Página | 1 INTRODUCCIÓN LA CHICA QUE REALIZÓ UN MES DE PRÁCTICA EN SÓLO SEIS MINUTOS Metió la mano en su bolsa de pastor, sacó de ella una piedra y [David] la arrojó con la honda, hiriendo al filisteo en la cabeza. La piedra se le clavó en la frente, y Goliat cayó de bruces contra el suelo. (1 SAM. 17,49) Todo viaje se inicia con preguntas, así que aquí planteamos tres: ¿cómo consigue un club de tenis ruso que no tiene un céntimo y que tan sólo dispone de una pista cubierta formar a más jugadoras que hayan alcanzado el top 20 que todo Estados Unidos? ¿Cómo logra una humilde escuela de música situada en un local originariamente destinado a ser una tienda (en Dallas, Texas) producir a artistas como Jessica Simpson y a una constelación de estrellas de la música pop que ha conseguido contratos fabulosos? ¿Por qué surgen en el seno de una familia británica pobre que vive en un pueblo remoto y que no han tenido acceso a la educación tres escritoras de clase mundial? Los semilleros de talento son lugares misteriosos, y su característica más peculiar es que florecen sin previo aviso. Los primeros jugadores de béisbol de la diminuta isla de República Dominicana llegaron a las ligas importantes de Estados Unidos en la década de 1950; hoy, de cada nueve jugadores de las grandes ligas uno proviene de allí. La primera jugadora de golf surcoreana que ganó un torneo de la Asociación de Golf Profesional Femenina (LPGA) lo hizo en 1998; el año pasado había 43 jugadoras de ese país compitiendo en el Tour de la LPGA. En 1991 sólo un chino se había inscrito en la competición de piano Van Cliburn; en el último certamen participaron ocho personas de ese país, un salto proporcional que se refleja también en las principales orquestas sinfónicas alrededor del mundo. Los medios de comunicación tienden a tratar a cada semillero como un fenómeno singular pero, en verdad, todos ellos forman parte de un modelo más grande y antiguo. Recordemos a los compositores de la Viena del siglo XIX, a los escritores de la Inglaterra de Shakespeare o a los artistas del Renacimiento italiano (durante este período la soporífera ciudad de Florencia, que contaba con una población de 70 000 habitantes, produjo de pronto una explosión de genios inédita en la historia y que jamás se ha vuelto a ver). Las preguntas que nos hacemos en estos casos son siempre las mismas: ¿de dónde procede este talento? ¿Cómo se desarrolla? La respuesta podría comenzar con la historia de una pecosa chica de trece años llamada Clarissa. Esta joven lleva una sudad era azul con capucha y pantalones cortos; tiene una expresión de indiferencia soñolienta. La conocemos a través de una cinta de vídeo, cuyo título oficial es Shorterclarissa3.mov, pero que debería haberse titulado La chica que realizó un mes de práctica en sólo seis minutos. Clarissa formaba parte de un estudio grabado por el psicólogo y músico australiano Gary McPherson, quien siguió el progreso de Clarissa con el clarinete durante varios años. Página | 2 Esta chica es un caso interesante porque, en el momento en que la conocimos, era un claro ejemplo de mediocridad musical. Según las pruebas de aptitud y los testimonios de su maestra, de sus padres y de ella misma, Clarissa no posee ningún don para la música: carece de oído musical, su sentido del ritmo es corriente y su motivación escasa (en la parte escrita del estudio, ella marcó «porque se supone que debo hacerlo» como la razón más poderosa que tenía para estudiar música). A pesar de todo eso, Clarissa se ha hecho famosa en los círculos de musicología. Y es que en una mañana cualquiera, esta chica normal fue grabada haciendo algo que estaba, claramente, fuera de lo común: en cinco minutos y cincuenta y cuatro segundos, Clarissa multiplicó por diez, según los cálculos de McPherson, su velocidad de aprendizaje. Y lo más sorprendente es que ella ni siquiera se dio cuenta. McPherson, cuya relación con el rodaje es similar a la que existe entre los historiadores del asesinato de Kennedy y la película de Zapruder1, prepara la cámara. Es por la mañana, el momento en que Clarissa suele ensayar con el clarinete, al día siguiente de su lección semanal. Clarissa está trabajando en una canción nueva para ella y que se titula Golden Wedding, una melodía de 1941 cuyo autor es el clarinetista de jazz Woody Herman. La muchacha ha escuchado la canción varias veces y le gusta. Ahora intenta tocada. Clarissa coge aire y toca dos notas; luego se detiene. Aparta la boquilla del clarinete de sus labios y mira la partitura. Entrecierra los ojos. Ahora toca siete notas, la frase de apertura de la canción. Falla en la última nota y se detiene inmediatamente; aparta el clarinete de sus labios. Vuelve a examinar la partitura con los ojos entrecerrados y tararea la frase suavemente: Da da dum da. Clarissa vuelve a empezar e interpreta la pieza desde el principio, esta vez tocando un par de notas más de la melodía. Falla en la última de ellas, vuelve hacia atrás y enmienda el error. El inicio de la canción está empezando a tomar forma, las notas tienen nervio y sentimiento. Cuando Clarissa acaba con esta frase, vuelve a hacer una pausa durante seis largos segundos; aparentemente, está reproduciendo la melodía en su cabeza, y mueve los dedos sobre el clarinete mientras piensa. Luego se inclina hacia adelante, aspira profundamente y vuelve a empezar. Lo que toca suena bastante mal. No es música; son tandas de notas quebradas, espasmódicas y lentas, plagadas de fallos y paradas. El sentido común nos llevaría a pensar que Clarissa está fracasando estrepitosamente. Pero, en este caso, nuestro sentido común estaría totalmente equivocado. ‐Este material es asombroso ‐dice McPherson‐. Cada vez que veo estas imágenes detecto cosas nuevas, increíblemente sutiles y poderosas. Así es como un músico profesional ensayaría un miércoles para la actuación del sábado. En la pantalla, Clarissa se inclina hacia la partitura y descubre un sol sostenido que nunca antes había tocado. Mira su mano y luego la partitura; después dirige de nuevo la vista hacia su mano. Tararea la melodía. Clarissa está levemente inclinada hacia adelante; parece como si estuviera caminando en contra de una corriente de viento helado; su rostro, dulce y cubierto de pecas, se tensa cuando entre cierra los ojos. Vuelve a tocar la frase una y otra vez. En cada intento, añade una capa de espíritu, de ritmo; le da un giro nuevo. 1 Abraham Zapruder estrenó su cámara de 8 mm rodando la secuencia del asesinato de John F. Kennedy en Dalias y convirtiendo esa breve película en uno de los documentos más importantes de la historia del siglo xx. (N. del t.) Página | 3 ‐¡Mira eso! ‐dice McPherson‐. Tiene un programa en la cabeza y se compara constantemente con él. Está trabajando con frases, con pensamientos completos. No ignora los errores, los escucha y los corrige. Clarissa está encajando pequeñas piezas en el conjunto; aleja y acerca la lente de manera continua, está ascendiendo hacia un nivel más alto. Ésta no es en absoluto una práctica corriente. Es algo más: un proceso centrado en el error y en objetivos elevados. Hay algo que está creciendo se está construyendo. La canción comienza a brotar y, con ella, surge una nueva cualidad dentro de Clarissa. La cámara continúa rodando. Después de haber practicado Colden Wedding, Clarissa comienza a trabajar la siguiente pieza, El Danubio azul. Sin embargo, en esta ocasión lo toca de una tirada, sin detenerse en ningún momento. Sin paradas abruptas; la melodía se proyecta de forma armoniosa y reconocible, aunque con algún chirrido ocasional. A pesar de ello, McPherson se queja. ‐Está tocando como si estuviese en una pasarela mecánica ‐dice‐. Es absolutamente horrible. No piensa, no aprende, no construye nada, sólo está perdiendo el tiempo. Clarissa pasa de algo peor de lo normal a brillante; luego vuelve al principio y demuestra que no tiene la menor idea de lo que está haciendo. Después de unos momentos, McPherson ya no puede soportarlo más. Rebobina la cinta y observa otra vez cómo Clarissa practica Colden Wedding. Quiere ver esas imágenes de nuevo por la misma razón que yo: no reflejan una habilidad heredada genéticamente, sino algo mucho más interesante. Se trata de seis minutos de vídeo sobre una persona corriente que accede a una zona productiva mágica, a una zona donde se crea un grado de habilidad mayor cada segundo que pasa. ‐Dios mío ‐dice McPherson con tono triste‐. Si alguien fuese capaz de embotellar esto, valdría millones. Este libro trata de una idea muy simple: Clarissa y los semilleros de talento funcionan de idéntico modo. En uno y otros casos se ha activado el mismo mecanismo neurológico, aquel por medio del que los modelos de práctica específica construyen la habilidad. Sin saberlo, se ha encontrado una zona de aprendizaje acelerado que, si bien no puede ser realmente «embotellada», sí es accesible a aquellos que saben cómo activada. En resumen, se han descifrado las claves del talento. Las claves del talento está basado en revolucionarios descubrimientos científicos, entre los que se cuenta un aislador neural llamado mielina que algunos neurólogos consideran el santo grial de la adquisición de habilidades. He aquí la razón: toda habilidad humana, ya sea jugar al béisbol o interpretar a Bach, proviene de una cadena de fibras nerviosas que transmite un diminuto impulso eléctrico básicamente una señal, que viaja a través de un circuito. La mielina rodea esas fibras nerviosas del mismo modo en' que un aislamiento de goma envuelve un alambre de cobre: hace que la señal sea más veloz y fuerte porque impide que se escapen los impulsos eléctricos: Cuando encendemos nuestros circuitos de la manera correcta (cuando practicamos el swing con ese palo de golf o tocamos esa nota), nuestra mielina responde cubriendo el circuito neural y añadiendo, en cada nueva capa, un poco más de habilidad y velocidad. Cuánto más gruesa sea la capa de mielina, mayor será su capacidad de aislamiento, de manera que nuestros movimientos y pensamientos se volverán más veloces y precisos. ‐ La mielina es importante por varias razones: es universal, todo el mundo puede cultivada ‐de un modo más rápido durante la infancia, pero también a lo largo de toda la vida‐; es indiscriminada, su crecimiento permite toda clase de habilidades; es imperceptible, no podemos veda ni sentida; podemos percibir su incremento sólo a través de sus efectos aparentemente mágicos. Aun así, la razón más significativa por la que la mielina es importante es que nos proporciona un modelo nuevo y vívido para entender la habilidad: se trata de un aislamiento celular que envuelve los circuitos neurales y que se desarrolla en respuesta a Página | 4 determinadas señales. Cuanto más tiempo y energía se dedique a practicar correctamente, cuanto más tiempo se permanezca en la zona de Clarissa y se activen las señales adecuadas a través de sus circuitos, más habilidades se obtienen. O, para decirlo de una manera ligeramente diferente, todos los semilleros de talento operan de acuerdo con los mismos principios de acción, no importa cuán diferentes puedan parecernos. Como lo ha expresado el doctor George Bartzokis, un neurólogo e investigador sobre la mielina de la Universidad de California, Los Ángeles: «Todas las habilidades, todo el lenguaje, toda la música, todos los movimientos están hechos de circuitos vivos; y todos los circuitos crecen según determinadas reglas». En las páginas siguientes aprenderemos más cosas acerca de esas normas hablando con los mejores jugadores de fútbol, ladrones de bancos, violinistas, pilotos de combate, artistas y ases del skateboard del mundo. Exploraremos algunos sorprendentes semilleros de talento que están logrando éxitos gracias a razones que ni siquiera sus residentes son capaces de adivinar. Conoceremos a una selección de científicos, entrenadores, maestros e investigadores en el campo del talento que están revelando dimensiones absolutamente nuevas en cuanto a los medios en que se adquiere la habilidad. Pero, sobre todo, exploraremos las diversas formas en que esta información puede ayudarnos a marcar la diferencia en lo que al potencial se refiere en nuestras vidas y en las de quienes nos rodean. La idea de que todas las habilidades crecen a partir del mismo mecanismo celular parece extraña y sorprendente, ya que el abanico de habilidades posibles es increíblemente amplio. Por otra parte, toda la variedad de este planeta se construye a partir de mecanismos compartidos y adaptables; la evolución no podría haberse producido de otra manera. La mente de los recién nacidos llega sin saber qué es lo que va a aprender, sólo sabe que va a aprender. Los jugadores de tenis, cantantes y pintores no tienen muchas cosas en común, pero todos aumentan su rendimiento y mejoran gradual mente el ritmo, la velocidad y la precisión. Pulen el circuito neural, obedeciendo las leyes de las claves del talento. Las claves y este libro están formados por tres elementos básicos a los que yo llamo práctica intensa, ignición y maestro instructor. Como sucede con cualquier mecanismo, la convergencia de‐los tres elementos es la clave para crear la habilidad. Si eliminas de ellos, el proceso se vuelve más lento. Si los combinas, incluso durante sólo seis minutos, las cosas comienzan a cambiar. Página | 5 I LA PRÁCTICA INTENSA Página | 6 1 EL PUNTO DULCE Te volverás más inteligente a través de tus errores. PROVERBIO ALEMÁN Los Harvard de alambrada En diciembre de 2006 comencé a visitar lugares diminutos que producen cantidades de talento tan grandes como el Everest2. Mi viaje comenzó en una ruinosa pista de tenis de Moscú y, a lo largo de los catorce meses siguientes, me llevó a un campo de fútbol de São Paulo, Brasil, a un estudio vocal de Dallas, Texas, a una escuela situada en un barrio superpoblado de San José, California, a una academia de música destartalada en los Adirondacks, Nueva York, a una isla loca por el béisbol en el Caribe y a un puñado más de lugares tan pequeños, humildes y titánicamente logrados que un amigo los bautizó como «los Harvard de alambrada». El viaje presentó unos cuantos desafíos. El primero de ellos consistió en encontrar una manera de explicarle el proyecto a mi esposa y a mis cuatro hijos pequeños de manera que sonase lo más lógico (entiéndase: menos estúpido) posible. Decidí describirlo como una gran expedición parecida a las que emprendían los naturalistas del siglo XIX. Poniendo cara de póquer, hice comparaciones entre mi viaje y la travesía de Charles Darwin a bordo del Beagle; expuse sensatamente cómo ciertos lugares pequeños y aislados pueden amplificar modelos y fuerzas, funcionando como una especie de platos de Petri. Estas explicaciones parecieron dar resultado; al menos por un momento. ‐Papá se marcha a buscar un tesoro ‐alcancé a oír que mi hija Katie, de diez años, les explicaba pacientemente a sus dos hermanas pequeñas‐. Como si se tratara de una gincana. La búsqueda de un tesoro, una gincana... De hecho, no era algo tan distinto. Los nueve semilleros que visité durante mi viaje no tenían prácticamente nada en común, excepto que existían. Cada uno de ellos representaba una imposibilidad estadística, un ratón que no sólo rugía sino que además, de alguna manera misteriosa, había llegado a ser el amo del bosque. Pero ¿cómo? La primera pista llegó en forma de modelo inesperado. Cuando comencé a visitar los semilleros de talento, esperaba quedar deslumbrado. Esperaba ser testigo de una velocidad, una potencia y una elegancia de clase mundial. Mis expectativas se vieron superadas... durante aproximadamente la mitad del tiempo. En ese período, el hecho de estar en un semillero de talento me hacía sentir como si me encontrara en medio de una manada de ciervos a la carrera: todo se movía más rápido y con más fluidez que en la vida cotidiana. (Vuestro ego no habrá sido puesto realmente a prueba hasta que un crío de ocho años tenga que apiadarse de vosotros en una pista de tenis.) 2 La palabra «talento» puede resultar vaga y estar cargada de alusiones ambiguas acerca del potencial, especialmente cuando se trata de gente joven. Para que quede más claro y teniendo en cuenta que la investigación muestra que ser un prodigio es un indicador poco fiable de éxito a largo plazo, definiremos aquí el talento en su sentido más estricto: la posesión de habilidades repetibles que no dependen del tamaño físico. Página | 7 Pero eso sólo ocurrió durante la mitad del tiempo. Durante la otra mitad fui testigo de algo muy diferente: de momentos de lucha lenta e incierta, similar a la que había visto en el vídeo de Clarissa. Era como si la manada de ciervos se hubiera topado de pronto con la ladera de una colina cubierta de hielo: clavaron los frenos, se detuvieron, echaron un vistazo y meditaron a conciencia cada paso. Todo avance estuvo relacionado con pequeños fallos, con un continuo de chapuzas con algo más: una expresión facial común; una mirada furtiva, tirante e intensa que hizo que todos ellos comenzaran a parecerse misteriosamente (sé que esto suena extraño) a Clint Eastwood. Conozcamos a Brunio. Tiene once años y está tratando de aprender un nuevo movimiento de fútbol en un campo de cemento en São Paulo, Brasil. Brunio se mueve lentamente, sintiendo cómo rueda el balón bajo las suelas de sus zapatillas baratas. Intenta aprender el elástico, una maniobra de dominio del balón en la que Brunio toca ligeramente la pelota con el exterior del pie y luego lo mueve rápidamente alrededor para empujado en dirección opuesta con el interior del pie. Cuando el movimiento se hace correctamente, da la sensación de que el jugador tuviese el balón en una cinta elástica. Brunio lo intenta, falla; luego se detiene un momento y piensa. Repite el movimiento más lentamente y vuelve a fallar..., el balón se le escapa del pie. Entonces se detiene y vuelve a pensar. Ahora realiza el movimiento aún más lentamente, dividiéndolo en partes: primero esto, luego eso y finalmente aquello. Su rostro está tenso; su mirada está tan concentrada que daría la impresión de que su mente está en otra parte. En este momento ocurre algo: Brunio comienza a dominar el movimiento. Conozcamos ahora a Jennie. Tiene veinticuatro años y se encuentra en un pequeño y estrecho estudio vocal de Dallas trabajando en los coros de una canción pop titulada Running Out of Time. Jennie intenta cantar el gran final, momento en el que ella convierte la palabra time en una auténtica cascada: de notas. Lo intenta, falla y hace una pausa; piensa un momento y vuelve a cantar con un ritmo mucho más lento. Cada vez que Jennie falla una nota, para y vuelve al principio de la canción o al punto donde cometió el error. Jennie canta y se detiene, canta y se detiene. Entonces, de pronto, lo consigue. Las piezas encajan en su sitio: al sexto intento, Jennie interpreta el compás a la perfección. Cuando vemos a la gente que practica o ensaya de manera efectiva, solemos describir el fenómeno con palabras como «fuerza de voluntad» o «concentración». Pero esas expresiones no son del todo acertadas, ya que no captan la característica clásica de ese hecho: ascender por una ladera helada. Las personas que están dentro de los semilleros de talento realizan una actividad que parece, a primera vista, extraña y sorprendente, buscan las colinas de laderas resbaladizas. Al igual que Clarissa, están actuando deliberadamente en los bordes de su habilidad, de modo que saben que fallarán. Y que, de alguna manera, esos errores harán que mejoren. ¿Cómo sucede eso? Intentar describir el talento colectivo de los jugadores de fútbol de Brasil es como tratar de describir la ley de la gravedad. Se puede medir: los cinco títulos de la Copa del Mundo y los cerca de novecientos talentos que firman contratos cada año con clubes europeos. También se puede enumerar la procesión de grandes estrellas como Pelé, Zico, Sócrates, Romario, Ronaldo, Juninho, Robinho, Ronaldinho, Kaká o cualquiera de los otros jugadores que ha lucido merecidamente la corona de mejor jugador del mundo. No obstante, el poderío del talento brasileño no puede confinarse a nombres y números. Es algo que tiene que sentirse. Todos los días, los aficionados al fútbol de todo el mundo son testigos de la misma escena: un grupo de jugadores rivales rodean a un brasileño dejándolo sin opciones, sin espacio, sin esperanza. Entonces, se produce un movimiento veloz, parecido a una danza: una finta, un toque, un estallido de velocidad y, súbitamente, el jugador brasileño tiene el camino despejado y se aleja de sus ahora enredados rivales con el Página | 8 aplomo y la indiferencia de quien se baja de un autobús atestado de gente. Todos los días, Brasil consigue algo muy difícil e improbable: produce un porcentaje de jugadores habilidosos inusualmente alto para un juego en el que compite todo el planeta. Convencionalmente, esta clase de talento concentrado se explica atribuyéndolo a la combinación de gene s y factores medio‐ ambientales. En esta línea de pensamiento, Brasil es un país grande porque en él confluyen características realmente únicas: un clima templado, una pasión profunda por el fútbol y una población genéricamente diversa compuesta por 190 millones de habitantes (el 40 por ciento de los cuales vive en la más absoluta pobreza y ansía escapar de esa situación a través de lo que llaman jogo bonito). Sumemos todos estos factores y voilá!: tenemos aquello que a los comentaristas les gusta describir como la fábrica ideal para la excelencia del fútbol. Pero existe un pequeño problema con esta manera de pensar: Brasil no ha sido siempre grande. En las décadas de 1940 y 1950, aun con su mismo clima, su gran pasión y su pobreza firmemente instalada, la fábrica ideal producía resultados que no eran ni mucho menos espectaculares: no ganaron ninguna Copa del Mundo; no lograron derrotar a Hungría, el equipo que por entonces estaba considerado como la primera‐ potencia mundial del fútbol; durante los cuatro intentos que tuvieron, exhibieron muy pocas de las asombrosas habilidades de improvisación por las que su fútbol ha llegado a ser conocido hoy en todo el mundo. No fue hasta 1958 cuando Brasil consiguió formar un equipo realmente brillante, en el que Pelé debutó con diecisiete años para participar en la Copa del Mundo que se celebró aquel año en Suecia3. Si en algún momento durante la próxima década Brasil perdiera su destacado lugar en este deporte (como le sucedió a Hungría), entonces el argumento de que Brasil es único nos dejaría sin ninguna respuesta imaginable. Tan sólo podríamos encogemos de hombros y aplaudir al nuevo campeón, que sin duda poseerá una serie de características propias también únicas. La pregunta sigue vigente: ¿cómo consigue Brasil producir tantos grandes jugadores? La respuesta es sorprendente: Brasil produce grandes jugadores porque, desde la década de 1950, los brasileños han entrenado de una manera particular, utilizando una herramienta concreta que hace que la capacidad de manejo del balón se desarrolle de forma más rápida que en cualquier otro lugar del mundo. Como si de una nación de Clarissas se tratase, los brasileños han encontrado una manera de acelerar su aprendizaje y, al igual que la joven clarinetista, apenas son conscientes de este hecho. Yo he bautizado a esta clase de entrenamiento como «práctica intensa» y, como veremos más adelante, no se aplica solamente al fútbol. La mejor manera de entender este concepto de práctica intensa es realizarla. Dedica unos segundos a examinar las siguientes listas; emplea la misma cantidad de tiempo en cada una de ellas. 3 Los historiadores del fútbol fijan el momento del afianzamiento de la selección brasileña en los tres minutos iniciales de la victoria de este equipo contra la poderosa escuadra de la Unión Soviética en una de las semifinales de ese campeonato. Los soviéticos, que estaban considerados como la máxima expresión de la técnica moderna, fueron barridos del campo de juego por la increíble habilidad de Pelé, Garrincha y Vavá. Como dijo en aquel momento el comentarista Luis Mendes: «Los sistemas científicos de la Unión Soviética han muerto aquí mismo. Ellos lograron enviar al primer hombre al espacio, pero no han podido sujetar a Garrincha». Página | 9 A B océano /brisa pan /m_ntequilla hoja / árbol música / l jra dulce / amargo z_pato / calcetín película / actriz teléfono / lib_o gasolina / motor pa_atas / salsa instituto / universidad Lpiz / papel pavo / relleno río / b_te fruta / vegetal c rveza / vino ordenador / chip televisión / rad_o silla / sofá a_muerzo / cena Ahora dale la vuelta a la página. Sin mirar, trata de recordar tantos pares de palabras como te sea posible. ¿De cuál de las dos columnas recuerdas más palabras? Si eres como la mayoría de las personas, sin lugar a dudas recordarás más palabras de la columna B que de la A, es decir, habrás memorizado aquellas que son fragmentarias. Los estudios en este campo demuestran que recodarás tres veces más palabras de la segunda columna. Es como si en esos pocos segundos tus habilidades mnemotécnicas se hubieran agudizado. Si éste hubiese sido un test, tu puntuación en la columna B habría sido un 300 por ciento más elevada. No es que tu coeficiente intelectual aumentara mientras mirabas la columna B, no te has convertido en alguien diferente, no te ha iluminado ningún genio (lo siento). Cuando te encontraste con el espacio en blanco, se produjo en ti algo imperceptible y profundo: te detuviste, experimentaste un nano segundo de lucha, y ese instante marcó la diferencia. Cuando mirabas la columna B, no lo hacías con más esfuerzo, sino con más intensidad. Otro ejemplo: digamos que te encuentras en una fiesta y estás haciendo verdaderos esfuerzos por recordar el nombre de una persona conocida. Si alguien te dice cómo se llama, las posibilidades de que lo vuelvas a olvidar son muy elevadas, pero si consigues recordar el nombre sin ayuda de nadie (emitir la señal en lugar de recibirla) lo grabarás en tu memoria. Y no es que el nombre se convierta, de alguna manera, en algo más importante, sino que simplemente lo habrás buscado de una manera más intensa. O digamos que te encuentras en un avión y, tal vez por enésima vez en tu vida, observas a la azafata de cabina mientras ofrece esa clara y concisa demostración de cómo debemos ponernos el chaleco salvavidas. Después de una hora de vuelo, el avión sufre una sacudida y la voz nerviosa del comandante surge de los altavoces para pedir a los pasajeros que se coloquen los chalecos salvavidas cuanto antes. ¿Crees que podrías hacerla con rapidez? ¿Recuerdas cómo se sujetaban esas correas negras? ¿Dónde se colocaban las lengüetas? Página | 10 Aquí tenemos un escenario alternativo: vamos en el mismo vuelo, pero en esta ocasión, en lugar de dedicar un minuto a observar la demostración de cómo se coloca el chaleco, dedicas ese tiempo a ponértelo. Pasas el plástico amarillo por tu cabeza y manoseas' las lengüetas y las correas. Una hora más tarde, el avión sufre una sacudida y la voz del capitán resuena a través de los altavoces. ¿Serás más rápido en esta ocasión? La práctica intensa se construye sobre una paradoja: el hecho de esforzarte de\determinadas maneras para conseguir objetivos específicos (permitiéndote cometer errores y hacer un poco el ridículo) te vuelve más inteligente. 0, por decirlo de otro modo, aquellas experiencias en las que te ves obligado a ir más despacio, a cometer errores y a enmendarlos (como si tuvieras que subir por la ladera helada de una colina) acaban por volverte más ágil sin que te des cuenta de ello. ‐Nosotros pensamos que el rendimiento sin esfuerzo es algo deseable; sin embargo, se trata de una manera terrible de aprender ‐dice Robert Bjork, el hombre que desarrolló los ejemplos que he expuesto más arriba. Bjork, catedrático de Psicología en la Universidad de California, Los Ángeles, ha pasado la mayor parte de su vida investigando cuestiones 'relacionadas con la memoria y el aprendizaje. Es un erudito risueño y alegre, dispuesto a analizar desde las curvas del deterioro de la memoria a cómo Shaquille O'Neal, la estrella de la NBA famosa por los fallos que comete al lanzar tiros libres, debería tirados desde distancias extrañas: 5 o 6 metros, en lugar de los 4,5 reglamentarios. (El diagnóstico de Bjork: «Shaq necesita desarrollar la capacidad de modular sus programas matrices. Hasta entonces seguirá lanzando horriblemente mal».) ‐Las cosas que parecen ser obstáculos se convierten a la larga en aconsejables ‐dice Bjork‐. Un encuentro auténtico, aunque dure sólo unos pocos segundos, es mucho más provechoso que varios cientos de observaciones. En este sentido, Bjork cita un experimento realizado por Henry Roediger en la Universidad Washington en Saint Louis. Los estudiantes fueron divididos en dos grupos y se les pidió que estudiaran un texto de historia natural. El grupo A dedicó cuatro sesiones a estudiar el texto. El grupo B lo estudió sólo una vez, pero se examinó del mismo en tres ocasiones. Una semana más tarde, los dos grupos realizaron un nuevo examen sobre el texto, y el grupo B obtuvo una puntuación un 50 por ciento más alta que la del grupo A. Habían estudiado una cuarta parte y, sin embargo, habían aprendido mucho más4. La razón, según explica Bjork, reside en el modo en que está formado nuestro cerebro. ‐Tendemos a pensar que nuestra memoria es una especie de grabadora, pero nos equivocamos ‐dice‐o Se trata de una estructura viva, de un andamio de un tamaño casi infinito. Cuantos más impulsos y encuentros generamos, cuantas más dificultades superamos, mayor será el andamiaje que construimos. A mayor número de andamios construidos, mayor velocidad de aprendizaje. Cuando practicas intensamente, las reglas por las que habitualmente se rige el mundo quedan suspendidas. El tiempo se utiliza de una manera más eficaz; los esfuerzos pequeños producen resultados importantes‐y duraderos. Es un momento de poder, consiste en elegir un objetivo que esté más allá de tus habilidades actuales, en concretar la lucha. Moverse a ciegas no ayuda en absoluto; llegar sí. 4 Catherine Fritz, una de las alumnas de Bjork, dijo que había aplicado estas ideas a sus tareas escolares, Elevó en un punto su nota media estudiando la mitad. Página | 11 ‐Todo se reduce a encontrar el punto dulce ‐dice Bjork‐. Existe una brecha entre lo que uno sabe y lo que está tratando de hacer. Cuando se encuentra el punto dulce, el aprendizaje despega. La práctica intensa es un concepto extraño por dos razones. La primera de ellas es que va en contra de nuestras intuiciones acerca del talento. Habitualmente pensamos que la práctica se relaciona con el talento de la misma forma en que una piedra de afilar se relaciona con un cuchillo: es vital, pero inútil sin una hoja sólida de la llamada habilidad natural. La práctica intensa plantea una posibilidad fascinante: ¿es posible que la práctica pudiera ser aún más importante de lo que suponemos? La segunda razón por la que la práctica profunda es un concepto extraño tiene que ver con que aquellos hechos que normalmente intentamos evitar (sobre todo los errores) se convierten con ella en habilidades. Por lo tanto, para entender cómo actúa la práctica intensa, debemos tener en cuenta en primer término la importancia, inesperada pero crucial, que tienen los errores en el proceso de aprendizaje. Una buena manera de entender esto es plantear un ejemplo extremo. Es decir, ¿cómo conseguimos ser buenos en algo cuando el hecho de cometer un error al hacerlo implica que podemos morir en el intento? ' El inusual artefacto de Edwin Link En el invierno de 1934, el presidente Franklin Delano Roosevelt tuvo un problema: los pilotos del Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos, los aviadores que según la opinión general eran más hábiles y estaban más capacitados para el combate de todas las fuerzas armadas norteamericanas, estaban muriendo en diversos accidentes de avión. El 23 de febrero, un piloto se ahogó cuando tuvo que amerizar frente a la costa de Nueva Jersey; otro perdió la vida cuando su avión volcó en una zanja, en Texas. El 9 de marzo, otros cuatro pilotos fallecieron cuando sus aviones se estrellaron en Florida, Ohio y Wyoming. Lo más irónico de esta terrible situación era que ni siquiera había sido provocada por la guerra, los pilotos simplemente trataban de atravesar tormentas de invierno mientras transportaban el correo. La investigación sobre la posible causa de los accidentes destapó un escándalo corporativo. Las pesquisas del Senado revelaron la existencia de un plan multimillonario que las aerolíneas comerciales que se encargaban del transporte de los efectos postales de Estados Unidos habían trazado con la intención de fijar precios. La reacción del presidente Roosevelt no se hizo esperar: canceló todos los contratos. Para cubrir el servicio vacante, el presidente recurrió al Cuerpo Aéreo, cuyos generales deseaban exhibir las habilidades de sus pilotos y demostrarle a Roosevelt que se merecían el estatus de una rama militar con todas sus atribuciones: igual que el ejército y la marina. Esos generales, en su mayoría, estaban en lo cierto: los pilotos del Cuerpo Aéreo estaban dispuestos a hacerla, eran muy valientes. Pero durante las terribles tormentas del invierno de 1934, como hemos dicho, algunos de ellos se estrellaron mientras pilotaban sus aviones. A primera hora de la mañana del 10 de marzo, tras la muerte del noveno piloto en veinte días, el presidente Roosevelt le pidió al general Benjamin Foulois, comandante del Cuerpo Aéreo, que se reuniera con él en una sala de la segunda planta de la Casa Blanca. ‐General‐dijo el presidente con tono enérgico‐. ¿Cuándo van a acabar estas muertes del correo aéreo? Buena pregunta; una pregunta que el presidente Roosevelt podría haber dirigido a la empresa que entrenaba a los pilotos. Durante los primeros años del siglo XX, el entrenamiento de estos profesionales se basó en la idea de que los buenos pilotos nacían, no se hacían. La mayoría de los programas seguían un procedimiento idéntico: primero, el instructor subía al potencial alumno al avión y ejecutaba una serie de rizos y acrobacias. Si el alumno no echaba hasta la primera papilla, se consideraba que tenía aptitudes Página | 12 suficientes para convertirse en piloto. Después de varias semanas de instrucción en tierra, se le permitía hacerse cargo, gradualmente, de los mandos del avión. Los alumnos aprendían haciendo circular el avión por tierra y «saltando como pingüinos» en aviones de alas cortas y gruesas; o simplemente volaban, se estrellaban y confiaban. (El apodo de Lucky Lindy"5 era todo un acierto.) El sistema no funcionaba demasiado bien: los primeros índices de mortalidad entre los pilotos de algunas escuelas de aviación del ejército se acercaban al 25 por ciento y en 1912, ocho de los catorce pilotos del ejército norteamericano murieron en accidentes aéreos. Hacia 1934, se habían perfeccionado las técnicas y la tecnología, pero aún eran primitivas. El «Fiasco del correo aéreo», como llegó a conocerse rápidamente el problema de Roosevelt, hizo que tuvieran que enfrentarse a la cuestión: ¿existía alguna manera mejor de aprender a volar? La respuesta llegó, inesperadamente, de la mano de Edwin Albert Link, Jr., hijo de un fabricante de pianos y órganos de Binghampton (Nueva York), que creció trabajando en la fábrica de su padre. Delgado, con una nariz corva y muy obstinado, cuando sólo contaba dieciséis años Link sintió una irresistible tentación de volar y asistió a una clase que costaba 50 dólares, impartida por Sidney Chaplin, hijo del gran astro del cine. «Durante la mayor parte de esa hora, hicimos rizos y giros en barrena. Volamos muy cerca de todo lo que había a la vista ‐recordó Link más tarde‐o Gracias a Dios no me descompuse, pero cuando aterrizamos yo no había tocado los mandos en ningún momento. Entonces pensé: "Es una manera estúpida de enseñarle a alguien a volar".» La fascinación de Link por los aviones continuó creciendo. Comenzó a frecuentar a los pilotos locales que aparecían en ferias y festivales haciendo acrobacias, y les pedía que le diesen clases. Aunque el padre de Link no apreciaba en absoluto su interés por el pilotaje (al joven Edwin lo despidieron de su trabajo en la fábrica de órganos cuando su padre se enteró de su afición por los aviones), Link finalmente se compró un Cessna de cuatro plazas. Mientras tanto, su mente seguía dando vueltas a la idea de mejorar la instrucción para aprender a pilotar aviones. En 1927, siete años después de su primera clase con Chaplin, Link decidió ponerse manos a la obra. Tomó prestados fuelles y bombas neumáticas de la fábrica de órganos de su padre y construyó un artefacto que ocupaba poco más que una bañera e incluía los elementos clave de un avión. El artefacto contaba con unas alas abatibles, cortas y romas, una cola diminuta, un panel de instrumentos y un motor eléctrico que hacía que el artilugio rodara, cabeceara o virara según le indicaran los mandos del piloto. En el morro se encendía una pequeña luz cuando el piloto cometía un error. Link lo bautizó como el «Instructor Link» y publicó un anuncio: enseñaría cómo realizar un vuelo regular y un vuelo instrumental (la habilidad de volar a ciegas a través de la niebla y las tormentas confiando sólo en la lectura de los diferentes indicadores). Enseñaría a volar en la mitad del tiempo y por la mitad de su coste. Decir que el mundo ignoró el dispositivo creado por Link no sería del todo cierto. La verdad es que el mundo lo miró y emitió un sonoro y rotundo «no». Ni las academias militares, ni las escuelas de vuelo privadas, ni los pilotos de acrobacias se mostraron interesados en el invento. Después de todo, ¿cómo se podía aprender a volar con un juguete? Sin embargo, una autoridad como la Oficina de Patentes de Estados Unidos declaró que el invento de Link era un «dispositivo de entretenimiento, novedoso y rentable». Si bien Link consiguió vender cincuenta unidades a parques de atracciones y salones recreativos, sólo dos de ellos consiguieron llegar a instalaciones reales de entrenamiento. Una de sus creaciones fue a parar a un aeródromo naval en Pensacola (Florida), mientras que la unidad de la Guardia Nacional de Nueva Jersey, estacionada en Newark, alquiló otra. Hacia 5 Apodo del famoso aviador Charles Lindbergh. (N. del t.) Página | 13 comienzos de la década de 1930, la actividad de Link se había visto reducida al transporte de uno de sus dispositivos en un remolque. Iba a las ferias que organizaban los diferentes condados y cobraba 25 centavos por montarse en él. Cuando en el invierno de 1934, estalló el llamado Fiasco del correo aéreo, la desesperación se apoderó de los altos mandos del Cuerpo Aéreo. Casey Jones, un veterano que entrenaba a muchos de los pilotos del ejército, recordó el simulador creado por Link y convenció a un grupo de oficiales del Cuerpo Aéreo para que le echasen otro vistazo. A comienzos de marzo, le pidieron a Link que volase desde su casa en Cortland (Nueva York) hasta Newark. Se trataba de que hiciera una demostración con el dispositivo que le había alquilado a la Guardia Nacional. Lamentablemente, el día concertado para la reunión amaneció nuboso: visibilidad cero, viento y lluvia torrencial. Los comandantes del Cuerpo Aéreo, que entonces ya estaban familiarizados con las posibles consecuencias de estos peligros, llegaron a la conclusión lógica de que ningún piloto podría volar con ese tiempo, independientemente de lo valiente o hábil que fuese. Estaban a punto de marcharse cuando oyeron un leve zumbido como el de un insecto, en medio de la niebla; cada vez lo oían más cerca. El avión de Link apareció como un fantasma, materializándose sólo unos pocos metros por encima de la pista; se posó en tierra con un aterrizaje perfecto y se deslizó hasta donde se encontraban los sorprendidos generales. Aquel sujeto flaco y desgarbado no se parecía a Lindbergh, pero volaba como él... y con la única ayuda de los instrumentos de cabina. Link procedió a hacer una demostración del funcionamiento de su simulador y con ella produjo uno de los primeros momentos de la historia en las que el poder intelectual derrotó a la tradición militar. Los oficiales vieron y comprendieron el potencial de aquel invento. Ordenaron el primer envío de 10000 instructores Link. Hacia finales de la segunda guerra mundial, 500 000 aviadores habían pasado millones de horas en lo que llamaban cariñosamente «La caja azul»6. En 1947, el Cuerpo Aéreo se convirtió finalmente en la Fuerza Aérea de Estados Unidos y Link continuó construyendo simuladores de vuelo para aviones de reacción, bombarderos y el módulo lunar de la misión Apolo. La razón por la que el instructor creado por Edwin Link funcionó tan bien es la misma por la que tú obtuviste una puntuación mejor en el test de la letra ausente de Bjork. Este artefacto permite que los pilotos practiquen más intensamente, que se detengan, se esfuercen, cometan errores y aprendan de ellos. Después de pasar unas pocas horas dentro de un instructor Link, un piloto puede «despegar» y «aterrizar» una docena de veces valiéndose tan sólo de los instrumentos. En el instructor pueden lanzarse en picado, ahogar el motor, recuperarse y pasarse horas instalados en el punto dulce, al límite de sus posibilidades, y efectuando maniobras que jamás podrían probar en un avión real. Los pilotos del Cuerpo Aéreo que entrenaron con instructores Link no eran más valientes o más inteligentes que los que se habían estrellado. Simplemente tuvieron la oportunidad de practicar más intensamente. Esta idea de la práctica intensa tiene sentido cuando se trata de prepararse para trabajos peligrosos, como los de los pilotos de combate o los astronautas. Cuando el asunto se pone interesante, sin embargo, es cuando la aplicamos a otro tipo de habilidades como, por ejemplo, las que exhiben los jugadores de fútbol de Brasil. 6 Aparentemente, el aprecio de los militares por la eficacia de los instructores Link no duró mucho, ya que a Link se le permitió vender cientos de sus dispositivos a Japón, Alemania y la URSS en los años previos a la segunda guerra mundial. De este modo, en muchos combates aéreos ambos bandos habían recibido un entrenamiento similar. Página | 14 El arma secreta de Brasil Al igual que les sucede a muchos aficionados al deporte de todo el mundo, Simon Clifford estaba fascinado por las inigualables habilidades de los jugadores de fútbol de Brasil. Lo que le diferencia del resto de ellos es que Clifford decidió viajar hasta allí para averiguar cómo lo conseguían. Se trataba de una muestra de curiosidad bastante inusual, si tenemos en cuenta que la única experiencia como entrenador con la que contaba Clifford la había adquirido en una escuela primaria situada en Leeds (Inglaterra). Clifford no es lo que llamaríamos una persona corriente: es un hombre alto, atractivo e irradia la clase de seguridad carismática y a prueba de balas que uno suele asociar con misioneros y emperadores. Cuando tenía poco más de veinte años, Clifford resultó gravemente herido en un incidente relacionado con fanáticos del fútbol (sufrió daños en órganos internos y hubo que extirparle un riñón); quizá como consecuencia de ello, se enfrenta a cada nuevo día con un fervor inusitado. En el verano de 1997, a los veintiséis años de edad, pidió un préstamo de 9500 euros al sindicato de maestros y se marchó a Brasil llevándose tan sólo una mochila, una videocámara y una agenda con algunos números de teléfono que había conseguido gracias a un jugador brasileño al que había conocido. Clifford pasó la mayor parte del tiempo explorando la atestada ciudad de São Paulo; dormía en habitaciones infestadas de cucarachas al caer la noche y garabateaba en su libreta de notas durante el día. Vio muchas cosas de las que esperaba encontrar: la pasión, la tradición, los centros de entrenamiento altamente organizados, las largas horas de trabajo (los jugadores adolescentes entrenan veinte horas semanales en las academias de fútbol brasileñas, frente a las cinco que le dedican sus homólogos británicos), la extremada pobreza de las favelas y la desesperación reflejada en los ojos de los jugadores. Pero Clifford también se dio cuenta de algo que no se esperaba: el juego con el que practicaban era uno que se habría parecido al fútbol, si ese deporte se jugara dentro de una cabina telefónica por jugadores cargados de anfetaminas. El balón tenía la mitad de tamaño que uno normal y pesaba al menos el doble, lo que hacía que apenas botase. En lugar de disputarse en la amplia extensión de un campo de hierba, el nuevo juego se desarrollaba sobre suelos de madera, parcelas de cemento y solares vacíos del tamaño de una pista de baloncesto. En lugar de ser once jugadores, en cada equipo eran cinco o seis. Por su ritmo y velocidad endiablada, el juego se asemejaba más al baloncesto o al hockey que al fútbol: una intrincada serie de pases rápidos y controlados y acción continua de una portería a la otra. El juego se llamaba futebol de salão, que traducido del portugués significa «fútbol de salón». Actualmente se llama fútbol sala. ‐Para mí estaba claro que era de aquí de donde provenían las habilidades de los jugadores brasileños ‐dijo Clifford‐. Fue como encontrar el eslabón perdido. El fútbol sala lo inventó en 1930 un entrenador uruguayo como alternativa al entrenamiento en los días de lluvia. Los brasileños' lo ‐adoptaron rápidamente. Éstos establecieron formalmente las primeras reglas en 1936. Desde entonces, esta modalidad reducida del fútbol se ha expandido como un virus, especialmente en las superpobladas ciudades de Brasil, de modo que no tardó en ocupar un lugar privilegiado dentro de la cultura deportiva brasileña. También se practica el fútbol sala en otros países, pero en Brasil se volvieron particularmente obsesivos con él, sobre todo porque se trata de un juego que puede disputarse en casi cualquier lugar, lo que supone una gran ventaja en un país donde los campos de hierba aún son escasos. El fútbol sala llegó a dominar las pasiones de los chicos brasileños de la calle de manera similar a lo que ocurre con el baloncesto callejero en los barrios pobres de las grandes ciudades estadounidenses. Brasil domina la versión organizada y reglamentada de este deporte ya que, según Vicente Figueiredo, autor de History of Futebol de Salao, ha ganado 35 de las 38 competiciones disputadas hasta el presente. Pero estos números no Página | 15 hacen más que comenzar a medir el tiempo, el esfuerzo y la energía que Brasil invierte en este extraño deporte casero. Como escribió Alex Bellos, autor de Futebol: Soccer, the Brazilian Way: «El fútbol sala está considerado como la incubadora del alma brasileña». Esta incubación queda perfectamente reflejada en las biografías de los jugadores brasileños. Desde Pelé, prácticamente todos ellos han jugado al fútbol sala durante su infancia, primero en la calle y luego en las academias de fútbol, donde, desde los siete hasta los doce años, tres días a la semana se dedican al fútbol sala. Para un jugador brasileño de primera categoría, eso supone miles de horas dedicadas a esta modalidad de juego. El gran Juninho, por ejemplo, dijo que hasta los catorce años jamás había chutado un balón de fútbol reglamentario sobre una superficie de hierba. Robinho, por su parte, hasta los catorce años pasó la mitad de su tiempo de entrenamiento jugando al fútbol sala. Al igual que ocurre con los enólogos que identifican una preciosa clase de uva, los expertos en futbol, como el doctor Emilio Miranda, profesor en la Universidad de São Paulo, identifican los cromosomas del fútbol sala en los famosos regates brasileños. ¿El famoso elástico popularizado por Ronaldinho, en el que mueve el balón adelante y atrás como si fuese un yoyó? Su origen hay que buscado en el fútbol sala. ¿El gol de puntera que consiguió Ronaldo en el Mundial de 2002? Nuevamente, la clave es el fútbol sala. ¿Otros movimientos como el d'espero, el sombrero o la vaselina? Todos nacieron en el fútbol sala. Cuando le dije al doctor Miranda que yo pensaba que los brasileños adquirían esa increíble habilidad con el balón jugando en la playa, se echó a reír. «Los periodistas vuelan hasta aquí, van a la playa, toman fotografías y escriben historias. Pero los grandes jugadores no vienen de la playa. Todos han salido del fútbol sala.» Las razones de este fenómeno pueden explicarse, al menos en parte, gracias a las matemáticas. Los jugadores de fútbol sala tocan el balón con mucha mayor frecuencia; según un estudio realizado por la Universidad de Liverpool, lo hacen seis veces más por minuto que los jugadores de fútbol «tradicional». El balón, más pequeño y pesado, exige un manejo más preciso: como señalan los entrenadores, no se puede salir de un lugar estrecho simplemente chutando el balón hacia el otro lado del campo de juego. Por lo tanto, el pase preciso es fundamental: el jugador trata de buscar ángulos y espacios y de realizar combinaciones rápidas con sus compañeros. El control del balón y la visión de juego lo son todo, hasta el extremo de que cuando los jugadores de fútbol sala juegan en un campo grande, tienen la sensación de que disponen de hectáreas de espacio libre donde moverse. Asistí a partidos profesionales al aire libre en compañía del doctor Miranda en Silo Paulo y él me indicó qué jugadores habían salido del fútbol sala. Lo deducía por la forma en que conducían el balón: no les importaba lo cerca que pudiera estar un rival. Como lo resumió el doctor Miranda: «Nada de tiempo más nada de espacio es igual a mayor habilidad. El fútbol sala es nuestro laboratorio nacional de Improvisación». Brasil es un país diferente al resto del mundo en lo que a fútbol se refiere porque emplea el equivalente deportivo de un dispositivo Link. El fútbol sala comprime las habilidades esenciales del fútbol en una caja pequeña; coloca a los jugadores dentro de una zona de práctica intensa para que cometan y corrijan errores, para que generen de forma continua soluciones a problemas concretos. Con un 600 por ciento más de toques de balón, los jugadores aprenden mucho más de prisa, sin ser conscientes de ello, que en la vasta y desigual extensión de un campo de hierba reglamentario (donde, al menos en mi mente, los jugadores corren al compás de la banda sonora que Clarissa interpretaba, una y otra vez, El Danubio azul). El fútbol sala no es la única razón por la que Brasil es grande; los otros factores (pobreza, pasión, población) también influyen, pero el fútbol sala es la palanca a través.de la cual esos otros factores transmiten su fuerza. Página | 16 Simon Clifford conoció el fútbol sala y se emocionó. Regresó a Inglaterra, dejó su trabajo como maestro y, en 1998, fundó en una habitación de su casa la Confederación Internacional de Fútbol Sala y creó una escuela de fútbol para chicos de escuelas primarias y secundarias. Desarrolló una detallada serie de ejercicios basados en los movimientos del fútbol sala y sus jugadores, que procedían de una zona peligrosa y empobrecida de Leeds, comenzaron a imitar a los Zico y Ronaldinho del momento. A fin de crear un ambiente apropiado, Clifford ponía música de samba en un radio casete. Echemos ahora una mirada objetiva a 10 que Clifford se proponía hacer: su equipo era un experimento que pretendía averiguar si la fábrica de talento formada por un millón de pies de Brasil podía implantarse en una tierra completamente extraña por medio de este juego pequeño y ridículo. Apostaba porque el hecho de practicar fútbol sala provocase que algún fragmento de la brillante magia brasileña echara raíces en la ciudad de Leeds, helada y cubierta de hollín. Cuando los habitantes de Leeds se enteraron de los planes de Clifford, la idea les resultó ligeramente divertida. Cuando vieron la escuela en acción, estuvieron a punto de morir de risa. Imaginemos la escena: docenas de chicos pálidos de Yorkshire, con las mejillas sonrosadas y los cuellos gruesos, chutando pequeños y pesados balones y aprendiendo trucos sofisticados a ritmo de samba brasileña. Era para reírse a carcajadas, excepto por un detalle: Clifford tenía razón. Cuatro años más tarde, el equipo sub‐14 de Clifford derrotó al equipo nacional escocés en el campeonato de su categoría; luego derrotó también al equipo nacional irlandés. Uno de sus chicos de Leeds, un defensa llamado Micah Richards, juega hoy en la selección nacional de Inglaterra. La Escuela de Fútbol Brasileño de Clifford se ha extendido a una docena de países. Y Clifford dice que hay más estrellas en camino. Página | 17 2 LA CÉLULA DE LA PRÁCTICA INTENSA Siempre he sostenido que, salvo los tontos, los hombres no se diferencian mucho en cuanto a intelecto, sólo en ahínco y trabajo duro. CHARLES DARWIN Instalar una banda ancha natural La idea de la práctica intensa es poderosa porque parece mágica: Clarissa comienza como una estudiante de música corriente y, en cinco minutos, consigue el equivalente a un mes de trabajo; un piloto peligrosamente inepto sube a un instructor Link y, en cuestión de horas, adquiere nuevas habilidades. El hecho de que un esfuerzo orientado pueda aumentar diez veces la velocidad de aprendizaje recuerda a la clase de cosas que uno lee en un cuento de hadas: un puñado de habichuelas mágicas que se convierten en una enredadera encantada. Lo más extraño es que esa enredadera encantada es algo parecido a un hecho neurológico. Al comienzo de mis viajes me presentaron una sustancia microscópica llamada mielina7. Su aspecto puede observarse en la ilustración de la página 18. Uno de los primeros efectos que tiene la mielina es que los neurólogos sensatos sonríen y tartamudean como si fueran exploradores que acaban de descubrir un nuevo continente, enorme y promisorio. Los estudiosos no quieren comportarse de ese modo, hacen todo lo que pueden para permanecer serios, con el aspecto que corresponde a un neurólogo. Pero la mielina no permite que lo hagan: los descubrimientos sobre esta sustancia cambian la manera en que ellos ven el mundo. ‐Es, ¡vaya!, es genial‐dijo el doctor Douglas Fields, director del Laboratorio para el Desarrollo de la Neurobiología del Instituto Nacional de Salud, en Bethesda, Maryland‐. Aún es pronto, pero esto podría ser formidable. ‐Revolucionario ‐me dijo el doctor George Bartzokis, profesor de neurología en la Universidad de California, Los Ángeles‐. [La mielina] es la clave para hablar, leer y desarrollar las habilidades del aprendizaje, ser un ser humano. Al igual que la mayoría de las personas, yo tenía la impresión de que la clave para ser considerado un ser humano residía en nuestras famosas neuronas, en esa red titilante de fibras nerviosas interconectadas y en la sinapsis por medio de la cual se unen y comunican. Pero, tal como me informaron Fields, Bartzokis y otros, 7 La primera vez que me topé con la mielina fue mientras trabajaba en un artículo sobre los semilleros de talento para Play: The New York Times Sports Magazine. Leí una nota a pie de página en un estudio de 2005 titulado Extensive Piano Practicing Has Regionally Specific Effects on White Matter Development. Me puse en contacto con algunos investigadores que trabajaban en el campo de la mielina y, durante los primeros diez segundos de la primera conversación que mantuve con ellos, escuché que un neurólogo describía a la mielina como «una epifanía». Página | 18 aunque hoy en día la sinapsis sigue teniendo una importancia vital, la cosmovisión centrada en la neurona se está viendo superada por una nueva y reluciente idea copernicana basada en este aislamiento neuronal de aspecto humilde. Esta nueva teoría se basa en tres hechos simples y demostrables. Primero: todo movimiento, pensamiento o sentimiento humano es una diminuta señal eléctrica, precisamente cronometrada, que se transmite a través de una cadena de neuronas, de un circuito de fibras nerviosas y que aumenta la fuerza, la velocidad y la precisión de la señal. Tercero: cuanto más activamos un circuito determinado, mayor es la cantidad de mielina que optimiza ese circuito, de modo que nuestros movimientos y pensamientos se vuelven más fuertes, rápidos y precisos. ‐Todo lo que hacen las neuronas, lo hacen muy de prisa; es como si accionásemos un interruptor ‐dijo Fields refiriéndose a la sinapsis‐. Pero no aprendemos las cosas accionando interruptores. Llegar a ser brillante tocando el piano, jugando al ajedrez o al baloncesto requiere mucho tiempo, y para eso la mielina es fantástica. La materia del talento: un corte transversal de dos fibras nerviosas envueltas en mielina. Esta imagen se tomó al principio del proceso; en algunas fibras nerviosas, el aislamiento de mielina crece hasta alcanzar las cincuenta capas. (Micrografía electrónica cortesía de Douglas R. Fields y Louis Dye, Instituto Nacional de Salud). ‐¿Qué es lo que hacen los buenos deportistas cuando entrenan? ‐preguntó Bartzokis‐. Envían, a través de los circuitos, impulsos precisos que dan la orden de mielinizar ese circuito. Tras mucho entrenamiento, consiguen crear un circuito colosal: tienen un notable ancho de banda y una línea T‐3 de alta velocidad. Eso es lo que los hace diferentes del resto de nosotros. Le pregunté a Fields si la mielina podía estar relacionada con el fenómeno de los semilleros de talento. No dudó siquiera un instante antes de responder. Página | 19 ‐yo diría que las golfistas surcoreanas poseen, de media, más mielina que las jugadoras de otros países ‐ dijo‐. Tienen más cantidad de esta sustancia en las partes adecuadas del cerebro, en aquellas que rigen los grupos musculares apropiados, y eso es lo que les permite optimizar su circuito de transmisión de impulsos. Podríamos aplicar esta misma hipótesis a cualquier grupo similar de talentos. ‐¿Tiger Woods? ‐pregunté. ‐Tiger Woods, sin ninguna duda ‐dijo Fields‐. Ese tío tiene un montón de mielina. Los investigadores, como el doctor Fields, se sienten atraídos por la mielina porque ésta promete proporcionar una explicación acerca de las raíces biológicas del aprendizaje y acerca de los desórdenes cognitivos. Para nosotros, sin embargo, la mielina funciona como una idea unificadora que enlaza los semilleros de talento entre ellos y con el resto de nosotros. La mielinización guarda la misma relación con la habilidad humana que las placas tectónicas con la geología, la misma que la selección natural mantiene con la evolución: explica la complejidad del mundo con un mecanismo simple y elegante. La habilidad es el aislamiento de mielina que envuelve los circuitos neuronales y se desarrolla de acuerdo con determinadas señales. La historia de la habilidad y el talento es, por tanto, la historia de la mielina. Clarissa no lo sabía pero, cuando practicaba con intensidad Golden Wedding, estaba activando y optimizando un circuito neural y creando mielina. Cuando los pilotos del Cuerpo Aéreo realizaban su entrenamiento intenso dentro del instructor de Edwin Link estaban activando y optimizando circuitos neurales y creando mielina. Cuando Ronaldinho y Ronaldo jugaban al fútbol sala estaban activando y optimizando sus circuitos neurales con mayor frecuencia y precisión que cuando jugaban al aire libre. Creaban más mielina. Como cualquier epifanía que se precie, la mielina agita viejas percepciones. Después de haber visitado al doctor Fields y a los otros científicos que investigan la mielina, tuve la sensación de haberme puesto unas gafas de rayos X que me mostraban una manera nueva de ver el mundo. Pude ver los principios de la mielina que operan no sólo en los semilleros de talento, sino también en las prácticas de piano de mi hijo, en la nueva obsesión de mi esposa por el hockey y en mis más que cuestionables incursiones en el karaoke. Se trata de una sensación agradable y nada ambigua, me siento feliz al haber reemplazado la conjetura y el vudú por la idea de un mecanismo claro y comprensible. Las preguntas nebulosas se contestaban casi por sí solas. P: ¿Por qué resulta tan eficaz la práctica orientada y enfocada hacia el error? R: Porque la mejor manera de construir un buen circuito es activado, prestar atención a los errores y luego activado de nuevo una y otra vez. El esfuerzo no es una opción, es una exigencia biológica. P: ¿Por qué la pasión y la perseverancia son ingredientes clave del talento? R: Porque envolver con mielina los circuitos requiere gran cantidad de tiempo y energía. Si no amas lo que haces, nunca trabajarás con el suficiente ahínco como para ser bueno en ello. P: ¿Cuál es el mejor camino para llegar al Carnegie Hall? R: Seguir recto por la calle Mielina. Mi viaje por la calle Mielina comenzó con una visita a una incubadora en el Laboratorio para el Desarrollo de la Neurobiología del Instituto Nacional de Salud situado en Bethesda (Maryland). La incubadora, del tamaño Página | 20 de una nevera pequeña, contaba con unos estantes metálicos brillantes en los que descansaban varias filas de cápsulas de Petri. Todas ellas contenían un líquido rosado parecido al Gatorade; dentro de ese líquido había unos electrodos de platino que enviaban diminutas descargas de corriente a las neuronas de un ratón, que estaban cubiertas con una sustancia blanca y perlada. ‐Ahí lo tiene ‐dijo Fields‐. Eso es la mielina. El doctor Fields, de cincuenta y cuatro años de edad, es un hombre nervudo y dinámico, con una amplia sonrisa y una forma de andar elegante. Antiguo oceanógrafo biológico, dirige un laboratorio compuesto por siete salas donde trabajan seis personas; el laboratorio está provisto de recipientes metálicos siseantes, cajas eléctricas que zumban y ordenados manojos de cables y mangueras. Se parece mucho a un barco limpio y eficiente. Además, Fields tiene el hábito, típico de capitán, de conseguir que los momentos extremadamente inquietantes parezcan normales. Cuanto más excitante es la situación, más aburrido hace él que parezca. Por ejemplo, me estaba hablando de la ascensión de seis días que, hacía dos veranos, había realizado a El Capitán, una pared casi lisa de unos 1000 metros de altura en el Parque Nacional de Yosemite. Le pregunté qué se sentía teniendo que dormir colgado de una cuerda a cientos de metros de altura. ‐En realidad, no es tan diferente ‐dijo Fields con una expresión tan imperturbable que podría haberla empleado para hablar de una visita a la tienda de la esquina‐. Uno se adapta. Entonces, Fields metió la mano en la incubadora, sacó una de las cápsulas de Petri y la colocó debajo de un microscopio. Su voz era tranquila. ‐Eche un vistazo ‐dijo. Me incliné hacia adelante esperando ver algo de aspecto mágico. En cambio vi un enmarañado manojo de filamentos parecidos a espaguetis que, según me informó Fields, eran las fibras nerviosas. La mielina resultaba más difícil de ver: se trataba de una franja débilmente ondulada en el borde de las neuronas. Parpadeé varias veces, volví a enfocar e hice un esfuerzo para imaginar cómo esta sustancia podía ser el punto de unión entre Mozart y Michael Jordan; o cómo, al menos, podría ayudarme a mí con el golf. Afortunadamente, el doctor Fields es un buen maestro y, en nuestras conversaciones de los días anteriores, ya me había explicado los dos principios que apuntalan la comprensión de la mielina y la habilidad. Hablar con él, como con muchos otros neurólogos, es como ascender una montaña en bicicleta: hay que sudar la camiseta, pero la recompensa es una perspectiva nueva y magnífica. Para los principiantes, aquí va la percepción número uno de la ciencia cerebral: todas las acciones son en realidad el resultado de impulsos que se transmiten por medio de cadenas de fibras nerviosas. Nuestro cerebro está formado, básicamente, por un manojo de cables, por cien mil millones de cables llamados neuronas conectados unos a otros mediante sinapsis. Para que puedas llevar a cabo alguna acción, tu cerebro envía una señal a través de esas cadenas de fibras nerviosas hasta los músculos. Cada vez que hacemos algo (cantar una melodía, mover un palo de golf, leer esta frase) en la mente se activa un circuito diferente y altamente específico, como si se tratara de una ristra de luces de Navidad. La habilidad más sencilla, digamos, un golpe de revés en tenis, implica la activación de un circuito constituido por cientos de miles de fibras nerviosas y de la sinapsis. Cada una de esas ristras tiene, aproximadamente, este aspecto: Página | 21 La entrada de energía es todo aquello que sucede antes de que pongamos en práctica una habilidad: ver la pelota, sentir la posición de la raqueta en la mano, tomar la decisión de actuar. La energía de salida es la acción en sí: las señales que avisan a los músculos de que deben moverse en secuencia (dar un paso, luego girar las caderas, luego los hombros, luego el brazo). Cuando ejecutas ese golpe de revés en el tenis (o cuando tocas un acorde en do menor o realizas un movimiento de ajedrez), un impulso eléctrico viaja a través de esas fibras, del mismo modo que la electricidad circula a través de un cable, haciendo que las otras fibras se activen. La cuestión es que estos circuitos, y no nuestros músculos, obedientes e irreflexivos, representan el verdadero centro de control de cada movimiento, pensamiento y habilidad humanos. A un nivel profundo, el circuito es el movimiento: dicta el momento y la fuerza precisos en que cada uno de los músculos debe contraerse, la forma y el contenido de cada pensamiento. Un circuito perezoso y poco fiable equivale a un movimiento perezoso y poco fiable; por el contrario, un circuito veloz y sincrónico implica la existencia de un movimiento veloz y sincrónico. Por sí mismos, nuestros músculos y huesos son tan útiles como una marioneta sin hilos. O como dijo el doctor Fields, la habilidad se encuentra en nuestra cabeza. Ahora debemos tener en cuenta la percepción número dos de la ciencia 'cerebral: cuanto más desarrollamos un circuito de habilidades, menos conscientes somos de que lo estamos utilizando. Estamos diseñados para que las habilidades sean automáticas, para que se alojen en nuestra mente inconsciente. Este proceso, que se denomina automaticidad, existe por poderosas razones evolutivas (cuantas más cosas seamos capaces de procesar en nuestra mente inconsciente, más posibilidades habrá de que descubramos a ese tigre que nos acecha entre la maleza). Además, crea una ilusión poderosa y convincente: la habilidad, una vez adquirida, se percibe como algo absolutamente natural, como si estuviésemos expresando algo que siempre hemos tenido. Estas dos percepciones, las habilidades como circuitos cerebrales y la automaticidad, forman una combinación paradójica: siempre estamos creando circuitos enormes e intrincados que se encienden como luces de Navidad y, al mismo tiempo, olvidamos que los hemos creado. Y es ahí donde interviene la mielina. Página | 22 Decir que la mielina parece aburrida es un halago. La mielina no sólo parece aburrida, sino que podría ser fantástica, incesante y estupendamente insulsa. Si el cerebro es un paisaje urbano que parece salido de la película Blade Runner (lleno de asombrosas estructuras neuronales, de luces cegadoras y de impulsos sibilantes), entonces la mielina desempeña el humilde papel del asfalto. Es una infraestructura municipal uniforme y aparentemente inerte; está compuesta por algo tan mundano como la membrana fosfolípida, que es una gruesa capa de grasa que envuelve la fibra nerviosa a modo de cinta eléctrica con la intención de impedir que se pierdan los impulsos nerviosos. Se presenta en una serie de formas redondeadas y nada poéticas que más de un neurólogo ha descrito como «salchichas» y que tienen el aspecto que acabamos de ver. El hecho de que la superioridad funcional de las neuronas sea aplastante es la razón por la que los primeros investigadores del cerebro bautizaron a su nueva ciencia con el nombre de «neurología», y eso a pesar de que la mielina y sus células sustentadoras, la llamada «materia blanca», representan más de la mitad de nuestra masa cerebral. Durante el siglo XX, los investigadores centraron su atención, como era lógico, en las neuronas y la sinapsis, dejando a un lado la capa aislante de apariencia inerte. Ésta se estudió tan sólo en relación con la esclerosis múltiple y otras enfermedades autoinmunes que destruyen la mielina. Los resultados revelaron que los investigadores habían sido muy inteligentes al proceder de ese modo: las neurona s y la sinapsis pueden explicar casi toda clase de fenómenos mentales: memoria, emoción, control muscular, percepción sensorial, etcétera. Pero hay una pregunta clave que las neuronas no pueden explicar: ¿por qué lleva tanto tiempo adquirir habilidades complejas? Una de las primeras pistas sobre el papel que desempeña la mielina se obtuvo a mediados de la década de 1980 gracias a un experimento realizado con ratas y camiones volquete de juguetes Tonka. En la Universidad de Illinois, Bill Greenough crió tres grupos de ratas de diferentes maneras: el primer grupo se crió aislado de las otras ratas y con cada individuo encerrado en una gran caja de zapatos de plástico; los individuos del segundo grupo se criaron junto con las otras ratas, pero también cada uno dentro de una caja de zapatos. El tercer Página | 23 grupo, sin embargo, se crió en un ambiente enriquecido, rodeado de otras ratas y de un montón de juguetes con los que jugaban de manera instintiva, hasta el punto de deducir cómo funcionaba la palanca del camión volquete. Cuando Greenough les practicó la autopsia a los animales dos meses más tarde, descubrió que el número de sinapsis dentro de los individuos del tercer grupo era un 25 por ciento más alto que en los de los otros dos grupos. El trabajo de Greenough fue bien acogido y contribuyó a establecer la idea de la plasticidad del cerebro; en particular estableció la noción de que existen ventanas evolutivas críticas durante las cuales el cerebro «se afina a sí mismo» en relación con su entorno. Pero, enterrado en el estudio que realizó Greenough, había un hallazgo secundario que la comunidad científica ignoró durante mucho tiempo: en el grupo criado dentro del ambiente enriquecido algo más había crecido también un 25 por ciento: la material blanca, la mielina. Hasta ahora, hemos ignorado la mielina; todo el mundo pensaba que se trataba sólo de una espectadora más ‐dijo Greenough‐. Sin embargo, ahora resulta evidente que allí estaban sucediendo cosas muy importantes. A pesar de todo, las neuronas y la sinapsis continuaron llevándose gran parte de la atención de los investigadores hasta cerca del año 2000, cuando una nueva y poderosa tecnología, llamada imagen por difusión de la tensión, permitió a los neurólogos medir y trazar un mapa de la mielina en el interior de sujetos vivos. De pronto, los estudiosos pudieron relacionar las deficiencias estructurales que presentaba la mielina con una variedad de enfermedades que incluía la dislexia, el autismo, el trastorno por déficit de atención, el síndrome de estrés postraumático e incluso la mentira patológica. Si bien muchos investigadores centraron sus pesquisas en el vínculo existente entre la mielina y la enfermedad, otro grupo se mostró interesado en el papel que podría desempeñar tal sustancia en los individuos normales, incluso en aquellos que muestran un elevado rendimiento. Comenzaron entonces a llevarse a cabo estudios fascinantes. En 2005, Frederik Ullen escaneó el cerebro de varios concertistas de piano y descubrió una relación directamente proporcional entre las horas que los músicos dedicaban a practicar con su instrumento y la materia blanca. También debemos mencionar el estudio de Klingsberg que, en 2000, relacionó la habilidad para leer con el incremento de la materia blanca; y el estudio de Pujol, de 2006, que hizo lo mismo con el desarrollo del vocabulario. Además, el Hospital de Niños de Cincinnati llevó a cabo en 2005 un estudio con 47 niños sanos de edades comprendidas entre los cinco y los dieciocho años. En él, se asociaba un incremento del coeficiente intelectual con un incremento en la organización y la densidad de la materia blanca. Otros investigadores, como el ya mencionado doctor Fields, descubrieron el mecanismo a través del cual se producen estos incrementos en la capa de mielina. Fields describió, en un artículo publicado en 2006 en la revista Neuron, unas células de apoyo, llamadas oligodendrocitas y astrocitas, que perciben la activación nerviosa y responden envolviendo la fibra activada con más mielina. Cuanto más se activa el nervio, mayor es la cantidad de mielina que lo envuelve. Cuanto mayor es la cantidad de mielina que lo envuelve, más de prisa viajan las señales, aumentando la velocidad hasta cien veces más que en el caso de una fibra que no haya sido aislada. Página | 24 Los estudios continuaron amontonándose y uniéndose de forma gradual hasta formar un nuevo panorama: la mielina es infraestructura, de acuerdo, pero con cierto poder. Dentro de la vasta metrópoli del cerebro, la mielina está transformando, silenciosamente, estrechos callejones en amplias autopistas súper veloces. El tráfico neuronal que antes se desplazaba a unos quince kilómetros por hora, con ayuda de la mielina puede alcanzar los 1500 kilómetros por hora. El tiempo refractario (básicamente, la espera que se requiere entre una señal y su efecto) se redujo un 30 por ciento. El incremento de velocidad y la reducción del tiempo refractario se combinan para multiplicar por 3000 la capacidad general de procesamiento de la información: ciertamente se trata de una banda ancha. Más aun, la mielina regula la velocidad de arriba abajo, ralentizando, en ocasiones, las señales con la intención de que alcancen la sinapsis en el momento óptimo. Justo aquí se está produciendo el aprendizaje, es el momento en el que los oligos alcanzan la fibra y comienzan a rodeada. Esta imagen representa el nacimiento de la habilidad. (Imagen cedida por Douglas R. Fields, Instituto Nacional de Salud, 2008.) La sincronización es vital, ya que las neuronas son binarias: se activan o no, no hay medias tintas. Todo depende exclusivamente de si el impulso de entrada es lo bastante grande como para exceder su umbral de activación. Para explicar las implicaciones de este fenómeno, Fields hizo que me imaginase un circuito de habilidades donde dos neuronas necesitan combinar sus impulsos a fin de conseguir que una tercera neurona, de umbral elevado, se active para, digamos, realizar un swing de golf. Pero aquí está el truco: para que se puedan combinar de forma correcta, los dos impulsos de entrada deben llegar casi exactamente al mismo tiempo, como si fuesen dos personas pequeñas que corren hacia una pesada puerta para empujarla y abrirla. Eso requiere que la ventana temporal sea de unos cuatro milisegundos (aproximadamente la mitad del tiempo que necesita una abeja para batir sus alas una vez). Si las primeras dos señales llegan separadas por más de cuatro milisegundos, la puerta permanecerá cerrada, la tercera neurona crucial no se activará y la pelota de golf irá a parar muy lejos de la calle. «Su cerebro tiene tantas conexiones y posibilidades que sus genes no pueden codificar las neuronas para que cronometren las cosas con tanta precisión», me dijo Fields. Sin embargo, puede crear mielina para conseguido. Página | 25 Mientras que por ahora el mecanismo preciso de optimización sigue siendo un misterio (Fields propone la hipótesis de que hay un continuo feedback que trabaja controlando, comparando e integrando los resultados) el panorama general presenta un proceso lo bastante elegante como para complacer al propio Darwin: el encendido nervioso cultiva la mielina, la mielina controla la velocidad del impulso y la velocidad del impulso es la habilidad. En palabras de Fields, «las señales tienen que viajar a la velocidad adecuada y llegar en el momento preciso, y la mielinización es la forma que tiene el cerebro de controlar esa velocidad». La teoría de la mielina, a ojos de Fields, resulta impresionante. Pero lo que de verdad me impresionó a mí fue lo que el doctor Fields me mostró a continuación: un cerebro en plena práctica intensa. Caminamos por un estrecho pasillo hasta el despacho de un colega, y allí pude ver lo que parecía una imagen submarina salida de un relato de Julio Verne: formas verdes y brillantes, semejantes a un calamar, sobre un fondo negro y con sus tentáculos extendidos hacia unas fibras muy finas. Los calamares, según me informó Fields, son oligodendrocitos: oligos, en la jerga del laboratorio, o células que producen mielina. Cuando la fibra nerviosa se activa, los oligos lo perciben y comienzan a envolverla con mielina. Cada tentáculo empieza a contraerse y extenderse, mientras la célula oligo exprime el citoplasma hasta que sólo queda una lámina de mielina del grosor del celofán. Esa mielina, aún unida al oligo, se envuelve una y otra vez alrededor de la fibra nerviosa con una precisión increíble y crece en los extremos para crear esa característica forma de salchicha. Se ciñe como si fuese una nuez enroscada a lo largo de la fibra. ‐Es uno de los procesos célula a célula más intrincados y exquisitos que existen ‐dijo Fields‐. Y es lento. Cada una de estas envolturas puede rodear la fibra cuarenta o cincuenta veces, y ese proceso puede llevar días o semanas. Imagínese hacer eso con una neurona completa, y luego con todo un circuito compuesto de miles de nervios. Sería como aislar un cable transatlántico8. En pocas palabras, lo que ocurre es lo siguiente: cada vez que realizamos una práctica intensa con un hierro nueve, o con un acorde de guitarra, o con una apertura de ajedrez, estamos instalando poco a poco una banda ancha en nuestro circuito, estamos disparando una señal que esos diminutos tentáculos verdes percibirán, y eso hará que reaccionen extendiéndose hacia las fibras nerviosas. Los tentáculos se aferran, se aplastan, forman otra envoltura, engrosan la funda; construyen un poco más de aislamiento a lo largo de la fibra, de manera que añaden un poco más de ancho de banda y de precisión al circuito de habilidad; esto se traduce en una habilidad y una velocidad infinitesimal mayores. 8 Una forma más oscura, aunque más vívida, de apreciar el papel que desempeña la mielina en el desarrollo de una habilidad consiste en considerar aquellas enfermedades que atacan la mielina. Ése fue el caso de la célebre violonchelista británica Jacqueline du Pré, quien perdió misteriosamente su capacidad de tocar a los veintiocho años. Se le diagnosticó esclerosis múltiple ocho meses más tarde. Esas enfermedades son, literalmente, lo opuesto a adquirir una habilidad, ya que destruyen la mielina a pesar de dejar las conexiones entre neuronas intactas en su gran mayoría. Esto demuestra que la sincronización lo es todo. Página | 26 El esfuerzo no es opcional. De hecho, es un requerimiento neurológico: para conseguir que el circuito de habilidad se active de un modo óptimo, uno debe, por definición, disparar el circuito de un modo subóptimo; debe cometer errores y prestarles atención; debe instruir su circuito y seguir activándolo (es decir, practicando) a fin de que la mielina continúe funcionando adecuadamente. Después de todo, la mielina es tejido vivo. De todo este material es posible esbozar unos cuantos principios fundamentales. 1. La activación del circuito es fundamental. La mielina no se forma para responder a deseos cariñosos, ideas vagas o información que nos lava como una ducha caliente. Este mecanismo se construye para responder a acciones concretas: los impulsos eléctricos que viajan literalmente a través de las fibras nerviosas. Se trata de un mecanismo que responde a la repetición urgente. Unos capítulos más adelante analizaremos sus posibles razones evolutivas, pero por ahora simplemente dejaremos apuntado que la práctica intensa se alimenta de la consecución de lo que podríamos llamar un estado primitivo, un estado en el que estamos atentos, hambrientos, concentrados, incluso desesperados. 2. La mielina es universal. Una sola sustancia sirve para todas las habilidades. Nuestra mielina no «sabe» si la están utilizando para interpretar a Schubert o para jugar de alero en el equipo de baloncesto: la mielina crece siempre de acuerdo con las mismas reglas. La mielina es meritocrática: los circuitos que se activan acaban aislados. Si te mudas a China, tu mielina envolverá las fibras que te ayuden a conjugar los verbos en chino mandarín. Para decido de otro modo, a la mielina no le importa quién eres; le importa lo que haces. 3. La mielina envuelve, no desenvuelve. Al igual que ocurre con la máquina pavimentadora de una autopista, la mielinización se produce en una sola dirección. Una vez que se aísla el circuito de habilidad, no puedes «des‐aislarlo» (excepto a causa de la edad o de una enfermedad). Ésa es la razón por la cual los hábitos resultan tan difíciles de romper. La única manera de cambiarlos es construir hábitos nuevos a través de la repetición de nuevos comportamientos. 4. La edad es importante. En los niños, la mielina llega en una serie de oleadas, algunas de ellas determinadas por los genes, otras dependientes de la actividad que desarrollan. Esas oleadas se producen hasta que llegamos a la treintena y crean períodos críticos durante los cuales el cerebro se muestra extraordinariamente receptivo al aprendizaje de nuevas habilidades. Después de ese período, continuamos experimentando una ganancia neta de mielina hasta aproximadamente los cincuenta años, cuando el saldo comienza a inclinarse hacia las pérdidas. Aunque conservamos la capacidad de producir mielina durante toda la vida (afortunadamente, el 5 por ciento de nuestros oligos permanecen inmaduros, siempre dispuestos a responder a la llamada) cualquiera que haya tratado de aprender un idioma o a tocar un instrumento musical en una etapa madura de su vida puede confirmar que cuesta mucho más tiempo y sudor construir los circuitos necesarios. Por esta razón, la inmensa mayoría de los mejores expertos del mundo comienzan jóvenes a practicar su actividad; sus genes no cambian a medida que se hacen mayores, pero sí su capacidad para generar mielina. Página | 27 Por un lado, todo esto suena como la descripción de una nueva neurociencia exótica: Pero por otro, es similar a un mecanismo que utilizamos todos los días: los músculos. Si utilizas tus músculos de una manera determinada, tratando de levantar cosas que apenas puedes alzar del suelo, por ejemplo, esos músculos responderán volviéndose más fuertes. Si activas de manera correcta tus circuitos de habilidad, haciendo un esfuerzo por llevar a cabo aquellas cosas que te resultan complicadas de conseguir, entonces tus circuitos responderán volviéndose más rápidos y precisos. Es interesante tener en cuenta cómo han cambiado las concepciones relacionadas con los músculos. Hasta la década de 1970, eran relativamente pocas las personas que disputaban maratones o se dedicaban al fisicoculturismo; aquellos que destacaban en estas actividades eran considerados como poseedores de un don especial. Este concepto cambió cuando aprendimos cómo funciona realmente el sistema cardiovascular humano, cómo podemos mejorarlo mediante el enfoque de nuestros sistemas aeróbicos o anaeróbicos y cómo se fortalecen nuestro corazón y nuestros músculos cuando los sometemos a un esfuerzo creciente. Se descubrió entonces que no se nacía siendo fisicoculturista o corredor de maratones; la gente corriente podía convertirse en ello gradualmente, activando el poder del mecanismo. Comenzar a pensar en la habilidad como en un músculo requiere un gran esfuerzo; es como si tuviéramos que construir un nuevo circuito de comprensión. A lo largo de los últimos ciento cincuenta años, hemos considerado el talento a través de las ideas darwinianas, es decir, a la luz de un modelo de genes y entorno, de naturaleza y educación. Hemos crecido pensando que los genes conceden dones extraordinarios, que nuestro entorno nos proporciona oportunidades únicas para que éstos se manifiesten y que ambos factores han de combinarse para producir el talento de la misma manera azarosa en que se combinan los números de la lotería. Todos hemos justificado el éxito de los destartalados semilleros de talento que encontramos en sitios tan remotos como Brasil pensando que los desfavorecidos lo intentan con más afán porque su necesidad es mayor. (A pesar de que hay otros muchos países en los que la gente pasa hambre y en los que miles de chicos y chicas luchan por llegar a ser alguien en el mundo del fútbol.) Pero este nuevo modelo demuestra que en los semilleros de talento se triunfa no porque sus alumnos lo intenten con más ganas que otros, sino porque lo intentan con más ganas que otros y de la manera correcta: practican con intensidad y generan más mielina. Cuando lo analizamos detenidamente nos damos cuenta de que estos semilleros de talento no están en absoluto desfavorecidos. Al igual que le ocurrió a David, han encontrado la honda perfecta para abatir a Goliat. El arca de Ericsson Los estudios sobre la mielina se encuentran aún en sus prolegómenos. Tal como ha señalado un neurólogo, hasta hace pocos años, todos los investigadores de este tema habrían cabido en un solo restaurante. ‐Sobre la mielina conocemos, quizá, un 2 por ciento de lo que sabemos acerca de la sinapsis ‐dijo Fields‐. Estamos en la frontera. Esto no significa que los científicos que estudian la mielina sean incapaces de ver su enorme potencial, o que el nuevo modelo no influya en la manera en que ven el mundo (cuando Fields y yo jugamos al billar en su casa, él comentó que «no había mielinizado lo suficiente sus Página | 28 circuitos para jugar al billar»). Sí significa, en cambio, que desean con todas sus fuerzas realizar un estudio más amplio y exhaustivo que descubra la relación de la mielina con el aprendizaje y la habilidad humanos. Y no se trata de un deseo insignificante: el estudio ideal sobre la mielina tendría un alcance bíblico, examinaría toda clase de habilidades y en todos los ambientes concebibles; sería un proyecto digno de Noé y necesitaría de alguien lo bastante obsesionado como para rastrear y medir cada tipo de habilidad, e iniciar luego con esta metafórica procesión (de miles de kilómetros de largo y formada por deportistas, artistas, cantantes y físicos) una única investigación masiva. Para los investigadores de la mielina que examinan las cápsulas de Petri, la idea de un estudio de esas dimensiones es romántica, irresistible y absolutamente estrafalaria. ¿Qué clase de persona, qué clase de Noé maníacamente dinámico, llevaría a cabo un proyecto semejante? En este punto, un hombre llamado Anders Ericsson se une a nuestra historia. Ericsson nació en un suburbio situado al norte de Estocolmo, Suecia, en 1947. Cuando era pequeño, idealizaba a los exploradores famosos, en particular a Sven Anders Hedin, el precursor escandinavo de Indiana Jones, que falleció en 1952. Hedin fue un personaje fascinante: lingüista, arqueólogo, paleontólogo y geógrafo de enorme talento, participó en expediciones que lo llevaron a los confines remotos de Mongolia, el Tíbet y el Himalaya. Burló mil veces a la muerte y escribió libros famosos sobre sus aventuras. Entre las cuatro paredes de su pequeña habitación, Ericsson estudiaba las obras de Hedin y se imaginaba los mundos que posteriormente él descubriría y exploraría. Sin embargo, cuando se hizo mayor, Ericsson se topó con algunas dificultades para hacer sus sueños realidad. En primer lugar, la mayoría de las fronteras parecían haber sido exploradas ya, con lo que disminuían los espacios en blanco que quedaban en el mapa. En segundo lugar, a diferencia de Hedin, Ericsson parecía no tener ningún talento. Aunque se defendía bastante bien en matemáticas, no era bueno jugando al fútbol y al baloncesto, tampoco con los idiomas, la biología o la música. Cuando tenía quince años, Ericsson descubrió que era bueno jugando al ajedrez, y solía ganar las partidas que disputaba con sus compañeros del colegio a la hora del almuerzo. Aparentemente, había descubierto su talento..., aunque sólo le duró algunas semanas. Entonces, uno de los chicos, de hecho, uno de los peores jugadores del grupo, mejoró súbitamente su rendimiento ante el tablero y comenzó a machacar a Ericsson cada vez que se enfrentaban. Ericsson estaba furioso; pero también sentía curiosidad. ‐Realmente pensé mucho en ese asunto ‐dijo Ericsson‐. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué ese chico, a quien yo había ganado siempre con tanta facilidad, me derrotaba a mí ahora? Yo sabía que iba a clases, que pertenecía a un club de ajedrez, pero ¿qué era lo que había ocurrido en realidad? Desde aquel momento intenté, deliberadamente, evitar ser realmente bueno en algo. Poco a poco, me obsesioné con el estudio de los expertos en lugar de con querer convertirme en uno de ellos. Página | 29 Hacia mediados de la década de 1970, Ericsson estudiaba psicología en el Instituto Real de Tecnología de Estocolmo. En aquel tiempo, la psicología estaba atrapada en un incómodo estado de transición, tensa como si se encontrase entre dos escuelas de pensamiento completamente divergentes: por un lado, se encontraban Freud y su colección de impulsos inconscientes; por el otro, un inflexible movimiento conductista que consideraba que los seres humanos eran poco más que un cúmulo de entradas y salidas matemáticas de información. Pero el mundo estaba cambiando. En las universidades de Inglaterra y Estados Unidos crecía un movimiento que terminaría por llamarse revolución cognitiva, y que se basaba en la idea de que la vastedad de la mente humana puede llegar a explicarse por medio de mecanismos mentales comunes. Además, Suecia comenzó a disfrutar de una época dorada en el arte y el deporte: un jugador de tenis desconocido y desgarbado triunfaba en Wimbledon, Ingmar Bergman reinaba en el cine internacional, Ingemar Stenmark dominaba el mundo del esquí alpino, y ABBA conquistaba el mercado de la música pop. En la mente de Ericsson, todos estos datos se combinaron, y le proporcionaron lo que había estado buscando durante tanto tiempo: un territorio virgen para explorar, una frontera que llegaba en forma de preguntas: ¿qué era el talento? ¿Qué hacía que la gente con éxito fuese diferente del resto? ¿De qué estaba hecha la grandeza? ‐Buscaba un área que me diese libertad ‐dijo Ericsson‐. Estaba interesado en averiguar cómo la gente consigue grandes cosas y, en aquella época, eso se consideraba algo que estaba fuera del alcance de los investigadores. En 1976, Ericsson escribió su tesis acerca de la utilidad de los informes verbales (los relatos que hace la gente de sus propios estados mentales) como una forma de acceder a la comprensión de su forma de actuar. Su trabajo despertó el interés del psicólogo y economista Herbert Simon, un pionero en el campo de la revolución cognitiva que muy pronto obtendría el premio Nobel de Economía por su trabajo sobre la toma de decisiones. Simon reclutó a Ericsson para que viajase a Estados Unidos, de modo que éste, hacia 1977, comenzó a trabajar junto a Simon en la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh. Investigó las cuestiones básicas de la resolución de problemas humanos. El primer proyecto que dirigió Ericsson consistió en investigar uno de los principios más sagrados de la psicología: los límites de la memoria a corto plazo. La ciencia sostenía desde hacía mucho tiempo que la memoria era un atributo innato y firme. Un famoso trabajo elaborado en 1956 por el psicólogo George Miller y titulado «The Magic Number Seven, Plus or Minus Two» convirtió esta creencia en algo explícito (y proporcionó a la compañía Bell Telephone una razón para establecer números telefónicos de siete dígitos). Esta noción se denominó «capacidad de canal» y se creía que era tan fija como la estatura o el número de calzado. Ericsson comenzó a probar su teoría de la manera más simple posible: entrenando a estudiantes voluntarios para que aumentasen la capacidad de memorizar series de dígitos que aparecían a razón de uno por segundo. Para la comunidad científica, el experimento de Ericsson era como tratar de entrenar a la gente para que aumentase el número que calzaba. Se consideraba que la memoria a corto plazo era hardware: siete era el número mágico, no cambiaba. Página | 30 Cuando el primero de los estudiantes voluntarios de Ericsson consiguió memorizar un número de ochenta dígitos, la comunidad científica no sabía qué pensar. Cuando el segundo voluntario superó los cien dígitos, todo parecía indicar que el número siete mágico de Miller había sido reemplazado por otro tipo de magia. «La gente estaba azorada ‐recordaba Ericsson‐. No podían creer que no existiese un límite universal. Pero era verdad.» Ericsson demostró que el modelo de memoria a corto plazo existente estaba equivocado. No era como el número del pie, sino que podía mejorarse a través del entrenamiento. Y si la memoria a corto plazo no era limitada, ¿entonces qué lo era? Toda habilidad en el mundo, descubrió Ericsson, era una forma de memoria. Cuando un campeón de esquí se deslizaba por la ladera nevada de una montaña, estaba utilizando estructuras de memoria, diciéndole a sus músculos lo que debían hacer y cuándo. Cuando un maestro violonchelista tocaba, también estaba utilizando estructuras de memoria. ¿Por qué no podían estar todos ellos sujetos a la misma clase de efecto de entrenamiento? «La teoría tradicional decía que el hardware era un límite ‐dijo Ericsson‐. Pero si entrenando, la gente es capaz de transformar el mecanismo que interviene en el rendimiento, entonces nos encontramos en un espacio completamente nuevo. Se trata de un sistema biológico, no de un ordenador. Puede construirse a sí mismo.» De este modo, Ericsson inició una odisea de treinta años, al estilo Indiana Jones, a través del reino del talento. Exploró todas las dimensiones del rendimiento de las habilidades, reunió y estudió la actuación de enfermeras, gimnastas, violinistas y lanzadores de dardos; jugadores de Scrabble, mecanógrafas, ajedrecistas y agentes del SWAT. No medía la mielina de estos sujetos (es psicólogo, no neurólogo y, por otra parte, aún no se había inventado la técnica de imágenes por difusión de la tensión), aunque también enfocó el proceso del talento desde un ángulo vital: midió la práctica, concretamente, el tiempo que se empleaba en ella y sus características. Junto con los colegas que colaboraron con él en la investigación, Ericsson estableció sus bases de trabajo (documentadas en numerosos libros y, en fecha más reciente, en el Cambridge Handbook of Expertice and Expert Performance, una obra del tamaño de la Biblia). Su principio central es una ingente estadística: cada una de las experiencias sobre un campo determinado es el resultado de aproximadamente 10 000 horas de práctica intensa. Simplificándolo al máximo, el Handbook destila la habilidad en una fórmula conocida como la ley del poder del aprendizaje: T = aP( ‐b}, donde T es tiempo, P es el número de ensayos de práctica y a y b son constantes. Ericsson llamó a este proceso «práctica deliberada» y la definió como trabajar sobre la técnica, buscar un feedback crítico y permanente y concentrarse para apuntalar con decisión los puntos débiles. Siendo pragmáticos, podemos considerar que la «práctica deliberada» y la «práctica intensa» son básicamente lo mismo, aunque, al ser psicólogo, el término que emplea Ericsson, se refiere al estado mental y no a la mielina. Para que conste, Ericsson se siente atraído por la identificación. «Creo que esta correlación (entre mielina y habilidad) es muy interesante», me dijo. Página | 31 Junto con investigadores como Herbert Simon, Bill Chase y otros, Ericsson estableció también algunos hitos, como el de «la regla de los 10 años», un curioso descubrimiento que data de 1899 y que demuestra que la habilidad a nivel mundial en cualquier campo (violín, matemáticas, ajedrez, etcétera) requiere de aproximadamente una década de práctica intensa. Incluso Bobby Fischer, el asombroso prodigio del ajedrez, necesitó practicar con ahínco durante nueve años antes de conseguir, a los diecisiete años, el título de gran maestro. Esta regla suele utilizarse para fijar el punto de partida ideal del entrenamiento, por ejemplo: en el tenis, las chicas alcanzan su máximo nivel físico a los diecisiete años, de modo que deben comenzar a practicar ese deporte a los siete; los chicos alcanzan su poderío físico máximo más tarde, así que pueden comenzar a practicar a los nueve años. Sin embargo, la «regla de los diez años» tiene implicaciones más universales: implica que todas las habilidades se crean utilizando el mismo mecanismo fundamental y, además, que tal mecanismo parece tener límites fisiológicos de los que nadie está libre. Para la mayoría de la gente, el trabajo de Ericsson despierta una objeción instintiva: ¿qué pasa en el caso de los genios? ¿Qué hay de Pavarotti y Willie Mays o de la famosa habilidad del joven Mozart para transcribir partituras enteras habiéndolas escuchado una sola vez? ¿Qué ocurre con los prodigios del piano o del cubo de Rubik, de aquellos que son brillantes de una manera que parece mágica e instantánea? Ericsson y sus colegas contestan con fríos montones de números. En el libro Genius Explained, el doctor Michael Howe, de la Universidad de Exeter, calcula que, antes de su sexto cumpleaños, Mozart había estudiado 3500 horas de música con su padre y maestro, un hecho que coloca su memoria musical en el terreno de una habilidad impresionante, pero factible. Los sabios tienden a destacar en dominios que se rigen por unas reglas claras y lógicas (en el piano o las matemáticas), que son muy distintos a, por ejemplo, el clarinete de jazz. Además, por lo general los sabios acumulan muchísimas horas de exposición previa a esos campos, a través de medios tales como escuchar música en su casa. La verdadera habilidad de estos genios, según sugiere la investigación, reside en su capacidad para llevar a cabo prácticas intensas de un modo obsesivo, incluso cuando no parece que estén practicando. Tal como lo expresó Ericsson: «No hay ningún tipo de célula que los genios posean y que el resto de nosotros no tengamos». Todo esto no significa que un pequeño porcentaje de la población no posea un deseo innato y obsesivo de mejorar, lo que la psicóloga Ellen Winner llama «el afán por llegar a dominar». Pero esta clase de practicantes intensos y automáticos son escasos y muy evidentes. (Una regla práctica: si tienes que preguntar si tu hijo posee este afán por llegar a dominar, es que no lo posee.) Si superponemos la investigación de Ericsson con las que se realizan acerca de la mielina, conseguimos algo que se aproxima a la teoría universal de la habilidad. Pero, más provechosamente, también obtenemos una lente con la que averiguar cómo funciona el código del talento. Cuando descubrimos cuáles son las conexiones ocultas entre mundos distantes, comenzamos a formular preguntas extrañas, como ésta: ¿qué tienen en común las hermanas Bronté con los chicos que practican skateboard? Página | 32 3 LAS BRONTË, LOS Z‐BOYS y EL RENACIMIENTO La excelencia es un hábito. ARISTÓTELES Las chicas de Ninguna Parte En el vasto río de relatos que conforma la cultura occidental, casi todas las historias que versan sobre el talento son similares. El argumento es el siguiente: sin previo aviso y alterando la normalidad de la vida cotidiana, aparece un chico de Ninguna Parte. El chico posee un misterioso don natural para la pintura / las matemáticas / el béisbol / la física, etcétera. A través del poder que le confiere ese don, cambia su vida y la de quienes lo rodean9. De todas estas historias acerca del talento de un joven, la de las hermanas Brontë es realmente difícil de superar. Su trayectoria esencial la estableció Elizabeth Gaskell en su biografía de 1857, Vida de Charlotte Bronte. En ella dice lo siguiente: «En los remotos páramos de Haworth, Yorkshire, dentro de una casa parroquial azotada por el viento y dominada por un frío y tiránico padre, tres hermanas sin madre, llamadas Charlotte, Emily y Anne, escribieron libros maravillosos antes de morir a temprana edad». Según cuenta Gaskell, la historia de las hermanas Brontë fue como un cuento trágico, y su parte mágica fue que las tres muchachas crearon varias de las mejores obras de la literatura inglesa: Jane Eyre, Cumbres borrascosas, Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall. La prueba de su don, innato y divino según Gaskell, fue la serie de pequeños libros que las hermanas Brontë escribieron cuando eran niñas: libros que tejen historias elaboradas y fantásticas que se desarrollan en reinos imaginarios como Glasstown, Angria, Gondal y otros lugares inventados. Como escribió Gaskell: «Tenía en mi poder un curioso paquete que contenía gran cantidad de manuscritos en un espacio increíblemente pequeño; cuentos, piezas teatrales, relatos románticos. Estaban escritos principalmente por Charlotte, con una letra que es casi imposible de descifrar sin la ayuda de una lupa. Cuando Charlotte deja volar todo el poder de su imaginación, su fantasía y su lenguaje se liberan y llegan, en ocasiones, al borde mismo del 9 Este relato del artista milagrosamente inspirado se encuentra tan enraizado en nuestra cultura que es fácil olvidar que hubo un tiempo en que no existía. Antes del Renacimiento italiano, la habilidad para pintar y esculpir se consideraba un oficio útil, equivalente a la albañilería o a tejer. Más tarde, sin embargo, un pintor llamado Giorgio Vasari acuñó la idea del «artista heroico», En su libro de 1550, Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos, contó la historia de mi pastorcillo errante llamado Giotto que fue descubierto en el campo mientras dibujaba en el suelo maravillosos esbozos con un trozo de piedra afilado. Llegó a convertirse en el primer gran artista del Renacimiento. No importa que el argumento sea históricamente insostenible o que, más en relación con la mielina, Giotto también pasara diez años como aprendiz del pintor Cimabue; la irresistible idea de Vasari acerca del chico humilde y divinamente inspirado (algo que, además, cuenta con resonancias muy útiles) sirvió para crear un relato maravillosamente entretenido y que ha demostrado ser duradero y adaptable a muchos otros campos. Página | 33 delirio». Manuscritos diminutos, delirios, niñas con dones sobrenaturales: se trata de un argumento victoria no puro y duro. La obra de Gaskell estableció un modelo sólido en el que se basaron fielmente la mayoría de las biografías sobre las hermanas Brontë que se escribieron después. En parte, esto se debió a la escasez de documentos originales. El relato de Gaskell se ha utilizado para crear películas, obras teatrales y fábulas morales. Sólo hay un problema fundamental: el relato de Gaskell no es verdad. Para decirlo de manera más precisa: la verdadera historia de las hermanas Brontë es incluso mejor. Lo que realmente ocurrió en la vida de las hermanas Brontë fue revelado por Juliet Barker, una historiadora formada en la Universidad de Oxford, que trabajó seis años como conservadora en el Bronté Parsonage Museum, en Haworth. Buscando fuentes tanto locales como europeas, Barker consiguió reunir un verdadero tesoro de material que, en su mayor parte, no se había examinado antes. En el año 1994, la historiadora demolió de forma sistemática el mito creado por Gaskell con una obra erudita de 1003 páginas titulada Las Brontë. En la obra de Barker queda esbozado un nuevo retrato. El pueblo de Haworth no era un lugar remoto, sino un cruce de caminos, en lo que a política y comercio se refiere, moderadamente activo. El hogar de los Bronté era un lugar mucho más estimulante que el que Gaskell había descrito: estaba lleno de libros, revistas de la época y juguetes; lo supervisaba un padre bondadoso y tolerante. Otro mito que Barker derrumba es que las hermanas Bronté eran novelistas natas. Los primeros libros que escribieron no eran sólo el resultado de unas escritoras aficionadas (algo lógico, si se tiene en cuenta que sus autoras eran muy jóvenes), sino que carecían de cualquier signo de genialidad incipiente. Lejos de tratarse de creaciones originales, no eran más que burdas imitaciones de artículos de revistas y libros de la época. De ellos copiaban las tres hermanas y su hermano Branwell tramas de aventuras exóticas y argumentos de melodramas, imitaban las voces de autores famosos y plagiaban personajes al por mayor. El trabajo de Barker llega a dos conclusiones irrefutables acerca de aquellas breves obras pergeñadas por las hermanas Bronté: primera, que escribieron mucho y de formas muy variadas (según un cálculo aproximado, 400000 palabras en un período de quince meses) y, segunda, su escritura, aunque elaborada y fantástica, no era muy buena10., Tal como lo describe Barker, «su escritura descuidada, pasmosa ortografía e inexistente puntuación cuando ya se encontraban al final de su adolescencia son hechos que se han pasado por alto [los biógrafos de las Brontë], al igual que la frecuente inmadurez de pensamiento y caracterización. Estos elementos, presentes en sus obras de juventud, no desmerecen el logro indudable que supone producir semejante volumen de literatura a unas edades tan tempranas, pero sí erosionan considerablemente la idea de que las Brontë eran novelistas 10 He aquí un ejemplo de esas obras tempranas: «Un monstruo inmenso y terrible cuya cabeza tocaba las nubes estaba rodeado por un halo rojo y llameante sus fosas nasales lanzaban llamas y humo hacia adelante y estaba envuelto en una débil neblina y un vestido indefinible». Y así sigue. Al leer esas obras uno se da cuenta de que, para las hermanas Brontë, el acto de escribir era algo profundamente social, algo así como jugar a Dragones y Mazmorras. Excepto, por supuesto, porque las Brontë asumieron el desafío y el privilegio de inventar todas esas historias. Página | 34 natas». La práctica intensa nos proporciona una nueva perspectiva de la historia de las hermanas Brontë. Bajo esta luz, la pobre calidad de sus primeras obras no se contradice en absoluto con las alturas literarias que finalmente alcanzaron. Al contrario, es un requisito: no se convirtieron en grandes escritoras a pesar de que comenzaron escribiendo obras inmaduras e imitando voces ajenas; al revés, las tres hermanas llegaron a ser grandes escritoras porque dedicaron mucho tiempo y energía a ser inmaduras e imitadoras. Construyeron mielina en el espacio reducido y seguro de sus pequeños libros, sus escritos infantiles fueron una práctica intensa cooperativa, desarrollaron la musculatura de la narración de historias. Como escribió Michael Howe en Genius Explained: «Que la actividad creativa de escribir sobre un mundo inventado fuera un ejercicio conjunto contribuyó de manera decisiva a que las autoras sintieran placer al hacerla. Era un juego maravilloso en el que cada participante, tras devorarla, respondía ansiosamente a la última entrega de sus hermanas». Escribir un libro, incluso uno muy corto, es practicar un juego muy concreto: deben crearse reglas que han de ser respetadas; deben concebirse y construirse los personajes; deben describirse los paisajes; se deben plantar y desarrollar las líneas de la narración. Cada uno de estos pasos puede entenderse como si estuviera formado por acciones diferentes, como la activación de un circuito que está unido a otros. Aquellos textos escritos lejos de los ojos del padre, exentos de cualquier presión formal, funcionaban como el equivalente de un instructor Link compartido: constituían un área donde las hermanas Brontë activaban millones y millones de circuitos, enredaban y desenredaban miles de nudos argumentales y creaban cientos de obras que eran fracasos artísticos totales si no se tienen en cuenta dos hechos redentores: todos ellos las hacían felices y todos les conferían, silenciosamente, una pizca de habilidad, que es un aislamiento que envuelve los circuitos neuronales y crece de acuerdo con determinadas señales. Cuando en 1847 se publicó Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, los críticos se quedaron maravillados ante la originalidad que mostraba la novela. Tenían en sus manos una compleja obra maestra, muy imaginativa y que presentaba un fascinante e inquietante personaje: Heathcliff. Este amenazante forastero tan sólo cuenta con una característica redentora: su amor por la inconformista Catherine, que acaba casándose, trágicamente, con el rico y refinado Edgar Linton. Los críticos podrían haber alegado más de una razón para estar maravillados ante la novela, pero se equivocaron en cuanto a la originalidad del argumento. Entre los abigarrados garabatos de las primeras obras de la autora podemos encontrar todos los elementos esperando a ser encajados: el nebuloso y poético paisaje (llamado Gondal), el héroe sombrío (bautizado Julius Brenzaida), la obcecada heroína (Augusta Al‐ meda) y el rico pretendiente (lord Alfred). Visto bajo esta luz, no debe extrañamos que Emiliy Brontë fuese capaz de escribir tan excelente historia: al fin y al cabo se había dedicado a la práctica intensa durante bastante tiempo. Página | 35 Los patinadores de mielina A mediados de la década de 1970, un reducido grupo de chicos puso patas arriba el mundo del skateboarding. Estos jóvenes se llamaban a sí mismos los Z‐Boys y se conocieron en una tienda de artículos de surf cerca de Venice (California). Patinaban de un modo que nadie había visto antes, realizaban piruetas en el aire y rascaban sus tablas contra los bordillos y las barandillas. Se comunicaban entre sí por medio de una jerga marginal que hoy reconocemos como la lengua tranca de ese deporte. Lo más útil para este estudio es que poseían un enorme don para la sincronización. Debutaron en el Campeonato de Skateboard Bahne‐ Cadillac en Del Mar (California) en el verano de 1975. Según ciertos artículos de prensa, los Z‐ Boys eran desconocidos misteriosos, genios flacos que habían aterrizado sobre el hasta entonces tranquilo deporte provocando un gran impacto, justo como Genghis Khan. The Guardian lo resumió en una reseña sobre un documental acerca de los Z‐Boys: «...mientras (Jay) Adams se desliza en un giro suelto, aferra ambos extremos de la tabla y brinca arriba y abajo a través de la plataforma en un estallido de explosiva energía. Lo que esto implica está ya perfectamente claro: en sus manos, una tabla ya no es un simple elemento de equipamiento deportivo, como una raqueta de tenis; es más como una guitarra eléctrica, un instrumento destinado a la autoexpresión agresiva, irreverente y espontánea». Sin embargo, aquella forma de expresarse distaba mucho de ser espontánea. La mayoría de los Z‐Boys eran surfistas que habían pasado cientos de horas sobre sus tablas. En los días en los que el mar estaba tranquilo y las olas eran pequeñas, trasladaban su actividad surfista a la calle. El otro factor que intervino en su escalada hacia la fama fue más accidental: el descubrimiento, a comienzos de los años setenta del siglo pasado, de una herramienta única, un acelerador de mielina que les permitió mejorar sus circuitos a una velocidad de vértigo. Se trataba de una piscina vacía. Debido a la combinación de ciertos factores (sequía, incendios y exceso de construcciones), en los barrios de Bel Air y Beverly Hills abundaban las piscinas vacías. Encontradas era una tarea sencilla: los Z‐Boys recorrían las calles con un vigía sentado en el techo del coche que, mirando por encima de las vallas, localizaba los posibles objetivos. Al principio no les resultó fácil deslizarse por las paredes empinadas y curvas. Durante los primeros días protagonizaron algunas huidas espectaculares (hubo más de una llamada a la policía por parte de los sorprendidos dueños y vecinos de las casas). Pero en 1975, en un momento que se califica como la versión sobre ruedas de los hermanos Wright en Kitty Hawk, los Z‐Boys consiguieron despegar. ‐Cuando nos topamos con las piscinas, el asunto se convirtió en una actividad realmente seria... , la más seria ‐comenta Skip Engblom, copropietario de la tienda de surf y el mentor de facto del grupo‐o Teníamos que ser cada vez más grandes, ir más de prisa y llegar más lejos. Éramos como un pintor ante un lienzo nuevo. En Skateboard Kings, un documental británico de 1978, un patinador llamado Ken describió la experiencia: ‐Practicar con la tabla en una piscina es el entrenamiento más difícil‐dijo‐. Se necesita coordinar todo el cuerpo, es muy diferente a cualquier otro ejercicio del skateboarding. Pero cuando lo hago siento como un flash, como si estuviera llegando a la cima, toco la cima y noto Página | 36 si hay una buena conexión o no, y eso me llevará a deslizarme como en un tobogán o a salir disparado por el aire... Estás ahí y lo único que quieres es conseguir hacerla, y sientes cada vez más el aire. Si lo tienes todo bajo control, simplemente vas a por ello. Consideremos por un momento el esquema de las acciones que describe Ken. El espacio y la forma de la piscina constriñen sus esfuerzos y su concentración a determinadas corrientes, a ciertas conexiones que se producen o no. No existen zonas grises, no hay interferencias. Una vez dentro de la piscina, mientras se deslizaban a lo largo de la empinada superficie, los Z‐Boys tenían que jugar según las reglas del nuevo juego o fracasarían estrepitosamente. Desde el punto de vista de la práctica intensa, la piscina vacía creaba un contexto que no se diferencia de aquellas pequeñas obras de las hermanas Brontë o de las pistas de fútbol sala en Brasil. Los circuitos se activan y se perfeccionan; los errores se cometen y se corrigen; la mielina florece. La habilidad es un aislamiento que envuelve los circuitos neuronales y se desarrolla de acuerdo con determinadas señales. Durante los últimos siglos, desde que Vasari documentara la vida de Giotto, la cultura occidental ha entendido y explicado el talento mediante la idea de la identidad única: el rodar de los dados cósmicos hace que todos seamos diferentes. Según ese modelo de pensamiento, que las hermanas Brontë y los Z‐Boys tuviesen éxito se debe a quiénes eran: personas misteriosamente dotadas, chicos de Ninguna Parte tocados por el destino. Sin embargo, cuando uno los observa a través de la lente de la práctica intensa, la historia cambia. Su excepcionalidad sigue siendo relevante, pero su importancia tiene que ver con la forma en que crean sus habilidades: disparan las señales adecuadas, perfeccionan los circuitos, crean libros insignificantes y los llenan de historias infantiles, salen a buscar piscinas vacías y pasan horas deslizándose por sus paredes y cayéndose dentro de ellas. Es cierto que en Yorkshire había muchas otras muchachas cuyas vidas eran tan limitadas y pueblerinas como las de las hermanas Brontë; también que en Los Ángeles habían otros chicos tan arriesgados y diferentes como los Z‐Boys; pero a la mielina no le importa quién eres; le importa lo que haces. Hemos visto cómo la práctica intensa y la mielina nos ayudan a explicar el talento de pequeños grupos de personas. Tratemos de aplicar ahora esas ideas a dos grupos ligeramente más numerosos. Primero, estudiaremos a los maestros del Renacimiento italiano; luego, echaremos un vistazo a un grupo un tanto mayor: la especie humana. El sistema Miguel Ángel Hace algunos años, un estadístico de la Universidad Carnegie Mellan llamado David Banks escribió un breve ensayo titulado «The Problem of Excess Genius». En ese trabajo, Banks señala que los genios no se hallan distribuidos de forma uniforme a través del tiempo y el espacio; al contrario, tienden a aparecer en grupos. «La pregunta más importante que podemos hacerle a los historiadores es" ¿por qué algunos períodos y lugares son mucho más productivos que el resto?" ‐escribe Banks‐. Resulta intelectualmente vergonzoso que esta pregunta nunca se haya formulado con claridad a pesar de que su respuesta podría tener gran importancia para la educación, la política, la ciencia y el arte.» Página | 37 Banks estudia tres grupos en los que el talento es abundante: Atenas desde el 440 hasta el 380 a. J.c., Florencia desde 1440 hasta 1490 y Londres desde 1570 hasta 1640. De estos tres momentos en la historia, ninguno es tan deslumbrante ni se encuentra tan bien documentado como el siglo XV florentino. En el transcurso de unas pocas generaciones, una ciudad que contaba con una población no muy numerosa produjo la mayor cantidad de logros artísticos del mundo. Un genio solitario' es fácil de explicar, pero ¿docenas de ellos en el espacio de dos generaciones? ¿Cómo? Banks confecciona en su artículo una lista de las razones que pudieron haber contribuido a la sabiduría convencional: Prosperidad: que proporcionaba dinero y mercados para apoyar el arte. Paz: que proporcionaba la estabilidad necesaria para buscar el progreso artístico y filosófico. Libertad: que mantenía a los artistas a salvo del control estatal o religioso. Movilidad social: que permitía que la gente pobre y con talento accediera al mundo del arte. La cuestión del paradigma: que aportó nuevos medios y perspectivas que provocaron una ola de originalidad y expresión. Según escribió Banks, todas éstas parecen ser causas probables de aquel florecimiento. Es plausible que convergiesen para encender la chispa del Renacimiento; lamentablemente, continúa el ensayo de Banks, la mayoría de ellas contradicen lo que dice la historia. Aunque hacía gala de una notable movilidad social, la Florencia de 1400 no era especialmente próspera, pacífica o libre. De hecho, se estaba recuperando de una desastrosa plaga, se encontraba dividida por violentas luchas entre familias poderosas y la iglesia la gobernaba con puño de hierro. Pero quizá ocurrió todo lo contrario de lo que suele pensarse, tal vez fueran las luchas intestinas, las plagas y la iglesia represora los elementos que formaron esa convergencia. Sin embargo, esta lógica también cae por su propio peso, ya que existen muchos otros lugares que compartían esos factores y que no produjeron nada parecido a un gran talento artístico. Este ejemplo ilustra claramente el interminable ciclo de la pescadilla que se muerde la cola que se inicia cuando uno aplica el pensamiento tradicional a las cuestiones relacionadas con el talento. Cuanto más tratamos de destilar el vasto océano de factores que intervienen en un dorado concentrado de singularidad, más contradictorias se vuelven las pruebas y más impulsados nos sentimos hacia las aparentemente ineludibles conclusiones de que los genios simplemente nacen y los fenómenos como el Renacimiento fueron un mero producto del destino. Como escribe el historiador Paul Johnson, vocero de esa teoría, «el genio cobra vida de pronto y se revela desde el vacío para luego quedarse en silencio de un modo igualmente misterioso». Ahora examinemos el problema desde el prisma de la práctica intensa. A la mielina no le importan la prosperidad, la paz o los paradigmas. No le preocupa lo que la iglesia hacía en Florencia, quién murió como consecuencia de la plaga, o cuánto dinero tenía la gente en el banco. Sólo hace una pregunta, la misma pregunta que nos formulamos nosotros en relación con las hermanas Brontë y los Z‐Boys: ¿qué hacían los artistas florentinos? ¿Cómo practicaban Página | 38 y durante cuánto tiempo? Florencia fue el epicentro de una poderosa creación social llamada gremio de artesanos. Se trataba de asociaciones de tejedores, pintores, orfebres y similares que se organizaban para regular la competencia y el control de calidad. Los gremios funcionaban como cooperativas que pertenecían a los trabajadores: tenían administradores, cuotas de asociado, santos patrones y férreas políticas que establecían quién estaba capacitado para trabajar en el oficio. Sin embargo, lo que mejor sabían hacer era cultivar el talento. Estaban estructurados de acuerdo con un sistema de aprendizaje por el que los chicos de alrededor de siete años eran enviados a vivir con los maestros del oficio por períodos fijos que oscilaban entre los cinco y los diez años. Los aprendices trabajaban directamente bajo la tutela y supervisión del maestro, quien asumía con frecuencia los derechos de custodia legal del chico a su cargo. Los muchachos aprendían el oficio a través de la acción, no de clases magistrales o teóricas: mezclaban los pigmentos de la pintura, preparaban los lienzos, afilaban los formones. Cooperaban y competían dentro de un orden jerárquico, ascendían cuando transcurrían algunos años hasta alcanzar el estatus de oficial y, finalmente, si contaban con la preparación suficiente, llegaban a maestros. Este sistema creó una cadena de importantes mentores: Da Vinci estudió bajo la dirección de Verrocchio, Verrocchio estudió bajo la tutela de Donatello, Donatello estudió con Ghiberti, Miguel Ángel aprendió de Ghirlandaio, Ghirlandaio trabajó con Baldovinetti, etcétera; todos ellos se visitaban con frecuencia en sus respectivos estudios, de acuerdo con un arreglo cooperativo / competitivo que hoy se llamaría red de contactos profesionales11. En otras palabras, los aprendices pasaban miles de horas resolviendo problemas, probando soluciones, equivocándose y volviendo a intentarlo. Estaban confinados en un mundo completamente dedicado a la producción sistemática de excelencia. Sus vidas eran similares a las de un interno de doce años que pasara una década bajo la supervisión directa de Steven Spielberg, pintando decorados, dibujando guiones gráficos y colocando cámaras. La idea de que podría terminar por convertirse un día en un gran director de cine no sorprendería a nadie: sería casi inevitable (tengamos en cuenta el caso de Ron Howard, por ejemplo). Consideremos ahora el caso de Miguel Ángel. Desde los seis hasta los diez años, vivió con un picapedrero y su familia. Con ellos aprendió a manejar el mazo y el cincel antes de aprender a leer y a escribir. Después de un breve e infeliz intento de asistir a la escuela, Miguel Ángel entró como aprendiz en el taller del gran Ghirlandaio. A partir de entonces, recibió cientos de encargos, y dibujó, copió y preparó frescos en una de las iglesias más grandes de Florencia. Luego comenzó a trabajar con el maestro escultor Bertoldo y fue instruido por otras grandes figuras en la casa de Lorenzo de Médici, donde Miguel Ángel vivió hasta los diecisiete años. Era un artista prometedor pero poco conocido hasta que, a los veinticuatro años, esculpió la Pietá. La gente dijo que la escultura era obra de un genio, pero su creador discrepaba de ese juicio. «Si la gente supiera cuán duramente tuve que trabajar para conseguir mi maestría ‐diría más tarde Miguel Ángel‐, no le parecería tan maravillosa.» 11 Este sistema se mantuvo vigente hasta el año 1500, cuando algunos estados‐nación muy poderosos se decidieron a acabar con los gremios y, por lo tanto, con el motor de la práctica intensa del Renacimiento. Página | 39 «Este sistema de aprendizaje, basado en un largo período de estudio, en el temprano conocimiento de los materiales, en la imitación y en el trabajo en equipo, permitió que chicos que eran, probablemente, bastante normales se transformaran en los portadores de una elevada habilidad artística ‐escribió Bruce Cole en The Renaissance Artist at Work‐. Según se creía en el Renacimiento, el aprendizaje del arte debía seguir una serie de etapas progresivas: la mezcla de los colores, la realización de copias, la colaboración en las creaciones del maestro y, finalmente, la creación de esculturas o pinturas propias.» Siempre tendemos a pensar en los grandes artistas del Renacimiento como en un grupo homogéneo. Sin embargo, eran como cualquier otro grupo de gente seleccionada al azar: provenían tanto de familias ricas como pobres, tenían personalidades diferentes, maestros distintos y motivaciones diversas. Pero sí tenían una cosa en común: todos pasaron gran parte de su infancia dentro de un «invernadero» de práctica intensa activando y optimizando circuitos, corrigiendo errores, compitiendo y mejorando habilidades. Todos ellos participaron en la mayor obra artística que un individuo puede crear: la arquitectura de su propio talento. Conozcamos al señor Mielina George Bartzokis es profesor de neurología en la Universidad de California, situada en Los Ángeles. Ocasionalmente, se presenta a sí mismo como el «señor Mielina». Durante la mayor parte del tiempo, Bartzokis, que tiene poco más de cincuenta años, mantiene una apariencia acorde con la imagen de un sobrio y distinguido investigador: camisa y corbata, el pelo perfectamente peinado y modales sumamente corteses. Pero, cuando habla de la mielina, algo en su interior se acelera: se inclina hacia adelante ávidamente, sus ojos brillan y en su boca se dibuja una amplia sonrisa. Parece como si en cualquier momento fuese a saltar de la silla. No quiere comportarse de esa forma, pero no puede evitado. «¿Por qué los adolescentes toman malas decisiones? ‐pregunta sin esperar una respuesta‐. Porque tienen todas sus neuronas, pero no completamente aisladas. Hasta que no esté aislado de todo el circuito, aunque es útil, no estará disponible de forma instantánea para alterar la conducta impulsiva en el momento en que se produce. Los adolescentes entienden lo que está bien y lo que está mal, pero les lleva tiempo discernirlo. »¿ Por qué la sabiduría es más común entre la gente de mayor edad? Porque sus circuitos están completamente aislados y tienen un acceso inmediato a ellos; pueden realizar procesos muy complicados a muchos niveles, que es en lo que consiste realmente la sabiduría. El volumen de mielina en el cerebro continúa aumentando hasta aproximadamente los cincuenta años, y tienes que recordar que está viva: se estropea y nosotros tenemos que reconstruida. Las tareas complejas como gobernar países o escribir novelas resultan más sencillas, a menudo, para aquellas personas que han producido mayor cantidad de mielina. »¿Por qué los monos (que poseen todos los tipos de neuronas y todos los neurotransmisores que tenemos los humanos) no pueden utilizar el lenguaje? ‐continúa Bartzokis‐. Porque nosotros tenemos un 20 por ciento más de mielina que ellos. Para poder hablar como lo Página | 40 hacemos hoy en día se necesita una gran velocidad de procesamiento de la información, y los monos carecen de esa banda ancha. De acuerdo, podemos enseñar a un mono a comunicarse como si fuera un crío de tres años pero, aparte de eso, utilizan una «conexión a internet» muy lenta.» Bartzokis continúa hablando, formulando nuevas preguntas, suministrando más respuestas (algunas de ellas documentadas, otras esperando la prueba que él sabe que pronto llegará). «¿Por qué los bebés que son amamantados poseen un coeficiente intelectual más alto? Porque los ácidos grasas de la leche materna son los ladrillos de la mielina. Por esta razón la FDA (organismo para el control de alimentos y medicamentos) aprobó la adición de ácidos grasas omega‐3 a las fórmulas infantiles. También es la razón de que se haya relacionado el comer pescado (que es un alimento rico en ácidos grasas) con un menor riesgo de pérdida de memoria, de demencia y de padecer la enfermedad de Alzheimer. (Bartzokis tiene sobre su escritorio un bote con pastillas de ácidos grasas DHA.) La lección es la misma en todos los casos: cuanta más mielina tengas, más inteligente serás. »¿Por qué se retiró Michael Jordan? Sus músculos no habían cambiado, pero como sucede con cualquier otro ser humano, su mielina comenzó a resquebrajarse con la edad, no mucho, pero lo suficiente como para impedirle realizar lanzamientos a la velocidad y frecuencia requeridas para sus característicos movimientos explosivos. »¿Por qué el pequeño y débil hombre de Cro‐Magnon fue capaz de sobrevivir cuando los neandertales, que eran más grandes, más fuertes y tenían el cerebro más grande, desaparecieron? Porque el hombre de Cro‐Magnon tenía más mielina; pudo superar a los neandertales en capacidad de pensamiento y comunicación y, finalmente, derrotados. (Bartzokis está esperando el resultado de la prueba de ADN de un diente de neandertal que según él puede confirmar su hipótesis.) »¿Por qué los caballos pueden caminar de forma inmediata después de nacer, mientras que a los seres humanos les lleva aproximadamente un año? Un caballo nace con los músculos ya mielinizados y preparados para la acción. Los de un bebé son muy fuertes, pero su mielina tarda un año en llegar, y los circuitos sólo se optimizan a través de la práctica. »Al seleccionar la mielina, la evolución hizo la misma elección que hubiese hecho cualquier ingeniero al diseñar internet ‐dice Bartzokis‐: intercambió el tamaño del ordenador por el del ancho de banda. No me importa el tamaño que tengan los ordenadores, lo que quiero es que estén disponibles al instante para poder procesar todos los datos con rapidez, ahora. Y eso es internet, el acceso instantáneo a gran cantidad de ordenadores. Nosotros funcionamos según los mismos principios que utiliza Google. Somos seres de mielina ‐dice Bartzokis finalmente‐. Es la forma en que estamos construidos, no podemos evitarlo.» «Somos seres de mielina.» Ésta es una afirmación muy importante. Ofrece una alternativa potencialmente revolucionaria a la manera en que solemos explicarnos los misterios de la habilidad, el talento y la propia naturaleza humana. Para entender lo que el Señor Mielina quiere decir con esto, debemos retroceder un momento. Página | 41 Desde Darwin, la forma tradicional de considerar el talento ha sido más o menos la siguiente: los genes (la naturaleza) y el entorno (la educación) se combinan para convertirnos en lo que somos12. Según esta concepción, los genes son cartas cósmicas que se reparten de nuevo en cada nacimiento, y el entorno es el juego para el que se utilizan esas cartas. De vez en cuando, el destino produce una combinación perfecta de genes y entorno de manera que se generan elevados niveles de talento y / o genialidad. De acuerdo con este modelo de pensamiento, la grandeza de Beethoven y de Babe Ruth es combinatoria: en primer lugar, ellos nacieron ya provistos del potencial necesario para tener una gran habilidad y, en segundo lugar, fueron lo bastante afortunados como para nacer en un ambiente ideal en el que poder desarrollar esas habilidades. El modelo naturaleza / educación ha demostrado ser tremendamente popular. Es claro, dramático y explica una amplia variedad de fenómenos que se producen en el mundo natural. Pero cuando se trata de explicar el talento humano, nos encontramos con un pequeño problema: es un modelo vago. Pensar que el talento procede de los genes y del entorno es como pensar que las galletas proceden del azúcar, la harina y la mantequilla: es bastante cierto, pero inútil. En cuestiones de habilidad no estamos interesados en los meros ingredientes (que no podemos cambiar), sino en la mielina y en los circuitos (que, como demuestra la ciencia, sí podemos cambiar). Si vamos a buscar una forma nueva de pensar, es necesario que comencemos con una idea clara de cómo trabajan realmente los genes. Los genes no son cartas cósmicas, sino libros de instrucciones que la evolución pone a prueba y que ponen en funcionamiento unas máquinas inmensamente complejas: los seres humanos. Los genes contienen los planos, literalmente dibujados en los nucleótidos, para construir nuestros cuerpos y mentes hasta el más mínimo .detalle. Es una tarea de diseño y construcción muy complicada, pero esencialmente directa: los genes instruyen a las células para hacer la ceja «así» y la uña del dedo del pie «así». Cuando se trata del comportamiento, sin embargo, los genes se ven obligados a tratar con un reto de diseño diferente. Las máquinas humanas nos movemos por un mundo grande y variado, nos encontramos con toda clase de peligros, oportunidades y experiencias inéditas. Los cambios suceden rápidamente, lo que significa que el comportamiento, las habilidades, deben adaptarse de prisa. El desafío al que se enfrentan es ¿cómo se escribe un libro de instrucciones para el comportamiento? ¿Cómo pueden ayudamos nuestros genes, instalados calladamente dentro de nuestras células, a adaptamos a un mundo cada vez más cambiante y peligroso? Para abordar este problema, los genes humanos han evolucionado hacia algo muy sensato: contienen instrucciones para que nuestro sistema de circuitos cuente con instintos, tendencias e impulsos predeterminados, es decir, construyen nuestros cerebros de modo que cuando nos encontremos frente a determinados estímulos (una comida apetitosa, carne 12 La frase «naturaleza frente a educación» no es atribuible a Darwin, sino a sir Francis Galton, su primo, quien dedicó buena parte de su vida a tratar de probar que el genio era una cualidad hereditaria. Fue un esfuerzo inútil. Página | 42 podrida, un tigre al acecho o una pareja potencial) un programa neural se ponga en marcha y utilice las emociones para guiar nuestro comportamiento en una dirección útil y práctica. Experimentamos sensaciones de hambre cuando olemos ciertas comidas, asco cuando olemos carne podrida, miedo cuando vemos a un tigre y deseo cuando descubrimos a una posible pareja. En esos momentos, guiados por los mencionados programas neurales predeterminados, buscamos una solución. Esa estrategia funciona muy bien cuando se trata de actuar frente a la carne podrida o las parejas potenciales. Al fin y al cabo, escribir las instrucciones para construir un instinto es algo relativamente simple: si X, entonces Y. Pero ¿qué ocurre cuando debemos desarrollar comportamientos más complejos, como tocar el saxofón o jugar al Scrabble? Como ya hemos visto, las habilidades superiores están formadas por cadenas de millones de neurona s que trabajan juntas con una sincronización exquisita y milimétrica. Adquirir habilidades superiores es, por tanto, una cuestión de estrategia de diseño. ¿Cuál es la mejor estrategia para plasmar las instrucciones de una máquina capaz de llevar a cabo habilidades inmensamente complicadas? Una estrategia de diseño obvia sería que los genes estuviesen ya preparados para la habilidad, que los genes suministraran instrucciones detalladas, paso a paso, que explicaran cómo construir los circuitos necesarios para ejecutar la habilidad deseada: interpretar música, hacer malabarismos o realizar cálculos. Cuando se recibiera el estímulo adecuado, todo el andamiaje predeterminado se conectaría y se activaría haciendo que apareciera el talento: ésta sería la forma en que Babe Ruth consiguió completar una carrera tras otra y Beethoven compuso numerosas sinfonías. Parece que esta estrategia de diseño tiene sentido (al fin y al cabo no hay nada más sencillo). Pero en realidad tiene dos grandes problemas. El primero, hablando en términos biológicos, es costoso. Se necesitarían muchos recursos y tiempo para construir unos circuitos tan elaborados. Y tanto los unos como el otro deben obtenerse a expensas de algún otro elemento del diseño. El segundo es un desafío al destino. Preparar previamente los genes de un programador informático genial no ayuda en absoluto si estamos en la década de 1850; formar de antemano un herrero genial sería hoy algo completamente inútil. En tan sólo una generación o unos cientos de kilómetros, las habilidades superiores pasan de ser cruciales a ser triviales y viceversa. Dicho de una manera sencilla: preparar un circuito compuesto por millones de conductores eléctricos que nos capacite para realizar una actividad superior y compleja con anticipación sería una apuesta sinsentido para los genes. Y, tras haber sobrevivido al desafío de los millones de años pasados, nuestros genes no están por la labor de hacer apuestas estúpidas y costosas (otros genes quizá lo hicieron, pero hace mucho tiempo que desaparecieron, junto con sus portadores)13. 13 Esto no implica que no exista la preparación previa; para confirmar su existencia sólo hay que observar, por ejemplo, a las abejas y el baile que utilizan para localizar las flores; o los rituales de apareamiento de innumerables especies animales. Pero para esos comportamientos una preparación previa tiene sentido en términos evolutivos: son cruciales para la supervivencia de la especie. Sin embargo, tocar el piano o pegarle a una pelota de golf no lo son. Página | 43 Consideremos, entonces, una estrategia de diseño diferente. Pensemos que los genes instruyen al cuerpo para que construya millones de diminutos «instaladores de banda ancha» que estarán distribuidos por todos los circuitos del cerebro. Los instaladores de banda ancha no serían particularmente complicados; de hecho, serían todos idénticos, los conductores se envolverían con un aislamiento que conseguiría que los circuitos trabajaran con mayor velocidad y fluidez. Los instaladores funcionarían según una regla muy simple: se dirigirían a aquellos circuitos que se activen más y con mayor urgencia. Los circuitos de habilidad que se utilizaran con frecuencia recibirían más banda ancha; aquellos que funcionaran con menor frecuencia y con menor urgencia recibirían menos banda ancha. La utilidad de tales instaladores de banda ancha sería mayor si se prepararan previamente para trabajar de forma más vigorosa durante la juventud. Ésa es la época de la vida en la que nos estamos adaptando a nuestro entorno. Serían aún más eficaces si trabajasen fuera de nuestra conciencia, sin obstruir la limitada ventana de la experiencia cotidiana. (Al fin y al cabo, desde el punto de vista del diseño, el hecho de que sintamos o no que estamos adquiriendo una habilidad crucial no es importante; lo único relevante es que contamos con ella, de un modo similar a como contamos, por ejemplo, con el trabajo de nuestro sistema inmunológico.) Desde nuestra ventajosa pero limitada posición, la habilidad que hemos adquirido se percibiría como un don, como si estuviésemos expresando alguna cualidad innata. Pero no sería así: el verdadero don serían los diminutos instaladores de banda ancha que aislarían los circuitos activados, ya fueran los relacionados con la caza, las matemáticas, la música o el deporte. Al igual que sucede con todas las adaptaciones útiles, el sistema de instalación de banda ancha se convertiría rápidamente en un equipa miento estándar para toda la especie. «Somos seres de mielina.» La banda ancha es la mielina y los instaladores son los atareados oligodendrocitos que perciben las señales que enviamos y aíslan el circuito que debe intervenir. Cuando adquirimos habilidades superiores estamos utilizando este antiguo mecanismo adaptable para alcanzar nuestros fines individuales. Esto es posible porque nuestros genes fueron lo suficientemente inteligentes como para permitir que nosotros (o, más en concreto, nuestras necesidades y acciones) determinemos qué habilidades necesitamos. Este sistema es flexible, receptivo y económico, ya que proporciona a cada miembro el potencial innato de conseguir una habilidad que necesita. La prueba se encuentra en los semilleros de talento, en las 10000 horas que se necesitan para desarrollar una pericia a nivel de experto mundial e incluso en las tensas expresiones faciales de Clint Eastwood. No se trata de accidentes del destino; las habilidades que se adquieren son la consecuencia inevitable de un mecanismo evolutivo que todos compartimos y que ha sido creado para responder a un determinado tipo de señales. La habilidad es un aislamiento que envuelve los circuitos neuronales y crece de acuerdo con determinadas señales. Página | 44 Esto no quiere decir que todos tengamos el potencial de convertimos en Einstein (cuyo cerebro, tras la autopsia, reveló tener una cantidad inusual de lo que ya sabéis)14. La cuestión es que, si bien el talento parece algo predeterminado, tenemos un gran control sobre las habilidades que desarrollamos, de modo que cada uno de nosotros tiene más potencial del que supone. Todos tenemos la oportunidad de convertimos, como le gusta decir al señor Mielina, en dirigentes de nuestro propio internet. El truco está en saber cómo hacerla. 14 En 1985, la doctora Marianne Diamond descubrió que el lóbulo parietal inferior izquierdo del cerebro de Einstein, a pesar de poseer un número corriente de neuronas, mostraba una cantidad significativamente alta de células gliales (que son las que producen y sostienen la mielina). En su momento, este descubrimiento fue considerado tan insignificante que casi rayaba lo cómico. Pero ahora tiene mucho sentido: Einstein poseía una gran banda ancha. Página | 45 4 LAS TRES REGLAS DE LA PRÁCTICA INTENSA Vuelve a intentado. Vuelve a fallar. Falla mejor. SAMUEL BECKET Adriaan de Groot y el EEI Cualquier análisis acerca del proceso de adquisición de habilidades debe comenzar citando un fenómeno que se conoce como el «Efecto Es Increíble». Se refiere a la mezcla sorprendente de incredulidad, admiración y envidia (no necesariamente en ese orden) que sentimos cuando el talento aparece de forma súbita. El EEI no surge cuando escuchamos cantar a Pavarotti o admiramos el bateo de Willie Mays: ellos son uno entre un millón, podemos aceptar con facilidad que son diferentes a nosotros. El EEI aparece cuando vemos cómo florece el talento en personas que considerábamos iguales a nosotros. Es el hormigueo de sorpresa que experimentamos cuando ese vecino tontarrón se convierte de pronto en el guitarrista líder de una famosa banda de rack, o cuando nuestro propio hijo muestra un don inexplicable para el cálculo diferencial. Es la sensación de: ¿de dónde ha salido eso? Mientras visitaba los semilleros de talento pude familiarizarme con el EEI. Primero vi a unos chicos adorables que corrían por el terreno de juego con sus bates de béisbol o sus pequeños violines al hombro. Realizaban torpes y simpáticos intentos de obtener la habilidad necesaria; se mostraban tan poco diestros como cabría esperar de muchachos de su edad. Pero cuando los más pequeños se marcharon y comenzaron a aparecer los mayores, fui testigo de unos cuantos saltos cuánticos en el nivel de habilidad. Pasar unos días en uno de estos semilleros fue como recorrer las salas de un museo donde se exhibe la evolución de los dinosaurios. Como si se tratase de contemplar una serie de dioramas, me encontré con especies cada vez más evolucionadas: los preadolescentes (que eran muy buenos), los adolescentes medios (¡vaya!) y, por último, los adolescentes mayores, que eran auténticos velocirraptores (tuve que ponerme a cubierto). La velocidad de la progresión era asombrosa: cada uno de los grupos era más fuerte, más veloz y demostraba más talento que el anterior. Observar el cambio era como ver a un adorable lagarto Gecko transformarse en un baboso tiranosaurio: sabemos que ambos están relacionados, pero eso no impide que, ante el proceso, exclamemos: «Es increíble». Lo más interesante del EEI es que opera en una sola dirección: el observador se queda sin habla, asombrado y confundido; el poseedor del talento permanece impertérrito, incluso indiferente. Este fenómeno de «espejo mágico» no es un simple caso de impresiones divergentes, de ingenuidad deliberada por parte del observador o de falsa modestia por parte de quien posee el talento. Está relacionado con un esquema perceptual fijo que está localizado en el núcleo del proceso de adquisición de la habilidad y que plantea preguntas muy importantes. ¿Cuál es la naturaleza de un proceso que crea dos realidades tan radicalmente divergentes? ¿Cómo es posible que estas personas que parecen iguales que nosotros demuestren de pronto tanto talento sin ser apenas conscientes de ello? Para responder a estas preguntas recurrimos a un maestro de matemáticos frustrado llamado Adriaan Dingeman de Groot. Página | 46 De Groot, que nació en 1914, fue un psicólogo holandés que jugaba al ajedrez en su tiempo libre. Precisamente durante una de sus partidas de ajedrez experimentó su propia versión del EEI. La provocaron un puñado de jugadores de su club de ajedrez, personas muy similares a él en cuanto a edad, experiencia y antecedentes. No obstante, aquellos compañeros podían conseguir hazañas sobrehumanas en el ajedrez. Eran la clase de jugadores tiranosaurios que podían destrozar a diez rivales con los ojos vendados. Al igual que sucedería con Anders Ericsson varias décadas después, De Groot se quedó desconcertado ante sus derrotas, y eso le llevó a formularse una pregunta engañosamente simple: ¿qué era lo que hacía que aquellas personas fueran tan geniales? En aquella época, los postulados científicos sobre el tema eran incuestionables: los buenos jugadores poseían memoria fotográfica y la utilizaban para absorber información y planificar sus estrategias. Los maestros de ajedrez tenían éxito, según esta teoría, porque estaban dotados del equivalente cognitivo de un cañón, mientras que los demás hacían lo que podían armados con pistolas de aire comprimido. Pero De Groot no aceptaba esa teoría, quería descubrir más. Para investigar al respecto, De Groot organizó un experimento en el que participaron grandes jugadores y jugadores corrientes. Colocó las piezas en posiciones tomadas de partidas reales, permitió que los jugadores mirasen el tablero durante cinco segundos, y comprobó su memoria. Los resultados fueron los esperados: los grandes maestros recordaron la posición de las piezas cuatro o cinco veces mejor que los jugadores corrientes (los primeros se acercaron al ciento por ciento de acierto). Luego, De Groot hizo algo muy astuto: en lugar de utilizar como modelo posiciones sacadas de partidas reales, dispuso las piezas sobre el tablero en lugares totalmente aleatorios y volvió a someter a los jugadores a la misma prueba. La ventaja de los grandes maestros se desvaneció, no alcanzaron una puntuación mejor que los jugadores corrientes; incluso, uno de los grandes maestros lo hizo peor que un aficionado. Los jugadores de ajedrez expertos no poseen memorias fotográficas; cuando el juego deja de parecerse al ajedrez, sus habilidades se esfuman. De Groot continuó con su experimento y demostró que, en la primera prueba, los maestros no veían piezas de ajedrez individuales, sino que reconocían modelos globales. Donde un aficionado veía un disperso «alfabeto» de piezas individuales, los maestros agrupaban esas «letras» en el equivalente ajedrecístico a palabras, oraciones y párrafos. De ahí que, cuando las piezas se colocaron al azar, los maestros perdieran el rumbo. No es que se hubiesen vuelto tontos de golpe, sino que su estrategia de agrupamiento ya no les resultaba útil: el EEI había desaparecido, la diferencia existente entre el tiranosaurio del ajedrez y los jugadores corrientes no era la misma que entre un cañón y una pistola de aire comprimido. Se trata de una diferencia de organización, la que existe entre alguien que entiende un idioma extranjero y alguien que no. El nombre que los psicólogos asignan a esta clase de sistema es «agrupamiento». Para tener una idea de cómo funciona el agrupamiento, intenta memorizar estas dos oraciones. Ascendimos al monte Everest un martes por la mañana. An añam alrop setram nu t serevE etnom las omidnecsa. Página | 47 Las dos oraciones contienen el mismo número de caracteres, igual que los tableros de ajedrez de De Groot, pero en la segunda oración el orden de las letras está alterado. Puedes entender, recordar y manipular la primera oración porque, al igual que sucede con los maestros de ajedrez o los aficionados al béisbol, has pasado un montón de horas aprendiendo y practicando un «juego cognitivo» que, en este caso, llamamos lectura. Has aprendido la forma de las letras y practicado su agrupamiento de izquierda a derecha en entidades distintivas con significados más amplios (palabras) y también has estudiado cómo agrupar esas palabras en segmentos aún más grandes (oraciones) que puedes manejar, cambiar y recordar. La primera frase es sencilla de memorizar porque tiene sólo tres segmentos conceptuales básicos: «Ascendimos» es uno, «monte Everest‐ es otro y «un martes por la mañana» es el tercero. Esos segmentos, a su vez, están compuestos de otros más pequeños: las letras «m», «o», «n», «t» y «e» son, cada una de ellas, segmentos que se combinan en otro más grande llamado «monte». Con cuatro líneas se forma un trozo aún más pequeño que reconoces como una «m», y así, cada grupo de segmentos anida perfectamente dentro de otro grupo, como si se tratara de un conjunto de muñecas rusas. La habilidad para la lectura, en esencia, es la habilidad para empacar y desempacar trozos o, para expresado en términos relacionados con la mielina, para activar estructuras de circuitos a la velocidad del rayo. El concepto de agrupamiento es extraño. La idea de que la habilidad (que es algo elegante, fluida y que aparentemente no implica ningún esfuerzo) debe ser creada mediante la acumulación de pequeños y discretos circuitos insertados unos dentro de otros parece contra intuitiva, por no decir otra cosa. Pero sólidas investigaciones científicas muestran que ésta es precisamente la manera en que se construyen las habilidades, y no sólo las cognitivas, como es el caso del ajedrez. Las acciones físicas también se construyen con segmentos. Cuando un gimnasta aprende la rutina de un ejercicio de suelo, la construye a través de una serie de segmentos agrupados que, a su vez, está formada por otros segmentos. El deportista ha agrupado una serie de movimientos musculares exactamente de la misma forma en que nosotros agrupamos una serie de letras para formar la palabra «Everest». La fluidez llega cuando el gimnasta repite los movimientos con la suficiente frecuencia como para saber unir los segmentos hasta formar uno grande, igual que cuando nosotros procesamos la oración precedente. Cuando activa sus circuitos para realizar un salto hacia atrás, el gimnasta no piensa, «muy bien, vaya impulsarme con las piernas, arquear la espalda, hundir la cabeza entre los hombros y hacer girar las caderas» (nosotros tampoco tenemos que procesar cada letra de una palabra), simplemente activa el circuito que ha construido y perfeccionado a través de la práctica intensa. El mundo que se organiza siguiendo el sistema de agrupamiento es un lugar engañoso, un inmenso espejismo hecho de EEI. Los grandes expertos de cualquier disciplina parecen incomprensiblemente superiores, como si fueran capaces de alcanzar la cima de un escarpado risco de un solo salto. Sin embargo, tal como demostró De Groot, no son tan diferentes como parecen de los simples aficionados. Lo que separa los dos niveles de ejecución no es un superpoder innato, sino un acto de construcción y organización: el levantamiento de un andamiaje, perno por perno y circuito por circuito o, dicho de otro modo, envoltura por envoltura15. 15 De Groot publicó Thought and Choice in Chess en 1946. No obtuvo ninguna respuesta por parte de crítica o público. El libro fue redescubierto veinte años más tarde por el mentor de Anders Ericsson, el premio Nobel Herbert Simon, quien reconoció a De Groot como un pionero de la psicología cognitiva. De Groot aplicó sus hallazgos a su propia vida, y compitió como experto ajedrecista, publicó numerosas obras y, a los ochenta y ocho años, grabó un CD de improvisaciones de temas de música clásica al piano. Página | 48 Regla 1: Agrupar Hemos visto que la práctica intensa se refiere a la construcción y el aislamiento de circuitos. Pero, siendo pragmáticos, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo sabemos que estamos haciéndolo? La práctica intensa es similar a explorar una habitación oscura y desconocida: comienzas lentamente, te chocas contra los muebles, te detienes, piensas y vuelves a empezar. Con cuidado y un poco dolorido, exploras el espacio una y otra vez, prestas atención a los errores, te aventuras un poco más a cada paso, construyes un mapa mental, hasta que, al final, te mueves por él de un modo rápido e intuitivo. La mayoría de nosotros hacemos una parte de este proceso conscientemente. Existe un instinto universal de ralentizar las acciones y separar las habilidades en sus componentes básicos. Es algo que nuestros padres y entrenadores nos dicen millones de veces mientras crecemos. Se encargan de repetir el viejo refrán: «Sólo hay que ir paso a paso». Pero lo que yo no conseguí entender visité los semilleros de talento es lo provechoso que podía ser aplicar esa estrategia simple e intuitiva. En los semilleros de talento, esta máxima se aplica en tres dimensiones: primero, consideran la tarea que tienen por delante como un todo, como un gran segmento, el megacircuito; segundo, la dividen en los segmentos más pequeños; tercero, juegan con el tiempo, reducen y aceleran la velocidad de la acción para asimilar su arquitectura interna. Los semilleros utilizan la práctica intensa de la misma manera en que un director de cine enfoca una escena: primero, una panorámica para mostrar el paisaje; la siguiente toma es un primer plano para examinar los movimientos de un insecto sobre una hoja a cámara lenta. Observemos cada una de estas técnicas para ver de qué manera se desarrollan. ABSORBERLO TODO: implica dedicar cierto tiempo a observar o escuchar la habilidad que se quiere adquirir (la canción, el movimiento, el ritmo) como una entidad única y coherente. En los semilleros de talento dedican mucho tiempo a esta fase. Podría sonar un tanto zen pero el objetivo es, básicamente, absorber una imagen general de la habilidad hasta ser capaz de imaginarse a uno mismo poniéndola en práctica. «Estamos diseñados de antemano para imitar ‐dijo Ericsson‐. Resulta extraño, pero cuando nos colocamos en la misma situación que una persona sobresaliente y abordamos la misma tarea que ellos realizan, obtenemos un gran efecto sobre nuestra habilidad. » En los semilleros, se emplea mucho la imitación; en ocasiones de una manera totalmente inconsciente. En California tuve la oportunidad de conocer a una jugadora de tenis, de tan sólo ocho años de edad, llamada Carolyn Xie. Xie, que es una de las jugadoras del país mejor clasificadas en la categoría correspondiente a su edad, exhibía el juego típico de un prodigio del tenis, con una única excepción: en lugar de utilizar el golpe de revés a dos manos, habitual para esa edad, Xie ejecutaba el revés con una sola mano, exactamente igual que Roger Federer. No era algo similar al golpe de Federer, sino que se trataba de un movimiento idéntico al del suizo, con la cabeza gacha y el final del golpe con un gesto como de torero. Le pregunté cómo había aprendido a pegar de esa manera. ‐No lo sé ‐dijo‐o Simplemente lo hago. Más tarde, Li Ping, la madre de Carolyn, mencionó que esa noche verían un partido de Roger que tenían grabado. Resultó que todos los miembros de la familia admiraban a Federer desde hacía mucho tiempo; de hecho, tenían grabados casi todos los partidos del suizo que habían televisado. Carolyn los veía siempre que podía, así que en su corta vida había observado a Roger Federer ejecutar su golpe de revés decenas de miles de veces. Había visto ese Página | 49 movimiento y, sin saberlo, había absorbido su esencia16. También tenemos el ejemplo de Ray LaMontagne, un obrero de una fábrica de zapatos de Lewiston (Maine) que a los veintidós años tuvo una revelación: debía convertirse en cantante y compositor. LaMontagne tenía escasa experiencia musical y muy poco dinero, así que enfocó el aprendizaje musical de un modo muy simple: compró docenas de álbumes usados de Stephen Stills, Otis Redding, Al Green, Etta James y Ray Charles, y se encerró en su apartamento. Todos los días durante dos años, se dedicó a cantar mientras escuchaba a esos intérpretes. Los amigos de LaMontagne supusieron que se había marchado de la ciudad; sus vecinos, que había perdido el juicio o que se había encerrado en una cápsula del tiempo musical, algo que, en cierto sentido, era cierto. ‐Yo cantaba y cantaba, y sufría y sufría, porque sabía que no lo estaba haciendo bien ‐comenta LaMontagne‐. Me llevó mucho tiempo, pero finalmente aprendí a cantar desde el diafragma. Ocho años después de haber empezado, el primer álbum de LaMontagne vendió casi medio millón de copias. La razón principal de su éxito fue una voz llena de sentimiento que, según la revista Rolling Stone, sonaba como a coro de iglesia. Otros oyentes la confundieron con la de Otis Redding o Al Green. La voz de LaMontagne era un don, nadie lo dudaba, aunque el auténtico don fuera, tal vez, la estrategia de práctica que escogió para construir esa voz. La imitación más fructífera que observé durante mis viajes tuvo lugar en el Spartak Tennis Club de Moscú, un humilde y helado club que ha producido un auténtico alud de talentos: Anna Kournikova, Marat Safin, Anastasia Myskina, Elena Dementieva, Dinara Safina, Mijail Youzhny y Dmitri Tursunov. Ha conseguido también colocar, entre 2005 y 2007, más mujeres en los primeros veinte puestos de la clasificación mundial que Estados Unidos, además de formar a la mitad del equipo masculino que obtuvo la Copa Davis en 2006. No está nada mal para un club de tenis que sólo cuenta con una pista cubierta. Cuando visité sus instalaciones en diciembre de 2007, pensé que aquello parecía un set para grabar una película de Mad Max: cobertizos llenos de escopetas, charcos relucientes de gasolina y un bosque circundante lleno de grandes perros hambrientos y muy veloces. También había un enorme camión de dieciocho ruedas abandonado justo frente al club. Al acercarme a la entrada, pude ver unas formas que se movían tras ventanas cubiertas con plástico, pero no alcanzaba a oír ese sonido tan característico que producen las raquetas y las pelotas de tenis. Cuando entré en el club, la razón se hizo evidente: los jugadores movían las raquetas, sí; pero no utilizaban pelotas. En el Spartak lo llaman imitatsiya. Consiste en intercambiar golpes a cámara lenta utilizando una pelota imaginaria. Todos los jugadores del club lo hacen, desde los más pequeños hasta los profesionales. La entrenadora, Larisa Preobrazhenskaya, una mujer de setenta y siete años, curtida y que parpadeaba continuamente, recorría la pista como si fuese el mecánico de un garaje poniendo a punto un enorme motor. Cogía los brazos de los jugadores y los pilotaba lentamente a través del golpe. Cuando finalmente entrenaban con pelotas reales, se colocaban uno a uno formando una cola (no existen las lecciones particulares en el Spartak). Preobrazhenskaya los interrumpía con frecuencia, hacía que volviesen a repetir el movimiento lentamente una y otra vez. Y otra. Y tal vez una vez más. 16 Timothy Gallwey, en su libro The inner Game of Tennis, nos proporciona un buen ejemplo de imitación. Cuando Gallwey comenzó a dar clases de tenis en los años sesenta, decidió iniciar un experimento: en lugar de hablar con sus alumnos principiantes, simplemente les mostraría cómo golpear la pelota. El experimento salió muy bien, hasta el punto de que, poco después, Gallwey estaba enseñando a principiantes de cincuenta años a jugar partidos de tenis pasables en veinte minutos, sin darles ninguna instrucción técnica. Página | 50 Parecía una clase de ballet: una coreografía de movimientos simples, lentos y precisos que ejercía cierto énfasis en la tekhnika. Preobrazhenskaya reforzaba este enfoque con una orden tajante: ninguno de sus alumnos podía participar en un torneo durante los tres primeros años de entrenamiento. No me imagino a los padres norteamericanos aceptando algo semejante, pero ninguno de los rusos lo cuestionaba ni un segundo. ‐La técnica lo es todo ‐me explicó Preobrazhenskaya más tarde mientras golpeaba la mesa con un énfasis propio de Jrushov (lo que hizo que diese un salto en mi silla y reconsiderase la impresión que tenía de ella como una abuela que no dejaba de parpadear)‐. Si comienzas a jugar sin técnica, cometes un gran error. ¡Un gran, gran error! DIVIDIRLO EN TROZOS: de todos los lugares que visité, donde mejor se apreciaba este proceso era en la Escuela de Música Meadowmount, al norte del Estado de Nueva York. Meadowmount está a cinco horas de viaje en coche desde Manhattan, en las verdes montañas de Adirondack. Su fundador, el famoso profesor de violín Ivan Galamian, eligió este lugar por la misma razón queel Estado de Nueva York construye allí la mayoría de sus prisiones: es una localización remota, barata y extremadamente tranquila. Al principio, Galamian situó el campamento en la cercana ciudad de Elizabethtown, pero consideró que las chicas locales eran perturbadoramente hermosas y lo trasladó. Subrayó su teoría al casarse con una de ellas. El campamento original estaba compuesto por unas pocas cabañas y una casa vieja que carecía de electricidad, de agua corriente, de televisión y de teléfono. Desde entontes, ha cambiado muy poco. Las instalaciones, aunque encantadoras, son básicas: los estudiantes duermen en habitaciones sobrias, las cabañas destinadas a la práctica individual se balancean sobre soportes hechos de troncos de árboles, de bloques de cemento y, en muchos casos, con el gato de algún coche de los alrededores. Meadowmount, sin embargo, queda mejor descrito al mencionar a sus alumnos legendarios (Yo Yo Ma, Pinchas Zuckerman, joshua Bell e Isaac Perlman). También al considerar una simple ecuación que se ha convertido, de facto, en el lema de la escuela: durante las siete semanas que dura la estancia, la mayoría de los estudiantes aprenderá el equivalente a un año de trabajo, es decir, se producirá un aumento de aproximadamente el 500 por ciento en velocidad de aprendizaje. Entre los alumnos, tal aceleración es bien conocida, pero vagamente comprendida. Por eso, a menudo se habla de ella como si se tratara de una especie de truco de magia. ‐Oh, Dios mío, esa chica es absolutamente increíble ‐dijo David Ramos, de dieciséis años, mientras señalaba a Tina Chen, una estudiante china que acababa de ejecutar una obra para violín de Korngold durante uno de los conciertos nocturnos de la escuela. La voz de Ramos se redujo a un susurro incrédulo y conspiratorio‐. Tina comentó que lo había aprendido en tres semanas, pero alguien me aseguró que en realidad lo había hecho en dos. Estas hazañas forman parte de la rutina de Meadowmount porque los profesores llevan el concepto de dividir en segmentos hasta el extremo. Los estudiantes fragmentan la música, que está escrita en tiras horizontales, y luego meten esas tiras dentro de sobres. Las extraen siguiendo un orden completamente azaroso. Después, cortan esas cintas de papel en fragmentos aún más pequeños mediante la alteración de los ritmos. Por ejemplo, los estudiantes tocarán un pasaje difícil con un ritmo punteado (similar al sonido de los cascos de los caballos: da‐dum, da‐dum). Esta técnica obliga 'al ejecutante a unir rápidamente dos de las notas en una serie y a dejar un compás de descanso antes de pasar al siguiente grupo de dos notas. El objetivo es siempre el mismo: descomponer Página | 51 una serie (habilidad) en las piezas (circuitos) que la integran, memorizar esas piezas individualmente y luego unirlas en unidades de agrupamiento cada vez más grandes (circuitos nuevos e interconectados). REDUCIR LA VELOCIDAD: en Meadowmount, los intermitentes estallidos de música se estiran hasta convertirse en algo similar a cantos de ballena. Uno de los profesores tiene una regla práctica: si un transeúnte es capaz de reconocer la pieza que se está interpretando en ese momento, es que no se está practicando de forma correcta. Cuando el director del campamento, Owen Carman, imparte una clase, dedica tres horas a una sola página de partitura. Para los estudiantes recién llegados, esto supone una práctica entre tres y cinco veces más lenta de lo habitual, pero cuando termine la clase, habrán aprendido a tocar esa página a la perfección; se trata de una proeza estilo Clarissa, que les llevaría una o dos semanas si llevaran a cabo una práctica más superficial. ¿Por qué esta ralentización da tan buenos resultados? La estructura de la mielina ofrece dos explicaciones. Primera, trabajar lentamente permite prestar más atención a los errores, lo que conlleva un mayor grado de precisión con cada activación. Y ya sabemos que, cuando se trata de cultivar la mielina, la precisión lo es todo. Como le gusta decir al entrenador de fútbol Tom Martínez: «No se trata de lo de prisa que puedes hacerla, sino de lo lentamente que puedes hacerla de forma correcta». Segunda, trabajar lentamente ayuda al ejecutante a desarrollar una cualidad aún más importante: una percepción activa del funcionamiento interno de la habilidad, de la forma y el ritmo de los circuitos interconectados de habilidad. Durante la mayor parte del siglo pasado, muchos psicólogos educacionales creyeron que el aprendizaje estaba determinado por factores fijos como el coeficiente intelectual y las etapas de desarrollo. Barry Zimmerman, profesor de psicología en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, nunca fue uno de ellos. Él, muy al contrario, está fascinado con la clase de aprendizaje que se produce cuando una persona observa, juzga y establece una estrategia para su propia actuación; cuando, en esencia, un individuo se entrena a sí mismo. El interés de Zimmerman por este tipo de aprendizaje, conocido como «autorregulación», le llevó a realizar en 2001 un experimento que parece más un acto de malabarismo callejero que ciencia al uso. Trabajando junto a Anastasia Kitsantas, de la Universidad George Mason, Zimmerman se planteó una pregunta: ¿es posible juzgar la habilidad guiándose solamente por cómo una persona describe su forma de practicar? ¿Seríamos capaces de analizar, por ejemplo, a un grupo numeroso de bailarinas con diferentes grados de habilidad interrogándolas acerca de demi‐pliés, y luego escoger a la mejor, la segunda mejor, la tercera mejor, etcétera, basándonos no en sus actuaciones, sino en sus descripciones de cómo practican esos demi‐ pliés? La habilidad que eligieron Zimmerman y Kitsantas fue el servicio en el voleibol. Reunieron a un grupo formado por jugadores expertos, federados y aficionados. Les preguntaron cómo abordaban el servicio: cuáles eran sus objetivos, su planificación, sus elecciones estratégicas, su capacidad de autocontrol, de adaptación; en total doce parámetros. Utilizando las respuestas de los jugadores predijeron los niveles de habilidad que deberían corresponder a cada uno de ellos, y luego hicieron que los jugadores sirvieran para comprobar el índice de acierto. Las predicciones que habían hecho explicaron el 90 por ciento de la variación en la habilidad. Página | 52 ‐Nuestras predicciones fueron extremadamente precisas ‐dijo Zimmerman‐. Mostraron que los expertos practican de un modo diferente al resto, con una estrategia mucho más detallada. Cuando fallan, no culpan a la suerte ni tampoco a sí mismos. Tienen una estrategia que puede solucionarlo. En otras palabras, los jugadores expertos en voleibol eran como los jugadores de ajedrez tirano saurio de De Groot. A través de la práctica habían desarrollado algo más importante que la mera habilidad: habían cultivado una comprensión conceptual organizada que les permitía controlar y adaptar su rendimiento, solucionar problemas y personalizar el circuito correspondiente según la situación. Pensaban en segmentos que habían construido de acuerdo con un lenguaje de habilidad privado. Cuando estuve en Meadowmount conocí a un violonchelista de catorce años llamado John Henry Crawford. El muchacho me dio una de las descripciones de la práctica intensa más útiles que he oído nunca. Se encontraba en un decrépito garaje en el que se alojaba una de las pocas concesiones al ocio que había en Meadowmount: una mesa de pimpón rota. Crawford me habló de la sensación de aceleración que experimentaba en Meadowmount, lo que él llamaba «hacer clic». ‐El año pasado tardé casi las siete semanas en hacer clic y empezar a practicar bien ‐dijo‐o Este año ya está sucediendo. Es algo mental. Comenzamos a jugar una partida de pimpón; john Henry hablaba al ritmo de la pelota. ‐Cuando hago clic, cada nota tiene un propósito. Es como si estuviese construyendo una casa: este pilar va aquí, aquel pilar va allá, los conecto y tengo los cimientos. Luego añado las paredes y las conecto a lo anterior. Después, el techo, finalmente la pintura. Cuando concluyo, si no hay ningún problema, todo queda unido. La partida de pimpón estuvo igualada durante un tiempo; luego cogí una ventaja de 20‐17. Entonces, John Henry consiguió cinco puntos seguidos y se alzó con la victoria. ‐¿Qué quieres que te diga? ‐se encogió de hombros a modo de disculpa‐o Creo que también estoy mejorando en la construcción de esta casa. Regla 2: Repetir «La práctica no te hace perfecto; la práctica perfecta te hace perfecto.» La mielina descubre la verdad de este viejo dicho bajo la perspectiva de una nueva luz. No existe, en términos biológicos, nada que pueda sustituir a la repetición atenta. No hay nada (hablar, pensar, leer, imaginar) que sea más eficaz a la hora de construir la habilidad que ejecutar la acción misma una y otra vez, activar el impulso a través de la fibra nerviosa, enmendar los errores y perfeccionar el circuito. Una forma de ilustrarlo es recurrir a un acertijo: ¿cuál es la forma más simple de reducir las habilidades de una superestrella con talento (aparte de herirla o lesionarla)? ¿Cuál sería la forma de asegurarnos que LeBron James comience a fallar los mates o de que Yo Yo Ma falle un acorde? La respuesta es impedir que practiquen durante un mes. Para conseguir que la habilidad se evapore no se necesita realizar un reordenamiento cromosomático u oscuras maniobras psicológicas. Tan sólo se debe impedir que activen sistemáticamente sus circuitos durante treinta días. Sus músculos no habrán cambiado, sus genes y su carácter (tan elogiados) permanecerán inalterados, pero habrás atacado su talento en el punto más débil de su Página | 53 blindaje. La mielina, como nos recuerda Bartzolis, es tejido vivo. Como el resto del cuerpo, se encuentra en un ciclo permanente de rotura y reparación. De ahí que la práctica diaria sea muy importante, especialmente cuando nos hacemos mayores. Como expone Vladimir Horowitz, un virtuoso pianista que sigue tocando superados los ochenta años: «Si no practico un día, lo noto; si no practico durante dos días, mi esposa lo nota. Si no practico durante tres días, el mundo lo nota». La repetición es muy valiosa e irremplazable. Existen, sin embargo, algunas excepciones. Con la práctica convencional, más es siempre mejor; si tocas cien acordes en do menor o pegas cien golpes con un hierro 9 todos los días, doscientos serán el doble de buenos. La práctica intensa, no obstante, no obedece a esta misma fórmula. Dedicar más tiempo a la práctica es una medida eficaz, pero sólo si aún nos encontramos en la zona del punto dulce, construyendo y perfeccionando con atención los circuitos. Es más, parece que existe un límite universal para la cantidad de práctica intensa que los seres humanos pueden llevar a cabo en un día. La investigación de Ericsson muestra que la mayoría de los expertos a nivel mundial (incluyendo a pianistas, jugadores de ajedrez, novelistas y atletas) practican entre tres y cinco horas diarias, independientemente de la habilidad que persigan. La mayoría de los semilleros que visité practicaban bastante menos de tres horas diarias. Los alumnos más pequeños de la escuela Spartak (entre seis y ocho años) practicaban tan sólo de tres a cinco horas por semana, que se convertían en quince horas semanales en el caso de los adolescentes mayores. Los jugadores de béisbol de la Liga Menor de Curazao, una de las mejores del mundo, juegan sólo siete meses al año, habitualmente tres veces por semana. Hubo algunas excepciones (Meadowmount, por ejemplo, donde se insiste en practicar durante cinco horas al día a lo largo de un curso de siete semanas de duración), pero, en general, la frecuencia y el tiempo dedicado a la práctica parecían razonablemente sanos. Esto supuso la corroboración de lo que yo había visto cuando Clarissa practicaba tocando Golden Wedding y El Danubio azul: cuando dejas la zona de práctica intensa, puedes parar de ensayar17. Esto coincide con lo que ha observado Robert Lansdorp. Lansdorp, que ha superado los sesenta años, es a los entrenadores de tenis lo que Warren Buffet es a las inversiones. Ha entrenado a Tracy Austin, Pete Sampras, Lindsay Davenport y Maria Sharapova. A Lansdorp le divierte la necesidad que tienen hoy en día las estrellas del tenis mundial de pegar miles de golpes al día. ‐¿Ha visto alguna vez entrenar a Connors? ¿Ha visto alguna vez a McEnroe o a Federer? ‐ pregunta Lansdorp‐. No le pegan mil veces al día a la pelota; la mayoría de ellos apenas practican una hora. Una vez que consigues el ritmo ya no lo pierdes. Este hecho me intrigó, así que comencé a explicarle a Lansdorp la cuestión de la mielina: cómo aísla los circuitos, cómo crece lentamente cuando los activamos, el hecho de que se necesitan diez años para conseguir alcanzar la élite mundial, etcétera. Llevaba apenas veinte segundos de emocionada explicación cuando Lansdorp me interrumpió. ‐Sí, por supuesto ‐dijo, asintiendo con el estilo altivo de alguien que conoce la mielina más íntimamente que cualquier neurólogo‐o Tiene que suceder algo así. 17 Otra señal que los profesores consideran importante es el ronquido. La práctica intensa tiende a dejar a la gente completamente agotada; no pueden mantener tal atención durante más de una o dos horas. (Se trata de un comportamiento que Ericsson ha observado en muchas disciplinas.) Página | 54 Regla 3: Aprender a sentirlo Durante el verano que visité la Escuela de Música de Meadowmount me ofrecieron participar en un nuevo curso llamado «Cómo practicar», dictado por Skye Carman, la hija del director de la escuela. En una pequeña cabaña destinada a los ensayos se reunió media docena de adolescentes. Skye, una mujer de personalidad exuberante y ex concertino en la Holland Symphony, comenzó la clase preguntando: ‐¿Cuántos de vosotros practicáis cinco o más horas al día? Cuatro chicos levantaron las manos. Skye sacudió la cabeza con expresión de incredulidad. ‐Bien por vosotros. Yo no habría podido hacerlo ni en un millón de años. Veréis, ¡yo odio ensayar! ¡Lo odio, lo odio, lo odio! Así que me obligué a que la práctica fuera lo más productiva posible. Lo que quiero saber es lo siguiente: ¿qué es lo primero que hacéis cuando practicáis? Los chicos la miraron sin entender la pregunta. ‐Afinar el instrumento. Tocar algo de Bach ‐dijo finalmente un chico alto‐. Supongo. ‐Hum ‐dijo Skye enarcando una ceja e iluminando con su gesto la falta de estrategia de los estudiantes‐o Veamos; apuesto a que todos simplemente... ¡tocáis! Apuesto que afináis los instrumentos, escogéis una pieza que os gusta y comenzáis a tontear con ella. Los chicos asintieron. Skye los tenía cautivados. ‐¡Eso es una locura! –Exclamó ella agitando los brazos en el aire‐. ¿Acaso creéis que eso es lo que hacen los atletas? ¿Pensáis que se limitan a tontear? Chicos, os tenéis que meter en la cabeza que éste es un deporte de alta competición. Vosotros sois atletas. Vuestro campo de juego apenas tiene unos centímetros de largo, pero sigue siendo vuestro terreno. Necesitáis encontrar vuestro propio lugar, saber dónde estáis. Primero, afinad vuestros instrumentos; después afinad vuestros oídos. El propósito, según Skye, es alcanzar un punto de equilibrio donde se puedan detectar los errores cuando se produzcan. Para lograr evitar los errores, primero hay que percibirlos de inmediato. ‐Si notáis que una cuerda está desafinada, debería molestaros ‐les dijo Skye‐. Debería molestaros mucho. Eso es lo que tenéis que sentir. En verdad, lo que estáis practicando es la concentración, es una sensación. Vamos a practicarla. Los chicos cerraron los ojos y Skye tocó una cuerda afinada. Luego hizo girar la clavija un milímetro, y el sonido cambió. Los chicos fruncieron el cejo, sus expresiones manifestaron irritación, se mostraron ligeramente ansiosos esperando que Skye corrigiese el error. Ella sonrió. ‐Eso es ‐dijo tranquilamente‐. Recordad eso. El de la mielina es un asunto engañoso. No se puede sentir cómo crece la mielina a lo largo de las fibras nerviosas, como tampoco se puede notar que el músculo cardíaco se vuelve más eficiente después de una sesión de ejercicio físico. Sin embargo, sí es posible percibir un conjunto delator de sensaciones secundarias que están asociadas a la adquisición de nuevas habilidades. Página | 55 Cuando visité los diversos semilleros de talento, preguntaba a alumnos y profesores por las palabras que utilizarían para describir las sensaciones que les generaba su práctica más productiva. Esto fue lo que contestaron: Atención Conectarse Construir Totalidad Alerta Foco Error Repetir Cansancio Límite Despierto18 Se trata de una lista peculiar. Transmite la sensación de intentado, quedarse corto y volver a intentado. Es el lenguaje que utilizan los alpinistas al describir una sensación gradual, creciente, conectiva, la de esforzarse hacia un objetivo y no lograr alcanzar la meta, lo que Martha Graham llamaba «divina insatisfacción». Es la sensación que Glenn Kurtz describe en su libro Practicing: «Todos los días, con cada nota, practicar se convierte en la misma tarea, en un gesto humano esencial: el de ir en pos de una idea, de la grandeza, de aquello que uno desea y sentir que se escurre entre los dedos». Es una sensación que recuerda la idea de Robert Bjork sobre el punto dulce: un terreno productivo e incómodo situado justo un paso más allá de nuestras posibilidades. En él, nuestro nivel de aspiración excede nuestro nivel de realización. La práctica intensa no es un simple esfuerzo, es un esfuerzo que persigue un propósito y que incluye un ciclo de diferentes acciones: 1. Elegir un objetivo. 2. Ir a por él. 3. Evaluar la brecha que hay entre el objetivo y nuestras posibilidades de alcanzarlo. 4. Volver al paso uno. 18 Ahora os presento una lista de palabras que no surgieron nunca: natural, fácil, rutina, automático. Otra palabra que no se utilizaba en los semilleros de talento que visité era genio. No es que los genios no existan: los profesores con los que hablé fijaban el promedio de alumnos considerados genios en aproximadamente uno por década. «Muy ocasionalmente nos encontramos con alguien que tiene un talento genial. No tengo ni idea de cómo funcionan sus cerebros ‐dijo Skye Carman‐. Pero es un porcentaje ínfimo. El resto de los mortales tenemos que trabajar duro en ello.» Página | 56 En los semilleros de talento pude ver que, de acuerdo con las expresiones faciales, tal vez sería más exacto llamado el punto agridulce. Y, sin embargo, ese gusto, como todos los demás, puede disfrutarse. Una de las ventajas evolutivas de la mielina es que permite aislar cualquier circuito, incluso aquellos relacionados con experiencias que, al principio, puede que no nos gusten mucho. En Meadwmount, por ejemplo, los instructores perciben que los estudiantes terminan por desarrollar el gusto por la práctica intensa. Al principio no les agrada pero pronto, dicen, empiezan a tolerar la experiencia e incluso disfrutan de ella. ‐La mayoría de los chicos mejoran su forma de practicar muy de prisa –comenta Owen Carman, el director de Meadowmount‐. Para otros es más difícil. Yo lo entiendo como un giro hacia dentro: los chicos dejan de mirar hacia fuera en busca de soluciones y las buscan en su interior. Se dan cuenta de lo que funciona y de lo que no. Es algo que no se puede falsear, tomar prestado, robar o comprar. Se trata de una profesión honesta. Los profesores buscan signos delatores: jeroglíficos de notas garabateadas en las partituras, una nueva intensidad en las conversaciones, una fresca bienvenida a las rutinas de calentamiento. Sally Thomas, profesora de violín, busca cambios en la manera de caminar de los estudiantes. ‐Llegan aquí pavoneándose al andar –dice Thomas‐. Después de un tiempo dejan de hacerlo. Eso es Bueno.19 De todas las imágenes que transmiten la sensación de práctica intensa, mi favorita es la de los bebés tambaleantes. Para abreviar la historia: hace unos años, un grupo de investigadores noruegos y estadounidenses llevó a cabo un estudio para averiguar qué era lo que hacía que unos bebés mejorasen su forma de caminar. Se demostró que el factor clave no era ni la altura o el peso, ni la edad o el desarrollo del cerebro, ni ningún otro rasgo heredado sino (¡sorpresa!) la cantidad de tiempo que dedicaban a activar sus circuitos tratando de caminar. A pesar de lo bien que este hallazgo ilustra mi tesis, su verdadera utilidad es la de pintar un cuadro vívido de la práctica intensa: es la sensación de ser un bebé tambaleante, de ir dando bandazos hacia un objetivo y caerse. Es una sensación desconcertante, de inestabilidad, y cualquier persona razonable trataría instintivamente de evitarla. Sin embargo, cuanto más tiempo permanecen los bebés en ese estado, cuanto más deseosos se muestran de soportarlo y de permitirse fracasar, más mielina construyen y más habilidad adquieren. Los bebés tambaleantes encarnan una verdad acerca de la práctica intensa: para conseguir algo bueno, resulta beneficioso desear, o incluso entusiasmarse, con la idea de hacerlo mal. Los pasos de los bebés representan el camino hacia la realidad. 19 Un ejemplo a mayor escala de este fenómeno se produce en las escuelas de Japón. Según un estudio de 1995, ocho estudiantes japoneses pasaron el 44 por ciento de su tiempo de clase inventando, pensando y luchando activamente con conceptos subyacentes. Los estudiantes norteamericanos que formaron parte del estudio, por otra parte, pasaron menos del 1 por ciento de su tiempo en ese estado. «Los japoneses quieren que sus hijos luchen», dijo Jim Stigle, el profesor de la Universidad de California que supervisó el estudio. «A veces, el docente les da deliberadamente a sus alumnos una respuesta equivocada para que los chicos puedan hacerse con la teoría. Los norteamericanos, sin embargo, trabajan como si fuesen camareros: siempre que se producía una lucha, querían dejarla atrás, asegurarse de que la clase siguiera sin problemas. Pero uno no aprende así.» Página | 57 II IGNICIÓN Página | 58 1 INDICIOS FUNDAMENTALES Todo momento importante y exigente en los anales del mundo es un triunfo de algún tipo de entusiasmo. RALPH W ALDO EMERSON «¿Si ella puede hacerlo, por qué yo no?» Cultivar la habilidad, como ya hemos visto, requiere de una práctica intensa. Pero este tipo de práctica no es algo sencillo de llevar a cabo: requiere energía, pasión y compromiso. En una palabra, requiere el combustible de la motivación, el segundo ingrediente que compone el código del talento. En esta parte veremos de qué modo se crea y se mantiene la motivación a través de un proceso que yo llamo ignición. La ignición y la práctica intensa trabajan juntas para producir la habilidad, del mismo modo en que un depósito de gasolina se conecta con un motor para producir velocidad en un automóvil. La ignición suministra la energía, mientras que la práctica intensa convierte, con el tiempo, esa energía en progreso activo, algo que también conocemos como capas de mielina. Cuando visité los semilleros de talento fui testigo de la pasión de los alumnos. Se veía en la forma en que llevaban los violines, acunaban las pelotas de fútbol, afilaban sus lápices. Se apreciaba en que trataban las humildes áreas de práctica como si fuesen catedrales, en las miradas atentas y respetuosas que seguían a un entrenador. No siempre era una sensación feliz y luminosa; a veces era algo oscuro y obsesivo. En ocasiones, era como ese amor apacible y duradero que se aprecia en los matrimonios mayores, pero la pasión estaba siempre presente, suministrando el combustible emocional que los mantenía con fuerzas para seguir adelante. Cuando preguntaba a la gente de los semilleros por el origen de su pasión hacia el violín/ canto/ fútbol/ matemáticas, parecía algo ridículo, como si les preguntara cuándo habían aprendido disfrutar del oxígeno. La respuesta universal fue encogerse de hombros y decir algo como «no lo sé, siempre me he sentido de igual manera». Teniendo en cuenta estas respuestas, sería muy tentador aceptar el encogimiento de hombros y remitir su ardiente motivación a las desconocidas profundidades del corazón humano. Pero no sería exacto, porque en muchos casos resulta posible precisar el momento en que se enciende esa pasión. Para las jugadoras de golf de Corea del Sur fue la tarde 18 de mayo de 1998, cuando una desconocida de veinte años llamada Se Ri Pak, ganó el Campeonato McDonald's de la LPGA y se convirtió en un icono nacional. (Una crónica en un periódico de Seúl la describió así: «Se Ri Pak no es la Tiger Woods femenina; Tiger Woods es el Se Ri Pak masculino».) Ninguna otra surcoreana había triunfado antes en el golf. Diez años más tarde, las compatriotas de Pak han colonizado el Tour de la LPGA. Trein y tres jugadoras surcoreanas se reparten los títulos de la tercera parte de los torneos disputados. Página | 59 Para las jugadoras de tenis rusas, el momento especial tuvo lugar ese mismo verano, cuando Anna Kournikova, de diecisiete años, alcanzó las semifinales del torneo de Wimbledon y, gracias a su aspecto de supermodelo, alcanzó el esta tus de la deportista más buscada de la red. A partir de 2004, las tenistas rusas comenzaron a aparecer regularmente en las finales de los torneos más importantes del mundo; hacia 2007 ocupaban cinco de diez primeras posiciones de la clasificación y doce de las primeras cincuenta. ‐Son como el jodido ejército ruso ‐dijo Nick Bolleti, fundador de la famosa academia de tenis que lleva su nombre Bradenton (Florida)‐. Y cada vez son más. Muchos semilleros siguen el mismo modelo: surge una espiga de notable éxito y la sigue un masivo florecimiento de talento. Debe tenerse en cuenta que este brote se produjo siempre de un modo relativamente lento, se necesitaron cinco o seis años para conseguir una docena de jugadores. Esto no significa que la «inspiración» fuese más débil al principio y adquiriese fuerza progresivamente, sino que la práctica intensa requiere tiempo. El talento se extiende por este grupo del mismo modo en que el polen se extiende por el campo: una sola planta, con el tiempo, produce muchas flores20. AÑO 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 SURCOREANAS EN EL LPGA TOUR 1 2 5 5 8 12 16 24 25 33 RUSAS EN EL TOP 100 DE LA WTA 3 5 6 8 10 11 12 15 16 15 Otro ejemplo de este mismo fenómeno se dio un borrascoso día de mayo de 1954, cuando un esmirriado estudiante de medicina de Oxford llamado Roger Bannister se convirtió en la primera persona que rompió la barrera de los cuatro minutos en los 1500 metros lisos. Los 20 Una de las características útiles de la ignición es que hace posible pronosticar la aparición de futuros semilleros de talento. He aquí un par de mis predicciones: Músicos clásicos venezolanos: Gustavo Dudamel, alias El Dude, es el chico maravilla de veintiséis años que actualmente dirige la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. La mayoría de las historias que se refieren a él mencionan sus excepcionales habilidades, su peculiar pelo rizado y su encanto. No mencionan, en cambio, el hecho de que Venezuela está produciendo muchos El Dude a través de un programa llamado Fundación del Estado para el Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, más conocida por El Sistema. El programa acoge a chicos pobres en cursos de instrucción de música clásica (250000 muchachos según los últimos datos), contrata a los mejores ejecutantes como profesores, envía orquestas por todo el mundo y, en general, comienza a mostrar un notable parecido con las academias de béisbol venezolanas, que tanto éxito tienen. Novelistas chinos: Ha Jing (Waiting) parece ser el líder de un numeroso grupo de artistas que incluye a Ma Jian, Li Yiyun, Fan Wu y Dai Sijie. Por otra parte, la segunda ola de baloncestistas chinos encendida por Yao Ming debería llegar en cualquier momento. Página | 60 detalles más generales de esta hazaña son bien conocidos: los fisiólogos y los propios atletas consideraban que los cuatro minutos constituían una barrera infranqueable en la distancia de 1500 metros; Bannister batió esa marca sistemáticamente después de una actuación desastrosa en los Juegos Olímpicos de 1952; superó la marca por una fracción de segundo, lo que lo convirtió en protagonista de los titulares de todo el mundo. Es famoso por haber conseguido una hazaña que, más tarde, la revista Sport Illustrated calificó como el logro atlético individual más importante del siglo XX. Menos conocido es lo que ocurrió tras la gesta de Bannister, cuando otro corredor, un australiano llamado John Landy, rompió también la barrera de los cuatro minutos. En la temporada siguiente, algunos corredores más consiguieron batir esa marca. Luego, los atletas comenzaron a romperla en manadas. En un período de tres años, diecisiete corredores habían igualado el mayor logro atlético del siglo XX. No se habían producido grandes cambios: la superficie de las pistas era exactamente la misma, el modo de entrenamiento era el mismo y los genes también eran iguales. Atribuir este hecho a la autoconfianza o al pensamiento positivo es no entender la cuestión. El cambio no procedía del interior de los atletas: todos ellos respondían a un factor externo, los diecisiete corredores recibieron una señal muy clara, puedes hacerla. La marca de los cuatro minutos, otrora considerada un muro insuperable, se transformó inmediatamente en un punto de apoyo. Así funciona la ignición. Mientras que la práctica intensa es un acto frío y consciente, la ignición es un estallido misterioso, un despertar. La práctica intensa es un proceso de envoltura paulatina; la ignición, por el contrario, trabaja a través de fogonazos de imagen y emoción, de programas neurona les creados por la evolución y que instalan en la mente enormes reservas de energía y atención. La práctica intensa es similar a los pasos de un bebé; la ignición tiene que ver con el conjunto de señales y fuerzas subconscientes que crean nuestra identidad. Son los momentos que nos llevan a decir: eso es lo que yo quiero ser. Habitualmente pensamos en la pasión como en una cualidad interna, pero cuantos más semilleros de talento visitaba, más claro me parecía que la ignición era algo que venía primero del mundo exterior. En los semilleros, el aleteo de la mariposa adecuada provocaba huracanes de talento. ‐Recuerdo haber visto a Pak en la tele ‐me dijo Christina Kim, una surcoreana‐norteamericana‐ . No era rubia, no tenía los ojos azules, y éramos de la misma sangre... Me dije: «¿Si ella puede hacerlo, por qué yo no?». Larisa Preobrazhenskaya, la entrenadora del Spartak, recuerda el momento en que esa chispa entró en Rusia. ‐Todas las niñas pequeñas comenzaron a hacerse coletas y a soltar gruñidos cuando golpeaban la pelota ‐comenta‐o Todas eran pequeñas «Anna». Página | 61 La ignición es un concepto realmente extraño, ya que se produce fuera de nuestra conciencia, de nuestra área de percepción, dentro de nuestra mente inconsciente, principalmente. Pero eso no significa que no pueda ser captado, entendido y utilizado para producir un «calor» útil. En los próximos capítulos veremos cómo funciona nuestro sistema de ignición integrado y de qué manera unos indicios ínfimos, casi insignificantes, pueden alimentar el proceso de construcción de la habilidad. Visitaremos algunos lugares que se han «encendido», aunque podrían no ser conscientes. Veremos cómo la mielina está realmente fabricada con amor. Comencemos por examinar detenidamente el proceso de ignición. La idea diminuta, poderosa En 1997, Gary McPherson quiso investigar un misterio que desconcertaba a padres y profesores de música desde tiempos inmemoriales: por qué algunos chicos progresan rápidamente en el aprendizaje de la música y otros no. McPherson se embarcó en un estudio a largo plazo que buscaba analizar la experiencia musical de 157 chicos elegidos al azar (éste fue el estudio que daría origen al vídeo en el que se ve a Clarissa practicando con su clarinete). McPherson adoptó un enfoque excepcionalmente amplio, siguiendo a los chicos (con edades comprendidas entre los siete y los ocho años en la mayoría de los casos) desde unas semanas antes de que cogieran su instrumento por primera vez hasta su graduación en el instituto. Examinaba su progreso a través de varias entrevistas, tests biométricos y sesiones de práctica grabadas en vídeo. Tras los primeros nueve meses, los alumnos constituían una mezcolanza típica: unos habían despegado como cohetes, otros apenas habían realizado progreso alguno y la mayoría se encontraba en un punto intermedio. La habilidad se repartía a lo largo de toda la curva de aquello que intuitivamente consideraríamos aptitud musical. La pregunta que surgía era, ¿es inevitable esta curva, el cuadro descriptivo de lo que sucede entre cualquier población que se esfuerza por dominar una habilidad escogida al azar? ¿O existía acaso algún factor X oculto que explicaba y predecía el éxito o el fracaso de cada chico? McPherson comenzó a analizar el gran número de datos que había reunido para tratar de encontrar la razón. ¿Era el coeficiente intelectual el factor X? (No.) ¿Era acaso la sensibilidad auditiva? (No.) ¿Era la habilidad para las matemáticas o el sentido del ritmo? ¿Las habilidades sensoriomotrices? ¿El nivel de ingresos? (No, no, no.) Entonces McPherson consideró un nuevo factor: las respuestas de los chicos a una pregunta que les había formulado antes incluso de que comenzaran la primera clase. Era muy sencilla: ¿durante cuánto tiempo crees que tocarás tu nuevo instrumento? ‐La mayoría de ellos al principio respondió «no lo sé» ‐comenta McPherson‐. Pero cuando sigues escarbando y les repites la pregunta varias veces, al final te daban una respuesta concreta, todos lo saben, incluso entonces. Han captado algo en su entorno que les ha hecho decir «sí, esto es lo mío». Página | 62 Se les pidió a los alumnos que eligieran una respuesta a la pregunta, cuánto tiempo creéis que vais a tocar vuestro instrumento (las opciones eran: durante este año, durante la escuela primaria, durante el instituto, toda mi vida) y sus respuestas se clasificaron en tres categorías: A: Compromiso a corto plazo B: Compromiso a medio plazo C: Compromiso a largo plazo McPherson formó grupos con los chicos según el tiempo que cada uno de ellos dedicaba a practicar semanalmente: bajo (veinte minutos por semana), medio (cuarenta y cinco minutos por semana) y alto (noventa minutos por semana). Después, comparó los resultados con su rendimiento en una prueba de habilidad. El gráfico resultante tenía este aspecto: Cuando McPherson vio el gráfico se quedó estupefacto. ‐No podía creer lo que estaba viendo ‐dijo. El progreso de los chicos no estaba determinado por ningún rasgo o aptitud, sino por la idea de compromiso que ya tenían antes de comenzar sus clases. Las diferencias eran notables: con la misma cantidad de práctica, el grupo comprometido a largo plazo superaba en rendimiento al grupo comprometido a corto plazo en un 400 por ciento. El grupo comprometido a largo plazo, con apenas veinte minutos de práctica diaria, progresó más de prisa que los chicos comprometidos a corto plazo que practicaban durante una hora y media cada semana. Cuando el compromiso a largo plazo se combinaba con altos niveles de práctica, las puntuaciones se disparaban. Página | 63 ‐Nosotros pensamos en cada estudiante como en una pizarra en blanco, pero las ideas que traen con ellos a la primera clase son, probablemente, mucho más importantes que cualquier cosa que un profesor pueda hacer o que cualquier nivel de práctica ‐concluye McPherson‐. De lo que se trata es de su percepción del «yo»: en algún momento, a una edad muy temprana, estos muchachos tuvieron una revelación que puso de manifiesto la importancia de una idea: soy músico. Esa idea es como una bola de nieve que rueda por la ladera de una colina. Para ilustrar cómo funciona esta bola de nieve, McPherson emplea el ejemplo de Clarissa. El día anterior a su práctica de alta velocidad, el profesor de Clarissa había tratado de enseñarle una nueva canción llamada La Cinquantaine. Como sucedía habitualmente con esta alumna, la clase no había ido bien. Movido por la frustración, el profesor decidió tocar una versión jazzístiea de La Cinquantaine ... Golden Wedding. Tocó unos cuantos acordes, algo que le llevó quizá un minuto. Pero fue tiempo suficiente. ‐Cuando el profesor tocó esa pieza, justo en ese momento, sucedió algo ‐dice McPherson‐. Clarissa se quedó pasmada con esa versión, encantada. Escuchó cómo la tocaba el profesor, y debió de hacerlo con cierto estilo, porque Clarissa tuvo una imagen de sí misma como ejecutante. El maestro no se dio cuenta, pero en la cabeza de su alumna todo encajó en su sitio y, súbitamente, sin apenas saberlo, la muchacha se encendió y se volvió desesperada por aprender. Observemos el proceso que McPherson describe aquí: la interpretación del profesor fue una señal que hizo que Clarissa experimentase una intensa respuesta emocional de la que apenas fue consciente. Esa respuesta (llámese fascinación, éxtasis o amor) conectó instantáneamente a Clarissa con un gran depósito de combustible de motivación. Es lo mismo que sucedió con las golfistas surcoreanas y las jugadoras de tenis rusas. En su caso, ellas utilizaron esa energía, a lo largo de una década, para hacerse las dueñas de dos deportes; en el caso de Clarissa, la utilizó para conseguir en seis minutos de práctica lo que habitualmente se consigue en un mes. El gráfico de McPherson, como las tablas que muestran el ascenso de las golfistas surcoreanas y las tenistas rusas, no es un cuadro de aptitud, sino de ignición. Lo que puso en marcha el progreso no fue ningún gen o habilidad innatos, sino una idea pequeña, efímera y, sin embargo, poderosa: la visión de sus «yo» futuros ideales. Esta visión orientó, energizó y aceleró el progreso; Y se originó en el mundo exterior. Al fin y al cabo, estos chicos no nacieron con el deseo de ser músicos, su anhelo, como el de Clarissa, provino de una señal: de su familia, sus hermanos, su hogar o el conjunto de imágenes y personas que encontraron en sus cortas vidas. La revelación encendió una respuesta intensa, casi inconsciente, que se manifestó en forma de idea: yo quiero ser como ellos. No tuvo porqué ser una idea lógica (recuérdese que el deseo no guarda relación alguna con habilidades auditivas, rítmicas o matemáticas). Quizá la idea surgió de manera accidental, pero los accidentes tienen consecuencias, y las de éste en particular fueron que los alumnos comenzaron ya motivados, y eso marcó una gran diferencia21. 21 En la Escuela de Música de Meadowmount conocí a una docena de chicos que, cuando les pregunté cómo legaron a tocar sus instrumentos, se mostraron vagos en sus respuestas: «Siempre me gustó el violín / violonchelo / piano». Cuando les pregunté qué hacían sus padres, resultó que tocaban en orquestas sinfónicas. En otras palabras, estos Página | 64 Activar el disparador Estar muy motivado, si nos paramos a pensado, es un estado ligeramente irracional. Es un proceso que consiste en privarse hoy de ciertas comodidades para trabajar afanosamente en pos de un beneficio futuro. No es tan simple como decir «Quiero X», es algo mucho más complicado: «Quiero X más tarde, de modo que será mejor que haga Y como un condenado ahora mismo». Hablamos de la motivación como si fuese una evaluación racional de causa y efecto, pero en realidad es algo mucho más próximo a una apuesta y muy incierta (¿y si ese beneficio futuro no se produjera?). Esta paradoja se refleja en una de las escenas más famosa que Mark Twain creó en Las aventuras de Tom Sawyer. Tom está encalando una cerca bajo las órdenes estrictas de su tía Polly. Un chico, vecino de la casa, pasa junto a Tom y le informa, en tono burlón, de sus planes para esa tarde. ‐Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Claro, supongo que te gustará más trabajar. Claro que lo preferirás. Tom se quedó mirándolo un instante y dijo: ‐¿A qué llamas tú trabajo? ‐¡Qué! ¿No es trabajo lo que estás haciendo? Tom reanudó su tarea y le contestó distraídamente: ‐Bueno, puede que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer. ‐ ¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que te gusta blanquear cercas? La brocha continuó moviéndose. ‐No sé por qué no iba a gustarme. ¿Es que le permiten a un chico blanquear cercas todos los días? Aquello le dio una nueva perspectiva al asunto. Ben dejó de mordisquear la manzana; Tom movió la brocha con coquetería atrás y adelante. Se retiró dos pasos para ver el efecto, añadió un toque allí y otro allá y juzgó otra vez el resultado. Entretanto, Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Finalmente dijo: ‐Oye, Tom, déjame encalar un poco. Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder; pero cambió de idea: ‐No, no; eso no podría ser, Ben. Mi tía Polly es muy exigente, porque ésta cerca está aquí, en mitad de la calle, ¿sabes? Si fuera la cerca trasera no me importaría, ni a ella tampoco. No sabes tú lo que le preocupa ésta; hay que hacerla con mucho cuidado. Puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil, que pueda encalarla como hay que hacerla. chicos habían pasado cientos de horas de su niñez observando a la persona que más querían en el mundo practicando y ejecutando música clásica. A la luz del estudio realizado por McPherson, esto es ignición in excelsis. Otro tipo de indicio parental: la lista de alumnos de Meadowmount incluía a tres chicos llamados Gabriel, por el ángel de la música. Página | 65 Todos sabemos lo que ocurre a continuación: Ben se enciende, se motiva y activa un mecanismo de contagio que acaba con Tom observando felizmente cómo los chicos del vecindario ruegan tener la oportunidad de encalar la cerca en su lugar. Aunque se trate de un hecho ficticio, este pasaje de la novela sugiere una pregunta: ¿qué clase de señales funcionan mejor para encender la motivación en la gente? En el apartado anterior hemos visto tres ejemplos de ignición: las jugadoras surcoreanas de golf, las rusas de tenis, los corredores de 1500 metros en menos de cuatro minutos y los que se iniciaban en la música. ¿Qué tienen en común todos ellos? Lo primero es que su ignición fue reactiva. Se podría pensar que se generó en ellos mismos, pero no fue así. Siempre se trató de una respuesta a una señal que llegó en forma de imagen: la victoria de una compatriota, el logro de destrozar un récord por parte de otro corredor, la misteriosa pero tangible imagen de que ser músico es algo maravilloso y que merece la pena. ¿Qué tienen en común todas estas señales? Que están relacionadas con la identificación con un grupo. Cada señal es el equivalente motivacional de una luz roja intermitente: «Esa gente está haciendo algo tremendamente meritorio». En resumen, cada signo de este tipo nos remite a una pertenencia futura. Éste es uno de los indicios que yo llamaré fundamentales: señales simples, directas, que activan nuestros disparadores motivacionales y canalizan nuestra energía y atención hacia una meta. La idea tiene un sentido intuitivo; al fin y al cabo, todos nos hemos sentido motivados alguna vez por el deseo de conectarnos con grupos que alcanzan grandes logros. Lo interesante, sin embargo, es lo poderosos e inconscientes que pueden ser esos disparadores. ‐Los seres humanos somos las criaturas más sociales del planeta ‐asegura el doctor Geoff Cohen, de la Universidad de Colorado‐o Todo depende del esfuerzo y la cooperación colectivos. Cuando tenemos el indicio de que debemos conectar nuestra identidad con un grupo, funciona como un disparador, es como encender el interruptor de la luz. La capacidad de conseguir algo ya está presente, pero la energía destinada a esa capacidad llega a través de los cables. El doctor Cohen forma parte de un creciente grupo de psicólogos que se están especializando en descubrir los mecanismos inconscientes que gobiernan nuestras elecciones, motivaciones y metas. Oficialmente, esta área de estudio se denomina automaticidad, pero para nuestros propósitos Cohen y sus colegas son como los mecánicos encargados del encendido en un taller: rastrean las conexiones invisibles pero vitales que se dan entre nuestras motivaciones y las señales medioambientales que las activan en silencio. Una de las verdades rudimentarias que a los expertos en automaticidad les gusta señalar es que nuestro cableado motivacional no es precisamente nuevo. De hecho, la mayor parte de los circuitos motivacionales de nuestro cerebro se remonta a millones de años atrás y está localizada en el área conocida como cerebro de reptil. Página | 66 ‐Perseguir una meta y tener una motivación; todo eso antecede a la conciencia ‐comenta John Bargh, psicólogo de la Universidad de Yale y uno de los pioneros de los estudios sobre automaticidad a mediados de los años ochenta‐. Nuestro cerebro siempre está buscando un indicio que le diga dónde gastar la energía en este momento. ¿Y ahora? ¿Y ahora? Estamos nadando en un océano de indicios y respondemos a ellos de forma permanente, pero no nos damos cuenta de ello. Le pregunté a Bargh por un curioso modelo que había observado en los semilleros de talento: tendían a ser lugares precarios, escasamente atractivos. Si los campos de entrenamiento de todos esos semilleros se pudiesen reunir mágicamente en una única instalación, un megasemillero, ese lugar tendría el aspecto de una villa de chabolas: sus edificios serían construcciones rudimentarias, con los techos agujereados y las paredes sin pintar; los terrenos de juego serían irregulares y estarían cubiertos de maleza. Eran tantos los semilleros que compartían este ambiente destartalado, sobre todo en lugares relativamente ricos, que comencé a sospechar cuando veía un seto bien cortado o alguna muestra de arquitectura posterior a la segunda guerra mundial. Como si existiera un vínculo entre el estado mellado y golpeado de las «incubadoras» y el fino talento que en ellas se producía. Según Bargh, eso era, exactamente, lo que ocurría. ‐Si nos encontramos en un lugar agradable, accesible y acogedor, desconectamos de forma automática del esfuerzo ‐dice Bargh‐. ¿Para qué trabajar? Sin embargo, si la gente recibe la señal de que las circunstancias son duras, se sentirá motivada. Una academia de tenis bonita y bien cuidada pone a su alcance un futuro lujoso ya. Por supuesto que no estarán motivados, no podrán evitarlo. La investigación de Bargh y sus colegas da lugar a un teorema que he denominado el Principio de Scrooge22 y que funciona de la siguiente manera: nuestra mente inconsciente es un banquero tacaño con las reservas de energía, que mantiene su fortuna bien guardada en una cámara acorazada. Las súplicas directas para que abra la cámara no suelen dar resultado; a Scrooge no se lo puede engañar tan fácilmente. Pero cuando lo alcanzan con la combinación correcta de indicios fundamentales (cuando lo visitan, digamos, los fantasmas de los indicios fundamentales) los pernos del cerrojo encajan en su sitio, la bóveda de energía se abre y, súbitamente, es Navidad. Hace unos años, un investigador de la automaticidad llamado Greg Walton intentó provocar su propia explosión de motivación. Escogió a un grupo de estudiantes de primer año de la Universidad de Yale y les dio a leer una inocua mezcla de artículos de revistas. Entre ellos había un relato de una página escrito en primera persona por un estudiante llamado Nathan Jackson. La historia de Jackson era breve: había llegado a la universidad sin saber qué quería estudiar, allí había desarrollado cierto gusto por las matemáticas y ahora disfrutaba de una carrera de éxitos en el Departamento de Matemáticas de su universidad. La historia incluía un 22 Ebenezer Scrooge es el protagonista de la novela Cuento de Navidad (1843), de Charles Dickens. Es un hombre de corazón duro, egoísta y al que le disgusta la Navidad, los niños o cualquier cosa que parezca provocar felicidad. Su apellido ha pasado a convertirse en inglés en sinónimo de avaro y misántropo, en referencia a los rasgos más característicos del personaje. (N. del t.) Página | 67 breve perfil biográfico de Jackson: lugar y fecha de nacimiento, educación. El artículo, igual que el resto, podía olvidarse sin ningún problema, excepto por un detalle microscópico: para la mitad de los estudiantes se alteró la fecha de nacimiento de Jackson a fin de que coincidiese con la de ellos. Después de que leyeran el artículo, Walton comprobó la actitud de esos estudiantes hacia las matemáticas, y midió cuánto tiempo estaban dispuestos a dedicar a un problema de cálculo insoluble. Cuando llegaron los resultados, Walton se quedó estupefacto. El grupo de estudiantes cuya fecha de nacimiento coincidía con la de Jackson demostró poseer una actitud más positiva hacia las matemáticas e insistía un 65 por ciento más de tiempo en hallar la solución al problema. Más aún, esos estudiantes no percibían conscientemente ningún cambio. Según Walton, la coincidencia del cumpleaños «había sido pasada por alto». «Estaban solos en una habitación haciendo la prueba. La puerta estaba cerrada, se encontraban socialmente aislados y, sin embargo, [la fecha del cumpleaños] tuvo importancia para ellos ‐asegura Walton‐. En realidad no estaban solos: el amor y el interés por las matemáticas pasaron a formar parte de ellos, no tenían idea de por qué pero, de pronto, éramos "nosotros" haciendo esto, no sólo "yo". »Sospechamos que estos acontecimientos son poderosos por ser pequeños e indirectos ‐ continúa Walton‐. Si les hubiésemos suministrado esa información directamente, si hubiesen sido conscientes de ella, habría surtido menos efecto. No es algo estratégico, no pensamos en ello como algo útil porque simplemente no pensamos en ello. Es algo automático.» Si el modelo conceptual para la práctica intensa es un circuito que se envuelve lentamente para aislarse, el modelo para la ignición es un disparador conectado a una central eléctrica de alto voltaje. En consecuencia, los circuitos de encendido se construyen a partir de simples proposiciones de si / entonces, siendo la parte de «entonces» invariable: es mejor ponerse manos a la obra. ¿Ves a alguien en quien deseas convertirte? Es mejor ponerse manos a la obra. ¿Quieres estar a la par de un grupo envidiable? Es mejor ponerse manos a la obra. Bargh y sus colegas han llevado a cabo numerosos experimentos similares a los de Walton, en los que utilizan indicios ambientales discretos (como, por ejemplo, palabras evocadoras ocultas en crucigramas). Con ellos manipulan la motivación y el esfuerzo de sujetos experimentales desconocidos. De ellos han extraído miles de datos que apoyan sus conclusiones. Por ejemplo, ahora saben que la mente inconsciente es capaz de procesar once millones de fragmentos de información por segundo, mientras que la mente consciente puede manejar apenas cuarenta, un desequilibrio que revela su eficacia y la necesidad de relegar las actividades mentales al subconsciente. Incluso más interesantes son los ejemplos de cómo funciona el disparador en el mundo real. Página | 68 Cuando los indicios se dirigen al subconsciente, ya sea por la intervención de los psicólogos (o los profesionales del marketing o cualquier otra persona que intente influir en el comportamiento de la gente), o simplemente por la actuación del entorno en el que se mueve un sujeto, la activación del disparador puede tener resultados realmente sorprendentes. Marvin Eisenstadt llevó a cabo en la década de 1970 un interesante estudio. Eisenstadt, un psicólogo clínico de Long Island, siguió la pista de las historias parentales de todas aquellas personas lo bastante eminentes como para merecer una entrada de media página en la Enciclopedia británica. No estaba interesado en la motivación per se, simplemente estaba intentando comprobar una hipótesis que había desarrollado al relacionar la pérdida de un progenitor con la genialidad y la psicosis. Sin embargo, acabó demostrando la relación que existe entre motivación y pérdida parental. Para ello reunió a 573 sujetos, desde Hornero hasta John F. Kennedy, una rica mezcla de escritores, científicos, líderes políticos, compositores, soldados, filósofos y exploradores. Dentro de este competente grupo, el club de las pérdidas parentales resultó ser muy numeroso. Entre los líderes políticos que habían perdido a un progenitor a temprana edad se encontraban Julio César (a su padre, a los 15), Napoleón (a su padre, a los 15), Washington (a su padre, a los 11), Jefferson (a su padre, a los 14), Lincoln (a su madre, a los 9), Lenin (a su padre, a los 15), Hitler (a su padre, a los 13), Gandhi (a su padre, a los 15) y Stalin (a su padre, a los 11). Añadimos, porque merece la pena reflexionar sobre ello, a Bill Clinton (que perdió a su padre siendo un bebé) y a Osama bin Laden (perdió a su padre, a los 13). Los científicos y artistas con pérdidas parentales incluyen a Copérnico (a su padre, a los 10), Newton (a su padre, antes de nacer), Darwin (a su madre, a los 8), Dante (a su madre, a los 6), Miguel Ángel (a su madre, a los 6), Bach (ambos padres, a los 9), Handel (a su padre, a los 11), Dostoievski (a su madre, a los 15), John Keats (a su padre, a los 8;y a su madre, a los 14), Byron (a su padre, a los 3), Emerson (a su padre, a los 8), Herman Melville (a su padre, a los 12), William Wordsworth (a su madre, a los 7; y a su padre, a los 13), Nietzsche (a su padre, a los 4), Charlotte, Emily y Anne Bronte (a su madre a los 5, 3 y 1 respectivamente), Viginia Woolf (a su madre, a los 13) y Mark Twain (a su padre, a los 11). Este grupo de figuras eminentes perdió a su primer progenitor a una edad media de 13,9 años, comparado con el 19,6 de un grupo de control. En conjunto es una lista lo bastante detallada y amplia como para justificar la pregunta que se planteó en un estudio francés realizado en 1978: «¿Gobiernan el mundo los huérfanos?».23 23 Con el objetivo de actualizar a Eisenstadt, he aquí una lista parcial tomada del mundo del espectáculo actual: Comedia: Steve Allen (1, padre); Tim Allen (11, padre); Lucille Ball (3, padre); Mel Brooks (2, padre); Drew Carey (8, padre); Charlie Chaplin (12, padre); Stephen Colbert (10, padre); BilIy Crystal (15, padre); Eric Idle (6, padre); Eddie Izzard (6, padre); Bernie Mac (16 madre); Eddie Murphy (8, padre); Rosie O'Donnell (11, madre); Molly Shannon (4, madre); Martin Short (17, madre); Red Skelton (bebé, padre); Tom y Dick Smothers (7 y 8, padre); Tracey Ullman (6, padre); Fred Willard (11, padre); Música: Louis Armstrong, Tonny Bennett, 50 Cent, Aretha Franklin, Bob Geldof, Robert Goulet, Isaac Hayes, Jimi Hendrix, Madonna, Charlie Parker. El efecto de ignición parece estar presente en los Beatles (Paul McCartney, 14, madre; y John Lennon, 17, madre) y U2 (Bono, 14, madre; y Larry Mullen, 15, madre). Cine: Cate Blanchett, Orlando Bloom, Mia Farrow, Jane Fonda, Daniel Day‐Lewis, sir Ian McKellen;Robert Redford, Julia Roberts, Martin Sheen, Barbra Streisand, Charlize Theron, BilIy Bob Thornton, Benicio del Toro, James Woods. Esta lista no incluye, por supuesto, a aquellas personas que perdieron contacto con uno de sus padres a consecuencia de divorcio, enfermedad o algún otro factor. Una lista de esas características ocuparía todo un libro. Página | 69 La explicación genética de un logro de fama mundial es inútil, porque las personas que integran esta lista están unidas por acontecimientos vitales comunes que no tienen nada que ver con los cromosomas. Cuando nos fijamos en la pérdida parental como en una señal que activa un disparador motivacional, la conexión se vuelve más clara: perder a un progenitor es un indicio fundamental: no estás a salvo. No es necesario ser psicólogo para ser capaz de apreciar las reservas de energía instintiva que pueden crearse debido a la falta de seguridad; tampoco hay que ser un teórico darwiniano para comprender cómo podría evolucionar una respuesta de esa naturaleza. Esta señal puede alterar la relación de un niño con el mundo, redefinir su identidad, energizar y orientar su mente hacia la percepción de los peligros y las posibilidades de la vida. Eisenstadt lo define como «un trampolín de inmensa energía compensatoria». O, como escribió Dean Keith Simonton acerca de la pérdida de los padres en Origins of Genius: «...esos acontecimientos adversos alimentan el desarrollo de una personalidad lo bastante sólida como para superar los numerosos obstáculos y frustraciones que se encuentran en el camino del éxito». Si llevamos esta cuestión un paso más allá y damos por supuesto que muchos de los eminentes científicos, artistas y escritores de la lista elaborada por Eisenstadt cumplieron con el requisito de las 10000 horas de práctica, entonces el mecanismo de su ignición se vuelve más evidente. El hecho de haber perdido a uno de los padres a temprana edad no fue lo que les dio el talento, fue tan sólo la señal fundamental (no estás a salvo). Se accionó así el antiguo interruptor evolutivo de la autopreservación que hizo que dedicasen más tiempo y energía a sus esfuerzos. Sus diversos talentos se construyeron a lo largo de los años, paso a paso, envoltura a envoltura. Visto de esta manera, las personalidades que integran la lista de Eisenstadt no son individuos atípicos, dotados de dones especiales y diferentes al resto de la humanidad, sino que representan las consecuencias lógicas de los principios universales que nos gobiernan a todos: 1) el talento requiere práctica intensa; 2) la práctica intensa requiere grandes cantidades de energía; 3) determinadas señales activan enormes flujos de energía. Y, tal como podría señalar George Bartzokis, las personas eminentes recibieron esta señal, por lo general, cuando eran adolescentes: durante el período clave de desarrollo del cerebro, cuando los senderos de procesamiento de la información se muestran especialmente receptivos a la mielina.24 Una de las expresiones más evidentes de cómo la pérdida provoca la ignición corresponde al compositor / productor Quincy Jones, cuya madre padecía esquizofrenia. «Nunca me sentí como si realmente tuviera madre ‐ dijo‐. Solía encerrarme en el armario y decir: "Si no tengo madre, no la necesito. Voy a hacer de la música y de la creatividad mis madres". Nunca me defraudaron. Nunca.» 24 La muerte de uno de los padres, naturalmente, no conduce siempre al talento o al éxito. El mismo hecho puede resultar debilitante (de ahí, entonces, la relación que establece Eisenstadt con la psicosis) o, en los casos en que el padre fallecido abusaba del menor, una mejora en la vida del chico. Lo más importante de la lista de Eisenstadt es la proporción: la gente que pierde a uno de los padres a una edad temprana, en general, tiene más oportunidades, medios y motivos para utilizar ese enorme flujo de energía compensatoria a la hora de cultivar la mielina y la habilidad. Que las empleen para convertirse en ]ohn Lennon (17, madre) o en ]ohn Wilkes Booth (14, padre), el asesino del presidente Lincoln, es una cuestión de elección o de circunstancias. Página | 70 El segundo ejemplo de ignición se origina en mi propia de casa. Mi familia está formada por seis miembros. Nuestra hija Zoe es la más pequeña y, para su edad (seis años), la más rápida. Su velocidad al andar parece perfectamente normal y, sin embargo, desde que empecé a interesarme por la mielina, me pregunto: ¿hasta qué punto es innata la velocidad de Zoe y hasta qué punto se debe a la combinación de práctica y motivación que recibe por ser la más pequeña de la familia? Llevé a cabo un estudio muy poco científico con los hijos de mis amigos. El modelo parecía sostenerse: los niños más pequeños eran a menudo los corredores más veloces. El asunto se volvió más interesante cuando amplié ligeramente el grupo de muestra. A continuación presento las posiciones que ocupaban dentro de sus respectivas familias, los hombres que batieron el récord mundial en la carrera de los 100 metros lisos. El récord más reciente ocupa el primer lugar, el anterior, el segundo lugar y así sucesivamente. Usain Bolt (segundo de tres hermanos) Asafa Powell (sexto de seis) Justin Gatlin (cuarto de cuatro) Maurice Green (cuarto de cuatro) Donovan Bailey (tercero de tres) Leroy Burrell (cuarto de cinco) Carl Lewis (tercero de cuatro) Calvin Smith (sexto de ocho) Aunque el tamaño de la muestra es pequeño, la estructura que sigue es clara. De los ocho hombres que conforman la lista, ninguno es el primogénito y sólo uno nació «en la primera mitad de la familia». Los corredores más rápidos de la historia nacieron, de media, en el cuarto lugar de familias de 4,6 hijos. Los resultados son similares con los diez mejores zaguero s de la NFL de todos los tiempos según los metros recorridos. Ellos ocupan una posición de nacimiento de 3,2 en familias de 4,4 hijos. Este dato resulta extraño, porque la velocidad parece ser un don, se percibe como tal. Y, sin embargo, este modelo muestra otra posibilidad: que no sea puramente un don, sino una habilidad que exija una práctica intensa y que se active gracias a determinadas señales. En este caso la señal es: estás en desventaja... ¡persevera! Podemos imaginar que, en la mayoría de las familias, esta señal se envió y recibió cientos, cuando no miles, de veces durante los años de infancia. Probablemente procedían de grupos de chicos mayores y más fuertes y se dirigían hacia chicos más pequeños y débiles, quienes respondieron con niveles de esfuerzo e intensidad que esos chicos mayores (que compartían casi los mismos genes) nunca tuvieron la oportunidad de experimentar. Y no debemos olvidar que la mielina es velocidad de impulso: cuanto más tenemos, más rápido se pueden disparar los músculos, una característica especialmente útil para los velocistas. Página | 71 No queremos decir que nacer tarde en una familia numerosa convierta a alguien, automáticamente, en una persona veloz, del mismo modo que perder a uno de los padres prematuramente no convierte a alguien, automáticamente, en primer ministro de Inglaterra. Sí queremos decir, por el contrario, que ser veloz, como cualquier talento, implica una confluencia de factores clave que van más allá de los genes. Están directamente relacionados con la reacción intensa e inconsciente ante las señales motivacionales que proporcionan la energía necesaria para practicar de forma intensa y, por lo tanto, para desarrollar la mielina. Como sucede con los músicos de McPherson, las golfistas de Corea del Sur y las jugadoras de tenis rusas, Zoe y el resto de las personas que integran esta lista tienen talento no sólo porque nacieron en ese momento, sino también porque, en algún instante misterioso, todos captaron una idea poderosa, una idea que se originó en el flujo de imágenes y señales que los rodeaban, unas chispas diminutas que los encendieron. ¡Oh, afortunado de mí! La pertenencia futura y la seguridad son dos indicios fundamentales muy poderosos, pero no los únicos útiles para avivar el talento. A comienzos de los años ochenta, una joven profesora de violín llamada Roberta Tzavaras decidió llevar la música clásica a tres escuelas públicas de educación primaria en Harlem (Manhattan). El problema era que había muchos más estudiantes que violines y para resolver este conflicto, además de poner de relieve su convicción de que cualquier chico era capaz de aprender a tocar el violín, Tzavaras decidió organizar un sorteo. La primera clase, formada por los ganadores del sorteo, progresó sorprendentemente rápido. Lo mismo sucedió con la segunda y con la tercera. El programa prosperó y llegó a conocerse como el «Opus 118 Harlem Center for Strings». Tzavaras y sus estudiantes han actuado en el Carnegie Hall, el Lincoln Center y el «Show de Oprah Winfrey». Su enorme éxito inspiró, en 1999, una película de Hollywood titulada Música del corazón. Otras escuelas públicas quisieron tener también su propia versión de la Opus 118; entre ellas, se encontraban dos escuelas que compararemos a continuación. La primera era la Wadleigh School of the Performing and Visual Arts en Harlem. La segunda, la PS 233 en Flatbush, en el barrio del Bronx. Los dos programas de violín representan una comparación útil porque, además de iniciarse aproximadamente al mismo tiempo, contaron con el mismo instructor, David Burnett, de la Harlem School for the Arts. También es útil compararlas por otra razón: uno de los programas tuvo éxito; el otro, no. En este caso, predecir cuál de los dos programas se alzaría con el éxito habría parecido una tarea sencilla: Wadleigh contaba con numerosas ventajas sobre la escuela PS 233, entre ellas, un plan de estudios enfocado hacia las artes, unos padres que habían expresado su creencia en el valor de la educación artística a la hora de inscribir a sus hijos, unos estudiantes que presuntamente tenían un interés auténtico por la música; un flamante auditorio y un presupuesto que permitía a la escuela adquirir violines para todos los estudiantes que quisieran aprender a tocar dicho instrumento. La escuela PS 233, por su parte, era el estereotipo de escuela pública urbana: los estudiantes no mostraban ninguna inclinación aparente hacia el violín o las artes en general, la fundación que había iniciado el programa sólo podía comprar cincuenta violines (la mayoría muy pequeños, circunstancia que obligó a Burnett a organizar un sorteo similar al de la Opus 118 para determinar quién entraba en el programa). Cuando las clases se pusieron en marcha, el resultado parecía decidido de antemano: Wadleigh triunfaría y PS 233 fracasaría. Página | 72 Un año más tarde, sin embargo, era el programa de la escuela Wadleigh el que tenía problemas. El de la PS 233 iba viento en popa. El grupo de Wadleigh tenía serios problemas de disciplina, mientras que el de la PS 233 tenía un excelente comportamiento. Eran los estudiantes de la primera escuela quienes tomaban el pelo a los buenos instrumentistas y los desalentaban para que no continuasen; los estudiantes de la PS 233 practicaban regularmente y mejoraban día a día. Cuando se le pidió a Burnett que explicase la situación, sólo pudo responder que el programa de Wadleigh «simplemente no consiguió despegar». ¿Por qué? Yo creo que parte de la respuesta puede encontrarse en Small Wonders, un documental sobre «Opus 118». Al principio de la película, los realizadores captan una escena en la que Tzavaras visita una clase de primer grado para hablar con los alumnos acerca del programa. Los chicos apenas saben lo que es un violín, pero ese detalle carece de importancia. Desde su punto de vista, Tzavaras es una visitante especial que toca una música muy bonita y que les habla acerca de un nuevo grupo al que ellos podrían pertenecer algún día... , si tienen suerte. Mientras ella les explica el mecanismo del sorteo, los chicos comienzan a dar pequeños saltos nerviosos y piden a gritos las solicitudes que les tienen que llevar a sus padres. Pasan una o dos semanas y comienza a crearse cierta sensación de nerviosismo. Tzavaras regresa a la clase con una pila de solicitudes ganadoras. Luego, en medio de un inquieto silencio, procede a anunciar los nombres de los afortunados. Al oírlos, los chicos reaccionan como si hubiesen recibido una descarga eléctrica: bailan, gritan, agitan los brazos de alegría, corren a casa a contarles a sus padres la buena noticia: ¡han ganado! No distinguen la cuerda A del tren A25 pero no importa en absoluto. Al igual que los chicos en el estudio realizado por McPherson, están encendidos. Si tomamos el talento como un don que se espolvorea al azar entre los niños del mundo, lo lógico sería que el programa de Wadleigh hubiera tenido más éxito. Sin embargo, si consideramos el talento como un proceso que puede despertarse a través de indicios fundamentales, entonces la razón del éxito de la escuela PS 233 está clara: en ambas escuelas el potencial era el mismo y la enseñanza era la misma; la diferencia era que en la escuela Wadleigh los estudiantes recibían el equivalente motivacional de un ligero codazo, mientras que en la PS 233 estaban encendidos por los indicios fundamentales de la escasez y la pertenencia. En ambos casos, los chicos reaccionaron de la misma manera en que lo habríamos hecho cualquiera de nosotros. Ahora volvamos a la pregunta con la que dio comienzo el apartado anterior. ¿Por qué fue capaz Tom Sawyer de persuadir a Ben para que le ayudase a blanquear la cerca? Porque Tom le lanzó a Ben indicios fundamentales con la velocidad y la precisión de un lanzador de cuchillos circense. Con unas pocas frases, Tom se las ingenió para hacer diana en el centro de la exclusividad («Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer...puede ser que no haya un chico entre mil...») y escasez («¿Es que le permiten a un chico blanquear cercas todos los días? ...Mi tía Polly es muy exigente, porque está cerca está aquí, en mitad de la calle...»). 25 Juego de palabras entre una famosa canción, Take the A train, y la A que, en inglés, es la nota musical la. (N. del t.) Página | 73 Sus gestos y su lenguaje corporal repetían los mismos mensajes: «Tom se lo quedó mirándole un instante»; «se retiró dos pasos para ver el efecto, añadió un toque allí y otro allá y juzgó otra vez el resultado». Si Tom hubiese enviado sólo una o dos de estas señales, o si las señales hubieran estado más espaciadas en el tiempo no habrían surtido efecto alguno: el disparador de Ben habría permanecido intacto: Pero la rica combinación de señales activó uno tras otro los mecanismos de ignición de Ben y consiguió abrir de par en par su bóveda de energía motivacional. Habitualmente asociamos este pasaje a un ejemplo de timo sofisticado: el astuto Tom Sawyer embauca a unos incautos paletos para que hagan por él un trabajo que no tiene ningún atractivo. La psicología del indicio fundamental nos permite verlo de una manera un poco diferente: las señales que envió Tom funcionaron no porque Ben fuese un tonto atolondrado (de hecho, un tonto atolondrado se habría encogido de hombros y habría continuado su camino para bañarse en el estanque), sino porque Ben, tal como lo describe Twain, «no perdía de vista un solo movimiento» y estaba «absorto». La respuesta de Ben fue la de un chico atento que vio en el trabajo que estaba llevando a cabo Tom Sawyer algo atractivo y que se encendió ... , de un modo parecido a la respuesta de los chicos alerta en Corea del Sur o Rusia, o a la de Zoe cuando observaba a sus hermanas mientras corren delante de ella. La ignición no sigue reglas normales porque no está concebida para respetar reglas, sino sólo para trabajar, para proporcionamos la energía que necesitamos dedicar a cualquier tarea que elijamos. O, como veremos a continuación, a cualquier tarea que el destino elija para nosotros. Página | 74 2 EL EXPERIMENTO CURAZAO Toda la isla saltó. LUCIO ANTONHIA, (padre de la Liga Menor de Curazao) El terremoto Todos los agostos, en la Serie Mundial de las Ligas Menores de béisbol que se disputa en Williamsport (Pensilvania), un equipo de chicos de entre once y doce años procedente de Curazao escenifica una vívida reconstrucción del célebre enfrentamiento entre David y Goliat. En realidad, es más parecido a la lucha entre David y quince Goliats: en un torneo en el que participan dieciséis equipos, dominado por muchachos corpulentos y que parecen estar a punto de lanzar fuego por la boca, el equipo de jóvenes pequeños e insignificantes de una diminuta y remota isla del Caribe siempre triunfa26. En una competición de carácter mundial en la que clasificarse durante dos años consecutivos se considera un logro notable, los chicos de Curazao llegaron a las semifinales en seis de los últimos ocho torneos, obtuvieron el título en 2004 y el subcampeonato en 2005. Los anunciantes de la cadena ESPN han bautizado el fenómeno como «Curazao es la pequeña isla que pudo». Los logros conseguidos por Curazao resultan aún más impresionantes por el hecho de que los chicos que integran su equipo conforman una piña encantadora, humilde y simpática. En comparación con los equipos a los que derrotan, estos chicos disponen de muy pocas instalaciones: en toda la isla sólo hay dos campos reglamentarios de Ligas Menores y una jaula de batear hecha con una andrajosa red de pescar. Además, la temporada de béisbol en Curazao dura sólo siete meses, se entrena tres veces a la semana y los partidos se disputan los fines de semana, una programación que contrasta notablemente con el enfoque anual de otros países, como es el caso de Venezuela. Cuando les vi jugar en Williamsport, en la Serie Mundial de 2007, los integrantes más jóvenes del equipo de Curazao se asombraban del espectáculo que ofrecían los jugadores japoneses al realizar ejercicios de calentamiento antes del desayuno. «¿Por qué hacen eso?», me preguntó uno de ellos completamente perplejo. Sin embargo, el elemento más precioso de esta historia es que el éxito de Curazao puede rastrearse hasta un único momento de ignición; en realidad, hasta dos momentos que duraron aproximadamente tres segundos cada uno. Ambos tuvieron lugar en el Yankee Stadium en 1996, durante el partido inaugural de la Serie Mundial entre los Atlanta Braves y los New York Yankees. Como ya hemos visto al comentar otros muchos momentos de ignición, éstos producen fascinación porque dependen totalmente del azar, del área de contacto del tamaño de un sello postal que se crea cuando un bate de corte circular golpea una pelota redonda. Tres milímetros de desplazamiento en cualquier dirección y el fenómeno de Curazao no se habría producido jamás. 26 En 2007, el jugador medio de un equipo norteamericano del mediooeste pesaba 63 kilos y medía 1,80 metros. El jugador medio de Curazao medía 1,65 metros y pesaba 48 kilos. Página | 75 La situación en el Yankee Stadium parecía poco prometedora: el marcador a cero, final de la segunda entrada y el corredor de los Braves en primera base. Un novato de Curazao de diecinueve años llamado Andruw Jones se encontraba en el plato, donde meneaba su bate con una sonrisa de Mona Lisa que contraía su rostro redondo y carnoso. La sonrisa estaba justificada: se suponía que Jones no debería haber estado allí, había comenzado la temporada en el nivel A de las Ligas Menores. La estrella de los Yankees, Andy Pettitte, lo miraba con la expresión sombría de un matador de toros. Pettitte era tan sólo unos años mayor, pero en esta escena la batalla estaba clara: un veterano incisivo contra un novato ingenuo. Pettitte agotó el tiempo permitido y luego ejecutó su mejor lanzamiento: un terrible slider27. La intención era inducir al jugador de Curazao a reaccionar como lo habría hecho la mayoría de los novatos en esa situación: a caer en el engaño y golpear la bola haciéndola rebotar en el suelo, de manera que habría provocado la eliminación de dos de sus compañeros. Sin embargo, Jones no era como la mayoría de los novatos, él reconoció el efecto en el slider y golpeó la bola lanzándola hasta la fila diez de los asientos del lado izquierdo del campo. Cincuenta y seis mil espectadores enmudecieron mientras Jones, con una sonrisa cada vez más grande, recorría velozmente todas las bases. Fue un gran momento, un instante que parecía imposible de superar, pero lo fue. En la siguiente entrada, Jones se dirigió al plato y, devolviendo otro lanzamiento, golpeó la bola incluso a mayor altura, de nuevo hacia los asientos de la izquierda del campo. Los locutores de televisión tartamudeaban, como si estuviesen resolviendo una complicada ecuación matemática: ¿Series Mundiales + Yankee Stadium + adolescente desconocido = dos jonrones consecutivos? A partir de ese momento toda la atención de los medios de comunicación se centró en este jugador. Saludaban el talento innato de Jones y lo comparaban con Clemente, Mande y Da Vinci, estaban maravillados ante la velocidad sobrenatural de sus muñecas, aunque en realidad tal velocidad no tenía un origen misterioso: Jones había tenido un bate en las manos desde que tenía dos años, cuando comenzó a entrenar con su padre, Henry. Algunos años más tarde, Andruw comenzó a hacer girar un pesado mazo tres veces por semana, así sus muñecas también giraban en círculo y adquirían fuerza y velocidad. Tal como lo expresó Jones más tarde: «[Mi padre] me enseñó el secreto del béisbol: trabajar duro». El Salón de la Fama de Cooperstown pidió el bate de Jones; la agencia de noticias France Press calificó su actuación como «el debut más impresionante en la historia de la Serie Mundial». Como si se tratara de una onda expansiva, la sonrisa tímida de Jones comenzó a brillar en las pantallas de todo el mundo. Pero todo eso no fue nada en comparación con la explosión que sacudió la ciudad natal de Jones. El fundador de la Liga Menor de Curazao, Frank Curiel, recuerda lo que oyó cuando Jones consiguió completar dos carreras enteras: «Fue algo muy, muy estridente. Chillidos, petardos, todo el mundo gritaba, todo el mundo se despertaba». Unas semanas más tarde, durante la inscripción para la Liga Menor, la primera réplica del terremoto se manifestó en forma de 400 participantes nuevos. Su nivel de motivación era quizá más alto si se tenía en cuenta que Jones ni siquiera había sido uno de los mejores jugadores de la isla: a los quince años había cambiado su posición en el campo, de tercera base pasó al campo trasero, para disponer de más tiempo de juego. Al fin y al cabo, si él pudo hacerlo...28 Incluso con esta extraordinaria infusión de entusiastas reclutas, el florecimiento del talento en la isla de Curazao tardó un tiempo en desarrollarse, como ocurrió con las tenistas rusas y con 27 En el béisbol se llama slider a un lanzamiento que está a medio camino entre una bola curva y una rápida. (N. del t.). 28 Es interesante señalar que los corredores de 1500 metros reaccionaron del mismo modo ante el éxito alcanzado por Roger Bannister, quien no estaba incluido entre los talentos del mundo cuando pulverizó la marca de los cuatro minutos. También los jugadores de tenis del club Spartak de Moscú reaccionaron así ante el éxito de Kournikova, que había sido derrotada de forma sistemática por muchas de sus compañeras de equipo. La reacción en ambos casos fue la misma: ¿ellos? Página | 76 las jugadoras de golf de Corea del Sur. La mielina no crece de la noche a la mañana. No fue hasta 2001, cinco años después de la gesta de Jones en el Yankee Stadium, cuando un equipo de jugadores de las Ligas Menores de Curazao llegó al estadio Howard J. Lamade en Williamsport, para competir en la Serie Mundial de las Ligas Menores. Las autoridades del torneo consideraron que se trataba de una aparición fortuita, ya que Curazao sólo se había clasificado una vez, en 1980, para disputar la Serie Mundial de las Ligas Menores. En calidad de jefe de prensa de ese torneo, Christopher Downs dijo: «[Curazao] siempre ha sido bastante poca cosa». Sin embargo, el equipo, la mitad de cuyos integrantes se había inscrito después de la hazaña de Jones, sorprendió a los observadores alcanzando la final internacional. Aunque fueron derrotados por 2‐1 ante el equipo campeón de Tokio, habían conseguido un éxito notable al establecer la leyenda del matagigantes que han continuado fielmente desde entonces. Como se demuestra en cada semillero de talento, el éxito de los equipos de béisbol de Curazao no puede reducirse a una simple cuestión de señales fundamentales que provocaron la ignición. La matriz de causas incluye, además, una cultura disciplinada, una preparación de primera clase, padres solidarios, orgullo nacional, amor al juego y, por supuesto, abundancia de práctica intensa (por lo que yo pude ver, el estilo de entrenamiento de Jones constituye la regla, no la excepción). Pero Curazao es interesante también por otra razón: a unos pocos kilómetros al oeste se encuentra la pequeña isla de Aruba, que es similar a Curazao en casi todo: tienen la misma población, el mismo idioma, la misma cultura de influencia holandesa, el mismo amor por el béisbol e incluso sus banderas parecen copias al carbón. Aruba tiene equipos competitivos en las Ligas Menores que, hasta hace muy poco tiempo, eran rivales muy dignos para los equipos de Curazao. Para rematado, Aruba incluso había producido un jugador de Ligas Mayores que, alrededor de 1966, era considerado como un proyecto mejor que Andruw Jones. El nombre de esa estrella era Sidney Ponson y su temprano éxito hizo que se enrolara en las filas de los Orioles de Baltimore, al igual que Jones en los Braves de Atlanta. Aquello proporcionó a la Liga Menor de Aruba una chispa fresca de emoción que disparó la participación. Las dos islas eran gemelas, incluso en la chispa motivacional y, sin embargo, Curazao se encendió y Aruba no lo hizo. ¿Por qué? Parte de la respuesta reside en que Curazao, como otros semilleros de talento, ha encontrado la manera de hacer algo muy importante y difícil: mantener encendido su fuego motivacional. Una cosa es convencer a Scrooge de que abra su bóveda y otra muy diferente persuadirle de que haga ostentación de sus tesoros día tras día y año tras año. Curazao representa, casi por accidente, un caso de estudio natural acerca de la ciencia y la práctica de la ignición sostenida. El efecto Capilla Sixtina La ignición no viene con garantía. Por cada actuación sobresaliente que despierta el florecimiento del talento hay docenas de casos similares que pasan desapercibidos. Tal fue el caso del tenista alemán Boris Becker, quien ganó el torneo de Wimbledon a los diecisiete años pero no provocó la afluencia masiva a los torneos de jugadores teutones. O el de Miguel de Cervantes, quien deslumbró en la era shakesperiana con su Don Quijote de la Mancha y tuvo un escaso éxito aparente en su España natal. O el del pintor Edvard Munch, autor de la famosa obra El grito, que es el único miembro de ese grupo de los expresionistas noruegos que ha permanecido para la historia. Estos casos, y otros similares, nos llevan a formular una pregunta interesante: ¿Por qué las actuaciones sobresalientes sólo encienden a veces el florecimiento de talento? Página | 77 Porque los semilleros de talento necesitan algo más que una única señal fundamental. En ellos encontramos complejas colecciones de señales (en forma de personas, imágenes e ideas) que mantienen la ignición activa durante las semanas, los meses y los años que requiere el desarrollo de la habilidad. Estos lugares son a las señales fundamentales lo que Las Vegas a los rótulos de neón: brillan constantemente con la clase de señales específicas que mantienen la motivación encendida. Pensemos qué se habría encontrado un joven Miguel Ángel si hubiera pasado una sola tarde en Florencia. Durante un paseo de media hora podría haber visitado los talleres de media docena de grandes artistas. Y no se trataba precisamente de estudios apacibles y silenciosos, sino todo lo contrario: eran verdaderas colmenas supervisadas por un maestro y que contaban con un bullicioso equipo de aprendices y jornaleros que competían por los encargos, despachaban pedidos, hacían planos y probaban nuevas técnicas. En su recorrido podría haberse topado con la estatua de san Marcos (obra de Donatello), las Puertas del Paraíso (de Ghiberti), los trabajos de pintores como su maestro (Ghirlandaio) y Masaccio, Giotto y Cimabue: los grandes éxitos de la arquitectura, la pintura y la escultura. Todo esto se encontraba concentrado en pocas manzanas, formaba, simplemente, parte del paisaje, de la vida cotidiana, y emitía señales que transmitían un mensaje energizante: es mejor ponerse manos a la obra. Pensemos también en las escenas que se desarrollaron en la taberna Mermaid durante la época de Shakespeare: un lugar, en la orilla opuesta al Globe Theatre, donde los escritores más importantes del momento (Marlowe, johnson, Donne, Raleigh) se reunían para hablar de su oficio y poner a prueba su ingenio. O en la Academia y el Liceo de Atenas, donde Platón, Aristóteles y el resto de filósofos clásicos enseñaban, discutían y aprendían. O los superpoblados alrededores de São Paulo (Brasil), por donde caminé una tarde intentando adivinar el número de señales que hacían referencia al fútbol: un anuncio en televisión, una valla publicitaria, una conversación oída al pasar, cuatro partidos de fútbol sala, cinco chicos haciendo malabarismos con un balón en la calle. Perdí la pista en algún momento, después del cincuenta. El Frank Curiel Field de Willemsted, Curazao, no se parece mucho a la antigua Grecia. Está rodeado por varias filas de asientos de aluminio dentado y cuenta con un cobertizo para tomar algo detrás de la base del bateador. El día que fui a ver un entrenamiento, contaba además con un numeroso grupo de padres bebiendo Coca‐Cola. Los equipos estaban calentando para un partido, lanzándose bolas y haciendo bromas. Parecía una versión, ligeramente más decrépita y más poblada, de cualquier campo de béisbol de una ciudad pequeña. Pero eso no es más que camuflaje, si cuando lo examinamos más detenidamente, está lleno de indicios fundamentales. El primer indicio tiene metro ochenta de altura, usa camisas floreadas inmaculadas y lleva una pequeña copa roja llena de una mezcla de Dewar's y Red Bull. Es Frank Curiel, el fundador de la liga, de sesenta y ocho años de edad. Es el encargado del mantenimiento del campo, el programador de los partidos, el vendedor de bebidas, el técnico de las luces, el custodio de los trofeos y, en general, el cordial gobernante de este diminuto reino: un don Corleone tropical, parecido que se acentúa debido a su voz ronca. Curiel me enseña el campo y me relata fragmentos de su historia a medida que caminamos: cómo trajo la Liga Menor a la isla cuarenta y cinco años atrás, cómo había visto jugar al gran Clemente en Puerto Rico, cómo decidió iniciar la liga, cómo viajó al Springfield College de Massachusetts para aprender educación física, cómo consiguió un trabajo en la agencia de deportes y entretenimientos de Curazao, cómo recorría los barrios de Willemsted para reclutar chicos que jugasen al béisbol, etcétera. ‐Ellos jugaron‐ dice‐. Luego sus hijos jugaron, y ahora juegan los hijos de sus hijos. Los veo a todos ellos. Página | 78 Al describir a organizadores tan devotos como Curiel, es habitual afirmar que son personas que «viven en el campo de juego». En este caso no se trata de una forma de hablar: su casa es un cobertizo de doce metros cuadrados con techo de lata que se asienta sobre unos pilotes de acero que están justo detrás de la base del bateador; una valla de alambre impide que las bolas desviadas caigan en su plato de sopa. La habitación es una caótica inundación de trofeos, placas, elementos de equipa miento deportivo y fotografías que amenazan con arrasar la cama y el televisor (algunas de las escasas concesiones de Curiel al aspecto doméstico de la vivienda). Él siempre está por los alrededores, rastrillando el campo, encendiendo las luces, trayendo las bebidas, manteniendo a los chicos en fila. Abajo, en un porche que hace las veces de Salón de la Fama, Curiel ha colocado fotografías de los momentos más importantes de la historia del béisbol en la isla. Algunas noches, coloca el televisor en el porche para que los chicos puedan reunirse y ver los partidos de las grandes ligas o, como sucede a menudo, una gastada cinta de vídeo con las dos famosas carreras completas de Andruw Jones. Con una mirada regia, Curiel inspecciona sus dominios. ‐Para jugar al béisbol necesitas tres cosas ‐dice, tocándose el pecho como si se persignase‐. Corazón. Mente. Agallas. Si tienes dos de ellas, puedes jugar, pero nunca llegarás a ser grande. Para ser grande necesitas las tres. Caminamos alrededor del campo de juego. Al llegar cerca de la tercera base, Curiel se detiene para corregir a un chico de corta edad que está practicando con el bate y haciendo rebotar la pelota en el suelo. Rompe a hablar en papiamento, la lengua nativa, que suena como un disco de reggae que gira en sentido inverso y a gran velocidad. Curiel le dice al chico que se mueva delante de la pelota. ‐Así. ‐Le hace una demostración dejando el vaso de Dewar's, cogiendo una pelota imaginaria y lanzándola hacia una base invisible‐: ¡Así! ¡Sí! El chico observa, asiente y lo hace. Detrás del receptor, sentados a una mesa de cemento, hay dos hombres que hablan y que llevan unos pequeños auriculares: están preparando la transmisión radiofónica del partido semanal en la radio de Curazao con una instalación casera. Junto a ellos hay un hombre que lleva una gorra de béisbol roja; su nombre es Fermín Coronel y es un ojeador de los Cardinals de Saint Louis, uno de los numerosos ojeadores de varios equipos que viven en la isla. Alrededor de ellos se sientan los padres, cuyo comportamiento informal contradice su detallado conocimiento de tácticas e historia. ‐Observe a ese chico, tiene un buen lanzamiento de bolas lentas ‐me advierte una madre de cincuenta y tantos años. Otro hombre me habla de los ejercicios físicos específicos que practica su hijo de once años: incluyen correr tres veces a la semana y hacer pesas para fortalecer el cuerpo. ‐Son los mismos ejercicios que hacía Jurrjens ‐dice el hombre refiriéndose a Jair Jurrjens, un lanzador de segundo año de los Braves de Atlanta cuyo padre, por cierto, se encontraba también allí, junto al receptor. Luego están los chicos, dispuestos según una jerarquía informal. Los primeros son los adolescentes mayores, que juegan en la liga juvenil y ayudan al entrenador. Muchos de ellos han estado en Williamsport y aún llevan sus gastadas gorras de la Serie Mundial de las Ligas Menores como insignias de honor. Luego nos encontramos con oleadas de chicos cada vez más pequeños, aquellos para los que la Serie Mundial son un recuerdo fresco en la memoria, los que regresan contando historias de vuelos en aviones a reacción y televisores de plasma, los que llegan a conocer a las estrellas de las Ligas Mayores y a verse a sí mismos en ESPN. Después están los que tratan de acceder al equipo de los All‐Star de este año (son los más Página | 79 serios de todos) y, finalmente, los grupos desperdigados de críos de cuatro y cinco años que entran y salen de la pista tambaleándose como si fueran gatitos, atentos y veloces. Visto de esta manera, el Frank Curiel Field no es tanto un campo de béisbol como una ventana a través de la cual estos chicos pueden ver los escalones que ascienden al reino del cielo, como en una pintura medieval. Primero viene el «Equipo All‐Star» de la liga (quieren llegar a ser uno de esos tíos). Después viene Williamsport en toda su gloria (quieren llegar a ser uno de esos tíos). Luego, justo por encima de ese escalón, está la idea de ser captado por un ojeador y jugar en las Ligas Mayores (quieren llegar a ser uno de esos tíos). Para los chicos que están en el Frank Curiel Field no se trata de sueños nebulosos o pósteres brillantes, sino de pasos concretos en una escalera de selección primordial29, de posibilidades concretas reflejadas en el crepitar de la radio, en el desorden de los trofeos, en el reflejo cromado de las gafas de sol de los ojeadores de las Ligas Mayores. (¿Ve esa casa calle abajo, la que tiene ese bonito todoterreno en el camino de entrada? ¡Es la casa de la madre de Andruw Jones!) Tener seis años en este campo de juego es, en términos de motivación, como estar en la Capilla Sixtina. La prueba de la existencia del paraíso está aquí mismo: todo lo que tienes que hacer es abrir los ojos. Un día, al anochecer, fui a dar un paseo en coche por Willemsted en compañía de Philbert Llewellyn. Al igual que muchos adultos que se mueven en torno a la Liga Menor de Curazao, Llewellyn desempeña varios empleos: es entrenador, anunciante de pinturas en la emisora de radio y teniente en el departamento local de policía. Eran cerca de las ocho de la noche cuando sonó el móvil de Llewellyn; supuse que se trataba de un asunto relacionado con su trabajo de policía, pero eran dos de sus jugadores que necesitaban desesperadamente que Llewellyn dirimiera una importante apuesta acerca de una oscura regla del béisbol. El entrenador les comunicó su veredicto (no, el bateador suma puntos por un «toque de sacrificio» si el corredor en segunda base llega a la tercera base), colgó y sonrió a modo de disculpa. ‐Me pasa continuamente ‐dijo. He entrenado a equipos de béisbol de la Liga Menor durante más de una década y he recibido llamadas de jugadores que tenían dudas sobre los horarios, los números de uniformes y las fiestas; eso por no mencionar las llamadas ocasionales de jugadores que se habían enamorado de mi esposa y que se preguntaban si quizá podían hablar con ella. Sin embargo, no he recibido nunca una llamada de dos jugadores que discuten acerca de los detalles más sutiles de la regla del toque de sacrificio. ‐Siempre piensan en el béisbol ‐dijo Llewellyn encogiéndose de hombros con un gesto de policía veterano‐. Todo el tiempo da vueltas y más vueltas dentro de sus cabezas. Volvamos ahora a la pregunta del principio: ¿por qué Curazao tuvo éxito al iniciar un semillero mientras que Aruba fracasó en la misma empresa? ¿Por qué, teniendo en cuenta la igualdad en cuanto al acervo genético, cultural e «inspirador», Aruba no se encendió? La respuesta está en lo que el destino le deparó a sus respectivos encargados de la ignición. Sidney Ponson, el lanzador de Aruba que era un proyecto tan maravilloso, tuvo problemas con la bebida, ganó mucho peso y fue dando tumbos de un equipo a otro hasta que el día de Navidad de 2004 fue arrestado por agresión y condenado a asistir a veintisiete horas de clase de control de la ira. Andruw Jones, por el contrario, formó parte en cinco ocasiones del equipo All‐Star; además, recibió diez veces el Guante de Oro como jardinero central. 29 El ejemplo más vívido del poder de selección con el que me he encontrado fue el del club Spartak en 1987. La entrenadora, Rauza Islanova, comenzó su clase con 25 chicos de siete años. Cada dos semanas, aproximadamente, uno de los chicos se caía de la lista. De los siete que llegaron a la selección final, tres se convirtieron en jugadores top‐10 (Elena Dementieva, Anastasia Myskina y Marat Safin). «No está mal para una sola clase», dijo Dementieva. Página | 80 La razón más importante del éxito del equipo, sin embargo, radica en que Curazao poseía una serie de herramientas para mantener encendida la estela de Jones; Curazao cultivó el talento porque su mensaje se tradujo y amplificó con una combinación fiable de señales fundamentales, porque el Frank Curiel Field sólo parece un diamante de béisbol deteriorado; porque es, en realidad, una antena de 500000 vatios que transmite una poderosa corriente de señales e imágenes que se resumen en un susurro excitante: «¡Eh, ése podrías ser tú!». El lenguaje de la ignición Hasta ahora hemos aprendido unas cuantas cosas acerca de la naturaleza de nuestro interruptor de ignición. En primer lugar que no se trata de un mecanismo sutil: está encendido o apagado. En segundo lugar, que puede activarse con ciertas señales, es decir, con indicios fundamentales. Ahora examinaremos más profundamente cómo puede activarse por medio de aquellas señales que más utilizamos: las palabras. Como experto en psicología motivacional, Skip Engblom no encaja en el molde habitual. Es un tío grande, libertario, que camina pesadamente y posee una tienda de patines en Santa Mónica (California). Engblom, como recordaréis, ayudó a fundar el equipo de los Z‐Boys. La quintaesencia apabullante, activa, y sorprendente de su personalidad de genios fue perfectamente captada por Heath Ledger en Los amos de Dogtown, un largometraje sobre los Z‐Boys. Engblom no ha cambiado con los años, excepto en dos cosas: primero, su otrora abundante y desgreñada cabellera ha sido reemplazada por una reluciente cabeza estilo Buda; segundo, ha comprendido desde una nueva perspectiva su papel en la evolución de los Z‐Boys desde sus azarosos comienzos hasta su histórico y celebrado triunfo en el certamen de skateboard de Del Mar en 1975. Todo esto se entiende mejor cuando él lo explica personalmente; he aquí el montaje de su historia: comienzos de los años setenta, un puñado de chicos de aspecto indefinido comienza a reunirse alrededor de la tienda de tablas de surf de Engblom cuando sale del instituto. ‐Yo les veía pero, al principio, no les decía nada. Primero quería asegurarme de que no venían aquí para robarme o algo por el estilo; cuando vi que eran chicos que se portaban bien, los dejé a su aire. Cualquier otro los hubiese echado a patadas, pero eran buenas personas. Yo crecí sin mi padre, y sabía cómo tratarlos; me recordaban a mí cuando tenía su edad, ¿sabes lo que te quiero decir? (En el idioma de Engblom, esta última frase suena algo así como ¿sabequiecir?) Comencé a pasar algún tiempo con ellos, no mucho: íbamos a la playa, hacíamos surf, comíamos juntos. Me di cuenta de que algunos de ellos eran muy buenos con las tablas, de modo que nos apuntamos a ese certamen. »El sábado que se inauguró el certamen, apareció ese tío que se suponía que era "El Tío", ¿sabequiecir? Es una especie de fulano importante que se supone que terminaría por hacerse profesional o algo así. Yo era una especie de entrenador para los chicos, y decidí presentar a nuestro surfista más pequeño, a un chico llamado lay Adams. Se enfrentaría a ese tío profesional en la primera eliminatoria. Jay tenía trece años, pero yo sabía que podía conseguirlo. Sin embargo, él no lo sabía; no tenía ni la menor idea. Estábamos allí parados, preparándonos para la prueba y la gente se empezó a juntar y a comentar que Jay y este tío iban a surfear uno contra otro. Decían "Vaya, imposible". Entonces me acerqué a ese tío, al pez gordo que iba a ser profesional, me aseguré de que lay me oía, y le dije, "No te preocupes, amigo. No tienes ninguna posibilidad". »Y entonces va Jay y machaca al tío ese, venció al tío que se suponía que era "El Tío". Fue en ese momento cuando todo cambió, los chicos vieron lo que había pasado y dijeron, ¡vaya! Desde entonces empezamos a mejorar, ellos sintieron algo especial. Llevaron eso a las olas, y a la calle cuando comenzamos con este rollo. Y fue Jay quien tuvo la idea, ¿sabes? fue el que dijo que deberíamos formar un equipo de skateboard. Página | 81 »Cuando empezamos con el skateboard, todos nos pusimos a ello de manera sistemática, practicábamos un par de horas al día, cuatro días a la semana. No existe la gratificación instantánea, tío. Todo se reduce a entrenar, a hacerla una y otra vez. Por eso yo nunca les hablé mucho: me limitaba a mostrarme amable ya decir "buen trabajo, tío" o "buen giro", y a veces algo que los estimulara, ya sabes, que les pusiera la zanahoria delante de la nariz; algo del estilo de: "He oído que fulano de tal hizo ese truco la semana pasada". Entonces se ponían como locos tratando de conseguir lo mismo, ¿sabequiecir? Querían formar parte de la ecuación. »Cuando se presentaron en aquella competición en Del Mar para todo el mundo fue una gran sorpresa. Pero [los Z‐Boys] sabían exactamente lo que iba a pasar, sabían lo buenos que eran, que estaban bien entrenados, lo sabían. No fue sólo porque yo les dijera que podían hacerla, pero les ayudé a llegar hasta allí, sin duda alguna. Engblom hace una pausa, piensa y expone su sabiduría. ‐El trato es el siguiente: tienes que darles confianza a los chicos cuando son unos críos, así sentirán las cosas más intensamente. Cuando le dices algo a un chaval, tienes que tener claro qué es lo que le estás diciendo, tienes que ser muy cuidadoso, ¿sabequiecir? La formación de la habilidad tiene que ver con la construcción de la confianza: primero se la tienen que ganar, luego la tienen y, una vez que se enciende, ya no se apaga nunca. En cierto sentido, Engblom ni siquiera hizo todo lo que acabamos de ver. Sus comunicaciones con el equipo consistían en la mayor parte de los casos en unas cuantas frases masculladas que solían pertenecer a una de estas dos categorías: primera, establecer un desafío altamente específico en momentos clave («no te preocupes, hermano, no tienes ninguna posibilidad», «he oído decir que fulano de tal hizo ese truco la semana pasada»); segunda, estimular sus esfuerzos («buen trabajo, tío», «buen giro»). Aun así, sin Engblom, sin sus señales verbales específicas y su guía, es probable que los Z‐Boys nunca hubiesen existido y mucho menos alcanzado el éxito. Es como si ese puñado de frases, bruscas y breves como eran, hubieran ayudado a elevar a los Z‐Boys a nuevos niveles de motivación y esfuerzo. De acuerdo con las teorías desarrolladas por la doctora Carol Dweck, las pistas verbales de Engblom, a pesar de ser mínimas, son exactamente las que se necesitan para enviar la señal correcta. Dweck es psicóloga social en la Universidad de Stanford. Ha dedicado los últimos treinta años de su vida a estudiar la motivación, y ha desbrozado un camino extenso y complejo en ese campo; comenzó con la motivación animal y pasó luego a criaturas más complejas: sobre todo alumnos de escuelas primarias y secundarias. Algunas de sus investigaciones más revolucionarias analizan la relación que existe entre la motivación y el lenguaje. ‐Si se nos deja vivir según nuestros propios recursos, salimos adelante con una actitud mental bastante estable ‐dice la doctora‐o Pero cuando tenemos un indicio claro, un mensaje que enciende la chispa, entonces ¡zas!, respondemos. Ese proceso de «¡zas!» puede apreciarse claramente en una serie de experimentos que Dweck llevó a cabo con cuatrocientos alumnos de quinto grado de varias escuelas de Nueva York. El estudio era una versión motivacional de la fábula de la princesa y el guisante. Sus objetivos eran saber de qué manera una señal diminuta (una sola frase de adulación) puede afectar al rendimiento y al esfuerzo, y qué clase de señales son más eficaces. Primero, Dweck realizaba a cada individuo una prueba que consistía en hacer puzles bastante fáciles. Después, la investigadora informaba a todos los chicos de sus puntuaciones, y añadía una sola frase de adulación formada por seis o siete palabras: la mitad de los chicos eran elogiados por su inteligencia («¡Debéis de ser muy buenos en esto!») y la otra mitad por su Página | 82 esfuerzo (« ¡Debéis haber trabajado muy duro!»). Los chicos se sometieron a la prueba otra vez, pero en esta ocasión se les ofreció la posibilidad de elegir entre un puzle más difícil y otro más fácil: el 90 por ciento de los alumnos que habían sido elogiados por su esfuerzo eligieron el más difícil; la mayoría de los que habían sido elogiados por su inteligencia eligieron el más fácil. ¿Por qué? «Cuando elogiamos a los chicos por su inteligencia ‐escribe Dweck‐, les decimos que ése es el nombre del juego: debes parecer inteligente, no te arriesgues a cometer errores.» El tercer nivel de las pruebas era más difícil; ninguno de los chicos consiguió hacerlo bien. Sin embargo, hubo grandes diferencias en la respuesta del grupo elogiado por su esfuerzo y el, grupo elogiado por su inteligencia ante la misma situación. ‐Los que fueron halagados por su esfuerzo se pusieron manos a la obra y se implicaron mucho al realizar el test, buscaron soluciones y probaron diferentes estrategias ‐comenta Dweck‐. Cuando la prueba terminó, dijeron que les había gustado. El grupo elogiado por su inteligencia detestó el test, se lo tomaron como una demostración de que no eran inteligentes. El experimento se completó con un test que tenía la misma dificultad que el inicial. Los muchachos que habían sido valorados por su esfuerzo mejoraron su puntuación inicial en un 30 por ciento, mientras que la puntuación del otro grupo descendió un 20 por ciento. Y todo esto a causa de seis o siete palabras. Dweck estaba tan sorprendida por el resultado que repitió el estudio cinco veces. El resultado siempre fue el mismo. ‐Somos muy sensibles a todos aquellos mensajes que nos dicen qué es lo que se valora de nosotros ‐asegura Dweck‐. Creo que siempre estamos observando, buscando, tratando de entender, «¿quién soy en este escenario? ¿Quién soy en este encuadre?». Cuando nos llega un mensaje claro al respecto, puede encender una chispa motivacional. En consonancia con las conclusiones del estudio de la doctora Dweck, pude comprobar que los semilleros que visité siempre utilizaban un lenguaje que afirmaba el valor del esfuerzo y del progreso lento, no el talento o la inteligencia innatos. En la escuela de tenis Spartak, por ejemplo, no «jugaban» al tenis, preferían el verbo borot'sya, «esforzarse o luchar». Las jugadoras de golf de Corea del Sur reciben ánimos para yun sup'be, cuya traducción es (para el posible deleite de Nike) «simplemente hazlo». En Curazao, los chicos de diez años juegan en la Liga Vraminga: la Liga de la Pequeña Hormiga, cuya consigna es «progresa»: «pasos de bebé». En el fútbol de Brasil, se clasifica a los chicos por los niveles de edad: Biberón (cinco y seis años), Pañales (siete y ocho años) y Chupete (nueve y diez años); el equipo nacional de fútbol sub‐20 se llama los Aspirantes. (« [Los ingleses, por el contrario, llaman a su equipo juvenil los Reservas! ‐me comentó Emilio Miranda echándose a reír‐o ¿Para qué los están reservando?») En los lugares que visité, el elogio no era una constante, sino que se utilizaba sólo cuando la persona se lo había ganado, hecho que coincide con la investigación de Dweck, que señala que la motivación no aumenta por recibir muchos elogios, sino que a menudo disminuye. ‐No lo olvide, nuestro estudio mostró el efecto que pueden tener unas pocas palabras ‐dice Dweck‐. Todo gira en torno a la claridad. Cuando hablamos del lenguaje motivacional, habitualmente nos referimos a un tipo de lenguaje que inspira y eleva el ánimo: al lenguaje de las esperanzas, los sueños y la afirmación general («¡Eres el mejor!»), Esta clase de jerga, llamémosla alta motivación, desempeña un papel importante, pero el mensaje que transmiten tanto Dweck como los semilleros es muy claro: la alta motivación no es lo que enciende a la gente; lo que funciona es precisamente lo contrario: no elevar, sino bajar, hablar del es‐ fuerzo a ras del suelo, afirmar el valor de la lucha. La investigación de Dweck muestra que frases como: «[Vaya, realmente lo has intentado Página | 83 con todas tus fuerzas!» o «[Buen trabajo, tío!», motivan mucho más que lo que ella llama elogio vacío. Desde el punto de vista de la mielina, estas ideas encajan. Elogiar el esfuerzo funciona porque refleja la realidad biológica: los circuitos de la habilidad no son fáciles de construir; la práctica intensa exige una lucha seria y profunda y un trabajo apasionado. La verdad es que, cuando uno está empezando, no «juega» al tenis, sino que lucha y presta atención; mejora lentamente. Aprendemos por medio de tambaleantes pasos de bebé. El lenguaje basado en el esfuerzo funciona porque habla directamente a las experiencias de aprendizaje que tenemos y, cuando se trata de la ignición, no existe nada más poderoso. ‐Si yo fuese una universidad, mi Índice de excelencia sería muy alto, ¿sabequiecir? ‐me aseguró Engblom‐. Un 80 u 85 por ciento de mis chicos acaban siendo ejecutivos o deportistas de élite, millonarios. No pasa lo mismo en Harvard30. 30 Engblom me pidió que mencionara que está dispuesto a hablar con empresas, escuelas o cualquier institución, «ya sabes, para aconsejarles acerca de ese tipo de cuestiones. Tengo muchas ideas al respecto». Página | 84 3 CÓMO ENCENDER UN SEMILLERO: LA HISTORIA DE LAS ESCUELAS PCP La educación no es llenar un cubo sino encender un fuego. W. B. YEATS La ridícula idea de Mike y Dave La ignición de semilleros de talento como los de Curazao, Rusia y Corea del Sur comenzó con una especie de relámpago: con la irrupción de una estrella, con una victoria mágica que nadie podría haber previsto o planeado. Se produce una clase de ignición diferente cuando no hay un golpe de ese tipo y, aun así, la motivación y el talento florecen de todos modos. Ésta es la clase de ignición más frecuente en la vida cotidiana y donde descubrí el ejemplo más evidente de ella fue en un lugar inesperado: en un grupo de escuelas situadas en barrios superpoblados y humildes. En el invierno de 1993, a Mike Feinberg ya Dave Levin las cosas no les iban nada bien. Ambos tenían poco más de veinte años, compartían un modesto apartamento y eran maestros de segundo grado en el sistema de escuelas públicas de Houston. Los dos eran miembros de Teach for America, un grupo sin ánimo de lucro cuyos miembros, recientes licenciados universitarios, imparten clases en escuelas con bajo nivel de ingresos durante dos años. El primer año de Feinberg y Levin había sido realmente duro (les habían pinchado las ruedas del coche con navajas, sus clases eran caóticas) y el segundo un poquito peor. Habían tratado de innovar, pero se habían dado cuenta de que sus esfuerzos se bloqueaban por culpa de una burocracia incompetente, de padres insolidarios, de estudiantes díscolos, de reglamentos inflexibles y de otros mecanismos oxidados de la fábrica de frustración más eficiente que jamás se había inventado: el sistema norteamericano de escuelas públicas situadas en los suburbios pobres de las grandes ciudades. A Levin le habían pedido que no regresara a la escuela; Feinberg, por su parte, se sorprendió a sí mismo contemplando la posibilidad de ingresar en la facultad de derecho. Los dos pasaban las tardes de invierno sentados en su apartamento de mala muerte y dedicados a una venerable actividad que practican todos los veinteañeros: quejarse amargamente del trabajo, beber cerveza y ver Star Trek. El propio Feinberg resumió más tarde su estado de ánimo de entonces con la siguiente frase: «La vida es una mierda y después te mueres». Una noche de aquel largo invierno, por razones aún desconocidas (creen que se pudo deber a un discurso inspirador que escucharon o a la cerveza), estos dos fracasados representantes de la generación X tuvieron una idea perversa: dejarían de luchar contra el sistema y crearían su propia escuela. Prepararon café, pusieron Achtung Baby, de U2, en el estéreo con la modalidad «repetir» y, hacia las cinco de la mañana, dieron por concluido un manifiesto que contenía los cuatro pilares fundamentales de lo que sería su creación: más horas de clase, maestros cualificados, apoyo de los padres y apoyo administrativo. La cafeína debió de hacer de las Página | 85 suyas, porque decidieron bautizar su proyecto con un nombre tan grandioso que parecía digno de un sueño del capitán Kirk: lo llamaron Programa Conocimiento es Poder (PCP). En cualquier otro momento de la historia, una idea tan vaga como PCP, apoyada tan sólo en la inexperiencia, se habría evaporado. Sin embargo, Texas había aprobado hacía poco tiempo unas leyes que tenían como objetivo dotar de fondos a las escuelas semiautónomas siempre y cuando alcanzaran estándares educacionales básicos. Pocos meses más tarde, se produjo una situación que en otras circunstancias habría sido realmente impensable: estos dos novatos y su manifiesto manchado de café consiguieron su objetivo. No lograron poner en funcionamiento una escuela completa (el consejo de educación no estaba tan loco), sino una pequeña habitación situada en una esquina de la escuela primaria GarcÍa. Allí Feinberg y Levin podrían dar el siguiente e inevitable paso de su viaje idealista: darse de bruces con la realidad. La mayoría de las escuelas semiautónomas están organizadas sobre unos sólidos cimientos de teoría educacional; tal es el caso de Waldorf, Montessori o Piaget. Feinberg y Levin, que no tuvieron mucho tiempo, siguieron en cambio los principios de Butch Cassidy: robaron. Buscaron y localizaron a los mejores maestros del distrito y «tomaron prestados» sus planes de estudio, técnicas de enseñanza, ideas de gestión, programas, reglamentos...todo. Más tarde, a Feinberg y Levin se les consideraría «innovadores», pero en aquel momento eran tan pioneros como un ladrón durante un apagón. ‐Cogimos todas aquellas buenas ideas que no estaban clavadas en una pared ‐‐comenta Feinberg‐. Nos llevamos todo excepto el fregadero de la cocina; y luego volvimos, y nos llevamos el fregadero también. Con este montón de piezas robadas montaron un artilugio educacional. Consistía en un antiguo motor de trabajo duro (largos días escolares, uniformes, un sistema claro de castigo y recompensa), envuelto en una piel de técnicas innovadoras (los horarios estarían colgados en internet; a los alumnos se les darían los números de teléfono de los maestros para que pudieran hacerles preguntas relacionadas con las tareas escolares, etcétera). Emplearon el eslogan que le habían robado a un famoso maestro de Los Ángeles, Rafe Esquith: «Trabaja duro, sé amable», y orientaron su invento hacia un objetivo remoto: hacer todo lo que fuese necesario para que los chicos ingresaran en la universidad. ‐Tuvimos claro desde el principio que la universidad era realmente la clave de todo ‐afirma Feinberg‐. Cuando conoces el sistema de escuelas públicas de las grandes ciudades te das cuenta de lo mal que funciona, al igual que el código postal en el que naces determina tus posibilidades de tener éxito o fracasar en la vida. La universidad es la única puerta de salida. Durante la primavera y el verano de aquel año, Feinberg y Levin se dedicaron a reclutar sujetos para su experimento. Después de haber llevado a cabo una intensa campaña en el barrio, consiguieron reunir a cincuenta alumnos. Los padres de aquellos chicos se sentían tan frustrados como Feinberg y Levin respecto al status qua. Para los alumnos que formaron la primera clase de PCP, la universidad era un concepto aún lejano cuando entraron por primera vez en aquella pequeña sala. Todos estaban muy por debajo de la media en cuanto a aptitudes: sólo el 53 por ciento había aprobado las pruebas de inglés y matemáticas el año anterior. El aula estaba llena hasta la bandera; la escuela en que se alojaba opuso una firme resistencia a que Feinberg y Levin se instalaran allí: el hecho de que los días lectivos fuesen más largos (de 7.30 a 17 horas, además de clase cada dos sábados, según el manifiesto) supuso una gran tensión para todos. Las primeras semanas de clase fueron suficientes para Página | 86 demostrarles a Feinberg y Levin que aquello les sobrepasaba. Pero entonces ocurrió algo extraño. No sabían con exactitud qué fallaba, pero en algún momento de aquel otoño, el artilugio carraspeó, escupió y comenzó a moverse. Para asombro de todos (sobre todo de Feinberg y Levin), los estudiantes de PCP se pusieron a la altura de su eslogan: eran amables y trabajaban duro, muy duro. Al finalizar el primer año, el 90 por ciento de los estudiantes aprobó los exámenes estatales, casi el doble de los que aprobaron el año anterior. Alentados por estos resultados, Feinberg y Levin siguieron adelante con su proyecto. Durante los primeros años trabajaron como nómadas: Feinberg permaneció en Houston mientras que Levin se reinstaló en el Bronx neoyorquino. Luchaban por conseguir un espacio, daban clases en caravanas, utilizaban habitaciones en desuso y cambiaban de lugar cada año. Continuaban robando buenas ideas y eliminando aquellas que fracasaban. Las puntuaciones de los tests de los alumnos de PCP seguían subiendo año tras año. Hacia 1999, las academias PCP de Houston y el Bronx obtenían mejores puntuaciones en los exámenes estandarizados que cualquier otra escuela pública de sus respectivos distritos. El artilugio no estaba cogiendo velocidad, estaba ganando la carrera. El rumor se extendió. Después de que les dedicaran un reportaje en el programa «60 minutos», PCP recibió una donación de 15 millones de dólares por parte de Donald y Doris Fisher, dueños de las tiendas de ropa Gap. Docenas, centenares de maestros jóvenes (muchos de ellos miembros del programa Teach for America, que estaba cosechando un enorme éxito al colocar a 2900 nuevos maestros cada año) se interesaron en crear sus propias escuelas PCP. En 2007, ya había cincuenta y siete aulas esparcidas entre Los Ángeles y Nueva York; acogían a unos 15000 alumnos. Muchas escuelas PCP cuentan hoy con estudiantes que obtienen las puntuaciones más altas de sus respectivas ciudades; aún más: el 80 por ciento de los estudiantes PCP asisten a la universidad. Feinberg y Levin siguen dando clase a los alumnos de quinto grado en Houston y el Bronx; también son los encargados de supervisar las escuelas PCP en sus respectivas áreas y trabajan en el Consejo Nacional de Directores. Jason Snipes, miembro del Consejo de Escuelas de Grandes Ciudades de la Universidad de Harvard, resume este éxito empleando términos más propios de Andruw Jones: «PCP está sacando la pelota fuera del campo». Una manera de ver las escuelas PCP es como si se tratara de un original cuento protagonizado por dos personas desvalidas y de buen corazón que atraparon un relámpago dentro de una botella. En este caso, nuestro interés por la historia habría llegado a su fin. Otra manera de considerar este fenómeno, sin embargo, es como un ejemplo de lo que podríamos llamar ignición pura: el arte y la ciencia de crear un semillero de talento desde la base, sin contar con la ayuda de un famoso jugador de la Serie Mundial o con cualquier otra irrupción mágica. Por eso es conveniente echar un vistazo debajo del capó de este curioso artilugio para ver qué es lo que lo hace funcionar. Página | 87 Arriba el telón En la mayoría de las escuelas, el primer día de clase de cada curso se parece a los primeros metros de una maratón o, tal vez, a las primeras escaramuzas de una larga guerra de guerrillas. Sin embargo, en las escuelas PCP, como por ejemplo la Academia Heartwood PCP de San José (California), el primer día de clase es como la noche del estreno de una obra de Broadway: hay guiones, cronometraje, libretos que entregar, un público nervioso y, diez minutos antes de que se levante el telón, un corrillo ansioso entre bastidores. En Heartwood, esa pequeña reunión tiene lugar en un aula vacía que queda a pocos pasos del patio donde los estudiantes comienzan a congregarse. ‐Muy bien, amigos, cuando salgamos ahí fuera debemos ser rápidos y concisos ‐dice Sehba Ali, la directora de la escuela, a su plantilla de quince maestros‐o Les daremos la bienvenida con un aplauso, luego la charla sobre la universidad, la presentación de los profesores y, finalmente, la charla sobre «sé amable». ¿Lo habéis entendido todos? Sehba Ali tiene treinta y dos años y mide un metro cincuenta. Lleva un elegante traje pantalón beis y unos tacones altos que resuenan ligeramente al caminar. Se comporta con una suave pero indiscutible autoridad, es una especie de híbrido entre Audrey Hepburn y Erwin Rommel. Ali no tiene ninguna necesidad de repetir la información: todo está claramente reflejado en el guión del día. Allí constan cada evento, transición y actividad. El personal lleva ya varios días repasándolo en detalle; han dedicado, por ejemplo, una hora a discutir la separación adecuada entre los cuerpos y la colocación exacta de los pies para conseguir que los estudiantes de PCP formen una perfecta línea recta. Antes de la llegada de los alumnos, el día se ha ensayado y practicado «al dedillo», tal como dice Ali. En el patio, reunidos bajo el sol de la mañana, se encuentran los 140 nuevos estudiantes PCP acompañados por sus padres. Los chicos están nerviosos y los padres ocultan su propia tensión con sonrisas y abrazos. En su mayoría son hispanos, pero también hay un puñado de asiáticos y algunos afroamericanos; proceden del vasto mar de bungalow de renta baja y apartamentos de protección oficial que inunda San José. Al igual que muchas escuelas PCP, ésta comenzó siendo pequeña, reclutando alumnos con la campaña puerta a puerta que Ali llevó a cabo en 2004. Preguntaba a los padres acerca de su experiencia en la escuela pública y sobre si estarían interesados en una alternativa. (En el vecindario, Ali llegó a ser conocida como «la mujer que hace muchas preguntas».) El primer año, la PCP tuvo 75 alumnos de quinto grado; desde entonces se han sumado 150 estudiantes más y dos cursos adicionales. Ahora tienen lista de espera. Todo esto ayuda a explicar la atmósfera de intensa excitación que reina en el patio: una sensación de inminente partida flota en el aire, es como si los chicos estuviesen embarcando en un transatlántico con destino a un mundo nuevo. Aunque la inmensa mayoría de los estudiantes de Heartwood PCP proceden del distrito escolar local, hay algunas excepciones. Una de las madres que conocí había traído a su hijo en coche desde su casa en Fremont (California). La mujer, que tenía un empleo muy bien remunerado, dijo que las escuelas públicas de su vecindario eran competentes. Sin embargo, había acudido a la escuela PCP porque quería estar ciento por ciento segura de que su hijo llegaría a la universidad. «He oído lo que hacen aquí ‐me dijo‐. Y pensé, "quiero esto para mi hijo".» Página | 88 A las ocho en punto, Ali, acompañada por el resto de los profesores, entró en el patio. Dio cinco palmadas. Todos los maestros comenzaron a contar a los alumnos uno por uno. Los chicos permanecieron en silencio; los padres se marcharon instintivamente. ‐Buenos días ‐dijo Ali en voz alta. Los chicos murmuraron. ‐Buenos días ‐repitió Ali elevando aún más la voz. ‐Buenos días ‐‐contestaron unos pocos. Ali meneó la cabeza, decepcionada y expectante. ‐Buenos días ‐dijo nuevamente. Otra de las maestras, Lolita jackson, ofreció la respuesta correcta: ‐Buenos días, señorita Ali. Esta vez los chicos lo entendieron, y cuando Ali volvió a saludados, la respuesta se produjo en forma de coro. ‐Buenos días, señorita Ali. Entonces la directora les dio la bienvenida, y se refirió a cada clase por su nuevo nombre: los chicos de quinto grado eran la clase de 2015; los de sexto grado, la de 2014. El número hace referencia al año en el que se graduarán en la universidad. Ali llamó después a un grupo de estudiantes de años anteriores muy elegantes con sus camisas PCP, para que formaran una fila. Los chicos colocaron los pies justo a lo largo de una de las líneas de colores pintadas en el patio, y con los ojos mirando al frente y las manos a los costados del cuerpo, claramente separados unos de otros. ‐Así es como se forma una fila PCP ‐dice Ali. Una de sus ayudantes traduce inmediatamente estas palabras al español‐. ¿Lo ha entendido todo el mundo? ‐Sí, señorita Ali ‐responden todos al unísono. Cada uno de los chicos se presenta por su nombre, recibe una carpeta con tres anillas y un aplauso de apoyo general. Las mochilas, las botellas de agua y los abrigos, se quedan con los padres, los niños no necesitan nada. Los profesores PCP caminan arriba y abajo a lo largo de las crecientes filas de alumnos; se aseguran de que sostengan las carpetas con la mano izquierda (con el lomo hacia abajo), de que los pies estén rectos, las manos extendidas y las camisas metidas por dentro de los pantalones. Ninguno de los maestros sonríe a pesar de sentir el impulso de hacerlo. Ali recorre una de las filas, se detiene delante de uno de los chicos y hace una corrección de veinte grados en el ángulo en que sostiene la carpeta. Esto es cultura PCP. Engloba desde cómo caminar, a cómo hablar (trabajan en la voz de tres pulgadas, la de doce pulgadas y la ambiental), pasando por cómo sentarse a un pupitre (hacia delante, erguido, sin el lápiz en la mano), o cómo mirar al maestro o al compañero que está hablando (cabeza alzada, los ojos puestos en quien habla, los hombros inclinados hacia el orador) e incluso cómo usar el baño (utilizar cuatro o cinco hojas de papel higiénico y un chorro de jabón líquido para lavarse las manos). Los maestros PCP dejan basura alrededor de la escuela y vigilan quién la recoge; luego felicitan a esa persona delante del grupo. Constantemente llevan a cabo rutinas precisas con aplausos, cantos y caminatas juntos. Página | 89 ‐Todos los detalles cuentan ‐dice Feinberg‐. Todo lo que hacen está conectado con lo que les rodea. Después de la formación de filas, guían a los nuevos estudiantes hasta una pequeña habitación donde, a lo largo de unas líneas trazadas con cinta adhesiva, se sientan en el suelo. No hay pupitres porque, según se les informa, aún no se los han ganado. Los estudiantes abren sus carpetas y encuentran varias páginas llenas de problemas de matemáticas. Es la «hora del trabajo en silencio», un elemento diario en las escuelas PCP. Los chicos se ponen manos a la obra; tras media hora de un silencio religioso (los escasos murmullos y risitas nerviosas son rápidamente silenciados por los maestros hasta lograr un silencio total), la señorita Ali se dirige al frente del aula y vuelve a darles la bienvenida por sus nombres de clase. ‐Nuestra meta ‐todo el mundo le presta atención ahora‐ como equipo y como familia es conseguir que cada una de las personas que se encuentra en esta habitación vaya a la universidad. Hace una pausa y deja que la idea se asiente. Repite la frase, «vaya a la universidad», con un deleite lento y reverente, con el mismo tono que un sacerdote utilizaría para decir «vaya al cielo». ‐¿Adónde vamos? ‐pregunta Ali. ‐A la universidad ‐responden los chicos. Ali finge no haber oído nada y se lleva las manos ahuecadas a las orejas. ‐¡A la universidad! ‐gritan todos. La directora sonríe, con una chispa de felicidad, y luego se pone seria. ‐Seré franca con vosotros. Hay mucha gente que piensa que no seréis capaces de conseguido porque vuestras familias no tienen dinero y porque sois latinos o vietnamitas. Pero aquí, en PCP, creemos en vosotros. Si trabajáis duro y sois amables, iréis a la universidad y tendréis una vida de éxitos. Seréis extraordinarios, porque aquí trabajamos muy, muy duro y eso os hace listos. »Cometeréis errores. Os equivocaréis y nosotros también. Pero todos tendréis un comportamiento ejemplar. Porque aquí, en PCP, todo se gana. Todo se gana. Todo se gana. »Estáis sentados en el suelo, ¿estáis incómodos? ¿Os gustaría tener un pupitre? Pues tendréis que ganároslo. Cuando podáis investigar, cuando podáis aplaudir juntos, cuando os podáis levantar sin suspirar, entonces tendréis los pupitres. Los ojos marrones de Ali recorren la habitación buscando conexiones. Los alumnos la miran nerviosos, emocionados, totalmente despiertos. Para un observador externo como yo, el nivel de disciplina parece excesivo, pero los resultados hablan por sí solos: los chicos están respondiendo, aceptando un compromiso. ‐Os estamos vigilando ‐continúa diciendo la directora‐. Aquí todo es una prueba, porque todo debe ganarse. ¿Está claro? Cuando yo diga «claro», vosotros decís «como el agua» ‐dice Ali. Mira alrededor de la habitación con los ojos brillantes de expectación y vuelve a intentarlo. »¿ Está claro? Ciento cuarenta voces responden: ‐Como el agua. Página | 90 Si tuviésemos que clasificar los indicios fundamentales que aquellos alumnos de la escuela PCP recibieron en sus primeros minutos de formación, deberíamos divididos en tres categorías. Perteneces a un grupo. Tu grupo está unido en un mundo nuevo, extraño y peligroso. Ese nuevo mundo está organizado como una montaña, cuya cima es la universidad. Estas tres señales podrían parecer diferentes, pero, en realidad, son idénticas a los indicios fundamentales que cualquier joven jugador de fútbol brasileño o cualquier tenista ruso podría recibir si se reemplaza la palabra «universidad» por las palabras «ser Ronaldinho/Kournikova». Al carecer de semejantes figuras fulgurantes, la escuela PCP toma la segunda mejor opción: crean su propio Sao Paulo, un mundo rico en señales y tan perfectamente estructurado y persuasivo que origina nuevos modelos de motivación y comportamiento. De ahí surge la insistencia «spielbergiana» de las escuelas PCP en la precisión, la continuidad y el argumento. Al igual que sucede en el Frank Curiel Field de Curazao, los alrededores físicos de la escuela irradian señales. Como si de un escuadrón de Tom Sawyers se tratase, los maestros disparan señales de forma rápida y clara. Como le gusta decir a Feinberg, «todo es todo». Suena a filosofía zen, pero de lo que Feinberg está hablando realmente es de la insistencia de la escuela PCP en la coherencia: todos los elementos de este mundo, desde las líneas pintadas en el suelo hasta los ojos de los maestros o el ángulo en que se sostiene una carpeta, envían una corriente clara y constante de señales de pertenencia e identidad: estás en PCP, eres un «PCPiano». En lugar de «preparados, listos, ya», dicen «preparados, listos, PCP»; los alumnos se dirigen unos a otros como «compañero de equipo»; los profesores de PCP se refieren a este proceso, solamente bromeando a medias, como «PCPnosis». ‐Recuerdo mi primera visita a la escuela ‐comenta Michael Mann, profesor de ciencias sociales‐. Pensé que era una medida extrema, que era ridículo. ¿A quién le importa cómo sostiene un alumno su carpeta? Después comprendí que la atención que uno presta a los detalles tiene mucho que ver con que tenga éxito académicamente hablando. Las reglas son una forma de hacer que los alumnos se acostumbren a ser detallistas y precisos, algo que muchos de ellos ni siquiera han intentado antes. La eficacia del enfoque de las escuelas PCP, centrado en la disciplina, está subrayada por un sentido del decoro y el orden que emana de la propia escuela. Las nuevas investigaciones avalan esta forma de enseñar. En 2005, los psicólogos Martin Seligman y Angela Duckworth estudiaron numerosos parámetros relativos a 164 alumnos de octavo grado; incluyeron tests de coeficiente intelectual y otras cinco pruebas que medían la autodisciplina. Concluyeron que este último valor era el doble de preciso que el coeficiente intelectual para predecir la nota media de los estudiantes. El éxito alcanzado en la escuela, por tanto, podría depender más de ciertos patrones de comportamiento que de alguna de las llamadas cualidades innatas. ‐Hasta que llegan aquí, [los alumnos] han llevado sus vidas de una determinada manera ‐dice Feinberg‐. La cultura es una fuerza increíblemente poderosa, y la única manera de llegar a ellos es hacerles cambiar la forma en que se ven a sí mismos. Para un observador externo puede parecer severo, pero es justo lo que necesitan. Página | 91 Una de las formas en que PCP enseña buena conducta es a través de una técnica que ellos llaman «detener la escuela». No se trata de una denominación caprichosa: cuando alguien viola una regla importante, las clases se interrumpen de inmediato, y profesores y alumnos se reúnen para analizar lo que ha ocurrido y buscar una solución31. Unas semanas antes de mi visita, la escuela había interrumpido sus actividades porque un alumno de sexto grado se había burlado de un compañero llamándolo «elefante». La suspensión anterior a ésa se produjo cuando un estudiante puso los ojos en blanco ante un maestro. Para cualquier persona, suspender las clases de una escuela cuando un alumno gasta una broma, pone los ojos en blanco o llama elefante a un compañero es una gigantesca pérdida de tiempo (en mi instituto una acción así hubiera supuesto la suspensión no temporal, sino permanente de las clases), pero les funciona. Las escuelas PCP, como si fueran un gigantesco instructor Link, crean un ambiente idóneo para la práctica intensa del buen comportamiento. Interrumpir las clases por motivos como que alguien ha puesto los ojos en blanco no es una medida inútil; al contrario, es la manera más eficaz de establecer las prioridades del grupo, de detectar los errores y de construir los circuitos de comportamiento que PCP desea. Como ya se ha dicho, la señal más importante que emite PCP (su versión del jonrón de Andruw Jones) es la universidad. O, como se dice una y otra vez en PCP, ¡universidad!, que es el spiritus sancti que se invoca cientos de veces al día, no tanto como lugar físico, sino como ideal resplandeciente. Las aulas de las escuelas llevan el nombre de la universidad a la que asistió el profesor: las clases de matemáticas se imparten en Berkeley, ciencias sociales en USC (Universidad del Sur de California), educación especial en la Escuela de Graduados de Cornell, etcétera. Los maestros de las escuelas PCP despliegan un gran talento a la hora de deslizar referencias a la universidad durante sus conversaciones, en las que siempre parten de la presunción de que todos los alumnos están destinados a desembarcar en las playas doradas de las facultades. Durante una visita a una clase de ciencias sociales, una estudiante entregó sus deberes sin haberle puesto el nombre. El maestro interrumpió la clase. «¿Sabes cuántos trabajos recibirá tu profesor en la universidad? ‐preguntó con expresión de incredulidad‐. ¿Crees que se tomará el tiempo necesario para deducir de quién es el trabajo? Piensa en ello.» Como dice la profesora de inglés, Leslie Eichler: «Decimos universidad tan a menudo como los trabajadores de otras escuelas dicen, "Ummm". Incluso los carteles que hay encima de los espejos de las clases preguntan en silencio: "¿ A qué universidad iras tú?"». Para conseguir que este brillante anhelo se convierta en algo tangible, los estudiantes de PCP comienzan a visitar universidades tan pronto como comienzan la escuela. Los alumnos de quinto grado de la escuela PCP de Heartwood van a las de su propio Estado, como USC, Stanford y UCLA (Universidad de California, Los Ángeles), mientras que los alumnos de séptimo grado vuelan a la costa Este para visitar el campus de Yale, Columbia y Brown, entre otros. Durante su estancia, se reúnen con antiguos alumnos de PCP que les hablan de sus propias experiencias. 31 No debe sorprender, al menos desde un punto de vista de la práctica intensa, que Toyota emplee la misma idea, y con gran éxito, en sus líneas de montaje (véase la página 130). Página | 92 ‐En este momento, la universidad es sólo una idea vaga para ellos ‐me dice Ali mientras señala a los nuevos alumnos de quinto grado‐, pero al acabar este curso, después de haber visitado diferentes universidades, les escuchamos hablar entre ellos de la experiencia diciendo cosas como «sí, me gusta Berkeley, pero creo que soy más de Cal‐Poly» (Universidad Politécnica de California, en San Luis Obispo). Es ahí cuando nos damos cuenta de que funciona. ‐Cuando llegan a PCP, sus vidas son como un punto en un mapa: no puedes hacer nada con un solo punto ‐asegura Feinberg‐. Pero cuando lo unes con otro, con una universidad cualquiera, entonces tienes una conexión. Cuando los chicos regresan de las visitas a los campus, se comportan de una manera diferente. La ignición se pone claramente de manifiesto en la clase de matemáticas de Lolita Jackson. Se trata de una mujer que ronda los cincuenta años, es menuda y activa, y luce unos enormes pendientes; irradia un entusiasmo y una disciplina realmente estimulantes. Lolita dedicó los primeros años de su carrera a trabajar en las escuelas públicas locales, donde cada vez se sentía más frustrada debido a las evidentes limitaciones del sistema. Aun así, cuando se creó la escuela PCP en Heartwood, Lolita se unió a ella y ascendió rápidamente hasta convertirse en una de sus profesoras más eficaces, además de en la decana de los estudiantes. Ali considera que las habilidades de Lolita son casi mágicas ( «La señorita Jackson hace cosas que nadie más es capaz de hacer», dice la directora). Por ejemplo, todos los años, una vez que finaliza la semana de orientación, Lolita comienza su primera clase de matemáticas apagando las luces y pidiéndoles a sus alumnos que cierren los ojos. Pone un CD con la banda sonora de La guerra de las galaxias y sube el volumen. Cuando llega la música triunfal, Jackson recorre el aula como si fuese el capitán de una nave espacial durante la cuenta atrás. ‐¿Estáis bien sujetos, PCPianos? ‐pregunta‐. ¿Estáis preparados? ¿Tenéis los cinturones bien abrochados? Porque será un viaje muy movido, será duro y difícil. Pero también tendrá cosas muy buenas, porque vamos a trabajar y aprender matemáticas, e iremos a la universidad. Los alumnos permanecen sentados y en silencio mientras la música resuena en sus cabezas. ‐La universidad ‐repite Lolita, saboreando la palabra‐. ¿Queréis saber cuál es la diferencia entre tener una buena vida y llevar una vida dura? ¿Queréis saber cuál es la diferencia entre tener el conocimiento que os permitirá conseguir las cosas que queréis y no tenerlo? Ajustaos los cinturones porque ahí es a donde nos dirigimos, y vamos a empezar ahora mismo. Jackson y sus colegas les recuerdan constantemente a los estudiantes PCP que sus cerebros son músculos: cuanto más los trabajen, más inteligentes serán... y hay mucho terreno que trabajar por delante. Lo más habitual es tener que hacer dos horas de deberes cada noche; las hojas de trabajo se cuentan por centenares; el día está lleno de momentos de trabajo intenso y silencioso. Como me dijo Feinberg, «los métodos más suaves quizá funcionen en otras escuelas, pero nosotros no tenemos, literalmente hablando, ninguna hora que perder, y mucho menos días o semanas. Nuestros chicos llegan con mucho retraso educativo, tenemos que conseguir que ganen velocidad y que pasen al frente. Estamos disputando el cuarto cuarto en un partido de fútbol americano, perdemos por dos touchdown y tenemos que pasar al campo contrario y anotar ya». Página | 93 Lo que realmente sorprende no es lo duro que trabajan los alumnos de PCP, sino lo rápida y completa que es su adaptación a la identidad de la escuela. En las dos visitas que hice a la escuela se me acercaron numerosos alumnos que querían saber cómo iba mi trabajo, si podían hacer algo por mí, y, por supuesto, a qué universidad había ido. Algunos de estos encuentros parecían seguir un guión (firmes apretones de manos, fervientes asentimientos con la cabeza, cortesía abrumadora estilo geisha); pero debajo del artificio, se percibía la vibración del esfuerzo de alguien que avanza tenazmente hacia un nuevo carácter. ‐Me gusta mucho estar aquí ‐me comentó Daniel Magana, un alumno de sexto grado con el pelo cortado a cepillo‐. Nadie recibe un trato especial. En mi antigua escuela me dejaban hacer lo que quisiera: podía hacer sólo cinco cosas en lugar de diez, y a nadie le importaba. Aquí hago diez de diez. Daniel, cuyo padre es obrero de la construcción, tiene intención de ser el primer miembro de su familia en asistir a la universidad. Aún no está seguro de a cuál irá, pero con seguridad tendrá en cuenta el sistema de California («es mucho más barato, ya sabes»). Quiere una universidad bastante grande, una que ofrezca un doble campo de especialización en cirugía láser y escritura creativa, así que está pensando en Berkeley. ‐Pero eso puede cambiar ‐me dijo‐. Ya veremos. Cuando le pregunté a Daniel cómo era él antes de ingresar en la escuela PCP, clavó la mirada en el suelo de baldosas, como si estuviese contemplando una antigua excavación arqueológica. ‐Diferente ‐dijo al fin‐. Creo que no me gustaba la escuela, era muy aburrida. En la anterior utilizaba el 25 por ciento de mi cerebro, pero aquí uso el ciento por ciento. Mi investigación sobre su historia no retuvo el interés de Daniel durante mucho tiempo. No tardó en desviarse hacia otros temas, como preguntarme las edades de mis hijos y recomendarme libros para ellos, interrogarme sobre mis viajes y, finalmente, tras comprobar la hora, decir «lo siento, ha sido agradable hablar con usted, pero sería mejor que me marchara a mi clase de inglés ‐apretón de manos‐, adiós». Yo me quedé allí con una pregunta en la cabeza: ¿quién es este chico? ¿Cuánto hay de Daniel en Daniel y cuánto es el resultado de su experiencia en PCP? No hay manera alguna de averiguar si Daniel Magana habría sido un chico ambicioso, considerado y de éxito de no haber asistido a la escuela PCP. Quizá hubiese sido igual; o, tal vez, cuando se gradúe en PCP vuelva a los viejos patrones. Pero cuando lo vi desaparecer en medio de los otros estudiantes, me di cuenta de una cuestión más trascendental: PCP pone cabeza abajo nuestra idea instintiva sobre el carácter. Habitualmente pensamos en el buen carácter como en algo innato e inalterable: una cualidad interna que fluye hacia el exterior a través del comportamiento. PCP ve las cosas de un modo completamente diferente, ve el carácter como una cualidad que se transmite desde fuera hacia adentro y que, además, puede crearse por medio de la motivación y la práctica. Página | 94 Visto así, las escuelas PCP se asientan sobre cimientos de mielina. Cada vez que un estudiante PCP se imagina a sí mismo en la universidad, se produce una poderosa emisión de energía similar a la que se creaba en Carea del Sur cuando las chicas imaginaban que eran Se Ri Pak. Siempre que un alumno PCP se obliga a obedecer una de esas reglas puntillosas, un circuito se enciende, se aísla y se fortalece (el control del impulso, al fin y al cabo, es un circuito como cualquier otro). Cada vez que la escuela se detiene para solucionar un fallo, las habilidades se construyen sobre seguro, del mismo modo que ocurrió con Clarissa cuando inició / detuvo su ataque a Golden Wedding. No es de extrañar, entonces, que Daniel Magana sea un joven tan atento y disciplinado: se ha encendido para practicar intensamente esas cualidades. ‐Lo que hacemos aquí es encender un interruptor ‐dice Ali‐. Es algo absolutamente deliberado, no es casual, el azar no interviene de ninguna manera. Debes prestar atención a todo lo que haces para asegurarte de que los detalles avanzan siempre en la misma dirección. Entonces hay algo que hace clic; algunos chicos lo captan y, cuando comienza, el resto también lo capta. Es algo contagioso. Página | 95 III EL MAESTRO INSTRUCTOR Página | 96 1 LOS SUSURRADORES DE TALENTO No se trata de reconocer el talento, de hecho ni siquiera importa qué diablos es eso. Nunca he pretendido salir a la calle y encontrar a alguien que lo tuviese. Primero se trabaja en los cimientos, y muy pronto descubres hacia dónde van las cosas. 32 ROBERT LANSDORP La ESP33 de Hans Jensen En la primera parte del siglo XX, los ladrones de bancos de Estados Unidos no eran muy habilidosos. Las bandas de malhechores, como los hermanos Newton de Texas, seguían siempre un plan simple e invariable: elegían un banco, esperaban hasta la noche y luego volaban la caja fuerte con dinamita y nitroglicerina (explosivos que, además de ser delicados a la hora de manipulados, en ocasiones tenían el desafortunado efecto secundario de convertir el dinero en cenizas). Este modus operandi funcionó bien durante un tiempo, pero a comienzos de los años veinte del pasado siglo, los bancos empezaron a ponerse al día en materia de seguridad e introdujeron sistemas de alarma y cámaras blindadas reforzadas con hormigón y a prueba de explosivos. Bandas como la de los hermanos Newton desaparecieron del mapa y las entidades bancarias esperaban el amanecer de una nueva era de seguridad para su negocio. Pero no fue así: y no porque los bancos no estuviesen ahora mejor protegidos, que lo estaban, sino porque los ladrones de bancos se volvieron más habilidosos en el ejercicio de su oficio. Estos nuevos delincuentes actuaban a plena luz del día y operaban con tal precisión que incluso la policía mostraba ocasionalmente su admiración ante sus trabajos. Era como si, de repente, los ladrones de bancos hubiesen evolucionado hasta convertirse en una especie con más talento. Demostraron sus habilidades en el centro de Denver el 19 de diciembre de 1922, cuando una banda le sustrajo a la Casa de la Moneda Federal 200000 dólares en noventa segundos exactos; una hazaña que se colocó entonces entre los robos de banco más lucrativos de la historia. 32 Entrenador de tenis de los ex números 1 del mundo Pete Sampras, Tracy Austin y Lindsay Davenport, quienes crecieron a muy pocos kilómetros unos de otros en Los Ángeles. 33 Percepción extra sensorial. (N. del t.) Página | 97 La explicación de esta evolución nos lleva hasta el hombre que dirigía aquella banda de Denver: Herman el barón Lamm. Lamm fue el precursor y el maestro de la técnica moderna del robo de bancos. Nacido en Alemania en 1880, llegó a ser oficial del ejército prusiano. Cuando lo expulsaron (supuestamente, por hacer trampas a las cartas) emigró a Estados Unidos, donde inició una carrera no muy brillante como atracador: robaba a la gente por la calle y, ocasionalmente, también bancos. En 1917, mientras cumplía una condena de dos años en la prisión de Utah, Lamm concibió un nuevo sistema para robar bancos, en el que aplicaba principios militares a una actividad que hasta entonces había carecido de todo arte. Su peculiar sistema se basaba en la idea de que robar bancos no consistía en tener valor o armas: se trataba de tener técnica. Cada nuevo robo a un banco implicaba semanas de trabajo preparatorio. Lamm fue el pionero de la «envoltura», que implicaba visitar el banco, bosquejar un plano y, en ocasiones, hacerse pasar por periodista para echar un vistazo a las operaciones internas del banco. El alemán otorgaba a cada uno de los miembros de su banda un papel específico: vigilante, encargado del vestíbulo, encargado de la cámara acorazada, conductor. Organizaba ensayos para los que utilizaba almacenes que hacían las veces de bancos. Lamm insistía una y otra vez en la obediencia ciega al reloj: cuando el tiempo previsto se agotaba, la banda se marchaba tuviesen el dinero o no. Estudiaba la vía de escape bajo diferentes condiciones meteorológicas para medir el tiempo de la forma más ajustada posible; fijaba al salpicadero del coche mapas confeccionados a escala 1:150. El sistema de Lamm, más conocido como la « Técnica del barón Lamm», dio excelentes resultados. Desde 1919 hasta 1930 sustrajo cientos de miles de dólares a bancos repartidos por todo el país; tras la muerte de Lamm, otros muchos aprendieron el sistema, John Dillinger entre otros34. El sistema de Lamm se sigue empleando hoy en día y tiene éxito no sólo debido a su fortaleza conceptual, sino también a la capacidad comunicativa de Lamm quien conseguía que sus ideas se llevaran a cabo sin los errores típicos de un trabajo enormemente complicado. Fue un innovador que enseñaba con disciplina y exactitud, e inspiraba a los demás a través de la información. En resumen, el barón Lamm era un maestro instructor. Hasta ahora, en el libro hemos considerado la habilidad como un proceso celular que se desarrolla a través de la práctica intensa. También hemos visto cómo la ignición suministra la energía inconsciente necesaria para poner en marcha ese desarrollo. Ahora es el momento de conocer a las pocas personas que poseen el misterioso don de combinar esas fuerzas para desarrollar el talento en los demás. 34 Lamm murió en 1930 cuando se enfrentó a una serie de acontecimientos tan improbables que ni siquiera él hubiese podido anticipar. Abandonaba un banco en Clinton (Indiana), y uno de los neumáticos de su coche reventó. Lamm y tres miembros más de su banda se apropiaron de otro coche, pero estaba equipado con un regulador automático que impedía que fuese a más de 50 kilómetros por hora. Entonces cogieron un tercer coche, pero en el depósito había sólo cuatro litros de gasolina. Después de una breve persecución y de la rendición de dos miembros de la banda, Lamm y su conductor fueron abatidos a tiros por la policía. Página | 98 Antes de averiguar quiénes son los maestros instructores, sin embargo, veamos quiénes no lo son. Cuando la mayoría de nosotros pensamos en un instructor experto, nos imaginamos a un gran líder, una persona cuyos conocimientos curtidos en mil batallas, su visión firme y su presencia motivadora ayudan a allanar el camino hacia el éxito. Como el capitán de un barco o un predicador en un púlpito, su habilidad esencial reside en conocer algo especial que el resto de nosotros ignoramos, y en compartir ese conocimiento de una manera inspiradora. Según esta línea de pensamiento, las habilidades del preparador de fútbol Vince Lombardi no muestran diferencias apreciables con las del general George Patton o la reina Isabel I. Pero cuando visité los semilleros de talento no encontré muchos Lombardi, Patton o Isabel I. En cambio, sí encontré otras cosas: los maestros e instructores que conocí tenían un temperamento tranquilo y reservado: muchos de ellos eran mayores; la mayoría llevaba enseñando treinta o cuarenta años; todos tenían la misma clase de mirada: firme, profunda, limpia; escuchaban mucho más de lo que hablaban; parecían ser alérgicos a las charlas de aliento y los discurso inspiradores; pasaban la mayor parte del tiempo señalando el camino con ajustes pequeños, rápidos y altamente específicos; mostraban una sensibilidad extraordinaria ante la persona a la que estaban enseñando y adaptaban cada mensaje a cada alumno. Después de haber conocido a una docena de ellos, comencé a sospechar que todos estaban secretamente relacionados: eran los susurradores de talento. Eran personas como Hans Jensen. Hans Jensen es un profesor de violonchelo que vive en Chicago. Lo conocí en la Escuela de Música Meadowmount, ese remoto refugio de talento clásico enclavado en las Adirondack del que ya hemos hablado antes. Yo nunca había oído hablar de Jensen, pero me resultó inmediatamente evidente que incluso allí, rodeado por un gran número de lumbreras, lo consideraban alguien especial. Durante mi primera mañana en Meadowmount, dos estudiantes mencionaron que sus familias se habían mudado a Chicago para que ellos pudiesen asistir a clases con Jensen. Melissa Kraut, que es profesora en el Instituto de Música de Cleveland, lo describió simplemente como «el profesor de violonchelo más brillante que hay en el planeta». Jensen es un hombre alto y delgado de unos cincuenta años. Mantiene una actitud entusiasta y usa grandes gafas redondas: tras ellas, observa el mundo con la mirada voraz de un submarinista. Cuando lo encontré en una de las cabañas de práctica de Meadowmount, tanto sus ojos como su sonrisa se dirigían hacia Sang Yhee, un estudiante de dieciocho años que interpretaba un concierto de Dvorak. Para mis oídos, Sang tocaba de forma milagrosa: rápida, limpia, con notas perfectas. Pero Jensen no estaba satisfecho. Estaba de pie, a escasos centímetros del alumno, y mientras Sang tocaba, él movía los brazos y hablaba con un marcado acento danés. Era como si Jensen estuviese realizando un exorcismo. ‐¡Ahora! ¡Ahora! ‐gritaba‐. ¡Sólo existe el ahora! Tienes que arrancar, como si fueras un motor. Tienes que conseguirlo, tío, tienes que hacerlo ahora. Sang tocaba con rabia, su mano izquierda volaba arriba y abajo por el mástil del violonchelo. Jensen se inclinó sobre él. Página | 99 ‐Puedo verlo en tus ojos. Estás pensando, «Mierda, tengo que conseguirlo». De modo que no hundas35. ¡Hazlo! ¡Ahora! Sang cerró los ojos y siguió tocando. ‐¡Sí! ¡Sí! ‐gritaba Jensen‐. ¡Adelante! ¡Adelante! Sang acabó la pieza y se reclinó. Estaba agotado. ‐Ahí ‐dijo Jensen‐. Ahí es a donde tienes que llegar con esto. Sang dio las gracias a Jensen por la clase, guardó su instrumento y se marchó de la cabaña. Justo entonces llegó Whitney Delphos, la siguiente alumna. Whitney tenía veinte años, era de Houston y llevaba un polo Lacoste rosa con el cuello levantado. Había llegado justo a tiempo de presenciar el final de la clase de Sang y ahora ocupaba su asiento. Cogió el mástil de su instrumento y empezó a sudar ligeramente. Jensen la tranquilizó, reclinándose en su silla y con una amplia sonrisa. ‐¡Hola! ‐saludó con tono apaciguador. Delphos sonrió y pareció relajarse un poco. Jensen le pidió que tocase y escuchó en silencio mientras ella interpretaba un concierto de Bach. Whitney se movía más que Sang, falló en un par de notas, perdió el ritmo en un pasaje rápido y, en general, parecía estar luchando contra su instrumento. Mientras tocaba, Delphos miraba a Jensen con evidente cautela, esperando que él comenzara a gritar y agitar los brazos como había hecho con Sang. Pero Jensen no hizo nada de eso. Tras escuchar a Whitney durante treinta segundos, apoyó suavemente una mano sobre el arco interrumpiendo su movimiento, y luego se inclinó hacia adelante, como si estuviese a punto de susurrar un secreto de Estado. ‐Debes hundirlo36‐dijo Jensen. ‐¿Hundirlo? ‐preguntó Whitney desconcertada. Jensen se dio unas palmadas en su calva cabeza y entonces su alumna entendió lo que quería decirle. ‐Hundir ‐repitió Jensen‐. Hundir toda la pieza. Cuando la hundes, es diez veces mejor. La gente practica demasiado moviendo el arco, ¡debes practicar aquí! ‐dijo señalándose la cabeza‐. ¡Debes hundir! Ésta es la vitamina; no se sabe bien por qué, pero es buena para ti. Whitney bajó el arco, cerró los ojos e imaginó su camino a través de las diferentes secciones del concierto. Cuando hubo terminado, volvió a abrir los ojos. ‐Has utilizado el vibrato al imaginar que estabas tocando la última sección, ¿verdad? Whitney se quedó boquiabierta. ‐¿Cómo lo ha sabido? Jensen sonrió. 35 Jensen, al pronuciar con su acento danés to think (pensar, reflexionar), lo convierte en to sink, que significa hundir, naufragar, a pique, y como sustantivo significa fregadero, pila de cocina, lavabo, lavamanos, entre otras acepciones. (N. del t.) 36 Véase la nota de la página anterior. (N. del t.) Página | 100 ‐A veces vuelvo loca a la gente ‐contestó‐. Piensan que tengo ESP. Jensen posee una larga lista de títulos académicos y profesionales: estudió en Julliard con los célebres profesores Leonard Rase y Channing Robbins; ha actuado como solista con la Orquesta Sinfónica de Copenhague y ha ganado la Artist International Competition; sus conocimientos de música clásica para violonchelo son inabarcables. Pero lo que presencié en aquel momento no tuvo nada que ver con las cualificaciones de Jensen, sino con su misteriosa ESP, con su habilidad para sentir las necesidades de los estudiantes y producir la señal correcta para cada uno de ellos. Jensen no conocía ni a Sang ni a Whitney antes de que entrasen en la habitación; no necesitaba conocerlos. El examen, el diagnóstico y la receta se produjeron en cuestión de segundos: Sang necesitaba más emoción, de modo que Jensen se convirtió en una especie de animador aficionado; Whitney necesitaba una estrategia de aprendizaje, así que Jensen se convirtió en un maestro zen. No les dijo en ningún momento lo que debían hacer: se convirtió en lo que debían hacer, comunicó el objetivo con pose, tono, ritmo y mirada. Las señales fueron concretas, concisas e inconfundibles. Una vez que Jensen hubo terminado las clases con Sang y Whitney, le pregunté qué pensaba de los dos estudiantes. ¿Cuál de los dos tenía más talento? ¿Cuál de los dos tenía más potencial? Jensen tuvo dificultades para encontrar una repuesta, algo que me sorprendió, puesto que Sang me había parecido mucho mejor que Whitney. Pero el mejor profesor de violonchelo del planeta no veía las cosas de la misma forma que yo. ‐Es difícil decidirlo ‐contestó Jensen‐. Cuando enseño, lo doy todo con cada uno de mis alumnos. Lo que suceda después, ¿quién puede saberlo? Este sentimiento, firme y deliberadamente carente de romanticismo, me resultaba familiar. Comencé a darme cuenta de que muchos de los susurradores de talento me recordaban a unos familiares míos que vivían en los pueblos agrícolas de Illinois: son personas duras, circunspectas y a las que nada sorprende. Pueden pasarse horas hablando de los detalles más nimios de sus semillas o fertilizantes, pero cuando se trata de cuestiones realmente importantes, como la calidad de la próxima cosecha o las posibilidades en el play off de su querido equipo de béisbol (los Cardinals de Saint Louis), se encogen de hombros: «¿Quién puede saberlo?» . Los maestros instructores no son como los jefes de Estado, los capitanes de barco que nos guían a través de un mar ignoto o los predicadores que, desde un púlpito, anuncian las buenas nuevas. Su personalidad (su circuito de talento básico) es más parecida a la de un granjero: son cuidadosos y meditativos cultivadores de mielina como Hans Jensen; son personas realistas y disciplinadas; poseen vastos y profundos conocimientos que aplican sistemáticamente al trabajo de" desarrollar circuitos de habilidad que, a fin de cuentas, no controlan. Jensen no pudo responder a mi pregunta porque, en el fondo, no tenía sentido: ¿Se puede echar un vistazo a dos plantas y decir cuál crecerá más alta? La única respuesta posible es «aún es pronto y ambas están creciendo». Página | 101 El secreto de John Wooden En 1970, dos psicólogos educacionales llamados Ron Gallimore y Roland Tharp recibieron la oportunidad con la que soñaban: iniciar desde cero un programa de lectura experimental en una escuela también experimental situada en una barriada pobre de Honolulú (Hawai). El proyecto, que estaba financiado por una fundación educacional hawaiana, contó con un grupo de 120 estudiantes de aproximadamente trece años y fue denominado Proyecto de Educación Temprana Kamehameha, o PETK. Comenzó en 1972 cuando las puertas de la escuela se abrieron y Gallimore y Tharp aplicaron algunas de las ideas más innovadoras de la época. Muchas de ellas estaban relacionadas con estrategias que los maestros trataban de llevar a cabo con el objetivo de aumentar el porcentaje de tiempo «de trabajo» de los alumnos. Gallimore y Tharp eran dos personas innovadoras, trabajadoras y decididas, pero no tuvieron mucho éxito. Durante los dos primeros años, los niveles de lectura de PETK siguieron siendo desesperadamente bajos. En el verano de 1974, recuerda Gallimore, «estábamos empezando a cuestionarnos seriamente nuestra metodología». Aquel verano Gallimore y Tharp se encontraron en UCLA, donde ambos impartían algunas clases y trataban de encontrar una solución para su proyecto estancado. Una tarde, mientras jugaban al baloncesto en el patio trasero de la casa de Gallimore, éste tuvo una idea: realizarían un estudio detallado y completo que analizara al mejor maestro que pudiesen encontrar, y utilizarían los resultados para aplicados a PETK. Ambos pensaron a la vez en el mismo individuo, un colega del campus de UCLA, pero pronto les asaltaron las dudas: este profesor era tan brillante y famoso que pedirle que se prestara como cobaya de laboratorio en un estudio parecía algo impensable, cuando no insolente. Pero Gallimore y Tharp, que no tenías nada que perder, decidieron escribir al famoso maestro de todos modos. Enviaron su propuesta, dirigida a John Wooden, entrenador jefe de baloncesto de la universidad, a la oficina del Pauley Pavilion. Describir a John Wooden como un buen entrenador de baloncesto es como describir a Abraham Lincoln como un sólido congresista. El Mago de Westwood, como se conoce a Wooden, es un antiguo profesor de inglés, procedente de una pequeña ciudad de Indiana, que cita a Wordsworth y vive según los principios cristianos de la disciplina, la moral y el trabajo en equipo. Había conducido al equipo de UCLA a la conquista de nueve campeonatos nacionales en los diez años anteriores. El equipo que dirigía en aquel momento acababa de concluir una racha de 88 partidos sin conocer la derrota, hazaña que se había prolongado durante tres años, y que condujo a que ESPN terminara por nombrar a Wooden el mejor entrenador de todos los tiempos en cualquier deporte. Gallimore y Tharp sabían muy bien que Wooden no tenía ningún motivo para someterse al fisgoneo de un par de científicos entrometidos, de modo que ambos se mostraron enormemente sorprendidos cuando llegó la respuesta de Wooden: sí. Página | 102 Pocas semanas más tarde, los dos psicólogos se instalaron en las gradas de la pista de baloncesto del Pauley Pavilion para observar el primer entrenamiento de la temporada que el entrenador mago iba a dirigir. Como hinchas del equipo, se habían creado ciertas expectativas. Como ex atletas, conocían las herramientas que siempre se habían empleado en un buen entrenamiento: charlas con ayuda de la pizarra, discursos inspiradores, vueltas completas a la pista como castigo para los holgazanes y palabras de elogio para los que trabajan duro. Entonces comenzó el entrenamiento. Wooden no pronunció ningún discurso, no dio ninguna charla con ayuda de la pizarra, no obligó a dar vueltas de castigo a la pista ni elogió a nadie. En general, no actuaba como ningún otro entrenador que ellos hubiesen conocido. ‐Creíamos saber lo que era un entrenamiento ‐ se sorprende Gallimore‐. Nuestras expectativas estaban completamente equivocadas, todo lo que habíamos asociado con el entrenamiento no estaba allí. Wooden dirigió una intensa batería de ejercicios que duraban entre cinco y quince minutos sin dejar de disparar ráfagas de palabras. El contenido de esas frases fue lo que les resultó más interesante a los dos investigadores. Como escribieron en su posterior artículo, «Basketball's John Wooden: What a Coach Can Teach a Teacher»: «Los comentarios y las expresiones de Wooden eran breves, enfáticos y numerosos. No había discursos ni prolongadas arengas... raramente hablaba más de veinte segundos seguidos». He aquí algunos de los discursos más largos de Wooden: «Coged el balón con suavidad; estáis recibiendo un pase, no interceptándolo». «Entre tiro y tiro haced algunos regates.» «Pases precisos, debéis mover el balón con velocidad. Bien, Richard, eso es lo que quiero.» «Pasos rápidos, firmes, orientados.» Gallimore y Tharp estaban desconcertados. Esperaban encontrarse un Moisés del baloncesto entonando sermones en la montaña y se toparon con un hombre que parecía más un ajetreado operador de telégrafos; esperaban encontrarse con un león rugiente y estaban frente a algo parecido a un terrier rebosante de energía. Se sintieron un poco decepcionados: ¿eso era un entrenamiento genial? Gallimore y Tharp siguieron asistiendo a las sesiones de Wooden. A medida que pasaban las semanas y los meses, un rescoldo de entendimiento profundo comenzó a brillar en ellos. Esa comprensión se originó en parte al apreciar la progresión del equipo, que del tercer puesto que ocupaba a mitad de temporada en su conferencia, ascendió hasta ganar su décimo campeonato nacional. Pero sobre todo provino de los datos que habían recogido en sus respectivas libretas de notas. Gallimore y Tharp apuntaron y codificaron un total de 2326 discretas acciones de enseñanza. De ellas, apenas un 6,9 por ciento eran elogios, sólo el 6,6 por ciento eran expresiones de desagrado y el 75 por ciento era simple información: qué hacer, cómo hacerlo, cuándo intensificar una actividad. Página | 103 Una de las formas de enseñanza más frecuentes de Wooden era una instrucción dividida en tres partes destinadas a modelar la forma correcta de hacer algo: mostraba cómo se debía hacer algo, corregía los errores y luego los reconducía hacia la forma correcta de hacerlo. En las notas de Gallimore y Tharp esta secuencia aparecía reflejada como M+, M‐, M+, y se daba con tanta frecuencia que lo denominaron un wooden. Tal como escribieron Gallimore y Tharp, «las demostraciones de Wooden raramente duran más de tres segundos, pero son tan claras que dejan en la memoria una imagen similar a la de las ilustraciones de un libro de texto». La información no hacía que la práctica fuese más lenta; al contrario, Wooden la combinaba con algo que él llamaba «condicionamiento mental y emocional» que, básicamente, consistía en que todo el mundo corriera aún más que durante los partidos. Bill Walton, ex jugador del equipo, me comentó: «Los entrenamientos de baloncesto en UCLA eran continuos, eléctricos, intensos, exigentes». Aunque las sesiones de Wooden tenían una apariencia de naturalidad y espontaneidad, de hecho eran todo lo contrario: el entrenador pasaba todas las mañanas dos horas con sus asistentes planificando el entrenamiento que los jugadores realizarían ese día; luego apuntaban el horario minuto a minuto en fichas de tres por cinco. Wooden guardaba esas fichas de un año para el otro para poder hacer así las comparaciones y los ajustes necesarios. No había ningún detalle, por insignificante que fuese, que quedara fuera del radio de acción del entrenador, de hecho Wooden era conocido por comenzar el año mostrándole a los jugadores novatos cómo ponerse los calcetines de modo que se redujera al máximo la posibilidad de que les saliesen ampollas en los pies. Lo que parecía ser una serie de ejercicios fluida e improvisada era en realidad una actividad tan bien estructurada como un libreto. Lo que parecía ser un entrenador disparando ráfagas sin ton ni son era en verdad algo previamente planeado. Gallimore y Tharp escribieron: «Wooden tomaba decisiones "sobre la marcha" y a un ritmo similar al de sus jugadores como respuesta a los detalles de las acciones de éstos. No obstante, su forma de entrenar no era en absoluto ad hoc: todas y cada una de las palabras que utilizaba, toda su planificación incluía objetivos específicos tanto para el equipo como para los individuos. De este modo, dentro de un solo entrenamiento Wooden podía incluir una gran cantidad de ejercicios baloncestísticos y, además, transmitir información precisamente en momentos cruciales para el aprendizaje de sus alumnos». Para los dos psicólogos la imagen se enfocó gradualmente: lo que convertía a Wooden en un gran entrenador no era el elogio o la reprobación; tampoco lo eran sus palabras de ánimo. Su habilidad residía en el continuo disparar de su ametralladora de información específica: «Esto, no aquello. Aquí, no allí». Sus gestos y palabras actuaban como impulsos breves y contundentes que mostraban a sus jugadores la forma correcta de hacer algo. Él veía y corregía los errores, perfeccionaba los circuitos; era un instructor Link hecho persona. Es posible que Wooden no supiera nada acerca de la mielina, pero como todos los maestros instructores era profundamente consciente de la importancia de la forma en que actuaba. Enseñaba determinados movimientos por fragmentos, empleando para ello lo que llamaba el «método de la parte del todo»: mostraba a sus jugadores el movimiento completo, y luego lo dividía para trabajar en sus acciones básicas. Wooden formulaba sus propias leyes del aprendizaje, que podrían ser rebautizadas como leyes de la mielina: explicación, demostración, imitación, corrección y repetición. «No busquéis una mejora grande y rápida. Buscad la mejora Página | 104 pequeña, día a día. Ésa es la única manera en que se produce y, cuando llega, permanece», escribió en Wooden. «La importancia de la repetición hasta conseguir la automaticidad no puede exagerarse», lo citan en You Haven't Taught Until They Have Learned, un libro del que son autores Gallimore y Sven Nater, ex jugador de Wooden. «La repetición es la clave del aprendizaje.» La mayoría de la gente considera que el éxito de Wooden es fruto de su carácter humilde, reflexivo e inspirador. Sin embargo, Gallimore y Tharp demostraron que las victorias no eran producto del carácter de Wooden, sino de los entrenamientos centrados en el error, bien planificados y ricos en información que su carácter le llevó a crear. De hecho, fue el compromiso de Wooden con este método de aprendizaje lo que lo empujó a participar en el experimento de Gallimore y Tharp. Tal como explicó más tarde, Wooden esperaba poder utilizar esa experiencia para mejorar los defectos que se detectaran en su entrenamiento. El secreto del mago resultó ser el mismo que descubrieron los artistas del Renacimiento y los Z‐ Boys: cuanto más intensa es tu práctica, más mejoras. Aquel otoño, Gallimore y Tharp regresaron al PETK y comenzaron a aplicar todo lo que habían aprendido. Le prestaron una atención diferente a la planificación y a la información: combinaban el elogio con woodens; demostraban y explicaban; hablaban con frases cortas e imperativas. También continuaron aplicando los resultados de nuevas investigaciones, entre ellos los de una serie de pesquisas con enfoque cultural. «Abordamos nuestro trabajo de una manera diferente ‐comenta Gallimore‐. Comenzamos a pensar en nuestro programa planteándonos ¿qué haría John Wooden?» Aquel año, PETK comenzó a despegar. Los índices de lectura subieron, la comprensión de textos mejoró y la escuela, que estaba muy rezagada con respecto a la media nacional en las puntuaciones de los exámenes estandarizados, comenzó muy pronto a superada por un buen margen. En 1993, el trabajo de Gallimore y Tharp en PETK recibió el premio Grawemeyer, uno de los galardones más importantes en el campo de la educación. Su éxito también quedó reflejado en su libro, Rousing Minds to Life. «No podemos afirmar que John Wooden hiciera funcionar la escuela, porque en este asunto intervinieron muchas otras dimensiones ‐escribe en él Gallimore‐ pero hay que reconocer que merece gran parte del mérito.» No obstante, y a pesar de la brillantez de Wooden, no podemos decir que las circunstancias en las que trabaja sean las habituales: sus jugadores llegan a UCLA con un alto grado de habilidad y una enorme motivación y Wooden cuenta con vastos recursos y con el apoyo necesario. Su historia nos lleva a formularnos otra pregunta: ¿qué pasa con los entrenadores que viven en el mundo normal? ¿Qué clase de preparación funciona mejor cuando los estudiantes están comenzando, cuando no han sido seleccionados por tener una habilidad especial, cuando el sistema de circuitos aún no existe? O, por formular la pregunta en términos que son más comunes en la vida diaria, ¿qué es lo que hace que un profesor de piano sea bueno? Página | 105 Entrenar el amor Es algo de sentido común: si quieres iniciar a un niño en una nueva habilidad debes buscar al mejor profesor, al más parecido a John Wooden que encuentres, ¿verdad? No tienes por qué. Esta cuestión quedó perfectamente demostrada a comienzos de los años ochenta del pasado siglo cuando un equipo de investigadores de la Universidad de Chicago, dirigido por el doctor Benjamin Blomm, llevó a cabo un estudio con 120 pianistas, nadadores, tenistas, matemáticos, neurólogos y escultores de fama mundial. El equipo de Bloom los examinó a todos según una serie de parámetros entre los cuales se incluían a su nivel de exposición previa al campo de actividad que habían elegido y su educación al respecto. Fue entonces cuando surgió la duda: ¿por qué tantos talentos de nivel mundial, particularmente en el piano, la natación y el tenis, iniciaron su andadura de la mano de unos profesores tan corrientes? Por ejemplo, a los virtuosos del piano se les pidió que eligiesen la opción que mejor describía a su primer profesor: «muy bueno» (que significaba que el profesor era un instructor profesional altamente considerado), «mejor que la media» (tenía una buena preparación y un mayor conocimiento que un profesor de música cualquiera) o «corrientes» (el 62 por ciento) o «mejores que la media» (el 24 por cierto). Este patrón se repetía en la natación y el tenis (los neurólogos y los matemáticos hacían recibido su primera instrucción en la escuela, un lugar que no está sujeto a la misma variable de elección de profesor; los escultores de clase mundial, por su parte, no habían recibido ningún tipo de instrucción inicial). La inmensa mayoría de pianistas, tenistas y nadadores, habían elegido a su primer profesor por la sencilla razón de que vivía en el mismo barrio que ellos. Podría pensarse que el profesor medio fue reemplazado rápidamente por alguien más preparado, pero ése tampoco fue el caso. Los pianistas de Bloom, por ejemplo, estudiaron con el mismo profesor durante cinco o seis años. Desde un punto de vista científico, era como si los investigadores hubiesen rastreado el linaje de los cisnes más bellos del mundo hasta llegar a una bandada de pollos de corral. El estudio lo expresó de manera concisa: «Los primeros profesores se eligieron sobre todo gracias al azar de la proximidad y la disponibilidad». ¿Azar? ¿No se supone que Wooden, Jensen, Preobrazhenskaya y los demás susurradores de talento han alcanzado el éxito precisamente porque sus habilidades representan lo contrario del azar? A primera vista, el estudio de Bloom parece dejar dos opciones posibles: 1) el talento de primera categoría es un don genético que trasciende la enseñanza; 2) aquí ocurre algo que aún no sabemos. La ciudad en la que vivo con mi familia (tiene una población de aproximadamente 5000 habitantes) es una especie de semillero musical (hay que entretenerse durante los largos inviernos). Hay varios profesores de primer nivel con impresionantes credenciales académicas obtenidas en instituciones de enorme prestigio. Además, desde hace un tiempo contamos con una nueva escuela de música que es realmente estupenda. Sin embargo, cuando mi esposa y yo decidimos inscribir a nuestros hijos para que recibieran clases de piano, nos derivaron hacia alguien totalmente inesperado: una mujer mayor y menuda que daba clases en una casita construida al lado de la caravana e instalada junto a un arroyo. Su nombre es Mary Epperson. Página | 106 Tiene ochenta y seis años, mide un metro cincuenta, su pelo es blanco y grueso y sus ojos, oscuros y penetrantes, expresan curiosidad y asombro. Su voz es musical, y tiene la capacidad de convertir determinadas palabras en breves y placenteras canciones o en susurros de conspirativa seriedad. No suele establecer conversaciones triviales, más bien al contrario, mantiene charlas previas en su mente que entreteje como si fuesen una miríada de hebras, y dispara sus conclusiones a su interlocutor con cierta brusquedad. Mary comienza la mayoría de sus charlas con la frase: «Bien, cuénteme». Si eres un niño que visita a la señorita Mary para recibir una clase de piano, esto es lo que ocurre: primero se muestra extremadamente contenta de verte; se le ilumina la cara como si fuera un árbol de Navidad; luego inicia una breve conversación acerca de lo que está pasando en tu vida y en la de ella; lo recuerda todo, por supuesto: la acampada, el examen de inglés, la bicicleta nueva; asiente gravemente ante las cuestiones importantes y se echa a reír ante aquellas que le resultan divertidas; aunque seas un niño, te mira como si fueras un adulto en miniatura y no se intimida ante las verdades incómodas. Por ejemplo, en una ocasión la señorita Mary le preguntó a mi padre si alguna vez había tocado un instrumento. Él le dijo que lo había intentado, pero que no tenía talento natural para la música. «No tuvo paciencia, quiere decir», fue la amable respuesta de la señorita Mary. Después comienza la clase. En líneas generales, se trata de la rutina habitual: se tocan canciones, se cometen errores, se sugieren formas de mejorar, se hacen recordatorios, se pegan post‐its en la parte superior de las páginas, etcétera. Pero a nivel emocional se está produciendo algo completamente diferente: cada interacción vibra con el interés y la emoción de la señorita Mary. Conseguir una posición más adecuada de la mano implica que recibirás una vibrante sacudida de elogio; tocar algo de forma incorrecta conlleva un «lo siento» y una amable petición de que vuelvas a tocarlo; otra vez; y quizá una vez más; cuando por fin tocas algo correctamente, provocas una cálida demostración de alegría. Al acabar la clase, te regala una chocolatina envuelta en papel metalizado, te despides y dices: «Gracias por enseñarme» y la señorita Mary se inclina levemente y responde con solemnidad: «Gracias por aprender». Pensé en esta profesora cuando leí las descripciones de los primeros profesores de piano clasificados como «corrientes» en el estudio de Bloom. «Era realmente genial con los niños pequeños.» «Era muy amable, muy agradable.» «Le gustaba trabajar con niños y era muy agradable, me caía bien.» «Era muy bueno con los muchachos, se llevaban bien y tenía una buena compenetración con ellos.» «Era enormemente paciente y no demasiado exigente.» «Llevaba una gran cesta de chocolatinas Hershey y de estrellas doradas para premiarnos cuando tocábamos bien. Yo estaba loco por esa mujer.» «Ir a clases de piano era todo un acontecimiento para mí. » Las personas a las que se refieren estos comentarios no son profesores corrientes; tampoco lo es Mary Epperson. Tal como descubrieron Bloom y sus investigadores, se trata de gente que Página | 107 simplemente está disfrazada de «profesor corriente». En realidad, enseñan algo que no solemos tener en cuenta a la hora de medir la habilidad para enseñar: producen la ignición, enseñan amor. Como lo resumió Bloom en su estudio: «El objetivo de esta primera fase del aprendizaje parece ser implicar, cautivar, atrapar al alumno y conseguir que necesite y desee más información y habilidad.» No es fácil que te guste tocar el piano: hay un montón de teclas, un montón de dedos y un número infinito de errores que se cometerán inevitablemente. Sin embargo, estos profesores tienen la rara capacidad de lograr que el trabajo sea deseable y divertido. Las conclusiones del estudio dicen: «Quizá la virtud más importante de estos profesores sea conseguir que el aprendizaje inicial sea muy agradable y gratificante. Gran parte de la introducción a este campo se llevaba a cabo como si se tratara de una actividad festiva. El aprendizaje en esta etapa era muy parecido a un juego. Los profesores aportaban mucho refuerzo positivo y en muy raras ocasiones criticaban al niño. No obstante, fijaban estándares y esperaban que el alumno progresara, pero el proceso se realizaba por medio de elogios y muestras de aprobación.» Si Gallimore y Tharp tuviesen que llevar a cabo un estudio dentro del diminuto habitáculo de la señorita Mary, encontrarían una corriente de señales fluida, signos lo bastante ricos como para rivalizar con los que se proporcionaban en la pista de baloncesto de Pauley Pavilion. No es casualidad: John Wooden se centra en la parte de la práctica intensa que tiene que ver con el mecanismo de creación del talento, habla el lenguaje de la información y la corrección, perfecciona los circuitos; la señorita Mary, por su parte, es toda ignición y emplea señales emocionales para llenar los tanques del amor y la motivación de combustible. Ambos tienen éxito porque los dos son espejos de diferentes claves del talento. Si tuviésemos que transcribir esas claves, obtendríamos algo así: práctica intensa + ignición = circuitos de habilidad. Sin embargo, mientras que la mielina puede contarse en envolturas y horas, los casos que acabamos de comentar nos demuestran que ser buen maestro es una cualidad mucho más evanescente, mucho más arte que ciencia. Se da en el espacio entre dos personas, en el juego cálido y complicado del lenguaje, el gesto y la expresión. Para entender mejor cómo funciona este proceso, retrocederemos con la cámara y echaremos una mirada más amplia a las características que comparten los grandes maestros. Página | 108 2 EL CIRCUITO DE LA ENSEÑANZA Un maestro afecta a la eternidad; no puede saber dónde termina su influencia. HENRY BROOKS ADAMS Las cuatro virtudes de los maestros instructores Ser un buen maestro es una habilidad como cualquier otra, pero parece magia. Se trata de una combinación de destrezas, de un conjunto de circuitos mielinizados que se elaboran a través de la práctica intensa. Ron Gallimore, distinguido profesor emérito de UCLA, tiene una manera muy adecuada de describir esta habilidad: «Los grandes maestros se concentran en lo que el alumno hace o dice y son capaces, al poseer un conocimiento profundo de la materia de estudio, de ver y reconocer los esfuerzos torpes, vacilantes e inarticulados del estudiante que trata de alcanzar la maestría. Luego se conectan con ellos a través de un mensaje específico». Las palabras clave de esta oración son «conocimiento», «reconocer» y «conectar». Lo que Gallimore dice, y lo que Jensen, Wooden y la señorita Mary demuestran, nos conduce de nuevo a nuestra tesis: la habilidad es un aislamiento celular que envuelve los circuitos neuronales y que se desarrolla como respuesta a determinadas señales. Los maestros instructores representan, literalmente hablando, el sistema humano de entrega del conjunto de señales que alimenta y dirige el crecimiento de un determinado circuito neuronal. Esas señales son las que le dicen al circuito con absoluta claridad que se encienda aquí y no allá. El proceso de instrucción es una conversación larga e íntima, un intercambio de señales y respuestas que se dirige hacia una meta común. La verdadera habilidad de un instructor no consiste en poseer una sabiduría de aplicación universal que pueda comunicar a todo el mundo, sino en ser lo suficientemente flexible como para localizar los límites de las habilidades de cada estudiante y enviar las señales adecuadas para que los circuitos se activen una y otra vez hacia la meta correcta. Como sucede con cualquier habilidad compleja, se trata en realidad de una combinación de varias cualidades diferentes, lo que yo he llamado «las cuatro virtudes». Página | 109 I. La matriz Los instructores y maestros que conocí en los semilleros de talento eran, por lo general, personas mayores; más de la mitad de ellos tenían entre sesenta y setenta años. Todos habían dedicado varias décadas de sus vidas a aprender la forma de enseñar o instruir a los demás. No es una coincidencia, es un pre‐requisito, ya que constituye la parte más esencial de sus habilidades: su matriz. «Matriz» es la palabra que emplea Gallimore para describir la vasta red de conocimientos que distingue a los mejores maestros y que les permite responder de manera creativa y eficaz a los esfuerzos del alumno. Lo explica de la siguiente manera: «Un gran maestro siempre posee la capacidad de profundizar aún más; de estimar el aprendizaje que es capaz de llevar a cabo un alumno e ir a por ese nivel. Se profundiza cada vez más porque el maestro puede presentar el material de maneras muy diversas y porque puede hacer un número infinito de conexiones». Los años de trabajo contribuyen a mielinizar el sistema de circuitos de un maestro instructor, que es una misteriosa amalgama de conocimiento técnico, estrategia, experiencia e instinto. Están listos para su uso inmediato, que es localizar y comprender dónde están los alumnos y a dónde necesitan ir. En resumen, la matriz es la aplicación estrella del maestro instructor. En seguida veremos cómo funciona la matriz; por ahora, debemos centrarnos en que la gente no nace con ese conocimiento profundo, sino que se desarrolla a lo largo del tiempo mediante la misma combinación de ignición y práctica intensa que cualquier otra habilidad37. Uno no se convierte en maestro instructor por casualidad. Muchos de los entrenadores que conocí compartían un rasgo biográfico: anteriormente habían sido talentos prometedores en sus respectivos campos, habían fracasado y habían tratado de descubrir por qué. Un buen ejemplo es Linda Septien, nacida en Louisiana, y fundadora del Septien Vocal Studios en DalIas (Texas). Se trata de una mujer de cincuenta y cuatro años, bronceada y de aspecto juvenil, que muestra una clara tendencia a usar chándales ceñidos y zapatillas metalizadas. Posee una exuberancia natural que le permite volar por encima de aquellos obstáculos que impedirían el avance de la mayoría de las personas. Esta característica se manifiesta en su forma de hablar (rápida, directa, enfatizando las palabras clave), de conducir su BMW (diecisiete multas por exceso de velocidad sólo el año pasado, me informa), y también en la forma en que enfoca los altibajos de la vida. Durante nuestra primera conversación en su estudio, Linda me contó que el año anterior su casa se había incendiado. Como se encargara de recordarnos Anders Ericsson, habitualmente se requiere un aprendizaje de unas 10 000 37 horas para alcanzar un estatus de nivel mundial. ¿Por qué, entonces, los maestros instructores tienden a ser personas mayores? Tal vez fue sólo el azar o quizá tenía que ver con la posición Página | 110 ‐¿Un incendio muy grave? ‐pregunté. ‐Yo no estaba allí, pero mis vecinos me comentaron que las explosiones fueron muy grandes y que finalmente el barco estalló ‐contestó‐o Se necesitaron seis camiones de bomberos para extinguido. Lo perdí todo: piano, pasaporte, ropa, fotografías, cepillo de dientes, todo quedó convertido en cenizas. Mi cacatúa, Cleo, quedó un poco chamuscada, pero consiguió salvarse. La verdad, me hubiese gustado que no lo hiciera, es un bicharraco muy estridente. No le di importancia a las pérdidas materiales, pero sí me molestó perder el tiempo; es precioso para mí. El año pasado, mientras reconstruían la casa, tuve que mudarme seis veces, lo cual no es muy divertido, ¿pero sabe qué? ‐Linda me regaló una sonrisa franca y deslumbrante‐o Ahora mi casa me gusta más, de verdad. Por lo que se ve a Linda se le dan bien las reconstrucciones. Cuando tenía poco más de veinte años, disfrutó de una carrera de éxito como cantante de ópera en la Orquesta Sinfónica de Nueva Orleans y en varias compañías de ópera ambulantes; estaba casada con un famoso jugador de fútbol americano, el pateador de los Cowboys de DalIas José Rafael Septien. Sin embargo, cuando se acercaba a la treintena, su carrera operística se atascó, al igual que su matrimonio (ella califica a su ex esposo de «patológicamente infiel»). En 1984, cuando estaba embarazada de su primer hijo y a punto de separarse de su esposo, viajó a Nashville con la idea de pasarse de la música culta a la popular y grabar un disco de gospel. Acudió a una audición con un grupo de productores discográficos; cantó I'm a Miracle, Lord y le salió bien. O al menos eso fue lo que Linda pensó. ‐Canté maravillosamente, no fallé ni una sola nota ‐me contó‐. Cuando terminé, los productores se quedaron sentados, en silencio. Pensé: «Los he dejado asombrados, saben que soy genial». Entonces me dijeron la verdad: y era horrible, espantosa. A ellos no les importaban nada las notas, les importaba el sentimiento, y yo no transmitía ninguno: ni pasión, ni historia. Era una cantante clásica y no tenía ni idea de cómo vender una canción. No puedo expresar cuánto me afectó ese juicio. Yo pensaba que era buena, realmente buena, que tenía talento y, de repente, un grupo de tíos me dijo sin pelos en la lengua que apestaba. Y tenían razón: apestaba. Me enfurecí y, a la vez, empecé a sentir una gran curiosidad: quería descubrir cómo hacerlo bien. Linda Septien pasó los siguientes meses cuidando de su hijo recién nacido y analizando las actuaciones de las grandes estrellas de la música pop: Tom Jones, los Rolling Stones, U2. Tomaba notas, estudiaba cómo cantaban, cómo se movían, y cómo hablaban. Garabateaba en servilletas y programas, y guardaba sus hallazgos en una gran carpeta de tres anillas. Se acercó a la música pop como si fuese una estudiante de medicina: diseccionando sus diversos sistemas. ¿Cómo manejaba Tom Jones la respiración cuando cantaba Delilah? ¿Cómo utilizaba Bono el movimiento para transmitir emoción en sus canciones? ¿Qué era lo que hacía que las letras minimalistas de Willie Nelson fuesen tan convincentes? También observaba al público, tanto como a los artistas, «para ver qué era lo que realmente los emocionaba». Página | 111 A pesar de todo ese trabajo, la carrera de Linda como cantante no consiguió despegar durante los años que siguieron. Se ganó la vida vendiendo propiedades inmobiliarias, trabajando como modelo y, ocasionalmente, impartiendo clases de canto clásico a domicilio. Cuando las actuaciones de jóvenes como Debbie Gibson y Tiffany comenzaron tener éxito a comienzos de la década de 1990, Linda se dio cuenta de que había un número creciente de muchachos que ya no estaban interesados en la música clásica: querían ser estrellas del popo «No era una gran profesora ‐admitió Linda‐, es que era el único anuncio de clases vocales de las Páginas Amarillas de Dallas. Aun así me dije, ¿por qué no? Conocía la música pop, sólo tenía que encontrar la manera de transmitir ese conocimiento.» Al principio, Linda enseñaba pop de la misma manera en que ella había aprendido a cantar música clásica: pedía a los alumnos que siguieran los principios básicos, pero ese método no funcionaba. ‐Entonces cambié rápidamente y enfoqué más mi trabajo hacia el artista. Me di cuenta de que tenía que descubrir qué era lo que funcionaba para cada alumno y luego conectar eso con lo que funcionaba para la música pop. No existía ningún sistema que me explicara cómo hacerlo, de modo que me inventé uno. Linda buscó en su carpeta de apuntes y, durante los años siguientes, creó un plan de estudios que aplicaba el rigor y la estructura de la formación clásica al mundo de la música pop: utilizó canciones de Whitney Houston para los ejercicios de escalas y desarrolló programas de entrenamiento del diafragma, el oído y la interpretación de scat38, Al igual que habían hecho Feinrerg y Levin en las escuelas PCP, Linda experimentaba de manera continua con nuevos enfoques, descartaba los que no eran válidos y volvía a intentado con otros. Hizo de las apariciones en el escenario un elemento central de su método, de ahí que concertara actuaciones para sus alumnos en centros comerciales, escuelas y ferias. Les pedía que escribiesen sus propias canciones y contrataba a compositores profesionales para que les enseñasen a hacerlo. Con el paso de los años, la matriz de su conocimiento se expandió, sobre todo a partir de 1991, cuando una niña de once años llamada Jessica Simpson se presentó en el estudio de Linda Septien para que le diera clases. ‐Cantó Amazing Grace ‐recordó Linda‐. Tenía una personalidad contagiosa, era muy dulce pero dolorosamente tímida sobre el escenario. Además, su voz necesitaba mucho trabajo: era hermosa, pero era una voz de iglesia (lo cual tenía sentido, ya que su padre era pastor de la iglesia Baptista). Tenía un gran vibrato (Linda hace una demostración y llena la oficina con un sonido espectacular). No puedes cantar música pop con vibrato. ¿Ha visto alguna vez un par de cuerdas vocales? Son de color rosado y tienen forma de V; son músculos, simplemente. El vibrato me llevó a pensar que las cuerdas vocales de Jessica eran demasiado largas, de modo que tuvimos que trabajar para tensarlas, como si se tratara de las cuerdas de una guitarra. 38 En la música jazz, scat es un tipo de improvisación vocal que generalmente incluye palabras y sílabas sin sentido y convierte la voz en un instrumento más. El scat da la posibilidad de crear melodías y ritmos improvisados. Ejemplos: skoobie‐doobie, bee‐bop‐a‐lula, bcop‐boop‐a‐doop, etcétera. (N. del t.) Página | 112 »El otro problema de Jessica era que no tenía sentimiento o expresión; no demostraba ninguna conexión con la emoción de la gente, igual que yo cuando comencé. También trabajamos mucho ese aspecto, los gestos, los movimientos, la complicidad con el público; es algo que requiere mucha habilidad. Los espectadores son como un gran animal, y tienes que aprender a controlarlo y conseguir que jadee pidiendo más. Tu voz puede ser increíble, pero si no consigues conectar con el público, no te sirve de nada. Pero Jessica era una gran trabajadora, se dedicó en cuerpo y alma a conseguirlo. Tardaron dos años en solucionar el problema del vibrato y unos pocos más en que Jessica aprendiera a moverse sobre un escenario. Cuando cumplió dieciséis años, después de cinco de duro trabajo con Linda Septien, Simpson consiguió un contrato de grabación. Tres años más tarde publicó un álbum que ha vendido 3,5 millones de copias y le ha proporcionado un disco de platino por I Wanna Lave You Forever. A Jessica Simpson la consideraron un descubrimiento fortuito, un éxito que se había producido de la noche a la mañana. Estos calificativos aún hoy siguen divirtiendo a Linda. ‐Todo el mundo decía que Jessica no era más que una chica de Texas que se había dedicado a cantar en el coro de su iglesia. Es ridículo. Esa chica trabajó para convertirse en la cantante que es ahora. También dijeron que Kelly Clarkson (la ganadora del famoso concurso «American Idol», la versión estadounidense de «Operación Triunfo») era camarera y nunca había cantado antes. ¿Camarera? ¿Cómo dices? Kelly Clarkson era una cantante, todos conocíamos a Kelly Clarkson. Tenía preparación y había hincado los codos como todos los demás. Venía del mismo sitio del que venía Jessica. Esto no es magia, por el amor de Dios. Después del éxito de Jessica Simpson, una cosa llevó a la otra. Muy pronto, Linda Septien empezó a trabajar con Beyoncé Rowles, Ryan Cabrera y varios finalistas del concurso «American Idol». En un solo día en su estudio, escuché cantar a gente de High School Musical, a Barbey & Friends y a media docena de insignificantes Christinas Aguilera. Septien se embarcó en una gira para conseguir inversores que aportasen cien millones de dólares. Así pudo expandir la escuela hasta alcanzar lo que su asesor financiero denominó «el Gap39 de las escuelas de música». Además, ahora su matriz está completa: tal como lo expresa Linda «alguien puede entrar por esa puerta y sabré cómo es en veinte segundos». ‐No hay nada que no haya tenido en cuenta, nada con lo que puedas sorprenderla ‐dice Sarah Alexander, una ex abogada convertida en artista que ha trabajado con Linda Septien‐. Sabe lo que mis cuerdas vocales están haciendo en todo momento y cómo podrían mejorar su rendimiento. Linda siempre tiene una explicación que hace que el problema sea subsanable, cuida muy bien de los detalles. La marca de ropa Gap emplea a más de 150000 personas y posee más de 3000 tiendas en varios países. Es un 39 importante minorista en Estados Unidos, cuya sede está en San Francisco. (N. del t.) Página | 113 ‐La gente ve el espectáculo, el montaje que se produce en el escenario y olvidan que las cuerdas vocales son sólo músculos ‐comenta Linda‐. Sólo músculos. El esfuerzo que he hecho para ganarme la vida como profesora de canto es equivalente lo que les pido a los alumnos que hagan. He llegado hasta don estoy porque pongo mucho empeño en ello; no soy diferente a mis alumnos. Si te pasas una pila de años intentando conseguir algo con todo tu empeño, será mejor que lo consigas. Tendría que ser muy tonta para no lograrlo. II. Capacidad de percepción Los ojos son lo primero que te llama la atención de ellos. Normalmente son agudos, cálidos y se muestran en miradas largas, sin pestañeas. Varios maestros me revelaron que entrenan ojos para que sean como cámaras y perciban todo lo que ocurre a su alrededor. Aunque la mirada puede ser amistosa, no se trata tanto de amistad como de información, de descifrar a quién tienen delante. Cuando Gallimore y Tharp estudiaron a John Wooden en 1974, se sorprendieron al descubrir que éste distribuía los elogios y las críticas de forma desigual, es decir, que determinados jugadores recibían numerosos elogios y otros muchas críticas. Wooden se mostraba transparente frente a este fenómeno: todos los años, en el transcurso de la pretemporada que celebraba el equipo, Wooden les decía: «No pienso trataros a todos de la misma manera. Daros el mismo tratamiento no tiene ningún sentido porque todos sois diferentes. El buen Señor, en su infinita sabiduría, no hizo a todos los seres humanos iguales; por suerte, porque si no, éste sería sin duda un mundo muy aburrido, ¿no creéis? Sois diferentes unos de otros en altura, peso, educación, inteligencia, talento y muchas otras cosas. Cada uno de vosotros merece el tratamiento individual más adecuado y yo seré quién decida cómo trataros». Casi todos los maestros instructores que conocí seguían la regla de Wooden. Intentaban conocer todo lo posible sobre cada uno de sus estudiantes para así poder personalizar sus comunicaciones y adaptadas a los parámetros más significativos de sus vidas. El entrenador de fútbol Tom Martínez, a quien conoceremos más tarde, ofrece una metáfora muy gráfica de este proceso. ‐La vida de todo el mundo es un bol lleno de crema batida y de mierda. Mi trabajo consiste en igualar ambas cosas ‐dice‐. Si un chico tiene un montón de mierda en su vida, tendré que batir un poco de crema. Si la vida de un chico es pura crema batida, entonces tendré que añadir un poco de mierda. Para conseguir ese equilibrio, los entrenadores que conocí hacían dos cosas: primero, a nivel «macro», se acercaban a los estudiantes nuevos con la curiosidad de un periodista de investigación. Buscaban detalles de sus vidas personales, averiguaban cosas acerca de la familia, los ingresos, las relaciones y su motivación; segundo, en el nivel «micro», controlaban constantemente la reacción ante su forma de entrenar, comprobaban si sus estudiantes captaban o no sus palabras. El ritmo que esta estrategia imponía en el discurso resultaba revelador: los entrenadores suministraban un fragmento de información, luego hacían una Página | 114 pausa y miraban fijamente al interlocutor como si estuviesen observando a un animal furioso a punto de atacarlos. Tal como lo expresó Linda Septien: ‐Estoy comprobándolo todo continuamente porque necesito saber cuándo no saben. ‐Los maestros escuchan a muchos niveles ‐afirma Gallimore‐. Utilizan sus palabras y conductas como un instrumento que hace que el estudiante avance. III. El reflejo GPS ‐Tienes que proporcionarles mucha información ‐comenta Robert Lansdorp, el entrenador de tenis‐o Tienes que sacudirles, y luego sacudirles un poco más. Sacudir es una palabra muy apropiada, ya que la mayoría de los maestros instructores suministran la información a sus estudiantes a través de una serie de estallidos breves, intensos y de alta definición. Los que conocí nunca empezaban sus intervenciones con «por favor», «podríais», «creéis que» o «qué os parece». Al contrario, hablaban con frases cortas e imperativas: «Ahora haced X» era la construcción más habitual, el «podríais» se dejaba implícito. Las directrices no eran dictatoriales en cuanto al tono (por lo general), sino que se transmitían de un modo aséptico y urgente, como si las emitiera una apremiante unidad GPS que los guiara a través de un laberinto de calles en una gran ciudad: «Gire a la izquierda, gire a la derecha, siga recto, ha llegado a su destino». Por ejemplo, he aquí la transcripción de tres minutos de trabajo de Linda Septien con Kacie Lynch, de once años, sobre una canción titulada Mirror, Mirror. Puede parecer un monólogo, pero, como cualquier forma de entrenamiento, se trata en realidad de una conversación: las intervenciones de Kacie eran cantadas, mientras que las de Linda eran casi siempre habladas. (Kacie canta.) LINDA: Muy bien, es una canción bailable, no es bonita, tampoco es una balada potente. Se mueve de prisa, de modo que debes moverte de prisa. Cántala como una trompeta. (Kacie canta.) LINDA: Añade un scat en cada uno de los finales. Cántala así: (canta). (Kacie canta.) LINDA: Apaga un poco el final, debe sonar como un globo que pierde aire. (Kacie canta.) LINDA: Usa el diafragma, no la cara; mantén la lengua tensa para conseguir un sonido más claro. (Kacie canta.) Página | 115 LINDA: Mueve las mejillas hacia atrás en los scats ... casi ... casi ... eso es. (Kacie canta.) LINDA: Usa los músculos de la mandíbula, los dejas blanditos. Eso es. (Kacie acaba la canción.) LINDA: Ha estado bien, pero creo que puedes hacerlo mejor. KACIE (asintiendo): Ajá. LINDA: Ahora tienes que practicar mucho, mucho, mucho mucho. KACIE: De acuerdo. Éste es el reflejo GPS de Linda Septien en acción: produce una serie de directivas vívidas o inmediatas que bombardean el circuito de la habilidad que el estudiante está practicando y que lo guían en la dirección correcta. Durante una canción de tres minutos, Linda Septien envió las siguientes señales: El objetivo / sentimiento que transmite la canción de forma global (es una canción bailable... como una trompeta»). El objetivo / sentimiento que transmiten determinadas secciones («como un globo», «canta así»). Los movimientos físicos específicos que se necesitan para alcanzar determinadas notas («mejillas hacia atrás», «lengua más tensa», «músculos de la mandíbula»). Motivación («puedes hacerlo mejor», «tienes que practicar mucho»). Linda Septien fue concisa: localizó los errores y las soluciones de un solo golpe. Realzó los momentos en los que Kacie alcanzó el punto deseado («eso es»). Podemos ver, entonces, que la auténtica habilidad de Linda Septien no es su matriz de conocimiento, sino su capacidad de establecer conexiones instantáneas entre esa matriz y los esfuerzos de Kacie: une el lugar donde se encuentra Kacie con acciones que la llevarán a donde debe ir40. «Paciencia» es una palabra que todos utilizamos para describir las acciones de los grandes maestros, pero lo que yo vi no era paciencia exactamente, era algo más parecido a una impaciencia experimental, estructural. Los profesores que conocí cambiaban constantemente sus estrategias: si A no funcionaba, intentaban B y C; si fallaban, el resto del alfabeto estaba listo para utilizarse. Lo que desde fuera parecía una repetición paciente, era en realidad una serie de variaciones sutiles: cada una era un encendido diferente, cada una desencadenaba una nueva y provechosa combinación de errores y correcciones. El método debe de funcionar: pocos meses después de recibir esta clase, Kacie firmó un contrato discográfico con 40 Universal Records. Página | 116 De todas las frases que escuché durante los entrenamientos de los semilleros de talento, una resultó ser común a todos ellos. Era: «Bien. De acuerdo, ahora haced... »; Estas palabras tendían a emplearse cuando un estudiante conseguía dominar un movimiento o una técnica nuevos. Tan pronto como lograban la meta propuesta (cantar una nota, golpear una pelota), el entrenador fijaba una nueva dificultad. «Bien. De acuerdo, ahora hazlo más rápido. Ahora hazlo con armonía.» Los pequeños éxitos no eran paradas, sino escalones para seguir progresando. ‐Una de las cosas más importantes que he aprendido con el paso de los años es que debo empujar a mis alumnos ‐asevera Linda Septien‐. En cuanto llegan a un nuevo punto, incluso aunque aún se sientan inseguros, los empujo al siguiente nivel. ‐Pulsar los botones, pulsar los botones, pulsar los botones y ver hasta dónde puedes llegar ‐ dice Lansdorp‐. La mente es algo muy práctico. ¡Es fantástico! IV. Honestidad teatral Muchos de los entrenadores que conocí durante mi investigación tenían un aspecto un tanto teatral. Robert Lansdorp, por ejemplo, usaba un sombrero blanco como la nieve y una chaqueta de cuero negra. Además, hablaba con tono de barítono al estilo Sinatra. Los llamativos atuendo s de Linda Septien y su inmaculado peinado recordaban a una estrella de Hollywood; Larisa Preobrazhenskaya (que se había formado como actriz) estaba muy favorecida con el estilo de Gloria Swanson: se envolvía la cabeza con turbantes y pañuelos y usaba chándales de un blanco impoluto. Tenía la capacidad de pasar de una mirada helada tipo Nikita Jrushov a una cálida sonrisa en un abrir y cerrar de ojos. Lansdorp exhibía con júbilo evidente los diferentes rasgos de personalidad que asumía. ‐Soy un farsante total ‐afirma‐. Elevo el tono de voz, lo bajo, hago preguntas, me imagino cómo reaccionan los estudiantes, y mil cosas más. A veces soy malo y duro; a veces, tolerante y flexible. Depende de lo que funcione con cada chico en particular. Se podría concluir que, siguiendo este modelo, los grandes instructores se basan en artificios para lograr sus fines. Sin embargo, cuanto más los veía trabajar, más evidente me parecía que el teatro y el personaje eran herramientas fundamentales que empleaban para revelar al estudiante la verdad sobre su habilidad. Según Ron Gallimore, la honestidad es uno de los pilares fundamentales de la profesión de maestro, independientemente de que éste adopte diferentes personalidades. ‐Un profesor realmente bueno conecta con sus alumnos por lo que son como seres morales ‐ defiende‐. Existe una empatía, una ausencia de egoísmo: no estás tratando de decide al alumno algo que ya sabe, sino de que encuentre, a través de su propio esfuerzo, dónde debe establecer sus conexiones. Cuando mejor funciona esta característica, que podemos llamar honestidad teatral, es el momento en que los profesores están ejecutando su papel mielinizador más esencial: señalar los errores. Por ejemplo, analicemos una clase de matemáticas PCP impartida por Lolita jackson. Durante una hora cuarenta y cinco minutos, la profesora trabaja la clase como si fuera un experto ingeniero industrial: pequeños toques a las palancas, controla todos y cada uno de Página | 117 los movimientos con los instrumentos de su voz, su cuerpo, sus ojos. Tan pronto es cálida y alentadora, como te sorprende, para aterrorizarte después. En un momento en que yo estaba presente, se dio cuenta de que un alumno llamado Geraldo había calculado la circunferencia de un círculo aplicando la fórmula equivocada. ‐¿Por qué has multiplicado por cuatro? ‐preguntó ella con tono de incredulidad. Sus dedos golpeaban el papel como si fueran un cuchillo, parecía un testigo identificando a un criminal en una rueda de reconocimiento‐. El dos estaba ahí mismo. ¡Ahí mismo! Ahí es donde cometiste el error..., ahí mismo. ¡Ahí mismo! Se vuelve hacia la clase y la expresión de su rostro se vuelve súbitamente abierta y amistosa. La testigo del crimen desaparece y la reemplaza tu bondadosa tía. ‐¿Quién más se ha equivocado en eso? No seáis tímidos, me aseguraré de que no volváis a equivocaros cuando salgáis de aquí. A mitad de la clase, Lolita trae a colación el hecho de que otro estudiante, José, que ha trabajado mucho últimamente, ha obtenido una buena puntuación en un examen reciente. Se acerca a José y se queda junto a su pupitre. ‐¿Se lo has contado a tus padres? José asiente. ‐¿Les gustó la noticia? ¿Les gustó? ¿Seguirás por este camino hasta que acabe el año? ‐Sí, señorita Jackson ‐dice José. Ella lo mira fijamente. ‐¿Sabes qué, José? A mí no me gusta, no me gusta ‐dice. La clase contiene el aliento y la señorita Jackson se queda en silencio. Luego sus labios se abren en una amplia sonrisa. ‐No me gusta. ¡Me encanta! ¡Me encanta! ¡Me encanta! Todos los alumnos volvieron a hacer entonces el problema de la circunferencia. La primera vez el 80 por ciento de los chicos consiguió resolverlo correctamente. La segunda el 90, luego el 95 y, finalmente, el ciento por ciento de la clase, algo que celebraron con un gran aplauso colectivo. ‐¿Lo hemos entendido mejor? ¿Lo hemos entendido? ‐preguntó la señorita Jackson, para concluir‐o Es imposible que lo hayáis comprendido del todo; imposible, porque no hemos trabajado lo suficiente en ello. ¿Pero lo hemos entendido mejor? ¡Sí! ‐Conecto con ellos porque sé perfectamente por lo que están pasando ‐me confió Lolita más tarde‐. Yo fui a la universidad cuando mis hijos estaban en el instituto, de modo que he estado en ambos lados, conozco el mundo en el que viven. No son sólo las matemáticas; yo no enseño matemáticas, enseño la vida. Cada día es diferente y cada vez que te levantas, has recibido un regalo: el día está aquí. ¿Qué piensas hacer con él? Página | 118 Por qué el entrenamiento de fútbol es diferente de las prácticas de violín Si tenemos en cuenta cómo son los entrenadores que hemos conocido hasta ahora, podríamos identificar a los maestros instructores con un electricista muy ocupado: siempre están bombardeando a los estudiantes con preguntas y soldando las conexiones con mielina. A menudo actúan así, pero hay otros muchos momentos en los que permanecen en absoluto silencio. Consideremos por un momento la siguiente paradoja: tanto las academias de fútbol de Brasil como los programas de enseñanza de violín Suzuki desarrollan talentos de clase mundial. ¿Por qué, entonces, los entrenadores de fútbol brasileño hablan tan poco y los profesores de violín Suzuki hablan tanto? Los entrenamientos de fútbol sala que se realizan en Brasil son la esencia de la simplicidad: el entrenador comienza pidiendo que realicen unos cuantos ejercicios superficiales, luego separa al equipo en dos y les permite disputar un intenso partido. De un entrenamiento de dos horas, noventa minutos se dedican a escaramuzas durante las que el entrenador apenas si abre la boca. Eso sí, permanece atento a todo lo que sucede en el campo; ocasionalmente, sonríe, se echa a reír o dice «ooooooooooh» como haría un hincha ante una buena jugada, pero no entrena en el sentido habitual del término: no detiene el juego, enseña, elogia, critica o ejerce cualquier otro tipo de control en ese sentido. A primera vista, este enfoque tranquilo y relajado parece romper con los preceptos básicos de la mielina. ¿Cómo vas a construir la habilidad si no detienes la acción, suministras información, elogias y corriges? En el otro extremo del espectro se sitúan las clases de violín que siguen el método Suzuki. En ellas, los profesores controlan a los alumnos con precisión microscópica, de hecho, en algunos programas, no se permite al estudiante tocar una sola nota hasta que no ha dedicado varias semanas a aprender a sostener el arco y el violín; tal es el caso de Japón, donde a muchos estudiantes Suzuki no se les permite siquiera tocar el violín durante las primeras semanas: se les proporcionan cajas de zapatos con cuerdas para que practiquen la forma correcta de sostener el instrumento. Se trata, por tanto, del negativo fotográfico de los jugadores de fútbol de Brasil: es ciento por ciento estructura y cero interpretación libre. No obstante, a juzgar por los impresionantes resultados obtenidos, ambas técnicas de entrenamiento (o la aparente ausencia de ellas) funcionan extremadamente bien. ¿Por qué? La respuesta la encontramos al observar con detenimiento la naturaleza de los circuitos de habilidad que se están tratando de desarrollar. Cuando analizamos estas escenas desde el punto de vista de la mielina, parece que los dos entrenadores estuviesen dirigiendo prácticas diametralmente opuestas, pero en realidad ambos hacen justo lo que deben hacer los buenos entrenadores: ayudan a que el circuito correcto se dispare tan a menudo como sea posible. La diferencia radica en la propia naturaleza de los circuitos que cada uno tiene que desarrollar. Al igual que cualquier circuito eléctrico, los de habilidad presentan diferentes formas. Por ejemplo, imagina lo que ocurre en el interior del cerebro de un jugador de fútbol mientras avanza velozmente por el campo: los encendidos son variados, rápidos y cambian constantemente como respuesta a cada obstáculo que encuentran. El sistema de circuitos posee miles de opciones posibles que pueden encenderse y apagarse en una sucesión rápida y Página | 119 cambiante: ahora esto, esto, esto y aquello. La fluidez y la improvisación lo son todo: cuanto más rápido y flexible sea el circuito, mayor será la habilidad del jugador. Si el sistema de circuitos ideal para el fútbol se presentase como el plano de un electricista, tendría la apariencia de un enorme seto de enredaderas, de una vasta red de posibilidades interconectadas y accesibles que siempre conducen al mismo fin: Pelé driblando a sus rivales a través del terreno de juego. Ahora imagina el sistema de circuitos que se pone en funcionamiento cuando un violinista interpreta una sonata de Mozart: no es una maraña de improvisación, sino más bien una serie estrechamente definida de senderos destinados a crear (o, más precisamente, a recrear) un conjunto de movimientos. La uniformidad y la coherencia mandan cuando el violinista toca una cuerda en la menor, siempre debe ser una cuerda en la menor. Se trata de un circuito de precisión y estabilidad creado para servir de base a la que se puedan conectar otros modelos más complejos que son necesarios para crear música. Si el sistema de circuitos ideal para tocar el violín se representase también como el plano de un electricista, tendría el aspecto de un roble: un tronco sólido que crece recto y vertical, desplegando ramas hacia los dominios de la fluidez: Isaac Perlman desplazándose a través de elevadas bóvedas vegetales de semicorcheas. Durante los entrenamientos de fútbol sala «sin entrenador» en São Paulo, los circuitos de habilidad / flexibilidad de los juga‐dores se encienden con gran velocidad e intensidad. El juego sirve de cadena de montaje de, precisamente, los encuentros que los entrenadores quieren que los jugadores disputen. Además, los muchachos se benefician de un feedback instantáneo y vívido: cuando un movimiento no funciona, les quitan el balón y el resultado es la humillación; cuando el movimiento funciona, se produce el éxtasis del gol. Para los entrenadores, parar el juego para insistir en algún detalle técnico o elogiar a un jugador sería interrumpir el flujo de encendido atento, fallo y aprendizaje que fundamenta la práctica intensa del circuito flexible. Las lecciones que los jugadores aprenden por sí mismos son más importantes que cualquier cosa que pudiese decides el entrenador41. El violinista principiante representa el caso opuesto: su circuito necesita no sólo dispararse, sino echar a andar de manera correcta. El alto nivel de aporte energético que requiere cada ensayo es el reflejo de un hecho fisiológico: este circuito es fundamental, porque conformará el núcleo del tronco del roble. Las acciones del maestro forman una especie de espaldera que orienta el crecimiento de los árboles hacia el lugar correcto. Pero esto no implica que el proceso deba ser necesariamente solemne; los profesores de la escuela de música Suzuki que he conocido son personas encantadoras y carismáticas, capaces de convertir la acción de sostener una caja de zapatos con cuerdas en un juego divertido. 41 También es mucho más divertido, una cuestión que no se le escapa a Fernando, el hijo veinteañero de Emilio Miranda, entrenador de fútbol en la Universidad de São Paulo. Fernando asiste a la Universidad de Virginia y regresa perplejo por el papel del entrenador en el juego. «En Estados Unidos, todo el mundo grita sin parar. Les dicen a los chicos" ¡chuta el balón, pasa el balón!". En una ocasión vi a un jugador que llevaba una camiseta que decía NO HAY DÍAS FÁCILES.» Fernando muestra su desconcierto. «¿No hay días fáciles cuando tienes diez años? El fútbol debería ser algo fácil, divertido, agradable. No es bueno ser tan serio» Página | 120 Habilidades como las del fútbol, la escritura y la comedia requieren circuitos flexibles, necesitan que desarrollemos circuitos que se muevan rápidamente a través de miles de posibilidades y que seleccionen aquellas que nos ayuden a superar un grupo determinado de obstáculos cambiantes. Tocar el violín, jugar al golf, practicar gimnasia y jugar al tenis, por otra parte, son habilidades que requieren circuitos consistentes, ya que recrean una actuación ideal y dependen totalmente de una técnica sólidamente fundada; de ahí que golfistas, patinadores y gimnastas autodidactas raramente alcancen un nivel de alto rendimiento, mientras que novelistas, comediantes y jugadores de fútbol que han aprendido solos lo consiguen sin problema. La regla común es que el buen entrenamiento refleja el circuito: el pasivo entrenador de fútbol brasileño y el comprometido profesor de violín de la escuela Suzuki sólo emplean métodos diferentes en apariencia; cuando los observamos atentamente, vemos que su meta es la misma que se habían fijado John Wooden, Mary Epperson o cualquier otro maestro instructor: entrar en la zona de la práctica intensa, incrementar al máximo los circuitos que desarrollan la mielina adecuada para esa práctica y, en última instancia, acercarse más al día que todo entrenador desea: aquel en que los estudiantes pueden ser sus propios maestros. ‐Si hay que elegir entre decirles cómo deben hacerlo o que sean ellos quienes lo resuelvan, yo elegiré siempre la segunda opción ‐dice Lansdorp‐. Tienes que hacer del chico un pensador independiente, alguien capaz de resolver problemas. No necesito verlos todos los días, por el amor de Dios, no puedes estar amamantándolos toda la vida. Al final, tienen que conseguir resolver las cosas por sí mismos. Página | 121 3 TOM MARTÍNEZ Y LA APUESTADE LOS SESENTA MILLONES DE DÓLARES Un maestro es alguien que se vuelve progresivamente innecesario. THOMAS CARRUTRERS Los grandes maestros, como los ingenieros de la NASA, están familiarizados con la ironía. Son personas que se pasan años ayudando a construir el talento de sus alumnos de manera minuciosa, para que luego éstos los dejen atrás. Normalmente, miran al cielo cuando el cohete despega hacia el espacio. Por cada entrenador famoso, corno John Wooden, hay docenas de Hans Jensen, Mary Eppereson y Larisa Preobrazhenskaya, quienes desempeñan papeles cruciales en el desarrollo de habilidades de reconocimiento mundial y que, sin embargo, viven en el más absoluto anonimato42. Hay, no obstante, excepciones a esta regla, momentos inesperados en los que el foco luminoso del mundo se centra en el arte sutil del maestro instructor. Uno de esos casos se dio, no hace mucho tiempo, al norte de California. El entrenador era Tom Martínez y la razón, que el equipo de fútbol americano de los Raiders de Oakland tenía un problema de sesenta millones de dólares. Gracias a su desastroso récord de dos victorias y catorce derrotas durante el campeonato del año anterior, los Raiders se habían hecho acreedores al premio que concede la liga al peor equipo de todos: el derecho a elegir al jugador universitario con más talento del país. Los directivos de los Raiders no tenían muy claro cuál era ese jugador, pero finalmente las posibilidades se vieron reducidas a dos. La primera opción era Calvin Johnson, un receptor de la Georgia Tech University: medía dos metros, pesaba 110 kilos y poseía una combinación excepcional de velocidad y control corporal. Gracias a estas cualidades, los asombrados cazatalentos lo bautizaron como el Michael Jordan del fútbol americano. ‐Todo el mundo piensa que Calvin Johnson es la elección más segura para este año ‐dijo Mike Mayock, un analista de la NFL Network (la liga profesional de fútbol americano). La segunda opción era una incógnita de dos metros y 115 kilos de peso, llamada JaMarcus Russell. Pocos meses antes, Russell brilló durante un segundo en las pantallas del radar de los cazatalentos. Comenzó la temporada juvenil como reserva, así que, cuando entró en la clasificación de los mejores tras un año realmente impresionante, sorprendió a la mayoría de los observadores. Los informes de los ojeadores y los vídeos de sus actuaciones, aunque 42 No suelen ser desdichados cumpliendo este papel. De todos los entrenadores que conocí, sólo el extravertido Lansdorp expresó una vez algo parecido a la decepción, e incluso entonces su comentario fue cómico: «Si Maria [Sharapova] no me compra un coche nuevo, me pegaré un tiro». Página | 122 escasos, parecían tentadores. Por una parte, Russell lanzaba el balón a 60 metros de distancia, poseía cierta capacidad artística para los pases cortos y un aparente don para responder bajo presión. Por otra parte, el sótano de la NFL estaba sembrado de equipos destrozados por el talento de quarterbacks fantasmas. En el cuartel general de los Raiders de Alameda se intercambiaban argumentos apasionados: la mitad de los directivos querían a Johnson y la otra mitad a Russell. Era una apuesta de sesenta millones de dólares que ponía el futuro del equipo sobre la mesa. La cúpula de los Raiders hizo lo único que podía hacer: analizar todos los datos (tests de inteligencia, informes de los ojeadores, vídeos, estadísticas). Luego, tiraron todos los datos a la papelera y llamaron a Tom Martínez. Oficialmente, Martínez es un entrenador retirado de escuela semisuperior43. Durante treinta y dos años dirigió los equipos de baloncesto y softball femeninos y de fútbol masculino en el San Mateo College; logró ganar 1400 partidos en total y no perder ni una sola temporada. En términos extraoficiales, Martínez es un gurú de los quarterbacks. Su alumno más conocido es un chico al que llama Tommy, más conocido para todo el mundo como Tom Brady, quarterback titular de los Patriots de Nueva Inglaterra y ganador de la Super Bowl. Martínez comenzó a trabajar con Brady cuando éste era un crío desgarbado de trece años. La importancia de su relación puede apreciarse de muchas maneras: por la lista de consejos técnicos de Martínez que Tommy lleva en su billetera, o por el hecho de que durante los últimos diecisiete años, Brady haya entrenado con Martínez tres o cuatro veces al año. Son lo que él llama «puestas a punto». Martínez está retirado, pero sus servicios se demandan cada vez más. De hecho, pocos meses antes de que los Raiders tuvieran que decidir, el agente de JaMarcus Russell le había hecho una discreta y urgente pregunta: ¿podía entrenar a Russell, y preparado para situarse entre los mejores de la temporada? Se trataba de una situación absolutamente excepcional: las dos partes implicadas en la decisión deportiva más importante del año habían buscado el consejo y la sabiduría del mismo entrenador universitario anónimo que, por lo general, pasaba sus días perdiendo el tiempo en el jardín de su casa. ‐La vida es curiosa, ¿verdad? ‐comenta Martínez. Se echa a reír cuando le pregunto por la llamada de los Raiders‐. No sabían nada acerca de Russell, nadie sabía nada. Era una pizarra en blanco. A Martínez, toda esta historia le resulta muy divertida y, como sucede con cualquier emoción, transmite claramente su estado de ánimo: agita la cabeza, sus ojos brillan con alegre incredulidad. Russell era algo que ellos no podían descifrar: un chico negro, grande y tranquilo. Así que llamaron a un tío que llevaba una sudadera del San Mateo College. 43 Comprende los dos primeros años de universidad. (N. del t.) Página | 123 Estamos sentados en su cocina en un perfecto día de mayo. Martínez ha tenido problemas de salud (diabetes y presión alta), pero está bronceado y parece fuerte, aunque lento al caminar. Mide casi metro noventa y posee el atractivo de una estrella de cine de los años cuarenta: ojos grandes y expresivos bajo unas cejas espesas, nariz aguileña y barbilla poderosa. Tiene unos rasgos muy marcados que reflejan sus estados de ánimo continuamente. Le pregunto cómo le fue entrenando a un jugador como Russell, a quien no conocía. ‐Tratar con un chico nuevo es parecido a conocer a una mujer con la que quieres tener una cita ‐me contesta Martínez‐. Estableces contacto visual y sucede algo bajo la superficie. Se produce una corriente nerviosa, se transmite algo a través de la mirada que te impulsa a saludar. Eso es lo primero que busco en un chico, que nuestra conexión inicial nos lleve a un lugar que sea potencialmente diferente. Martínez hace una pausa para observarme y analizarme. ‐Cuando llegué a Arizona, JaMarcus se mostró al principio receloso. Tenía que ser así, todo el mundo esperaba algo de él. Me presenté y reaccionó con un montón de «sí, señor; sí, señor; no, señor». Fue realmente educado, pero demasiado formal, distante. Aquello no iba a funcionar. Martínez se inclina ligeramente hacia adelante y recrea el momento con sus rasgos regios. Su mirada se convierte en la de un pistolero. ‐Entonces le dije: «Mira, JaMarcus, te tengo más cariño del que puedas imaginar, pero no pienso besarte el culo, puedes escuchar lo que tengo que decir o no. Si piensas que estoy lleno de mierda, entonces puedes pasar de mí, soy un hombre mayor, no te necesito para ganarme una reputación. Sin embargo, hay algo que quiero de ti». »Cuando le dije eso, los ojos de JaMarcus se entrecerraron, se puso tenso, pensó: "Oh, oh, aquí viene". Entonces le dije: "Quiero una camiseta y una foto firmadas para mi nieto". Y JaMarcus sonrió. ‐Martínez se echa a reír‐o Me preguntó: "¿Eso es todo?". Y yo le miré y le contesté: "Eso es todo, es lo que quiero". Después de aquella conversación nos llevamos muy bien. Pensemos por un momento en lo que Martínez describe aquí. La pregunta que yo le hice era acerca del entrenamiento y, sin embargo, él no contestó nada que tuviera que ver con el fútbol, ni siquiera con algo remotamente físico. Al contrario, Martínez describió con la sensibilidad de un novelista una delicada conexión humana basada en el lenguaje, el gesto y la emoción. El entrenador no planeó ni escribió un guión para esta conexión, sino que improvisó. Cuando conoció a Russell fue capaz de utilizar su matriz de conocimiento y de actuar sobre la marcha, en el espacio de treinta segundos, para trazar un puente de confianza y respeto. No trató de impresionar o persuadir, sino de conectar, de sortear obstáculos para alcanzar una meta. No es extraño, entonces, que eligiese para explicármelo la analogía del romance o la del ladrón de cajas fuertes que utilizó más tarde y que habría complacido al baron Lamm: «Necesito tener acceso a su proceso de aprendizaje». Página | 124 La conexión es muy importante, pero no es lo único. Para mostrarme cómo trabajaba con Russell, Martínez me invitó a una de sus sesiones de entrenamiento durante el fin de semana. Fuimos en coche hasta un instituto cercano, donde le esperaban seis quarterbacks. El más pequeño tenía trece años, el mayor diecisiete. Movían sus cuerpos con torpeza, sus brazos y piernas aún eran demasiado largos para sus esqueletos, sus manos envolvían los pequeños balones ovalados. Parecían animalillos desgarbados. Martínez se puso manos a la obra de inmediato. Les hizo repasar el movimiento de retroceder tres pasos antes de lanzar el balón, como cada sábado. Les hizo formar una fila y, como si se tratara de un profesor de baile, comenzó a marcar el ritmo: lanzar, coger, paso, rodar, empujar. Tanto Martínez como los chicos contaban; el entrenador, además, disparaba sus correcciones. ‐Pasa el balón más rápido. Quema y debes lanzado. »Mantén el balón alto; es como un avión que despega. »El balón va del culo a la axila. »Separa bien los pies... tienes que adoptar la postura de un atleta. Ahora. »Debes trabajar como un camarero. Mantén el balón arriba, entrégalo. »Tu pie izquierdo te está matando, ¿sabes lo que quiero decir? Mides mallas distancias. Tienes que rodar y golpear. »¿Ves cómo no es tan sencillo? En treinta segundos les ha explicado a los chicos el movimiento correcto de cuatro maneras diferentes: táctil (el balón quema), personificación (camarero), imagen (avión) y física (culo a axila). Pasa a otros ejercicios. Todos ellos son muy simples: coge una parte del movimiento propio de un quarterback y lo aísla del resto para mostrarlo mejor y corregir los errores. El grupo ejecuta diferentes lanzamientos y acaba con un ejercicio que el mismísimo Tom Brady tiene apuntado en el papel que lleva en su cartera: lanzar a través del corredor. Una persona se sitúa entre el quarterback y el receptor con los brazos levantados; el objetivo es que el balón atraviese el estrecho espacio que queda entre ellos. Es muy sencillo y Martínez comenta cada intento. ‐Termina. Alex, eres todo brazo. Termina el lanzamiento. »Acabas de conseguir que el equipo contrario intercepte esa bola, hijo. La banda del rival está tocando para celebrarlo. » Tienes un brazo muy fuerte, lo suficiente como para hacerla mal. Encuentra el equilibrio, usa el cuerpo. »Vuestro lanzamiento tiene que haceros sentir orgullosos, por el amor de Dios. Página | 125 Cuando acaba la sesión de entrenamiento, Martínez conduce hasta un restaurante cercano y pedimos unas hamburguesas. En la tele emiten un partido y las gradas están llenas de estudiantes universitarios; la mitad de ellos tienen teléfonos móviles e iPods en las manos. Los ojos de Martínez captan la escena. ‐Los chicos de hoy son difíciles ‐comenta‐. Se saben todas las respuestas correctas, así que cuando veo cosas, se las digo, las repito mucho. Cada persona tiene un botón que puedes apretarle. «¿Por qué estás aquí? Si estás porque quieres, de acuerdo, podemos conseguirlo. Si vienes porque te obligan tus padres, te llevará mucho más tiempo. Estas cosas no son mágicas, hay que trabajar. Es como el violín, no te regalan nada: si no practicas todos los días, nunca darás con la melodía. »El 60 por ciento de lo que enseño se podría aplicar a todo el mundo ‐continúa diciendo Martínez‐. Lo difícil es cómo transmitirle al alumno ese 60 por ciento. Si te enseño a ti, me preocupa qué es lo que piensas, y cómo lo piensas, quiero enseñarte a aprender de la forma más adecuada para ti. Mi mayor desafío no es enseñarle a Tom Brady, sino a un tío que no tiene esas habilidades y llevarlo hasta un punto donde las consiga. Eso es el entrenamiento. Martínez muerde un trozo de hamburguesa. ‐Con JaMarcus trabajé sólo alrededor de veinte días. Se trataba, básicamente, de sacarle brillo a un gran coche. Hicimos todos los ejercicios que he practicado hoy con esos chicos: lanzamientos, pasos hacia atrás antes de lanzar el balón, jugadas, pases a través del corredor. Si las cosas se ponían tensas, entonces hacía algún comentario gracioso, relajaba un poco las cosas. Simplemente afinamos sus capacidades. Luego diseñamos la sesión de ejercicios que JaMarcus realizaría para los ojeadores. Durante aquellos días también pasé algún tiempo con él y su familia. Intentaba responder a todas sus preguntas: «¿Escucha lo que le dicen? ¿Es inteligente? ¿Es ético en su trabajo? ¿Está comprometido?». Gran parte de su valía viene de su familia. Es un chico con principios sólidos. Conocí a su tío Ray, que es un hombre estupendo, un modelo de comportamiento. Cuando los directivos de los Raiders me preguntaron, les di mi opinión: este chico podría ser el Shaquille O'Neal del fútbol americano. El 14 de marzo de 2007, más de un centenar de miembros de la NFL, incluyendo tres entrenadores jefe y cuatro directores generales, llegaron a Batan Rouge (Louisiana) para observar los ejercicios oficiales de Russell antes de la elección. Durante aproximadamente una hora, el jugador lanzó 65 balones, realizó todos los pases imaginables y sólo falló cinco. Ejecutó todos los movimientos a derecha e izquierda y retrocedió los pasos necesarios antes de lanzar el balón. «No escondimos nada ‐dice Martínez‐. Queríamos demostrar que sus aparentes puntos débiles no eran tales.» Cuando la sesión terminó, el director general de los Chargers de San Diego, A. J. Smith, calificó a Russell como «el quarterback más impresionante que he visto en mi vida». Seis semanas más tarde, los Raiders eligieron a Russell para jugar con ellos esa temporada. Cuando la prensa preguntó por qué, el entrenadorj efe Lane Kiffin repitió, palabra por palabra, lo que Martínez les había dicho a ellos. El tributo le resultó divertido a Martínez. «¿Por qué coño los Raiders me escuchan? No soy un hombre famoso ‐dice‐. Sólo soy uno más.» Página | 126 Pero las razones por las que los directivos de los Raiders escucharon a Martínez están muy claras: fue capaz de acercarse a alguien a quien no conocía en una atmósfera cargada de presión, dinero y recelo, y crear una conexión. Además, utilizó ese vínculo para encontrar la verdad acerca de alguien cuyo talento era algo misterioso para el mundo e incluso para él mismo. Martínez y yo permanecimos sentados en su coche en el camino de entrada a su casa mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Hablamos sobre sus colegas, su trabajo con Brady y su familia. Me dio algunos consejos para el entrenamiento de béisbol («enseña a interceptar y a golpear ligeramente la pelota para que ruede poco en un espacio pequeño. Ni siquiera uses pelotas... lo que realmente importa es la parte mental»). Dibujó unos diagramas, mientras me escrutaba a cada momento para asegurarse de que entendía lo que me estaba diciendo. Hacia el final de nuestro encuentro me dijo: ‐Me encanta entrenar: hay algo auténtico en ello, puedes trabajar y conseguir que alguien sea mejor de lo que era; es una sensación alucinante. Martínez me contó que durante su reunión con la gente de los Raiders les dio un consejo a los entrenadores: «Durante los tres primeros años, Russell necesitará un entrenador que sea coherente en su vocabulario y su método. Después, probablemente tendrá la experiencia y el conocimiento necesarios para jugar. Pero no podéis darle simplemente a un tío sesenta millones de pavos y decide sin más: "Eh, ve y gana partidos, ve y entra en el Salón de la Fama". Necesita que lo guíen, constancia. Necesita a alguien». El viejo entrenador fija la vista en los árboles durante un momento y luego se aclara la garganta: ‐JaMarcus es como cualquier otro chaval: no puede hacerlo solo. Página | 127 EPÍLOGO EL MUNDO DE LA MIELINA Si quisiéramos dibujar un diagrama de las claves del talento, tendría este aspecto: Lo más útil de este modelo es que es tan flexible como la propia mielina: es aplicable a todas las habilidades y en contextos tan pequeños como familias y tan grandes como naciones. Me gustaría terminar mostrando brevemente cómo se aplican las claves del talento a otras áreas de la vida: a la forma en que educamos a nuestros hijos, trabajamos y envejecemos. Este libro comenzó con la promesa de que emplearíamos las claves del talento como si fueran un par de gafas de rayos X. Ahora las utilizaremos como telescopio. Educación A lo largo de los últimos cuarenta años, la educación en Estados Unidos ha estado dividida por lo que ha dado en llamarse las «Guerras de la lectura». De un lado, se encuentran las fuerzas tradicionalistas de los fonéticos, quienes creen que la mejor manera de aprender a leer es a través de la memorización de los sonidos de las letras y los grupos de letras. Por otro lado, están los progresistas seguidores del lenguaje integrado, una teoría fundada en los años setenta que sostiene que los niños poseen la capacidad innata de leer y escribir; estos últimos creen que el papel del maestro es ser, como se dice popularmente, «una guía a un costado, no un sabio en el escenario». Durante gran parte de la década de los ochenta, la concepción del lenguaje integrado estuvo en auge. «Hacer coincidir letras con sonidos es una concepción superficial del mundo», afirmó Kenneth Goodman en su libro What's Whole in Whole Language. Las escuelas comenzaron a crear ambientes ricos en libros, palabras e historias donde los chicos podían aprender por sí mismos; el significado se enfatizaba por encima del simple sonido; la instrucción sistemática en gramática se consideraba anticuada; a los estudiantes se los alentaba para que ignorasen los Página | 128 errores y emplearan una ortografía inventada. El movimiento se afianzó en los círculos educativos y los políticos trotaron detrás de él: en 1987, California ordenó la aplicación del lenguaje integrado para enseñar a leer y a escribir. A los chicos procedentes de hogares con ingresos medios y altos, el lenguaje integrado pareció ayudarlos o, al menos, no perjudicarlos. Por el contrario, para las minorías y los chicos de familias con ingresos bajos fue un desastre incalificable. Hacia comienzos de la década de los noventa, las puntuaciones de California en la Evaluación Nacional del Progreso Educacional eran las más bajas del país, a excepción de las de Louisiana. Otros estados que adoptaron el sistema experimentaron descensos similares. En 1998, dos importantes centros de investigación, el National Research Council y el National Reading Panel, descubrieron que la ausencia de enseñanza fonética había contribuido a que los índices de progreso fueran más bajos en la mayoría de los estudiantes. Charles Sykes escribe en Dumbind Down Our Kids acerca de un alumno de cuarto grado que recibió calificaciones que superaban la media y de la expresión alborozada de su maestra cuando el niño escribió: «Boy a tener unos patines májicos. Boy air a disnilandia. Boy air con mi mamá i mi papá i ermano i ermana. Bamos a ver al ratón miki», En consecuencia, la balanza se inclinó de nuevo hacia los fonéticos. Los defensores del lenguaje integrado se han vuelto a atrincherar, y han incorporado la fonética a sus teorías. Aun así, no han abandonado la lucha por .revelar la verdad esencial de su concepción. Los partidarios de la fonética, por su parte, continúan aumentando su propia lista de promisorios programas, lo cual lleva a muchos maestros y escuelas a enfrentarse a enormes montones de teorías aparentemente contradictorias. Siempre surge la misma pregunta difícil: ¿quién tiene la razón? Si tratamos de contestar la pregunta a través del modelo de las clases del talento, la respuesta es clara: la relación existente entre la fonética y el lenguaje integrado es exactamente la misma que existe entre la práctica intensa y la ignición. La fonética tiene que ver con ir despacio, prestar atención a los errores y enmendados; separa en trozos: divide una habilidad en las partes que la componen y obliga a practicadas y repetidas con paciencia. Constituye el encendido sistemático de la señal que construirá los circuitos de procesamiento de alta velocidad que necesitemos para adquirir la destreza. El lenguaje integrado, por otra parte, está relacionado con la ignición, con la creación de ambientes en los que los niños se enamoren de la lectura y la escritura. Al igual que sucede con cualquier proceso de ignición, el lenguaje integrado supone una aceleración para aquellos que ya poseen la inclinación y la oportunidad de ejercer la práctica intensa, pero no tiene ningún valor para aquellas personas que no las tienen. Entender las claves del talento es entender que las «Guerras de la lectura» no deberían ser una guerra: es necesario que ambos métodos triunfen. Página | 129 Planteémonos otra pregunta: ¿qué hace que los chicos finlandeses sean tan inteligentes? Finlandia, en abierto contraste con otros países avanzados en materia de educación, se parece a Estados Unidos en su cultura escolar. Como señaló el Wall Street Journal, los estudiantes finlandeses «desperdician horas conectados a la red. Se tiñen el pelo, les encanta el sarcasmo y escuchan rap y heavy metal. Pero en noveno grado están por encima de los demás en matemáticas, ciencias y lectura... y en camino de relevar a sus mayores como los trabajadores más productivos del mundo». Los finlandeses gastan menos por estudiante que los estadounidenses: 7500 frente a 8700 dólares. Algunos analistas explican estos resultados recurriendo a la auto disciplina de la cultura finesa y a la homogeneidad de su población; esa explicación, sin embargo, no es totalmente satisfactoria. Hasta la década de los ochenta del siglo pasado, cuando esas ventajas ya estaban presentes, la educación finesa podía considerarse como media. ¿Qué es lo que ha cambiado? ‐Tres aspectos ‐le aseguró Kaisu Karkkainen, director de la Arabia Comprehensive School en Helsinki, al Washington Post‐: profesores, profesores y profesores. En Finlandia, ser profesor está tan bien considerado como ser médico o abogado. Todos los maestros de educación primaria son licenciados en pedagogía; las escuelas funcionan como hospitales universitarios en los que los jóvenes maestros son regularmente analizados y evaluados. Es una profesión competitiva: en algunos colegios hay cuarenta solicitudes para una sola plaza de trabajo. A través de una mezcla de planificación e inversión y de una cultura extraordinariamente receptiva, Finlandia ha encontrado la manera de institucionalizar la práctica intensa de la enseñanza. ‐La clave no está en cuánto dinero se invierte, sino en los recursos humanos ‐dice el autor y filósofo finlandés Pekka Himanen‐. La alta calidad de la educación finesa depende de la alta calidad de sus maestros. Muchos de los mejores estudiantes quieren convertirse en profesores. Además, vivimos en la era de la información, de modo que dedicarse a una profesión como la enseñanza, donde la información es un elemento clave, es algo que la sociedad valora mucho. Aquí hay otra pregunta relativa a la educación que debemos analizar desde el prisma de la mielina: ¿los DVD para el desarrollo del bebé hacen que los niños sean más inteligentes? La concepción convencional del talento llevaría, naturalmente, a responder que sí. Al fin y al cabo, si el talento es una cualidad innata, tiene sentido pensar que esas imágenes, sus secuencias simples e hipnóticas y sus formas llenas de color y de luz ayuden a «desarrollar» el cerebro (o quizá a unos padres ocupados a encontrar un momento de paz). Basándose en esa promesa tan vaga, la producción de estos DVD se ha convertido en una industria multimillonaria. Página | 130 Sin embargo, los estudios demuestran que estos DVD destinados al desarrollo cerebral del bebé no aumentan en absoluto la inteligencia de los niños. De hecho, la merman. En 2007, la Universidad de Washington descubrió que, cada hora que un niño de entre ocho y dieciséis meses dedica al día a ver uno de estos DVD su capacidad de adquisición de vocabulario se reduce en un 17 por ciento. Cuando reflexionamos sobre ello en términos del modelo de mielina, todo encaja: los DVD para bebés no funcionan porque no crean una práctica intensa; de hecho, la impiden al restar un tiempo precioso que podría emplearse en encender los circuitos. Los sonidos e imágenes que aparecen en esos DVD los sumergen en un baño caliente, son algo entretenido y agradable, pero inútil si lo comparamos con las ricas interacciones, los errores y el aprendizaje que se producen cuando los bebés gatean en el mundo real. Negocios Cuando se trata de inspirar metáforas de alto concepto relativas a lo estructural, hay pocas áreas en la vida que sean capaces de competir con el mundo de los negocios. Las buenas organizaciones, según se dice en ese ámbito, son como equipos que están disputando un partido; o como barcos que navegan a través de un océano peligroso; o como una célula gigante; o como un equipo de escaladores del Everest; o como ciudades griegas en guerra; o como cualquier otra analogía intrincadamente estructura da y tentadora mente dramática. Todos estos paralelismos vienen acompañados de su propio conjunto de roles, reglas y montajes, y todos son un poco más o un poco menos ciertos; depende. La mielina nos proporciona un modelo diferente, derriba la decoración metafórica y simplemente dice: las buenas organizaciones están hechas de mielina; eso es todo. Cuanta más mielina posean, mejor funcionarán. Las empresas son grupos de personas que construyen y perfeccionan circuitos de la misma manera que lo hacen los tenistas del club Spartak o los violinistas de Meadowmount. Cuanto más adopte una organización los principios de ignición, práctica intensa e instrucción maestra, mayor cantidad de mielina producirá. Cuanta más mielina contrate y desarrolle un negocio, más habilidades poseerá. Hace treinta años, Toyota era una compañía automovilística de tamaño medio. Hoyes el mayor fabricante de coches del mundo y obtiene unos beneficios netos de once mil seiscientos millones de dólares. La mayoría de los analistas económicos atribuyen este éxito a su estrategia de kaizen, una palabra japonesa que significa «mejora continua» y que para nosotros también podría denominarse «mielinización corporativa». El kaizen se construye mediante la localización y mejora de los pequeños problemas. Cada empleado, desde el conserje hasta los directivos, tiene autoridad para detener la línea de producción si detecta un problema (todas las fábricas poseen unos cordones para tirar de ellos llamados andons). La inmensa mayoría de las mejoras proceden de los empleados, y gran parte de los cambios que sugieren son pequeños: una alteración de pocos centímetros en la colocación de un recipiente para las piezas, por ejemplo. Pero todos ellos suman. Se calcula que cada año Toyota pone en práctica cerca de mil ideas nuevas en cada una de sus líneas de montaje, lo que representa casi un millón de innovaciones en total. Toyota, al avanzar con estos vacilantes pasos de bebé, es como una Clarissa gigante que se dedica a la fabricación de automóviles. Esos pequeños cambios son como diminutas capas de mielina que ayudan a los circuitos a funcionar un Página | 131 poquito más rápido, con algo más de fluidez y precisión. Tal como lo expresa, en un lenguaje de práctica intensa perfecto, un cartel colocado encima de la puerta de Toyota en la fábrica de Georgetown (Nueva York): «Cuando algo va mal, pregúntese "por qué" cinco veces». Dicho así, parece algo muy sencillo, pero, en realidad, como en toda práctica intensa, hay que superar primero la tendencia natural de los humanos a suavizar los problemas, algo que en el terreno de los negocios resulta especialmente complicado. James Wiseman, que hoy es el vicepresidente de Toyota para asuntos corporativos, ilustró este aspecto en una historia que relató a la revista Fast Company. En sus trabajos anteriores, según dijo, «siempre se tendía a buscar la bala de plata, la mejoría importante y dramática». Durante sus primeros días en Toyota, se dio cuenta de que las cosas eran muy diferentes. «Un viernes presenté un informe sobre una actividad que habíamos estado realizando [la expansión de una planta] y hablé acerca de ella en términos muy positivos; incluso presumí un poco de ella. Tras dos o tres minutos, me senté, y el señor Cho [Fujio Cho, el actual presidente mundial de Toyota] me miró; me di cuenta de que estaba desconcertado. Entonces me dijo: "Jim‐san, todos sabemos que es un buen director, de otro modo nunca le habríamos contratado. Pero, por favor, háblenos de sus problemas para que todos podamos trabajar juntos en las soluciones".» Psicología La Shyness Clinic está situada en un desconocido parque de oficinas cerca de una concurrida carretera de Palo Alto (California). Sus paredes son grises y sus muebles de un anodino color borgoña; el único signo de vida es una fotografía submarina de un pez payaso atisbando el mar desde los tentáculos de una anémona marina. La pusieron en funcionamiento basándose en una idea fascinante: las habilidades sociales son como las musculares. Ésta es la premisa básica de lo que los creadores de la clínica, Philip Zimbardo y Lynne Henderson, llaman «entrenamiento para la buena forma social». ‐No creemos que la gente sea tímida porque carezca de habilidades sociales, sino porque no las ha practicado lo suficiente ‐comenta la terapeuta Nicole Shiloff‐. Hablar por teléfono o pedirle una cita a alguien son habilidades que se pueden aprender, igual que si se tratara de un revés en tenis. La clave está en permanecer un tiempo en esa zona incómoda, en aprender a tolerar la ansiedad. Si lo practicas, puedes alcanzar el nivel que deseas. Asistí a una típica sesión de terapia con ocho personas que eran tímidas patológicas. No se habló sobre el pasado de ninguna de esas personas; no intentaron encontrar las causas de la timidez; tan sólo se practicaba y se comentaba el ejercicio. Shiloff lo supervisaba todo; hablaba con dulzura, pero también con firmeza; corregía las malas interpretaciones y los animaba a esforzarse aún más. Fue como estar en cualquier otro semillero de talento. El programa dura varios meses. Los participantes comienzan con desafíos sencillos: simulaciones de llamadas telefónicas y charlas por los pasillos. Luego, avanzan hacia tareas más difíciles, como pedir una cita o, en el nivel más alto del programa, llevar a cabo hazañas olímpicas de exhibición social al avergonzarse dejando caer un melón al suelo deliberadamente en medio de un atestado supermercado. «El propósito ‐explica Shiloff‐ es Página | 132 encender el circuito y, de este modo, pasar cada vez un poco más de tiempo en la situación desagradable.» De nuevo encontramos el proceso del bebé vacilante repetido, aunque ellos encontraron maneras más apropiadas de describir la sensación: uno de sus clientes, un estudiante universitario llamado David, comparó sus progresos con avanzar en los niveles de dificultad de un videojuego. ‐Al principio es algo realmente desconcertante, como que te llega demasiada información desde muchos ángulos ‐refiere Shiloff‐. Pero luego consigues resolver la situación y muy pronto te parece algo natural. Conocí a un sonriente técnico informático de veintiséis años llamado André, que me contó que, antes de apuntarse a la Shyness Clinic, llevaba meses sin hablar con una mujer. Acababa de tener tres citas y de apuntarse a clases de baile. ‐Cuando pensaba que yo era así, que había nacido tímido, me decía, «¿qué sentido tiene?» ‐ me comentó André‐. Pero cuando entiendes que se trata de una habilidad, las cosas cambian. Detrás del éxito de Virtual Iraq, se encuentra un enfoque similar. Virtual Iraq es una nueva técnica que se emplea para ayudar a los soldados norteamericanos que sufren síndrome de estrés postraumático. Se trata de una afección psicológica en la que los hechos cotidianos (ruidos de los tubos de escape, sonido de pasos, etcétera) activan dolorosos y debilitantes recuerdos de un momento traumático. Virtual Iraq utiliza un software tipo videojuego para ayudar a que el paciente experimente una recreación vívida de su trauma; se completa con olores, sonidos y sensaciones. La idea es revivir el recuerdo y quitarle el poder que tiene sobre el paciente, una técnica que los psicólogos llaman «terapia de exposición prolongada». En este sentido, Virtual Iraq funciona exactamente igual que la Shyness Clinic o cualquier otro semillero de talento: la habilidad deseada es experimentar sensaciones sin que despierten la conexión debilitante. Los pacientes no pueden deconstruir el circuito (no olvidemos que la mielina sólo envuelve, no desenvuelve), de modo que tratan de obtener una nueva habilidad que les obligue a establecer y practicar en profundidad un nuevo circuito de conexión entre el hecho traumático y la vida normal. Al principio resulta difícil, pero cuanto más encienden ese circuito, más sencillo les parece volver a hacerla. Como le confesó a la revista New Yorker uno de los soldados tratados con esta técnica «la mayoría de los pensamientos invasivos ha desaparecido. Nunca consigues librarte del todo del síndrome de estrés postraumático, pero aprendes a vivir con él. Tengo fotos del jefe de mi grupo [ya fallecido] que no fui capaz de mirar durante tres años. Ahora las tengo pegadas en la pared». La habilidad es un aislamiento celular que envuelve los circuitos neuronales y que se desarrolla como respuesta a determinadas señales ." 44 44 El padrino de esta clase de terapia es el doctor Albert Ellis. Ellis, que nació en 1913 y creció en el Bronx, fue un adolescente dolorosamente tímido, incapaz de hablar con las mujeres. Pero una tarde decidió dar un cambio a su vida. Se sentó en un banco cerca del Jardín Botánico de Nueva York y habló con todas las mujeres que se sentaron en él. En un mes habló con 130 mujeres. «Treinta de ellas se marcharon inmediatamente ‐dijo‐, pero hablé con las otras cien; por primera vez en mi vida, no importaba lo ansioso que me sintiese. Nadie vomitó ni salió corriendo. Nadie llamó a la policía.» Consiguió una cita y una nueva visión del mundo. Página | 133 Envejecimiento Se ha llevado a cabo una gran cantidad de investigaciones sobre el proceso de conocimiento y envejecimiento. Aun así, continúan haciéndose estudios y cada uno de ellos repica con el mismo refrán: úsalo o piérdelo. La expresión clínica es «reserva cognitiva», que suena bastante abstracta hasta que, para explicada, George Bartzokis envuelve una servilleta de tela con fuerza alrededor de una pluma. La pluma es la fibra nerviosa y la servilleta es la mielina. El proceso de envejecimiento, señala Bartzokis, se produce cuando en la servilleta comienzan a aparecer grietas. ‐La mielina comienza a separarse, literalmente, con la edad ‐dice el doctor‐. Ésa es la razón por la que las personas mayores se mueven más lentamente que cuando eran jóvenes. Sus músculos no han cambiado, pero la velocidad de los impulsos que pueden enviarles sí, porque la mielina envejece. La buena noticia es que, aunque las olas de mielinización acaban cuando nos encontramos alrededor de los treinta años, nuestro volumen general de mielina aumenta hasta los cincuenta, y siempre conservamos la capacidad de añadir más mielina. ‐Debemos recordar que la mielina está viva y se está generando y degenerando continuamente, como en una guerra ‐dice Bartzokis‐. Cuando somos jóvenes, elaboramos mielina con facilidad. Alrededor de los cincuenta, el equilibrio general se inclina hacia la degeneración, pero seguimos añadiendo mielina. Incluso cuando comienza a romperse, somos capaces de generada: la creamos hasta el final de nuestras vidas. Por esta razón, el nivel de educación de una persona ayuda a pronosticar el inicio de la enfermedad de Alzheimer. Recibir mucha educación, dice Bartzokis, crea un circuito más grueso y robusto, mejor capacitado para compensar los primeros niveles de esta enfermedad. También es la razón de que recientemente hayamos vivido una pequeña avalancha de nuevos estudios, libros y juegos (como el Brain Training) desarrollados a partir de la misma idea: la práctica importa. En ese sentido, el modelo de la mielina realza la importancia de buscar nuevos desafíos. Los experimentos realizados en este campo han demostrado que aquellas situaciones en las que la gente se ve obligada a enfrentarse a nuevos retos (o sea, a cometer errores, prestar atención, practicar intensamente) tienden a aumentar la reserva cognitiva. Un estudio mostró que la gente mayor que realizaba más actividades de ocio tenía un 38 por ciento menos de riesgo de desarrollar demencia. Tal como señaló un neurólogo, el mantra «úselo o piérdalo» necesita actualizarse. Debería ser «úselo y obtenga más de él». Ellis, que escribió docenas de libros, elaboró un enfoque dinámico y directo que desafiaba el modelo freudiano basado en la exploración de las experiencias infantiles. «"Neurosis" es sólo una palabra grandilocuente para describir el gimoteo ‐dijo‐o Y el problema de la mayoría de las terapias es que te ayudan a que te sientas mejor, pero no mejoras, Tienes que respaldarlo con acción, acción, acción.» El enfoque de Ellis, combinado con el del doctor Aaron Beck, llegó a ser conocido como terapia cognitivo‐ conductista, que ha demostrado ser, según The New York Times, igualo mejor que la prescripción de medicamentos para combatir la depresión, la ansiedad y el desorden obsesivo‐compulsivo. Como le gustaba señalar a Ellis, sus ideas no eran nuevas, procedían de filósofos estoicos como Epicteto, quien dijo: «No son los hechos, sino nuestras opiniones acerca de ellos los que nos causan sufrimiento». Ellis, que murió en 2007, fue designado como el segundo psicólogo más influyente del siglo xx por la American PsychologicaI Society (Freud fue el tercero). Página | 134 Las claves en casa Al igual que muchos padres, mi esposa Jen y yo pasamos gran parte de los primeros años de nuestros hijos observándolos en busca de presagios. Vigilábamos a cada uno de nuestros cuatro vástagos mientras gateaban, daban sus primeros pasos y corrían; nos preguntábamos qué talentos secretos escondían dentro de ellos. ¿Están destinados a ser músicos? ¿Atletas? ¿Científicos? Estos pensamientos tienen sus aspectos positivos (es emocionante creer que tu hijo llega al mundo provisto de talentos especiales), pero también se trata de un pensamiento basado en presuposiciones ilusorias. Y no hay duda de que despierta falsas expectativas que, entre otras cosas, suscitan un montón de interrogantes. ¿Clases de arte? ¡Por qué no! ¿Campamentos de hockey? ¿Clases de ballet? ¿Gimnasia? ¡Sí! Cuando eres el guardián de un don misterioso, no existe ninguna razón justificable para ignorar la oportunidad de que el don se exprese. Pero cuando se piensa en el talento en términos de mielinización, cuando se visualizan esos diminutos haces de luz, cuando se buscan pequeños momentos de ignición, cuando se sintonizan las señales pedagógicas que se pueden enviar, la vida se transforma. Al igual que la mayoría de los grandes cambios, éste se muestra a través de pequeñas señales. Como cuando nuestro hijo, Aidan, tiene que tocar una pieza nueva y difícil en el piano y Jen lo alienta para que lo intente sólo con el primer compás, o sólo con las primeras cinco notas, una y otra vez, avanzando a pasos de bebé hasta que hace clic. O cuando nuestras hijas Katie y Lia esquían y nos informan con gran excitación de que se han caído un montón de veces, y de que eso debe ser sin duda una señal de que están mejorando (un concepto que funciona mucho mejor con el esquí que con las prácticas de conducción). O quizá cuando nuestras tres niñas, en un ataque de literatura garabateada al mejor estilo Bronté, comenzaron a escribirse historias y cartas entre ellas. Jen deja por toda la casa montones de lápices de colores y de cuadernos para alimentar su furor por la escritura. Sin embargo, yo lo percibo en un cambio de actitud ante el fracaso, que ya no se siente corno un presagio, sino como un camino para avanzar, especialmente cuando se produce la ignición. El verano pasado Zoe, nuestra hija más pequeña, comenzó sus clases de piano. Ella disfrutaba aporreando el teclado y sus hermanas ya le habían enseñado a tocar un par de canciones. De repente, una tarde, Zoe comenzó a hablar de violines. Durante todo un mes no dejó de hacer preguntas sobre ese instrumento. No estábamos seguros de dónde se había originado esa idea (¿fue acaso el concierto de bluegrass que había visto? ¿Su amiga que tocaba el violín? ¿El hecho de que ya hubiese tres pianistas en casa?), pero conseguimos un viejo violín usado, encontramos un buen profesor del método Suzuki, y, para no alargar la historia, nuestras cenas familiares cuentan hoy con una pequeña violinista (que no se corta a la hora de pedir propinas). A Carol Dweck, la psicóloga que estudia la motivación, le gusta decir que los consejos que puede dar a los padres se limitan a dos: prestar atención a aquello que fascina a tu hijo y alentado por su esfuerzo. Y yo añadiría: explícales cómo funciona el mecanismo de la mielina. El mero hecho de enviar este mensaje puede producir grandes efectos. Dweck llevó a cabo un experimento en el que dividió a 700 alumnos con notas bajas en dos grupos. Página | 135 El primero realizó un taller de ocho semanas sobre técnicas de estudio; el segundo, llevó a cabo el mismo taller, pero con un extra: una sesión especial de cincuenta minutos que describía la forma en que el cerebro crece cuando se lo desafía. Un semestre más tarde, el segundo grupo había mejorado sus notas y hábitos de estudio. Los encargados del experimento no les dijeron a los maestros a qué grupo pertenecían los chicos, pero se dieron cuenta de todos modos. Los profesores no intervinieron en ello, pero algo había cambiado. El pasado junio me pidieron que fuese entrenador jefe del equipo de estrellas de la Liga Menor de nuestro pueblo, un grupo formado por chicos de once y doce años. No era un puesto muy codiciado y había buenas razones para ello... Para el equipo de Homer, donde vivimos, el torneo de las estrellas suponía una larga y rica tradición de fracasos espectaculares. Durante la mayor parte de la pasada década, nuestro equipo había seguido la misma línea argumental que la Masacre de Bastan: nuestra pequeña ciudad a orillas del mar (arrumbada, flacucha, vulnerable) se había batido contra escuadrones bien entrenados, elegantemente uniformados y procedentes de ciudades lejanas, grandes y poderosas. Hace dos años, perdimos todos los partidos por diez carreras o más. Con sólo treinta chicos en la liga del pueblo y tres semanas para entrenar, mis dos colegas y yo no podíamos permitirnos el lujo de ser exigentes, así que nuestra lista de doce elegidos englobaba un pequeño puñado de sólidos jugadores y la generosa asistencia de algunos más jóvenes que eran relativamente novatos en este deporte. Sam, que jugaba como outfield y primera base, tenía un toque que recordaba a una persona repeliendo el ataque de un lobo. Ghen, que prefería usar un gorro de lana en lugar de una gorra de béisbol, ha tenía muy claras algunas reglas básicas del juego, como por ejemplo si el jugador que ocupaba una base debía correr o no tras una pelota bateada. Otros chicos se quedaban petrificados ante la bola, y por buenas razones, ya que Ben exhibía dos ojos a la funeral a y la nariz rota como recuerdo de un partido imprudente. En la primera sesión, mientras los jugadores calentaban lanzándose la pelota, los otros entrenadores y yo nos propusimos un reto: que cada pareja ejecutara diez buenos lanzamientos y recogidas de la pelota sin dejada caer o pasarse de largo. Quince minutos más tarde, los tres decidimos que lo mejor sería pasar a otro ejercicio. Sólo se podía hacer una cosa; como Mike Feinberg y Dave Levin en PCP, seguí el método Butch Cassidy: durante las tres semanas siguientes, robé ideas de personas y lugares que había visitado durante el año y medio anterior y, junto con los otros entrenadores, las apliqué a nuestro equipo. Como los profesores de música de Meadowmount, enseñamos a los chicos a golpear la pelota reduciendo la velocidad del toque, trabajando duro, haciendo que los jugadores observasen e imitasen los buenos toques una y otra vez. Al igual que John Wooden y Linda Septien, intentamos enseñarles con rápidos estallidos informativos tipo GPS. Durante mis anteriores años como entrenador, siempre había tratado de enseñar al grupo una sola manera de hacer las cosas válidas para todos. Ahora intentaba dirigirme a cada jugador de una forma, intentaba conectar con ellos, y cuando hacían algo correctamente, interrumpía el ejercicio y les decía que debían recordar esa sensación. Página | 136 Imitando la idea del fútbol sala en Brasil encontramos formas de comprimir y acelerar el juego: practicamos el bateo desde los diez metros de distancia en lugar de desde los quince, de manera que obligábamos a nuestros bateadores a reaccionar más de prisa. Como hacía Tom Martínez, les enseñamos las posiciones defensivas creando un campo de béisbol en miniatura y aislando el elemento mental del juego: quién cubre primero en un golpe suave, quién tiene el relevo en un partido en casa. Me dediqué a repetir sin ningún pudor los «martinezismos»: acaba el lanzamiento. Siéntete orgulloso de tu toque. ¿Ves cómo no es tan fácil? Cuando llegó el día del partido, alquilamos una furgoneta y nos dirigimos al norte, hacia Kenai, la ciudad anfitriona de un torneo que duraría cuatro días. Acampamos alrededor del campo de juego y organizamos rápidamente nuestras armas secretas: Polie, el afortunado oso polar de peluche, el salmón para antes del partido y la variada colección de gomas y cintas de pelo que mis hijas utilizaban para peinar al equipo al estilo Bjórk. Estábamos preparados. Cuando nuestro primer rival, Kodiak, entró trotando suavemente en el campo de juego, nuestro equipo parecía crispado, nervioso. Y también los padres que estaban en las gradas. Algunos de ellos habían presenciado el partido del año anterior, y recordaban que habíamos caído derrotados por 15‐1. Kodiak tenía unos uniformes bonitos. Observamos en silencio cómo calentaban. «Son bue‐noooooos», dijo Ben con una mezcla de temor y admiración. Como si quisiera demostrado, el primer bateador de Kodiak abrió el juego con un golpe perfecto que hizo que la pelota rodase más allá de la línea de la tercera base: un golpe seguro. Pero Brian, nuestro tercera base, corrió, recogió la pelota con su mano desnuda y la lanzó a primera base, donde Johan, el segunda base, estaba esperando para dejar fuera de juego al bateador contrario. Les dejamos a cero durante tres entradas; luego conseguimos anotar dos carreras y tomar la delantera. Kodiak replicó con cuatro carreras completas; reaccionamos cuando Brian consiguió un jonrón. Era un partido tenso, emocionante y bien jugado. Cuando empezamos la última entrada, perdíamos de cuatro carreras, y decidimos invertir el orden de participación de los jugadores. Iniciamos una remontada que a punto estuvo de darnos la victoria. El equipo se retiró al campamento feliz, emocionado, impresionado por lo que habíamos hecho. «Es como un milagro», dijo uno de los padres. Sería genial poder decir que ganamos milagrosamente ese torneo, pero no fue así. Jugamos bien, ganamos un partido y perdimos dos por la mínima, uno de ellos en el tiempo añadido. Cada disputa estuvo tachonada de momentos verdaderamente reveladores: Ghen ganó la primera base, Aidan pegó una pelota que salió del campo, Ben cogía pelotas con verdadera temeridad, y Sam, el ex luchador contra el lobo, consiguió un jonrón. Cuando se hubo acabado el último partido y desmontamos el campamento, algunos miembros del equipo seguían en el campo de juego lanzando pelotas con sus uniformes. Podrían haber seguido jugando toda la noche. Página | 137 Cuando comencé a trabajar en este proyecto, me topé con una fotografía de la mielina tomada con un microscopio electrónico. No es una buena imagen en el sentido habitual de la palabra: está borrosa y granulada. Pero me gusta mirada porque se ve cada envoltura individual, como si fuesen los anillos del tronco de un árbol. Cada envoltura de mielina es un rastro único de algún acontecimiento pasado. Tal vez las palabras de un entrenador provocaron esa envoltura; ésa, quizá, surgió por la sonrisa de un padre; aquélla, tal vez, por ver a una persona en la que deseaban convertirse. En las espirales de la mielina se refleja la historia de una persona, las interacciones e influencias que conforman una vida. Cuando estoy en casa, en ocasiones me encuentro imaginándome esas cintas de luz, titilando y brillando mientras nuestra familia juega, se pierde en la lectura, o conversa alrededor de la mesa durante la cena. Parece absolutamente imposible que dentro de poco estas personitas vayan a ser mayores, a hacer cosas complicadas y maravillosas, pero no lo es. Sí, sucederá. Al fin y al cabo, somos seres de mielina. El otro día, nuestra hija Zoe cogió su violín y se abrió paso de forma vacilante a través de una nueva canción que habla de un rey gordo y una reina que tenían un perro. Se detenía con frecuencia. Cometía errores. Volvía a empezar. Sonaba incoherente y a la vez maravillosa. «Voy a practicarla un millón de veces ‐dijo‐. Voy a tocar súper bien.» Página | 138 NOTAS Introducción Para más información sobre Clarissa y la práctica que le sirvió para realizar el trabajo de un mes en seis minutos, véase Gary E. McPherson y James M. Renwick, «Interest and Choice: Student Selected Repertoire and Its Effect on Practicing Behavior», British Journal of Music Education, 19 (junio 2002), pp. 173‐188 y «I've Got to do My Scales First!», Proceedings of the Sixth International Conference on Music Perception and Cognition, Keele, Staffordshire, Reino Unido, Departamento de Psicología de la Universidad de Keele, 2000, CD ROM. I. LA PRÁCTICA INTENSA 1. El punto dulce Si se desea saber más acerca de los beneficios de encontrarse con dificultades en el proceso de aprendizaje, se puede consultar el trabajo que realizó Robert Bjork: «Memory and Metamemory Considerations in the Training of Human Beings», en Metacognition: Knowing about Knowing, Cambridge, Massachusetts, MIT Press, 1994, pp. 185‐205 Y «Assessing Our Own Competence: Heuristics and Illusions», Attention and Performance XVII. Cognitive Regulation of Performance: Interaction of Theory and Application, Cambridge, Massachusetts, MIT Press, 1999, páginas 435‐459. Uno de los detalles más interesantes acerca de la práctica intensa es que no se suele distinguir con facilidad de la práctica superficial. Bjork bautizó este fenómeno como la «ilusión de la competencia». Hay muchos estudios al respecto, pero el más significativo es el que se llevó a cabo con un grupo de carteros norteamericanos. Los sujetos recibieron varios cursos de formación para aprender a utilizar un nuevo sistema de escritura con teclado. El resultado fue que aquellos carteros que en realidad habían aprendido menos fueron los que pensaron que habían aprendido más y viceversa. Se puede consultar A. D. Baddeley y D. J. A. Longman, «The Influence of Length and Frequency of Training Session on the Rate of Learning to Type», Ergonomics, 21 (1978), pp. 627‐635. Hay una característica relevante de la práctica intensa que no hemos mencionado y que deberíamos tener en cuenta: su influencia en el mundo del marketing y la publicidad. De hecho, creo que este tema debería ser analizado con más detenimiento en otro estudio. Aquí, para simplificar, diré que la publicidad trabaja siguiendo exactamente los mismos principios que la práctica intensa: facilita el aprendizaje situando a los receptores de su mensaje en «el punto dulce», justo al límite de sus capacidades, de manera que se vean obligados a poner en funcionamiento sus circuitos una y otra vez. Esto explica por qué la mayor parte de los anuncios que triunfan hoy en día exigen del espectador algún tipo de esfuerzo cognitivo. Si interesa conocer ejemplos de anuncios publicitarios en los que se produce este fenómeno, se puede leer Jaideep Sengupta y Gerald J. Gorn, «Absence Makes the Mind Grow Sharper: Effects of Element Omission on Subsequent Recall», Journal of Marketing Research, 39 (mayo, 2002), páginas 186‐201. Para más información acerca de cómo Shaquille O'Neal mejoró la calidad de sus tiros libres, véase R. Kerr y B. Booth, «Specific and Varied Practice of Motor Skill», Perceptual and Motor Skills, 46 (1978), pp. 395‐401. Página | 139 Éstas son las referencias de varios estudios que nos ayudarán a conocer con más detalle la historia de Edwin Link y su simulador de vuelo: Lloyd L. Kelly recoge el testimonio de Robert B. Parke en The Pilot Maker, Nueva York, Grosset & Dunlap, 1970; Norman E. Borden, Jr., Air Mail Emergency 1934, Freeport, Maine, Bond Wheelwright, 1968; y D. J. Allerton, «Flight Simulation: Past, Present and Future», Aeronautical Journal, 104 (2000), pp. 651‐663. También se pueden encontrar algunos datos valiosos en hppt://www.link.comlhistory.html y en Virginia Van der Veer, «Barnstormig the U.S. mail», American Heritage Magazine (agosto, 1974). Podemos obtener más información acerca de los beneficios que el fútbol sala aporta a la hora de adquirir habilidades futbolísticas en J. D. Allen, R. Butterly, M. A. Welsch y R. Wood, «The Physical and Psychological Value of a 5‐a‐Side Soccer Training to a 11‐a‐Side Match Play», Journal of Human Movement Studies, 31 (1998), pp. 1‐11, y en Simon Clifford, Play the Brazilian Way, Londres, MacMillan, 1999. 2. La célula de la práctica intensa Hay dos trabajos de Douglas R. Fields que nos proporcionan una visión global de lo que se ha dado en llamar «la revolución de la mielina»: «White Matter Matters», Scientific American, (marzo, 2008) y «Myelination: An Overlooked Mechanism of Synaptic Plasticity?», Neuroscientist, 11, VI (2005), pp. 528‐531. Otro artículo de Fields, «White Matter in Learning, Cognition and Psychiatric Disorders», Trends in Neurosciences, 31, VII (julio, 2008), pp. 361‐ 370, nos da una visión general de la relación entre la mielina y ciertas enfermedades y síndromes como la esquizofrenia, el trastorno obsesivo compulsivo, la depresión crónica, el trastorno bipolar, el autismo, la dislexia y el síndrome de hiperactividad y de déficit de atención. Si se desea obtener información más detallada al respecto, se debe estar pendiente de la publicación de su próximo libro, que aparecerá en el catálogo de Simon & Schuster con el título de The Other Brain. Hay varios estudios que se centran de manera específica en los vínculos entre la mielina y el desarrollo de las habilidades y el talento. Por ejemplo: J. Pujol, «Myelination of Language‐ Related Areas in the Developing Brain», Neurology, 66 (2006), páginas 339‐343; F. Ullen y otros, «Extensive Piano Practicing Has Regionally Specific Effects on White Matter Development», Nature Neuroscience, 8 (2005), pp. 1148‐1150; T. Klingberg y otros autores, «A Neural Basis for Reading Ability: Microestructure of Temporo‐parietal White Matter», Neuron, 25 (2000), pp. 493‐500; B. J. Casey y otros autores, «Structural and Functional Brain Development and Its Relation to Cognitive Development», Biological Psychology, 54 (2000), pp. 241‐257; K. B. Walhovd y A. M. Fjell, «White Matter Volume Predicts Reaction Time Instability», Neuropsychologia, 45 (2007), pp. 2277‐2284; V. J. Schmithorst y otros autores, «Cognitive Functions Correlate with White Matter Architecture in Normal Pediatric Population», Human Brain Mapping, 26 (2005), pp. 139‐147; E. M. Miller, «Intelligence and Brain Myelination: A Hypothesis», Personality and Individual Differences, 17 (1994), pp. 802‐ 832; B. T. Gold y otros autores, «Speed of Lexical Decision Correlates with Diffusion Anisotropy in Left Parietal and Frontal White Matter as a Basis for Reading Ability», Neuron, 25 (2000), páginas 493‐500. Podemos encontrar muestras de las investigaciones sobre la práctica intensa llevadas a cabo por Anders Ericsson en la obra que coeditó con Neil Charness, Paul Feltovich y Robert Hoffman: Cambridge Handbook of Expertise and Expert Performance, Nueva York, Cambridge University Press, 2006, también en Expert Performance in Sports, Champaign, Illinois, Human Kinetics, 2003, coeditada en este caso junto con Janet L. Starkes; hay más datos en The Road to Excellence, Mahwah, Nueva Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1996. En el artículo que Página | 140 escribió junto con Neil Charness, podemos encontrar una explicación general sobre este asunto: «Expert Performance: Its Structure and Acquisition», American Psychologist, 49, VIII (1994), pp. 725‐747. También se debe tener en cuenta la investigación de Michael J. A. Howe, Jane W. Davidson y John A. Sloboda: «Innate Talents: Reality or Myth», Behavioral and Brain Sciences, 21 (1998), pp. 399‐407. Otro dato, quizá no tan importante, pero sí muy curioso, es que la práctica intensa también actúa sobre otras especies (al fin y al cabo la mielina es siempre mielina). Véase al respect W. S. Helton, «Deliberate Practice in Dogs: A Canine Model of Expertise», Journal of General Psychology, 134, 11 (2007), páginas 247‐257. 3. Las Brontë, los Z‐Boys y el Renacimiento Para aprender más sobre la organización renacentista de los gremios, véase S. R. Epstein, «Craft Guilds, Apprenticeship, and Technological Change in Preindustrial Europe», Journal of Economic History, 58, III (1998), pp. 684‐713 Y S. R. Epstein, Wage Labor and Guilds in Medieval Europe, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1991. Se puede encontrar más información sobre los aprendices renacentistas en Andrew Ladis y Carolyn H. Wood, The Craft of Art: Originality y and Industry in the Italian Renaissance and Baroque Workshop, Athens, Georgia, University of Georgia Press, 1995; también en Laurie Schneider Adams, Key Monuments of the Italian Renaissance, Boulder, Colorado, Westview Press, 2000; en Robert Coughlan, The World of Michelangelo, Nueva York, Time‐Life Books, 1966, y en el excelente libro de Charles Nicholl, Leonardo: El vuelo de la mente, Madrid, Taurus, 2005. Si se quiere disfrutar de un entretenido relato de los comienzos de los Z‐Boys, consulta Greg Beato, «Lords of Dogtown», Spin (marzo, 1999). Juliet Barker lleva a cabo un magnífico trabajo de documentación biográfica sobre las hermanas Bronté en The Brontes, Nueva York, Sant Martin's Griffin, 1994. También son recomendables los trabajos de Ann Loftus McGreevy, «The parsonage Children: An Analysis of the Creative Early Years of the Brontës at Haworth», Gifted Child Quaterly, 39, III (1995), páginas 146‐153 y de Michael J. A. Howe, Genius Explained, Cambridge, Reino Unido, Cambridge University Press, 1999, donde además encontraremos excelentes análisis de las figuras de George Elliot y Charles Dickens. Sobre el papel que desempeñan los genes en la adquisición de habilidades y en la evolución de la mielina, véase el brillante estudio de Richard Dawkins titulado El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta, Barcelona, Salvat, 2000. La sorprendente historia sobre el exceso de mielina que se encontró en el cerebro de Einstein ocurrió, aproximadamente, como sigue: Thomas Harvey, un forense sustituto que cubría una baja, robó el cerebro de Einstein y se autoproclamó su guardián. Más adelante, decidió dividido y repartido entre varios afortunados investigadores. La explicación completa de estos hechos puede leerse en la magnífica obra de Michael Paterniti, Viajando con Mr. Albert, Barcelona, RBA, 2001. Marian Diamond fue una de las científicas seleccionadas por Harvey. Página | 141 En 1985 llevó a cabo un esclarecedor análisis de algunos segmentos fundamentales de ambos hemisferios del cerebro de Einstein. Los comparó con las mismas regiones cerebrales de otros once hombres que tenían la misma edad que el famoso científico y descubrió que, en lo que a las neuronas se refería, todos ellos eran idénticos. Sin embargo, cuando analizó el número de células relacionadas con la mielina que presentaba cada cerebro, pudo constatar que el de Einstein tenía el doble que cualquiera de los otros órganos analizados. Diamond reflejó sus conclusiones en «On the Brain of a Scientist: Albert Einstein», Experimental Neurology, 88, I (1985), pp. 198‐204. 4. Las tres reglas de la práctica intensa El trabajo de Adriaan de Groot puede leerse tanto en su traducción al inglés, Thought and Choice in Chess, The Hague, Holanda, Mouton, 1965, como en el artículo de Vittorio Busato, «In Memoriam: Adriaan Dingeman de Groot», Association for Psychological Science Observer, 19, XI (noviembre, 2006). Debemos mencionar otros estudios importantes acerca de la importancia del aprendizaje por segmentos: W. G. Chase y H. A. Simon, «Perception in Chess», Cognitive Psychology, 4 (1973), pp. 55‐81; D. A. Rosenbaum, S. B. Kenny y M. A. Derr, «Hierarchical Control of Rapid Movement Sequences», Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 9 (1983), pp. 86‐102. Una fuente de información muy útil y divertida acerca del Spartak Tenis Club de Moscú es la película documental que grabaron Peter Geisler y Philip Johnston en 2005: Anna's Army: Behind the Rise of Russian Women's Tennis, Byzantium Productions. Sobre la Escuela de Música de Meadowmount, véase Elizabeth A. H. Green, Miraculous Teacher: Ivan Galamian and the Meadowmount Experience, publicación propia, 1993. Para saber más acerca del autoaprendizaje, conviene leer los siguientes libros: Barry Zimmerman y Dale H. Schunk, eds., Self‐Regulated Learning: From Teaching to Self‐Reflective Practice, Nueva York, Gilford Press, 1998, y Barry Zimmerrnan, Sebastian Bonner y Robert Kovach, Deueloping Self‐Regulated Learners: Beyond Achievement to Self‐Efficacy, Washington D. C., American Psychological Association, 2002. El desarrollo y las conclusiones del estudio basado en el servicio de los jugadores de voleibol se pueden leer en Barry Zimmerman y Anastasia Kitsantas, «Comparing Self‐Regulatory Processes Among Novice, Non‐Expert, and Expert Volley‐Ball Players: A Microanalytic Study», Journal of Applied Sport Psychology, 14 (2002), páginas 91‐105. La obra que mencionaré a continuación nos proporciona un agudo análisis de las diferencias existentes entre las escuelas norteamericanas y sus equivalentes en Japón o Alemania: James W. Stigler y James Hiebert, The Teaching Gap: Best Ideas From the World's Teachers for Improving Education in the Classroom, Nueva York, Free Press, 1999. Podemos encontrar más información sobre los efectos de la práctica intensa en los bebés en K. E. Adolph, P. E. Shrout y B. Vereijken, «What Changes in Infant Walking and Why», Child Development, 74, II (2003), pp. 475‐497. El estudio aparece resumido en el blog de Greta y Dave Munger: http://scienceblogs.com/cognitivedaily Página | 142 II. IGNICIÓN 1. Indicios fundamentales Se puede consultar el estudio completo de Gary McPherson sobre la motivación de los músicos (lo que hemos llamado ignición o «encendido») en «Cornmitment and Practice: Key Ingredients for Achievement During the Early Stages of Learning a Musical Instrument», Council for Research in Music Education, 147 (2001), pp. 122‐127. También es interesante su artículo «From Child to Musician: Skill Development During the Beginning Stages of Learning an Instrument», Psychology of Music, 33, 1 (2005), pp. 5‐35. Por último, citaremos otro artículo que McPherson escribió junto con Barry Zimmerman, «Self‐Regulation of Musical Learning», en The New Handbook on Research on Music Teaching and Learning, Oxford, Reino Unido, Oxford University Press, 2002, pp. 327‐347. Aún no podemos dar por concluidas las investigaciones de McPherson: los niños a los que empezó a estudiar cuando tenían siete años están llegando ahora a la universidad. Seguro que muchos de ellos han desarrollado ya grandes cantidades de mielina. Para investigar el campo de la automaticidad, hay que echarle un vistazo al trabajo que editaron John Bargh, Ran Hassin y James Uleman, The New Unconscious, Nueva York, Oxford University Press, 2005. También resulta útil, Descubriendo el poder de la mente: cómo el cerebro crea nuestro mundo mental, Barcelona, Ariel, 2008, de Chris Frith, profesor de neuropsicología en la Universidad de Londres. Además, The Situationist (http://thesituationist.wordpress.com) ofrece un interesante compendio de investigaciones y teorías acerca de todo lo relacionado con la automaticidad y sus consecuencias sociales. Los resultados del experimento llevado a cabo por Gregory Walton y Geofrey Cohen, el que analizaba el impacto que la coincidencia de la fecha de cumpleaños podía tener sobre los sujetos estudiados, no se han publicado aún; aparecerán bajo el título de «Mere Belonging». Se puede averiguar algo más sobre sus teorías en «Sharing Motivation», en D. Dunning, The Handbook of Social Motivation, en prensa. Hay otro estudio que ilustra efectos similares en individuos a los que se motiva de manera inconsciente para que aumenten su nivel de esfuerzo, alteren sus objetivos y mejoren su forma de actuar. Se trata de «Thinking of You: Nonconscious Pursuit of Interpersonal Goals Associated with Relationship Partners», Journal of Personality and Social Psychology, 84,1 (2003), pp. 148‐164. Por el contrario, otros estudios analizan las reacciones del sujeto cuando «se apaga el interruptor», es decir, cuando se provoca que el individuo reduzca su nivel de esfuerzo, inteligencia aplicada y actividad. Tal es el caso del de R. Baumeister, C. Nuss y J. Twenge, «Effects of Social Exclusion on Cognitive Process: Anticipated Aloneness Reduces Intelligent Thought», Journal of Personality and Social Psychology, 83, IV (2002), pp. 817‐827. El estudio sobre los huérfanos eminentes que realizó Marvin Eisenstadt se puede consultar en Parental Loss and Achievement, Madison, Connecticut, International Universities Press, 1989. También se analiza este fenómeno en Dean Keith Simonton, Origins of Genius: A Darwinian Perspective on Creativity, Nueva York, Oxford University Press, 1999. La cuestión recibe un tratamiento más superficial en Victor Goertzel y otros autores, Cradles of Eminence: The Childhoods of More than 700 Famous Men and Women, edición revisada, Scottsdale, Arizona, Great Potential Press, 2004. Página | 143 2. El experimento Curazao El libro de Charles Euchner, Little League, Big Dreams: The Hope, the Hype and the Glory of the Greatest World Series Ever Played, Naperville, Illinois, Sourcebooks, 2006, nos proporciona una vívida descripción del programa de béisbol de Curazao. Para obtener una explicación analítica y erudita de la motivación, véase Carol Dweck y Andrew Elliot, eds., The Handbook of Competence and Motivation, Nueva York, Gilford Press, 2005. El estudio que Dweck llevó a cabo acerca de la importancia que pueden tener sólo unas cuantas palabras de elogio puede consultarse en A. Cimpian y otros autores, «Subtle Linguistic Clues Affect Children's Motivation», Psychological Science, 18 (2007), pp. 314‐316. Dweck es también la autora de Mindset: The New Psychology of Success, Nueva York, Random House, 2006. Otra buena lectura acerca del poder de las palabras es Po Bronson, «How Not to Talk to Your Kids: The Inverse Power of Praise», New York Magazine, 12 (febrero, 2007). 3. Cómo encender un semillero de talento: la historia de las escuelas PCP Varios periodistas han descrito con todo lujo de detalles la historia de las escuelas PCP, en especial Jay Mathews en el Washington Post y Paul Tough en The New York Times Sunday Magazine. Para más información, véase también Jay Mathews, Work Hard, Be Nice: How Two Inspired Teachers Created America's Best Schools, Chapel Hill, Carolina del Norte, Algonquin Books, 2009. III. EL MAESTRO INSTRUCTOR 1. Los susurradores de talento He extraído la historia de Herman el barón Lamm del libro de John Toland, The Dillinger Days, Nueva York, Da Capo Press, 1995 y de la obra de Duane Swierczynski, This Here's a StickUp, Indianápolis, Indiana, Alpha Books, 2002. Para conocer una versión más completa de cómo surgió la escuela experimental de Ron Gallimore y Roland Tharp, véase su obra, Rousing Minds to Life: Teaching, Learning and Schooling in a Social Context, Nueva York, Cambridge University Press, 1988. No se puede decir que nos falten libros que analicen la figura de John Wooden. Desde un punto de vista pedagógico, sin embargo, es difícil que ningún estudio supere al que realizaron Swen Nater (ex jugador de baloncesto del equipo de la Universidad de California, Los Angeles) y Ron Gallimore, You Haven't Taught Until They Have Learned, Morgantown, West Virginia, Fitness Information Technology, 2006. Además, Gallimore y Tharp han actualizado su antiguo análisis sobre Wooden en «What a Coach can Teach a Teacher, 1975‐2004: Reflections and Reanalysis of John Wooden's Teaching Practices», Sport Psychologist, 18, II (2004), pp. 119‐137. Toda la información necesaria acerca del experimento que Benjamin Bloom llevó a cabo con 120 fuera de series está disponible en Developing Talent in Young People, Nueva York, Ballantine, 1985. Página | 144 Epílogo. El mundo de la mielina Hay dos publicaciones que destacan sobre todas aquellas que analizan la batalla entre los partidarios de la fonética y los defensores del lenguaje integrado: la de Nicholas Lemann, «The Reading Wars», The Atlantic Monthly (febrero, 1977), y la de Charlotte Allen, «Read It and Weep», Weekly Standard, 16 (julio, 2007). Conocer el funcionamiento de la mielina implica que, de repente, te apetezca menos ver la televisión; o, mejor dicho, hace que te des cuenta de que ver la televisión tan sólo ayuda a construir la habilidad de entretenerte pasivamente. Para informaros sobre cómo los DVD supuestamente destinados a ayudar al desarrollo cerebral del bebé consiguen en realidad frenar su capacidad de adquisición de vocabulario, podéis leer F. J. Zimmerman, D. A. Christakis y A. N. Melzoff, «Associations Between Media Viewing and Language Development in Children Under Age 2 Years», Journal ofPediatrics, 151, IV (2007), pp. 364‐368. Hay información más general acerca de este asunto en A. N. Melzoff, Alison Gopnik y Patricia Kuhl, The Scientists in the Crib: What Early Learning Tells Us About the Mind, Nueva York, Harper, 2000. Lo que comento acerca del envejecimiento y la reserva cognitiva está sacado de N. Scarmeas y otros autores, «Influence of Leisure Activity on the Incidence of Alzheimer's Disease», Neurology, 57 (2001), pp. 2236‐2242. Finalmente, reseñaré algunos de los libros más importantes sobre el talento y la habilidad de todos aquellos que he consultado. Como veréis, algunos de ellos son memorias y biografías. Las incluyo porque proporcionan descripciones verdaderamente valiosas del proceso de construcción de la habilidad. Nunca mencionan la palabra «mielina», pero el concepto está presente en cada una de sus páginas: John Jerome, The Sweet Spot in Time: The Search for Athletic Perfection, Nueva York, Breakaway Books, 1980; Steven Pinker, Cómo funciona la mente, Barcelona, Destino, 2007; Glenn Kurtz, Practicing: A Musician's Return to Music, Nueva York, Alfred A. Knopf, 2007; Twyla Tharp, The Creative Habit, Nueva York, Simon & Schuster, 2003; John McPhee, A Sense of Where You Are: Billy Bradley at Princeton, Nueva York, Farrer, Strauss & Girax, 1965; Steve Martin, Born Standing Up, Nueva York, Simon & Schuster, 2007. AGRADECIMIENTOS El esfuerzo que ha supuesto este proyecto puede medirse según muy diversos parámetros: en páginas de calendario (me ha llevado alrededor de dos años completarlo), en kilómetros recorridos (aproximadamente 70000) o en número de fracasos cosechados al intentar competir en determinadas actividades (tenis, matemáticas, fútbol, etcétera) contra algunas de las personas con más mielina del mundo (¿quién se podía imaginar que un violonchelista iba a ser tan bueno jugando al pimpón?). Sin embargo, creo que las unidades de medida más certeras son la generosidad y la ayuda que me han brindado todas las personas que han colaborado conmigo a lo largo del proceso. Me gustaría dar las gracias por el apoyo que me mostraron en Moscú a Elena Rybina, Maya Belyaeva, Vitaly Yakovenko, Michael Gorin y Shamil Tarpischev. Durante mi estancia en Curazao, la ayuda deFrank Curiel, Norval Feneyte, Percy Lebacks, Lucio Anthonia y Philbert Llewellyn fue inestimable. En São Paulo, conté con la colaboración del doctor Emilio Miranda, de Fernando Miranda y del gran Mike Keohane, de Soccer Futuro. En la Escuela de Música de Meadowmount, fueron Mary McGowan‐Welp, Owen Carman, Skye Carman, Hans Jensen, Melissa Kraut y Sally Thomas los que me echaron una mano. Página | 145 También debo agradecer la ayuda de Mathew Butler, Remington Rafael, Eric Neff y Sarah Alexander en el Septien Entertainment Group. En PCP conté con el apoyo de Sehba Ali, Steve Mancini, Ana Payes, Michael Mann, Leslie Eichler y Lolita Jackson. No puedo olvidarme de la colaboración de la gente de la Shyness Clinic: Nicole Shiloff y Aziz Gazipura. Por último he de mencio‐ nar los útiles consejos de Mary Carillo, John Yandell, Eliot Telts‐ cher, Matt Cronin, Chris Downs, Alexei Tolkachev, Charles Euchner, Michael Sokolove, Kim Engler y Rafe Esquith. Y, por supuesto, debo darles las gracias a Robert Lansdorp y Tom Martínez por ser tan buenos entrenadores en todos los sentidos de la palabra. El primer acercamiento a este estudio llegó de la mano de un artículo que escribí para Play: The New York Times Sports Magazine. Me gustaría darles las gracias a sus editores, Mark Bryant y Laura Hohnhold, por apoyarme con su exquisita inteligencia y su amistad. También debo señalar que estamos a punto de iniciar nuestra tercera década trabajando juntos y que, desde el punto de vista de la mielina, eso debe de significar algo. Además, quiero agradecerle a Charles Wilson, uno de los hombres con más recursos que he conocido, su inestimable trabajo como ayudante de investigación. Tampoco puedo olvidar a James Watson, Shan Cartes y Kassie Bracken. Me siento tremendamente agradecido hacia los muchos neurólogos, psicólogos y científicos que me dedicaron un poco de su tiempo y me dejaron acceder a su trabajo, sobre todo hacia Douglas Fields y George Bartzokis. También me gustaría darles las gracias a Albert Bandura, Bill Greenough, Barry Zimmerman, John Bargh, Geoff Cohen, Greg Walton, Deborah Feltz, Dan Gould, John Milton, Ronald Riggio, Richard Nisbett, Sam Regalado, Jack Rosenbluth, Jim Stigler, JeH Stone, Christopher Storm y Mark Williams. No obstante, los agradecimientos más especiales van dirigidos, por un lado, a mi maravillosa editora, Beth Rashbaum, cuyo entusiasmo, paciencia e inteligentes consejos pueden apreciarse en todas y cada una de estas páginas; por otro lado, a Barb Burg, una mujer llena de talento cuyo apoyo inicial me ayudó a sacar adelante esta obra, y a Angela Polidoro, siempre dispuesta a ayudar. También quiero darle las gracias a mi agente David Black, que es a esta profesión lo que Michael Jordan a la NBA. Y al resto de su equipo: Susan Rainhofer, Leigh Ann Eliseo y David Larabell. Hablando de equipos: tuve la suerte de que el gran escritor Tom Kizzia le echara un vistazo al primer borrador de mi manuscrito. Lo mismo hizo Todd Balf, cuyas destrezas editoriales sólo son superadas por sus habilidades de jugador de baloncesto casero. Otras personas que tuvieron mucho que ver con el encauzamiento de este proyecto son: JeH Keller, Rob Fisher, Jim Klein, Marshall Sella, Vince Tillion, Paula Martin, Mark Brinster, Jim Gallagher, la plantilla de la revista The Salty Kat, y los otros entrenadores de la Liga Menor de Béisbol, mis compañeros Bonnie Jason, Douglas Westphal y Kenton Bloom. Se merece una mención especial Tom Bursch, que compartió conmigo incontables conversaciones acerca del talento y que, en las calles de São Paulo, protagonizó una memorable demostración de cómo robar una cartera. Y yo que pensaba que Ronaldinho se movía bien... Este libro ha sido uno de esos proyectos que te ayuda a apreciar a tus padres. Tengo mucha suerte de que los míos sean los mejores del mundo. Gracias por todo, papá y mamá. Mi hermano Maurice me ha ayudado tanto en este trabajo que no es fácil decir exactamente en qué lo hizo. Aportó ideas, escarbó hasta encontrar los ejemplos adecuados y «encendió» mi pensamiento desde el principio hasta el final. Y lo mejor es que lo hizo con tanta paciencia y tan buen humor que empiezo a pensar que él entiende esto de la mielina mucho mejor de lo que yo lo comprenderé jamás. Página | 146 Finalmente, me gustaría darle las gracias a mi mujer, Jen, porque sin ella nada de esto habría ocurrido. Al fin y al cabo, es la persona con más talento que he conocido nunca. Página | 147