eisenberg y Roth,
en prensa) evaluó las propiedades psicométricas de un instrumento desarrollado para
medir la prosocialidad de adolescentes y adultos (Caprara y cols., 2005) en tres países
con culturas claramente diferenciadas: Italia, Estados Unidos y Bolivia. La muestra
estudiada fue de 3424 estudiantes (1462 varones y 1962 mujeres), con edades entre los
18 y los 24 años, con claras variaciones en su estatus socioeconómico.
Con respecto a la medición del constructo, los resultados indicaron que los ítems
que miden las conductas de ayuda, cuidado y empatía mostraron en los tres países, pero
especialmente en Bolivia, los más altos niveles de precisión, especialmente en niveles
moderados de pro-socialidad. El estudio sugirió también que la conducta pro-social
ocurre y es valorada de manera diferente en las tres culturas. Sin embargo, la dicotomía
entre individualismo y colectivismo parece reducir la complejidad de cada cultura en
una clasificación muy simple (Turiel y Wainryb, 1994) y difícilmente puede explicar los
resultados. Es más probable que el acceso a las necesidades y la búsqueda de bienestar
sean condiciones con mayor potencial para encontrar explicaciones a tales diferencias.
Así, podría suponerse que ciertas condiciones de vida podrían destacar unas necesidades
y no otras. De esta manera la “búsqueda del bienestar de otros” puede suponer
prioridades diferentes y por lo mismo acciones diferentes. “Es probable que en
sociedades donde los recursos materiales son escasos, el compartir sea particularmente
valorado como signo de pro-socialidad. En las sociedades post materialistas en las que
las necesidades de perfeccionamiento individual son más evidentes y la satisfacción de
las urgencias materiales puede descartarse más fácilmente, la empatía y el cuidado
pueden ser particularmente valorados” (Caprara y cols., en prensa, p. 18).
Parecería que para los jóvenes estadounidenses resultaría más fácil involucrarse
en conductas de ayuda que para los jóvenes de Italia y Bolivia. La razón de ello quizá
pueda ser la profunda cultura de voluntariado que la sociedad norteamericana inculca a
sus ciudadanos a través de la educación. Tanto italianos como estadounidenses parecen
responder mejor a las emociones vicarias y en apreciar los puntos de vista de los demás.
Para los bolivianos, en cambio resulta más evidente la tendencia a compartir.
Probablemente el hecho de convivir en familias extendidas con relativamente pocos
recursos hace que muchos bolivianos valoren el compartir. Por el contrario, la
abundancia que caracteriza a las sociedades italiana o estadounidense puede llevar a
apreciar más la importancia de la necesidad de aceptación y el soporte emocional,
independientemente de la satisfacción de necesidades materiales (Caprara y cols.,Op.
Cit.).
3
Estas reflexiones ponen de manifiesto el importante rol de la cultura en la
definición de la pro-socialidad. Está claro que el comportamiento pro-social no describe
un patrón universal sino más bien una serie de expresiones de la convencionalidad
humana, condicionadas principalmente por factores sociales y económicos que
determinan los estilos de vida.
Un claro ejemplo de la influencia de la cultura en el comportamiento pro-social
puede encontrarse en la reciprocidad. Entendemos por reciprocidad el proceso mediante
el cual una persona que ha recibido un favor de otra, lo regresa al benefactor original.
Desde luego, para que dicho comportamiento pueda ser considerado pro-social, debe ser
un acto voluntario, manifestado en ausencia de anticipación de incentivos externos. En
otras palabras, el que retribuye debe decidir hacerlo sin ninguna presión externa (BarTal, 1980). Por lo tanto, una persona que inicia una relación de intercambio ayudando a
otra, usualmente tiene la seguridad de que el receptor retribuirá. La sociedad genera esta
norma aplicando sanciones a los receptores que no devuelven sus deudas. Escritos más
recientes (Kahan, 2003) hacen énfasis en la reciprocidad considerando al individuo
como entidad moral y emocional. La mayoría de las personas se ven a sí mismas –dice
el autor—como personas cooperativas y dignas de confianza y en tal medida se
encuentran siempre dispuestas a contribuir para el bienestar colectivo. No obstante, si
perciben que se quiere sacar beneficio de esta buena disposición, harán cualquier cosa
para evitar el sentimiento de ser explotados.
La reciprocidad en las sociedades andinas, por ejemplo, puede instituirse
socialmente como un mecanismo de afirmación de la solidaridad entre individuos y
grupos, a tal extremo que constituye un referente ético para su comportamiento
individual y colectivo (Temple, 1989, 2003). La reciprocidad, como ya se dijo, se
resume en la dinámica de devolver los bienes o favores recibidos a quien los prodigó en
primera instancia, en una lógica de mantener un equilibrio entre obligaciones mutuas.
Supone un mecanismo de reproducción social del beneficio cuyo resultado es el bien
común y la consolidación del lazo social que fortalece el vínculo psicológico entre las
personas. Consiste en el reconocimiento de las necesidades del otro como base de la
relación humana y como determinante del prestigio social personal. Las instituciones
originarias conocidas en lengua nativa como el “ayni” y la “minka”, para citar sólo las
más conocidas y que determinan patrones consistentes de comportamiento colectivo,
son posibles únicamente gracias a la reciprocidad. No existe nada en la vida de los
grupos indígenas de los Andes que caiga al margen de la reciprocidad, es parte de su
convencionalidad y por lo tanto de su estilo de vida.
Sin embargo, ni las expresiones humanas tan consistentes como la reciprocidad
permanecen invariables ante la influencia dinámica del contexto. Roth (2005) estableció
que la tendencia a retribuir puede variar de individuo a individuo dependiendo de las
circunstancias que rodean a la situación de intercambio. De esta manera, una persona
puede estar más dispuesta a devolver un favor recibido si el donante es a la vista,
alguien de escasos recursos. La misma persona, por otro lado, puede expresar una fuerza
de reciprocidad menor si acaso sospecha que quien le ofrece el favor tiene intenciones
de pedirle posteriormente algo a cambio. En este caso puede ser que el favor lejos de
determinar una obligación genere más bien hostilidad hacia el donante.
El análisis de los determinantes de la reciprocidad obliga a considerar la
influencia contextual que gravita tanto de manera objetiva como subjetiva en la persona
4
que recibe el favor. No basta simplemente tomar en cuenta las relaciones mecánicas
entre favor recibido y obligación creada para devolverlo. Analizar la influencia
contextual significa tomar en cuenta las múltiples variables emergentes de la situación
de la donación. Estas variables son estrictamente situacionales como la forma de entrega
del favor, las verbalizaciones que acompañan al hecho, el estado emocional presente del
receptor, sus atribuciones, su percepción acerca del grado de pertinencia del favor y su
valoración que hace del costo y el beneficio del intercambio, su percepción acerca del
clima que rodea al favor recibido, etc.
Roth (2005) midió la importancia percibida del beneficio sobre la disposición de
los beneficiarios a retribuir el favor recibido. Para ello determinó la fuerza de
reciprocidad entendida como el producto de la diferencia entre la magnitud de la
reciprocidad que A está dispuesto a ofrecer a B, y la relevancia percibida del favor
recibido por parte de B. Por ejemplo, si la relevancia del favor es percibido como de un
valor equivalente a 5 en una escala del 1 al 10 y la disposición a retribuir es igual a 7 en
una escala similar, la fuerza de reciprocidad corresponde a +2. Por lo tanto, se sometió a
comprobación la hipótesis de que la fuerza de la reciprocidad aumenta en relación
directa con la relevancia percibida del favor ofrecido.
La demostración fue realizada con un grupo de estudiantes universitarios de
ambos sexos a quienes se midió su disposición a retribuir en cuatro situaciones
hipotéticas que representaban contextos de intercambio lo suficientemente diferentes
como para establecer, con ellos, una jerarquía subjetiva de relevancia relativa. Dichas
situaciones hipotéticas fueron ordenadas, a juicio de los participantes, de menor a mayor
relevancia. Los resultados señalaron de manera clara que la dispersión de los datos
disminuye a medida que se pasa de una situación en la que se juzga el favor recibido
como menos relevante, a otra que presenta situaciones que suponen favores más
importantes y tienden a concentrarse en los valores más altos de variable dependiente
como lo muestra la línea de tendencia expuesta en la figura 1.
Fuerza de
Reciprocidad
6
●●
●
●
5
●●
●●
●●●●
●●●●●●●●●
4
●
●●●●●●
●●●●●●●
●●
3
●●●
●●
●
●
2
●●●●
●●●●
1
●
0
- ●
●●
●●
●
●●
-1
-2
●
-3
●
1
●
2
3
4
Situaciones
Figura 1. Tendencia de la fuerza a retribuir a lo largo de las cuatro diferentes situaciones del experimento.
5
Adviértase que la fuerza de la reciprocidad en la situación número 4
(considerada como más relevante) es por lo general mayor que las exhibidas en las
situaciones 1, 2 o 3. Pero además debe notarse que los puntajes de la situación 1 son
ciertamente más parecidos a los exhibidos en la situación 2 y los puntajes de la situación
3 se parecen a los de la situación 2 y los de la 4 difieren poco de los de la 3. En otras
palabras, las diferencias de puntajes de situación a situación se acentúan a medida que
expresan historias que los participantes consideran como más relevantes. El estudio
aludido demostró que los participantes están por lo general más inclinados a juzgar la
pertinencia de la reciprocidad cuando el favor que se recibe está de acuerdo con el
criterio subjetivo de relevancia. Mientras más relevante era percibido el favor, la
disposición a reciprocar era también más intensa.
Estos resultados corroboran la importancia de ciertas variables cuyo valor
tienede a fluctuar dependiendo del contexto o situación en que se encuentren. La
complejidad de la prosocialidad, así como de otros procesos psicológicos de naturaleza
psico-social reside en su reactividad a multiples situaciones, delimitadas por las
características de la cultura.
La Competencia y las Habilidades Sociales.
Una segunda línea de pensamiento asociada con el desempeño social y el vivir
armónicamente en sociedad, ha surgido al amparo del desarrollo de competencias y el
entrenamiento de las habilidades sociales. Si bien el avance teórico y empírico en este
campo no ha sido constante y estable, existe disponible una cuantiosa literatura que
permite evaluar su eficacia en la construcción de condiciones para optimizar el
relacionamiento interpersonal. El concepto sobreviene de la necesidad de explicar y
reproducir el comportamiento de ciertos individuos que se desempeñan de manera
extraordinaria en el arte de vivir con los demás y que por lo mismo son considerados
exitosos, admirados y aceptados por su contexto social. El desarrollo de las habilidades
sociales se vuelve particularmente interesante cuando éstas se relacionan estrechamente
con el éxito en otras esferas de la vida como la laboral o la afectiva.
En otro lugar hemos señalado (Roth, 1986) que no existe una única definición de
habilidad social y que la manera cómo se las entiende y concibe depende de la
formulación teórica que elijamos. De una manera general existiría una gran vertiente
conceptual para entender las habilidades sociales, anclada en la tradición cognitiva –
comportamental a pesar de que las posiciones en su interior son de lo más diversas. Así,
Harre y Secord (1977) conciben las habilidades sociales como representaciones
cognitivas; para Trower (1982) son el producto de un sistema de monitoreo que es
posible gracias a mecanismos normativos regulados cognitivamente. Por su parte,
McFall (1982) enfatiza la concepción molar de las habilidades sociales identificándolas
con el análisis de la tarea social y distinguiéndolas de la ejecución competente. Desde
un punto de vista más comportamental, Conger y Conger (1982) definen las habilidades
sociales a partir de sus efectos, como el grado de éxito que logra una persona en
situaciones interpersonales. Más recientemente, Bellack (2004) y Bellack y cols. (2006)
adscritos al modelo molecular, definieron las habilidades sociales a partir de pequeños
pasos dinámicos, discretos verbales y no verbales, susceptibles de ser enseñados a
6
través de técnicas particulares vinculadas a la teoría del aprendizaje social. A pesar de
esta variedad de enfoques, existiría un relativo acuerdo sobre que las habilidades
sociales constituyen un conjunto de comportamientos eficaces que facilitan las
relaciones interpersonales y que contribuyen a forjar personas competentes en lo social.
Sin embargo, debe también señalarse que toda habilidad social se expresa con
mayor o menor efectividad dependiente del contexto en el que se manifiesta y de la
situación que la configura. En otras palabras, las habilidades sociales son claramente
contextuales y situacionales, ciertas conductas que demuestran ser socialmente
apropiadas en una circunstancia, parecen no serlo en otra. Esto obliga a quien se
comporta, ajustarse a los siempre cambiantes eventos que circunscriben la situación que
exige el ejercicio competente. En este sentido parecería pertinente recordar que:
“ …una habilidad social no es algo que simplemente se pueda
poseer o no, como algo que sigue una relación del todo o nada, o
que si se posee quedaría garantizado el éxito interpersonal….
consideramos que el ser socialmente hábil solo incrementa esta
probabilidad, no la garantiza. Pensamos que todo ser humano, bajo
condiciones normales se desarrolla psicológicamente en virtud de
una permanente y activa interacción con su medio social. Como
consecuencia, debería estar en condiciones de aprender una amplia
gama de conductas que tienen fines muy concretos. Por lo tanto,
una habilidad social no es otra cosa que la integración de cierto
tipo de conductas contextualizadas por una situación social. Estas
conductas que varían de habilidad a habilidad de contexto a
contexto y de un grupo cultural a otro, que pueden ser verbales o
no verbales, motoras o cognitivas, las llamamos componentes
conductuales. La adquisición de una habilidad vendría a ser
simplemente la integración discriminada (contextualizada) de
ciertos componentes comportamentales con un propósito
estrictamente interactivo (social)” (Roth, 1986, p 76).
Parecería razonable pues, pensar que el grado en que una persona es capaz de,
por ejemplo, hacer respetar sus derechos, dependerá no solo de sus destrezas personales
sino también de la naturaleza de la situación que demanda dicha habilidad.
Con el propósito de hacer una demostración acerca de las influencias
contextuales sobre el ejercicio de las habilidades sociales, se diseñó un estudio
experimental con 48 jóvenes de ambos sexos con edades entre los 18 y 25 años,
enrolados en un programa de formación en relaciones humanas. Las variables
dependientes fueron cuatro habilidades sociales (Expresar Afecto, Expresar Enojo,
Negociar y Resistir a la Persuasión) medidas a través del Test Analógico de Simulación
TAS3 (Roth, 1986). Las variables independientes representaron el contexto, definido por
el género y la familiaridad de la situación social. De esa manera, se presentaron a los
participantes situaciones familiares que involucraban personas del mismo sexo,
situaciones no familiares que involucraban personas del mismo sexo, situaciones
familiares que involucraban personas de diferente sexo y situaciones no familiares que
involucraban interacciones con personas de diferente sexo. Todos los participantes
3
El TAS en una modalidad del test de juego de roles que utiliza la simulación de escenarios y situaciones
para suscitar el comportamiento competente.
7
recibieron antes de la medición, un entrenamiento basado en técnicas derivadas de la
teoría del aprendizaje social, de probada efectividad (Dilk y Bond, 1996). Esta
organización permitió la adopción de un diseño factorial 2X2 para medidas repetidas,
que permitía estudiar las influencias de la familiaridad y el género (y su interacción)
sobre el comportamiento competente (número de componentes emitidos), para cada una
de las habilidades consideradas.
Los resultados obtenidos exhibieron marcadas diferencias entre habilidades y
destacaron claramente la influencia del contexto en la expresión de la competencia
social. Para el caso de la habilidad “Expresar Afecto”, el análisis de varianza no
evidenció influencias significativas de la familiaridad (F = 2.16, p = .20) y el género
(F = 3.62, p = .10) por separado, sobre la competencia. Sin embargo, la interacción
familiaridad X género resultó altamente significativa (F = 11.65, p = .01), lo que
indicaría que la ejecución de los participantes en contextos familiares (o no familiares),
no es independiente de su género.
Tendencia de los componentes de la habilidad
"Expresar fecto" en función de las variables
contextuales género y familiaridad
Componentes
60
50
40
30
20
10
0
Mismo
Familiar
Género
Diferente
No Familiar
Figura 2. Representación gráfica de la influencia contextual de las variables
familiaridad y género sobre la ejecución de la habilidad “Expresar Afecto”.
Como puede advertirse en la figura 2, el género afectaría (aunque no
significativamente) la expresión del afecto, sobre todo si la situación que exige la
habilidad es poco familiar para la persona. En otras palabras, los individuos que se
enfrentan a situaciones poco familiares, tienden a desmejorar su ejecución cuando
interactúan con sujetos de diferente género.
En el caso de la habilidad “Expresar Enojo”, similarmente a lo que ocurre al
expresar afectos, las personas se comportan de manera más competente cuando la
situación que la demanda resulta ser más familiar. No se observaron diferencias de
importancia cuando la habilidad se ejecutaba ya sea con personas del mismo como de
diferente género.
Tratándose de la habilidad de “Negociar”, ambas variables parecieron influir,
por separado, la ejecución competente. Tanto familiaridad (F = 33.0, p = .01), como
8
género (F = 10.18, p = .05) fueron estadísticamente significativas; no obstante, no se
encontró interacción entre ambas.
Tendencia de los componentes de la habilidad
"Negociar" en función de las variables contextuales
género y familiaridad
Componentes
50
40
30
20
10
0
Mismo
Familiar
Género
Diferente
No Familiar
Figura 3. Representación gráfica de la influencia contextual de las variables
familiaridad y género sobre la ejecución de la habilidad “Negociar”.
Como se puede ver en la figura 3, los individuos que se comportan tanto en
contextos familiares como no familiares, tienen mayores dificultades cuando la
interacción se establece con el sexo opuesto. Ciertamente, como podría esperarse, a
menor familiaridad de las situaciones que demandan el ejercicio de la habilidad en
interacciones con el sexo opuesto, menor será el desempeño competente. Resultados
similares fueron obtenidos con la habilidad “Resistencia a la Persuasión”.
La experiencia señala que la capacitación y el entrenamiento de las habilidades
sociales mejoran ostensiblemente su desempeño. No obstante, los resultados descritos
nos muestran que a pesar haberse impartido capacitación para optimizar el desempeño
competente, las variaciones de ejecución persisten y obedecen más a influencias
contextuales que a las deficiencias en competencia social.
El estudio sugiere o más bien corrobora la enorme complejidad del fenómeno
interactivo en lo que a su causalidad se refiere. Los ejemplos anteriores consideraron
sólo dos variables contextuales de entre cientos de ellas que pueden afectar simultánea e
inadvertidamente nuestro comportamiento social. Ciertamente el comportamiento
competente depende de la capacidad de manifestar oportunamente una serie muy grande
de habilidades sociales y por lo tano de la efectividad con la que deben ser enseñadas.
Sin embargo, la atención debe ser puesta además en aquellos factores que imponen gran
variabilidad en la expresión de la competencia social y que la limitan a pesar de su
entrenamiento. Vivir plenamente en sociedad supone saber manifestar la habilidad
demandada mas esto sólo es una condición necesaria aunque no sufriente de la
competencia social. Será preciso también hilar fino e incorporar los elementos
contextuales que imponen ajustes topográficos que exigen más a los programas de
entrenamiento y formación.
9
Autoeficacia Individual y Social.
Como comentamos al inicio de este capítulo, vivir en sociedad, supone
armonizar el comportamiento individual (social y cognitivo) con las exigencias del
contexto. Sin embargo, debemos añadir aquí que parte importante de este ajuste
proviene del individuo mismo, en el marco de la concepción banduriana de la capacidad
de agencia del ser humano (Bandura, 1997).
El enfoque de agencia soportada por la teoría social cognitiva (Bandura, 1987)
establece que el individuo puede ejercer influencia sobre lo que hace. Esta capacidad
resulta de cinco procesos básicos, exclusivos del ser humano: a) procesos simbólicos,
mediante los cuales es posible dar sentido a la experiencia y anticipar acontecimientos;
b) procesos vicarios, que permiten el aprendizaje mediante la observación del
comportamiento de otras personas; c) procesos previsionales que permiten la formación
de expectativas; d) procesos auto-regulatorios que permiten tener control sobre nuestros
pensamientos, sentimientos, motivaciones y acciones y que reemplaza el control externo
por el “interno”; y e) procesos auto-reflexivos que permiten tener conciencia acerca de
nuestra experiencia y pensamientos.
Sólo cuando el individuo cree que puede producir efectos deseados a través de
sus acciones, es capaz de desarrollar incentivos para actuar. “Las personas guían sus
vidas mediante creencias sobre su eficacia personal. La auto-eficacia percibida se refiere
a las creencias en las propias capacidades para organizar y ejecutar los cursos de acción
requeridos para producir logros concretos. La creencia en la eficacia personal constituye
el factor clave de la agencia humana” (Bandura, 1997, p 3).
En lo que se refiere al desempeño social, la Teoría Social Cognitiva establece
que no se trata simplemente de saber qué hacer, es necesaria una capacidad que permita
organizar o integrar las habilidades sociales, cognitivas, emocionales y
comportamentales. Como vimos anteriormente las personas por lo general, suelen tener
dificultades para ejecutar exitosamente una serie de habilidades sociales aún cuando las
tengan en su repertorio y posean la capacidad de hacerlo. La competencia social, se
dice, no depende del número de habilidades que se tenga, sino de lo que se crea que se
puede hacer en una circunstancia particular. Personas muy competentes que no están
convencidas de que pueden desempeñarse adecuadamente no harán buen uso de sus
habilidades o destrezas. Por lo tanto, es tan importante poseer habilidades sociales como
disponer de creencias acerca de las propias capacidades; éstas deben ser organizadas de
tal manera que se dé respuesta a las siempre variantes condiciones situacionales o
contextuales.
Existe una creciente evidencia experimental acerca de la enorme influencia que
ejerce la auto-eficacia en el desempeño humano. Varios estudios longitudinales dieron a
conocer los efectos directos de la auto-eficacia percibida sobre el rendimiento
académico de niños y adolescentes (Bandura, Barbaranelli, Caprara, y Pastorelli, 1996;
Bassi, Steca, Delle Fave, y Caprara, en prensa), preferencias vocacionales (Bandura,
Barbaranelli, Caprara, Pastorelli, 2001a), comportamiento prosocial (Bandura y cols.,
2003), calidad del funcionamiento familiar y satisfacción (Caprara, Pastorelli Regalia,
Scabini, y Bandura, 2005), pensamiento positivo y felicidad (Caprara, Steca, Gerbino,
10
Paciello, y Vecchio, 2006). Asimismo, las creencias auto-eficaces juegan un rol
importante en la prevención de la depresión (Bandura, Pastorelli, Barbaranelli, y
Caprara, 1999), de la timidez y el retraimiento (Caprara, Steca, Cervone, y Artistico,
2003) y del comportamiento antisocial (Bandura, Barbaranelli, Caprara, Pastorelli, y
Regalia, 2001b; Caprara, Regalia, y Bandura, 2002; Caprara, Scabini, Barbaranelli,
Pastorelli, Regalia, y Bandura, 1998).
Caprara (2002) extendió el análisis de la auto-eficacia a las creencias
relacionadas con la regulación del afecto y con las relaciones interpersonales y su
impacto en el funcionamiento psicosocial. Propuso un modelo conceptual en el que la
auto-eficacia percibida de las expresiones afectivas influenciaba la auto-eficacia en el
manejo de las relaciones sociales e interpersonales.
Una extensa literatura dio cuenta de la influencia que la regulación afectiva
ejerce sobre el desarrollo de ciertos patrones de conducta así como de procesos
interpersonales, cognitivos y motivacionales. (Dwivedi, 2004; Gross, 1999; Gross y
John, 2002; Larsen, 2000; Larsen y Prizmic, 2004 y Thompson, 1991).
Se presume que a mayor capacidad de la persona para manejar adecuadamente
su afectividad, existen mayores razones para creer que son capaces de ejercer
exitosamente sus relaciones con otras personas. Resulta improbable que las personas
puedan encarar exitosamente su vida social a menos que manejen adecuadamente sus
sentimientos y emociones.
La satisfacción de vida, por su parte, constituye un importante elemento
subjetivo del bienestar individual (Diener, 1994, 2000), que influye profundamente
sobre los aspectos del funcionamiento psico-social. Algunos estudios confirmaron que
los niños y/o adolescentes que asumen alta calidad en su vida, constituyen personas que
exhiben buenos indicadores de relacionamiento positivo con sus padres y compañeros
(Huebner, 1991; Man, 1991).
Un estudio transcultural llevado a cabo en Italia y Bolivia (Caprara, Steca,
Tramontano, Vecchio y Roth, en Prensa), examinó la contribución de la auto-eficacia en
el manejo de la afectividad y las relaciones interpersonales (principalmente con padres e
iguales) y cómo esto afecta la satisfacción de vida de jóvenes en transición a la edad
adulta.
Se trabajó con una muestra italiana urbana de clase media de 462 jóvenes (202
varones y 260 mujeres), con una media de edad de 19.28 años. La mayoría de los
participantes eran estudiantes (de últimos años del bachillerato y primeros de la
universidad) y el resto desempeñaba diversos tipos de trabajo en la comunidad.
La muestra boliviana estuvo conformada por 307 individuos (135 varones y 172
mujeres) con edades entre los 18 y 24 años. Veintiséis por ciento de la muestra eran
estudiantes de bachillerato y el resto estudiantes universitarios. La composición
socioeconómica varió dependiendo de su área de residencia. Un tercio de los
participantes eran urbanos y el resto habitaba el área rural.
Tanto los participantes italianos como los bolivianos respondieron a tres
cuestionarios: Uno que medía las creencias auto-eficaces regulatorias que daba cuenta
11
de la capacidad de regular experiencias afectivas positivas y negativas (Caprara y
Gerbino, 2001; Caprara, Scabini, Barbaranelli, Pastorelli, Regalia, y Bandura, 1999). El
otro medía la autoeficacia interpersonal y social (Bandura y cols., 1996; Caprara,
Gerbino, y Delle Fratte, 2001; Caprara, Regalia, Scabini, Barbaranelli, y Bandura,
2004). Finalmente se aplicó también la Escala de Satisfacción de Vida (Diener,
Emmons, Larsen, y Griffin, 1985). Para su aplicación en Bolivia, las escalas fueron
traducidas, adaptadas y validadas adecuadamente.
Los resultados en el análisis de varianza evidenciaron que ambas muestras
presentaron un fuerte sentido de auto-eficacia para la regulación de los afectos negativos
(Italia F = 11.88, p < .01; Bolivia F = 9.51, p < .01). La muestra boliviana presentó
además una importante auto-eficacia filial (F = 4.16, p < .05); asimismo los varones
bolivianos se mostraron más satisfechos con su vida (F = 9.29, p < .01) que las mujeres.
Éstas, en la muestra italiana, parecieron más auto-eficaces en el manejo de las
relaciones interpersonales con sus pares (F = 11.56, p < .01).
El estudio hipotetizó que las creencias auto-eficaces constituían predictores de la
satisfacción de vida y para confirmarlo los datos fueron analizados con el Modelo de
Ecuaciones Estructurales (EQS) (Bentler, 2001), en la dirección de la figura 4.
Creencias Autoeficaces afectivas
Creencias Autoeficaces
Interpersonales
y Sociales
Funcionamiento
Psicosocial
Fuente: Caprara, Steca, Tramontano, Vecchio y Roth, (en Prensa).
Figura 4. Modelo conceptual integrado de la influencia de la auto-eficacia sobre el
funcionamiento psico-social.
De una manera general, los resultados indican que, para la muestra italiana, la
alta percepción que tienen los jóvenes sobre su capacidad de regular sus afectos estaba
relacionada con altos niveles de autoeficacia social y filial. La capacidad interpersonal
de varones y mujeres parecieron estar positivamente influenciados por la auto-eficacia
social y de manera similar, la satisfacción de vida estuvo también relacionada con la
capacidad de regular los afectos negativos. En esta muestra, las mujeres reportaron
creencias más firmes en sus capacidades para encarar las relaciones sociales.
En el caso de los participantes bolivianos, se encontró una gran diferencia entre
las valoraciones de varones y mujeres sobre su auto-eficacia. Los varones demostraron
altas capacidades percibidas en la regulación de los afectos negativos y la auto-eficacia
social y filial. Por lo tanto los varones reportaron mayor satisfacción de vida que las
mujeres.
12
En ambas muestras las creencias auto-eficaces que regulan los afectos negativos
y las creencias auto-eficaces filiales contribuyen a la satisfacción de vida. Este resultado
confirma descubrimientos anteriores que muestran la gran influencia que tiene en la
calidad percibida de la vida, la relación positiva con los padres (Huebner, 1991; Man,
1991).
Si bien la relación establecida entre auto-eficacia y satisfacción de vida es
comparable entre géneros, existen notables diferencias entre ambos países. Dichas
diferencias fueron más notables en Bolivia donde las mujeres reportaron una muy baja
auto-eficacia para regular los afectos negativos así como sus relaciones sociales fuera de
la familia y expresándose, por lo tanto, una baja satisfacción de vida. Este resultado que
parecería tener connotaciones profundamente culturales, parecería decirnos que la vida
para las mujeres en países con estructuras sociales patriarcales como las que prevalecen
en Bolivia continúa siendo especialmente restrictiva.
Los datos provenientes de ambas muestras respaldan el modelo conceptual
propuesto por Caprara (2002) que destaca la necesidad de moverse del análisis de tarea
al dominio de las creencias auto-eficaces. Este modelo extiende el análisis de la autoeficacia a la regulación a la vida afectiva e interpersonal y enriquece la visión del
comportamiento social.
Disposición al Cambio e Innovación
La sociedad necesita de personas cuyas actitudes hacia la novedad llamen la
atención de diferentes sectores de la comunidad sobre la importancia de innovar y
encausar sus intereses y motivaciones en la dirección del cambio. La inmovilidad y el
stato quo son condiciones que se oponen al normal desenvolvimiento de la sociedad por
lo que el rol del innovador es fundamental para su desarrollo. Los innovadores son
permeables al cambio y lo adoptan relativamente rápido; son considerados como los
elementos juiciosos del proceso por su carácter analítico y reflexivo, pero también por
su actitud con respecto a la incertidumbre y el fracaso. En el proceso de la difusión de
la innovación suelen ser el punto de referencia para otros potenciales adoptantes; su
juicio es muy apreciado y la confianza que reflejan los convierte en agentes del proceso
de cambio. El innovador constituye una categoría amplia de personas en la que se
incluye al emprendedor y al creador.
La relevancia de su rol social ha llevado a preguntarnos sobre la naturaleza y
características de este tipo tan particular de individuo, y si bien existe relativo acuerdo
acerca de sus atributos sociales y demográficos, aún se debate en torno de su perfil
psicológico y sobre las habilidades y competencias que lo distinguen del resto de la
población.
Rogers (1995) ha explorado la relación entre la adopción temprana y tardía con
variables psicológicas y rasgos tales como la empatía, el dogmatismo, la capacidad de
abstracción, la inteligencia, el manejo de la incertidumbre, el fatalismo, las aspiraciones
y la actitud hacia el cambio. Agarwal y Prasad (1998), a propósito de la innovación
tecnológica, hicieron notar que la conducta de adopción obedece mucho más de lo que
se pensó originalmente, a factores de naturaleza psicológica. Así, por ejemplo, la Teoría
de la Aceptación Tecnológica (TAT) (Davis y cols., 1989) que ha reunido una buena
13
cantidad de evidencia empírica (Taylor y Todd, 1995; Mathieson, 1991), relacionó la
Teoría de la Acción Razonada (TAR) (Ajzen y Fishbein, 1980), con la conducta
innovadora. Dicha teoría postuló que la adopción tecnológica es una consecuencia de la
afectividad personal y de la actitud hacia la innovación, influida por dos tipos de
creencias básicas: la creencia en la utilidad y la facilidad del uso de la tecnología.
Estas ideas conducen a la formulación de hipótesis que relacionan el ritmo de la
adopción con la expresión de las creencias en cuestión (Westaby, 2002), argumentos
que subyacen a la noción de actitud hacia el cambio emergente las teorías Expectativa –
Valor y la Teoría de la Acción Razonada.
Por otra parte, la adopción de una innovación nos aproxima conceptual y
metodológicamente a la toma de decisiones toda vez que la intención a cambiar supone
una serie de consideraciones evaluativas de carácter subjetivo acerca del grado de
pertinencia de adoptar o no una innovación. En tanto tal, esta intención o disposición se
aproxima a una actitud que pone de manifiesto aspectos cognitivos, afectivos y
comportamentales que permiten hacer inferencias sobre la conducta. La intención de
comportarse entraña a su vez un análisis de las opciones y sus consecuencias, lo que nos
pone frente a un proceso decisional. En estos términos, la disposición a cambiar puede
entenderse como un proceso de toma de decisiones en el que una persona elige, de entre
muchos, un curso de acción que le permite pasar de un estado a otro, de un nivel a otro,
de una lógica a otra diferente.
La importancia de considerar el cambio como un proceso decisional reside en el
hecho de que el fenómeno podrá incorporar el análisis de los diversos factores que
intervienen en la toma de decisiones y que lo tipifican como básicamente situacional
(Kahneman y Tversky, 1986). Cuando decimos que el cambio es situacional, queremos
significar que la elección de adoptar o no una innovación depende de una serie de
circunstancias de coyuntura, emergentes del contexto que sirve de marco a la decisión y
que gravitan a favor o en contra, aumentando o disminuyendo la fuerza de la
disposición a cambiar.
Roth (2008) llevó a cabo un estudio transcultural con dos propósitos, primero
para determinar la influencia de las variables situacionales de riesgo e incertidumbre en
la disposición a innovar y segundo para escudriñar el rol de la cultura en la modulación
de dichas variables sobre la conducta innovadora. Para ello, se trabajó con dos muestras
(culturalmente diferenciadas), una urbana y otra rural; ambas fueron sometidas
experimentalmente a diferentes condiciones que requerían una toma de posición a favor
o en contra del cambio. Dichas condiciones permitieron variar de manera sistemática el
riesgo y la incertidumbre y medir, en tales circunstancias, la fuerza de la disposición a
cambiar. De esta manera, con la ayuda de un diseño factorial para mediciones repetidas
(Bruning y Kintz, 1977), cada sujeto fue evaluado bajo la condición de tratamiento en
ambos factores.
Los datos de la muestra urbana señalaron, de manera muy significativa, que la
disposición a cambiar (fuerza del cambio) se encuentra fuertemente influenciada por el
grado de riesgo que los participantes perciben en la situación de cambio. El resultado
nos hace pensar que cuando una persona identifica que la situación de cambio lo
conduce hacia consecuencias previsibles que entrañan riesgo, la decisión se restringe de
manera notoria y la fuerza con que se la asume es claramente menor a la que se advierte
14
en circunstancias de menor riesgo percibido. La figura 5 expresa gráficamente la
relación.
Influe ncia de las variable s rie s go y ce rte za e n la
fue rza de dis pos ición al cam bio: Com paración de
M e dias
Disposición al cambio
6
5,39
5
4
3,89
3,5
3
2
2
1
0
B aja Cert eza
A lt a Cert eza
Ce rte za e n la de cis ión
AltoRiesgo
BajoRiesgo
Fuente: Roth, 2008.
Figura 5. Tendencia de la disposición al cambio bajo la influencia de las variables riesgo y certeza en la
muestra urbana.
Como puede observarse, la certeza mostró en el mismo grupo cultural, incluso
mayor influencia sobre la disposición a cambiar que el riesgo. Los resultados parecen
sugerir que una persona en situación de elegir a favor o en contra del cambio es muy
sensible a la información disponible. En otras palabras, para que los individuos decidan
cambiar la situación debe ofrecer información clara y precisa sobre las circunstancias
relacionadas con el cambio. La incertidumbre es pues enemiga de la disposición a
cambiar.
Disposición al Cambio
Tratándose de la muestra rural conformada con participantes aymaras4, la figura
6 permite apreciar gráficamente las diferencias entre los valores de alto y bajo riesgo
expresados por la muestra. Resulta claro que estos participantes fueron muy sensibles a
las condiciones de alto riesgo presentadas a través de las situaciones de prueba. La
disposición a cambiar fue casi nula cuando se percibió algún tipo de riesgo asociado.
Parecería que sólo se está dispuesto a adoptar una innovación cuando las circunstancias
se presentan totalmente favorables.
Influencia de las Variables Riesgo y Certeza en la Fuerza
de Disposición al Cam bio: Com paración de Medias:
Muestra Rural
6
5,71
5
5,28
4
3
2
1
1,28
1
0
Baja Certeza
Alto Riesgo
Alta certeza
Bajo Riesgo
4
Aymara es el nombre de una nacionalidad originaria desarrollada principalmente en la zona del altiplano
boliviano.
15
Fuente: Roth, 2008.
Figura 6 Tendencia de la disposición al cambio bajo la influencia de las variables riesgo y certeza en la
muestra rural.
Por otro lado, el grado de información que ofrece la certeza en la situación de
cambio no añade ni quita nada a la disposición a cambiar. Muy claramente, la muestra
rural para tomar decisiones de cambio, se guía más por las consecuencias calculadas que
puede tener comportarse en este sentido, que por la información asociada a las
condiciones que definen la situación de cambio.
La decisión de cambiar no puede ser interpretada como un proceso simple,
determinado por factores más o menos estáticos como los rasgos de personalidad o
como los factores demográficos aislados. Parece más bien tratarse de un efecto harto
complejo, en el que las variables personales, sociales y culturales interactúan
dinámicamente con otras variables situacionales o contextuales, emergentes del mismo
proceso de cambio o de la propia subjetividad del individuo que se encuentra en
circunstancia de cambiar o buscando innovar.
El papel de la cultura resulta particularmente interesante en la modulación de los
factores situacionales que determinan la fuerza de la innovación. Los estudios realizados
muestran claramente que en contextos urbanos, la certidumbre de una situación se
constituye en un facilitador de la disposición a cambiar; en la cultura rural, en cambio,
el riesgo pareció controlar la conducta decisoria por encima de la incertidumbre. Esto
querría decir que los participantes son culturalmente sensibles a las consecuencias de la
decisión y que si prevén probabilidades mínimas de riesgo asociado, tenderán a decidir
por el statu quo. En esta lógica no bastará que la situación ofrezca buenas dosis de
certidumbre, el riesgo percibido será condición suficiente para decrementar la fuerza del
cambio.
Si ésta es una característica asociada a ciertas culturas rurales como la aymara
por ejemplo, el resultado plantearía connotaciones prácticas de interés, sobre todo para
quienes promueven la adopción de innovaciones en procura de afectar el desarrollo de
estos grupos humanos. Los agentes de cambio que no trabajen en la reducción de la
percepción del riesgo en los procesos de implantación de la innovación, dando garantías
sobre los resultados o consecuencias de los mismos, pueden suscitar súbitas pérdidas de
motivación que afecten la asimilación del cambio propuesto. Y no bastará con ofrecer
información o capacitación (certidumbre) para “animar” al interesado, pues el factor
dominante será siempre el riesgo de la decisión. Ésta es una demostración de que la
capacidad de innovar se encuentra, al igual que la pro-socialidad y la competencia
social, bajo la influencia situacional y que toda decisión que busque implantar
habilidades para vivir en sociedad debe tomar en cuenta la verdadera complejidad que
supone el desarrollo de tales destrezas personales.
Con el propósito de identificar tanto los correlatos de la disposición a cambiar
como aquellas variables que permitirían su predicción, se llevaron a cabo (Roth, 2008)
otra serie de demostraciones empíricas. Así por ejemplo, se obtuvo correlaciones muy
significativas entre la disposición a innovar y los valores personales de apertura al
cambio, (Auto-dirección, Estimulación y Logro) medidos por el Perfil de Valores de
16
Schwartz (1992), la auto-eficacia emotiva (Eisenberg y Spinrad 2004) la autoestima
(Rosenberg, 1965) y la auto-eficacia social (Pastortelli y Picconi, 2001).
La figura 7 resume las correlaciones encontradas en una muestra de 428
individuos de ambos sexos, todos eran escolarizados con un nivel mínimo de educación
secundaria y residentes urbanos. A dicha muestra se aplicaron simultáneamente las
escalas PVQ de Schwartz, de Disposición al Cambio (EDC), la Escala de Autoeficacia
emotiva (AEE), Autoeficacia Social (AES y Autoestima (AE).
En lo que respecta a los valores, las relaciones muestran que quienes están más
dispuestos a cambiar son también los que expresan valores de apertura a la innovación
confirmándose el planteamiento de Schwartz sobre su tipología axiológica referida a la
apertura al cambio.
Competencias para
el Cambio (EDC)
.360 (.000)
Auto-dirección
(PVQ)
.293 (.000)
Estimulación
(PVQ)
.218 (.000)
Logro
(PVQ)
Figura 7. Coeficientes de correlación obtenidos entre el factor “Competencias para el Cambio” de la
EDC y las sub-escalas del PVQ indicadoras de valores relacionados con apertura al cambio.
Algo parecido ocurrió con la relación entre disposición al cambio y autoeficacia. En los procesos de cambio, anticipar situaciones nuevas y desconocidas suele,
como hemos visto, acrecentar las percepciones de riesgo e incertidumbre, acompañadas
de evaluaciones en forma de pensamientos negativos perturbadores. Dichas cogniciones
son capaces de desencadenar sensaciones emocionales poco placenteras que reducen la
probabilidad de la innovación. Una forma de prevenir esta cadena de acontecimientos
indeseables es simplemente abandonar la idea de cambio. Las personas que se
consideran a sí mismas capaces de salir airosas de tales situaciones generadas por la
novedad, parecerían estar mejor equipadas para afrontarla. Con un bajo sentido de
eficacia, tanto las circunstancias que ofrecen seguridad como las que son arriesgadas,
suelen ser percibidas como cargadas de peligro. Por el contrario, la confianza en las
propias capacidades de afrontamiento incrementa la habilidad de juzgar objetivamente
el riego potencial de las situaciones. En otras palabras, la falta de eficacia para afrontar
amenazas potenciales hace que las personas se aproximen a dichas situaciones con
mucha ansiedad (Bandura, 1997).
La figura 8 muestra las correlaciones y su significación entre las variables
asociadas. Nótese que las personas que expresan alta disposición a innovar manifiestan
también auto-eficacia emotiva, auto-eficacia social regulatoria y autoestima. Esta
17
evidencia hizo pensar que estas variables pudieran constituirse en predictoras de la
disposición a innovar. En efecto, la aplicación de un modelo de regresión múltiple
permitió concluir que una persona orientada por valores de consecución de metas y/o
con firmes creencias acerca de su propio desempeño emocional ante situaciones
diversas y especialmente relacionadas con la novedad, influirían sobre sus eventuales
decisiones acerca de adoptar o no innovaciones.
EDC Total
Auto-eficacia
Emocional
.189 (.001)
Auto-eficacia
Académica, Social y
Regulatoria
.172 (.001)
Auto-eficacia Social
.167 (.001)
Autoestima
.151
(.004)
Figura 8. Coeficientes de correlación obtenidos entre la EDC con las escalas de Auto-eficacia y
Auto-estima.
COMENTARIOS FINALES.
Hemos postulado aquí que el desempeño social adecuado es dependiente de por
lo menos cuatro procesos claramente identificables: la prosocialidad, la competencia
social, las creencias auto-eficaces y la disposición a cambiar. Todos ellos de alguna
manera contribuyen a fortalecer y a consolidar la noción de vivir bien en sociedad pues
describen y explican el tipo de comportamiento encaminado a crear entornos sociales
adecuados para la vida en común.
Sin embargo, no puede asumirse que estos constructos puedan explicar la
conducta social de manera mecánica o lineal toda vez que obedecen a influencias
contextuales y/o situacionales que relativizan su efectividad potencial. En otras
palabras, simplemente no es posible explicar la competencia en, digamos, expresar
empatía social, o la apertura para el cambio en la vida diaria sin precisarse la naturaleza
de las circunstancias que rodean la exigencia de la habilidad o la necesidad de cambiar.
Este aspecto impone gran volatilidad al estudio de la conducta social y las imprecisiones
en su análisis tienen importantes implicaciones prácticas a la hora de generar o
fortalecer dicho comportamiento.
18
Vivir en sociedad es siempre posible, incluso la mayoría de las personas lo
hacen sin sobresaltos y para ello no siempre es necesario exhibir competencias
extraordinarias. Sin embargo, el vivir “bien”, que significa aportar al entorno con mayor
valor agregado, sí demanda una mayor calidad en la expresión del comportamiento
individual y exige que el individuo extreme sus propios recursos, si los tiene. Tener
recursos supondrá no sólo emitir el comportamiento de manera oportuna y con una
topografía aceptable, sino incorporar también –como hemos visto— el manejo de las
circunstancias (contextuales y/o situacionales) que matizan la efectividad del
comportamiento en cuestión. Para vivir bien en sociedad no basta con comportarse
mecánicamente, es preciso ser hábil también para percibir, analizar, comparar,
contrastar, intuir, sopesar, etc., las múltiples señales que acompañan la exigencia de
comportarse de una cierta manera.
REFERENCIAS
Agarwal, R. and Prasad, J. (1998). A Conceptual and operational definition of personal
innovativeness in the domain of IT. Information Systems Research, 9, 2, 204215.
Ajzen, I. y Fishbein, M. (1980). Understanding attitudes and predicting social
behavior. Englewoods Cliffs, New Jersey: Prentice Hall.
Bandura, A. (1987). Pensamiento y Acción. Fundamentos sociales. Barcelona: Martínez
Roca.
Bandura, A. (2001). Social cognitive theory: An agentic perspective. Annual Review of
Psychology, 52, 1-26.
Bandura, A. (2002). Social cognitive theory in cultural context. Journal of Applied
Psychology: An International Review, 51,269-290.
Bandura, A., Caprara, G. V., Barbaranelli, C., Gerbino, M., y Pastorelli, C. (2003). Role
of affective self-regulatory efficacy on diverse spheres of psychosocial
functioning. Child Development, 74, 769-782.
Bandura, A., Barbaranelli, C., Caprara, G. V., y Pastorelli, C. (2001). Self-efficacy
beliefs as shapers of children’s aspirations and career trajectories. Child
Development, 72, 187-206.
Bandura, A., Barbaranelli, C., Caprara, G. V., Pastorelli, C., y Regalia, C. (2001).
Sociocognitive self-regulatory mechanisms governing transgressive behavior.
Journal of Personality and Social Psychology, 80, 125-135.
Bandura, A., Pastorelli, C., Barbaranelli, C., y Caprara, G. V. (1999). Self-efficacy
pathways to childhood depression. Journal of Personality and Social
Psychology, 76, 258-269.
19
Bandura, A., Barbaranelli, C., Caprara, G. V., y Pastorelli, C. (1996). Multifaceted
impact of self - efficacy beliefs on academic functioning. Child Development,
67, 1206-1222.
Bassi, M., Steca, P., Delle Fave, A., y Caprara, G.V. (In Press). Self-efficacy beliefs and
quality of experience in learning. Journal of Youth and Adolescence.
Batson, C. D. (1998). Altruism and prosocial behavior. In D. T. Gilbert, S. T. Fiske, y
G. Lindzey (Eds.), Handbook of social psychology (Vol. 2, pp. 282–316).
Boston: McGraw Hill.
Bellack, A., Bennett, M.E. Gearon, J.S. Brown, C.H. y Yang, Y. (2006). A randomized
clinical trial of a new behavioral treatment for drug abuse for people with
severe and persistent mental illness. Archives of General Psychiatry, 63, 426432.
Bellack, A. (2004). Skills training for people with severe mental illness. Psychiatric
Rehabilitation Journal, 27,4, 375-391.
Bentler, P. M. (2001). EQS Structural Equations Program Manual. Encino, CA:
Multivariate Software, Inc.
Caprara, G. V. (2002). Personality Psychology: Filling the gap between basic processes
and molar functioning. In C. von Hofsten y L. Bakman (Eds.), Psychology at
the Turn of the Millennium: Volume 2. Social, Developmental and Clinical
Perspectives (pp. 201-224). Hove, East Sussex UK: Psychology Press.
Caprara, G.V.,Tramontano, C., Steca, P., Di Giunta, L., Eisenberg, N. y Roth, E. (En
prensa). Prosociality Assessment Across Cultures. Manuscrito Inédito.
Caprara, G. V., Steca, P., Gerbino, M., Paciello, y Vecchio, G. M. (2006). Looking for
adolescents’ well-being: self-efficacy beliefs as determinants of positive
thinking and happiness. Epidemiologia e Psichiatria Sociale, 15, 30-43
Caprara, G. V., Steca, P., Zelli, A., y Capanna, C. (2005). A new scale for measuring
adults' prosocialness. European Journal of Psychological Assessment, 21, 7789.
Caprara, G. V., Pastorelli, C., Regalia, C., Scabini, E., y Bandura A. (2005). Impact of
adolescents’ filial self-efficacy on quality of family functioning and
satisfaction. Journal of Research on Adolescence, 15, 71-97.
Caprara, G. V., Regalia, C., Scabini, E., Barbaranelli, C., y Bandura A. (2004).
Assessment of Filial, Parental, Marital, and Collective Family Efficacy
Beliefs. European Journal of Psychological Assessment, 20, 247-261.
Caprara, G. V., Steca, P., Cervone, D., y Artistico, D. (2003). The Contribution of Selfefficacy Beliefs to Dispositional Shyness: On Social-Cognitive Systems and
the Development of Personality Dispositions. Journal of Personality, 71, 943970.
20
Caprara G.V., Regalia C. & Bandura A. (2002). Longitudinal impact of perceived self
regulatory efficacy on violent conduct. European Psychologist 7, 63-69.
Caprara, G. V., y Gerbino, M. (2001). Autoefficacia emotiva: la capacità di regolare
l’affettività negativa e di esprimere quella positive. En G. V. Caprara (Ed.), La
valutazione dell’autoefficacia (Self-Efficacy Assessment) (35-50). Trento:
Edizioni Erickson.
Caprara, G. V., Gerbino, M., y Delle Fratte, A. (2001). Autoefficacia Interpersonale. En
G. V. Caprara (Ed.), La Valutazione dell’Autoefficacia (Self-Efficacy
Assessment) (pp. 87-104). Trento: Edizioni Erickson.
Caprara, G. V., y Pastorelli, C. (1993). Early emotional instability, prosocial behavior,
and aggression: Some methodological aspects. European Journal of
Personality, 7, 19–36.
Caprara, G. V., Scabini E., Barbaranelli C., Pastorelli C., Regalia C., y Bandura A.
(1999). Autoefficacia percepita emotiva e interpersonale e buon
funzionamento. Giornale Italiano di Psicologia, 4, 769-789.
Caprara, G. V., Scabini, E., Barbaranelli, C., Pastorelli, C. Regalia, C., y Bandura, A.
(1998). Impact of adolescents' Perceived self-regulatory efficacy on familial
communication and antisocial conduct. European Psychologist, 3, 125-132.
Conger , J.C. y Conger, A.J. (1982). Components of Heterosocial Competence. En, J.P.
Curran y P.M. Monti (Eds.) Social Skills Training. A Practical Handbook for
Assessment and Treatment. Nueva York: The Guilford Press.
Davis, F. D., Bagozzi, R. P., y Warshaw, P. R. (1989). User acceptance of computer
technology: A comparison of two theoretical models. Management Science,
35, 8, 982-1002.
Dawkins, R. (2000). El gen egoísta. Barcelona: Salvat Editores.
Diener, E. (2000). Subjective well-being: the science of happiness, and a proposal for a
national index. American Psychologist, 55, 34-43.
Diener, E. (1994). Assessing subjective well-being: Progress and opportunities. Social
Indicators Research, 31, 103-157.
Diener, E., Emmons, R., Larsen, J., & Griffin, S. (1985). The Satisfaction with Life
Scale, Journal of Personality Assessment, 49, 71-75.
Dilk, M.N. y Bond, G.R. (1996). Meta-Analytic Evaluation of Skills Training Research
for Individuals with Severe Mental Illness. Journal of Consulting Clinical
Psychology, 64, 6, 1337-1346.
Dugatkin, L.A. (2006) The altruism equation. Seven scientists search for the origins of
goodness. Woodstock: Princeton University Press.
21
Dwivedi, K. N. (2004). Emotion Regulation and Mental Health. In K. N. Dwivedi y P.
B. Harper (Eds.), Promoting the emotional well-being of children and
adolescents and preventing their mental ill health: A handbook (pp. 69-84).
Philadelphia: Jessica Kingsley Publishers.
Eisenberg, N., Fabes, R. A., y Spinrad, T. L. (2006). Prosocial Development. En N.
Eisenberg, W. Damon, y R. M. Lerner (Eds). Handbook of child
psychology,Vol.3, Social, emotional, and personality development (6th ed.).
(pp. 646-718). Hoboken, NJ, US: John Wiley & Sons Inc.
Eisenberg, N., y Spinrad, T. L. (2004). Emotion-related regulation: Sharpening the
definition. Child Development, 75, 334-339.
Eisenberg, N., Guthrie, I. K., Murphy, B.C., Shepard, S.A., Cumberland, A., y Carlo, G.
(1999). Consistency and development of prosocial dispositions: A longitudinal
study. Child Development, 70, 1360–1372.
Gross, J. J. (1999). Emotion regulation: Past, present, future. Cognition and Emotion.
Special Issue: Functional accounts of emotion, 13, 551-573.
Gross, J. J., y John, O.P. (2002). Wise emotion regulation. In L. Barrett Feldman y P.
Salovey (Eds.), The wisdom in feeling: Psychological processes in emotional
intelligence. Emotions and social behavior (pp. 297-319). New York: Guilford
Press.
Guiddens, A. (1979). Central problems in social theory. Act, structure and
contradictions in social analysis. Londres: McMillan.
Harre, R. y Secord, P.F. (1977). The explanation of social behavior. Oxford: Blackwell.
Hofstede, G.H. (1980). Culture Consequences: International Differences in Workrelated Values. Sage Publications, London.
Hui. C.H. (1988). Measurement of individualism-collectivism. Journal of Research in
Persona1ity, 22, 17-36.
Kahan, D. M (2003). The Logic of Reciprocity: Trust, Collective Action, and Law.
Center for Law, Economics and Public Policy, Research Paper No. 281: Yale
Law School
Kahneman, D. y Tversky, A., (1986). Rational choice and the framing of decisions.
Journal of Business, 59, 4, 251-278.
Krebs, D. L., & Van Hesteren, F. (1994). The development of altruism: Toward an
integrative model. Developmental Review, 14, 103–158.
Larsen, R. J. (2000). Toward a science of mood regulation Psychological Inquiry, 11,
129-141.
22
Larsen, R. J., y Prizmic, Z. (2004). Affect regulation. In R. F. Baumeister y K. D. Vohs
(Eds.), Handbook of self-regulation: Research, theory, and applications (pp.
40-61). New York: Guilford Press.
Man, P. (1991). The influence of peers and parents on youth life satisfaction in Hong
Kong. Social Indicators Research, 24, 347-365.
Mathieson, K. (1991). Predicting user intentions: Comparing the Technology
Acceptance Model wth the Theory of Planned Behavior. Information Systems
Research, 2, 3, 173-191
McFall, R.M. (1982). A review and reformulation of the concepto of social skills.
Behavioral Assessment, 4,1-33.
Pastortelli, C. y Picconi, L. (2001). Autoefficacia scolastica, sociale e regolatoria. En En
G.V. Caprara (Ed.). Self-efficacy assessment, (Pp. 87–104). Trento, Italia:
Erickson.
Penner, L. A., Dovidio, J. F., Piliavin, J. A., y Schroeder, D. A. (2005). Prosocial
behavior: Multilevel perspectives. Annual Review of Psychology, 56, 365-392.
Rogers, E. M. (1995). Diffusion of Innovations. New York: The Free Press.
Roth, E. (2008) Cambio Social: Factores Psicológicos Asociados a la Disposición a
Cambiar. Tesis Doctoral, Universidad de Granada.
Roth, E. (2005). Análisis situacional de la reciprocidad. Ajayu, 3,1 1-16. Disponible en:
http://www.ucb.edu.bo/Publicaciones/Ajayu/caratula.htm.
Roth, E. (1986).Competencia Social. El Cambio del Comportamiento Individual en la
Comunidad. México: Trillas.
Rosenberg, M. (1965). Society and the adolescent self-image. Princeton, NJ: Princeton
University Press.
Schwartz, S. (1992). Universals in the content and structure of values: Theoretical
advances and empirical tests in 20 countries. En M.P. Zanna (Ed.). Advances
in Experimental Social Psychology. London: Academic Press.
Shkodriani, G., y Gibbons, J. (1995). Individualism and collectivism among university
students in Mexico and the United States. The Journal of Social Psychology,
135, 765-772.
Taylor, S. y Todd, P.A. (1995). Understanding information technology usage: A test of
competing Models. Information Systems Research, 6, 2, 144-176.
Temple, D. (2003) Las estructuras elementales de la reciprocidad. La Paz. Plural.
Temple, D. (1989). Estructura comunitaria y reciprocidad. La Paz: Hisbol.
23
Thompson, R. A. (1991). Emotional regulation and emotional development.
Educational Psychology Review, 3, 269-307.
Triandis, H.C., y Gelfand, M.J. (1998). Converging measurement of horizontal and
vertical individualism and collectivism. Journal of Personality and Social
Psychology, 74, 118-128.
Trower, P. (1982). Toward a generative model of social skills: A critique and synthesis.
En, J.P. Curran y P.M.Monti (Eds.) Social Skills Training. A Practical
Handbook for Assessment and Treatment. Nueva York: The Guilford Press.
Turiel, E., y Wainryb, C. (1994). Social reasoning and the varieties of social
experiences in cultural contexts. In H. W. Reese (Ed.), Advances in Child
Development and Behavior, 289–326. San Diego, CA: Academic Press.
Westaby, J.D. (2002). Identifying specific factors underlying attitudes toward change:
using multiple methods to compare Expectancy-Value Theory to Reasons
Theory. Journal of Applied Social Psychology, 32, 5, 1083-1106.
24
Descargar