Articulos Situar la Constitución de 1812 en el contexto de las Constituciones imperiales Josep M. Fradera Universidad Autónoma de Barcelona La Independencia de México resultó de una década de conflictos políticos y sociales en una época de cambios económicos globales. Hasta 1810 la economía de plata de la Nueva España era motor dinámico del comercio mundial. En 1821, como consecuencia de la revolución popular en el Bajío y de los triunfos británicos en las guerras napoleónicas y la revolución industrial, México emergió como una nación en busca de nueva economía en un nuevo mundo industrial. E ste no es el escrito de un constitucionalista. Ni siquiera lo es de un especialista en el momento constitucional gaditano. Por esta razón, no pretende descubrir aspectos poco conocidos del texto de Cádiz o explicar mejor el sentido de todas o alguna de sus partes. Doctores tiene la Iglesia que me ahorran una tarea para la que no me siento preparado. El único propósito de estas páginas consiste en tratar de situar algo mejor la primera Constitución liberal española en el lugar que le corresponde en la afirmación de los regímenes representativos en el mundo. Para ello, me limitaré a señalar una de sus características esenciales — su alcance imperial, abarcador de la metrópolis europea y de los territorios de la Corona en otros continentes—, con las implicaciones que ello comportaba, para compararla así con otras experiencias coetáneas. Como el lector podrá observar, esta dimensión comparativa no resulta nada extemporánea. Todo lo contrario: contribuye a clarificar el significado del texto y las posibilidades de consolidación del régimen político que pretendía fundar. El ámbito transoceánico de aplicación de la Constitución es, por lo tanto, lo que aquí trata de enjuiciarse. En efecto, la Constitución no se presenta como un texto sólo para españoles, para los “españoles peninsulares” en la terminología de época, tal como pareció a los historiadores naturales de España durante mucho tiempo. Al contrario, pretendía abarcar a todos aquéllos que habitaban en los territorios de la monarquía, estuviesen donde estuviesen.1 En consecuencia, valía incluso para quienes vivían en los más remotos confines de la misma como, por ejemplo, Filipinas, aunque resultase muy difícil aplicarles idea alguna de un pasado que les hacía acreedores a ello. Por esta razón, Manila fue el rincón más remoto en participar del primer experimento constitucional español, pero lo hizo.2 Esta dimensión imperial del ámbito de aplicación del texto gaditano mereció, por el contrario, las explicaciones y reflexiones de los contemporáneos. La más conocida de todas es la que puso en circulación el revolucionario asturiano Álvaro Flórez Estrada con posterioridad a los hechos. En su texto insiste, retomando la célebre declaración de la Junta Central, en que España no poseía colonias en América sino territorios iguales en categoría a los de la parte europea del cuerpo político. En los términos descritos por Flórez, los liberales gaditanos se habrían limitado a restituir la igualdad originaria entre unos y otros.3 El argumento de Flórez conducía a una observación de gran calado: los territorios ultramarinos no eran colonias en la medida en que estaban habitados por iguales. Esta aseveración no debe confundirnos. Quien sería diputado en el Trienio Liberal (1820-1823) dejó muy claro, con argumentos de elevado tono etnocéntrico, que aquella forma de ver las cosas no incluía por igual a aquellos otros habitantes marcados con diferencias notorias con relación a los americanos de origen europeo. El goce de derechos compartidos por parte de indios y descendientes de africanos (estos últimos también llamados “castas pardas” en la terminología imperial) era algo controvertido; dependería en todo caso de una decisión posterior: la de aquéllos para los que el disfrute de la plenitud de derechos parecía un traje a medida. Las disensiones a las que se refería Flórez Estrada eran las que enfrentaron a españoles europeos con americanos; eran conflictos entre iguales.4 La Constitución, como marco de derechos y de representación, estaba pensada en términos genuinamente etnocéntricos; otra cosa era que las conveniencias políticas y las necesidades del momento hubiesen empujado a los constitucionalistas gaditanos a abrir la mano a unos invitados en principio no deseados. Las alusiones a la falta de cultura que el liberal asturiano deja resbalar en su texto al encarar la cuestión de los derechos de indios y castas pardas son muy reveladoras respecto al tema arriba planteado.5 No obstante, el proceso constitucional gaditano se decantó en una dirección compleja respecto a la definición del alcance de la ciudadanía. En pocas palabras: quién estaba dentro y quién quedaba fuera. Los indios fueron asimilados sin restricción alguna a la ciudadanía y el derecho a la representación porque lo 1 Quien más ha hecho para rehabilitar la dimensión auténtica del texto es José María Portillo. Véase su Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana (Madrid: Marcial Pons, 2006). 2 Ruth de Llobet, Orphans of Empire. Constitutional Impasse and the Rise of Filipino Creole Consciousness in the Age of Revolution (tesis doctoral inédita, University of Wisconsin, 2011). 3 Álvaro Flórez Estrada, Ensayo imparcial de las disensiones de América, de los medios de su reconcilación y de la prosperidad de todas las naciones, en Obras de Flórez Estrada, vol. cxiii, tomo ii (Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, 1950), p. 12. 4 Éste es el motivo que conduce a Jeremy Bentham a sugerir a los españoles el abandono de toda pretensión imperial. Lo mismo que había recomendado a los franceses unos años antes. Un perceptivo análisis del texto de Bentham se encuentra en Bartolomé Clavero, “!Libraos de Ultramaria! El fruto podrido de Cádiz”, en J. M. Iturriñegui y J. M. Portillo, Constitución en España: orígenes y destinos (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998), pp. 109-177. 5 Examen imparcial de las disensiones de América y España, de los medios de reconciliación y de la prosperidad de todas las naciones, pp. 31-32. En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 57 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. exigían así los derechos de la nación y de la comunidad católica, a pesar de las dudas que sobre esta última condición introdujeron las exigencias de la ilustración católica.6 La exclusión de la ciudadanía de los descendientes (en cualquier grado) de africanos libres, las “castas pardas”, se convertirá por el contrario en el asunto más espinoso de todos los que enfrentaron las Cortes constituyentes. En este caso, la posición de los constitucionalistas metropolitanos no derivó en primera instancia de aquel etnocentrismo previo que lo impregnaba todo, sino que fue resultado de un complejo cálculo de costes y beneficios por parte de la Comisión Constitucional. Conviene no engañarse sobre el particular. El ejercicio de los derechos inherentes a la ciudadanía (figura que desaparecerá en futuros textos constitucionales españoles) se piensa en el marco de proyecciones sociales que derivan de la estructura de la sociedad de fines de siglo xviii. En función de ellas y del etnocentrismo compartido por las elites europeas en ambos lados del Atlántico, resultaba muy difícil imaginar que los indios y las castas pardas fuesen percibidos como elementos activos en la sociedad política que las nuevas reglas se proponían alumbrar. Con todo, españoles peninsulares y americanos precisaban incorporar a aquellos grupos a los censos, de la misma manera en que la amplia autonomía local y la movilización contra Napoleón exigió conceder el derecho de voto a la población masculina adulta, un hecho que tendría consecuencias de gran profundidad y duración. Conviene reflexionar sobre las razones del sesgo universal monárquico de la proclamación gaditana. Las instrumentales son tan obvias que es suficiente con mencionarlas casi de paso. En efecto, la Constitución nace como un instrumento de lucha contra la potencia invasora y para el mantenimiento de la unidad del cuerpo político monárquico. Nace además condicionada por el hecho de que la Constitución napoleónica de Bayona fue aprobada con anterioridad y con la presencia de una representación americana.7 La monarquía se entiende entonces como un todo único, más allá de la propia dinastía de monarcas-propietarios y más allá también de la identidad política de los reinos peninsulares (y de América como parte del de Castilla). Por este mo- 6 7 toriografía. Sin embargo, su repetición en el tiempo requiere un enfoque distinto. Debido a esto, y antes de seguir por esta senda, es preciso avanzar una definición, siquiera provisional acerca de su naturaleza y carácter. Podemos definir como Constituciones imperiales a aquéllas que reunían dos condiciones. La primera consistió en su propósito de abrazar el ámbito completo de los espacios monárquicos heredados del antiguo régimen. En segundo lugar, que se propusiese hacerlo bajo la misma Constitución y el mismo sistema de derechos. Desde este punto de vista, parece bastante evidente que las Constituciones que pueden ser catalogadas como imperiales no fueron muchas. Su número es ciertamente escaso. Además, durante el periodo revolucionario que estamos contemplando, su posibilidad coexistió con otras posibilidades; por lo general, con la representada por las Constituciones decididamente coloniales o colonialistas, en algunos casos la transformación de los viejos sistemas jurídicos de las monarquías. ¿Qué distinguía a unas de otras? Con toda la simplicidad que justifica estas taxonomías elementales, la primera distinción puede establecerse del modo siguiente: mientras las Constituciones imperiales trataron de imponer un marco legislativo único para todos los súbditos libres del monarca o de la república, las Constituciones coloniales eran por definición sistemas de doble Constitución, esto es, procedían a distinguir entre aquello válido para los individuos libres que vivían en la metrópolis (monárquicas o republicanas) y aquello válido para los que habitaban en los espacios ultramarinos o coloniales. A este segundo tipo de Constituciones las llamaré coloniales puesto que, desde el punto de vista que estamos explorando, es esto lo que eran y pretendían ser. Esta distinción nos conduce, de manera casi imperceptible, a posibilidades intermedias que deben ser tomadas en consideración. Entre uno y otro tipo de Constitución prosperó en ocasiones una tercera posibilidad, en términos teóricos por lo menos. Me refiero a la formada por una Constitución que amparase los derechos de los súbditos del Estado en territorios lejanos, sin que esto implicase la generalización de aquellos derechos a otro tipo de sujetos; una distinción que, con independencia de que se formulase o no, estaba presente en la lógica política que envuelve la cultura constitucional de todos los países. Este tercer tipo de Constituciones permaneció como una hipótesis poco explorada en la etapa del ciclo revolucionario que estamos estudiando, como una hipótesis por lo general irrealizable antes de la formalización de las Constituciones coloniales. Ganarían importancia en el futuro, como pondrían de relieve los desarrollos del segundo Imperio francés en Argelia y, más tarde, en Indochina y el África occidental. Igualmente, desde este punto de vista deberían tomarse muy en cuenta las relaciones constitucionales en los dominios de la Corona británica, parte integrante de la particular Constitución imperial/colonial británica, o en las piruetas de la ciudadanía imperial británica en la época victoriana tardía.9 Conviene devolver estas distinciones entre modelos de Constitución al terreno de los procesos históricos que les dieron vida. No obstante, antes es importante subrayar que la importancia de los distintos tipos de Constitución responde no sólo al hecho de que dominaron el primer momento constitucional en el mundo sino también por sus consecuencias futuras. En los años de 1780 a 1830, la aprobación de Constituciones escritas era la única forma conocida si se quería preservar la unidad de los viejos Imperios monárquicos. En este sentido, la pluralidad de derechos y de capacidad representativa se trasmutó súbitamente en la idea de una representación general de un nuevo sujeto político cuyos derechos no derivaban de la lógica de las Constituciones (antiguas) particulares sino de su naturaleza misma. Como señalaba la voz égalité tivo, no se considera adecuado mantener las divisiones antiguas en la organización territorial y en la identidad política nueva. Una cosa era la inspiración historicista presente en Jovellanos y Capmany, la Junta Central y los amigos de lord Holland para potenciar una lectura positiva de las “antigua[s] [...][constituciones] del reino” como fuente de legitimidad en que inspirarse y otra muy distinta el planteamiento que se impone. Otra la que finalmente salió adelante. El texto que se aprobará representa una cesura con el pasado, en la imposibilidad material e ideológica de convertir aquél en operativo. Esta cesura desplazará las razones históricas, entonces, en beneficio de una lectura que se apoya en una idea más moderna de los derechos políticos. De algún modo es la reproducción del debate que dividió a los franceses entre 1789 y 1791. La lectura del lugar de América y Filipinas en la Constitución tiene mucho qué ver con esta visión del valor revolucionario del proceso político, con la capacidad de los liberales peninsulares (en particular de los núcleos asturiano y gaditano) de imponerse a otras expresiones políticas en las Cortes y en la Comisión Constitucional.8 Para el grupo hegemónico, América no merece un tratamiento separado, como tampoco lo merecen los territorios o corporaciones en la península. La única connotación cultural que se acepta es la católica, la compartida por todos (o esto se supone); aquélla que concede identidad a los sujetos y a la nación entera, a la nación en ambos lados del Atlántico. Estas razones coadyuvaron a dar carta de naturaleza de la Constitución como un artefacto unitario, peninsular y ultramarino, esto es, imperial. La discusión no puede ser, sin embargo, meramente discursiva. Los liberales metropolitanos, la facción hegemónica en las Cortes constituyentes, imponen un texto que precisa fabricar su propio objeto: la nación española como transmutación sin amputaciones del Imperio heredado. Desde su perspectiva, en ausencia de razones históricas y muy conscientes de la heterogeneidad de la monarquía en lo social y en lo territorial, precisarán definir una fuerza mayor que empuje el proceso de cambio hacia delante, que edifique la nueva sociedad. Esta fuerza no podía ser otra que las Cortes, el poder por excelencia que la Constitución consagra, el único no sometido a la continuidad de la tutela jurisdiccional de los jueces, el único poder que sobrevuela sobre las fracturas del cuerpo social. Por esta razón, el federalismo o el respeto a los cuerpos antiguos no tienen lugar en el horizonte ideológico de la primera generación liberal. Probablemente de modo involuntario, los liberales hegemónicos recorrerán el camino ideológico de los revolucionarios franceses que culminó en la guerra contra la Vandée y la destrucción de los “federalistas” girondinos. Para promover las Cortes como deus ex machina precisarán fraguar una mayoría en ellas, el argumento de necesidad que conduce a la cuestión de la exclusión de las castas pardas de la ciudadanía. Y, por ahí, alterando la regla de la igualdad o modulándola sólo en provecho propio, hundirán de manera definitiva el consenso con los liberales americanos. En otras palabras, arruinarán para siempre el fundamento inequívoco para una Constitución genuinamente imperial. La familia de las Constituciones imperiales Durante el ciclo revolucionario comprendido entre las décadas de 1780 a 1830, la lógica de las Constituciones imperiales dominó el horizonte constitucional atlántico. Ofuscadas por las narrativas nacionales, narraciones post facto en buena medida, dichas Constituciones han recibido escasa atención por parte de la his8 Eduardo Martiré, La Constitución de Bayona entre España y América (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000). William B. Taylor, Magistrates of the Sacred. Parish and Parishioners in Eighteenth-century Mexico (Stanford: Stanford University Press, 1996). 58 Las posiciones de unos y otros en el libro de Joaquín Varela Suanzes, La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (las Cortes de Cádiz) (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1983). 9 59 Julie Evans, Patricia Grimshaw, David Philips y Shurlee Swain, Equal Subjects, Unequal Rights, Indigenous Peoples in British Settler Colonies, 1830-1910 (Manchester: Manchester University Press, 2003). Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana constitucional del que forma parte. Como es bien sabido, la esclavitud fue abolida en los estados del norte y prolongada en los del sur. Además, la decisiva Northwest Ordinance de 1787 establecía que la constitución de nuevos estados excluía de raíz la esclavitud, norma que será respetada hasta 1820, cuando esta disparidad pasó a ser legislada en términos territoriales.13 Sólo los territorios en los que ya existía la esclavitud podrían ser incorporados como estados en las mismas condiciones que los estados del sur que la mantuvieron hasta el final de la guerra civil. En la Constitución, los esclavos fueron asimilados con la expresiva condición de “numbers”, el resultado del llamado acuerdo federal (federal agreement) por el que este grupo contaba como tres quintos en los censos electorales, una cuestión crucial para determinar la composición de un Senado con amplios poderes en aquella particular Constitución bicameral. En el marco de la igualdad constitucional figuraba, entonces, la sujeción de los esclavos como “nación extranjera”, susceptible de ser extirpada como piensan los padres fundadores y asumirán igualmente Abraham Lincoln y los free soilers que defienden la unidad republicana frente al deseo de secesión de los estados del sur.14 De igual forma, los esclavos reaparecían de modo subrepticio en lo relativo a las fugas de sus propietarios y a la obligación de los estados de devolverlos. No se incluyeron mayores precisiones. La ciudadanía pertenecía a los libres con independencia económica, lo que de antemano incluía a mujeres de posición y a los libres de color que cumpliesen con este requisito. Como es sabido, la exclusión de estos grupos sociales en los censos de los estados se produciría en las décadas posteriores a la independencia de la nación, un proceso puntuado por múltiples circunstancias locales. En vísperas de la guerra civil norteamericana, sólo en Massachusetts (estado sin esclavitud y con un número muy reducido de descendientes de esclavos) la población libre de color seguía inscrita en los censos electorales. Mientras, los indios fueron divididos en dos grandes grupos: aquéllos desgajados de sus sociedades de origen, englobados en el territorio de los estados y que pagasen impuestos serían incorporados a los censos electorales y gozarían de la ciudadanía; en cambio, las naciones indias serían consideradas como naciones extranjeras, sujetos de derecho internacional (a partir de 1830, tras la famosa sentencia del juez Marshall, paradójicamente sujetas a la tutela del Estado federal). La unidad republicana prolonga, no hace falta insistir, la lógica de inclusión/expulsión anterior. En consecuencia, la facultad de establecer tratados con las naciones indias se reservaba al Legislativo, al tratarse de un apartado específico de las relaciones exteriores de la joven entidad política. El desarrollo institucional de la nación asimilaba, sin problemas aparentes, la esclavitud en algunos estados y el doble tratamiento a los pobladores iniciales, exclusivo e inclusivo como se acaba de indicar. En el primer caso, la república continuó la larga tradición de tratados con las naciones indias heredada del Imperio británico, aunque lo hacía sin los tintes humanitaristas del último tramo del dominio imperial, los que habían conducido a la Royal Proclamation de 1763, que separaba los territorios de colonización de los que deberían permanecer en manos de aquéllas. El cambio político propiciado por la separación de las trece colonias británicas de América del Norte se ramificó en dos yée portuguesa de 1826, que ya no afectaba a los antiguos territorios portugueses de América. Seis en total: una familia modesta en número, pero muy importante en la expansión de la idea de derechos y representación política en el mundo, así como en la formación de la mitología democrática y republicana que iba a condicionar el futuro. Pero es necesario completar el cuadro. Vista la luz, mirar hacia las tinieblas. ¿Cuáles fueron, entonces, las Constituciones contemporáneas a las que puede atribuirse el carácter de coloniales? En breve: las francesas de 1791 y 1799 (año viii) y todas las que proceden de la matriz ideológica afirmada por aquella última, como las españolas de 1837 (más la de 1845 y 1876) y la portuguesa de 1838. Todas ellas rectificaron a fondo las dinámicas precedentes, aquéllas que marcan el paso de la familia constitucional tratada con anterioridad. El caso británico, tras la secesión norteamericana, debe analizarse igualmente en este marco, pero deberá hacerse con extraordinaria cautela. A pesar de las enormes diferencias en su lógica y carácter con las “continentales”, una reflexión sobre sus transformaciones no debería dejarse al margen en estas consideraciones. La universalidad del derecho natural En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. fronteras hacia las que miraron las revoluciones norteamericana (esto es, el Imperio británico en suelo norteamericano) y francesa son tan borrosas y les exigen, al mismo tiempo, tanta voluntad proselitista. En otras palabras: los límites del imperio jeffersoniano de la libertad, el baluarte contra la tiranía de los déspotas europeos y expansionista al mismo tiempo hacia confines tan remotos como indefinidos no son los de las fronteras entre Estados sino los que establecen los derechos de los individuos. En definitiva, si los hermanos políticos se encontraban esparcidos en diversos continentes, de esta lógica protonacional nacerían las naciones-imperio y, como expresión institucional máxima, las Constituciones imperiales. Por la misma razón, del fracaso de este modelo constitucional nacerán las naciones con colonias y las nuevas naciones que florecerán en los espacios ultramarinos antes colonizados. Ciertamente, ninguna Constitución obedece en exclusiva a un proyecto ideológico único, ni siquiera a la síntesis más o menos afortunada de ideas vigentes en el mundo que la ve nacer. Por el contrario, todas las Constituciones aprobadas en los años a los que nos estamos refiriendo pueden leerse como una delicada transacción entre sistemas jurídico-constitucionales y los estímulos y límites impuestos por una realidad compleja. Nada muestra mejor la bondad de este aserto que la misma existencia de las Constituciones imperiales. ¿Cuántas y cuáles pueden ser definidas como tales, en los términos antes descritos? En esta familia deberemos incluir las siguientes: la norteamericana de 1787, las francesas de 1793 (no aplicada) y de 1795, la española de 1812, la portuguesa de 1822 y la charte octro- en la Encyclopédie, firmada por el gran sabio Louis de Jarcourt, la igualdad natural “es aquella que existe entre todos los hombres por la sola constitución de su naturaleza”.10 Esta transmutación de los derechos antiguos (derechos plurales en el contexto del pluralismo legislativo del antiguo régimen) en la lógica del derecho natural del individuo nacido libre de la declaración norteamericana de independencia o de la declaración de derechos del hombre, está en la base de la vocación universal de las primeras Constituciones. En su ascenso y caída, por decirlo en palabras de Florence Gauthier, se trataba del “triunfo y muerte del derecho natural”.11 Si los derechos de los individuos no dependían de razones históricas, difícilmente podía aceptarse otra limitación que las fronteras que delimitaban el espacio donde la representación de este individuo liberado de sus cadenas podía organizarse. La paradoja, en todo caso, es que, en este mundo nacido de los Imperios monárquicos, ajeno todavía a la fragmentación de la nación moderna, la comunidad de ciudadanos no era más que la suma de aquéllos que vivían entre las fronteras forjadas por las ambiciones monárquicas del pasado. Con la paradoja añadida, además, de que su espacio no estaba delimitado por las cordilleras y los ríos de Europa sino que a menudo incluía poblaciones al otro lado del océano. Por esta razón, las 10 Tomo la cita de María Sierra, María Antonia Peña y Rafael Zurita, Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo (Madrid: Marcial Pons Historia, 2010), p. 84. 11 Triomphe et mort du droit naturel en Révolution, 1789-1795-1802 (París: Presses Universitaires de France, 1992). 60 El texto de la más famosa y longeva de las Constituciones escritas de la historia, la norteamericana de 1787, es una declaración en toda la regla de universalismo e imperio. Postula un nuevo orden en el mundo, basado ahora en la pluralidad y la unicidad. Se funda un cuerpo político nuevo, que no es otro que la continuación del Imperio monárquico británico en Norteamérica, sin otra definición de alcance territorial que la vigencia de unas mismas instituciones. Una continuidad que no se toma, por lo general, en la debida consideración o se hace sólo desde el exclusivo ángulo de los préstamos intelectuales (John Locke, por supuesto; pero también la tradición jurídico-política institucionista de Blackstone). En esta dirección, un excelente artículo de Edward Countryman constituye una excepción.12 El ubicuo Thomas Jefferson definió esta continuidad, a conciencia y con toda propiedad, como el imperio de la libertad. Si bien éste se expresa muy pronto como “americano”, aquello que lo separa del antiguo mundo europeo es que se forma en un mundo dominado todavía por las monarquías del ancien régime, a las que se teme por encima de cualquier otra cosa. Éste es el máximo temor de la nueva república, en particular de las corrientes que más la defendían, el temor que la impele a garantizar su futuro en un continente —hasta Panamá, como sugirió el político virginiano citado—, con su primera expansión tras los montes Apalaches, la derrota de las bolsas de tories leales al rey en el sur y la compra de grandes lotes de tierras a franceses y españoles. Entre todas estas operaciones, la conocida como la Louisiana Purchase de 1803, formalizada por los emisarios de Napoleón y, de nuevo, de Jefferson, entonces en su primera presidencia, es el ejemplo mayor. Aquí vemos el marco de realización de este ideal de república universal, federal en su organización pero unitaria en su ejemplar equilibrio institucional y su ya mencionado ethos de república proselitista, que excluye la adquisición de colonias. Como es bien sabido, la joven república incluyó desde su pacto inicial cautelas muy serias sobre la universalidad del mensaje de libertad e igualdad proclamado en la Declaración de Independencia como una verdad autoevidente. Algunas de ellas fueron tratadas extensamente por los constitucionalistas, en particular aquéllas que se referían a la situación de los esclavos y a las naciones indias. Los primeros son invisibles desde el punto de vista de la Constitución escrita, punta del iceberg del complejo Doble página siguiente: En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 13 12 Peter S. Onuf, Statehood and Union. A History of the Northwest Ordinance (Bloomington: Indiana University Press, 1987). 14 Eric Foner, Free Soil, Free Labor, Free Men. The Ideology of the Republican Party before the Civil War (Oxford: Oxford University Press, [1970] 1995). Edward Countryman, “Indians, the Colonial Order, and the Social Significance of the American Revolution”, The William and Mary Quartely, 53: 2 (1996), pp. 341-362. 61 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana 62 63 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana solidación y reforzamiento de la autoridad de la figura de los colonial governors —cargo a la vez político y militar—, encarnación del despotismo militar de los procónsules que dominará la historia del Imperio hasta el siglo xx.15 La segunda dirección de importancia estratégica y negación taxativa al mismo tiempo de una hipotética marcha hacia una Constitución imperial será la reafirmación del Parlamento de Westminster como Parlamento con capacidad para el conjunto del Imperio, medida reforzada con la integración de la minoría protestante irlandesa en 1802 y reafirmada, frente algunas demandas en sentido contrario, con la reforma de 1832, que liquidará para siempre los lobbies de plantadores del Caribe y de la Compañía Inglesa de la Indias Orientales.16 El tercer orden de medidas sí estaba en línea con situaciones muy propias de la lógica de las Constituciones imperiales. Tres de esas acciones deben ser destacadas. La primera fue la Taxation of Colonies Act de 1778, por la que el Parlamento imperial renunciaba a gravar fiscalmente las posesiones coloniales y territorios del Imperio. Motivada por el deseo de apaciguar a los norteamericanos durante la guerra, esta medida es de una importancia que difícilmente puede subestimarse en la definición del segundo Imperio. En definitiva, está en el origen del proceso que conducirá a la abolición de las Navigation Acts antes de 1848, el repliegue en la defensa de las grandes pose- siones de población blanca y, finalmente, en el nuevo pacto que establece con ellas la cesión del autogobierno en las décadas de 1850 y 1860. El segundo punto fue la elevación del abolicionismo de las sectas protestantes no establecidas a doctrina del Estado, según el reciente argumento de Christopher Brown.17 Como es bien conocido, esta medida comportaría un ataque frontal, aunque dilatado en el tiempo, con intereses bien establecidos en las posesiones de las West Indies e Isla Mauricio. La tercera medida consistió en la aplicación variable y muy condicionada por las situaciones locales de la teoría de la trusteeship articulada por Edmund Burke a caballo de la crisis norteamericana y de la East Indian Company, cuando el impeachment e investigación parlamentaria de su director, Warren Hastings.18 Esta teoría establecía las condiciones de buen gobierno en los territorios sin instituciones representativas, las condiciones que deberían generar la confianza necesaria en los súbditos, fuesen éstos de origen europeo o no, para atar con lazos de afecto las partes con el todo, entendido éste como el Imperio en su conjunto. La consideración de conjunto de estas tendencias muestra la compleja mezcla de motivaciones que operaron en la reconstrucción del Imperio británico tras la crisis norteamericana, incluyendo muy conspicuamente algunas de las que daban sentido a la lógica de las Constituciones imperiales. El carácter de las Constituciones imperiales se definió por completo en los tres casos que restan: el de Francia y el de los dos países ibéricos. El proceso que conduce a la primera de las Constituciones francesas, la (en apariencia cuando menos) monárquica de 3 de septiembre de 1791, tuvo que desentrañar muchas de las disyuntivas de un momento constituyente de aquellas características. En pocas palabras: la establecida entre los anglófilos, decididos partidarios de rescatar una supuesta Constitución del Reino,19 y “americaines”, rousseaunianos (más que el propio ginebrino, poco partidario de la representación política) partidarios de la refundación del cuerpo político; la entronización de la figura del ciudadano (casi ausente en la norteamericana) y, de inmediato, el establecimiento de la insidiosa distinción entre activos y pasivos; finalmente, integrar o separar el desarrollo político metropolitano del de las colonias. Nos interesa fijarnos ahora en lo que sucede en este último punto. La Constitución claramente aboga por mantener a las colonias separadas de la dinámica metropolitana en su artículo 1 de la sección primera del título tercero, por el que se establece que la representación de las colonias será acordada en el futuro. Esta exclusión se retoma de modo más riguroso al final de un texto muy prolijo, en el artículo 8 del título séptimo, en el que se afirman dos cosas muy importantes al mismo tiempo: “Les colonies et possessions françaises dans l’Asie, l’Afrique et l’Amerique, quoiqu’elles fassent partie de l’Empire français, ne sont pas comprises dans la présente Constitution”. Dos observaciones son, en este punto, cruciales. La primera, que los representantes de los colonos de la más importante de las posesiones francesas, Saint-Domingue, reclamaban representación desde la propia Asamblea Nacional, donde ocupaban las tribunas de invitados. La segunda, que la Constitución respondía a un momento de cambio en el que se debaten sobre todo los límites de un pacto neocolonial entre el poder monárquico y los lobbies coloniales de los grandes puertos franceses que todavía dominan la situación y los grandes intereses de las Antillas que tratan de acceder a la representación para imponer la autonomía para sus territorios, impedir la inclusión de los libres de color y evitar la difusión 15 17 En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. direcciones paralelas, ambas de consideración necesaria desde el punto de vista del momento en que se forman las Constituciones imperiales. En pocas palabras: el proceso revolucionario francés y, en paralelo, los cambios fundamentales que impone en el gran Imperio vencedor de la época: el británico, por supuesto. Por razones expositivas empezaremos por este último, aunque represente una excepción problemática en la floración de Constituciones imperiales en el sentido expuesto. A diferencia de la norteamericana y, todavía más, de las francesas, española y portuguesa, la Constitución británica nunca se adaptó del todo a las exigencias de aquel modelo de Constitución imperial, por lo que no puede ser incluida en la familia de las propiamente imperiales. Dos razones parecen justificar esta respuesta: la crisis imperial de 1776-1783 se producirá sobre todo en la periferia del sistema, sin comprometer la estabilidad de las instituciones metropolitanas. Éste no fue el caso, evidentemente, de la norteamericana, que cierra un proceso de secesión, pero tampoco lo fue el de la francesa, española o portuguesa, donde la crisis —siéndolo del cuerpo político en su conjunto— es primero metropolitana para alcanzar luego a los territorios ultramarinos. En segundo lugar, el Imperio británico es el ganador del periodo, desde la Guerra de los Siete Años hasta las napoleónicas. A pesar de ello, la crisis provocada por la secesión norteamericana fue lo bastante grave para obligar a muy serios replanteamientos en una dirección que se entiende mejor a la luz de lo que sucederá en los demás casos. La recuperación imperial se producirá en tres direcciones distintas. La primera tiene que ver con el reforzamiento del marco institucional. El aspecto más sobresaliente del mismo será la con- del mensaje antiesclavista de la Société des Amis des Noires, sus amigos y aliados. La quiebra del poder monárquico y la invasión anglo-española a las Antillas francesas conducirá a la crisis interna en las colonias de plantación: a la organización militar primero de los libres de couleur y a la autoliberación de los esclavos después, a partir del verano de 1791. Nada volverá a ser igual. Las Constituciones francesas del 24 de junio de 1793 (año i) y del 22 de agosto de 1795 (año iii), la primera bajo la Convención republicana y la segunda bajo el Directorio, registrarán ya del todo el sentido del cambio político en el espacio colonial francés.20 Son genuinas Constituciones imperiales en la medida en que no distinguen el espacio metropolitano del colonial, aunque el sentido general de la Constitución en una sea democrático radical y en la thermidoriana sea liberal en sus fundamentos.21 Si la primera sentó las bases del sufragio universal (incluyendo a los exesclavos), la segunda afirmó sobre todo los derechos de la propiedad. Ambas se fundamentaban por igual en el concepto clave de la unidad indivisible de la república. Éste es, sin duda, un lema que sobrevivirá en la cultura política francesa, pero sometido en los siglos xix y xx a un grave recorte de su ámbito de aplicación. No así en las Constituciones citadas. La primera de ellas, la de 1793, no aplicada como resultado de la declaración del régimen de excepción primero y de la política del Terror después, que establecía la dictadura del Comité de Salud Pública, sentó las bases de las dos condiciones cruciales para la vigencia de una Constitución imperial: la escrita y la que conforma las reglas no escritas de la política del momento. La Constitución de 1793 no distingue, en primer lugar, su espacio de aplicación. Sólo afirma en su artículo 1 que la república francesa es una e indivisible. Una afirmación rotunda que se mantendrá en las Constituciones republicanas del futuro, aunque muchas de ellas establecieron odiosas distinciones que desnaturalizaban esta afirmación. No es el caso de la que estamos comentando, donde no existe la menor calificación de orden territorial. La única corresponde a los requisitos de naturalización de los extranjeros en Francia (artículo 4). Los derechos, las reglas y las instituciones son unos e iguales en la nación de ciudadanos. La segunda connotación acerca de la universalidad (imperial) de la Constitución se encuentra en su artículo 18, correspondiente al apartado de la “Déclaration des droits de l’homme et du citoyen”, que afirma lo siguiente: Tout homme peut engager ses services, son temps; mais il ne peut vendre, ni être vendu; sa personne n’est pas une propriété aliénable. La loi ne reconnait point de domesticité; il ne peut exister qu’un engagement e soins et de reconnaissance, entre l’homme qui travaille et celui qui l’emploie. El texto tiene implicaciones muy complejas. Sin duda, puede ser leído como una afirmación de la universalidad de la ciudadanía en suelo metropolitano, como ya señalamos, o como la quiebra de la tutela de señores sobre el servicio doméstico, propia todavía de la etapa anterior.22 En este segundo sentido constituiría la primera afirmación positiva del sufragio universal masculino (mayores de 21 años) de la historia así como del acceso a cargos públicos. La lectura que puede hacerse igualmente es la de la integración de los antiguos esclavos emancipados caribeños en el espacio de la nación, la llamada “constitucionalización de la libertad general”. Esta política era la única forma de proteger por igual 20 Christopher Alan Bayly, Imperial Meridian. The British Empire and the World (Lhalow: Longman, 1989), pp. 193-216. 16 Miles Taylor, “Empire and Parlamentary Reform: The 1832 Reform Act Revisited”, en Arthur Burns y Joanna Innes (eds.), Rethinking the Age of Reform of 1832. Britain, 1780-1850, (Cambridge: Cambridge University Press, 2003), pp. 295-311. 64 Un planteamiento de conjunto en Yves Benot, La Révolution française et la fin des colonies, 1789-1914 (París: La Découverte, 2004). 21 Sobre la segunda, véase de Gérard Conac y Jean-Pierre Machelon (eds.), La Constitution de l’an III: Boisy d’Anglas et la naissance du libéralisme constitutionnel (París: Presses Universitaires de France, 1999). 22 Jean-Pierre Gross, Fair Shares for All. Jacobin Egalitarianism in Practice (Cambridge: Cambridge University Press, 1997), pp. 145-153. Christopher Leslie Brown, Moral Capital. Foundations of British Abolitionism (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2006). 18 Peter James Marshall, The Impeachment of Warren Hastings (Oxford: Oxford University Press, 1965). 19 Arnaud Vergne, La notion de constitution d’après le cours et assamblées à la fin de l’ancien régime (1750-1789) (París: De Boccard, 2006). 65 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana punto de vista, la sutil distinción en la misma Constitución sugiere que una intencionalidad “colonialista” en Boissy d’Anglas (“rapporteur” en nombre de la Comisión Constitucional) y el resto de constitucionalistas del Directorio, abría el marco a distinciones futuras.26 De todos modos, estas distinciones no están contenidas en el texto de la Constitución. Ciertamente, una respuesta más precisa a esta cuestión debe buscarse no tanto en una lectura literal del texto como en la aplicación del marco constitucional a la fluida situación que antecede la toma del poder por Napoleón, tras el golpe del 18 brumario. Sin voluntad de extendernos en demasía, algunas cosas deben ser recordadas. En primer lugar, la continuidad de elecciones (septiembre de 1796) y la elección de representantes para los organismos legislativos de la república en el espacio colonial efectivamente controlado por los revolucionarios franceses, puesto que el antiguo Imperio francés se encontraba muy fragmentado entre los territorios vinculados a la transformación revolucionaria (Saint-Domingue, Gaudeloupe, Guyane-Cayenne), los controlados por los colonos contrarios al programa de la revolución y a la liberación de los esclavos (Île de France y Île de Réunion —antes Bourbon— en las Mascareñas) y, finalmente, los caídos en manos de Gran Bretaña, el pilar de la coalición contrarrevolucionaria, como Martinique.27 Saint-Domingue, en particular, constituye un laboratorio espectacular, el lugar donde se ponen a prueba los límites del experimento republicano mismo.28 En este sentido, el llamado periodo neojacobino de los años 1797 a 1798 es el cenit tanto de la unidad entre los desarrollos políticos en las Antillas como de los proyectos de unificación del espacio político republicano. A lo primero corresponde la doble y compleja operación de ascenso de Toussaint Louverture como jefe político y militar con amplios poderes en la isla; a lo segundo la ley de 12 de enero de 1798, la tentativa más audaz de institucionalización de los territorios ultramarinos franceses, tras el golpe de Estado republicano de 4 de septiembre del año anterior. Un texto de importancia extraordinaria, este último, debe ser considerado como el canto del cisne del desarrollo unitario que preside la política francesa entre la proclamación de la república directorial y el golpe de Bonaparte. Cuando esta constelación unitaria se hunda, con los golpes de 18 de junio y 9 de noviembre de 1799 (18 brumario) y la promulgación de la primera Constitución napoleónica —la del año 1799 (año viii)—, los caminos abiertos por la revolución se habrán cerrado para siempre. En este momento, la idea de la formación de una Constitución caribeña por Toussaint Louverture, promulgada el 7 de julio de 1801, representará la continuidad en ultramar del proceso interrumpido sobre el espacio metropolitano: la continuidad del proceso revolucionario francés. El apresamiento del general caribeño por el ejército expedicionario de Leclerc, y su deportación y muerte en la soberanía francesa frente a la invasión extranjera y asegurar la fidelidad a la república de los esclavos sublevados, en particular de aquéllos que, bajo la dirección de Toussaint Louverture, han aceptado servir (o servirse) bajo bandera española. En mayo de 1794 se produce el famoso volte-face de Toussaint Louverture, que señala el reagrupamiento de blancos leales a la Convención, libres de color y esclavos emancipados bajo la autoridad de la república. En otras palabras, la Constitución escrita e hibernada por la política del Terror (régimen de excepción con violencia institucional sobre los adversarios reales o imaginarios, que incluirá a los girondinos como el propio Brissot y Pétion, primeros abolicionistas convencidos) no será aplicada; la no escrita, en cambio, se sustentará sobre alianzas que señalaban un nuevo rumbo, alianzas que rompían con los moldes envejecidos de la Constitución monárquico-colonial de 1791.23 El texto de repliegue político y de protección de la propiedad que aprobará el Directorio mantiene la lógica unitaria del anterior. Por lo tanto, debe ser considerada como una Constitución genuinamente imperial. No obstante, presenta algunas particularidades que deben ser explicitadas y explicadas. Más allá de consideraciones generales, para cuya discusión no es éste el lugar, debe destacarse su énfasis en la propiedad y seguridad y las advertencias contra el faccionalismo y la democracia, que forman parte de su reacción a los críticos 2 años anteriores. Es igualmente significativa su invocación al pago de contribuciones y los méritos en la definición de la identidad del ciudadano, una figura todavía operativa aunque en declive en este momento constitucional y político.24 El aspecto de mayor importancia desde el punto de vista que estamos primando en el análisis comparativo de los textos constitucionales franceses corresponde al título primero, el dedicado a la división del territorio. A diferencia de la Constitución montagnarde de 1793, el texto del Directorio distingue de forma muy capciosa los territorios de la metrópolis y los de las “colonies françaises”. Lo hace en la enumeración de la división departamental propuesta, los 89 de la metrópolis y los entre 11 a 13 (entre 4 y 6 para SaintDomingue) y 7 para el resto de las “colonies” en el Caribe, África y Asia. El problema que esta articulación territorial plantea no es en absoluto baladí. En la definición de la ciudadanía francesa, por ejemplo, la insistencia en las cualidades proporcionadas por haber (el extranjero) nacido o residido 7 años consecutivos “en France” es inevitablemente sospechosa. Los departamentos “coloniales” eran parte del espacio republicano, pero no parecían serlo de Francia. ¿Era una contradicción o una anomalía? La pregunta debe ser razonada con esmero, porque es una cuestión capital. Una historiadora norteamericana, Miranda Frances Spieler, discutió con buenos argumentos el carácter de la Constitución de 1795, alegando que las posesiones ultramarinas francesas nunca fueron efectivamente departamentalizadas, es decir, igualadas institucionalmente a los territorios metropolitanos.25 Desde este En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 23 Sobre las interpretaciones del régimen de terror, Patrice Higonnet, “Terror, Trauma and the ‘Young Marx’. Explanation of Jacobin Politics”, Past and Present, 191 (2006), pp. 121-164. 24 Danielle Lochack, “La citoyenneté: un concept juridique flou”, en Dominique Colas, Claude Émeri y Jacques Zylberberg (eds.), Citoyenneté et nationalité: perspectives en France et au Québec (París: Presses Universitaires de France, 1991), pp. 179-207. 25 Miranda F. Spieler, “The Legal Structure of Colonial Rule during the French Revolution”, William and Mary Quartely, 66: 2 (2009), pp. 365-409; de Jouda Guetata, “Le refus de l’application de la constitution de l’an III à SaintDomingue, 1795-1797”, en Florence Gauthier (ed.), Périssent les colonies plutôt qu’un principe! Contributions à l’histoire de l’abolition de l’esclavage (París: Société d’Études Robespierristes, 2002), pp. 81-90; sobre las implicaciones presentes en la formación de departamentos, Ange Rovere, “Les enjeux politiques de la départamentalisation de la Corse sous la Révolution”, en A. A. V. V., Le droit et les institutions en Révolution (xviiie-xixe siècles) (Aix-enProvence: Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 2005), pp. 15-34. 26 Sobre el momento constitucional y aquel personaje decisivo ver Gérard Conac y Jean-Pierre Machelon (eds.), La Constitution de l’an iii. 27 Jean-Daniel Piquet, L’émancipation des Noirs dans la Révolution française (1789-1795) (París: Éditions Karthala, 2002); Claude Wanquet, La France et la première abolition de l’esclavage, 1794-1802. Le cas des colonies orientales Ile de France (Maurice) et la Réunion (París: Éditions Karthala, 1998). 28 Carolyn E. Fick, The Making of Haiti. The Saint Domingue Revolution from Below (Knoxville: The University of Tennessee Press, 1990); Laurent Dubois, Avengers of the New World. The Story of the Haitian Revolution (Cambridge: Harvard University Press, 2004); del mismo autor, A Colony of Citizens. Revolution and Slave Emancipation in the French Caribbean, 1787-1804, (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2004). 66 67 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana Francia, es el fin del proyecto unitario que había nacido con fuerza a través de las alianzas tejidas por los comisarios revolucionarios franceses a su llegada a la isla en septiembre de 1792. La restauración de la esclavitud en las colonias francesas —único caso en la historia— precisará el significado profundo del retorno a una política colonial efectiva, la que abre la Constitución del año viii con su escueto artículo 91 del título séptimo: la consagración de los llamados sistemas de doble Constitución. En realidad no es exactamente esto, porque de existir una Constitución para las colonias, estaría formada con otro tipo de materiales: la suma de anteriores a la revolución más un estado de excepción que protegía la arbitrariedad del Ejecutivo político y militar. Dicho en negativo: ausencia de derecho de representación, ausencia de derechos civiles y políticos reconocidos. Por todo ello, la Constitución de 1799, concisa y precursora, abre la senda exitosa y longeva de las Constituciones coloniales. había sucedido en Francia, son los acontecimientos los que dinamitan este planteamiento continuista que pretendía emprender la reforma (y salvación) de la monarquía manteniendo, a su vez, una relación plenamente jerarquizada entre la metrópolis y los territorios ultramarinos. Se trata de una suma de acontecimientos bien conocida por los historiadores: la formación de Juntas en América a la llegada de las primeras noticias de lo sucedido en la península; la iniciativa napoleónica de aprobar con gran celeridad una Constitución en Bayona y hacerlo con representantes americanos, ofreciendo además una forma inédita de resolución de las relaciones entre la metrópolis y los territorios del Imperio; el golpe de Estado de Gabriel Yermo en la Ciudad de México, en agosto de 1808, y el vacío de poder o la constitución del poder faccional que allí se plantea.29 Todo ello configura la lógica de una doble rectificación de extraordinaria importancia, el paso de una idea de reforma putativa para los americanos a su participación directa en el Legislativo que deberá realizarla (porque las Cortes despliegan, de inmediato, una panoplia legislativa que va mucho más allá de una propuesta de Constitución). Esta rectificación se expresará, primero, en la célebre llamada a los americanos de la Junta Central el 22 de enero de 1809 y, en segundo lugar, en la promesa de igualdad estricta de representación en Cortes de 15 de octubre de 1810, después de las amargas experiencias de fraude que los peninsulares perpetran en los primeros momentos.30 Cuando la disolución de la Junta y la formación de la Regencia en enero de 1810, cuyo cometido esencial no es otro que la convocatoria de Cortes y la formación de la nueva Constitución, el llamamiento y la promesa de un mandato igualitario son mantenidos, aunque con procedimientos variopintos que, negando la igualdad invocada, tratan de asegurar el control metropolitano a toda costa sobre los organismos provisionales de la monarquía. Este segundo momento va a tener, en su traducción constitucional en 1812, una importancia decisiva en la explosión de los conflictos entre los que, para entonces, se llaman a sí mismos “españoles peninsulares” y “españoles americanos”. La Constitución que se aprobará en marzo de 1812 se plantea con rigor disponer de una efectiva arquitectura imperial, peninsular y americana al mismo tiempo. Lo deja bien claro la enfática declaración del artículo 1 del título primero: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. A partir de ahí, el carácter unitario de la Constitución —que en este punto no cede a sus antecesoras norteamericana y francesa, ambas unitarias, aunque la primera sea al mismo tiempo federal— no se permite ningún desfallecimiento en sentido colonial. Mejor dicho, sólo uno, y de muy difícil interpretación. En efecto, como puede apreciarse con facilidad, la Constitución de 1812 no incluye otra connotación cultural, de identidad históricamente formada, que la mención al catolicismo, el precio que la sección liberal hegemónica en las Cortes pagó tanto a la cultura política heredada como a la presencia numerosa y hostil de los diputados partidarios de no alejarse en demasía (para algunos ni un milímetro) de las fórmulas institucionales vigentes a fines del siglo xviii.31 Con todo, la declaración de igualdad no puede ser menospreciada ni por su significado ideológico ni por sus consecuencias en el momento mismo de la aprobación del texto o en el futuro. No por casualidad, la Constitución de 1812 no resistirá la prueba de las turbulencias de la política española en las décadas siguientes. Su Las Constituciones ibéricas Establecidos estos precedentes, es posible situar en su justo lugar a las primeras Constituciones en los países ibéricos, es decir, la española de 1812 y la portuguesa de 1822. Como es sabido, además, entre las dos existe una relación tan estrecha al punto de que el texto traducido de la española sirvió de borrador para la confección de la portuguesa y orientó los primeros pasos del régimen vintista portugués que se abre en agosto de 1820. El panorama antecedente que hemos dibujado nos debería permitir dibujar con mayor precisión la novedad de esta segunda generación de Constituciones, para las que los acontecimientos norteamericanos y franceses constituían la lógica antesala, como ejemplo de lo que podía hacerse y como ejemplo de lo que era preferible evitar. De paso, deberá permitir abandonar discretamente el patriotismo de campanario que domina en ocasiones la perspectiva española. En efecto, la Constitución española no fue ni la primera en sentar a ultramarinos en los escaños parlamentarios ni la primera en incorporar los derechos políticos de poblaciones de origen no europeo. El mérito corresponde a la república francesa de 1793, cuando no sólo se institucionaliza una representación plural de los ultramarinos en la Convención, que se mantendrá más tarde en el Consejo de los Quinientos durante el Directorio, sino que se admiten en ella a mulatos y negros, algunos de ellos (Jean-Baptiste Belley, por ejemplo) descendientes de esclavos. Los españoles eran inevitables conocedores de este ilustre precedente, el germen de un cambio histórico de dimensiones enormes. Por esta razón, mientras que la Constitución gaditana se inspira en buena medida en la Constitución francesa de 1791 —exceptuando en su declaración de derechos, que apenas motiva un pálido reflejo en la española—, el planteamiento a escala imperial encuentra su fundamento en las modificaciones introducidas por las Constituciones abiertamente republicanas que sustituyeron a la de 1791. No obstante, la representación de los americanos y filipinos no figuraba entre los propósitos iniciales de las Juntas que nacen como resultado de la quiebra del Estado y la traición del monarca. Ni la Junta Gubernativa del Reino, que se constituye en abril de 1808; ni la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, de 25 de septiembre del mismo año; ni la Junta de Sevilla, que compite con aquélla, mostraron la menor intención de querer incorporar a los ultramarinos a los organismos que tratan de constituir una representación centralizada de la resistencia al invasor. Como 29 Jaime E. Rodríguez, La independencia de la América española (México: El Colegio de México,1996); Manuel Chust (ed.), La eclosión juntera en el mundo hispano (México: Fondo de Cultura Económica, 2007). 30 Este proceso puede seguirse en Rafael Flaquer Montequi, “El Ejecutivo en la revolución liberal”, en Miguel Artola (ed.), Las Cortes de Cádiz (Madrid: Marcial Pons Historia, 2003), pp. 37-66. 31 José María Portillo, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812 (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000). En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 68 69 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana democratismo de circunstancias es la clave de su rápida caducidad cuando, en la segunda mitad de la década de 1830, los liberales españoles tomen definitivamente el poder en el contexto de la guerra civil con los partidarios del pretendiente al trono: Don Carlos. En el momento de los hechos, el carácter al mismo tiempo imperial e igualitario estará en la base de los dos grandes factores de crisis del proyecto gaditano. El punto clave del mismo debe buscarse en la concepción estratégica de los diputados españoles de imponer un proceso de reformas en España y el Imperio desde las propias Cortes. En efecto, se piensa en el Legislativo como genuino deus ex machina de la nueva situación, en un modelo que no contempla la constitución de un Judicial de nuevo cuño y un Ejecutivo a merced futura de un monarca de intenciones aviesas.32 Ésta es la razón de fondo, probablemente no la única, de la hipertrofiada concepción de las Cortes como motor del nuevo orden. En consecuencia, de la necesidad de asegurar —en condiciones de sufragio universal masculino indirecto muy extendido— una mayoría para los peninsulares en las Cortes. De asegurar, en segundo lugar, que no se constituyan poderes intermedios (el obsesivamente invocado riesgo de federalismo disgregador) que pudiesen contraponerse a los designios reformistas de las Cortes en América o en la misma península. Es esta perspectiva política la que cataliza el furor etnocéntrico de los diputados peninsulares y, en un segundo momento, la renovación de la cultura imperial de la diferencia de calidad entre los dominios europeos y americanos de la monarquía. Y es ésta la razón, como parece muy probable, de los pasos en falso de la mayoría en las Cortes; uno de ellos estrepitosamente grave: la exclusión de los descendientes de africanos de la ciudadanía. Esta cuestión de las llamadas “castas pardas” es una de las de comprensión más problemática. La Constitución las declaró españolas (en puridad, súbditos españoles como todos los demás) por el artículo 1 del capítulo segundo, con una importante precisión: que lo serán también “los libertos, desde que adquieran la libertad en las Españas”. Altruística intención que no pudo ser mantenida en la definición de la ciudadanía en el capítulo cuarto, cuando se establece que “son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y estén avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”.33 Es decir, se excluía a todos aquéllos con antepasados nacidos en África o, lo que es equivalente, a los descendientes en cualquier grado de antepasados esclavos de origen africano. El motivo de esta estrambótica decisión —la de los esclavos no precisaba siquiera justificarse— era la exclusión en los censos electorales de un tercio aproximado de la población americana. Por este tortuoso camino, se pretendía garantizar la mayoría de peninsulares en el Legislativo. A costa de una decisión que precipitó una crisis sin precedentes en las Cortes constituyentes y en la dinámica política posterior, allí donde se trató de aplicar aquel criterio, en los años gaditanos y durante el Trienio Liberal. Las vacilantes justificaciones de Argüelles, el ponente de la Comisión Constitucional y el instigador principal de la medida, muestran a la clara dos cosas: que el recurso de la exclusión de las castas no derivaba de manera inmediata de una posición ideológica exclusiva, basada en asunciones etnocéntricas de calado, tal como mostraba la propia acción legislativa de unas Cortes que había tratado de eliminar algunas restricciones que pesaban sobre las “castas pardas” en la vida social americana y, en segundo lugar, que no era una decisión arbitraria, sino el resultado de ideas muy desarrolladas sobre la estructura social americana y sus tensiones internas. Al final, la eclosión de la crisis en torno a la cuestión de las castas pardas y el unitarismo contrario al ejercicio de capacidades legislativas (en clave federal americana) en la administración periférica del Estado fueron los factores que mayor erosión provocaron en el consenso que debería haber asegurado la viabilidad de la Constitución imperial. La Constitución portuguesa de 23 de septiembre de 1822 siguió los pasos de la española. Para el grueso de los liberales lusitanos, de manera destacada para Manuel Fernandes Tomás, diputado por la provincia de Beira y presidente de la Comisión Constitucional, el proceso español durante las guerras napoleónicas y el que se estaba desarrollando de nuevo a partir de marzo de 1820 —y que habían significado la proclamación de nuevo de la Constitución de 1812— constituían la referencia esencial, al extremo de la posibilidad acariciada por algunos liberales radicales de avanzar en la unificación de los dos países bajo la bandera de la Constitución gaditana. Esta orientación es notoria en el uso que se hace de la traducción del texto para la organización del propio proceso constituyente. Igualmente es notoria en el tono y la orientación de las bases para la formación de la Constitución aprobadas el 1 de marzo de 1821.34 Es notoria la literalidad en la definición de la nueva nación, como puede apreciarse en el artículo 16 de la sección segunda: “A Nação Portuguesa é a união de todos os Portugueses de ambos hemisférios”; igualmente en la afirmación de la independencia de la nación con relación a la dinastía reinante y la consagración de la religión católica como religión de Estado. Las diferencias se perciben fácilmente, en cambio, en el tratamiento distinto de la relación entre el monarca y las Cortes, no por casualidad la posición de João VI en Río de Janeiro constituía una amenaza de otro orden para los liberales reunidos en Lisboa.35 La influencia del documento español se percibe en la Constitución finalmente aprobada por las Cortes de Lisboa 1 año y medio después. Es idéntica la definición que se presenta de la nación portuguesa (artículo 20 del título segundo) o “Reino Unido de Portugal, Brasil e Algarves”, aunque se añade una lista explícita de las provincias que la componen en Europa, América, África y Asia. Es igualmente idéntica la condición católica con la que se define a la nación portuguesa (artículo 25 del título segundo), aunque se admite con mayor liberalidad el culto de los extranjeros a su religión. Esta concesión refleja al mismo tiempo la mayor pluralidad de situaciones del Imperio portugués (islam en parte de África oriental, hinduismo en Goa y otros cultos en Macau) y los de su alianza estratégica con los británicos. En el artículo 21 se propone una definición de ciudadano portugués más amplia que la que la que formularon los españoles, pues además de incorporar por igual a En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 32 Sobre la prolongación de aspectos jurisdiccionales del antiguo régimen, con vocación de extender esta consideración al conjunto del proceso, ver Carlos Garriga y Marta Lorente, Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007). 33 Me ocupé de estas cuestiones en “Raza y ciudadanía. El factor racial en la delimitación de los derechos de los americanos”, en J. M. Fradera, Gobernar colonias (Barcelona: Ediciones Península, 1999), pp. 51-70; ver además, de Bartolomé Clavero, “Hemisferios de ciudadanía: Constitución española en la América indígena”, en José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón (eds.), La constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración. Homenaje a Francisco Tomás y Valiente (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006), pp. 101-142. 34 Las cito a partir de la publicación de Jorge Miranda, O constitucionalismo liberal luso-brasileiro (Lisboa: Comissão Nacional para as Comemorações dos Descobrimentos Portugueses, 2001), pp. 59-65. 35 Para las relaciones entre portugueses y brasileños en este primer momento liberal, de Márcia Regina Berbel, A Nação como artefato. Deputados do Brasil nas Cortes portuguesas, 1821-1822 (São Paulo: Editora Hucitec, 2010). 70 71 Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana los libertos, no presenta una fórmula de exclusión comparable a la Constitución española.36 Las limitaciones en el ejercicio de los derechos políticos se desplazan curiosamente a las condiciones de participación en los procesos electorales (configurando un grupo de ciudadanos pasivos) y en la posibilidad de ser elegido. Estamos delante de un procedimiento de discriminación de grupos sociales precisos y no de un grupo de individuos libres en bloque. En otras palabras, no tratan de condicionar la formación de los censos (al alza como en la norteamericana de 1787, a la baja como en la española de 1812) como parte del forcejeo entre secciones de la población de origen europeo, sino de evitar la contaminación que significaría una presencia amplia de negros libres en el proceso político. En este sentido y volviendo al caso portugués, es particularmente llamativo el epígrafe vii del artículo 34 del título tercero donde se establece que no podrán ser elegidos “os libertos nacidos em país estrangeiro”, categoría que afectaba por igual a los esclavos liberados que habían sido introducidos tanto en Brasil como en la posesiones africanas de la monarquía, es decir, a los esclavos no criollos.37 Esta precaución señala, en este caso y a diferencia de los españoles, más una línea de cautela frente a la enorme población esclava de Brasil y los dominios africanos que su instrumentalización como un arma contra los europeos en aquellas partes de la nueva nación.38 Por esta razón, tal medida recibió menos publicidad en el fragor de la lucha política. La Carta Constitucional de 20 de julio de 1826, que será otorgada por Pedro I, emperador del Brasil tras la abdicación de su padre João VI (quien nombra a su vez a la princesa Maria da Glória como reina del Reino de Portugal, Algarves y sus dominios), prolonga aspectos de la Constitución anterior. Es un documento de una importancia extraordinaria en la historia portuguesa ya que, por medio de actas adicionales, será reafirmada como Constitución portuguesa durante la mayor parte del ochocientos. Sobre la base, por supuesto, de la gran amputación que significó la separación de Brasil 4 años antes. Ironías del destino imperial: es el emperador del reino americano quien concede ahora el estatuto político a su vieja metrópolis. A pesar de ello, la relación entre las dos entidades políticas es de orden puramente dinástico, sin menoscabo para la independencia política respectiva. Nuevamente, la Constitución se articula en un plano imperial. El reino de Portugal es definido como “a Associação política de todos os Cidadãos portugueses” en Europa, África y Asia, con especificación de sus territorios de modo idéntico a la Constitución de 1822. Y los ciudadanos portugueses son todos aquéllos nacidos en Portugal y que no sean ciudadanos brasileños (matiz que remite a la distorsionante presencia de brasileños en las colonias africanas). Sólo que, en línea con las discretas exclusiones en el apartado relativo a la organización de las elecciones, no todos tienen los mismos derechos. Es una exclusión que arranca de distinciones de fortuna. En efecto, la Carta Constitucional introducirá el sufragio indirecto y censatario al exigir que para tener voto en las elecciones primarias —a través de las que los ciudadanos portugueses eligen a los electores que, a su vez, elegirán a los diputados— no puedan hacerlo aquéllos que no alcancen una renta anual de 100 000 reis. Con la agravante de que los individuos que no pudiesen entrar en los colegios electorales para la elección de diputados, no podrían participar en ningún otro tipo de elecciones, es decir, las correspondientes a niveles inferiores como, por ejemplo, las municipales. Ahí, las precisiones importan, puesto que se detallan algunas exclusiones que restringen todavía más el número de aquéllos que pueden ser electores (artículo 67 del capítulo quinto): una renta anual de 200 000 reales en bienes físicos, no haber sido condenado y no ser liberto. En definitiva, estos últimos, los libertos, quedaban en su gran mayoría excluidos de las votaciones por razones censatarias, con más razón de la posibilidad de formar parte del cuerpo intermedio de electores. Disposiciones parecidas reaparecerán en la Constitución de 1838 y en el acta adicional de 1852 a la Carta de 1826. Todos los individuos libres eran ciudadanos portugueses —ya que no puede olvidarse que la esclavitud fue una institución vigente en las colonias portuguesas en África hasta la década de 1850—, pero no todos disponían de los mismos derechos y capacidades.39 La extraña carrera de las Constituciones imperiales Ninguna de las Constituciones de la familia imperial a las que hemos dedicado nuestra intención resistió la prueba de los hechos. Esta afirmación puede resultar sorprendente al haber incluido la muy longeva norteamericana en el repertorio de casos a que hemos hecho referencia. Pero no debe suscitar sorpresa si observamos lo sucedido desde el ángulo adecuado. Las Constituciones imperiales nacieron con el propósito de garantizar un marco de derechos compartidos para todos aquéllos (individuos libres) que vivían en el espacio configurado por las antiguas monarquías o el liberado de su opresión por una revolución anticolonial, con independencia de sus diferencias culturales. Marcados por la idea básica de que “todos los hombres nacen libres e iguales”, la traducción de esta idea seminal obligaba a resolver la ecuación libertad individual-representación-derechos, nacida en oposición a las monarquías basadas en la pluralidad legislativa y de derechos, para producir una entidad nueva: la nación moderna. Las Constituciones imperiales fueron, por esta razón, la superposición “perfecta” de la nación-comunidad de ciudadanos y de la proyección imperial (que no imperialista, es decir, colonial) de un cuerpo político formado por agregación de partes muy distintas. La defensa de la soberanía nacional en condiciones extremas (acoso a la república francesa en el Rin e invasión de Martinique y Saint-Domingue fuera de las fronteras europeas; invasión de la península ibérica y secesión americana en el español) hizo el resto. Este esquema justifica hablar y estudiar esta familia de Constituciones imperiales que aspiraron a transformar el mundo que las vio nacer. No obstante, difícilmente podían superar la prueba de los hechos, esto es, las líneas de confrontación social y política que yacían bajo aquellas experiencias de institucionalización representativa. No es éste el lugar para desarrollar a fondo la necesaria discusión acerca de por qué caminos y de qué maneras aquella familia de Constituciones entró en crisis y fueron substituidas por otras mejor adaptadas a las necesidades de los grupos sociales hegemónicos en cada uno de los sistemas políticos. Sí En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. 36 El trasfondo colonial de las Constituciones monárquicas portuguesas está magníficamente explicado en Valentim Alexandre, A questão colonial no Parlamento. Vol. i: 1821-1910 (Lisboa: Dom Quixote, 2008); del mismo autor, Os sentidos do Império. Questão nacional e questão colonial na crise do Antigo Regime português (Lisboa: Ediçoes Afrontamento, 1993). 37 Las relaciones entre esclavitud y liberalismo en Brasil en el cap. 2 de Márcia Berbel, Rafael Marquese y Tâmis Parron, Escravidão e política. Brasil e Cuba, 1790-1850 (São Paulo: Editora Hucitec, 2009), pp. 95-182. 38 Cristina Nogueira da Silva, Constitucionalismo e império. A Cidadania no Ultramar português (Coimbra: Almedina, 2009). 72 39 73 Sobre las colonias portuguesas del siglo xix, de Francisco Bethencourt y Kirti Chaudhuri (eds.), Do Brasil para África (1808-1930), História da expansão portuguesa (Estella: Temas e Debates, 2000). Josep M. Fradera / Articulos El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource. refería el primer cónsul. Lo que sí era claro es que tales leyes especiales diferirían de las que iban a regir en la metrópolis, aquéllas establecidas con estilo algo oscuro en el resto del texto. El restablecimiento de la esclavitud por la ley de 20 de mayo de 1802 —caso único en la historia de la infamia— contribuyó enormemente a aquella clarificación. En 1837, los españoles aprobaron una Constitución, la segunda tras Cádiz, en la que se incluía un artículo adicional que era un plagio escandaloso del salido de la propia pluma del futuro emperador. Después de 1 año, los portugueses imitaron de nuevo a los españoles e introdujeron, con matices importantes, el mismo redactado en el artículo 137 del título décimo de su Constitución liberal. La hora de las Constituciones imperiales había pasado. Poco a poco fueron substituidas por las propiamente coloniales, aquéllas que regulaban las fórmulas de excepcionalidad política en el marco de los Imperios, aquéllas que se adaptaban mejor a la Constitución no escrita de la práctica cotidiana del Imperio colonial. Restaba un arduo problema por resolver: borrar la peregrina idea de que los “hombres” nacen libres e iguales —la idea-fuerza que justificaba la existencia misma de aquella extinguida familia de Constituciones— de la mente de poblaciones esparcidas por cuatro continentes. que, en cambio, merece la pena indicar las dos vías por las que se salió de la crisis de las Constituciones imperiales, esto es: su reforma o su substitución. El caso más claro de reforma es el altamente paradójico de la Constitución norteamericana después de la Guerra Civil, con la reforma de la esclavitud y la introducción de las enmiendas decimosexta y decimoséptima, que alteraban por completo el valor de la Constitución, para hacerla más unitaria en el sentido antes expresado. No parece que se pueda dudar de que el país y el marco político que emergen tras la derrota de la Confederación, eran otros y sustancialmente diversos. No corresponde a este texto explorar los complejos vericuetos políticos y constitucionales que permitieron la continuidad de prácticas de segregación que afectaban a grupos sociales enteros, prácticas seccionales (el llamado Southern Home Rule) que se formalizaron en un contexto republicano unitario. Tampoco explorar las distinciones entre el espacio imperial y los territorios donde aquella unidad in imperio no se consideró prescriptiva. Por lo general, la perspectiva fue de sustitución. Es ésta la que domina en los casos francés y español con claridad y, con matices, también en el caso de Portugal. Fue la toma del poder por Napoleón tras el 18 brumario el momento que abre el paso a una rectificación esencial, auspiciada en Francia por Sieyès, Talleyrand y la coterie de antiguos altos funcionarios del Ministerio de la Marina y Colonias monárquico que entonces regresan al poder. La Constitución del año viii deja pocas dudas del camino a seguir. Lo define con nítida y concisa precisión su artículo 91 del título séptimo: “Le régime des colonies françaises est determiné par des lois spéciales”. Nadie podía saber entonces a qué leyes se En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. 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