neuroética Neuroética como neurociencia de la ética Jorge Alberto Álvarez-Díaz Departamento de Atención a la Salud. Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Xochimilco. México DF, México. Correspondencia: Dr. Jorge Alberto Álvarez Díaz. Edificio A, 2.º piso. Área de Posgrados en Ciencias Biológicas y de la Salud. Calzada del Hueso, 1100. Colonia Villa Quietud. Delegación Coyoacán. CP 04960. México DF, México. E-mail: bioetica_reproductiva@ hotmail.com Agradecimientos: A las valiosas opiniones y sugerencias de los revisores anónimos acerca de la versión original y a los comentarios realizados por el Dr. Héctor Adrián Poblano Luna (Instituto Nacional de Rehabilitación, México). Aceptado tras revisión externa: 25.07.13. Cómo citar este artículo: Álvarez-Díaz JA. Neuroética como neurociencia de la ética. Rev Neurol 2013; 57: 374-82. © 2013 Revista de Neurología 374 Introducción. El desarrollo que han tenido las neurociencias ha avanzado de una manera rápida y espectacular. Puntos clave para ello son la introducción de las técnicas de neuroimagen funcional y el empuje del proyecto ‘década del cerebro’. Este desarrollo también ha permitido que surjan nuevas disciplinas como la neuroética. Desarrollo. Quienes han trabajado en neuroética pueden dividirse en tres grupos (neurorreduccionistas, neuroescépticos y neurocríticos), y cada grupo tiene diferentes posturas de lo que es la neuroética, con varios alcances y limitaciones en sus propuestas. Conclusiones. La neuroética es una disciplina que antes del año 2002 se entiende en exclusiva como una ética de la neurociencia (una rama de la bioética) y, a partir de esa fecha, se entiende también como una neurociencia de la ética (una nueva disciplina). El neurorreduccionismo propone que toda la vida ética tiene una base cerebral que determina los actos éticos, el neuroescepticismo argumenta que no se puede considerar la neurociencia como una función normativa y el neurocriticismo considera que los avances neurocientíficos no se pueden ignorar y se deben tomar en cuenta de algún modo para la elaboración de las teorías éticas. Palabras clave. Bioética. Humanidades. Moral. Neurociencia. Neuroética. Neurofilosofía. Introducción Desde hace tiempo, se ha venido marcando un paralelismo entre problemas que ha abordado la neurociencia con algunos problemas clásicos en el pensamiento filosófico, como podría ser la relación mente-cerebro [1]. Más aún, en la actualidad se entiende que deben considerarse los progresos neurocientíficos en el momento de la elaboración de las teorías filosóficas. Francis H. Crick derivó su interés de trabajo desde los años setenta del pasado siglo al estudio de las neurociencias. Crick propone en su libro La búsqueda científica del alma que ‘«usted», sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas’ [2]. A esto lo denomina la hipótesis revolucionaria, o al menos esa fue la traducción en lengua española, desafortunada por cierto. El original en lengua inglesa habla de una astonishing hypothesis, es decir, una hipótesis asombrosa. No podría ser revolucionaria, dado que Hipócrates ya lo había sugerido hace 25 siglos con el siguiente texto: ‘Conviene que la gente sepa que nuestros placeres, gozos, risas y juegos no proceden de otro lugar sino de ahí (del cerebro), y lo mismo las penas y amarguras, sinsabores y llan- tos. Y por él precisamente, razonamos e intuimos, y vemos y oímos y distinguimos lo feo, lo bello, lo bueno, lo malo, lo agradable y lo desagradable, distinguiendo unas cosas de acuerdo con la norma acostumbrada, y percibiendo otras cosas de acuerdo con la conveniencia; y por eso al distinguir los placeres y los desagrados según los momentos oportunos no nos gustan (siempre) las mismas cosas’ [3]. Crick trabajó y ejerció una influencia intelectual importante sobre la filósofa Patricia S. Churchland, pionera en sugerir que se deben tener en cuenta los datos de las neurociencias para el desarrollo de la filosofía; su propuesta cristaliza en un texto de 1986 donde introduce el concepto de neurofilosofía [4]. Recientemente, se ha subrayado en estas mismas páginas el impacto del avance neurocientífico en la epistemología y la filosofía de la ciencia [5]. Sin embargo, no es el único campo filosófico que debería tener en cuenta el avance neurocientífico. En particular, en la última década, la neurociencia ha transformado con profundidad la manera de entender el aprendizaje, la toma de decisiones, el yo y los afectos sociales, entre otros, de modo que se ha propuesto que las preguntas filosóficas tradicionales acerca de la moralidad se deben dirigir hacia nuevas direcciones [6]. El desarrollo en este sentido ha originado una disciplina denominada neuroética. www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 Neuroética como neurociencia de la ética El desarrollo en el conocimiento de las neurociencias y sus repercusiones en la filosofía puede deberse en muy buena medida a dos factores. El primero, el enorme avance de las neurociencias en las últimas décadas del siglo xx. El segundo, la decisión política del gobierno de los Estados Unidos en nombrar el 17 de julio de 1990 como la ‘década del cerebro’ a la última década del siglo xx [7]. Este tema es fundamental, ya que hubo una financiación espectacular para las neurociencias en ese período, lo que representó solamente el inicio. En la actualidad, continúan importantes proyectos para aumentar el conocimiento sobre el cerebro: BigBrain (donde se han obtenido algo más de 7.400 cortes de un encéfalo y las imágenes se han digitalizado, a la espera de que esto aumente el conocimiento neuroanatómico clásico) [8]; el Human Connectome Project (HCP), cuyo objetivo es construir un mapa de redes sobre la conectividad anatómica y funcional del cerebro humano sano, patrocinado por 16 componentes de los National Institutes of Health, dirigidos por dos consorcios, uno encabezado por la Universidad de Washington en Saint Louis y la Universidad de Minnesota, y el otro dirigido por la Universidad de Harvard, el Hospital General de Massachusetts y la Universidad de California en Los Ángeles [9], y el Blue Brain Project, cuyo objetivo final es estudiar la estructura encefálica del neocórtex creando una simulación molecular, financiado por la Unión Europea [10]. Hasta la ‘década del cerebro’, los grandes avances en neurociencias tenían dos vertientes, fundamentalmente. La primera era la del diagnóstico de patologías neurológicas y la segunda, la del tratamiento de tales patologías; si bien ya se diagnosticaban y se trataban, el avance en estos temas se incrementó enormemente. Por un lado como consecuencia de esto y, por el otro lado, por el desarrollo de las tecnologías NBIC [11] (acrónimo de los prefijos en lengua inglesa nano, bio, info y cogno), empezó a hablarse de la posibilidad de tratar a sanos o, en otras palabras, de intervenir en el cerebro de sujetos sin patología previa demostrable con el fin de mejorarlos. Y del tema de la llamada mejora humana [12], que involucraba ideas como hablar de un transhumanismo para pasar a un estado de poshumanismo se llegó a otro punto de arranque: el intento de aplicar métodos neurocientíficos para estudiar aspectos que no tenían que ver directamente con la clínica, es decir, ni con el diagnóstico ni con el tratamiento de pacientes. A partir de ahí, las actividades de la vida humana, individual y compartida empezaron a analizarse desde las neurociencias, fundamentalmente a partir del desarrollo de la neuroimagen funcional. www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 Todo esto tuvo una repercusión sobre el lenguaje, así aparecieron una serie de neurologismos [13] como, por ejemplo, neurodeterminismo, neuropolítica, neuroderecho, neuroeducación o neuropsicoanálisis. Neuroética es uno de estos neologismos. En la actualidad, suele admitirse que la neuroética nace en el año 2002; sin embargo, hay que rastrear entre los antecedentes para algunas diferencias conceptuales. El neologismo aparece por vez primera en la bibliografía en 1973, bajo la pluma de la neuropsiquiatra de origen alemán, establecida en Estados Unidos, Anneliese A. Pontius [14], quien publicó antes de 2002 tres trabajos más donde habla del término. No son más de cinco los lugares donde aparece el término ‘neuroética’ antes del año 2002 y fuera de los trabajos de Pontius. Por otra parte, Ronald E. Cranford propone en 1989 la figura del neuroeticista [15], aquel neurólogo que colaborara en la resolución de problemas éticos que involucraran casos neurológicos presentados a los comités de ética. Se ha generalizado que el nacimiento de la neuroética se ubica en el año 2002 gracias a que tiene lugar una reunión organizada por la Fundación Dana, cuyo eje fue la neuroética. Las memorias del encuentro se organizan y se publican con rapidez [16]. Además, un periodista que participa en la reunión plasma el término en un diario reconocido en todo el mundo [17]. Esto da una difusión enorme y expedita de ese pretendido nuevo saber. ‘Neuroética’ se convierte en 2002 en un término que tiene dos acepciones de acuerdo con Adina L. Roskies [18]. La primera se refiere a una ética de la neurociencia; con esta forma de entender la neuroética, correspondería a una mera rama de la bio­ ética (así se entiende hasta en las memorias del encuentro de la Fundación Dana). Lo único novedoso sería la consolidación de una rama más de esa ética aplicada que ha tenido un auge importante desde los años setenta del pasado siglo xx, como lo es la bioética. El contenido de la neuroética, en tanto que rama de la bioética, se limitaría a los problemas éticos planteados por las nuevas tecnologías en el campo de la neurología clínica y recogería los debates en torno a la muerte cerebral, el estado vegetativo, los estados de mínima conciencia, entre otros. [19] Se ha cuestionado si es necesaria esta delimitación de subdisciplinas dentro de la bioética [20], pero el desarrollo de las mismas, incluida la neuroética, sigue avanzando hasta alcanzar a los comités de ética [21]. En su segunda acepción, la neuroética correspondería a una neurociencia de la ética. Esto sí resultaba una verdadera revolución en el pensamien- 375 J.A. Álvarez-Díaz to en ética, ya que significaba la consideración del desarrollo de las neurociencias en general en la búsqueda de las bases cerebrales de los razonamientos éticos de los seres humanos. Muy pronto se postula que se trata de una disciplina que ha llegado para quedarse [22] y que se trata de una nueva disciplina [23], aunque también se ha cuestionado su legitimidad [24]. Sin embargo, la neuroética se ha desarrollado como una disciplina con cierta autonomía, fundamentalmente a partir de la aplicación de técnicas no invasivas de neuroimagen como la imagen por resonancia magnética funcional (RMf); esto lo muestran varios análisis bibliométricos realizados con publicaciones entre los años 1991-2002 [25], 2002-2007 [26] y 1999-2009 [27]. Antecedentes de los estudios empíricos en neuroética Existen referencias a la relación entre el cerebro y la mente desde el mundo helénico clásico [28]. Sin embargo, el primer intento sistemático de localizar funciones asociadas a diferentes regiones de la corteza lo constituye el método creado por Franz J. Gall y que denominó fisiología del cerebro; nunca aceptó términos como ‘craneología’ ni ‘craneoscopia’. Se debe a su discípulo Johann G. Spurzheim el término ‘frenología’, que Gall tampoco aceptó. Una de las críticas más agudas al sistema frenológico fue la de Jean M.P. Fluorens. Se correlaciona la postura de Gall y Spurzheim con el localismo (o localizacionismo) y la de Fluorens con el holismo (o funcionalismo) respecto de las funciones cerebrales. Se ha visto en esta época el primer intento de establecer las bases neurobiológicas de la ética [29]. En este ambiente, Orson S. Fowler publica en los Estados Unidos un manual para difundir la frenología [30] (después publicó otros libros relacionados con el tema); corría el año 1840. Aunque se ha escrito que para 1843 toda la comunidad científica del Oeste rechazaba la organología y la frenología [31], lo cierto es que los trabajos de los Fowler (Lorenzo N., hermano de Orson, fue un apasionado defensor de la frenología) se reeditaron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix. Con este telón de fondo, el 13 de septiembre de 1848 ocurrirá un hecho multicitado en la bibliografía sobre neurociencias en general, y sobre neuro­ ética en particular: el caso de Phineas Gage [32-34]. Después de un accidente en el que una barra de metal se le inserta en la mejilla izquierda y le sale por el cráneo, Gage recibe atención y no muere. En una primera publicación, su médico, John M. Har- 376 low, habla de la recuperación de Gage y, aunque encuentra cambios conductuales, resalta que no haya perdido la memoria o el habla tras el accidente, así promete publicar más adelante más información acerca de los cambios mentales [35]. Harlow se autodefinía como un oscuro médico de campo [36], por lo que su informe despertó dudas en los círculos académicos. El profesor de cirugía de la Universidad de Harvard, Henry J. Bigelow, acude al año siguiente para revisar a Gage y publica sus hallazgos, donde destaca la pérdida ocular y lo encuentra prácticamente recuperado en sus facultades mentales [37]. Dos décadas más tarde, Harlow publicó las observaciones de los cambios conductuales de Gage. Harlow estuvo expuesto a la frenología e incluso se interesó por ella [38], en tanto que Bigelow no, lo que pudo establecer la diferencia en la sensibilidad para la observación y descripción de los cambios presentados por Gage. En esas dos décadas, además de la muerte de Gage en 1861, hay que agregar que ese mismo año Pierre P. Broca publica sus observaciones respecto a la localización cerebral del habla en el lóbulo frontal izquierdo [39-41]. Se trataba de un espaldarazo al localismo, que apoyaría los hallazgos que Harlow pudo describir amplia y tranquilamente en 1868 [42]. Harlow describió de manera elegante en su artículo lo que hoy se llamaría un síndrome prefrontal. A mediados de la ‘década del cerebro’ se llevó a cabo una reconstrucción para inferir las áreas cerebrales dañadas [43], lo que ha vuelto a llevar el caso a la palestra de la discusión una vez más. Investigación científica en neurociencia de la ética La neuroética se ha dividido en empírica y teórica [44]. La neuroética empírica se centraría en los datos neurocientíficos relacionados con conceptos éticos, datos fundados en la experiencia, es decir, en el método científico como está concebido para las ciencias naturales. La neuroética teórica se centraría en los aspectos metodológicos y conceptuales que permiten vincular hechos neurocientíficos con conceptos éticos en las dimensiones descriptiva y normativa. Aquí se presenta el primer problema inherente a la parte ‘neuro’ de la neuroética, es decir, a la parte neurocientífica o, si se quiere, a la neuroética empírica: hay que pensar que conceptos éticos como bondad, corrección o justicia, entre otros, deben tener un correlato que metodológicamente permita explorarse desde el punto de vista empírico. www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 Neuroética como neurociencia de la ética Un segundo problema radica en la naturaleza de la segunda parte de la palabra, en la ‘ética’ de esa neuroética o, si se quiere, a la neuroética teórica. El problema ahora es que no hay que perder de vista que toda ética, en tanto que filosofía moral, tiene sobre todo tres tareas [45]: aclarar qué se entiende por el vocablo ‘moral’; intentar descubrir cuáles son los fundamentos y, junto a ello, determinar cuáles serían los principios de eso que se denomina como moral, y aplicar esos principios a la vida cotidiana (tanto a la personal como a la compartida). Como puede notarse, no es posible partir en exclusiva de los datos neurocientíficos, ya que lo que se considera como moral no lo dice la ciencia, sino la filosofía. Diego Gracia ha dividido la historia de la investigación clínica en tres períodos: la investigación clínica fortuita o casual (desde los hipocráticos hasta 1900), la investigación clínica diseñada (1900-1947) y la investigación clínica regulada (1947-actualidad) [46,47]. El caso de Gage, ocurrido en el primer período, ejemplifica a la perfección lo que Gracia llama el experimento fortuito o casual: la tesis clásica defendida hasta entonces era que todo acto médico en seres humanos debería ser per se clínico (diagnóstico o terapéutico), y que solamente per accidens tendría un carácter investigativo. Así fue de ilustrativa la experiencia con Gage: una vez que se presentaba un caso, el médico se limitaba a describir lo observado y aprender a través de ello. La investigación pura sólo podía realizarse en animales, cadáveres y en sujetos condenados a muerte (cadáveres potenciales, en algunos lugares y en algunos momentos históricos). El segundo período recibe su nombre porque aparece el diseño experimental del ensayo clínico, tal como se conoce en la actualidad, y se introducen los métodos estadísticos. En el tercer y último período, en el que nos encontramos, la investigación, además de estar técnicamente diseñada para que pueda hacerse, necesita estar regulada éticamente (y, cada vez más, legalmente). En este punto ya se han anudado varios problemas que es necesario decir cómo se han resuelto para poder avanzar en esa neuroética entendida como neurociencia de la ética: – La neuroética empírica se relaciona con la parte ‘neuro’ de la neuroética, con la parte neurocientífica o ¿cuál es el correlato metodológico que permitiría indagar sobre conceptos éticos tales como bondad, corrección o justicia, entre otros? (en otras palabras, ¿cuál sería el diseño técnicamente adecuado para poder investigar en neuroética?). – La neuroética práctica se relaciona con la parte ‘ética’ de la neuroética o ¿cómo se entiende la filosofía moral? www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 – ¿Cuál sería la regulación ética necesaria para investigar en neuroética? Estas preguntas las han resuelto diferentes autores por varias vías de argumentación que podrían organizarse en tres grandes grupos: los neurorreduccionistas, los neuroescépticos y los neurocríticos. Los neurorreduccionistas comparten explícita o implícitamente la hipótesis de Crick: los seres humanos somos nuestros cerebros; son las propuestas más acabadas y que llevan más tiempo en construcción; en esta línea, estarían posturas como las de Michael S. Gazzaniga, Francisco Mora o Patricia S. Church­ land. Los neuroescépticos han surgido como la contraparte, de modo que aquí se encuentran pensadores que consideran que la neurociencia no puede ni debe sustituir a la ética, por ejemplo Tom Buller o Selim Berker. Los neurocríticos no subsumen el discurso filosófico al científico (como, según dicen, lo hacen los neurorreduccionistas), pero tampoco descartan que los avances en neurociencias se puedan (y se deban) tener en cuenta de algún modo; las propuestas más elaboradas corresponderían a los trabajos de Marc D. Hauser [48], Neil Levy [49] y Adela Cortina [45]. Desarrollo de la investigación en neurociencia de la ética Ante la pregunta ¿cuál sería el diseño técnicamente adecuado para poder investigar en neuroética?, la respuesta han sido los estudios de neuroimagen funcional. Como es bien sabido, las principales técnicas son la electroencefalografía cuantitativa, la tomografía por emisión de positrones, la RMf, la tractografía y la magnetoencefalografía. ¿Qué tipo de resultado arrojan? No se trata de fotografías del cerebro y mucho menos de fotografías de la mente, sino que se entiende que se trata de imágenes del cerebro en acción [50]. Se asume, de diferentes maneras, que no se trata de ver el cerebro [51] ni de ver la mente [52], sino que epistemológicamente se trata de otra cosa que requiere un análisis más detallado [53]. La forma como suele trabajarse es asociar una actividad (motora, perceptual o cognoscitiva) con la neuroimagen producida, y suele deducirse que ésta indica la red neuronal donde se origina la actividad estudiada, es decir, el correlato se asume como causa (de ahí que también pudiera denominarse a este grupo de investigadores como neurodeterministas). A pesar de estos comentarios y críticas, en la práctica se ha dado por buena la respuesta. 377 J.A. Álvarez-Díaz Frente a la pregunta de cómo se entiende la filosofía moral, puede encontrarse un ejemplo paradigmático en Gazzaniga, quien escribe juicios tales como ‘estoy convencido de que es posible una ética universal’, la cual, desde su punto de vista, tendría una base neurobiológica y no filosófica [54]. Mora, por su parte, dice que ‘ética refiere a conductas siempre relacionadas con los otros’, y que ‘no es procedente aquí considerar la diferencia entre ética (griego, éthos) y moral (latín, mores) ya que ambos términos se utilizarán […] indistintamente, en relación con la idea de costumbres’ [55]. Sobre este tipo de aseveraciones han corrido ríos de tinta para criticar esta forma indistinta de manejo entre moral y ética (como el trabajo de Adela Cortina). A pesar de varias críticas, también se ha dado por buena la respuesta para poder avanzar. Por último, ante la cuestión de cuál sería la regulación ética necesaria para investigar en neuroética, entendiéndose como una neurociencia de la ética, la respuesta ha sido apelar a la otra vertiente: la ética de la neurociencia. Habría que recurrir a la ética propia del trabajo desempeñado en neurociencia, de modo que se tendrían las aplicaciones específicas relacionadas con la noción de capacidad, expresión libre y voluntaria del consentimiento informado, respeto por la dignidad e integridad de los sujetos de investigación, entre otros. Si se trata de estudiar de un modo empírico los juicios morales, hay que recordar que la filosofía ha propuesto diferentes formas bajo las cuales los seres humanos elaboran tales juicios: el intelectualismo moral (identifica el conocimiento con el bien y la ignorancia con el mal), el emotivismo moral (iguala la bondad o maldad con los sentimientos), el prescriptivismo moral (asemeja el cumplimiento de una norma con el asentimiento al carácter imperativo de los juicios morales) y el intuicionismo moral (no considera que la razón o los sentimientos sean la base del juicio moral, sino que la conciencia moral se daría cuenta de un modo inmediato o directo de lo que es bueno y lo que es malo). El supuesto bajo el cual se han organizado las investigaciones en neurociencia de la ética es asumir que los seres humanos emiten juicios morales basándolos en intuiciones morales, que de algún modo sería lo que ya se tiene inscrito de manera neurobiológica. Este supuesto surge de la propia investigación empírica, ejemplificada en un trabajo de Jonathan Haidt, en el que se pregunta al público sobre un caso de incesto [56]. El trabajo de Haidt muestra que, al desmontar sistemáticamente todos los argumentos que la gente da para explicar que el incesto es malo, la gente termina diciendo: ‘no sé por qué 378 está mal, pero sé que está mal’. Es decir, parecería que los seres humanos no son lo suficientemente capaces de dar razones de lo que está bien o de lo que está mal, precisamente porque cuentan con alguna intuición que les permite darse cuenta de ello de un modo inmediato. Con lo discutido (y discutible) que ha sido este punto de partida, es el punto que puede servir como hilo conductor para las investigaciones que se han llevado a cabo en neurociencia de la ética. Aunque las posturas que pueden considerarse como intuicionistas se han modificado en la historia de la filosofía [57], está más o menos claro que después de las propuestas de Haidt otros investigadores han sumado datos de investigaciones empíricas, también con metodologías propias de la psicología cognitiva, donde pretenden mostrar que la forma de elaborar los juicios morales tiene una base intuicionista [58]. Cuando se ha buscado sistematizar el conocimiento respecto de las bases neurobiológicas de ese intuicionismo moral se ha propuesto que se encuentran en la corteza frontoinsular, del cíngulo y orbitofrontal, asociadas a estructuras subcorticales tales como el septo, los núcleos basales y la amígdala [59]. Por otra parte, en filosofía suele establecerse una distinción entre fundamentaciones de la ética, que en cierto sentido son contrapuestas entre sí: la deontología (atender a los deberes sería el cumplimiento del deber por el deber mismo) y el utilitarismo (o consecuencialismo, donde habría que considerar las consecuencias de la decisión tomada). Algunos investigadores han propuesto que la neurobiología del deontologismo y del utilitarismo comparten los mismos circuitos [60]. Un trabajo pionero en la investigación empírica en neuroética empleando neuroimagen funcional es el de Joshua D. Greene, que inicia esta nueva era de la búsqueda del funcionamiento neurobiológico ante dilemas éticos [61]. Al hacer la primera recopilación sistemática, Haidt y Greene encontraron que las áreas cerebrales implicadas en la ética corresponderían a las siguientes (indicamos entre paréntesis las áreas de Brodmann): giro frontal medial (9, 10); corteza cingulada posterior, precuneal y retrosplenial (7, 31); surco temporal superior y lóbulo parietal inferior (39); corteza orbitofrontal y corteza frontal ventromedial (10, 11); polo temporal (38); amígdala; corteza dorsolateral prefrontal (9, 10, 46); y lóbulo parietal (7, 40) [62]. Una revisión posterior, con estudios de neuroimagen que intentan asociar redes neuronales con la toma de decisiones de naturaleza ética, resume las regiones relacionadas con la tarea en corticales, subcorticales y las que encuentran con datos dudo- www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 Neuroética como neurociencia de la ética sos [63,64]. Las regiones corticales son la corteza prefrontal anterior, la corteza orbitofrontal medial y lateral, la corteza prefrontal dorsolateral (sobre todo en el hemisferio derecho) y los sectores adicionales de la corteza prefrontal ventromedial, los lóbulos temporales anteriores y la región del giro temporal superior. Las estructuras subcorticales incluyen la amígdala, el hipotálamo ventromedial, el área septal y los núcleos del prosencéfalo basal (en especial el cuerpo estriado ventral, el globo pálido y la amígdala extendida), las paredes del tercer ventrículo y el tegmento rostral del tallo cerebral. Las regiones cerebrales que no se han asociado con consistencia con la cognición y el comportamiento moral en los estudios de pacientes son los lóbulos parietal y occipital, grandes áreas de los lóbulos frontal y temporal, el tallo cerebral, los núcleos basales y otras estructuras subcorticales adicionales. Sin embargo, para poder hacer un planteamiento desde la perspectiva de una neuroanatomía funcional, habría que proponer no sólo las redes neuronales involucradas en la ética, sino el modo como interactúan entre sí y con otras redes neuronales. La revisión más reciente que intenta esclarecer cómo sería el circuito neuronal relacionado con la ética indica que existiría un centro cortical de integración relacionado con la moral en la corteza prefrontal ventromedial, con conexiones múltiples al lóbulo límbico, al tálamo y al tallo cerebral [65]. A pesar de que suene arriesgado para algunos, de existir una base neurobiológica que sea la causa de la conducta ética, habría que aceptar entonces el innatismo de los juicios éticos [66]. Una parte de esta posible relación estaría en el sistema de las neuronas espejo descubiertas por Giacomo Rizzolatti a mediados de la ‘década del cerebro’. Este sistema de redes neuronales activa regiones de la corteza cerebral análogas a la función cuando los seres humanos son testigos de la acción, percepción, dolor o alegría de otro; en otras palabras, capacita neurofisiológicamente a sentir por empatía los estados funcionales neuronales de los semejantes [67]. Críticas a la propuesta de una base neurobiológica de la ética Los neuroescépticos consideran que la neurociencia no puede ni debe sustituir a la ética. En este sentido, no comparten que las investigaciones llevadas a cabo tengan en realidad una repercusión en lo que en filosofía se denomina ética normativa. En ese sentido, se ha propuesto que la ética puede dividirse en tres grandes dominios [68]: el descriptivo www.neurologia.com Rev Neurol 2013; 57 (8): 374-382 (representa la forma en la que se da el actuar ético), el analítico-metaético (indica las grandes construcciones teóricas de la ética, por ejemplo, qué se entiende y cómo se utilizan términos como bondad, corrección o justicia, entre otros) y el normativo (rasgo distintivo de la ética, ya que desde antiguo se ha postulado que existen unas normas que se impone cada uno a sí mismo, que corresponderían a las morales, a diferencia de otras normas que pueden ser impuestas y deben acatarse so pena de castigo, como las del derecho). En el fondo, lo que critican los neuroescépticos es que la neurobiología propuesta como base de la ética pueda (o deba) tener una consecuencia normativa. Buller ha dicho que ‘Lo que la neurociencia no puede hacer, y no debería estarle permitido hacer, es reemplazar las cuestiones normativas con las científicas’ [69]. Fundamenta la crítica con métodos argumentativos, filosóficos, ya que establece una distinción entre hechos (que correspondería tratar a la ciencia) y valores (que correspondería tratar a la ética, en tanto que filosofía moral). Así, la crítica de Buller va directa a los contenidos de las propuestas de la neurociencia de la ética. Otros trabajos, como el de Berker [70], han puesto en tela de juicio la cuestión metodológica, ya sea la idoneidad de los dilemas, el uso de la neuroimagen funcional, el análisis estadístico llevado a cabo con los datos obtenidos, así como las interpretaciones que de ellos se desprenderían. Cuando Berker realiza alguna posible concesión enseguida la critica, por ejemplo, dice que si se asume el intuicionismo moral (base de toda la construcción mencionada) no habría por qué privilegiar una intuición sobre otra, lo que es crucial en la toma de decisiones de naturaleza ética. Además, la propia experiencia empírica muestra esta divergencia en privilegiar unas intuiciones sobre otras entre diferentes seres humanos, así como en el privilegio que un mismo ser humano otorga a sus propias intuiciones ante distintos casos concretos. Berker no repara tanto en los contenidos de las propuestas de la neurociencia de la ética; sin embargo, criticando toda esta parte da por sentado una afirmación similar a la de Buller: la neurociencia sería insignificante desde el punto de vista normativo. Otro grupo se describió aquí como los neurocríticos, quienes buscarían el famoso punto medio indicado por la prudencia de Aristóteles, que evita llegar a los extremos: si un extremo es asumir que toda la vida ética tiene una base neurobiológica y otro extremo es asumir que la neurociencia en nada importa a la ética, los neurocríticos intentan decir, en todo caso, ¿cómo es que los avances neurocientíficos se 379 J.A. Álvarez-Díaz pueden tomar en cuenta para hacer ética? Algunos proponen que los resultados de investigación en materia de neuroética confluyen de algún modo cuando se analizan los discursos de la neurociencia cognitiva, de la psicología cognitiva y de la ética; si esto es así, proponen que si los datos empíricos mostrados por distintas investigaciones van en paralelo con las reflexiones éticas, no es posible no atenderlos [71]. Por ello, Levy dice que en el momento actual debe construirse un nuevo modo de hacer ética, teniendo en cuenta, de algún modo, todas las investigaciones neurocientíficas respecto de la ética, ya que no es posible ignorarlas, como tampoco pensar que toda la ética está en el cerebro [72]. Una crítica muy interesante es la vertida por Adela Cortina [45], quien afirma que es bueno seguir el aforismo griego de ‘conócete a ti mismo’: siempre será mejor saber cómo funciona el cerebro, cómo pueden prevenirse, diagnosticarse, tratarse o rehabilitarse padecimientos neurológicos o neuro­ psiquiátricos. Sin embargo, en tanto que filósofa, recuerda una distinción fundamental en la disciplina estableciendo una diferencia entre base y fundamento: una cosa es que existan bases cerebrales de la moral (nadie defiende que un ser humano acéfalo o en muerte cerebral pudiera ser un agente moral; le faltaría la base) y otra muy distinta es que pueda hablarse de un fundamento cerebral de la ética (la fundamentación es tarea propia de la filosofía, el dar razón del por qué de algo). En términos filosóficos, no es lo mismo condición necesaria (la presencia del cerebro, neurobiología) que condición suficiente (el acto de fundamentar, que es terreno filosófico). Además, habría que agregar que Cortina recuerda que la ética, como filosofía moral (estableciendo esta distinción no realizada por neurocientíficos), no se relaciona sólo con las acciones que tienen los seres humanos para con otro u otros (uno de los supuestos en neurociencia de la ética), sino que hay otros factores relacionados con la ética, como las aspiraciones a una vida buena, a una vida feliz, a una vida en plenitud, donde estos ideales tienen que ver con cada persona. Por un lado, estaría la idea de bondad (personal, individual) y, por el otro lado, la idea de justicia (grupal, colectiva). Conclusiones Con la llegada de la neuroimagen funcional surge una concepción neurocientífica de la ética: el cerebro es el asiento de la mente y, en el fondo, de toda conducta humana. Esta propuesta básica la emiten fundamentalmente neurocientíficos (Gazzaniga, 380 Mo­ra), seguida muy de cerca por algunos filósofos (Churchland). Sin embargo, no todo el mundo está totalmente de acuerdo, así surgen críticas en varios sentidos: unos expresan que la neurociencia no puede ser normativa (Buller, Berker); otros argumentan que los avances neurocientíficos se deben tomar en cuenta (Levy, Cortina) y que habría que dejar a cada disciplina (neurociencia y filosofía) un lugar que le sea propio. Tal vez la postura neurocrítica sea la más prudente, ya que desde la propia neurobiología hay que recordar un problema crucial, que va más allá de qué regiones evidencian actividad en la neuroimagen funcional cuando se expone a los seres humanos a dilemas éticos: ‘descifrar los circuitos interneuronales es fundamental para comprender las funciones del cerebro; sin embargo, sigue siendo una tarea desafiante en neurobiología’ [73]. Ese conocimiento se encuentra aún en ciernes; cuando se avance en él, con mucha probabilidad podrán emitirse otro tipo de reflexiones. En el momento actual, podría decirse que el avance científico puede ayudar a conocer mejor las bases neurobiológicas de la conducta (incluida la conducta moral), pero la labor de una fundamentación de la ética seguirá requiriendo de la filosofía. Bibliografía 1. Poblano A. Las neurociencias y la filosofía. Salud Publica Mex 1991; 33: 88-93. 2. Crick F. La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo xxi. Madrid: Debate; 1994. 3. Hipócrates. Sobre la enfermedad sagrada. In: Tratados hipocráticos I. Madrid: Gredos; 1990. 4. Churchland PS. Neurophilosophy. Toward a unified science of the mind/brain. Cambridge: MIT Press; 1986. 5. Estany A. La filosofía en el marco de las neurociencias. Rev Neurol 2013; 56: 344-8. 6. Churchland PS. The impact of neuroscience on philosophy. Neuron 2008; 60: 409-11. 7. Martín-Rodríguez JF, Cardoso-Pereira N, Bonifacio V, Barroso y Martín JM. La década del cerebro (1990-2000): algunas aportaciones. 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