1812 en el

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Articulos
Situar la Constitución de 1812 en el
contexto de las Constituciones imperiales
Josep M. Fradera
Universidad Autónoma de Barcelona
La Independencia de México resultó de una década de conflictos políticos y sociales en una época de
cambios económicos globales. Hasta 1810 la economía de plata de la Nueva España era motor dinámico
del comercio mundial. En 1821, como consecuencia de la revolución popular en el Bajío y de los triunfos
británicos en las guerras napoleónicas y la revolución industrial, México emergió como una nación
en busca de nueva economía en un nuevo mundo industrial.
E
ste no es el escrito de un constitucionalista. Ni siquiera lo
es de un especialista en el momento constitucional gaditano. Por esta razón, no pretende descubrir aspectos poco
conocidos del texto de Cádiz o explicar mejor el sentido de todas
o alguna de sus partes. Doctores tiene la Iglesia que me ahorran
una tarea para la que no me siento preparado. El único propósito
de estas páginas consiste en tratar de situar algo mejor la primera
Constitución liberal española en el lugar que le corresponde en
la afirmación de los regímenes representativos en el mundo. Para
ello, me limitaré a señalar una de sus características esenciales —
su alcance imperial, abarcador de la metrópolis europea y de los
territorios de la Corona en otros continentes—, con las implicaciones que ello comportaba, para compararla así con otras experiencias coetáneas. Como el lector podrá observar, esta dimensión
comparativa no resulta nada extemporánea. Todo lo contrario:
contribuye a clarificar el significado del texto y las posibilidades
de consolidación del régimen político que pretendía fundar.
El ámbito transoceánico de aplicación de la Constitución
es, por lo tanto, lo que aquí trata de enjuiciarse. En efecto, la
Constitución no se presenta como un texto sólo para españoles,
para los “españoles peninsulares” en la terminología de época, tal
como pareció a los historiadores naturales de España durante mucho tiempo. Al contrario, pretendía abarcar a todos aquéllos que
habitaban en los territorios de la monarquía, estuviesen donde
estuviesen.1 En consecuencia, valía incluso para quienes vivían
en los más remotos confines de la misma como, por ejemplo,
Filipinas, aunque resultase muy difícil aplicarles idea alguna de
un pasado que les hacía acreedores a ello. Por esta razón, Manila
fue el rincón más remoto en participar del primer experimento
constitucional español, pero lo hizo.2 Esta dimensión imperial del
ámbito de aplicación del texto gaditano mereció, por el contrario, las explicaciones y reflexiones de los contemporáneos. La más
conocida de todas es la que puso en circulación el revolucionario
asturiano Álvaro Flórez Estrada con posterioridad a los hechos.
En su texto insiste, retomando la célebre declaración de la Junta
Central, en que España no poseía colonias en América sino territorios iguales en categoría a los de la parte europea del cuerpo político. En los términos descritos por Flórez, los liberales gaditanos
se habrían limitado a restituir la igualdad originaria entre unos
y otros.3 El argumento de Flórez conducía a una observación de
gran calado: los territorios ultramarinos no eran colonias en la
medida en que estaban habitados por iguales. Esta aseveración
no debe confundirnos. Quien sería diputado en el Trienio Liberal
(1820-1823) dejó muy claro, con argumentos de elevado tono etnocéntrico, que aquella forma de ver las cosas no incluía por igual
a aquellos otros habitantes marcados con diferencias notorias con
relación a los americanos de origen europeo. El goce de derechos
compartidos por parte de indios y descendientes de africanos (estos últimos también llamados “castas pardas” en la terminología
imperial) era algo controvertido; dependería en todo caso de una
decisión posterior: la de aquéllos para los que el disfrute de la
plenitud de derechos parecía un traje a medida. Las disensiones a
las que se refería Flórez Estrada eran las que enfrentaron a españoles europeos con americanos; eran conflictos entre iguales.4 La
Constitución, como marco de derechos y de representación, estaba pensada en términos genuinamente etnocéntricos; otra cosa
era que las conveniencias políticas y las necesidades del momento
hubiesen empujado a los constitucionalistas gaditanos a abrir la
mano a unos invitados en principio no deseados.
Las alusiones a la falta de cultura que el liberal asturiano deja
resbalar en su texto al encarar la cuestión de los derechos de indios y castas pardas son muy reveladoras respecto al tema arriba
planteado.5 No obstante, el proceso constitucional gaditano se
decantó en una dirección compleja respecto a la definición del
alcance de la ciudadanía. En pocas palabras: quién estaba dentro y
quién quedaba fuera. Los indios fueron asimilados sin restricción
alguna a la ciudadanía y el derecho a la representación porque lo
1
Quien más ha hecho para rehabilitar la dimensión auténtica del texto es José
María Portillo. Véase su Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis
de la monarquía hispana (Madrid: Marcial Pons, 2006).
2
Ruth de Llobet, Orphans of Empire. Constitutional Impasse and the Rise of
Filipino Creole Consciousness in the Age of Revolution (tesis doctoral inédita,
University of Wisconsin, 2011).
3
Álvaro Flórez Estrada, Ensayo imparcial de las disensiones de América, de los medios
de su reconcilación y de la prosperidad de todas las naciones, en Obras de Flórez Estrada,
vol. cxiii, tomo ii (Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, 1950), p. 12.
4
Éste es el motivo que conduce a Jeremy Bentham a sugerir a los españoles el
abandono de toda pretensión imperial. Lo mismo que había recomendado a
los franceses unos años antes. Un perceptivo análisis del texto de Bentham se
encuentra en Bartolomé Clavero, “!Libraos de Ultramaria! El fruto podrido de
Cádiz”, en J. M. Iturriñegui y J. M. Portillo, Constitución en España: orígenes y
destinos (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998), pp.
109-177.
5
Examen imparcial de las disensiones de América y España, de los medios de reconciliación y de la prosperidad de todas las naciones, pp. 31-32.
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la
rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke,
1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
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Josep M. Fradera / Articulos
El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró
su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
exigían así los derechos de la nación y de la comunidad católica,
a pesar de las dudas que sobre esta última condición introdujeron
las exigencias de la ilustración católica.6 La exclusión de la ciudadanía de los descendientes (en cualquier grado) de africanos libres,
las “castas pardas”, se convertirá por el contrario en el asunto más
espinoso de todos los que enfrentaron las Cortes constituyentes.
En este caso, la posición de los constitucionalistas metropolitanos
no derivó en primera instancia de aquel etnocentrismo previo que
lo impregnaba todo, sino que fue resultado de un complejo cálculo de costes y beneficios por parte de la Comisión Constitucional.
Conviene no engañarse sobre el particular. El ejercicio de los derechos inherentes a la ciudadanía (figura que desaparecerá en futuros textos constitucionales españoles) se piensa en el marco de
proyecciones sociales que derivan de la estructura de la sociedad
de fines de siglo xviii. En función de ellas y del etnocentrismo
compartido por las elites europeas en ambos lados del Atlántico,
resultaba muy difícil imaginar que los indios y las castas pardas
fuesen percibidos como elementos activos en la sociedad política
que las nuevas reglas se proponían alumbrar. Con todo, españoles peninsulares y americanos precisaban incorporar a aquellos
grupos a los censos, de la misma manera en que la amplia autonomía local y la movilización contra Napoleón exigió conceder el
derecho de voto a la población masculina adulta, un hecho que
tendría consecuencias de gran profundidad y duración.
Conviene reflexionar sobre las razones del sesgo universal
monárquico de la proclamación gaditana. Las instrumentales son
tan obvias que es suficiente con mencionarlas casi de paso. En
efecto, la Constitución nace como un instrumento de lucha contra la potencia invasora y para el mantenimiento de la unidad del
cuerpo político monárquico. Nace además condicionada por el
hecho de que la Constitución napoleónica de Bayona fue aprobada con anterioridad y con la presencia de una representación
americana.7 La monarquía se entiende entonces como un todo
único, más allá de la propia dinastía de monarcas-propietarios
y más allá también de la identidad política de los reinos peninsulares (y de América como parte del de Castilla). Por este mo-
6
7
toriografía. Sin embargo, su repetición en el tiempo requiere un
enfoque distinto. Debido a esto, y antes de seguir por esta senda,
es preciso avanzar una definición, siquiera provisional acerca de su
naturaleza y carácter. Podemos definir como Constituciones imperiales a aquéllas que reunían dos condiciones. La primera consistió
en su propósito de abrazar el ámbito completo de los espacios monárquicos heredados del antiguo régimen. En segundo lugar, que se
propusiese hacerlo bajo la misma Constitución y el mismo sistema
de derechos. Desde este punto de vista, parece bastante evidente
que las Constituciones que pueden ser catalogadas como imperiales no fueron muchas. Su número es ciertamente escaso. Además,
durante el periodo revolucionario que estamos contemplando, su
posibilidad coexistió con otras posibilidades; por lo general, con
la representada por las Constituciones decididamente coloniales o
colonialistas, en algunos casos la transformación de los viejos sistemas jurídicos de las monarquías. ¿Qué distinguía a unas de otras?
Con toda la simplicidad que justifica estas taxonomías elementales,
la primera distinción puede establecerse del modo siguiente: mientras las Constituciones imperiales trataron de imponer un marco
legislativo único para todos los súbditos libres del monarca o de la
república, las Constituciones coloniales eran por definición sistemas de doble Constitución, esto es, procedían a distinguir entre
aquello válido para los individuos libres que vivían en la metrópolis
(monárquicas o republicanas) y aquello válido para los que habitaban en los espacios ultramarinos o coloniales. A este segundo tipo
de Constituciones las llamaré coloniales puesto que, desde el punto
de vista que estamos explorando, es esto lo que eran y pretendían
ser. Esta distinción nos conduce, de manera casi imperceptible, a
posibilidades intermedias que deben ser tomadas en consideración.
Entre uno y otro tipo de Constitución prosperó en ocasiones una tercera posibilidad, en términos teóricos por lo menos.
Me refiero a la formada por una Constitución que amparase los
derechos de los súbditos del Estado en territorios lejanos, sin que
esto implicase la generalización de aquellos derechos a otro tipo
de sujetos; una distinción que, con independencia de que se formulase o no, estaba presente en la lógica política que envuelve
la cultura constitucional de todos los países. Este tercer tipo de
Constituciones permaneció como una hipótesis poco explorada en la etapa del ciclo revolucionario que estamos estudiando,
como una hipótesis por lo general irrealizable antes de la formalización de las Constituciones coloniales. Ganarían importancia
en el futuro, como pondrían de relieve los desarrollos del segundo Imperio francés en Argelia y, más tarde, en Indochina y el
África occidental. Igualmente, desde este punto de vista deberían
tomarse muy en cuenta las relaciones constitucionales en los dominios de la Corona británica, parte integrante de la particular
Constitución imperial/colonial británica, o en las piruetas de la
ciudadanía imperial británica en la época victoriana tardía.9
Conviene devolver estas distinciones entre modelos de
Constitución al terreno de los procesos históricos que les dieron
vida. No obstante, antes es importante subrayar que la importancia de los distintos tipos de Constitución responde no sólo al hecho
de que dominaron el primer momento constitucional en el mundo
sino también por sus consecuencias futuras. En los años de 1780
a 1830, la aprobación de Constituciones escritas era la única forma conocida si se quería preservar la unidad de los viejos Imperios
monárquicos. En este sentido, la pluralidad de derechos y de capacidad representativa se trasmutó súbitamente en la idea de una
representación general de un nuevo sujeto político cuyos derechos
no derivaban de la lógica de las Constituciones (antiguas) particulares sino de su naturaleza misma. Como señalaba la voz égalité
tivo, no se considera adecuado mantener las divisiones antiguas
en la organización territorial y en la identidad política nueva.
Una cosa era la inspiración historicista presente en Jovellanos y
Capmany, la Junta Central y los amigos de lord Holland para
potenciar una lectura positiva de las “antigua[s] [...][constituciones] del reino” como fuente de legitimidad en que inspirarse y
otra muy distinta el planteamiento que se impone. Otra la que
finalmente salió adelante. El texto que se aprobará representa una
cesura con el pasado, en la imposibilidad material e ideológica de
convertir aquél en operativo. Esta cesura desplazará las razones
históricas, entonces, en beneficio de una lectura que se apoya en
una idea más moderna de los derechos políticos. De algún modo
es la reproducción del debate que dividió a los franceses entre
1789 y 1791. La lectura del lugar de América y Filipinas en la
Constitución tiene mucho qué ver con esta visión del valor revolucionario del proceso político, con la capacidad de los liberales
peninsulares (en particular de los núcleos asturiano y gaditano)
de imponerse a otras expresiones políticas en las Cortes y en la
Comisión Constitucional.8 Para el grupo hegemónico, América
no merece un tratamiento separado, como tampoco lo merecen
los territorios o corporaciones en la península. La única connotación cultural que se acepta es la católica, la compartida por todos
(o esto se supone); aquélla que concede identidad a los sujetos y a
la nación entera, a la nación en ambos lados del Atlántico.
Estas razones coadyuvaron a dar carta de naturaleza de la
Constitución como un artefacto unitario, peninsular y ultramarino, esto es, imperial. La discusión no puede ser, sin embargo,
meramente discursiva. Los liberales metropolitanos, la facción
hegemónica en las Cortes constituyentes, imponen un texto
que precisa fabricar su propio objeto: la nación española como
transmutación sin amputaciones del Imperio heredado. Desde su
perspectiva, en ausencia de razones históricas y muy conscientes
de la heterogeneidad de la monarquía en lo social y en lo territorial, precisarán definir una fuerza mayor que empuje el proceso
de cambio hacia delante, que edifique la nueva sociedad. Esta
fuerza no podía ser otra que las Cortes, el poder por excelencia
que la Constitución consagra, el único no sometido a la continuidad de la tutela jurisdiccional de los jueces, el único poder que
sobrevuela sobre las fracturas del cuerpo social. Por esta razón,
el federalismo o el respeto a los cuerpos antiguos no tienen lugar en el horizonte ideológico de la primera generación liberal.
Probablemente de modo involuntario, los liberales hegemónicos
recorrerán el camino ideológico de los revolucionarios franceses
que culminó en la guerra contra la Vandée y la destrucción de los
“federalistas” girondinos. Para promover las Cortes como deus ex
machina precisarán fraguar una mayoría en ellas, el argumento de
necesidad que conduce a la cuestión de la exclusión de las castas
pardas de la ciudadanía. Y, por ahí, alterando la regla de la igualdad o modulándola sólo en provecho propio, hundirán de manera definitiva el consenso con los liberales americanos. En otras
palabras, arruinarán para siempre el fundamento inequívoco para
una Constitución genuinamente imperial.
La familia de las Constituciones imperiales
Durante el ciclo revolucionario comprendido entre las décadas
de 1780 a 1830, la lógica de las Constituciones imperiales dominó el horizonte constitucional atlántico. Ofuscadas por las narrativas nacionales, narraciones post facto en buena medida, dichas
Constituciones han recibido escasa atención por parte de la his8
Eduardo Martiré, La Constitución de Bayona entre España y América (Madrid:
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000).
William B. Taylor, Magistrates of the Sacred. Parish and Parishioners in
Eighteenth-century Mexico (Stanford: Stanford University Press, 1996).
58
Las posiciones de unos y otros en el libro de Joaquín Varela Suanzes, La teoría
del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (las Cortes de Cádiz)
(Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1983).
9
59
Julie Evans, Patricia Grimshaw, David Philips y Shurlee Swain, Equal Subjects,
Unequal Rights, Indigenous Peoples in British Settler Colonies, 1830-1910
(Manchester: Manchester University Press, 2003).
Josep M. Fradera / Articulos
El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
constitucional del que forma parte. Como es bien sabido, la esclavitud fue abolida en los estados del norte y prolongada en los del
sur. Además, la decisiva Northwest Ordinance de 1787 establecía
que la constitución de nuevos estados excluía de raíz la esclavitud,
norma que será respetada hasta 1820, cuando esta disparidad pasó
a ser legislada en términos territoriales.13 Sólo los territorios en los
que ya existía la esclavitud podrían ser incorporados como estados
en las mismas condiciones que los estados del sur que la mantuvieron hasta el final de la guerra civil. En la Constitución, los esclavos fueron asimilados con la expresiva condición de “numbers”,
el resultado del llamado acuerdo federal (federal agreement) por el
que este grupo contaba como tres quintos en los censos electorales, una cuestión crucial para determinar la composición de un
Senado con amplios poderes en aquella particular Constitución
bicameral. En el marco de la igualdad constitucional figuraba,
entonces, la sujeción de los esclavos como “nación extranjera”,
susceptible de ser extirpada como piensan los padres fundadores y asumirán igualmente Abraham Lincoln y los free soilers que
defienden la unidad republicana frente al deseo de secesión de
los estados del sur.14 De igual forma, los esclavos reaparecían de
modo subrepticio en lo relativo a las fugas de sus propietarios y
a la obligación de los estados de devolverlos. No se incluyeron
mayores precisiones. La ciudadanía pertenecía a los libres con independencia económica, lo que de antemano incluía a mujeres
de posición y a los libres de color que cumpliesen con este requisito. Como es sabido, la exclusión de estos grupos sociales en los
censos de los estados se produciría en las décadas posteriores a la
independencia de la nación, un proceso puntuado por múltiples
circunstancias locales. En vísperas de la guerra civil norteamericana, sólo en Massachusetts (estado sin esclavitud y con un número
muy reducido de descendientes de esclavos) la población libre de
color seguía inscrita en los censos electorales. Mientras, los indios
fueron divididos en dos grandes grupos: aquéllos desgajados de
sus sociedades de origen, englobados en el territorio de los estados
y que pagasen impuestos serían incorporados a los censos electorales y gozarían de la ciudadanía; en cambio, las naciones indias
serían consideradas como naciones extranjeras, sujetos de derecho
internacional (a partir de 1830, tras la famosa sentencia del juez
Marshall, paradójicamente sujetas a la tutela del Estado federal).
La unidad republicana prolonga, no hace falta insistir, la lógica
de inclusión/expulsión anterior. En consecuencia, la facultad de establecer tratados con las naciones indias se reservaba al Legislativo,
al tratarse de un apartado específico de las relaciones exteriores de la
joven entidad política. El desarrollo institucional de la nación asimilaba, sin problemas aparentes, la esclavitud en algunos estados y
el doble tratamiento a los pobladores iniciales, exclusivo e inclusivo
como se acaba de indicar. En el primer caso, la república continuó
la larga tradición de tratados con las naciones indias heredada del
Imperio británico, aunque lo hacía sin los tintes humanitaristas del
último tramo del dominio imperial, los que habían conducido a la
Royal Proclamation de 1763, que separaba los territorios de colonización de los que deberían permanecer en manos de aquéllas.
El cambio político propiciado por la separación de las trece colonias británicas de América del Norte se ramificó en dos
yée portuguesa de 1826, que ya no afectaba a los antiguos territorios
portugueses de América. Seis en total: una familia modesta en número, pero muy importante en la expansión de la idea de derechos y
representación política en el mundo, así como en la formación de la
mitología democrática y republicana que iba a condicionar el futuro.
Pero es necesario completar el cuadro. Vista la luz, mirar hacia
las tinieblas. ¿Cuáles fueron, entonces, las Constituciones contemporáneas a las que puede atribuirse el carácter de coloniales? En
breve: las francesas de 1791 y 1799 (año viii) y todas las que proceden de la matriz ideológica afirmada por aquella última, como
las españolas de 1837 (más la de 1845 y 1876) y la portuguesa
de 1838. Todas ellas rectificaron a fondo las dinámicas precedentes, aquéllas que marcan el paso de la familia constitucional tratada
con anterioridad. El caso británico, tras la secesión norteamericana,
debe analizarse igualmente en este marco, pero deberá hacerse con
extraordinaria cautela. A pesar de las enormes diferencias en su lógica y carácter con las “continentales”, una reflexión sobre sus transformaciones no debería dejarse al margen en estas consideraciones.
La universalidad del derecho natural
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865,
Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
fronteras hacia las que miraron las revoluciones norteamericana
(esto es, el Imperio británico en suelo norteamericano) y francesa
son tan borrosas y les exigen, al mismo tiempo, tanta voluntad
proselitista. En otras palabras: los límites del imperio jeffersoniano
de la libertad, el baluarte contra la tiranía de los déspotas europeos y expansionista al mismo tiempo hacia confines tan remotos
como indefinidos no son los de las fronteras entre Estados sino los
que establecen los derechos de los individuos. En definitiva, si los
hermanos políticos se encontraban esparcidos en diversos continentes, de esta lógica protonacional nacerían las naciones-imperio
y, como expresión institucional máxima, las Constituciones imperiales. Por la misma razón, del fracaso de este modelo constitucional nacerán las naciones con colonias y las nuevas naciones que
florecerán en los espacios ultramarinos antes colonizados.
Ciertamente, ninguna Constitución obedece en exclusiva a
un proyecto ideológico único, ni siquiera a la síntesis más o menos
afortunada de ideas vigentes en el mundo que la ve nacer. Por el contrario, todas las Constituciones aprobadas en los años a los que nos
estamos refiriendo pueden leerse como una delicada transacción
entre sistemas jurídico-constitucionales y los estímulos y límites impuestos por una realidad compleja. Nada muestra mejor la bondad
de este aserto que la misma existencia de las Constituciones imperiales. ¿Cuántas y cuáles pueden ser definidas como tales, en los términos antes descritos? En esta familia deberemos incluir las siguientes:
la norteamericana de 1787, las francesas de 1793 (no aplicada) y de
1795, la española de 1812, la portuguesa de 1822 y la charte octro-
en la Encyclopédie, firmada por el gran sabio Louis de Jarcourt, la
igualdad natural “es aquella que existe entre todos los hombres por
la sola constitución de su naturaleza”.10 Esta transmutación de los
derechos antiguos (derechos plurales en el contexto del pluralismo
legislativo del antiguo régimen) en la lógica del derecho natural del
individuo nacido libre de la declaración norteamericana de independencia o de la declaración de derechos del hombre, está en la
base de la vocación universal de las primeras Constituciones. En
su ascenso y caída, por decirlo en palabras de Florence Gauthier, se
trataba del “triunfo y muerte del derecho natural”.11 Si los derechos
de los individuos no dependían de razones históricas, difícilmente
podía aceptarse otra limitación que las fronteras que delimitaban
el espacio donde la representación de este individuo liberado de
sus cadenas podía organizarse. La paradoja, en todo caso, es que,
en este mundo nacido de los Imperios monárquicos, ajeno todavía a la fragmentación de la nación moderna, la comunidad de
ciudadanos no era más que la suma de aquéllos que vivían entre
las fronteras forjadas por las ambiciones monárquicas del pasado.
Con la paradoja añadida, además, de que su espacio no estaba delimitado por las cordilleras y los ríos de Europa sino que a menudo incluía poblaciones al otro lado del océano. Por esta razón, las
10
Tomo la cita de María Sierra, María Antonia Peña y Rafael Zurita, Elegidos y
elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo (Madrid:
Marcial Pons Historia, 2010), p. 84.
11
Triomphe et mort du droit naturel en Révolution, 1789-1795-1802 (París:
Presses Universitaires de France, 1992).
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El texto de la más famosa y longeva de las Constituciones escritas
de la historia, la norteamericana de 1787, es una declaración en
toda la regla de universalismo e imperio. Postula un nuevo orden en el mundo, basado ahora en la pluralidad y la unicidad. Se
funda un cuerpo político nuevo, que no es otro que la continuación del Imperio monárquico británico en Norteamérica, sin otra
definición de alcance territorial que la vigencia de unas mismas
instituciones. Una continuidad que no se toma, por lo general, en
la debida consideración o se hace sólo desde el exclusivo ángulo de
los préstamos intelectuales (John Locke, por supuesto; pero también la tradición jurídico-política institucionista de Blackstone).
En esta dirección, un excelente artículo de Edward Countryman
constituye una excepción.12 El ubicuo Thomas Jefferson definió
esta continuidad, a conciencia y con toda propiedad, como el
imperio de la libertad. Si bien éste se expresa muy pronto como
“americano”, aquello que lo separa del antiguo mundo europeo es
que se forma en un mundo dominado todavía por las monarquías
del ancien régime, a las que se teme por encima de cualquier otra
cosa. Éste es el máximo temor de la nueva república, en particular
de las corrientes que más la defendían, el temor que la impele a garantizar su futuro en un continente —hasta Panamá, como sugirió
el político virginiano citado—, con su primera expansión tras los
montes Apalaches, la derrota de las bolsas de tories leales al rey en
el sur y la compra de grandes lotes de tierras a franceses y españoles. Entre todas estas operaciones, la conocida como la Louisiana
Purchase de 1803, formalizada por los emisarios de Napoleón y,
de nuevo, de Jefferson, entonces en su primera presidencia, es el
ejemplo mayor. Aquí vemos el marco de realización de este ideal
de república universal, federal en su organización pero unitaria en
su ejemplar equilibrio institucional y su ya mencionado ethos de
república proselitista, que excluye la adquisición de colonias.
Como es bien sabido, la joven república incluyó desde su
pacto inicial cautelas muy serias sobre la universalidad del mensaje de libertad e igualdad proclamado en la Declaración de
Independencia como una verdad autoevidente. Algunas de ellas
fueron tratadas extensamente por los constitucionalistas, en particular aquéllas que se referían a la situación de los esclavos y a
las naciones indias. Los primeros son invisibles desde el punto
de vista de la Constitución escrita, punta del iceberg del complejo
Doble página siguiente: En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil
y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su
bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865,
Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art
Resource.
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12
Peter S. Onuf, Statehood and Union. A History of the Northwest Ordinance
(Bloomington: Indiana University Press, 1987).
14
Eric Foner, Free Soil, Free Labor, Free Men. The Ideology of the Republican Party
before the Civil War (Oxford: Oxford University Press, [1970] 1995).
Edward Countryman, “Indians, the Colonial Order, and the Social
Significance of the American Revolution”, The William and Mary Quartely,
53: 2 (1996), pp. 341-362.
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solidación y reforzamiento de la autoridad de la figura de los colonial governors —cargo a la vez político y militar—, encarnación del
despotismo militar de los procónsules que dominará la historia del
Imperio hasta el siglo xx.15 La segunda dirección de importancia
estratégica y negación taxativa al mismo tiempo de una hipotética
marcha hacia una Constitución imperial será la reafirmación del
Parlamento de Westminster como Parlamento con capacidad para
el conjunto del Imperio, medida reforzada con la integración de la
minoría protestante irlandesa en 1802 y reafirmada, frente algunas demandas en sentido contrario, con la reforma de 1832, que
liquidará para siempre los lobbies de plantadores del Caribe y de
la Compañía Inglesa de la Indias Orientales.16 El tercer orden de
medidas sí estaba en línea con situaciones muy propias de la lógica
de las Constituciones imperiales. Tres de esas acciones deben ser
destacadas. La primera fue la Taxation of Colonies Act de 1778,
por la que el Parlamento imperial renunciaba a gravar fiscalmente
las posesiones coloniales y territorios del Imperio. Motivada por el
deseo de apaciguar a los norteamericanos durante la guerra, esta
medida es de una importancia que difícilmente puede subestimarse en la definición del segundo Imperio. En definitiva, está en el
origen del proceso que conducirá a la abolición de las Navigation
Acts antes de 1848, el repliegue en la defensa de las grandes pose-
siones de población blanca y, finalmente, en el nuevo pacto que establece con ellas la cesión del autogobierno en las décadas de 1850
y 1860. El segundo punto fue la elevación del abolicionismo de las
sectas protestantes no establecidas a doctrina del Estado, según el
reciente argumento de Christopher Brown.17 Como es bien conocido, esta medida comportaría un ataque frontal, aunque dilatado
en el tiempo, con intereses bien establecidos en las posesiones de
las West Indies e Isla Mauricio. La tercera medida consistió en la
aplicación variable y muy condicionada por las situaciones locales de la teoría de la trusteeship articulada por Edmund Burke a
caballo de la crisis norteamericana y de la East Indian Company,
cuando el impeachment e investigación parlamentaria de su director, Warren Hastings.18 Esta teoría establecía las condiciones de
buen gobierno en los territorios sin instituciones representativas,
las condiciones que deberían generar la confianza necesaria en los
súbditos, fuesen éstos de origen europeo o no, para atar con lazos
de afecto las partes con el todo, entendido éste como el Imperio
en su conjunto. La consideración de conjunto de estas tendencias
muestra la compleja mezcla de motivaciones que operaron en la
reconstrucción del Imperio británico tras la crisis norteamericana,
incluyendo muy conspicuamente algunas de las que daban sentido a la lógica de las Constituciones imperiales.
El carácter de las Constituciones imperiales se definió por
completo en los tres casos que restan: el de Francia y el de los
dos países ibéricos. El proceso que conduce a la primera de las
Constituciones francesas, la (en apariencia cuando menos) monárquica de 3 de septiembre de 1791, tuvo que desentrañar muchas de las disyuntivas de un momento constituyente de aquellas
características. En pocas palabras: la establecida entre los anglófilos, decididos partidarios de rescatar una supuesta Constitución
del Reino,19 y “americaines”, rousseaunianos (más que el propio
ginebrino, poco partidario de la representación política) partidarios de la refundación del cuerpo político; la entronización de
la figura del ciudadano (casi ausente en la norteamericana) y, de
inmediato, el establecimiento de la insidiosa distinción entre activos y pasivos; finalmente, integrar o separar el desarrollo político
metropolitano del de las colonias. Nos interesa fijarnos ahora en
lo que sucede en este último punto. La Constitución claramente
aboga por mantener a las colonias separadas de la dinámica metropolitana en su artículo 1 de la sección primera del título tercero, por el que se establece que la representación de las colonias
será acordada en el futuro. Esta exclusión se retoma de modo más
riguroso al final de un texto muy prolijo, en el artículo 8 del título séptimo, en el que se afirman dos cosas muy importantes al
mismo tiempo: “Les colonies et possessions françaises dans l’Asie,
l’Afrique et l’Amerique, quoiqu’elles fassent partie de l’Empire
français, ne sont pas comprises dans la présente Constitution”.
Dos observaciones son, en este punto, cruciales. La primera, que
los representantes de los colonos de la más importante de las posesiones francesas, Saint-Domingue, reclamaban representación
desde la propia Asamblea Nacional, donde ocupaban las tribunas
de invitados. La segunda, que la Constitución respondía a un momento de cambio en el que se debaten sobre todo los límites de un
pacto neocolonial entre el poder monárquico y los lobbies coloniales de los grandes puertos franceses que todavía dominan la situación y los grandes intereses de las Antillas que tratan de acceder
a la representación para imponer la autonomía para sus territorios, impedir la inclusión de los libres de color y evitar la difusión
15
17
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su
expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard
Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
direcciones paralelas, ambas de consideración necesaria desde el
punto de vista del momento en que se forman las Constituciones
imperiales. En pocas palabras: el proceso revolucionario francés
y, en paralelo, los cambios fundamentales que impone en el gran
Imperio vencedor de la época: el británico, por supuesto. Por razones expositivas empezaremos por este último, aunque represente una excepción problemática en la floración de Constituciones
imperiales en el sentido expuesto. A diferencia de la norteamericana y, todavía más, de las francesas, española y portuguesa, la
Constitución británica nunca se adaptó del todo a las exigencias de aquel modelo de Constitución imperial, por lo que no
puede ser incluida en la familia de las propiamente imperiales.
Dos razones parecen justificar esta respuesta: la crisis imperial de
1776-1783 se producirá sobre todo en la periferia del sistema, sin
comprometer la estabilidad de las instituciones metropolitanas.
Éste no fue el caso, evidentemente, de la norteamericana, que
cierra un proceso de secesión, pero tampoco lo fue el de la francesa, española o portuguesa, donde la crisis —siéndolo del cuerpo
político en su conjunto— es primero metropolitana para alcanzar
luego a los territorios ultramarinos. En segundo lugar, el Imperio
británico es el ganador del periodo, desde la Guerra de los Siete
Años hasta las napoleónicas. A pesar de ello, la crisis provocada
por la secesión norteamericana fue lo bastante grave para obligar
a muy serios replanteamientos en una dirección que se entiende
mejor a la luz de lo que sucederá en los demás casos.
La recuperación imperial se producirá en tres direcciones distintas. La primera tiene que ver con el reforzamiento del marco
institucional. El aspecto más sobresaliente del mismo será la con-
del mensaje antiesclavista de la Société des Amis des Noires, sus
amigos y aliados. La quiebra del poder monárquico y la invasión
anglo-española a las Antillas francesas conducirá a la crisis interna
en las colonias de plantación: a la organización militar primero de
los libres de couleur y a la autoliberación de los esclavos después, a
partir del verano de 1791. Nada volverá a ser igual.
Las Constituciones francesas del 24 de junio de 1793 (año i)
y del 22 de agosto de 1795 (año iii), la primera bajo la Convención
republicana y la segunda bajo el Directorio, registrarán ya del todo
el sentido del cambio político en el espacio colonial francés.20 Son
genuinas Constituciones imperiales en la medida en que no distinguen el espacio metropolitano del colonial, aunque el sentido
general de la Constitución en una sea democrático radical y en
la thermidoriana sea liberal en sus fundamentos.21 Si la primera
sentó las bases del sufragio universal (incluyendo a los exesclavos),
la segunda afirmó sobre todo los derechos de la propiedad. Ambas
se fundamentaban por igual en el concepto clave de la unidad indivisible de la república. Éste es, sin duda, un lema que sobrevivirá
en la cultura política francesa, pero sometido en los siglos xix y
xx a un grave recorte de su ámbito de aplicación. No así en las
Constituciones citadas. La primera de ellas, la de 1793, no aplicada como resultado de la declaración del régimen de excepción primero y de la política del Terror después, que establecía la dictadura
del Comité de Salud Pública, sentó las bases de las dos condiciones
cruciales para la vigencia de una Constitución imperial: la escrita y
la que conforma las reglas no escritas de la política del momento.
La Constitución de 1793 no distingue, en primer lugar, su
espacio de aplicación. Sólo afirma en su artículo 1 que la república francesa es una e indivisible. Una afirmación rotunda que se
mantendrá en las Constituciones republicanas del futuro, aunque
muchas de ellas establecieron odiosas distinciones que desnaturalizaban esta afirmación. No es el caso de la que estamos comentando,
donde no existe la menor calificación de orden territorial. La única
corresponde a los requisitos de naturalización de los extranjeros en
Francia (artículo 4). Los derechos, las reglas y las instituciones son
unos e iguales en la nación de ciudadanos. La segunda connotación
acerca de la universalidad (imperial) de la Constitución se encuentra en su artículo 18, correspondiente al apartado de la “Déclaration
des droits de l’homme et du citoyen”, que afirma lo siguiente:
Tout homme peut engager ses services, son temps; mais il ne
peut vendre, ni être vendu; sa personne n’est pas une propriété aliénable. La loi ne reconnait point de domesticité; il ne
peut exister qu’un engagement e soins et de reconnaissance,
entre l’homme qui travaille et celui qui l’emploie.
El texto tiene implicaciones muy complejas. Sin duda, puede ser
leído como una afirmación de la universalidad de la ciudadanía
en suelo metropolitano, como ya señalamos, o como la quiebra
de la tutela de señores sobre el servicio doméstico, propia todavía de la etapa anterior.22 En este segundo sentido constituiría
la primera afirmación positiva del sufragio universal masculino
(mayores de 21 años) de la historia así como del acceso a cargos
públicos. La lectura que puede hacerse igualmente es la de la integración de los antiguos esclavos emancipados caribeños en el
espacio de la nación, la llamada “constitucionalización de la libertad general”. Esta política era la única forma de proteger por igual
20
Christopher Alan Bayly, Imperial Meridian. The British Empire and the World
(Lhalow: Longman, 1989), pp. 193-216.
16
Miles Taylor, “Empire and Parlamentary Reform: The 1832 Reform Act
Revisited”, en Arthur Burns y Joanna Innes (eds.), Rethinking the Age of
Reform of 1832. Britain, 1780-1850, (Cambridge: Cambridge University
Press, 2003), pp. 295-311.
64
Un planteamiento de conjunto en Yves Benot, La Révolution française et la fin
des colonies, 1789-1914 (París: La Découverte, 2004).
21
Sobre la segunda, véase de Gérard Conac y Jean-Pierre Machelon (eds.), La
Constitution de l’an III: Boisy d’Anglas et la naissance du libéralisme constitutionnel (París: Presses Universitaires de France, 1999).
22
Jean-Pierre Gross, Fair Shares for All. Jacobin Egalitarianism in Practice
(Cambridge: Cambridge University Press, 1997), pp. 145-153.
Christopher Leslie Brown, Moral Capital. Foundations of British Abolitionism
(Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2006).
18
Peter James Marshall, The Impeachment of Warren Hastings (Oxford: Oxford
University Press, 1965).
19
Arnaud Vergne, La notion de constitution d’après le cours et assamblées à la fin
de l’ancien régime (1750-1789) (París: De Boccard, 2006).
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Josep M. Fradera / Articulos
El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
punto de vista, la sutil distinción en la misma Constitución sugiere que una intencionalidad “colonialista” en Boissy d’Anglas
(“rapporteur” en nombre de la Comisión Constitucional) y el
resto de constitucionalistas del Directorio, abría el marco a distinciones futuras.26 De todos modos, estas distinciones no están
contenidas en el texto de la Constitución.
Ciertamente, una respuesta más precisa a esta cuestión debe
buscarse no tanto en una lectura literal del texto como en la aplicación del marco constitucional a la fluida situación que antecede la
toma del poder por Napoleón, tras el golpe del 18 brumario. Sin
voluntad de extendernos en demasía, algunas cosas deben ser recordadas. En primer lugar, la continuidad de elecciones (septiembre
de 1796) y la elección de representantes para los organismos legislativos de la república en el espacio colonial efectivamente controlado por los revolucionarios franceses, puesto que el antiguo Imperio
francés se encontraba muy fragmentado entre los territorios vinculados a la transformación revolucionaria (Saint-Domingue,
Gaudeloupe, Guyane-Cayenne), los controlados por los colonos
contrarios al programa de la revolución y a la liberación de los esclavos (Île de France y Île de Réunion —antes Bourbon— en las
Mascareñas) y, finalmente, los caídos en manos de Gran Bretaña,
el pilar de la coalición contrarrevolucionaria, como Martinique.27
Saint-Domingue, en particular, constituye un laboratorio
espectacular, el lugar donde se ponen a prueba los límites del
experimento republicano mismo.28 En este sentido, el llamado
periodo neojacobino de los años 1797 a 1798 es el cenit tanto de
la unidad entre los desarrollos políticos en las Antillas como de
los proyectos de unificación del espacio político republicano. A
lo primero corresponde la doble y compleja operación de ascenso
de Toussaint Louverture como jefe político y militar con amplios
poderes en la isla; a lo segundo la ley de 12 de enero de 1798,
la tentativa más audaz de institucionalización de los territorios
ultramarinos franceses, tras el golpe de Estado republicano de 4
de septiembre del año anterior. Un texto de importancia extraordinaria, este último, debe ser considerado como el canto del cisne
del desarrollo unitario que preside la política francesa entre la
proclamación de la república directorial y el golpe de Bonaparte.
Cuando esta constelación unitaria se hunda, con los golpes de 18
de junio y 9 de noviembre de 1799 (18 brumario) y la promulgación de la primera Constitución napoleónica —la del año 1799
(año viii)—, los caminos abiertos por la revolución se habrán
cerrado para siempre.
En este momento, la idea de la formación de una Constitución
caribeña por Toussaint Louverture, promulgada el 7 de julio de
1801, representará la continuidad en ultramar del proceso interrumpido sobre el espacio metropolitano: la continuidad del proceso revolucionario francés. El apresamiento del general caribeño por
el ejército expedicionario de Leclerc, y su deportación y muerte en
la soberanía francesa frente a la invasión extranjera y asegurar la
fidelidad a la república de los esclavos sublevados, en particular
de aquéllos que, bajo la dirección de Toussaint Louverture, han
aceptado servir (o servirse) bajo bandera española. En mayo de
1794 se produce el famoso volte-face de Toussaint Louverture,
que señala el reagrupamiento de blancos leales a la Convención,
libres de color y esclavos emancipados bajo la autoridad de la
república. En otras palabras, la Constitución escrita e hibernada
por la política del Terror (régimen de excepción con violencia institucional sobre los adversarios reales o imaginarios, que incluirá
a los girondinos como el propio Brissot y Pétion, primeros abolicionistas convencidos) no será aplicada; la no escrita, en cambio,
se sustentará sobre alianzas que señalaban un nuevo rumbo, alianzas que rompían con los moldes envejecidos de la Constitución
monárquico-colonial de 1791.23
El texto de repliegue político y de protección de la propiedad
que aprobará el Directorio mantiene la lógica unitaria del anterior. Por lo tanto, debe ser considerada como una Constitución
genuinamente imperial. No obstante, presenta algunas particularidades que deben ser explicitadas y explicadas. Más allá de consideraciones generales, para cuya discusión no es éste el lugar, debe
destacarse su énfasis en la propiedad y seguridad y las advertencias
contra el faccionalismo y la democracia, que forman parte de su
reacción a los críticos 2 años anteriores. Es igualmente significativa su invocación al pago de contribuciones y los méritos en la definición de la identidad del ciudadano, una figura todavía operativa
aunque en declive en este momento constitucional y político.24 El
aspecto de mayor importancia desde el punto de vista que estamos
primando en el análisis comparativo de los textos constitucionales
franceses corresponde al título primero, el dedicado a la división
del territorio. A diferencia de la Constitución montagnarde de
1793, el texto del Directorio distingue de forma muy capciosa los
territorios de la metrópolis y los de las “colonies françaises”. Lo
hace en la enumeración de la división departamental propuesta,
los 89 de la metrópolis y los entre 11 a 13 (entre 4 y 6 para SaintDomingue) y 7 para el resto de las “colonies” en el Caribe, África
y Asia. El problema que esta articulación territorial plantea no
es en absoluto baladí. En la definición de la ciudadanía francesa,
por ejemplo, la insistencia en las cualidades proporcionadas por
haber (el extranjero) nacido o residido 7 años consecutivos “en
France” es inevitablemente sospechosa. Los departamentos “coloniales” eran parte del espacio republicano, pero no parecían serlo
de Francia. ¿Era una contradicción o una anomalía? La pregunta debe ser razonada con esmero, porque es una cuestión capital. Una historiadora norteamericana, Miranda Frances Spieler,
discutió con buenos argumentos el carácter de la Constitución
de 1795, alegando que las posesiones ultramarinas francesas nunca fueron efectivamente departamentalizadas, es decir, igualadas
institucionalmente a los territorios metropolitanos.25 Desde este
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión
continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872,
óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
23
Sobre las interpretaciones del régimen de terror, Patrice Higonnet, “Terror,
Trauma and the ‘Young Marx’. Explanation of Jacobin Politics”, Past and
Present, 191 (2006), pp. 121-164.
24
Danielle Lochack, “La citoyenneté: un concept juridique flou”, en Dominique
Colas, Claude Émeri y Jacques Zylberberg (eds.), Citoyenneté et nationalité:
perspectives en France et au Québec (París: Presses Universitaires de France,
1991), pp. 179-207.
25
Miranda F. Spieler, “The Legal Structure of Colonial Rule during the French
Revolution”, William and Mary Quartely, 66: 2 (2009), pp. 365-409; de
Jouda Guetata, “Le refus de l’application de la constitution de l’an III à SaintDomingue, 1795-1797”, en Florence Gauthier (ed.), Périssent les colonies plutôt qu’un principe! Contributions à l’histoire de l’abolition de l’esclavage (París:
Société d’Études Robespierristes, 2002), pp. 81-90; sobre las implicaciones
presentes en la formación de departamentos, Ange Rovere, “Les enjeux politiques de la départamentalisation de la Corse sous la Révolution”, en A.
A. V. V., Le droit et les institutions en Révolution (xviiie-xixe siècles) (Aix-enProvence: Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 2005), pp. 15-34.
26
Sobre el momento constitucional y aquel personaje decisivo ver Gérard
Conac y Jean-Pierre Machelon (eds.), La Constitution de l’an iii.
27
Jean-Daniel Piquet, L’émancipation des Noirs dans la Révolution française
(1789-1795) (París: Éditions Karthala, 2002); Claude Wanquet, La France et
la première abolition de l’esclavage, 1794-1802. Le cas des colonies orientales Ile
de France (Maurice) et la Réunion (París: Éditions Karthala, 1998).
28
Carolyn E. Fick, The Making of Haiti. The Saint Domingue Revolution from
Below (Knoxville: The University of Tennessee Press, 1990); Laurent Dubois,
Avengers of the New World. The Story of the Haitian Revolution (Cambridge:
Harvard University Press, 2004); del mismo autor, A Colony of Citizens.
Revolution and Slave Emancipation in the French Caribbean, 1787-1804,
(Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2004).
66
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El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
Francia, es el fin del proyecto unitario que había nacido con fuerza a
través de las alianzas tejidas por los comisarios revolucionarios franceses a su llegada a la isla en septiembre de 1792. La restauración de
la esclavitud en las colonias francesas —único caso en la historia—
precisará el significado profundo del retorno a una política colonial
efectiva, la que abre la Constitución del año viii con su escueto artículo 91 del título séptimo: la consagración de los llamados sistemas
de doble Constitución. En realidad no es exactamente esto, porque
de existir una Constitución para las colonias, estaría formada con
otro tipo de materiales: la suma de anteriores a la revolución más
un estado de excepción que protegía la arbitrariedad del Ejecutivo
político y militar. Dicho en negativo: ausencia de derecho de representación, ausencia de derechos civiles y políticos reconocidos.
Por todo ello, la Constitución de 1799, concisa y precursora, abre la
senda exitosa y longeva de las Constituciones coloniales.
había sucedido en Francia, son los acontecimientos los que dinamitan este planteamiento continuista que pretendía emprender
la reforma (y salvación) de la monarquía manteniendo, a su vez,
una relación plenamente jerarquizada entre la metrópolis y los
territorios ultramarinos. Se trata de una suma de acontecimientos
bien conocida por los historiadores: la formación de Juntas en
América a la llegada de las primeras noticias de lo sucedido en
la península; la iniciativa napoleónica de aprobar con gran celeridad una Constitución en Bayona y hacerlo con representantes
americanos, ofreciendo además una forma inédita de resolución
de las relaciones entre la metrópolis y los territorios del Imperio;
el golpe de Estado de Gabriel Yermo en la Ciudad de México, en
agosto de 1808, y el vacío de poder o la constitución del poder
faccional que allí se plantea.29 Todo ello configura la lógica de una
doble rectificación de extraordinaria importancia, el paso de una
idea de reforma putativa para los americanos a su participación
directa en el Legislativo que deberá realizarla (porque las Cortes
despliegan, de inmediato, una panoplia legislativa que va mucho
más allá de una propuesta de Constitución).
Esta rectificación se expresará, primero, en la célebre llamada
a los americanos de la Junta Central el 22 de enero de 1809 y, en
segundo lugar, en la promesa de igualdad estricta de representación en Cortes de 15 de octubre de 1810, después de las amargas
experiencias de fraude que los peninsulares perpetran en los primeros momentos.30 Cuando la disolución de la Junta y la formación de la Regencia en enero de 1810, cuyo cometido esencial no
es otro que la convocatoria de Cortes y la formación de la nueva
Constitución, el llamamiento y la promesa de un mandato igualitario son mantenidos, aunque con procedimientos variopintos
que, negando la igualdad invocada, tratan de asegurar el control
metropolitano a toda costa sobre los organismos provisionales de
la monarquía. Este segundo momento va a tener, en su traducción constitucional en 1812, una importancia decisiva en la explosión de los conflictos entre los que, para entonces, se llaman
a sí mismos “españoles peninsulares” y “españoles americanos”.
La Constitución que se aprobará en marzo de 1812 se plantea
con rigor disponer de una efectiva arquitectura imperial, peninsular
y americana al mismo tiempo. Lo deja bien claro la enfática declaración del artículo 1 del título primero: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. A partir de ahí,
el carácter unitario de la Constitución —que en este punto no cede a
sus antecesoras norteamericana y francesa, ambas unitarias, aunque
la primera sea al mismo tiempo federal— no se permite ningún desfallecimiento en sentido colonial. Mejor dicho, sólo uno, y de muy
difícil interpretación. En efecto, como puede apreciarse con facilidad, la Constitución de 1812 no incluye otra connotación cultural,
de identidad históricamente formada, que la mención al catolicismo,
el precio que la sección liberal hegemónica en las Cortes pagó tanto
a la cultura política heredada como a la presencia numerosa y hostil
de los diputados partidarios de no alejarse en demasía (para algunos
ni un milímetro) de las fórmulas institucionales vigentes a fines del
siglo xviii.31 Con todo, la declaración de igualdad no puede ser menospreciada ni por su significado ideológico ni por sus consecuencias
en el momento mismo de la aprobación del texto o en el futuro. No
por casualidad, la Constitución de 1812 no resistirá la prueba de
las turbulencias de la política española en las décadas siguientes. Su
Las Constituciones ibéricas
Establecidos estos precedentes, es posible situar en su justo lugar
a las primeras Constituciones en los países ibéricos, es decir, la
española de 1812 y la portuguesa de 1822. Como es sabido, además, entre las dos existe una relación tan estrecha al punto de que
el texto traducido de la española sirvió de borrador para la confección de la portuguesa y orientó los primeros pasos del régimen
vintista portugués que se abre en agosto de 1820. El panorama
antecedente que hemos dibujado nos debería permitir dibujar
con mayor precisión la novedad de esta segunda generación de
Constituciones, para las que los acontecimientos norteamericanos
y franceses constituían la lógica antesala, como ejemplo de lo que
podía hacerse y como ejemplo de lo que era preferible evitar. De
paso, deberá permitir abandonar discretamente el patriotismo de
campanario que domina en ocasiones la perspectiva española. En
efecto, la Constitución española no fue ni la primera en sentar a
ultramarinos en los escaños parlamentarios ni la primera en incorporar los derechos políticos de poblaciones de origen no europeo.
El mérito corresponde a la república francesa de 1793, cuando no
sólo se institucionaliza una representación plural de los ultramarinos en la Convención, que se mantendrá más tarde en el Consejo
de los Quinientos durante el Directorio, sino que se admiten en
ella a mulatos y negros, algunos de ellos (Jean-Baptiste Belley, por
ejemplo) descendientes de esclavos. Los españoles eran inevitables conocedores de este ilustre precedente, el germen de un cambio histórico de dimensiones enormes. Por esta razón, mientras
que la Constitución gaditana se inspira en buena medida en la
Constitución francesa de 1791 —exceptuando en su declaración
de derechos, que apenas motiva un pálido reflejo en la española—, el planteamiento a escala imperial encuentra su fundamento
en las modificaciones introducidas por las Constituciones abiertamente republicanas que sustituyeron a la de 1791.
No obstante, la representación de los americanos y filipinos
no figuraba entre los propósitos iniciales de las Juntas que nacen
como resultado de la quiebra del Estado y la traición del monarca. Ni la Junta Gubernativa del Reino, que se constituye en abril
de 1808; ni la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, de
25 de septiembre del mismo año; ni la Junta de Sevilla, que compite con aquélla, mostraron la menor intención de querer incorporar a los ultramarinos a los organismos que tratan de constituir
una representación centralizada de la resistencia al invasor. Como
29
Jaime E. Rodríguez, La independencia de la América española (México: El
Colegio de México,1996); Manuel Chust (ed.), La eclosión juntera en el mundo hispano (México: Fondo de Cultura Económica, 2007).
30
Este proceso puede seguirse en Rafael Flaquer Montequi, “El Ejecutivo en
la revolución liberal”, en Miguel Artola (ed.), Las Cortes de Cádiz (Madrid:
Marcial Pons Historia, 2003), pp. 37-66.
31
José María Portillo, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812 (Madrid: Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2000).
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión
continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872,
óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
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El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
democratismo de circunstancias es la clave de su rápida caducidad
cuando, en la segunda mitad de la década de 1830, los liberales españoles tomen definitivamente el poder en el contexto de la guerra civil
con los partidarios del pretendiente al trono: Don Carlos.
En el momento de los hechos, el carácter al mismo tiempo
imperial e igualitario estará en la base de los dos grandes factores
de crisis del proyecto gaditano. El punto clave del mismo debe
buscarse en la concepción estratégica de los diputados españoles
de imponer un proceso de reformas en España y el Imperio desde
las propias Cortes. En efecto, se piensa en el Legislativo como
genuino deus ex machina de la nueva situación, en un modelo
que no contempla la constitución de un Judicial de nuevo cuño
y un Ejecutivo a merced futura de un monarca de intenciones
aviesas.32 Ésta es la razón de fondo, probablemente no la única, de la hipertrofiada concepción de las Cortes como motor del
nuevo orden. En consecuencia, de la necesidad de asegurar —en
condiciones de sufragio universal masculino indirecto muy extendido— una mayoría para los peninsulares en las Cortes. De
asegurar, en segundo lugar, que no se constituyan poderes intermedios (el obsesivamente invocado riesgo de federalismo disgregador) que pudiesen contraponerse a los designios reformistas de
las Cortes en América o en la misma península.
Es esta perspectiva política la que cataliza el furor etnocéntrico de los diputados peninsulares y, en un segundo momento,
la renovación de la cultura imperial de la diferencia de calidad
entre los dominios europeos y americanos de la monarquía. Y es
ésta la razón, como parece muy probable, de los pasos en falso de
la mayoría en las Cortes; uno de ellos estrepitosamente grave: la
exclusión de los descendientes de africanos de la ciudadanía. Esta
cuestión de las llamadas “castas pardas” es una de las de comprensión más problemática. La Constitución las declaró españolas (en
puridad, súbditos españoles como todos los demás) por el artículo 1 del capítulo segundo, con una importante precisión: que
lo serán también “los libertos, desde que adquieran la libertad en
las Españas”. Altruística intención que no pudo ser mantenida
en la definición de la ciudadanía en el capítulo cuarto, cuando se
establece que “son ciudadanos aquellos españoles que por ambas
líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y estén avecindados en cualquier pueblo de los mismos
dominios”.33 Es decir, se excluía a todos aquéllos con antepasados
nacidos en África o, lo que es equivalente, a los descendientes en
cualquier grado de antepasados esclavos de origen africano.
El motivo de esta estrambótica decisión —la de los esclavos
no precisaba siquiera justificarse— era la exclusión en los censos
electorales de un tercio aproximado de la población americana.
Por este tortuoso camino, se pretendía garantizar la mayoría de
peninsulares en el Legislativo. A costa de una decisión que precipitó una crisis sin precedentes en las Cortes constituyentes y en
la dinámica política posterior, allí donde se trató de aplicar aquel
criterio, en los años gaditanos y durante el Trienio Liberal. Las
vacilantes justificaciones de Argüelles, el ponente de la Comisión
Constitucional y el instigador principal de la medida, muestran
a la clara dos cosas: que el recurso de la exclusión de las castas
no derivaba de manera inmediata de una posición ideológica exclusiva, basada en asunciones etnocéntricas de calado, tal como
mostraba la propia acción legislativa de unas Cortes que había
tratado de eliminar algunas restricciones que pesaban sobre las
“castas pardas” en la vida social americana y, en segundo lugar,
que no era una decisión arbitraria, sino el resultado de ideas muy
desarrolladas sobre la estructura social americana y sus tensiones
internas. Al final, la eclosión de la crisis en torno a la cuestión de
las castas pardas y el unitarismo contrario al ejercicio de capacidades legislativas (en clave federal americana) en la administración
periférica del Estado fueron los factores que mayor erosión provocaron en el consenso que debería haber asegurado la viabilidad
de la Constitución imperial.
La Constitución portuguesa de 23 de septiembre de 1822
siguió los pasos de la española. Para el grueso de los liberales lusitanos, de manera destacada para Manuel Fernandes Tomás, diputado por la provincia de Beira y presidente de la Comisión
Constitucional, el proceso español durante las guerras napoleónicas y el que se estaba desarrollando de nuevo a partir de marzo
de 1820 —y que habían significado la proclamación de nuevo de
la Constitución de 1812— constituían la referencia esencial, al
extremo de la posibilidad acariciada por algunos liberales radicales de avanzar en la unificación de los dos países bajo la bandera
de la Constitución gaditana. Esta orientación es notoria en el uso
que se hace de la traducción del texto para la organización del
propio proceso constituyente. Igualmente es notoria en el tono y
la orientación de las bases para la formación de la Constitución
aprobadas el 1 de marzo de 1821.34
Es notoria la literalidad en la definición de la nueva nación,
como puede apreciarse en el artículo 16 de la sección segunda: “A
Nação Portuguesa é a união de todos os Portugueses de ambos
hemisférios”; igualmente en la afirmación de la independencia
de la nación con relación a la dinastía reinante y la consagración
de la religión católica como religión de Estado. Las diferencias
se perciben fácilmente, en cambio, en el tratamiento distinto de
la relación entre el monarca y las Cortes, no por casualidad la
posición de João VI en Río de Janeiro constituía una amenaza de
otro orden para los liberales reunidos en Lisboa.35 La influencia
del documento español se percibe en la Constitución finalmente
aprobada por las Cortes de Lisboa 1 año y medio después. Es
idéntica la definición que se presenta de la nación portuguesa (artículo 20 del título segundo) o “Reino Unido de Portugal, Brasil e
Algarves”, aunque se añade una lista explícita de las provincias que
la componen en Europa, América, África y Asia. Es igualmente
idéntica la condición católica con la que se define a la nación portuguesa (artículo 25 del título segundo), aunque se admite con
mayor liberalidad el culto de los extranjeros a su religión. Esta
concesión refleja al mismo tiempo la mayor pluralidad de situaciones del Imperio portugués (islam en parte de África oriental,
hinduismo en Goa y otros cultos en Macau) y los de su alianza
estratégica con los británicos. En el artículo 21 se propone una
definición de ciudadano portugués más amplia que la que la que
formularon los españoles, pues además de incorporar por igual a
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la
rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke,
1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
32
Sobre la prolongación de aspectos jurisdiccionales del antiguo régimen, con
vocación de extender esta consideración al conjunto del proceso, ver Carlos
Garriga y Marta Lorente, Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional (Madrid:
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007).
33
Me ocupé de estas cuestiones en “Raza y ciudadanía. El factor racial en la
delimitación de los derechos de los americanos”, en J. M. Fradera, Gobernar
colonias (Barcelona: Ediciones Península, 1999), pp. 51-70; ver además, de
Bartolomé Clavero, “Hemisferios de ciudadanía: Constitución española en la
América indígena”, en José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón (eds.), La
constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración. Homenaje a Francisco
Tomás y Valiente (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
2006), pp. 101-142.
34
Las cito a partir de la publicación de Jorge Miranda, O constitucionalismo
liberal luso-brasileiro (Lisboa: Comissão Nacional para as Comemorações dos
Descobrimentos Portugueses, 2001), pp. 59-65.
35
Para las relaciones entre portugueses y brasileños en este primer momento
liberal, de Márcia Regina Berbel, A Nação como artefato. Deputados do Brasil
nas Cortes portuguesas, 1821-1822 (São Paulo: Editora Hucitec, 2010).
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Josep M. Fradera / Articulos
El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
los libertos, no presenta una fórmula de exclusión comparable a
la Constitución española.36 Las limitaciones en el ejercicio de los
derechos políticos se desplazan curiosamente a las condiciones de
participación en los procesos electorales (configurando un grupo
de ciudadanos pasivos) y en la posibilidad de ser elegido. Estamos
delante de un procedimiento de discriminación de grupos sociales precisos y no de un grupo de individuos libres en bloque. En
otras palabras, no tratan de condicionar la formación de los censos (al alza como en la norteamericana de 1787, a la baja como
en la española de 1812) como parte del forcejeo entre secciones
de la población de origen europeo, sino de evitar la contaminación que significaría una presencia amplia de negros libres en el
proceso político. En este sentido y volviendo al caso portugués,
es particularmente llamativo el epígrafe vii del artículo 34 del
título tercero donde se establece que no podrán ser elegidos “os
libertos nacidos em país estrangeiro”, categoría que afectaba por
igual a los esclavos liberados que habían sido introducidos tanto
en Brasil como en la posesiones africanas de la monarquía, es decir, a los esclavos no criollos.37 Esta precaución señala, en este caso
y a diferencia de los españoles, más una línea de cautela frente a
la enorme población esclava de Brasil y los dominios africanos
que su instrumentalización como un arma contra los europeos en
aquellas partes de la nueva nación.38 Por esta razón, tal medida
recibió menos publicidad en el fragor de la lucha política.
La Carta Constitucional de 20 de julio de 1826, que será
otorgada por Pedro I, emperador del Brasil tras la abdicación de su
padre João VI (quien nombra a su vez a la princesa Maria da Glória
como reina del Reino de Portugal, Algarves y sus dominios), prolonga aspectos de la Constitución anterior. Es un documento de
una importancia extraordinaria en la historia portuguesa ya que,
por medio de actas adicionales, será reafirmada como Constitución
portuguesa durante la mayor parte del ochocientos. Sobre la base,
por supuesto, de la gran amputación que significó la separación de
Brasil 4 años antes. Ironías del destino imperial: es el emperador
del reino americano quien concede ahora el estatuto político a su
vieja metrópolis. A pesar de ello, la relación entre las dos entidades
políticas es de orden puramente dinástico, sin menoscabo para la
independencia política respectiva. Nuevamente, la Constitución
se articula en un plano imperial. El reino de Portugal es definido
como “a Associação política de todos os Cidadãos portugueses”
en Europa, África y Asia, con especificación de sus territorios de
modo idéntico a la Constitución de 1822. Y los ciudadanos portugueses son todos aquéllos nacidos en Portugal y que no sean
ciudadanos brasileños (matiz que remite a la distorsionante presencia de brasileños en las colonias africanas). Sólo que, en línea
con las discretas exclusiones en el apartado relativo a la organización de las elecciones, no todos tienen los mismos derechos. Es
una exclusión que arranca de distinciones de fortuna. En efecto, la
Carta Constitucional introducirá el sufragio indirecto y censatario
al exigir que para tener voto en las elecciones primarias —a través
de las que los ciudadanos portugueses eligen a los electores que,
a su vez, elegirán a los diputados— no puedan hacerlo aquéllos
que no alcancen una renta anual de 100 000 reis. Con la agravante de que los individuos que no pudiesen entrar en los colegios
electorales para la elección de diputados, no podrían participar
en ningún otro tipo de elecciones, es decir, las correspondientes a
niveles inferiores como, por ejemplo, las municipales. Ahí, las precisiones importan, puesto que se detallan algunas exclusiones que
restringen todavía más el número de aquéllos que pueden ser electores (artículo 67 del capítulo quinto): una renta anual de 200 000
reales en bienes físicos, no haber sido condenado y no ser liberto.
En definitiva, estos últimos, los libertos, quedaban en su gran mayoría excluidos de las votaciones por razones censatarias, con más
razón de la posibilidad de formar parte del cuerpo intermedio de
electores. Disposiciones parecidas reaparecerán en la Constitución
de 1838 y en el acta adicional de 1852 a la Carta de 1826. Todos
los individuos libres eran ciudadanos portugueses —ya que no
puede olvidarse que la esclavitud fue una institución vigente en las
colonias portuguesas en África hasta la década de 1850—, pero no
todos disponían de los mismos derechos y capacidades.39
La extraña carrera de las
Constituciones imperiales
Ninguna de las Constituciones de la familia imperial a las que hemos dedicado nuestra intención resistió la prueba de los hechos.
Esta afirmación puede resultar sorprendente al haber incluido la
muy longeva norteamericana en el repertorio de casos a que hemos hecho referencia. Pero no debe suscitar sorpresa si observamos lo sucedido desde el ángulo adecuado. Las Constituciones
imperiales nacieron con el propósito de garantizar un marco de
derechos compartidos para todos aquéllos (individuos libres) que
vivían en el espacio configurado por las antiguas monarquías o
el liberado de su opresión por una revolución anticolonial, con
independencia de sus diferencias culturales. Marcados por la idea
básica de que “todos los hombres nacen libres e iguales”, la traducción de esta idea seminal obligaba a resolver la ecuación libertad individual-representación-derechos, nacida en oposición
a las monarquías basadas en la pluralidad legislativa y de derechos, para producir una entidad nueva: la nación moderna. Las
Constituciones imperiales fueron, por esta razón, la superposición “perfecta” de la nación-comunidad de ciudadanos y de la
proyección imperial (que no imperialista, es decir, colonial) de
un cuerpo político formado por agregación de partes muy distintas. La defensa de la soberanía nacional en condiciones extremas
(acoso a la república francesa en el Rin e invasión de Martinique
y Saint-Domingue fuera de las fronteras europeas; invasión de la
península ibérica y secesión americana en el español) hizo el resto.
Este esquema justifica hablar y estudiar esta familia de
Constituciones imperiales que aspiraron a transformar el mundo
que las vio nacer. No obstante, difícilmente podían superar la
prueba de los hechos, esto es, las líneas de confrontación social y
política que yacían bajo aquellas experiencias de institucionalización representativa. No es éste el lugar para desarrollar a fondo la
necesaria discusión acerca de por qué caminos y de qué maneras
aquella familia de Constituciones entró en crisis y fueron substituidas por otras mejor adaptadas a las necesidades de los grupos
sociales hegemónicos en cada uno de los sistemas políticos. Sí
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la
rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke,
1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
36
El trasfondo colonial de las Constituciones monárquicas portuguesas está
magníficamente explicado en Valentim Alexandre, A questão colonial no
Parlamento. Vol. i: 1821-1910 (Lisboa: Dom Quixote, 2008); del mismo
autor, Os sentidos do Império. Questão nacional e questão colonial na crise do
Antigo Regime português (Lisboa: Ediçoes Afrontamento, 1993).
37
Las relaciones entre esclavitud y liberalismo en Brasil en el cap. 2 de Márcia
Berbel, Rafael Marquese y Tâmis Parron, Escravidão e política. Brasil e Cuba,
1790-1850 (São Paulo: Editora Hucitec, 2009), pp. 95-182.
38
Cristina Nogueira da Silva, Constitucionalismo e império. A Cidadania no
Ultramar português (Coimbra: Almedina, 2009).
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39
73
Sobre las colonias portuguesas del siglo xix, de Francisco Bethencourt y Kirti
Chaudhuri (eds.), Do Brasil para África (1808-1930), História da expansão
portuguesa (Estella: Temas e Debates, 2000).
Josep M. Fradera / Articulos
El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud consolidaron el
poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados
recogen su bandera después de la rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke, 1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
refería el primer cónsul. Lo que sí era claro es que tales leyes especiales diferirían de las que iban a regir en la metrópolis, aquéllas
establecidas con estilo algo oscuro en el resto del texto. El restablecimiento de la esclavitud por la ley de 20 de mayo de 1802
—caso único en la historia de la infamia— contribuyó enormemente a aquella clarificación. En 1837, los españoles aprobaron
una Constitución, la segunda tras Cádiz, en la que se incluía un
artículo adicional que era un plagio escandaloso del salido de la
propia pluma del futuro emperador. Después de 1 año, los portugueses imitaron de nuevo a los españoles e introdujeron, con
matices importantes, el mismo redactado en el artículo 137 del
título décimo de su Constitución liberal.
La hora de las Constituciones imperiales había pasado. Poco
a poco fueron substituidas por las propiamente coloniales, aquéllas que regulaban las fórmulas de excepcionalidad política en
el marco de los Imperios, aquéllas que se adaptaban mejor a la
Constitución no escrita de la práctica cotidiana del Imperio colonial. Restaba un arduo problema por resolver: borrar la peregrina
idea de que los “hombres” nacen libres e iguales —la idea-fuerza
que justificaba la existencia misma de aquella extinguida familia
de Constituciones— de la mente de poblaciones esparcidas por
cuatro continentes.
que, en cambio, merece la pena indicar las dos vías por las que
se salió de la crisis de las Constituciones imperiales, esto es: su
reforma o su substitución.
El caso más claro de reforma es el altamente paradójico de la
Constitución norteamericana después de la Guerra Civil, con la
reforma de la esclavitud y la introducción de las enmiendas decimosexta y decimoséptima, que alteraban por completo el valor de
la Constitución, para hacerla más unitaria en el sentido antes expresado. No parece que se pueda dudar de que el país y el marco político que emergen tras la derrota de la Confederación, eran otros y
sustancialmente diversos. No corresponde a este texto explorar los
complejos vericuetos políticos y constitucionales que permitieron la
continuidad de prácticas de segregación que afectaban a grupos sociales enteros, prácticas seccionales (el llamado Southern Home Rule)
que se formalizaron en un contexto republicano unitario. Tampoco
explorar las distinciones entre el espacio imperial y los territorios
donde aquella unidad in imperio no se consideró prescriptiva.
Por lo general, la perspectiva fue de sustitución. Es ésta la
que domina en los casos francés y español con claridad y, con matices, también en el caso de Portugal. Fue la toma del poder por
Napoleón tras el 18 brumario el momento que abre el paso a una
rectificación esencial, auspiciada en Francia por Sieyès, Talleyrand
y la coterie de antiguos altos funcionarios del Ministerio de la
Marina y Colonias monárquico que entonces regresan al poder.
La Constitución del año viii deja pocas dudas del camino a seguir. Lo define con nítida y concisa precisión su artículo 91 del
título séptimo: “Le régime des colonies françaises est determiné
par des lois spéciales”. Nadie podía saber entonces a qué leyes se
En 1865 el triunfo de la Unión en la Guerra Civil y el fin de la esclavitud
consolidaron el poder industrial de Estados Unidos y aceleró su expansión continental. Soldados confederados recogen su bandera después de la
rendición del general Lee en Appomattox en 1865, Richard Norris Brooke,
1872, óleo sobre tela. Colección particular/© Art Resource.
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