el sueño de andersen

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EL SUEÑO DE ANDERSEN
Dedicado a Torzov y al Doctor Dapertutto
Basado en textos de Hans Christian Andersen e improvisaciones de los actores
Actores: Kai Bredholt, Roberta Carreri, Jan Ferslev, Tage Larsen, Augusto
Omolú, Iben Nagel Rasmussen, Julia Varley, Torgeir Wethal, Frans Winther
Espacio escénico: Luca Ruzza, Odin Teatret - Arquitecto de producción:
Johannes Rauff Greisen -
Concepto de iluminación: Luca Ruzza, Knud
Erik Knudsen, Odin Teatret - Diseño de luces: Jesper Kongshaug - Música:
Kai Bredholt, Jan Ferslev, Frans Winther Butera, Danio Manfredini -
Mascaras y muñecos: Fabio
objetos artísticos: Plastikart og Studio PkLab -
Vestuario: Odin Teatret - Dramaturg: Thomas Bredsdorff - Asesor
literario: Nando Taviani - Asistentes de dirección: Raúl Iaiza, Lilicherie
McGregor, Anna Stigsgaard -
Dramaturgia y dirección: Eugenio Barba
Dibujos: Hans Krull - Diseño de tapa: Luca Ruzza - Traducción: Lluís Masgrau Odin
Teatret agradece a: Lena Bjerregaard, Den Sønderjydske Højskole, Mette
Jensen, Jakob Knudsen, Kaj Kok, Martin Nielsen, Stine Lundgaard Nielsen, Bjarne
Nygaard Nielsen, Keld Preuthun, Ellen Skød.
Odin T e a t r e t : Patricia Alves, Eugenio Barba, Kai Bredholt, Roberta Carreri, Jan
Ferslev, Adrian Jensen, Hanne Jensen, Søren Kjems, Knud Erik Knudsen, Tage
Larsen, Else Marie Laukvik, Karen Lind, Augusto Omolú, Fausto Pro, Sigrid Post,
Iben Nagel Rasmussen, Anne Savage, Pushparajah Sinnathamby, Rina Skeel, Ulrik
Skeel, Stefan Tarabini, Nando Taviani, Julia Varley, Torgeir Wethal, Frans Winther.
Producción Nordisk Teaterlaboratorium con el apoyo de H. C. Andersen 2005 Fonden
EL SUEÑO DE ANDERSEN
Dos huellas para el espectador
Un círculo de artistas se reúne en un jardín, en Dinamarca. Es una mañana luminosa.
Esperan que llegue la noche del verano, en la cual el sol, en el ocaso, baila.
Un amigo de otro continente está por llegar. Junto a él, soñando con ojos
abiertos, realizarán un peregrinaje por las regiones de los cuentos de Andersen.
Europa está en paz. Al menos, lo está su pueblo. O quizás sólo su jardín. En aquel
espacio restringido, las horas parecen detenerse y licuarse.
En verano cae nieve, y la nieve se mancha de negro. Las fantasías de los
artistas navegan en un sueño tenebroso: un navío que transporta hombres y
mujeres encadenados. Los artistas sienten el peso de cadenas invisibles. ¿También
ellos son esclavos?
Cuando el peregrinaje llega a su fin, los soñadores de ojos abiertos se dan
cuenta de que el día del verano ha durado toda una vida. Les espera el lecho del
sueño sin sueños. ¿Son fantasmas, marionetas o juguetes, las figuras que los
vienen a buscar? ¿Qué vida vivimos, cuando dejamos de soñar? ¿Y qué tragedia o
farsa baila el sol?
****
Hans Christian Andersen (1805-1875) lo escribió en su diario: soñó que el rey lo
invitaba a viajar en su bajel. Jadeando, corrió hacia el puerto, pero la nave ya
había izado sus velas al viento. Llamado a bordo de otro velero, Andersen fue
empujado brutalmente a la bodega y ahí se dio cuenta de que formaba parte de
un cargamento de esclavos.
El abuelo de H.C. Andersen era un enfermo mental, y el padre un zapatero
de exacerbada sensibilidad que murió cuando el hijo era un niño. La madre, una
lavandera, bebía aguardiente para calentarse mientras lavaba la ropa en el río.
Era considerada apenas algo más que una prostituta alcoholizada y murió de
delirium tremens en un asilo para indigentes. Andersen se mantuvo alejado de la
sordidez de su muerte. Ya célebre, se quedó donde estaba, en Roma.
Desde la infancia, Andersen había deseado evadirse de la esclavitud de su
condición social. Con apenas catorce años huyó hacia Copenhague de la abyecta
miseria de su Odense natal. Se convirtió en cantante de opera, bailarín, actor y
escritor. Sin embargo, nunca perdió la angustiada conciencia de que sólo
mediante una lucha constante podría romper los vínculos con su originaria
condición de siervo, y de que quizás, en el vientre de su amado y civilizado país,
se escondía un pueblo de esclavos.
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Torgeir Wethal
Buscando espejos dañados
La voz es ronca. Un cigarrillo le cuelga en un lado de la boca. Es una vieja
diminuta con el rostro de color corteza. Desplaza las caderas con movimientos
sensuales. Aprieta un tambor entre las piernas. Lo toca, canta e incita a las
muchachas que bailan en círculo a su alrededor con caderas ondulantes o en
cuatro patas, con traseros bamboleantes. La vieja coquetea con los radiantes
hombres que la rodean. Sus ojos se imprimen en la memoria y en los objetivos
fotográficos que atrae hacia ella. Domina la situación, es la reina y al mismo
tiempo nos toma el pelo.
De joven, era la bailarina y la cantante preferida del sultán. De esto hace
mucho tiempo. Ahora es la principal atracción de la Casa de las Mujeres. Es
tiempo de festival en Stone Town, en Zanzíbar.
Un par de horas más tarde la diviso por la calle. Está vestida de negro. La
reconozco por los ojos y por los pies descalzos. El cuento del día, el éxtasis del
día, ha terminado. Ahora está sola.
Roberta y yo nos hallamos en uno de los extremos de África. Ella ha encontrado
dos maestros de danza. Una muchacha que viene a darle lecciones con su
uniforme escolar, y una bailarina más experta. Trabajan en dos grupos distintos
de danza y de teatro. Sus espectáculos de danza están llenos de vitalidad. Los de
teatro son amateurs, rígidos y llenos de risillas, pero funcionan con sus temas
candentes: el lugar de las mujeres en la casa y en la sociedad, las diferencias y la
distancia entre generaciones, prevención, Sida, África.
- ¿África?
- Sí, África. Es un continente que nunca ha despertado nuestro interés en
términos teatrales. Debemos aceptar nuevos desafíos, visitar situaciones difíciles
de ser explicadas y en las que no sabemos qué hacer. Cada uno de vosotros viajará
a África por un período. Solo o en pareja.
Es 7 de marzo del 2001 y estamos reunidos en la oficina de Eugenio. No es
que sea muy grande, pero apretándonos hay sitio para los actores y los músicos
de Mythos, el último espectáculo del Odin Teatret. Lo tenemos aún en repertorio
e irá para largo. Quizás podremos presentarlo incluso cuando hayamos hecho el
nuevo espectáculo. De hecho, todas las personas sentadas en la oficina de Eugenio
han dicho que probablemente participarán en él, a pesar de que están cansadas
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de viajar, a pesar de los problemas familiares, a pesar de las dificultades para
descubrir desafíos profesionales - tal como Eugenio prefiere llamarlos - a pesar de
la edad. La edad comporta que cada uno de nosotros conduzca sus propios
proyectos, guíe y sea director de otras personas. Con la edad, para muchos se
vuelve cada vez más difícil dejarse guiar y trabajar con un director - con Eugenio.
A decir verdad, hay que añadir que algunos de nosotros están contentos de
comenzar de nuevo - sin reservas.
- Pero ¿África?
- Los esclavos y la ruta de los esclavos tendrán un lugar en el próximo
espectáculo, explica Eugenio.
- La cultura de los esclavos, sobre todo los de Estados Unidos. Lo cual puede
ofrecer la posibilidad de trabajar con músicas que no hemos utilizado antes, por
ejemplo el blues y spirituals.
Siento una cierta frialdad al confrontarme con África, no me puedo
imaginar golpeando el suelo con los pies al modo africano, saltando y bailando,
con mis articulaciones llenas de reumatismo. Hay tantos cuentahistorias en
Europa, que no hay necesidad de viajar tan lejos para descubrirlos. No tengo
ganas de hacerlo, pero no digo nada. Dentro de mí sé que si lo hago algo saldrá.
Más tarde, mucho más tarde, Roberta encontró una solución en la cual yo también
podía incluirme.
Stone Town es uno de los grandes puertos de embarque. Aquí se reunía la
mercancía - los esclavos - para seleccionarla, almacenarla, subastarla y expedirla.
Aquí el último resto de dignidad humana era encadenado a las paredes y a las
rocas de los nichos. En los estrechos vestíbulos subterráneos se amontonaban el
terror por lo desconocido y la inhumanidad. De aquí era imposible huir, desafiar
el propio destino. ¿Cantaban?
Asilos para ancianos. Todo el mundo tiene que trabajar durante un período en un
asilo para ancianos, dice Eugenio durante la misma reunión en su oficina donde
sacó a relucir la cultura de los esclavos. Asilos para ancianos, porque envejecer,
preparase para la despedida - con dignidad - puede convertirse en uno de los
temas del espectáculo.
Un nuevo espectáculo se asoma. Sé que ha estado dando vueltas en la
cabeza de Eugenio durante mucho tiempo. Se nota por lo que le interesa,
escuchando lo que explica a los que asisten a sus conferencias, o también por
cómo habla con sus amigos.
En el fondo, fermenta lo que le preocupa del mundo lejano y cercano, sus
obsesiones, sus preocupaciones cotidianas por nuestro futuro (el del Odin), sueños
y recuerdos de juventud, las profecías y las luchas de la vejez, los desafíos
profesionales como la edad física de sus actores, las ganas de destruirlo todo, de
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reconstruir todo empezando de cero, el deseo de dar un portazo y decir: "¡Basta!
" Pero también la conciencia de que alguien tiene que continuar abriendo a quien
llama a la puerta, y tantas, tantas otras cosas. A fin de cuentas, qué sé yo lo que
le pasa por la cabeza.
Algo está a punto de cristalizarse, un tema principal está encontrando su
forma. Se han expuesto otros temas paralelos, por ejemplo la lucha para
conservar la propia libertad sin seguir las miopes exigencias de nuestro Tiempo.
Pero el tema principal debe contener un universo complejo que a nosotros, los
actores, nos permita reflejar nuestras obsesiones, opiniones y sueños.
La terraza del hotel tiene los pies en el agua. Es un placentero, casi veraniego día
de otoño. En casa es invierno. Cerdeña. Estamos rodeados por verdes olas
transparentes. El único momento en que nos ha sido posible reunir a todos, una
pausa robada a las múltiples actividades de la gira. Gran almuerzo.
- ¿Andersen? ¿El tema para nuestro próximo espectáculo? ¿Hans Christian
Andersen?
Mi primer pensamiento es: familia Andersen, segundo piso, puerta derecha.
Deben haber pasado muchas cosas al mismo tiempo en la cabeza de cada uno de
nosotros.
Eugenio da numerosas razones para justificar esta elección, ilustrándolas
con las obras y la biografía de Andersen. Es 24 de noviembre de 2001.
Hacía ya tiempo que habíamos fijado los períodos de preparación del espectáculo
en nuestro calendario de actividades. Ahora se llena con dos nuevas tareas.
Primera tarea: cada uno tiene que preparar una hora de "materiales personales"
con una estructura dramatúrgica. Tendremos que inventar, crear, construir,
imitar y aprender secuencias de acciones, textos, cantos, danzas y músicas,
encontrar objetos escénicos y vestuario, organizar el espacio escénico, y
juntarlo todo en episodios separados o con una lógica coherente en relación al
tema. Un trabajo individual donde podremos servirnos de otro colega en algunas
situaciones. Por ejemplo, para tocar la música de una canción o una danza, o
para realizar tareas técnicas. Si uno debe llevar luces delicadas detrás de un
vestuario con alas de telaraña, podrá recurrir a uno o incluso a dos compañeros.
Pero el punto de partida es un trabajo solitario y personal. Un trabajo que exige
una fuerte necesidad de crear, y unas ganas de avanzar, desarrollarse, descubrir
nuevos aspectos del oficio, sorprender a los otros actores y al director - por
enésima vez.
Más allá de las ganas y la necesidad, un trabajo de este tipo exige una gran
autodisciplina. Nos habíamos dado bastante tiempo, y establecido varios períodos
largos de trabajo. Pero en medio de esos fuegos artificiales de fantasías, sueños
y definiciones que H.C. Andersen había originado, sé que muchos ya se veían a sí
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mismos dando cabezazos contra la pared. La pared de los hábitos. La pared de la
pereza. La pared de los clichés. La pared de la soledad.
Creo que la otra tarea nos fascinó más: todos debíamos escenificar un
cuento de Andersen con los colegas como actores, a nosotros nos tocaba decidir
cómo hacerlo. El resultado no debía durar más de veinte minutos, pero ésta no
era una regla férrea.
Eugenio lo dijo sin pelos en la lengua: "Sólo trabajaré con lo que me traigáis.
Es lo que decidirá la suerte del espectáculo y, por lo tanto, de nuestro futuro.
Quiero recibir."
Fue una experiencia sorprendente embarcarse en el mundo de Andersen, en sus
textos y en su biografía. Fue completamente distinto de como lo había imaginado.
A pesar de mi esmero, al principio cuando leía sobre Andersen me adormecía. Si
estaba fascinado, lo estaba más por la manera de contar del biógrafo que por la
vida que explicaba. Todo era obvio, especialmente las ambigüedades y los interro­
gantes. Sólo de vez en cuando podía reaccionar a favor o en contra. Pasaba
demasiado tiempo, antes de que pudiera encontrar algo que no captase, que
despertase mi curiosidad o mi fantasía, que reflejase o retorciese otras
realidades, otras esperanzas, degradaciones, sueños y rabia. Necesito espejos
dañados por la humedad y la herrumbre. Aquí todo era pulido. Algunos
compañeros se encontraban en la misma situación. Pero no todos. Algunos
saltaron a bordo de este universo e inmediatamente se adentraron en un viaje de
descubrimiento. Otros se plantaron en el muelle con la esperanza de que atracase
una nave a la cual subir como polizón.
Con los cuentos era distinto. La mayor parte de nosotros tenía sus favoritos,
mucho antes de que nos diéramos cuenta de la multiplicidad de los significados
ocultos. Pero cuando intenté tragar todos los cuentos de un bocado, la cosa
terminó mal. La verborrea y las continuas repeticiones se me agolpaban en medio
de los ojos. Una vez más, me dormía.
En los cuentos había algo que no entendía. Entonces, comencé a inventar
"el tono de lectura" de Andersen. Imaginaba las inflexiones, los subrayados y los
ritmos que desplegaba para los distintos públicos a los que contaba sus cuentos.
Había una gran diferencia al "jugar" con las palabras, dependiendo de si se
encontraba frente a las damas de un refinado salón, o frente a las mujeres de un
pueblo; si contaba sus cuentos a los niños de los ricos o a los niños de la calle. La
edad y la procedencia social del público cambiaban el cuento, a pesar de no
cambiar el texto. Frases que parecían unívocas adquirieron otros significados. Si
"cambiaba de público", se modificaba también el significado.
Diciembre de 2002, Eugenio ha contratado a Augusto Omolú. Participará en el
nuevo espectáculo. Augusto es un bailarín brasileño. Hemos colaborado durante
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muchos años en la ISTA, International School of Theatre Anthropology. Hemos
hecho espectáculos juntos. Ahí él sacaba provecho de su experiencia como
bailarín. Ahora tendrá que ser actor. Hace mucho tiempo que no circula nueva
sangre en el Odin Teatret. Es bueno si esto sacude las dinámicas sedimentadas de
nuestro gallinero. Tampoco está mal que llegue alguien que todavía sepa utilizar
el cuerpo sin tener que hacer un "slalom" entre puntos maltrechos y vulnerables
(hablo de cosas prácticas, como rodillas, nucas y espaldas).
Tenemos bastante tiempo, pero el tiempo pasa veloz y lentísimo. Las giras con los
viejos espectáculos y los asuntos prácticos del teatro devoran el tiempo con
placer y apetito.
"Andersen" sigue adelante con una tal inercia que me entra pánico. Me
alegraba reencontrar el placer en el trabajo, en los desafíos, en la libertad sin
censuras de los pensamientos y de las acciones que van creando las diferentes
ramas. Ramas que pasado algún tiempo hay que podar, pero que primero hay que
hacer crecer. Cuando Eugenio se arrodilla y empieza a extirpar las malezas es
cuando reconocemos las valiosas plantas que están germinando, las que
pertenecen al jardín del espectáculo. Sí, me alegraba pensando en el placer de
arar, sembrar, ver germinar. Pero no soy capaz de encontrar semillas, no
encuentro nada en que basarme o que me permita casarme con mundos
diferentes y ver surgir bastardos cautivadores, bellos o desagradables.
La vanidad ocupa un gran lugar en la mayor parte de los seres humanos. Verdade­
ramente puede ser considerada humana.
Durante los ensayos tiene lugar un evidente reparto de las tareas, incluso
entre los actores y el director. Según nuestro modo de trabajar, Eugenio sigue
durante mucho tiempo las acciones, los cantos, las músicas y las historias que
nosotros los actores proponemos. Las ve una y otra vez. Las escruta para
aprenderlas de memoria, para entender cuáles son los nexos con el tema del
espectáculo, para entender si hay puntos capaces de unir las distintas partes
dispares y extraer un significado variado y múltiple. Múltiple, porque las múltiples
memorias de los espectadores actúan simultáneamente. ¿Qué efecto hará ese
himno nupcial si es cantado en medio de un funeral? Eugenio observa nuestras
propuestas para intuir cómo fundirlas con sus necesidades.
Después de mucho tiempo, empieza a cambiar gradualmente. Une
elementos individuales de una manera nueva, inserta fragmentos de nuestros
materiales personales, corta, construye relaciones, incluye textos o acciones que
ayudan al espectador a seguir una lógica o que elimina los equívocos. Trabaja
sobre la cáscara de la historia, los fundamentos dramatúrgicos, la estructura que
sostiene el espectáculo. Le vienen nuevas ideas, se hace nuevas preguntas. En
este período no trabaja mucho con el actor. Puede hacerlo en algunas escenas o
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fragmentos que "ha entendido", prueba nuevas maneras de realizar la acción,
encuentra nuevos textos, objetos escénicos, ensaya nuevas canciones. Es un
período de apertura. Eugenio nos deja espacio. Nosotros le dejamos espacio.
Luego utiliza cada vez más tiempo para los detalles. Los detalles de la
historia y los detalles del actor. Es un período de vulnerabilidad que exige
confianza y disponibilidad para abrir bien las orejas y recibir. Aquí es mejor que
se derrumben los muros defensivos. Eso no quiere decir que circulen críticas y
comentarios negativos entre nosotros. Estamos simplemente atentos a las tareas
de nuestro trabajo. Hay una modulación común, una mejora y una lucha para
despojarnos de nuestros clichés y manierismos, tanto de los personales como de
los de todo el grupo.
Éste es el período en el cual el diablo de la vanidad asoma la cabeza. Las
correcciones se toman como críticas, los cortes de las acciones y del texto como
incomprensiones. Si uno no es capaz de resolver una tarea técnica - caer de una
silla sin que ésta se caiga - se siente torpe. Años atrás, habríamos utilizado días y
semanas hasta encontrar la solución. Se instaura fácilmente una atmósfera de
rechazo y defensa que no aporta nada, que frena la corriente del río principal,
aquél en el que están navegando los demás afluentes como un delta invertido.
Hay inundaciones y desierto por todas partes.
En este tipo de situaciones Eugenio se bloquea. Disminuye su capacidad de
improvisar, se apagan sus ganas de trabajar. Lo mismo nos sucede a nosotros, nos
volvemos mecánicos, actuamos pero lo hacemos pensando en otra cosa.
Conocemos este peligro - el diablo de la vanidad - por experiencia. Lo
hemos vivido y nos esforzamos por evitarlo. Probablemente, es por este motivo
que Eugenio, en una reunión que tuvimos mucho antes de trabajar de nuevo
juntos, tomó el toro por las astas. Algunos de nosotros ya habían aludido a este
problema. Ahora se habló de él directamente, en primera persona. Se reventó la
pústula con un bisturí que no siempre estaba afilado. Los compañeros estaban
irritados, heridos, cansados, furiosos. Probablemente porque el tono había sido
duro. Yo estaba exhausto y triste, casi contento, de todos modos era optimista.
Había sido una maniobra de salvamento en el mar agitado, antes de varar la nave.
En los últimos 35 años nunca he intentado imaginar qué habría hecho si no
hubiera continuado en el Odin Teatret. Y sin embargo, siempre he reflexionado
mucho antes de decidir si participaba en un nuevo espectáculo. Una vez hecha la
elección, nunca he dudado de mantenerla hasta el final. Ésta era la primera vez
que tenía mis reservas. Durante una de las reuniones siguientes, necesarias para
limpiar el pus de las heridas, quería saber si todo el mundo estaba dispuesto a
participar. Yo lo estaba, a condición de que trabajásemos juntos. Quería tener un
bancal para construir juntos un castillo de arena. Hay lugar para todos, cada uno
puede construir su torre con el estilo que quiera, a condición de que se integre en
el castillo. Pero no hay lugar para quien mea en los rincones y ensucie los
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materiales de construcción para sí mismo y para los demás. Si sucede esto,
desembarco. Siento la necesidad de respetar a las personas con las cuales trabajo.
El límite de tiempo establecido estaba a punto de expirar. No lograba decidir el
momento de empezar. Mis pensamientos se mordían la cola como una rueda de la
fortuna cuya flecha atraviesa fragmentos de un cuento tras otro para pararse al
final en uno cualquiera. No me interesaba trabajar con fragmentos. Con el
tiempo, todo habría sido subdividido y remontado, quería empezar con una
historia completa. Un día fui capaz de dar un paso hacia atrás y ver a distancia la
rueda de la fortuna y los fragmentos. Tengo que admitir que la mayor parte
procedían de El último día, un cuento que me había irritado profundamente.
Hasta aquí ningún problema. Pero la parte final, la descripción del esplendor
celeste y del modo en que lo encontraremos, es tan absolutista como aquello
contra lo que escribe Andersen.
No logro descubrir a quien cuenta Andersen este cuento. ¿A alguien a quien
quiere satisfacer? ¿Quiere atacar a una persona concreta? Ninguna ironía o
ambigüedad en todo el final. ¿Eran sólo palabras que salían de la pluma una detrás
de otra? ¿Imaginaba Andersen una suficiente capacidad de lectura en su lector
como para disparar con un fusil de perdigones contra todas las sectas? ¿O tal vez
su credo fundamental era éste? Tengo que preguntarlo a los expertos.
A pesar de que continuaba irritándome - o quizás a causa de esto - elegí ese
cuento como armazón para el trabajo que debía realizar solo.
En el Odin Teatret tenemos tres amplias salas de trabajo y una cuarta más pequeña,
pero, si uno no necesita demasiado espacio, hay muchos otros lugares del teatro
donde puede cerrar la puerta y trabajar sin que nadie le moleste. Todas las salas
están ocupadas durante todo el día. Un manto de secreto lo cubre todo. Todo el
mundo ha encontrado detalles: vestuario, objetos escénicos o soluciones escenog­
ráficas con las cuales sorprender a los demás a la hora de mostrar el trabajo.
Muchos se sienten literalmente sin recursos. Tienen que modelar y montar
por su cuenta lo que les ha ocupado durante los últimos 18 meses, sin aquel
espejo, aquel partner con el cual dialogar - el director, sin aquel sentido que
aflora trabajando con los demás actores cuando lo que haces o dices se
transforma en una parte de una historia más grande, en acción y reacción a algo
visible. No es necesario que aquello sobre lo cual trabajamos tenga la lógica de
un espectáculo, puede ser deshilachado, pero debe tener lo que el espectáculo
encerrará, incluida la vulnerabilidad - los momentos sin cáscara en los cuales no
nos escondemos detrás de nuestra habilidad. ¿Se pueden lograr trabajando solo?
Otros están bien, tienen confianza en lo que han pensado y trabajan. Todos
están nerviosos. Algunos de los "sin recursos" piden ayuda a un colega o a un
asistente del director.
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Eugenio, cuando prepara un espectáculo, casi siempre ha tenido un
asistente de dirección. A menudo es un estudiante de dramaturgia o teatro, o un
joven director. Es una persona que observa el proceso de trabajo, propone
soluciones escénicas, ayuda a los actores a descubrir el modo de realizar una
determinada acción o manejar un objeto escénico. Sobre todo, es alguien con el
que Eugenio habla mucho fuera de la sala de trabajo para explicarle lo que piensa,
por qué trabaja de una manera con un actor y de otra distinta con otro actor, por
qué no apunta directamente al objetivo. Es una introducción a la práctica del
oficio en situación real, con todas las crisis y las dudas que ésta comporta.
En los viejos tiempos la función del asistente no tenía un significado
práctico para los actores, pero esta situación ha cambiado en los últimos años,
paralelamente a los cambios en la manera de trabajar de Eugenio. Ahora tenemos
tres asistentes de dirección con distintas experiencias. Ponen orden en lo que ha
sucedido durante un ensayo en el que Eugenio reacciona, improvisa, corta y añade
textos y acciones, y nos hace improvisar. Si tuviéramos que pararnos para anotar
todos los cambios que mañana deberíamos recordar - tal como hacíamos en los
viejos tiempos - no llegaríamos muy lejos, y la manera de trabajar que Eugenio
ha desarrollado en los últimos años no funcionaría en absoluto. Los tres
asistentes, cada uno con sus propias experiencias de dirección, musicales y
lingüísticas, reaccionan con disponibilidad si un actor pide ayuda. Tres personas
de entre 50 y 24 años que han elegido correr este maratón con nosotros. Al mismo
tiempo, una de ellas esta acabando un doctorado, otra tiene que dirigir y cuidar
su grupo teatral, y la tercera se propone terminar sus estudios.
Tenemos que poner en escena el cuento elegido por cada actor. Hacemos un
sorteo. Frans y Tage están dispuestos a ser los primeros, hace ya tiempo que están
listos. A Roberta y Jan se les concede el derecho de hacerlo al final, porque
durante los últimos meses han terminado el espectáculo Sal con Eugenio y no han
tenido mucho tiempo para prepararse. Pero los demás quieren afrontar el fuego
lo más tarde posible, todavía necesitan tiempo. Supongo que casi todos tienen las
ideas claras acerca de lo que quieren hacer, la cuestión es cómo organizar las
cosas para prepararlo con los compañeros en dos días. Y estos dos días se han
convertido sólo en dos jornadas de cuatro horas porque, por la mañana, todos
quieren trabajar con los materiales individuales.
Concibo lo que debemos preparar como un bosquejo, la redacción de un
guión o el esbozo de una acción en el espacio. Todo debe estar claro en la cabeza
del que le toca hacer de "director", debe llevar a cuestas sueños y trabajo de
mesa, y tener listas soluciones técnicas. Un modo de trabajar que es exactamente
el contrario de nuestro modo habitual. Nada de laberíntico, nada de sorpresas,
mínimas posibilidades de improvisar para los actores - directo hacia la meta.
Luego descubriré que algunos han pensado lo opuesto: reglas de juego
simples, objetos escénicos cuidadosamente seleccionados (una gran cama, una
larguísima tela azul), fragmentos o un cuento entero, eventualmente mezclados
con episodios e informaciones biográficas. El resto está en manos de los actores.
Otros mezclan los dos métodos: en algunas partes de la escena tienen las ideas
claras, en otras confían en lo que los actores puedan sacar por su cuenta.
En el sorteo me ha tocado un buen número. Todavía tengo un poco de
tiempo. Empieza un período de fervor. Estamos en enero de 2003 y los fuegos
artificiales de fin de año continúan en la sala de trabajo. Cada uno de nosotros
tiene su propia manera de resolver la tarea, desde el sueño de realizar en 8 horas
un espectáculo con un refinado montaje, a limitarse a la ilustración del texto. Hay
un factor común en todas las situaciones. Los actores hacen lo posible para
realizar los deseos de los directores, vienen con propuestas cuando se les pide,
están atentos para ver si era lo que se les pedía, están concentrados. Todo el
mundo sabe que "mañana me toca a mí" o que "me han ayudado tanto como han
podido". Intentan escuchar en vez de sumergirse en sus propios pensamientos.
Después de algunos días tomo una decisión. No, no es verdad. Fue una idea
- una imagen - que decidió por mí. La luz. Aquel cuento, que con el tiempo
conocía mejor que los otros, que se arremolinaba durante ocho horas en mi
cabeza y con el cual trabajaba en soledad cada día, contiene una frase: Pero la
luz que irrumpió era tan destellante, tan penetrante, que el Alma retrocedió
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como si estuviese ante una espada desenvainada. La luz celeste debía ser el
afilado haz luminoso de una lámpara de interrogatorio. El gradual y cínico
derrumbamiento del prisionero. El final era un cortejo de "inocentes" encapu­
chados marchando con antorchas hacia la Oscuridad. El resto estaba todo en el
texto. Desde hacia tiempo había decidido que, fuera cual fuere el cuento que
escogiese, la escena se desarrollaría en un asilo de ancianos. Era una de las ideas
que habían salido en la primera reunión en la oficina de Eugenio, pero no había
habíamos tenido tiempo ni ganas de desarrollarla. Por lo demás, ninguno de
nosotros había trabajado en un asilo de ancianos.
Ninguno de nosotros es particularmente bueno interpretando o actuando
con una hoja de papel en la mano. Nos agarramos a nuestras queridas costumbres,
repetimos lo que conocemos, incómodos, sintiéndonos exactamente lo que somos
en tales parajes: una manada de diletantes. Pero nos acostumbramos poco a poco
y dejamos nuestras inhibiciones colgadas en el armario del camarín y nos
transformamos en un rebaño de "alegres" diletantes que debían mostrar nueve
escenas diferentes cuya duración, una detrás de otra, era de 4 horas. Y además,
los cambios de una escena a otra, que también tomaban tiempo.
Estamos retrasados. En realidad disponemos de todo el tiempo que
queramos tener, pero debemos respetar algunas citas. Una de éstas es con Nando.
Ferdinando Taviani, profesor de universidad en Italia, ha estado desde principios
de los años setenta cerca de Eugenio y se ha convertido en su más estrecho
colaborador dramatúrgico, alguien con quien confrontar las ideas y de quien
recibirlas. Si el director es el primer espectador del actor, Nando es el primer
espectador de Eugenio. Es también quien ayuda a tejer los hilos, a valorarlos, a
probarlos para controlar que se sostienen. Al mismo tiempo, es el colaborador
más seguro de la mayoría de los actores, una persona con quien elaborar dudas,
desarrollar ideas, jugar con pensamientos absurdos hasta que aterrizan como
simples y evidentes mariposas. Eugenio estaba de viaje mientras nosotros
preparábamos nuestras escenas. Ahora hacía ya tiempo que había vuelto. Se había
decidido la fecha de llegada de Nando y cuánto tiempo se podía quedar. Durante
aquellos días teníamos que mostrar - y ver - todo. Una, como máximo dos, presen­
taciones individuales por la mañana y dos cuentos el resto del día. Necesitábamos
tiempo para preparar el espacio escénico y poner las luces para cada propuesta.
También necesitábamos tiempo para recordar lo que teníamos que hacer. Lo que
habíamos preparado durante ocho horas hace tres semanas queda ahora
empantanado en la preparación de las ocho escenas sucesivas.
Evidentemente, lo que hemos preparado para los cuentos no incluye un
esmerado trabajo de actor. Algunos fragmentos de los materiales que hemos
preparado individualmente, sí. En estos materiales preparados individualmente
hay también ideas para la escenografía, el vestuario y los objetos escénicos, pero
sobre todo la fuerza de impacto del actor.
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No tengo muy a menudo la posibilidad de sentarme como espectador y ver
lo que los demás compañeros hacen en escena. Después de tantos años juntos,
casi va contra las leyes de la naturaleza que todavía puedan sorprenderme,
divertirme o emocionarme. Pero lo consiguieron, uno detrás de otro. Lo que no es
sorprendente es que aún puedan irritarme.
Incluso hay marionetas. Dos. Julia y Kai tienen una cada uno. No recuerdo
ninguna marioneta en nuestros espectáculos. Me pregunto si formarán parte de
este espectáculo, y si Eugenio, sin construir anexos, encontrará lugar para ellas
en la historia que hay que elaborar con el montón de elementos que hemos
preparado.
Lo hemos mostrado todo. Como mínimo hay diez horas de materiales fijados. En
el teatro la atmósfera es menos densa. Estamos aliviados. Aliviados del peso de
trabajar solos. La primera fase ya ha pasado. Ahora podemos comenzar juntos.
Junto a Eugenio, que hasta ahora se ha mantenido al margen. Había dicho que
sólo trabajaría con lo que recibiera de nuestra parte. Aquí tiene material de
sobras para empezar. Y sin embargo no comenzó.
Primero, dos de los asistentes de dirección reciben la tarea de poner en
escena ellos también un cuento. Después deben hacer un montaje, establecer la
sucesión de todas las escenas, las nuestras y las suyas. Organizar los cambios de
escena supone un trabajo enorme. Cada uno de nosotros tenía su modo de
organizar el espacio. Altares, horcas, dos camas distintas, tres lechos de muerte,
un río, un tronco vaciado, un largo tul que atravesaba la sala, una cuerda con ropa
tendida como en Nápoles, paredes hechas con recortes de papel, atriles
dispuestos como en una orquesta clásica, un teatro de marionetas, un fogón,
torres de vigilancia, un mar en tempestad, mesas, sillas, la entrada de una iglesia.
Todo estaba construido con mucha fantasía y materiales sencillos. Luego estaban
las máscaras y las cadenas para la danza de los esclavos, la biblia y el barquito de
papel, el soldadito de plomo y los corazones, los zapatos rojos y el pan, telas de
oro, de plata, de cobre. En pocas palabras: varias cajas de objetos escénicos.
Pusimos perchas para el vestuario en los cuatro rincones de la sala, y los
objetos en lugares donde fueran fáciles de tomar. Sí, porque muchos tenían
también propuestas claras para el vestuario. En realidad, era más difícil acordarse
del vestuario correcto que de las acciones a realizar en una escena. Túnica de
pastor protestante o pijama, traje blanco y panamá o esmoquin negro con
sombrero de copa. El problema duró mucho tiempo. A menudo se oía: "¡Oh
Mierda! " - y veíamos a un actor con el vestido de otra escena. Pegamos grandes
hojas de papel en todas las paredes con la sucesión de las escenas. No lográbamos
recordarla, para nosotros era poco lógica. En cualquier caso, era muy singular. No
conseguíamos entender por qué los asistentes de dirección habían escogido esa
sucesión. Tal vez habríamos tenido el mismo problema si uno de los actores
15
hubiera determinado el orden. Pero intuyo que, con los años, hemos elaborado un
sentido común para entrever las posibilidades de desarrollo dramático partiendo
de los materiales disponibles. Dejar escoger a los asistentes nos ayudó a romper
uno de nuestros automatismos, tal como habían hecho los cuentos. Estábamos
frente a un esquema evolutivo desacostumbrado.
Presentamos los dos montajes distintos. Eugenio pidió a los actores que
escogieran uno. Lo hicimos. Los caminos del laberinto estaban listos: teníamos
ante nosotros una serie de problemas. Se cortaron muchas cosas, se añadieron
muchas otras, pero los puntos centrales de la sucesión originaria se han
mantenido hasta el final del proceso, aunque pueda ser difícil reconocerlos.
Mostramos este montaje a Thomas. Thomas Bredsdorff es nuestro segundo
colaborador dramatúrgico. Crítico literario y teatral y profesor de literatura en
Copenhague, hombre de letras que ama la palabra y las posibilidades de las
palabras, que conoce las fuentes y es capaz de traducir su saber en historia, y una
anécdota en un relato que se convierte en una fuente de inspiración para un actor
en busca de detalles. Thomas es un analista con puntos de vista singulares que
puede estimular la fantasía de Eugenio y ayudarlo a crear los estratos ocultos del
espectáculo - sus ganglios nerviosos y sus circuitos sanguíneos.
Muchos suponen que el Odin Teatret son las personas que circulan cada día
en el edificio del teatro, pero nosotros somos sólo una parte del Odin. Muchas
otras personas tienen una relación continua con nosotros, aunque no nos veamos
a menudo. Son artesanos, intelectuales, arquitectos, mecánicos, ingenieros,
cocineros - hay de casi todos los oficios. Son personas cuya competencia
profesional, independencia, curiosidad, calor humano, y capacidad de soñar e
infringir los hábitos mentales generan situaciones de contacto y colaboración. El
Odin Teatret es como un dominó visto a vuelo de pájaro.
Entre estos colaboradores está Luca Ruzza, arquitecto y escenógrafo.
Colaboró con nosotros en El evangelio de Oxyrhincus. Nos presenta una maqueta
del espacio escénico para el nuevo espectáculo. Ninguno de nosotros ha visto
nunca una arena teatral parecida. Su forma tiene una delicadeza y una sinuosidad
que nunca podría acoger gladiadores o corridas. No tiene la tensión del círculo;
sus arcos, cortos o largos, son sensuales. Un espacio incierto que, sin embargo,
satisface la necesidad de Eugenio de modificar velozmente el espacio teatral
- uno de los medio que emplea para influir en los sentidos del espectador. En el
siguiente año la estructura será sometida a innumerables retoques, muchos
detalles serán cambiados, refinados y reelaborados. La luminosa superficie
desaparece, pero se preserva su forma básica.
Mientras esperamos que se construya la estructura del espacio escénico, la
dibujamos en el suelo e instalamos en ella el montaje de los cuentos. Aparecen
nuevos problemas. Es el espacio escénico más difícil que jamás hemos tenido. Los
espectadores sólo nos pueden ver frontalmente, cuando estamos en una pequeña
16
porción del espacio. No es suficiente. Es un espacio que exige una buena articu­
lación de la columna vertebral.
Eugenio empieza a trabajar en esta elipsis dibujada en el suelo con cintas
adhesivas. Cortar la primera media hora es relativamente fácil. Puesto que en los
cuentos de Andersen hay muchas repeticiones, en lo que hemos escenificado
sucede lo mismo.
Además de las dificultades profesionales con las cuales topa cada uno de
nosotros para abatir el muro de la rutina que vuelve a aparecer apenas lo
derribas, están las habituales frustraciones del tipo "¿Cuánto espacio tendremos
yo y mis materiales en este espectáculo? " Es una operación aritmética muy
simple. Somos 9 actores y el espectáculo durará como máximo 70-80 minutos.
Duele cada vez que las tijeras cortan, aunque sepamos que están ahí para esto.
El material que ha quedado es enorme y no puedo menos que pensar "¿Cómo
se las arreglará? ¿Cómo podemos transformarlo? " Es como una araña que hubiera
perdido su instinto y sólo hubiera tejido hilos verticales a gran distancia uno de
otro. ¿Hay una mínima alusión a una escena final? Evidentemente, aunque sólo sea
en la cabeza de Eugenio. La idea de una escena o de una imagen final ha sido a
menudo uno de sus puntos de partida. Normalmente se modifica, pero ya estaba
presente desde el primer día.
Febrero de 2004, empieza el verdadero trabajo. Ahora nuestra historia personal,
el dolor y la alegría, las esperanzas, la tentación de renunciar y el derecho a no
ser esclavo de las convenciones del tiempo se encontrarán con la lucha de
Andersen. Los pensamientos deben transformarse en vida - en nuestra vida. Y
todo debe estar ligado con la vida y los textos de Andersen.
¿Y la viejecita del cigarrillo y el tambor?
Ella también participa. Nos da la mano y dice: "Ánimo, sois jóvenes. Tú
también tienes la obligación de continuar haciendo lo que eres. Y deja de pensar
que es la última vez. " Los ojos chispean mientras levanta el puño, amenazante,
luego hace estallar una desmesurada sonrisa sin dientes y balancea sus caderas
provocativamente.
Un nuevo espectáculo se asoma. A veces parece un espectro, con viejas cadenas
oxidadas, lento y opresivo. A veces, parece una iluminación que aletea ligera
como la piel de pergamino de una mano anciana.
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Kai Bredholt
Muchas capas de papel encolado
- ¡Hacía un frío terrible!
Él respira hondo (un pequeño impulso en la espalda que sube hacia la nuca
y finaliza en el pecho). Se prepara para hablar, desliza la mano por su cara desde
la frente. Levanta la cabeza y mira a su alrededor.
- ¡Hacía un frío terrible! Nevaba.
Mira hacia arriba, coge al vuelo un copo de nieve y lo examina.
- En aquella oscuridad pasaba por la calle una niña pobre.
Girando lentamente su cabeza, mira a la niña que pasa.
- Andaba descalza...
Baja la cabeza para mirar sus propios zapatos.
- …con los pies desnudos amoratados por el frío.
Asiente dos veces mirando sus pies.
Se llama Andersen. Mide 1,40 de altura y su cabeza está hecha de muchas capas de
papel pegadas con cola. Sus ojos son azules y están hechos de cristal. Andersen
tiene los hombros anchos y el cabello castaño oscuro - una peluca de verdad que
casi cubre el mango de madera que tiene detrás, en la nuca. Ahora conozco cada
una de sus partes, hasta los mínimos detalles. Danio Manfredini, de Milán, le dio su
cara, sus manos y su cuerpo. Y luego yo construí todas las articulaciones - una y otra
vez. Quería que el muñeco tuviera la capacidad de hacer cualquier movimiento.
Ahora él habla, tiene una voz: canta, grita, charla y sigue el ritmo de rap.
Cada día aprende algo nuevo: un pequeño cambio en la pronunciación de una
palabra, un nuevo movimiento, un nuevo paso, un gesto, una nueva manera de
utilizar sus ojos. Ahora, puede observar y reaccionar.
Tiene vida.
- Soy un poeta.
Eleva su mano a la frente y hacia adelante. En el lenguaje de los signos
significa "poeta". Si el signo se repite significa cuento de hadas.
Debo enseñarle todo lo que tiene que aprender. Esto significa que yo
también aprendo una lengua. Parece que por primera vez hablaré en un
espectáculo del Odin. Por primera vez hablaré con mi cuerpo. Mis impulsos se
convierten en los movimientos del muñeco.
Hans Christian Andersen escribió cuentos en los cuales a menudo los objetos
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cobran vida y tienen voz. Esto es lo que más recuerdo, lo que me fascinaba cuando
era niño.
El poeta daba vida y personalidad a tijeras, flores, alcancías, juguetes y
otros objetos pertenecientes al mundo de la infancia.
Como actor, desearía poder dar vida y personalidad, como hacía Andersen.
Por esto introduje el muñeco en el espectáculo.
Muchas capas de papel encolado cobran vida.
Todo lo que aprendí, ahora debo enseñárselo a él.
Todo lo que él aprende, también lo aprendo yo.
Julia Varley
La hermana de Sherezada
Estaba sentada en la oscuridad de un pequeño cine de París. La película había
terminado. No conseguía dejar de llorar. Puertas cerradas, una película egipcia,
contaba la historia de una mujer que vive sola con su hijo adolescente en El Cairo
de hoy. A lo largo de la película, la relación entre el hijo y la madre se
transformaba de amigable complicidad en desesperada desconfianza. Al final, el
hijo mata a la madre a cuchillazos. No soportaba la idea de que ella se viese con
un hombre, comportamiento inadmisible según la ideología religiosa a la que se
había acercado para aplacar sus ansias de adolescente. Mientras pasaban los
créditos de la película, pensaba que hay demasiadas mujeres sometidas por
tragedias semejantes. Lloraba por una sensación de impotencia frente a un
problema mucho más grande que yo.
Ya desde que en una tienda de Milán había visto mujeres árabes muy
maquilladas debajo de su chador, y luego de una gira en Estambul, me fascinaba
la compleja problemática de las mujeres con velo. Quería afrontar este tema en
un espectáculo. Había comprado y me había puesto un chador para luego sentir
una inmensa sensualidad en el momento de liberar y soltar mis cabellos. Al final
de unas vacaciones mostré a Eugenio Barba Hilo de voz, un montaje de materiales
basado en canciones que hablaban de mujeres de todo el mundo. Utilizaba el
chador negro, una máscara, un vestido árabe blanco y otro rojo, unos ovillos de
hilo dorado, una ventana con espesas celosías de madera taraceada y una
devanadera. Eugenio me preguntó: "¿Por qué llevas un vestido árabe? "Se
respondió él mismo: "Quizás eres la hermana de Sherezada... "Me puse a buscar
un relato: la historia de una mujer árabe contemporánea.
Llegó el 11 de septiembre de 2001. Dejé a un lado el trabajo hecho. La
interpretación de cualquier cosa que dijera o hiciese ya no estaba libre de los
prejuicios dictados por la instauración de una situación de conflicto. Se había
vuelto difícil defender simples derechos de las mujeres sin que esta toma de
posición correspondiera a críticas de elecciones religiosas o culturales.
En 2002, durante una sesión de la Universidad del Teatro Eurasiano en Scilla, el
escultor Fabio Butera mostró una marioneta cuya construcción estaba perfec­
cionando. La marioneta tenía un rostro encantador y una fascinante simplicidad
de movimientos. Buscando direcciones imprevistas que signifiquen ruptura y
continuidad de la experiencia acumulada con los espectáculos precedentes,
20
Eugenio pidió a Fabio que construyera para mí una marioneta que pudiera ser una
réplica en miniatura de mis personajes de Doña Música, con sus largos cabellos
blancos, y de Mr Peanut, con su cabeza de esqueleto. La nueva marioneta podía
también tener un rostro bello, dulce y joven parecido al modelo original. Yo no
sabía si me interesaría trabajar con una marioneta, pero no dije nada. Es bonito
que el director se comprometa en la búsqueda de inspiración para sus actores.
Cuando recibí la marioneta con las tres cabezas intercambiables, pensé en
el cuadro de Edvard Munch "Las estaciones", que había sido uno de los puntos de
partida de El castillo de Holstebro. El cuadro mostraba una muchacha vestida de
blanco, una mujer madura vestida de rojo y una vieja vestida de negro.
Para El sueño de Andersen todos los actores tenían que preparar una hora de
"materiales" (escenas, secuencias de acciones, textos, canciones) y escoger un
cuento de Hans Christian Andersen para escenificar. En una reunión de finales del
2001, Eugenio había hablado de otros temas a seguir: África (un continente poco
conocido por el Odin Teatret), un asilo de ancianos y sus habitantes, la ruta de los
esclavos y los oasis de cultura que había generado - el jazz, el blues, la samba.
Como director, Eugenio había redoblado su necesidad de modelar, cortar y montar
partituras físicas con la calidad que les otorgan la repetición y las raíces que se
hunden en una motivación personal del actor. Había descrito la pequeña
vendedora de cerillas del cuento de Andersen vestida como una muchacha
palestina.
Soha había crecido en los campos de refugiados palestinos del Líbano. La
conocí en mayo del 2002 en el Festival Voix de Femmes organizado por Brigitte
Kaquet en Bélgica. Yo había acudido al Festival para poner en escena una
intervención de madres, hermanas y esposas de desaparecidos. Soha había pasado
diez años en prisión totalmente aislada por haber disparado a un comandante de
las milicias libanesas al servicio del ejército israelí. No había conseguido matarlo.
Tenía aún un aspecto muy joven, mientras reía y bromeaba, bailaba y cantaba
junto con las otras "madres" de Argelia, Argentina, Bélgica, Turquía, Irán... que
desfilaban con las fotografías de sus familiares desaparecidos colgadas al cuello.
Una de las madres llevaba ocho fotografías. Otra, once. Soha leía con una voz
cálida, espesa, no muy fuerte. Al final, después de que un canto bereber hubiera
acogido a las madres y las hubiera llevado en medio del público, Soha sonriente
dijo en voz baja: "¡Lo lograremos! ¡Cambiaremos el mundo! ".
Para empezar a trabajar concretamente en El sueño de Andersen, había escogido
músicas africanas y postales con imágenes de ancianos. Había comprado el casete
"Ladies of the Jazz" y las obras completas de Hans Christian Andersen. En la sala
de trabajo, bailaba libremente acompañada por músicas africanas. Una de esas
músicas había provocado movimientos de los brazos y del cuerpo que me hacían
21
pensar en una mujer que se defendía de personas que le lanzan piedras. Aprendía
canciones de blues, canciones egipcias y arzebayanas, y cada día fijaba en una
partitura física una de las postales y uno de los cuentos de Andersen.
A medida que pasaron los días, los meses y luego los años, la repetición
empezó a hacer aparecer algo que yo creía era un personaje: una persona un poco
imbécil, feliz y desesperada, que había entrevisto en un programa de televisión
sobre los refugiados de Kosovo. La guerra había terminado, y Dinamarca quería
mandar de regreso a los refugiados a pesar de la opinión contraria de los
asistentes sociales. En la pantalla veía aparecer el sufrimiento y el dolor en
estados emotivos exasperados y sin control: manos que gesticulaban frenéti­
camente, risas y lágrimas, sonidos sin sentido y expresiones forzadas del rostro.
Había pasado cinco días en Alemania con el músico Michael Vetter traba­­-
jando sobre la improvisación. Me movía descalza sobre las bellísimas alfombras
persas de su estudio. Para encontrar variaciones mientras trabajaba con un solo
sonido, una sola palabra o sílaba, una sola posición o nota musical, seguía con la
mirada a través de la ventana el vuelo de los pájaros entre las ramas de los pinos
o me refugiaba con la mente en los dibujos de la alfombra. De vuelta a Holstebro,
compré una pequeña alfombra persa para que me hiciera compañía. Acurrucada
encima de mi alfombra, improvisaba con sonidos hechos sólo con el aire y la
respiración mientras encendía y dejaba apagar cerillas y recordaba las imágenes
de humo de cigarrillo que había estudiado junto a Michael Vetter. Dogan, el
vendedor de alfombras kurdo de Holstebro, me regaló otra alfombra más pequeña,
confesándome con aire de entendido que sólo las alfombras de seda pueden volar.
Se acercaba el día de presentar los materiales al director y empecé a organizar el
espacio. El chador negro y todos los objetos que había utilizado en Hilo de voz
estaban conmigo en la sala. ¡Tenía que llegar a los sesenta minutos que nos había
requerido el director! La marioneta con sus tres cabezas también estaba en la
sala. De vez en cuando hacía algo con ella, pero sus infinitos problemas técnicos
me cansaban. Tenía que encontrar la manera de pegar a mi zapato el palo que
sostenía la marioneta, entender cómo agarrar con sus manos las cerillas y
encenderlas, y cómo cambiar las cabezas. Estas dificultades distraían mi atención
de la tarea esencial: cómo hacer vivir la marioneta, como agarrar y maniobrar sus
brazos, mover la cabeza, utilizar la particularidad de su pierna que podía
doblarse, cómo caminar y hacerla caminar, cómo sentarme y hacerla sentar, cómo
levantarme y hacerla levantar, cómo respirar junto a ella. Prefería danzar con las
músicas africanas que me conducían hacia un personaje, acompañándome con los
sonidos rítmicos de mi voz.
Un día, mientras intentaba hacerla volar, se partió por la mitad. Parecía que
se hubiera roto. Me asusté, pero no había pasado nada. Para un hipotético
espectador, el efecto sería igual de fuerte y lo aproveché cuando mostré a
Eugenio todas las posibilidades de la marioneta. Otro día le puse el chador y la
coloqué sobre su eje encima de la alfombra de seda. Sus ojos resaltaban
enmarcados por el color negro de la tela del chador, y ella empezó a hablarme.
Comencé a dirigir hacia ella las acciones y los textos de la partitura fijada. En las
escenas y en los textos empezó a aparecer un sentido que yo no había buscado.
Súbitamente, la canción que hablaba de las hojas que caen y del sol que se apaga
en septiembre y la exclamación que maldecía a Dios adquirían otros significados.
Me di cuenta de que la marioneta se había transformado, para mí, en Sherezada.
Desde aquel día, el chador se convirtió en la motivación para hacer bailar la
marioneta. Debía descubrir su vida velada, liberarla de su inmovilidad y encontrar
su voz, desvestirla de su manto negro y regalarle color.
Fru Skød es la modista de Holstebro que me ayuda a confeccionar vestidos
desde que hizo el primer frac para Mr Peanut, en 1978. Ella también se enamoró
23
Luca Ruzza
de Sherezada. Le regaló un alfiler y una caja forrada para guardar sus joyas.
Preparamos su nuevo vestido con las telas que yo había comprado en el bazar de
Damasco, durante una gira en Siria. En un callejón detrás de la gran mezquita
encontré una tienda que vendía mantones de lana de camello tejidos y recamados
a mano por mujeres palestinas. Eran muy caros, pero irresistiblemente bellos.
Compré uno para coser una capa a Sherezada. En Siria añadí a mi colección de
música egipcia y arzebayana los cantos de la libanesa Fairouz, y luego pasé un año
aprendiendo canciones en árabe.
Vestida como una princesa y llevando entre los dedos una caja de cerillas,
Sherezada me cogió de la mano para acompañarme en el mundo de los cuentos
de hadas. El trabajo se transformó. Ahora todo el proceso de meses y meses de
trabajo permanece escondido mientras me dedico a la lentitud y a contener mi
vitalidad de actriz en la energía de una flor. Me empeño en descubrir juegos
pequeños, delicados y huidizos. Tengo que hacer desaparecer la ruptura de mis
pasos, la solidez de mi peso, la tensión de las partituras y secuencias para
transformar la relación de nuestras presencias disímiles en un fluir continuo.
Tengo que entender cómo mover a Sherezada sin moverme yo, cómo trasvasarle
mi vida sin que ésta se agote en mi misma.
Eugenio me pide fijar pequeñas acciones: cómo toca Sherezada, cómo reza,
cómo se peina, cómo saluda, cómo aplaude, cómo se viste, cómo llama a alguien,
cómo dice sí o no... Son necesarias horas y días enteros para comprenderlo. Busco
una voz delicada, como un hálito de viento, colocada un poco más alta que la mía.
Una risilla temerosa llena las pausas necesarias para cambiar la posición de las
manos de la marioneta, inclinarle el busto o ponerla de rodillas. La risilla nos
esconde y nos revela cuando nos encontramos con Andersen, la marioneta que
manipula Kai.
Mientras escribo, sé que el proceso de gestación y decantación todavía no ha
terminado. No logro abandonar del todo la fuerza del suelo en el que apoyo mis
fundamentos de actriz y volar con Sherezada, como los enamorados de Chagall.
Durante los ensayos me esfuerzo por mirar a través de ella, es decir a hacer pasar
mi mirada a través de sus ojos antes de dirigirla al espacio y conquistar la atención
del interlocutor. Todavía no soy convincente. El director quería mirase sólo a la
marioneta, de tal manera que el espectador sólo la vea a ella, pero me rebelo
contra este destino. No quiero terminar velada detrás de Sherezada. Debo
descubrir la vida distinta de cada una de nosotras, mientras estoy detrás suyo,
debajo o a su lado como una hermana. Eugenio entrevió esta posibilidad una vez
que Sherezada me abrazó, y me pidió que la mirase como una hermana
enamorada. La observo para aprender de su belleza y de su poesía, de su
coquetería y de sus bulliciosas ganas de jugar. Soy la hermana de Sherezada y estoy
cerca de ella sobre la alfombra voladora. Un velo de nubes nos protege mientras,
en vuelo, contamos cuentos observando desde lejos las derrotas del mundo.
24
El vértigo de la mirada
El polvillo
En Japón, cada veinte años desmontan los templos de madera construidos en el
siglo XVI, los reparan y los vuelven a montar. Los encargados de realizar esta
operación se transmiten el secreto de cómo ensamblar los templos. No existen
planos que describan su compleja estructura. El grupo de trabajo se compone de
tres generaciones de hombres. Los muchachos de veinte años ayudan a los
hombres de cuarenta, dirigidos a su vez por los maestros de sesenta años, que son
los que recuerdan cómo se recompone el ensamblaje. La próxima vez, los jóvenes
tomarán el lugar de los adultos, y los adultos el de los maestros.
Cuando Eugenio Barba me llamó por teléfono para invitarme a Holstebro,
hacía poco tiempo que se habían cumplido veinte años desde la última vez que
trabajamos juntos. Realicé mi aprendizaje de arquitecto escenográfico en el Odin
Teatret, pero entonces, como los jóvenes japoneses, en la práctica ayudaba a los
más viejos. No hacía gran cosa, observaba. Había decidido seguir el conjunto de
moléculas que componían la estructura del espectáculo entendido como materia.
Escrutaba los extraordinarios recorridos de las partículas que al final componían
lo que llamamos teatro, tal como hacía de pequeño cuando pasaba las tardes
admirando el polvillo a contraluz detrás de las ventanas. Muy pronto aprendí que
el espacio en el teatro no estaba definido por paredes sólidas, sino por la visión
del espectador.
El espacio teatral se forma en la mente del espectador.
Un espacio puede cerrarse o abrirse sin tener que colocar en él ningún
elemento que lo delimite. La energía del actor es capaz de evocar profundidad,
ambientes, colores, del mismo modo que la voz puede ampliar o restringir la
percepción. La materia con la cual me medía, y que con el tiempo he aprendido
a manejar a la manera de un artesano, también está hecha de corpúsculos
invisibles. Lo primero que nos recuerda Lucrecio, el poeta de la concreción física,
es que el vacío es tan concreto como los cuerpos sólidos. En De rerum natura su
principal preocupación parece ser evitar que el peso de la materia nos aplaste. Mi
25
atracción por el vacío tal vez empezó justamente en aquellos años. Sólo más tarde
empecé a construir espacios para el teatro estudiando los secretos de la
estructura y de la arquitectura teatral.
El espacio de El sueño de Andersen y el valor de la inestabilidad
En sus espectáculos el Odin Teatret siempre ha escogido romper la convención de
la perspectiva central, la escena frontal - para encontrar cada vez un lugar
adecuado a la acción. En aquel momento para mí era importante re-definir con
Eugenio una gramática que no estuviera ligada a nuestro conocimiento anterior,
al momento en que nos habíamos separamos años atrás. El objetivo era garantizar
una condición de absoluta libertad compositiva.
Un esbozo que Eugenio hizo en un trozo de papel me dio la impresión de que le
interesaba individuar una estructura que lo pudiera ayudar a orientar la condición
perceptiva del espectador.
Entonces imaginamos que el espacio de El sueño de Andersen debería crear
una condición de inestabilidad en la mirada a través de la construcción de perspe­
ctivas que cambiasen continuamente. Se trataba de una inestabilidad que
deberíamos trasferir al espectador con la intención de implicarlo en un proceso
de pérdida y recuperación.
Me puse manos a la obra. Sabía que no rediseñaría el mismo espacio que el
Odin había ya utilizado en los últimos espectáculos. También Eugenio impulsaba la
idea de un cambio. Decidí perseguir ese "vacío" ante el cual me encontraba, con el
cual debía confrontarme. Vacío era el espacio que precedía la acción, y este mismo
vacío debía convertirse en estructura, forma y contenido para este espectáculo.
En este caso, experimentaríamos un espacio apriorístico, anterior a la
acción. Eugenio me habló de una instalación de Trondur Patursson que había visto
en el Museo de Arte de Silkeborg. Un contenedor revestido de espejos por dentro
creaba una desorientación, un vértigo parecido a lo que estábamos buscando.
Silkeborg está a dos horas de Holstebro. Subimos al coche y partimos inmedia­
tamente.
El hecho de reflejarse hasta el infinito en los espejos, y al mismo tiempo ser
parte de ellos, creaba una alteración física y mental. Me pregunté si podía
reproponer y reconstruir esa situación. Más tarde, en un dibujo de Piero della
Francesca en De prospectiva pingendi observé la sección horizontal de la cabeza
humana dividida en partes. Me pareció una extraordinaria asonancia formal y
Trondur Patursson, Cosmic Sea, 1996
Museo de Arte de Silkeborg, 2002
Luca Ruzza: modelo preliminar con espejos
conceptual con el posible espacio que poco a poco se estaba definiendo para El
sueño de Andersen. El esbozo de Eugenio se parecía a la sección cóncava de una
cabeza humana. Tenía los agujeros de las orejas, de los ojos, la protuberancia de
la nariz, y esta similitud me dio una indicación precisa; definir un volumen que,
igual que el esqueleto exterior del escorpión, contenga y separe al mismo tiempo
del exterior. Un volumen capaz de acoger, proteger y seducir.
Ezbozo preliminar de Eugenio Barba para El sueño de Andersen, 2002
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27
Una mirada "oblicua"
Siguiendo las huellas de un hechizo de mi infancia, después de mucho tiempo
volví a la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane de Roma proyectada por
Borromini. En la genial geometría Borrominiana encontré sugestión y aquel
sentido del vértigo que había experimentado en el pasado. Imaginé que invertía
la cúpula, y esta se convertiría un el espacio con gradas. Sabía que la partitura
musical tendría un papel fundamental en El sueño de Andersen y este volumen
funcionaría como caja de resonancia. Los espectadores sentados como si
estuvieran dentro de un violín percibirían perfectamente desde cada punto el
más mínimo susurro.
San Carlo alle Quattro Fontane en Roma, dibujado
por Borromini
Piero della Francesca, 1482
De vuelta a Holstebro, dibujé la planta de San Carlo en el suelo de la sala
de trabajo. Delimitamos el óvalo con una hilera de sillas y, por primera vez, las
acciones de los actores se confrontaron con este espacio oval. Nos dimos cuenta
de que aquel espacio tenía infinitas perspectiva que deformaban el recorrido de
la mirada. Decidimos seguir esta de-formación hasta realizarla de una forma
completa transformándola en estructura.
Puesta al revés, la cúpula inmediatamente se pareció a un teatro
anatómico. Más tarde, trabajando en el teatro, tuvimos la idea de levantar
parapetos de tal forma que la estructura fuera capaz de acoger imágenes
anamórficas. Anamórfosis es una palabra que aparece en el siglo XVII para
designar un cierto tipo de "depravaciones ópticas" basadas en juegos de reflejos
y perspectivas. Se trataba de imágenes torcidas monstruosas e indescifrables que,
28
vistas desde un determinado punto o reflejadas mediante espejos, se
recomponían, se rectificaban y finalmente develaban figuras que no eran percep­
tibles a simple vista.
Kai Bredholt introdujo en las improvisaciones un pequeño proyector de
diapositivas que proyectaba los trozos de papel con los cuales Andersen
explicaba sus cuentos. Parecía una linterna mágica para adormecer a los niños
por la noche. Entonces, el teatro anatómico se transformó en un gigantesco
calidoscopio.
La estructura de El sueño de Andersen está comprendida entre dos espejos.
Uno colocado sobre la cabeza de los espectadores. El otro en el suelo. Los
Hans Holbein: Cranio en anamorfosis. Detalle de The Ambassadors, 1533. National
Gallery, Londres. (El cráneo se vuelve visible si se mira el cuadro acercando los ojos al
ángulo inferior izquierdo y se mira hacia el ángulo superior derecho.)
espectadores están sentados en la bodega de un teatro anatómico "flotante" en la
visión modificada constantemente por los reflejos.
Tal como sucede en los cuentos de Andersen, figuras realistas, deformadas,
retorcidas, afloran desde un universo oscuro y toman posesión de todo el espacio.
Estas imágenes conscientemente elaboradas se combinan con las acciones y las
partituras de los actores, con la luz, la música y el espacio escénico. El espíritu
narrativo provoca un proceso visionario en el espectador. Parece que cada uno
tenga su propio campo y trabaje por su cuenta.
Pero un tercer elemento interviene: el genio deformador. Es él quien
consigue hacerlos colaborar.
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Fabio Butera
El sueño de Andersen:
espacio escénico
Lo que queda
Dentro de cien años, cuando ya no estemos, de El sueño de Andersen sólo quedarán
unos pocos objetos y las máscaras, además de documentos escritos o multimedia.
En la sala negra del Odin, vi la selección de objetos para la muestra que se
preparará en ocasión de los cuarenta años del Odin Teatret, en octubre de 2004:
precisamente las máscaras, varios vestidos y algunos accesorios de los antiguos
espectáculos. En aquel momento tuve una sensación muy precisa de que había
una profunda diferencia entre aquellas máscaras y las que han salido de mi taller.
Las máscaras utilizadas en un espectáculo - con sus signos de deterioro, los
añadidos para evitar que dejen marcas en la cara, los restos de maquillaje en la
parte interna - logran albergar, al mismo tiempo, la vida introducida por el
escultor y la introducida en escena por el actor que las ha animado. Una máscara
que ha vivido en un espectáculo es sustancialmente distinta de aquella entregada
al actor al inicio de los ensayos. Tiene otra identidad e incluso un nuevo nombre.
Hay un intersticio entre la máscara tal cual la he esculpido y la que se crea
luego de haber sido usada en escena. Este se crea en el momento en que un actor
se coloca la máscara. Este proceso no es automático, se necesita que sea
esculpida de un modo particular capaz de acoger el intersticio, de modo que
pueda acoger la dramaturgia, de modo que sea como un pozo de agua del cual el
actor y el director puedan extraer infinitas posibilidades dramatúrgicas.
El Barón
Mi primera máscara que entró en El Sueño de Andersen lo hizo por pura casualidad.
Había empezado a batir una lámina de cobre y surgieron dos grandes ojos. Luego
empecé a esculpir un trozo de madera de ciprés, más que nada para probar ese
trozo de madera que me habían regalado. Había comenzado sin una idea precisa,
para luego reconocer una extraña máscara que para mí evocaba las del Nô. Después
de haberla pintado con la técnica antigua del temple al huevo, apliqué encima los
ojos de cobre, desmesurados, pero con un pequeñísimo agujero para ver.
Algún tiempo después, Roberta Carreri me pidió una máscara para el
espectáculo que estaba ensayando - El sueño de Andersen. Después de un par de
charlas nos pusimos de acuerdo para hacer una mezcla de un brujo y un pájaro,
una especie de Médico de la Peste con una gran boca apotropaica. Mientras tanto,
Roberta había visto la extraña máscara Nô con los ojos de cobre y me pidió que se
espejo
espejo
actores
espectadores
31
Máscara de El Barón
Dos máscaras de una tribu imaginaria
la dejara para trabajar con ella mientras esperaba que yo realizase la que
habíamos acordado.
Al asistir a los ensayos de El sueño de Andersen, vi con gran sorpresa que la
máscara Nô había sido bautizada como El Barón e irrumpía en el espacio con una
danza desenfrenada y un elegantísimo traje blanco. En cambio, la máscara
realizada para el espectáculo estaba celosamente guardada en el camerino de
Roberta esperando una dramaturgia que aún no existía.
que según mi opinión podían sintetizar mejor estas dos almas. Durante los
ensayos, además, me había impresionado Jan Ferslev, que, con una larga
máscara, un sombrero de copa y un gran abrigo, daba la impresión de un gigante.
Eugenio Barba propuso aprovechar esta verticalidad. Por lo tanto, trabajé sobre
la proporción de la cabeza. Las máscaras que esculpí, son ligeramente más
pequeñas que una cara humana y no se colocan directamente en la cara. Están
encima de una segunda máscara "anónima", que anula completamente los rasgos
del rostro del actor, y es similar en su forma a las que se usan en la esgrima. Esto
eleva la figura, agiganta el cuerpo y, a causa del peso, incide en la tensión de la
columna vertebral y sus movimientos.
Lo más difícil fue el trabajo sobre los ojos. Para llevarlo a cabo, me inspiré
tanto en los ojos de las máscaras Inuit, como en los de los yelmos rituales de las
antiguas poblaciones del sur de Italia.
Sin embargo, los actores tenían que hablar y cantar, y la máscara "anónima"
sin boca corría el riesgo de perjudicar esta posibilidad. Trabajé mucho para
obtener una sonoridad particular, tallando en la cara interna de las máscaras,
canales y pequeñas cámaras de resonancia que luego "ajusté" en función de la
cara y la voz de cada actor.
Cuando llevé las ocho máscaras a Holstebro, a pesar de que tenía la idea de
a quien debían ser asignadas, pedí a Eugenio que las distribuyera entre los
Las máscaras de una tribu imaginaria
En los ensayos de El sueño de Andersen había una escena (que luego fue
totalmente descartada) en que los actores seguían el ritmo de las danzas
brasileñas de los Orixás llevando unas máscaras de estilo africano hechas en Cuba
para los turistas, de aquellas que se cuelgan en la pared. Era evidente que aquel
tipo de máscaras no funcionaba, como probablemente tampoco habrían
funcionado máscaras auténticas. Recibí el encargo de realizar ocho máscaras que
dieran la impresión de pertenecer a una tribu imaginaria.
Pedí a Augusto Omolú que asociara un Orixá a cada actor; además, durante
los ensayos hice algunos esbozos rápidos para captar la esencia de la energía de
cada uno. Por lo tanto, me puse a buscar entre las máscaras tradicionales aquellas
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33
actores. Me respondió que lo hiciera yo mismo. En el trabajo de mi grupo,
Proskenion, lo habitual es que seamos yo y el director quienes asignamos las
máscaras a los actores. En este caso, por primera vez fuimos yo y los actores
quienes decidimos.
Sherezada
La historia de Sherezada es mucho más compleja. Hacía dos años que trabajaba
en una máscara muy especial: una marioneta que, manipulada por un solo actor
a la vista de todo el mundo, fuera capaz de evocar la calidad y la sugestividad del
Bunraku. Sin embargo, seguí el camino contrario, simplificando al máximo la
mecánica. La marioneta se yergue sobre un palo apoyado en el zapato y se
manipula sosteniéndola por los antebrazos.
Me había marcado el objetivo de crear una marioneta que, aunque fuera
nueva por su concepción, pareciera hija de una tradición, que obviamente no
existía. Para conseguirlo era necesario recrear un patrimonio de errores,
rupturas, posibilidades de movimiento y energías. En junio de 2002, durante una
sesión de la Universidad del Teatro Eurasiano, Eugenio vio la marioneta sobre la
que estaba trabajando y me pidió que hiciera otra igual para Julia Varley, con tres
caras: una de la "Bella", una de Doña Música y otra de Mr. Peanut, personajes de
algunos de sus espectáculos.
Por lo tanto, esculpí la marioneta en madera de ciprés con las tres cabezas
intercambiables. Luego la pinté a la manera de las máscaras Nô, pero utilizando
la técnica del temple al huevo con goma de cerezo y pigmentos preciosos: azul
ultramar, madreperla (blanco extraído de las ostras), el negro de marfil. Para las
manos tomé como modelo una foto, procedente de un espectáculo, donde
aparecen las manos de Else Marie Laukvik, actriz fundadora del Odin Teatret.
El trabajo con la "Bella", que en el espectáculo debía representar a
Sherezada, se desarrolló a través de una estrecha colaboración y una serie de
encuentros regulares con Julia. El proceso para secundar las intenciones del
director fue más complicado. Sus indicaciones eran siempre más exigentes: la
marioneta tenía que arrodillarse, estar sentada o tendida en una alfombra volante
(sola), tocar un organillo girando una manivela, encender cerillas, alzarse en el
aire y romperse en dos, como si se partiera la columna vertebral.
De ahí la lucha entre las peticiones del director y mi necesidad de no
construir un robot. Estoy convencido de que precisamente el límite impuesto por
la pobreza de movimientos posibles y su absoluta abstracción de los movimientos
cotidianos debida a la simplicidad de la mecánica son la clave para lograr el sutil
encanto del que habla Zeami.
Y en un momento dado, la marioneta dejó de ser "la muñeca", dejó de
representar a Sherezada: Se convirtió en Sherezada.
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Sherezada
35
Jørgen Anton
En el principio era...
En el principio era la acción. Todas las acciones, las pequeñas puestas en escena
que cada uno de los nueve actores y los dos asistentes de dirección habían
elaborado sobre un cuento de Andersen escogido por cada uno de ellos. Si a estas
añadimos el material individual - no necesariamente relacionado con Andersen que los actores habían preparado, entonces nos encontramos ante un espectáculo
que duraría unas diez horas.
Hacia el final de febrero de 2003 las distintas puestas sobre un cuento de
Andersen se habían ensamblado en un orden, se diría que casual, y todos estos
pequeños trozos se habían transformado en un largo espectáculo sin pies ni
cabeza que se mostró a Eugenio Barba.
Las piezas del rompecabezas estaban encima de la mesa. El trabajo podía
empezar. El trabajo de reducir, reelaborar, cambiar de lugar los elementos
existentes.
Mi "trabajo" con el Odin Teatret comenzó en 1967 cuando me confronté, como
crítico, con Kaspariana y con la revista "Teatrets Teori og Teknikk". Luego hubo
seminarios y conferencias, entrevistas en un contexto profesional y charlas en
privado. Un acercamiento personal al mundo, a las actitudes y a las personas que
forman el Odin Teatret.
Por lo que se refiere a El sueño de Andersen habíamos llegado a un acuerdo
de trabajo: yo podía seguir libremente los ensayos siempre que lo considerase
oportuno y, además, las personas implicadas en el espectáculo tendrían que
dejarse entrevistar permitiéndome así tener una imagen más exacta del proceso.
De los sueños que desaparecían. De los sueños que se materializaban y se
transformaban en espectáculo. De las reflexiones y los pensamientos que surgían
durante el trayecto y durante las conversaciones los actores no podían mentir, no
podían fingir. Tenían que ceñirse a la verdad. A cambio, yo debía prometer que,
en caso de que emergieran asuntos delicados, estos no serían explicados en
público sin el consentimiento de los interesados.
La cosa fue complicada: la sinceridad tiene una dimensión variable que se
puede conjugar. Alrededor de los puntos centrales, alrededor de los nudos, emergían
muchas remociones, intervenían oscurecimientos de la memoria. O sólo se trataba
de preguntas imprecisas - como decían los actores. A pesar de todo, logramos
realizar el proyecto con buena voluntad. A veces, las buenas intenciones sirven.
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Pero seguir el proceso de trabajo del Odin Teatret ha sido como recorrer un
camino en el desierto, desde el inicio, es decir desde las acciones creadas por los
actores, hasta el comprimido y reducido castillo de arena que ahora ha
encontrado su forma. El trayecto de trabajo se subdividió en 6-7 períodos, algunos
de pocos días, otros de varios meses. A través de inaccesibles procesos mentales
y teatrales. A través de la convivencia con los actores que, sudando, apretando
los dientes y tal vez imprecando, luchaban contra el cansancio. Una ruta
retorcida, que incluyó a "esclavos portadores de cultura", "La vejez y los ancianos"
y "Q, el evangelio desaparecido", que es el fundamento de gran parte de los
relatos de Lucas, Marcos y Mateo.
H.C. Andersen entró en escena algunos meses después. Fue el último
elemento de la ruta hacia El sueño de Andersen.
Los actores conocían estos temas un año antes de comenzar el trabajo
físico; roían libros e imágenes, CD y videos. Y luego habían recibido de Barba
varias "tareas", entre éstas un viaje-estudio de un mes en África: Ghana, Etiopía,
Zanzíbar, las islas de Cabo Verde y otros países.
Y luego estaban las tareas ya mencionadas del trabajo individual: una hora
con uno o más proyectos escénicos que estimulasen la expresión - la propia y la
de los colegas. Barba no había puesto ninguna condición. También había libertad
en el desarrollo de los enfoques y de los temas para la tercera tarea: aquel
pequeño espectáculo de un cuento de Andersen que cada uno debía poner en
escena - dirigiendo a los otros actores. Para realizar la escenografía, la dirección
e interpretar las figuras tenían a disposición dos días.
El factor tiempo puede explicar cómo es posible que el nivel teatral del
material presentado a Eugenio Barba al principio no fuese particularmente alto.
Las ideas y las intenciones eran a menudo más interesantes que el resultado final.
Pero el empeño, la energía en el trabajo, eran grandes desde el primer al
último día de ensayos. Una jornada de trabajo que estuviese por debajo de las 12
horas era una excepción. A esto hay que añadir que muchos de los actores habían
empezado el proceso sin gran entusiasmo. La edad promedio sobrepasa los
cincuenta y sus cuerpos habían pasado la prueba de muchos años de trabajo físico
duro. En el Odin, "un nuevo espectáculo" comporta que en los 3-4 años siguientes
se deba viajar por el mundo al menos cinco meses al año. La fascinación de las
estadías en hoteles y de las comidas en los restaurantes hace ya mucho tiempo que
ha desaparecido. No obstante, si todos aceptaron el nuevo compromiso fue a causa
de la fuerte moral de grupo, pero también por la presión del grupo sobre cada uno.
Pero, más que por cualquier otra cosa, fue debido a la sensación de que El sueño
de Andersen podía ser el último espectáculo de Eugenio Barba y del Odin Teatret.
La edad nos hace percibir límites.
El sueño de Andersen no es una pesadilla, pero el camino hacia el sueño era a
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menudo soñoliento para un observador. A lo largo del recorrido, entre una
cabezada y otra, se podían encontrar sueños admirables, mientras el director, los
actores y los técnicos modificaban por centésima vez un pequeño detalle a la
búsqueda de la forma "justa" o de la "exacta" solución técnica.
Obviamente, si un actor debe acabar en la horca, tiene que saberse ahorcar
con clase. Y el espectador no debe limitarse a creer en la resurrección que viene
después. Pero el aparato técnico tiene un papel creciente en los espectáculos del
Odin Teatret. Los espectáculos tocan las teclas teatrales con una amplitud que
hoy está a años luz de esa concentración en el cuerpo que se producía a mitad de
los años sesenta.
Tiempo atrás, una gira podía realizarse más o menos metiendo un
espectáculo dentro de un par de maletas y una caja para las luces. El sueño de
Andersen pesa cerca de diez toneladas y para los desplazamientos se necesita
todo un camión. El montaje del espacio escénico exige un par de días - pero sólo
si participan en él todos los actores y técnicos.
A esto hay que añadir una montaña de vestuario, de materiales, de instru­
mentos musicales. Cada actor es responsable personalmente de cada objeto que
debe utilizar en el espectáculo.
En este mundo soñador de Andersen, la galería de personajes es amplia y
requiere mucho vestuario. A menudo son sólo los detalles que indican quién o qué
se representa y cuales son sus relaciones.
Y de hecho, durante la construcción del espectáculo se creaban parentescos
entre el soldadito de plomo de Andersen, que sólo tiene una pierna, y el soldado
negro con una pierna destruida por una mina. Entre el hambre de oro de aquel
soldado de El encendedor, que mata a la bruja que no le quiere revelar para qué
le sirve el encendedor y el mercenario, que mata para ofrecer nuevos "valores" a
la gente del Tercer Mundo - y con ello gana una fortuna monstruosa.
Y luego, se establecía un vínculo entre la madre lavandera de Andersen y
las mujeres que, ellas también y hasta hoy, lavan en las riberas de los ríos
africanos. Y muchos otros ejemplos.
Todas estas asociaciones, ¿existían sólo en mi cerebro? Seguir un espectáculo
del Odin es también una confrontación con los propios juicios - y prejuicios. Ya lo
sabemos: un "patito feo" no puede ser un negro - y el clásico ballet de El lago de
los cisnes no puede ser interpretado por un africano en tutú. ¿O sí?
Quizás sea verdad que en la vida lo vemos todo "como en un espejo". Tal vez
en el espectáculo vemos - por un juego de espejos - todo desde lo alto. Y ahí,
repentinamente, los hombres se reducen a pequeñas manchas coloreadas que se
mueven en una superficie blanca. Sin que podamos seguir las expresiones de los
rostros y los gestos que dan sentido a las acciones.
Cuando se invierten meses para seguir un proceso desde su fase
embrionaria, banal, hasta el destilado y cincelado producto final, se quiere llegar
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a alguna comprensión - es una regla en nuestra cultura. Y sin embargo, yo he
recibido impresiones, sensaciones, pero no he podido descifrar la receta.
Charlas y entrevistas con actores, asistentes y directores sólo dan
información sobre aspectos profesionales, sobre asociaciones y conflictos, que se
entrelazan y confluyen en el espectáculo definitivo. Pero además, éstas se pueden
combinar con las propias experiencias de observador durante el trabajo en la sala.
He visto escenas que han sido reducidas una y otra vez, o desplazadas a
nuevos contextos que creaban inesperadas asociaciones mentales. He visto a
actores, que luchaban tenazmente para evitar que su propia contribución al
espectáculo no se desvaneciera en un estofado insignificante - tal vez sin éxito.
Una batalla de muchos años, una batalla en muchos frentes.
Sin embargo, al final todos se pliegan a las decisiones de Barba - regla
fundamental para el Odin. El sueño de Andersen se ha materializado a través del
trabajo de los actores, filtrado varias veces por su cerebro, por sus pensamientos
conscientes e inconscientes. El espectáculo es de Eugenio Barba en el sentido que
nace de abigarrados forcejeos con su propia visión del mundo, su fantasía y su
filosofía de vida. Pero cada uno de los actores brota del fundamento humano y
profesional del grupo, y a su vez, de cada actor brota un pequeño mundo que
sobrepasa al teatro. O quizás sólo sea teatro de otra manera.
Thomas Bredsdorff
Un sueño hecho realidad
Recuerdos de ensayos
El Odin Teatret ha sido una aventura globalizadora mucho antes del advenimiento
de la globalización. Ha viajado a todas partes. Sus integrantes proceden de
diversos países. Su "lengua" - el medio de expresión de los actores - es políglota y
universal. Es un lenguaje de acciones en el espacio cuyo "diccionario" se basa en
los estudios de lo que hoy se conoce como Antropología Teatral.
A pesar de todo, los actores del Odin no dejan de ser seres humanos
normales y corrientes, que crecieron en varios lugares del mundo, con muy pocas
cosas en común, cada uno con su respectivas lengua natal. Una de las experiencias
que comparten estos adultos, desde antes de ingresar al Odin, es el lenguaje de
los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen. Si alguna vez existiera una
antropología de la literatura universal - parecida a la Antropología Teatral
formulada por Eugenio Barba y sus colaboradores en la ISTA, International School
of Theatre Anthropology - los mejores cuentos de Andersen serían uno de sus
principales temas. Escritos en un idioma único y altamente personal de una
determinada lengua natal, sus cuentos han sido capaces de traspasar las puertas
de los cuartos infantiles de todo el mundo. Y se conservan como lejanos recuerdos
de zonas de nuestra psique a las cuales teníamos fácil acceso antes de
sumergirnos en las actividades adultas. Reabrir este acceso, es una de las razones
de ser del Odin Teatret.
Habiendo tenido el privilegio de ver nacer y crecer El sueño de Andersen de
cerca, estoy seguro que la respuesta personal de cada actor a la experiencia de
tener, conscientemente o no, algún cuento de Andersen en su memoria ha
contribuido ha dar un cierto matiz al espectáculo resultante.
El Odin Teatret fue fundado por marginales. Hoy, sigue siendo un teatro que
pertenece a los márgenes, nunca al centro, de la corriente cultural. La
experiencia de ser un marginal es fundamental. El sentimiento de verse excluido
de la compañía de la gente buena y honesta, nunca abandonó a Andersen, a pesar
de que luego lograra integrarse en la sociedad. Esta ahí, en el núcleo no sólo de
El patito feo, sino de cada uno de sus cuentos, desde el principio hasta el final.
El sentimiento de ser un excluido está presente incluso en la última nota que
escribió en su diario, el 26 de septiembre de 1874, pocos meses antes de morir.
Esa noche había soñado que viajaba con el rey. El barco había llegado al
puerto y él bajó a tierra. De repente sonó un cañonazo, el barco iba a zarpar. El
no lograba terminar de empacar sus maletas, como típicamente sucede en
muchos sueños. Llegó demasiado tarde al muelle y subió apresuradamente a
bordo, sólo para descubrir, que estaba a bordo de un barco de esclavos. Donde fue
recibido a latigazos en lugar de ser nombrado caballero de la corte.
Los actores del Odin empezaron su viaje hacia el mundo de Andersen
seleccionando cada uno un cuento, y escenificándolo en la sala de ensayos. A
partir de estas propuestas, El sueño de Andersen emergió gradualmente.
En el espectáculo final se pueden aún reconocer algunos cuentos escogidos,
o al menos algunos trozos de ellos. Sin embargo, a pesar de que los distintos
argumentos de los cuentos se han desvanecido y ha empezado a resaltar otra
cosa: una experiencia de exclusión y una acuciante batalla mental entre exclusión
y aceptación. Se trata de una experiencia que es, a la vez, individual, cultural­
­mente delimitada y universal. Se trata de una experiencia que es también muy
propia de Hans Christian Andersen. En un idioma muy lejano al de Andersen, el
Odin Teatret ha tocado un nervio central en su obra.
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Eugenio Barba, Nando Taviani
Siete encuentros entre Andersen
y Sherezada
Textos escritos para el espectáculo, pero no para ser dichos en el espectáculo.
SABADO
(Por la tarde. Andersen está sentado en su maleta volante, Sherezada está tendida
en su alfombra)
ANDERSEN: Cerrado. Los actores se han ido. Se han olvidado de nosotros.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: Da igual. Esperaremos aquí.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: No, ya no van en tren. Van en avión. Salen corriendo por miedo a
perderlo.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: Nos hemos dormido. El espectáculo ha terminado.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: No creo que estuvieran asustados. Corren porque están cansados.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: Exacto, cansados incluso de contar cuentos. Para nosotros es
distinto...
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: ... porque tenemos días dentro de otros días, una noche dentro de
otra, y dentro todavía otra.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: ¡Tienes la lengua larga, amiga mía! Una lengua demasiado suelta.
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: ¿De veras? ¿Una cuestión de vida o muerte?
SHEREZADA: Susurra.
ANDERSEN: ¿Estabas embarazada?
SHEREZADA: ¿Y tú?
ANDERSEN: Sherezada, Dios nos regala nueces, pero no las rompe.
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DOMINGO
(Por la noche)
ANDERSEN: ¿Dónde estás?
SHEREZADA: Estoy aquí. ¿No me ves?
ANDERSEN: ¡Eres tan pequeña!
SHEREZADA: Nos tienen siempre a oscuras.
ANDERSEN: Es lógico, somos los poetas de las noches. Yo he escrito treinta y tres
noches, una dentro de otra. Tú... no es necesario decirlo.
SHEREZADA: ¿Tú porqué contabas cuentos?
ANDERSEN: Yo no contaba, flor de lirio. Yo escribía.
SHEREZADA: ¿Sabes escribir?
ANDERSEN: Como todo el mundo. Tú no, ¿verdad?
SHEREZADA: Contaba y cantaba...
ANDERSEN: ... Tu voz es memoria...
SHEREZADA: … desnuda, sentada en el borde de la cama. Y cien veces con una
barriga así de grande. Porque, tres veces parí un hijo al mediodía, sin que la corte
lo supiera. Y la misma noche...
ANDERSEN: Eres pequeñita e indecente.
SHEREZADA: ¿Tú no tenías miedo?
ANDERSEN: Era pobre. Invisible. Los pobres son invisibles.
SHEREZADA: ¿Ser invisible da miedo?
ANDERSEN: No, da una rabia más fuerte que el dolor. Como cuando falta el aire.
(Pausa)
SHEREZADA: Soy tan pequeña que puedo sentarme en tus rodillas
ANDERSEN: Es extraño tenerte entre los brazos, flor de rosa, precisamente yo,
que he trepado por tus hombros y me he convertido en el más grande de todos.
El primero...
SHEREZADA: ...
ANDERSEN: ... después de tí.
SHEREZADA: Y aquí estamos, la primera y el segundo, una sobre las rodillas del otro.
ANDERSEN: ...
SHEREZADA: Tranquilízate. Nos tienen a oscuras. Nadie puede vernos.
ANDERSEN: ¿En qué piensas?
SHEREZADA: ¿Cómo sabes que estoy pensando?
ANDERSEN: Cuando alguien piensa en ti, se siente.
SHEREZADA: No estoy pensando en ti.
ANDERSEN: ¿No, entonces en quién?
SHEREZADA: En mi rey.
ANDERSEN: ¡El asesino!
SHEREZADA: Mi rey era una alegría.
ANDERSEN: ¿?
SHEREZADA: ¿No lo entiendes? Feroz y alegre. Todo junto.
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LUNES
(Al amanecer)
SHEREZADA: ¿Treinta y tres noches?
ANDERSEN: ...
SHEREZADA: ¿Una dentro de la otra?
ANDERSEN: Desde que sale la luna hasta que sale el sol.
SHEREZADA: La luna, cuando sale, lo ve todo.
ANDERSEN: Siempre está. Frente a la cara del mundo, o detrás de su espalda.
SHEREZADA: Quien sólo ve espaldas, no entiende nada.
ANDERSEN: La luna huye, ¿no lo sabes?
SHEREZADA: ¿?
ANDERSEN: El sol también huye. Como tú.
SHEREZADA: Mi rey era feroz y luminoso.
ANDERSEN: He seguido la luna durante treinta y tres noches, viéndola salir y
desvanecerse al amanecer y volver a salir, huyendo. De un lado al otro de la
tierra. Cabalgando su mirada he saltado años y montañas. He visto el Ganges y
una pequeña hindú con una concha en la mano. Y un poco más allá he visto la
nieve de Groenlandia. He visto las ruinas de Roma y de Venecia, la vida de
Pompeya. Y luego te he visto a ti, mientras contabas tus cuentos, amada y
detestada.
SHEREZADA: Sólo porque soy mujer. Nos echaba un polvo y luego nos despachaba.
Pero no creas que las cosas sean tan simples. Mi rey creía en las cosas sencillas.
Pero luego fui yo quien se apoderó de él.
ANDERSEN: Yo estaba ahí cuando, durante tres noches, la luna no se desvaneció
en el amanecer de Tebas, mientras Alcmena amaba, veía doble y le temblaba el
corazón. Yo estaba con la última luz de la luna, en el crepúsculo en que se repitió
aquella orden: degollad a los recién nacidos. Fusilad a los profetas. Estaba con su
primer rayo, la noche que besó la cara de una mujer cansada, sentada en la
ventana, a punto de morir.
SHEREZADA: ¡Una madre!
ANDERSEN: Oh no. Era bellísima.
SHEREZADA: Claro. Las madres...
ANDERSEN: No, la mía no.
SHEREZADA: ¿?
ANDERSEN: Sabía a alcohol y a jabón de lavar. Se moría de frío en el río de Odense.
No tenía nunca tiempo de sentarse a la ventana, a esperarme, cuando era la hora
de mi regreso.
SHEREZADA: ¿Y la otra?
ANDERSEN: He visto la luna besarle el rostro cansado, cercano a la muerte.
Parecía una muchacha floreciente. He visto una señora que la ha maquillado y
peinado con arte, que la ha sentado y ha encendido ante ella una vela, de tal
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forma que, aquella noche, todos pudieran responder al reclamo de su belleza,
pasando bajo las ventanas del burdel.
SHEREZADA: Es triste.
ANDERSEN: Es un consuelo. Se canta la canción de cuna a quien está a punto de morir.
SHEREZADA: Ahora tengo sueño. Hazme dormir.
ANDERSEN: ¿De día?
MARTES
(Mediodía soleado)
SHEREZADA: ¿Has visto ahí abajo?
ANDERSEN: ¿?
SHEREZADA: Se llevan a un ángel herido.
ANDERSEN: ¿Otro cuento?
SHEREZADA: No sé.
ANDERSEN: ¿Es mío?
SHEREZADA: Mío no puede ser.
ANDERSEN: ¿Somos nosotros?
SHEREZADA: Eres tú.
ANDERSEN: Dos niños. Una camilla. Un ángel como un pájaro caído del nido.
Nunca había pensado algo así... nunca había visto nada igual.
SHEREZADA: Lleva la cabeza rubia vendada, y tiene sangre en el ala.
ANDERSEN: Quizás lo han derribado a golpes de honda. Luego han visto qué era,
han tenido miedo y se han arrepentido.
SHEREZADA: El niño más pequeño lleva sombrero. El otro tiene la rabia en el
blanco de los ojos.
ANDERSEN: Es casi un adolescente.
SHEREZADA: ¿También contigo se arrepintieron?
ANDERSEN: No soy un ángel, querido perfume de tulipán.
SHEREZADA: ¡Seguro que no! Cisne. Patito feo. Naciste con un ala rota y para volar
alto escribías. ¿Qué más podías hacer?
ANDERSEN: Es el ala rota quien vuela y cuenta cuentos. Pero en el vacío no se
puede, cuando la vida es como una botella vacía.
SHEREZADA: Así decía tu madre.
ANDERSEN: Realmente hablas demasiado, pequeña maestra mía. En cambio, así
decían los maestros, cuando nos invitaban a los teatros de sus experimentos. En
una campana de vidrio revoloteaba prisionera una paloma blanca. Ellos extraían
el aire. La paloma aleteaba un poco, inútilmente. Y se desplomaba sin vida: el
Espíritu Santo que muere.
SHEREZADA: ¿De qué te quejas? Volaste con honor por todas partes. No hay ningún
rincón del mundo que no te haya conocido.
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ANDERSEN: A ti te ha ido todavía mejor. Los cuentos te hicieron esposa, madre y
reina.
SHEREZADA: ¿Sabes lo que significa saber que cada noche corres el riesgo de ser
degollada al amanecer? Sabes lo que quiere decir besar de noche a un rey, tenerlo
entre las piernas...
ANDERSEN: ...
SHEREZADA: ... no hay nada malo en las palabras, mi tímido amigo. Tener un rey
entre las piernas, y sentir, el filo del hacha en el cuello todavía húmedo de besos.
Así cantaba como un pajaro, para alejar la muerte de mí y de mis hermanas. Pero
al rey lo amaba con todas las risas felices que tenía en la garganta. Odio mis
cuentos, poético amigo mío, y los adoro. ¿También tú los tuyos?
ANDERSEN: Nosotros los poetas somos fieles a los seres humanos sólo en la
desgracia. No nos ocupamos de ellos si todo va bien?
SHEREZADA: Somos cazadores apasionados. Nuestras presas...
ANDERSEN: Nosotros no comemos la carne de nuestras presas. Esto nos diferencia
de los cazadores.
SHEREZADA: Una diferencia sutil.
ANDERSEN: Pero esencial.
SHEREZADA: También la hoja del cuchillo es sutil. Y sin embargo mata.
MIERCOLES
(Al crepúsculo)
SHEREZADA: Enséñame a dormir.
ANDERSEN: ¿Antes que caiga la noche?
SHEREZADA: ¡Tú y tus costumbres!
ANDERSEN: De acuerdo. Escucha. Hace muchos años, aquí vivía un emperador al
que le gustaban tanto los vestidos que gastaba todo su dinero en engalanarse.
SHEREZADA: Sí, me gusta.
ANDERSEN: No le interesaban los soldados, ni el bosque, ni la comedia. Sólo
mostrarse con sus nuevos vestidos. En la ciudad la vida era más bien agradable...
SHEREZADA: ¡Sin duda!
ANDERSEN: ... y un día llegaron dos jóvenes.
SHEREZADA: ¿Hermanos? ¿Uno blanco y otro negro?
ANDERSEN: Esto no lo sé.
SHEREZADA: No importa. Sigue.
ANDERSEN: Se hacían pasar por tejedores, y afirmaban que eran capaces de tejer
la tela más espléndida que se pudiera imaginar.
SHEREZADA: Sólo que tenía un defecto: se volvía invisible a los ojos de la gente
demasiado estúpida, o que no estaba a la altura de su tarea. Esto fue lo que
contaron los dos jóvenes.
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ANDERSEN: Pero no es un defecto, pensó el emperador, incluso es un arma
formidable. Podré descubrir a todos los estúpidos.
SHEREZADA: Yo también conozco esta historia. Pero era mejor no contarla.
Demasiado peligrosa. Mi rey podía entenderlo todo y despedazarme.
ANDERSEN: ¿?
SHEREZADA: ¿Cómo acaban, en tu historia, los dos tejedores de lo invisible?
ANDERSEN: No hay final; todos se dan cuenta de que no hay ninguna tela mágica,
y que el emperador guía el cortejo en calzoncillos, sin nada encima, los dos
jóvenes ya se han ido a escondidas, se han desvanecido y no se sabe nada más de
ellos.
SHEREZADA: Una idea óptima. Esos dos tejedores somos nosotros.
ANDERSEN: ¡Tienes la lengua larga, amiga mía!
JUEVES
(Un poco antes de la primavera, cuando amanece)
ANDERSEN: ¡Eh! ¡Eh! ¡Qué pasa aquí! ¡Qué lugar es ese!
SHEREZADA: Mira como danza la luna en el Tigris.
ANDERSEN: ¡Cúbrete, cúbrete, amiga mía!
SHEREZADA: No nos pueden ver. Desde aquí arriba las palmeras parecen grillos.
ANDERSEN: La luna se desliza sobre los tejados de Fiona.
SHEREZADA: Es el Tigris, y las falúas bordean las orillas.
ANDERSEN: En el río de Odense navega un barquito de papel con mi soldadito de
plomo.
SHEREZADA: Se oye cantar el viento del desierto en las calles de Bagdad.
ANDERSEN: Hu-u-ud. ¡Fare hen! Salir, desvanecerse - dice el viento.
SHEREZADA: De niña, jugaba ahí con mi hermana Dunyazad.
ANDERSEN: Mi madre, arrodillada, lava la ropa en el agua gélida del río. Mira,
Sherezada, ahora los actores están atrapados en nuestros cuentos. Cayeron
dentro de ellos como moscas en el té.
SHEREZADA: Al galope.
ANDERSEN: Mira, Sherezada, nuestros cuentos los arrojan a lo impensado.
SHEREZADA: Al galope. Como ladrones de caballos, saltan a la grupa de nuestros
cuentos y éstos se los llevan, sin que sepan adónde. Al galope.
ANDERSEN: El viento de nuestros cuentos los impulsa. Vuelan hacia donde no
preveían ir. El día y la noche se confunden. Sol negro y sol de oro.
SHEREZADA: Al galope. Se vuelven hacia atrás para ver, y no tienen ojos para lo
que está ante ellos.
ANDERSEN: Cuentos sencillos, inocuos y amables. Pero, sin que se den cuenta, en
cada uno de ellos crece una sombra. Cuentos de viento que contienen una
tempestad en una lengua desconocida.
48
SHEREZADA: Al galope. ¿Quién es el caballo? ¿Quién es el caballero? Nuestras
palabras como cuervos locos en el desierto, como sombras de caballos ciegos.
ANDERSEN: Como vientos en las gargantas de las montañas. Expectativas, miedo,
lágrimas y esperanzas: son un viento que ríe.
SHEREZADA: ¿Logras ver las mezquitas y los alminares?
ANDERSEN: No, pero surgirán con el tiempo.
VIERNES
(Invierno, por la noche)
SHEREZADA: ¿Has oído? Uno de los actores pensaba: la vida ya pasó - como si no
hubiera vivido. Y otro soñaba mucho y luego, al final, ha olvidado sus sueños.
ANDERSEN: Los actores no son como nosotros. Nosotros tenemos días dentro de
otros días, una noche dentro de otra.
SHEREZADA: Se comportan como amos.
ANDERSEN: Se han adueñado de nuestras historias.
SHEREZADA: ¿Somos sus sirvientes?
ANDERSEN: ¡Oh no! Somos sus fantasmas.
SHEREZADA: Los actores pasan, pero nosotros permanecemos. Llegamos de
noche, como los malos pensamientos. Cuéntame un mal pensamiento.
ANDERSEN: Era solo una niña, los pies desnudos en la nieve, una noche helada de
año nuevo. Vendía cerillas, pero nadie las compraba. En todas las casas la gente
se resguardaba del frío, comía y estaba de fiesta. Para calentarse, la niña
encendió todas sus cerillas, acabó aterida, y naturalmente voló hacia el cielo. No
supe inventar nada más. En mis tiempos se vendían cerillas en las esquinas de las
calles. Mira, aquí tengo algunas. Tómalas. Para encenderlas haz así.
SHEREZADA: ¿Esto sería un mal pensamiento? Sólo es un cuento sentimental.
ANDERSEN: Pero me ha hecho famoso. Y tú ¿cómo lo contarías?
SHEREZADA: ¿Quieres ver como la niña se calienta?
ANDERSEN: Quiero ver a una niña que ríe detrás de la máscara de la muerte.
SHEREZADA: Detrás de la máscara es el viento quien ríe, feliz, serio e inútil.
(Sherezada se prende fuego a sí misma. O tal vez al teatro.) 49
Eugenio Barba
Hijos del silencio
Reflexiones a propósito de los cuarenta años del Odin Teatret
Al pueblo secreto - los amigos del Odin Teatret
A menudo reacciono como hace cincuenta años. "Mira esa persona anciana", me
digo observando a un hombre o una mujer de unos cuarenta años. Y en seguida
me río de mí. Me doy cuenta de que tiene la edad de mi teatro y todavía estaba
en la infancia cuando yo ya pensaba que cada uno de mis nuevos espectáculos
sería el último.
También me vienen ganas de sonreír cuando el Odin Teatret llega a una
nueva ciudad y encontramos jóvenes que nos conocen de los libros. Nos creen un
capítulo de la historia del teatro y nuestra persistencia anormal trastorna su modo
de pensar.
Los huesos duelen, la vista se ha debilitado y cuesta mucho más esfuerzo
trabajar doce horas al día. Y sin embargo, es como si una fuerza insensata
mantuviera mi necesidad de hacer teatro. Son muchos los motivos por los cuales
continuo. Puedo sintetizarlos con una frase: el oficio teatral es mi única patria, y
Holstebro su casa.
Heme aquí celebrando los cuarenta años de mi teatro preparando un
espectáculo sobre H.C. Andersen y sus cuentos de hadas. Tengo casi setenta años
y me dirán que me estoy volviendo infantil.
Yo también quisiera escribir un cuento de hadas. Explicaría la historia de
dos hermanos, hijos del Silencio, que van por el mundo siendo uno la sombra del
otro. Tienen aspecto de sinvergüenzas y se llaman Desorden y Error.
Desorden
En los últimos años utilizo cada vez más la palabra "Desorden" cuando hablo del
oficio teatral - y sé que este término crea confusión. Para mí esta palabra tiene
dos significados opuestos: la ausencia de lógica que caracteriza las obras insigni­
ficantes; o esa coherencia que provoca la experiencia del trastorno en el
espectador. Necesitaría dos palabras distintas. Utilizo un truco ortográfico - la
50
diferencia entre la inicial minúscula y la mayúscula - para distinguir el desorden
como pérdida de energía, del Desorden que es la irrupción de una energía que nos
confronta con lo desconocido.
Lo que siempre he deseado con mis espectáculos es suscitar el Desorden en
la mente y los sentidos de particular espectador. Quisiera sacudir su costumbre de
pre-ver y enjuiciar, quisiera poner en funcionamiento una oscilación emotiva,
sembrar estupor.
El espectador del que hablo no es un extraño, una persona a la que deba
convencer o conquistar. En primer lugar soy yo. Quien hace un espectáculo es
también espectador. El Desorden (con mayúscula) puede ser un arma o una
medicina contra el desorden que nos asedia, dentro y fuera de nosotros.
Sé que no existe un método para provocar el Desorden en el espectador. Y
sin embargo, tengo la certeza de que puedo acercarme al Desorden con una
particular forma de autodisciplina. Ésta presupone una separación de los modos
justos y razonables de considerar los valores, las motivaciones y los objetivos de
nuestra profesión. Es una actitud profundamente individual que nadie nos puede
imponer o donar.
Se trata de una liberación y como todas las liberaciones es dolorosa.
Un claro en la selva
El claro en la selva está a pocos kilómetros de una ciudad. Un puñado de hombres
y mujeres se reúnen frente a una barraca. Pertenecen a la clase de los dominados
y explotados en una colonia, en África, a mitad del siglo XX.
Es una reunión secreta y prohibida. Parece una conjura, pero no lo es,
porque los fusiles son de mentira, como los que se utilizan en el teatro. Tampoco
es un espectáculo de teatro. Y sin embargo, las personas se disfrazan y se
transforman en personajes. Abandonan su manera cotidiana de hablar y caminar
asumiendo otra distinta. Fingen. ¿Es un juego? Actúan en serio. Cumplen de
común acuerdo una acción transgresiva y violenta. En el centro del claro,
un perro hierve en una gran olla y su carne, que para ellos es tabú, es
devorada.
Las personas transformadas en personajes están poseídas, pero no por los
dioses de su pasado. En lugar de las tradicionales divinidades se manifiestan sus
actuales amos: el gobernador de la ciudad, el jefe de la policía, las damas de la
elite europea en un país colonial. Durante algunas horas, los africanos no están
dominados por los blancos que los gobiernan. Al incorporar a sus amos, se
transforman momentáneamente en dueños de sí mismos a través de la posesión.
Los protagonistas del ritual parecen locos y descompuestos. Sin embargo, el
europeo que captura sus imágenes en una película los considera maestros y los
llama "maestros locos": dos términos inconciliables en el esfuerzo de definir el
Desorden.
Una noticia que acabo de leer en el periódico me impulsa a volver a ver esas
viejas secuencias de una película de hace medio siglo de aquellos poseídos en un
claro de una selva africana. Un guiño de la imaginación y la memoria hace aflorar
las figuras de otros maestros desaparecidos, para mí queridos y siempre
cercanos.
52
Maestros locos
En la noche del miércoles 18 de febrero de 2004, en Nigeria, a 600 km al norte de
Niamey, Jean Rouch murió en un accidente de coche, a los 86 años. Era un
maestro del cine francés, uno de los padres de la "Nouvelle Vague". Lo llamaban
Le maître du Desordre, el maestro del Desorden. Hace cincuenta años, en los
alrededores de Accra, la capital de Ghana, que entonces era una colonia
británica, había rodado Les maîtres fous, una película etnográfica que muestra
directamente, uno de los casos en que las cadenas todavía pesan dolorosamente
sobre la carne, y Desorden y tormento se mezclan en el intento de liberarse.
Para el teatro europeo de la segunda mitad del siglo XX, esta película era el
testimonio de otra racionalidad, subterránea y subversiva. La película impresionó
a Jean Genet y le indujo a escribir Les Nègres. Influyó a Peter Brook durante la
creación de su Marat-Sade y acompañó a Grotowski en sus reflexiones sobre el
actor. En el ambiente teatral circulaban anécdotas y leyendas sobre las
influencias de Les maîtres fous. En aquellos años cada vez eran más frecuentes
los paralelismos y distinciones entre teatro y ritual. Algunos artistas estaban
elaborando un subtexto que hoy es evidente: el teatro puede ser un claro en el
corazón del mundo civilizado, un lugar privilegiado donde evocar el Desorden.
Vayamos por un momento a Moscú, donde las calles están blancas por el
hielo. Uno de los primeros días de enero de 1889, Antón Chejov escribió una larga
carta al rico editor Aleksei S. Suvorin. Leyéndola, percibo el mismo incandescente
sabor de sufrimiento y desgarro que siento observando la ceremonia africana: el
ardiente tormento de la liberación. Con crudo realismo Chejov describe anticipa­
damente las tensiones y los arrebatos de los participantes de aquella ceremonia,
cuando esboza a un hombre "que exprime gota a gota el esclavo que lleva en sí".
Quien habla no es un ex-esclavo africano, es el gran y famoso escritor ruso,
hijo de un siervo. A pesar del relativo bienestar que lo circunda, reconoce en sí
mismo las llagas de cadenas invisibles. Ha sufrido muchas veces los azotes del
padre y de los profesores que lo han educado a venerar las jerarquías, a besar la
mano del pope, a arrodillarse ante las ideas de los demás, a precipitarse en
agradecimientos por cada bocado de pan. Se había convertido en un joven que
atormentaba a los animales, almorzaba con placer en casa de los parientes ricos,
era hipócrita con Dios y con los seres humanos, sin ninguna necesidad, sólo porque
era consciente de su nulidad.
El Chejov que confiesa la lucha contra las propias cadenas y el propio
sentido de nulidad es un sensible y auto-irónico escritor de la muy civilizada
Europa. Sus palabras no son descontroladas. Pero su "control" se nutre del mismo
Desorden que nutre las acciones de aquella ceremonia africana, desconcertantes,
turbadoras y - a nuestros ojos - descontroladas.
Al enterarme de la muerte de Jean Rouch, maestro del Desorden, me
pregunto: ¿Sus maestros locos dicen alguna cosa también sobre mí, mi historia,
53
mis imaginarios antepasados teatrales? ¿De cuáles cadenas intentamos liberarnos?
No lo sé explicar, pero algo informulable, casi desvergonzado, me impulsa
a reconocer en algunos artistas teatrales del pasado a maestros locos y poseídos.
Silencio
Tan pronto pienso en el extremismo de su pensamiento, los protagonistas de la
revuelta teatral del siglo XX, comenzando por Stanislavski, se convierten para mí
en maîtres fous.
En un clima de renovación de la estética teatral, anticiparon preguntas tan
incongruentes que fueron acogidas con indiferencia y burla. Puesto que el núcleo
incandescente de estas preguntas estaba envuelto en teorías profesionalmente
bien formuladas, algunos las consideraron como simples atentados contra el arte
del teatro. O también "utopías", una manera inofensiva de decir que no era
necesario tomarlas en serio. He aquí algunos de estos núcleos incandescentes.
- buscar la vida en un mundo de cartón;
- hacer brotar la verdad en un mundo de disfraces;
- conquistar la sinceridad en un mundo de ficciones;
- hacer de la educación del actor - que imita y representa a personas
distintas de sí mismo - el camino hacia la integridad de un Hombre Nuevo.
Además, algunos de estos maestros radicales, añadieron demencia a la
demencia. Incapaces de entender que aquellas "utopías" eran irrealizables - las
realizaron.
Imaginemos a un artista de hoy que pide una subvención al Ministerio de
Cultura para buscar la Verdad a través del teatro. Imaginemos al director de una
escuela teatral que escribiera en su programa: aquí enseñamos el arte del actor
con el objetivo de crear un Hombre Nuevo. Imaginemos a un director que exigiera
a sus actores el dominio de la danza porque refleja la armonía de las Esferas
Celestes. Sería lícito decir que desvarían. ¿Por qué entonces los historiadores del
teatro nos presentan a Stanislavski, Copeau y Appia como si sus insensatas
preguntas fueran nobles utopías y originales teorías?
Hoy no cuesta nada ver en esa aparente demencia una reacción certera
contra los crujidos de una época que estaba poniendo en crisis la propia supervi­
vencia del teatro. Hoy es fácil reconocer perspicacia, coherencia y pericia en el
trastorno que los maestros del Desorden llevaron al teatro de su tiempo.
Renegaron de su organización secular, invirtieron las jerarquías, sabotearon las
bien experimentadas convenciones de comunicación entre el escenario y la
platea, cortaron el cordón umbilical con la literatura y con el realismo superficial.
Despojaron brutalmente el teatro hasta reducirlo a su esencia. Se justificaron con
una paradoja de la práctica teatral. Dieron vida a espectáculos inimaginables por
su radicalidad, su originalidad y su refinamiento artístico para negar que el teatro
54
fuera sólo arte. Con palabras distintas, cada uno de ellos insistió en que la
vocación del teatro era romper las cadenas íntimas, profesionales, éticas,
sociales, religiosas o culturales.
Nos hemos acostumbrado a leer la historia del teatro moderno al revés. No
partimos de los núcleos incandescentes de las preguntas y de las obsesiones de los
maestros del Desorden, sino de la sensatez o de la poesía de sus palabras
impresas. Sus páginas desprenden un tono de autoridad y seguridad. Sin embargo,
para cada uno de ellos hubo noches de soledad y espanto, cuando sospecharon
que los molinos de viento contra los cuales combatían eran en realidad gigantes
invencibles.
Hoy los vemos retratados en bellas fotos: rostros inteligentes, bien nutridos
e irónicamente plácidos, como el de Stanislavski; rostros de reyes mendicantes,
como el de Artaud; altaneros y conscientes de la propia seguridad intelectual,
como el de Craig; con el ceño fruncido y combativos, como el de Meyerhold. Es
imposible percibir que en cada uno de esos espíritus brillantes anidaba la
incapacidad de olvidar o aceptar las propias cadenas invisibles. No estamos en
condiciones de aceptar que su eficacia deriva en parte del esfuerzo por alejarse
de una condición de silencio impotente.
El arte capaz de suscitar la experiencia del trastorno, y por lo tanto de
transformarnos, esconde siempre la zona de silencio que lo ha generado. Pienso
en ese silencio que no es una elección, sino una condición que se sufre como una
amputación. Un silencio que genera monstruos: autodenigración, violencia hacia
sí mismo y hacia los otros, negra ignavia y rabia ineficaz. Sin embargo, a veces ese
silencio logra nutrir el Desorden.
La experiencia del Desorden no se refiere a categorías estéticas. Es la
irrupción de otra realidad en la realidad. Como cuando en el universo de la
geometría plana cae un elemento tridimensional. Como cuando inesperadamente
la muerte fulmina a una persona querida. Como cuando, en un segundo, los
sentidos se inflaman y sabemos que nos hemos enamorado. Como cuando al poco
tiempo de haber emigrado a Noruega alguien me llamó "dago" y me dio con la
puerta en las narices.
Cuando el Desorden nos asalta, tanto en la vida como en el arte, nos
despertamos de repente en un mundo que ya no reconocemos, y que todavía no
sabemos como volver a ordenar.
Un claro en la selva de la confusión
Los trayectos artísticos son siempre senderos personales que intentan huir de los
mecanismos prefabricados, de los raíles y las recetas. Tienen que descubrir su
propia organicidad, que es nuestra "necesidad". Son senderos que respiran y viven
según una personalísima autodisciplina.
55
La autodisciplina no consiste en la voluntaria adhesión a normas inventadas
por otros. Lo repito, consiste en separarse de los modos justos y razonables de
considerar los valores, los objetivos y las motivaciones de nuestra profesión.
También implica la fuerza de ánimo para entregarse a ese silencio interior que nos
encadena e infunde miedo, pero que, según nos dice nuestra intuición, puede
guiarnos, como un maestro loco en un claro de selva africana.
La autodisciplina, que es una de las premisas para realizar el Desorden en
mi mente de espectador, nace de un grumo de silencio. Tiene una naturaleza tan
particular que permanece desconocida incluso para mí cuando siento su alboroto.
Por esto no existe un método que guíe a la realización del Desorden.
Hay espectáculos en que los actores, el director y los espectadores conocen
de antemano la historia. Hay espectáculos en que los actores y el director la
conocen, pero los espectadores la ignoran. Con los años cada vez me gusta más
hacer crecer un tipo de espectáculo en el que, al inicio del proceso creativo, ni
yo ni los actores imaginamos la historia que estamos contando. Debemos
descubrir no sólo cómo contarla sino también qué estamos contando. Sólo el
espectáculo al que daremos vida nos puede desvelar lo que queremos decir.
Es una manera conscientemente arriesgada de perderme y reencontrarme
valiéndome de dos fuerzas contrarias: por una parte confío en mi experiencia
profesional, por otra intento invalidarla construyendo condiciones de acción
inconexas y agotadoras. Quiero paralizar las certezas de mis conocimientos y los
manierismos de mis reflejos. Quisiera revivir la experiencia de la primera vez,
revitalizando mi saber a través del desconcierto frente a una situación que no
domino. Es una empresa que sólo puedo llevar a cabo con los actores del Odin
Teatret, cuyas fuertes personalidades se han templado a través de esta
exploración paradójica: sabemos cómo buscar, pero todavía no sabemos lo que
buscamos.
Debo componer un nuevo espectáculo. El primer esfuerzo consiste en saber
crear un estado de incubación colectiva a partir de "agujeros negros": dos, tres
textos o historias distintas, un núcleo de preguntas inconciliables entre ellas, el
acercamiento de temáticas discordantes. Los actores y yo dejamos que estos
"agujeros negros" actúen sobre nosotros para atraer un flujo de ideas, recuerdos,
fantasmas, episodios biográficos o imaginarios, datos de crónicas. A través de
improvisaciones y un trabajo de composición consciente damos a este flujo
interior una anatomía, un sistema nervioso, un temperamento dinámico y sonoro
bajo forma de acciones físicas y vocales. Estos materiales escénicos serán
macerados, mezclados y destilados en el transcurso de los ensayos dejando
aparecer, a veces, nexos sensoriales, melódicos, rítmicos, asociativos e intele­
ctuales imposibles de prever: aquello que ignorábamos al principio.
Es un proceso en el que la incertidumbre y la aprensión acechan sin tregua.
Los días y las semanas vuelan y nos sentimos atrapados en un lodazal de
propuestas disparatadas, potencialidades dispersas, un cúmulo de escenas con
direcciones incongruentes: la confusión. Procedo por saltos, coincidencias,
incoherencias, equívocos e interferencias fortuitas. Decido sin saber por qué, e
intuyo a intervalos inconexos. Sólo me guían el cansancio y la terquedad. Con el
tiempo he adquirido una cierta familiaridad con mi manera de pensar y aferrar
con palabras mis pensamientos, que interpreto para mí y mis compañeros. Los
reflejos condicionados me advierten cuáles son los callejones sin salida y cuáles
los que me conducen a casa. Me dejo llevar por presentimientos. Presagio la casa
de los vientos que estamos construyendo ciegamente.
Ciertamente este modo de proceder no es un ejemplo a seguir, sobre todo
para un director novato o que se deja seducir por la fascinación de la
serendipidad: los descubrimientos fortuitos y las soluciones inesperadas a través
de un errar (equivocarse y vagar sin objetivo) por un penoso período de ensayos.
Cuando intento apoyarme en reglas seguras muy pronto me encuentro
ridiculizado por mi ingenuidad. Si me resigno a un mundo absolutamente privado
de reglas, pago esta ingenuidad con fracasos igualmente radicales. Entonces ¿qué
hay entre las reglas y la falta de reglas, entre la ley y la anarquía? Si pienso en
57
abstracto, parece que no hay nada. Pero la práctica me enseña que hay algo que
tiene al mismo tiempo las características de la regla y las de su negación.
A este algo normalmente lo llamamos error y es lo que me ayuda a superar
la confusión. Reconozco dos tipos de errores: sólidos y líquidos. El error sólido se
deja medir, modelar o modificar hasta perder su carácter de inexactitud,
equívoco, insuficiencia o absurdidad. Se deja reencuadrar en la regla o
transformar en orden.
El error líquido no se deja apresar o valorar. Se comporta como una mancha
de humedad detrás de una pared. Indica algo que viene de lejos. Veo que una
cierta escena es "errónea", pero si tengo paciencia y no hago un uso inmediato de
mi inteligencia, me doy cuenta de que en vez de corregirla la tengo que seguir.
Precisamente el hecho de que sea tan claramente errónea me hace sospechar que
no es simplemente disparatada, sino que sigue un camino lateral que todavía no
sé adónde conduce.
Lo más difícil de aprender es la capacidad de agarrarse al error, no para
rectificarlo, sino para descubrir adónde nos conduce.
Este saber tácito está enraizado en mí, en mis nervios, en el músculo del
corazón. No se deja enseñar o transmitir como un método formulable y aplicable.
Cada cual, enredándose en la confusión, pasando por deslumbramientos y
desbandadas, dando cabezazos en el propio silencio y la propia soledad, tiene que
saber subvertir la propia seguridad profesional y adivinar cómo abrir una grieta
para que irrumpa su Desorden.
Anarquía de los cuentos de hadas y arte del error
El Desorden no construye nada. A veces es intensamente desagradable, pero
colabora a romper las cadenas.
Me han enseñado: ama a tus enemigos. En la vida cotidiana es una tarea de
santos. En la vida artística es la práctica normal del oficio. Cuántas veces,
preparando un espectáculo, caigo en la confusión y me doy cuenta de haber
tomado un camino erróneo. Confusión y desorientación son enemigos a los que
hay que amar.
Me han enseñado: la vida es un sueño. No es verdad. La vida es un cuento
de hadas. Es un mundo de pura anarquía donde quien intenta con perseverancia
conseguir su objetivo y se esfuerza para seguir un camino razonable pierde. Por
el contrario, quien se comporta de una forma disparatada al final encuentra una
princesa.
El mundo de los cuentos de hadas es pura anarquía porque se concentra
esencialmente en la necesidad de romper las cadenas. El cuento de hadas rompe
las cadenas que atan los relatos al mundo tal como es. Pero paga esta libertad con
el riesgo de la arbitrariedad. Por esto está poblado de monstruos, de sombras
58
dotadas de vida autónoma, de mujeres y hombres medio humanos medio
animales, de muertos que hablan y de objetos que viven y piensan. No es el mundo
del mito o la fantasía. Es el mundo de la confusión. Los niños aman ese mundo,
pero ese mundo no ama a los niños. En los cuentos de hadas los niños muy a
menudo mueren; son abandonados y aplastados; experimentan la realidad
desnuda: ansiedad y pavor entremezclados con relámpagos de justicia insensata.
La pura anarquía de los cuentos de hadas, ¿qué me enseña para mi trabajo
teatral?
Durante los ensayos, cuando toma la delantera la confusión, todo se
vuelve indeterminado. La niebla me impide encontrar cualquier dirección. Para
orientarme me esfuerzo en condensar la evanescencia de la confusión en sólidos
errores que deben ser corregidos y eliminados para restituir orden a las circuns­
tancias. Paralelamente debo saber individuar los errores líquidos sobre los
cuales resbalar hacia donde no había imaginado ir, donde no quería o no creía
poder ir.
Si fuera cierto que los cuentos de hadas enseñan algo, tendría que
reconocer que aleccionan sobre la bendición del error. La estupidez o la falta de
memoria de un protagonista, un intercambio de personajes, un sueño que dura
años, un cuervo muerto que te metes en el bolsillo son a menudo las premisas y
las condiciones para un final feliz imprevisto.
¿Existe por lo tanto un arte del error? Hoy, después de cuarenta años con el
Odin Teatret, creo poder afirmar que hay errores que potencian la confusión y
errores que liberan. Más que en la inspiración, la voz de las musas, el daimon, el
duende o el ángel de la guarda, creo en algo mucho más concreto: los errores que
liberan cuando tenemos la sagacidad de presagiarlos y seguirlos. Son un signo que
se desprende del silencio. Provienen de aquella parte de nosotros mismos que no
conocemos. Deberíamos considerarlos como un mensaje que nos ha confiado el
maestro loco.
Materiales orgánicos
Todo esto tiene que ver con la totalidad del cuerpo, no sólo con la carne y los
huesos, sino también con los músculos, los nervios, las relaciones complejas entre
órganos, la circulación sanguínea, las sinapsis. El cuerpo es lo que más se asemeja
al pensamiento precisamente porque es organismo-espíritu: cuerpo-mente.
Por esto siempre me han apasionado los materiales orgánicos de los cuales
está hecho el teatro. Y las irradiaciones que se desprenden de estos materiales.
Me gusta trabajar con esta materia viviente para trenzar diálogos silenciosos con
espectadores antropófagos - aquellos que vienen con la necesidad de devorar con
los sentidos. Me place servirme de ellos para abrir senderos que apenas abiertos
se volverán a cerrar dentro de mí, pero que permiten que yo y mis actores
permanezcamos en transición.
El choque inesperado con una realidad teatral que siembra el trastorno
dentro de mí lo viví varias veces durante mi aprendizaje. Permanecen indelebles
en mi médula y en mi cerebro La madre de Gorki-Brecht en el Berliner Ensemble,
un espectáculo Kathakali en la húmeda noche india, El príncipe constante de
Grotowski.
60
De manera igualmente imprevista e involuntaria he experimentado y
continuo experimentando el Desorden en el trabajo con mis actores. Desde los
primeros años ciertos diseños de sus acciones físicas y vocales, a base de ser
repetidos y refinados, saltaban hacia otra naturaleza o realidad de ser.
Lo he constatado personalmente: procedente de un más allá que no sé
dónde está ni qué es, en mi arena de gallos emerge un cuerpo más denso, incande­
scente y luminoso que los cuerpos que poseemos. Este cuerpo-en-vida irrumpe sin
preocuparse del buen o del mal gusto, por la conjunción de la causalidad y del
oficio, o a causa del carácter imprevisto en un elaborado cálculo.
El teatro ha constituido para mí - hoy me doy cuenta con claridad - una
herramienta preciosa para hacer incursiones en zonas del mundo que parecían
lejos de mi alcance. Incursiones en las tierras ignotas que caracterizan la realidad
vertical o espiritual del ser humano. E incursiones en el espacio horizontal de las
relaciones humanas, de los ámbitos sociales, de las relaciones de poder y de la
política, en la viscosa realidad cotidiana de este mundo en el que vivo pero al que
no quiero pertenecer.
Todavía hoy continúa fascinándome el hecho de que el teatro proporciona
instrumentos, caminos y coberturas para incursiones en la doble geografía: la que
me circunda y la que yo circundo. Por un lado el mundo externo, con sus reglas,
su vastedad, sus zonas incomprensibles y seductoras, su maldad y su caos; por
otro, el mundo interior con sus continentes y océanos, sus pliegues y sus fecundos
misterios.
¿Qué ha sido el entrenamiento de mis actores sino un puente entre estos dos
extremos: entre la incursión en la máquina del cuerpo y la apertura de vados para
la irrupción de una energía que rompe los límites del cuerpo?
El teatro es el oficio de la incursión, una isla flotante de disidencia, un claro
en el corazón del mundo civilizado. Raramente, algunas privilegiadas veces, es
también la turbulencia del Desorden que confunde mi manera familiar de convivir
con el espacio y el tiempo circundantes, y a través del trastorno me obliga a
descubrir otra parte de mí.
61
26 de septiembre 1874
Anoche tuve un sueño extraño y terrible. Soñé
que tenía que navegar con el rey y como yo
estaba en tierra, un mensajero anunció que el
rey me estaba esperando. Teníamos que partir.
Empaqué de prisa dos maletas, pero era incapaz
de terminarlas, siempre faltaba algo. Estaba
ansioso. Sonó un cañonazo, el rey ya estaba a
bordo, tenía que apurarme. Cerré las maletas, se
las di a un sirviente y corrí hacia el río, pero me
dijeron que tomara otra dirección, a través de un
bosque. Un nuevo cañonazo anunció que la nave
del rey había zarpado, pero quedaba aún otra
nave real en la cual me podía embarcar. Podía
verla, y un hombre con un caftán rojo y una
espada desenvainada me hacía señas, se parecía
al viejo Rambusch de Korsør. Cuando me
encontraba cerca, me recibió con insultos y
me empujó a bordo, golpeándome en la espalda.
Me giré furioso pero fui arrojado a la bodega y
allí me di cuenta de que estaba en un barco
de esclavos. Luego me desperté.
Hans Christian Andersen: Diarios 1873-1875
G. E. C. Gad ed., Copenhagen, pp. 329-330
62
63
ODIN TE­A­TRET
NOR­DISK TE­A­TER­LA­BO­RA­TO­RIUM
særkærparken 144 · POST­BOKS 1283
DK-7500 HOL­STE­BRO · DENMARK
TEL. +45 97 42 47 77 · FAX +45 97 41 04 82
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Holstebro · September 2004
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