ALBERTO ETCHEPARE UN OTOÑO SIN MÓNICA HUMOR Y VIAJES Editorial Alfa Montevideo A Doña Margarita Méndez de García Capurro Quedo hecho el depósito que marca la ley Copyright by Editorial Alfa. Ciudadela 1389, Montevideo Printed in Uruguay Impreso en el Uruguay No pido riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y el camino a mis pies. R. L. Stevenson. Dígase cuanto se quiera, viajar es uno de los placeres más tristes de la vida. Mme. de Stael. Y hay que viajar, lo he dicho antes de ahora, por topofobia, para huir de cada lugar, no buscando aquel a que va, sino escapándose de aquel de donde parte. Miguel de Unamuno. INTRODUCCIÓN Entre un montón de cuentas a pagar, de antiguos recibos de instituciones más o menos culturales y amarillentos recortes de prensa, la viuda de Fernando Goicoechea y Galarregui encontró las páginas que siguen. Constituyen ellas un relato del viaje que realizara el malogrado periodista por los países escandinavos, en usufructo de un premio a su presunto talento humorístico. Digo presunto y digo bien. Goicoechea pretendía ser considerado un escritor humorista, cuando eran notorias sus limitaciones intelectuales y su falta de gracia. De salero, como dicen los gaitas. Era, a lo sumo, un oportunista del chiste almacenado, del retruécano fácil, de la astracanada gramatical, y más que todo eso tal vez, un columnista experto en manipular cierta óptica deformante, que solía aplicar con insolencia a respetables personajes del mundillo político, social, artístico, etc., del querido Uruguay de las últimas décadas. Iconoclasta hasta la manija. Un verdadero jodón, para decirlo pronto y claro, tanto en lo que expresa tal término entre nosotros, como por lo que pudiera entenderse —castizamente hablando— del incurable afán fornicador que lo envió prematuramente a los infiernos. Una de sus viudas espirituales —dejó tantas, el bandido— nos sugirió la tarea de editar estos apuntes de viaje de Goicoechea, imaginando que su lectura podía divertir. —¿Pero usted cree que alguien comprará el libro...? —le osamos preguntar. —¡Oh, sí...! Todas nosotras querremos tener ese recuerdo póstumo de Él. —Permítame, señora... Goicoechea escribía mal, era inculto y casi tan vanidoso como sus colegas mejor dotados. —Lo sé. Se ponía insoportable, en ocasiones. Pero... ¿recuerda qué hermosa era su nariz? —Por favor... ¿se había usted enamorado de eso? —De ningún modo. Ni de su nariz ni de ninguna otra cosa suya. Estaba lleno de defectos, el pobre. —¿Y entonces...? —Tuve la suerte —¿para qué negarlo?— de descubrir algunas de sus escondidas virtudes. —¿Lo amó usted, señora...? —Era imposible no hacerlo, aunque fuera un cuarto de hora. —Jamás pensé que Goicoechea llegara a interesar en serio a una verdadera dama… —Nunca me interesó en serio. ¿Cómo tomar en serio a un hombre tan loco...? Piense usted que se fue a entreverar con la chusma española alzada contra los pundonorosos militares. Bueno, y así le fue... Por aquella época de su juventud, las personas sensatas, criteriosas y verdaderamente democráticas lo abandonaron a su suerte y al horror de sus pecados. —Si usted admite, señora, que todo aquello fue locura, y que Goicoechea se condujo como un pobre tonto que los comunistas utilizaron luego muchas veces... ¿por qué quiere ahora resucitar su memoria y empujarnos a leer sus desatinos, su prosa superficial, sus malas ocurrencias de frívolo cronista...? —Quizás en homenaje a su locura generosa y a las horas felices que le debo. Y porque me digo con Jenofonte: “mejor, más justa, santa y suave cosa es acordarse de los bienes recibidos que de los males”. —¿Piensa usted que haya muerto arrepentido...? —¿Jenofonte? —Goicoechea, señora. Estamos hablando de quien se llamara en vida Fernando Goicoechea y Galarregui, periodista de profesión y vago de vocación. Me pregunto si murió arrepentido. —Sospecho que no tenía de qué arrepentirse. —La tradición indica que los individuos de su índole se suelen arrepentir cuando se enfrentan a la Parca, si es que ella les da tiempo de pasar revista al “video-tape” de una miserable existencia entregada a los bajos placeres de la carne... —Amigo mío, no exagere usted... Tenga presente que el pobre Goicoechea murió casi octogenario. Yo asistí a su velatorio y recuerdo la expresión apacible, la profunda dulzura —de origen diabético, quizás— que emanaba de su rostro. Y todos concordaron aquella noche en que había sido un viejito feliz, sin otra chochera aparente que su afición por los fantasmas. —Fantasmas de mujeres, presumo... —Fantasías seniles que a nadie molestaban, después de todo... ¿verdad? Me contaron de su compromiso formal para convertirse en fantasma en la primera ocasión. En cuanto pudiera echar mano a una sábana, por ejemplo. Pero todo con ánimo de broma... ¿comprende? Estoy segura que Goicoechea se nos aparecerá a cada una de nosotras alguna vez, nos dará un beso en la frente, nos invitará a un dúo de ahogadas toses y se volverá después a su mundo de sombras, seguro de haber cumplido como el atento gentilhombre que fue. —Loco, entonces, más allá de la muerte... —Sea usted piadoso con Él. Nosotros, sus incontables viudas, lo hemos perdonado hace mucho y hasta hemos hecho rezar misas por la paz de su alma. La publicación de este libro no pretende rescatarlo del olvido en que su nombre yace, explicablemente. Pero usted sabe que las mujeres somos muy sentimentales, además de curiosas y un poquitín perversas. De ahí que el libro tenga su éxito de venta asegurado, pues cada una de nosotras correrá a buscarse entre sus páginas y nos gustará pensar — en medio de nuestros achaques reumáticos de hoy— que fuimos retratadas en esa Mónica del cuento, espejo melancólico de nuestro ayer. LAS COSAS CLARAS El descubrimiento de los países escandinavos no me pertenece. Pese a lo obvio de la aclaración, me considero en el caso de insistir, pues amistades circunstanciales — la noche de mi regreso triunfal a Montevideo— fatigaron el aire del boliche con esa gratuita acusación. Ocurrió en la primera escala, en el primer ‘tablado” al que me empujaron los fanáticos admiradores antes de que lograse reintegrarme a mi hogar propiamente dicho. La verdad: en el siglo VII los noruegos ya habían fijado domicilio en las islas Shetland y en las Orcadas (1). Los suecos antiguos —se supone que también lo eran de taco bajo— andaban por el sur de su actual territorio unos dos mil años antes de Cristo. Y en cuanto a los dinamarqueses, se habían instalado desde largo tiempo atrás en la península de Jutlandia al separarse del tronco original, que lo era sueco. La puntualización es conveniente, además de ilustrativa, dado que tales amigos me atribuyeron muy generosamente méritos que me son ajenos. Entre otras razones, por la edad que disfruto. Que si bien no juzgo obligado confesarla en este instante, ella me permite presumir de imberbe (2) ante los descubridores auténticos, que fueron unos tíos muy barbados. Hecha, pues, la pertinente precisión, quien me ame... y tenga paciencia, que me siga. (1) No, no voy a preguntar porqué las habrían… “orcado”. (2) En la simple acepción del diccionario, no así políticamente. Y disculpen… UNA VIEJA SED El poderoso cuatrimotor que me conducía a Copenhague se posó en Río de Janeiro a tomar aliento (para nosotros un “cafezinho, obrigado...”) y al otro día saltamos el Atlántico. Sin idea del tiempo. Durmiendo más que soñando. Y era muy de noche cuando el avión se detuvo en Dakar, húmeda, calurosa y tan llena de negritos. En el bar, distraído, ingerí un poco de cierta cerveza tibia y repugnante, sin duda boicoteada por las nativos, los cuales deben odiar a las rubias, presumo, aún en estado líquido... Quise confirmar esta idea intimando con una lugareña que atendía el kiosko de revistas y tabacos, postales y “souvenires”. Era una auténtica Venus retinta y lustrosa, de las amadas por Baudelaire y otros buenos catadores. Sonreía amistosamente con sus bellísimos ojos y con sus pulposos labios que enmarcaban un odontológico esplendor. Una belleza digna de todos los homenajes, vive Dios. Fácilmente pude percibir su desdén por la colonia. ¿Acaso embotamiento animal, indiferencia por la lucha de su pueblo...? No. Simplemente prefería el “arpége”... a la colonia. Nada de confianzas con la morocha. Dakar quedó rápidamente atrás, con su aire caliente. Después pasó Lisboa y, de inmediato, como quien da vuelta las hojas de un álbum y casi en el mismo tiempo, fueron llegando Ginebra, Praga, Copenhague, Estocolmo y Oslo. Sentí al avión como un fantástico canguro o especie de langosta, no en lata sino de lata. La langosta metálica carreteó unos minutos y se detuvo. Aquello era Ginebra, la cuna del finado Juan Jacobo Rousseau, que por tantas cosas se merecía un brindis. Adelante, pues. Usted primero, aeromoza... ¿Qué toma? ¿Una aspirina? Cuanto lo lamento... Bueno, por mi parte quiero una ginebra, doble y con minúscula. —¿Ginebra...?, —pregunta extrañado el del bar. Recordé al Viejo Pancho y su sed tan criolla: —Giñebra o caña, es igual; ¡que no nieguen su calor al que en las yerras de amor no pudo acertar un pial...! Pero no hubo caso. Ni ginebra ginebrina. Debí conformarme con jugo de tomates, que el “barman” me sirvió con la misma gracia de un camillero de la Cruz Roja. Una suerte de transfusión vegetal, de una asepsia sublevante y muy helvética (3). En Praga fue distinto. Estaba detrás de la “cortina”, que traspasé sin mayores dificultades y explicable curiosidad. Riguroso contralor de documentos, funcionarios militarizados y muy medidas sonrisas de las chicas que atendían los kioskos y el bar. Comprensible: custodiaban la entrada a un país con problemas muy serios. Pero para el viajero que era yo, para “menda” (como dicen los gitanos y ole...), para esta alma errante y sedienta, el único problema consistía en procurarse un trago que no fuera de leche o limonada. Alcé por fin mi copa de recuerdos, de nostalgias y de tristezas cortadas con “fernet”. Como es de estilo. Hice mi brindis tanguero con el gesto lento de un viejo oficiante... ¿A la salud de quién? Yo no me acuerdo (4), ya se perdió su nombre, palabra. Pero sí tengo, en cambio, memoria grata para aquella “vodka”. ¡Oh, qué besos puse en esa “vodka” de Praga, tan ardiente y tan “evodkadora”...! (3) Juan Jacobo: te la debo. (4) “Yo no me acuerdo, hermano” estaría más en el tono. Digo, no sé… OTRO “DRINK” Al anochecer tocamos Copenhague, “alegre puerta de Europa” para algunos, el “París escandinavo”, para otros. Y sesenta minutos más tarde descendíamos en el aeropuerto de Estocolmo, anunciado de este modo alarmante: —Señores pasajeros: ahora aterrizamos en broma. Los dioses me habían hecho compañero de asiento de una hermosa joven uruguaya, y con ella compartí el misterio de la noche oceánica en el largo vuelo pleno de ronquidos. Por cierto que los humanos competían ventajosamente con los del avión. Me volví hacia la linda compatriota pensando haber oído mal. —¿Qué clase de aterrizaje será éste...?, —le pregunté con un hilo de voz.— ¿Acaso el piloto se ha vuelto loco...? El trabucar de las sílabas era un síntoma: estaba nervioso. A la mieda con el miedo, me dije. E insistí con la bella vecina: —¿Tratará ese tipo de hacerme un chiste a mí (5), considerado en amplios círculos un gracioso profesional...? —No, amorcito... (se le escapó, lo juro). Lo que pasa es que así se llama el aeropuerto de Estocolmo: Bromma. Con dos emes y otro significado. Observé por la ventanilla una muchedumbre de gente abrigada. ¿Estaría Mónica entre esa gente, debajo de algún pesado abrigo? Yo anhelaba su presencia, pero la sabía impuntual e infiel bajo todos los cielos. Ella era así, es así, en tanto que uno —tan bestia (6)—, lo mismo la reclama y la perdona (tango va, tango viene) hasta el último suspiro. Mientras mis ojos seguían buscando o Mónica, tuve la primera sensación de un invierno escandinavo. Y era nada más que el principio del otoño, estación encantadora para poetas y farmacéuticos. Muy cruel, en cambio, para un periodista arrancado violentamente de la primavera subtropical uruguaya, que pagaba tributo a la imprevisión o al prejuicio. Porque en aquel clima polar mis extremidades inferiores se estremecían bajo el liviano casimir. Me las palpé, con indisimulado terror: —Las tibias... ¿dónde están mis tibias, Dios mío? Entendí el significado de la palabra “frío”. El sustantivo. Alguien leyó mi pensamiento, entonces. Un alma caritativa de las que nunca faltan por los caminos del mundo. Me sugirió, como receta de emergencia: —Drink...? Mis conocimientos de inglés podrán ser muy deficientes —y vaya que saqué “deficientes” en aquellas clases antidiluvianas de míster William Poo!—, pero no al punto de ignorar lo que significa “drink”. Avanzando hacia la voz amiga a paso de carga, maletín a la espalda y vaso en mano, respondí sin vacilar: —Yes, Lavalleja, yes...! Absorbidas las calorías del “acquavita” sueco me sentí revivir. Ubiqué las tibias, recuperé el ánimo, la sangre se me echó a andar... Quebré todos los hielos circundantes, piafé como un noble potrillo y atropellé hacia un brete de aquel aeropuerto desconocido. En la enfermería me contaron después que yo lanzaba gritos alegres y selváticos: —¡Mónica, a mí...! ¡Mónica, aquí estoy...! ¡Moooooooooónicaaaaaaa…! (5) ¡A papá...! (6) Es un decir. HONOR A SALVO ¿Estoy en Estocolmo o en el Polo Norte? Este aeropalacio de Bromma, un lujo de cristales y cemento, deslumbra con sus luces y sus azafatas rubias. Una inmensa sala de recepción, con bares, librerías, estufas, alfombras y butacas. Plantas y flores a cada paso, como principal ornamentación del ambiente. Para ser el Polo Norte, el refinamiento me parece excesivo... (¿y a tí, Hans Ruesch, el del “País de las sombras largas”?). Hay en el aire un cierto perfume francés que no me llega de ningún florero. “Sniff, sniff...”, me repito como en las historietas. El aroma asciende del cabello de esta funcionaria aduanera que se ha inclinado sobre mi maleta. Veo solamente la mata rubia de su pelo y sus manos expertas, de uñas pintadas, sin anillos. Cuando levanta su rostro la encuentro bonita, pero no sé cómo decírselo. Mejor así. Debo controlar mis ímpetus de criollo suficiente y cargador. Ella, en un inglés de rutina, pregunta si tengo algo que declarar... Yo tiemblo, y esta vez no es de frío. Me asalta el temor de un ridículo imposible por estas latitudes: que agite ante los ojos de todos mi ropa interior, aquella que entendí prudencial y necesaria para la aventura nórdica. Lo considero un verdadero contrabando, capaz de abochornarme más que un frasco de cocaína o un paquete de marihuana. Por fortuna la indagación es superficial y mi honor queda a salvo. Respiro tranquilizado, dueño otra vez de mis arrestos varoniles. Mucho más feliz que antes me entrego a la embriaguez de la esencia parisina que exhala la joven, de aquel olor “que le sube de los pechos y las trenzas”. Cierro la valija, recuperado mi aplomo criollo, mi donjuanesca confianza, mi fachada de uruguayo “vivo” e invulnerable. Hubiera sido muy triste que la primera Mónica con que me topaba —y en circunstancias nada románticas—, se informara de algo tan secreto y personal como mis calzoncillos. Porque para enfrentar a las Mónicas yo llevaba sobre el pecho la celeste. Y me alcanzaba con esa gloriosa camiseta. PARA LOS CHARRÚAS Estocolmo no tiene un millón de habitantes, pero es la capital de un país que pasa de los siete millones. Queda dicho que existen otras grandes ciudades, muy pobladas: Göteborg, Malmö, Norrköping, Helsingborg… El visitante corriente —soy de ellos— llega con escasas noticias. ¿Suecia? Nación escandinava en la que nació Greta Garbo y donde se practica al nudismo como una saludable filosofía. ¿Suecia? ¡Ah, sí…! La Academia que otorga el Premio Nobel, la gran fábrica Ericsson donde nació el teléfono, un solo verano de felicidad, Mónica y una monarquía casi de juguete unida a lo socialdemocracia por un matrimonio de conveniencia mutuo. Esto es más o menos cierto. Pero, naturalmente, no toda la realidad que palpan los ciudadanos suecos. Me doy cuenta de ello con bastante rapidez, y no porque lo perspicacia sea una de mis mejores cualidades (7). La verdad es que iré descubriendo en Suecia uno de los países más notables que puedan verse por ahí. Con su fabulosa historia de conquistas y de guerras, que se inicia casi con la alborada del hombre, deslumbra hoy con su alto grado de civilización. Detrás de su firme estructura jurídica actual se amontonan los siglos y siglos de luchas y de invasiones al resto del Continente. Sus antepasados vikingos . formaron Escandinavia y dejaron su lugar a estas gentes que hace más de cien años saben de una paz ininterrumpida. Junto o sus hermanas Noruega y Dinamarca integran una zona sin parangón, de la que quiero hablar sin ponerme serio. Porque escribo para mis compatriotas, los charrúas, que se hacen los suecos desde los tiempos de Artigas en aquello que más importaba al Prócer: la redención de los pobres, de los menos privilegiados. Ojalá que el modismo adquiera para nosotros un nuevo sentido, y nos “hagamos los suecos” para afrontar responsabilidades. (7) ¿Quién es perfecto en este mundo? LOS SUECOS NO ENTIENDEN Ciento cuarenta y tantos años de paz continuada, para cualquier país europeo o no, explican la cosa. En primer término, señalan la presencia de un espíritu colectivo inteligente, casi sabio, regulador del equilibrio social. La presente monarquía arranca de aquel Bernadotte, mariscal de Napoleón. Desempeña una función representativa, sostiene la tradición, ejerce una suerte de simbolismo del poder. En los hechos el país se desarrolla, camina y actúa como una sencilla república democrática que mantiene un largo idilio con su galán socialista, muy circunspecto él (8). El Parlamento (Riksdag) es bi-cameral: un Senado con 150 miembros elegidos por voto indirecto, con la siguiente composición: 79 socialdemócratas, 22 liberales, 20 conservadores, 25 agrarios y 4 comunistas. Los diputados son 110 socialdemócratas, 58 liberales, 31 conservadores, 26 agrarios y 5 comunistas, elegidos directamente y por sufragio universal. El Rey, muy buena persona, sin despreciar, es un señor octogenario que sabe atender el sentimiento de la calle y designa un Primer Ministro para que se las arregle con el gobierno y sus problemas. El gobierno ha sido algunas veces suavemente socialista (9), y otras producto de una coalición de partidos. O sea un auténtico ejecutivo colegiado, aunque muy lejos del molde uruguayo (10). Uno la mira a Suecia, tan adelantada en todos los órdenes, con una legislación social que no envidia a nadie… y se pregunta cómo hizo para alcanzar tanta belleza cívica sin tomarnos de ejemplo. Mucho más me sorprendo al comprobar que este pueblo, para su ilustración y guía ciudadana, carece de diarios como “El Día” o “El País” que le fijen el rumbo en materia de democracia (11). La sorpresa aumenta por la ignorancia de los suecos sobre el Colegiado uruguayo y su notable funcionamiento. El estupor me invade luego, cuando manifiestan su desconocimiento del “tres y dos”… —¿Se juega como el “seven-eleven”?, —pregunta un profesor de matemáticas. —Por favor, caballero, —le respondí. Pero todavía no hemos constitucionalizado el “seveleven”. Ni siquiera lo hemos oficializado, como la quiniela. —¿Tres y dos…? Debe ser muy interesante. Cuénteme usted, —me suplica una dama otoñal divorciada varias veces—. Yo sólo conozco el “ménage à trois”… ? Les explico que se trata de un maravilloso sistema inventado por los partidos tradicionales de mi país para perfeccionar la Administración Pública. Me miran con tal incredulidad que me sumo en un mar de confusiones y de dudas. ¿Serán de veras tan demócratas estos suecos como se dice…? (8) Afirman los comunistas que se trata de un simple “calientasillas”. (9) Un tanto rosa-pálido, digamos… (10) ¡Cualquier día nos van a empardar…! (11) Pobre Suecia, tan a oscuras, tan al borde del comunismo sin una prensa orientada por la S.I.P. EL GRAN TEMA —Todo eso está muy bien, pero… ¿y las pibas? —¿Las qué…? —Las Mónicas, che… —Observo que se intenta apartarme de los temas serios. —Viejo, yo he visto a Mónica en el cine y es una cosa seria. —De acuerdo. Muy seria. Hable de lo que hable, todos los temas conducen a Mónica. —A Dios gracias. Y ahora, con permiso... Es evidente que la industria cinematográfica sueca ha contribuido enormemente al conocimiento y la difusión de muchos aspectos de la psicología (12) de este país. Especialmente sobre el criterio con que se juzga el amor y los relaciones entre los sexos. He aquí el gran tema. La vida sexual en Suecia ocupó siempre el primer punto del Orden del Día en las reuniones del barrio, a las que debí concurrir para informar a los muchachos. Sus curiosidades no eran, generalmente, ni sanas ni limpias, por cierto. Y para esos muchachos, y para otros que no son de la barra ni de Montevideo, traje esta verdad grandota que debo decirla en seguida, sin perder un segundo: los suecos, hombres y mujeres, se manejan en sus relaciones sexuales con mayor salud moral que nosotros. A los latinos, a los rioplatenses de modo especial, a los muchachos de mi esquina, les cuesta entenderlo. No porque sean tarados, no señor… ¡qué va! Es un simple problema de educación, de formación, de ambiente. Por eso la machacona pregunta del compañero de trabajo, del mozo del café, del amigo ocasional: —Sí, pero… ¿y las pibas? (12) Y si me permiten, de la anatomía. VIRGEN... ¿QUIÉN? Las pibas de Suecia son como las de todas partes (13). Uno llega a Estocolmo con las ideas que el cine le metió en la cabeza. Y no solamente el cine. Porque uno ha leído algo también (14). Después está la anécdota de un cierto profesor latinoamericano, casado y padre de una nena de catorce años, que hubo de radicarse temporalmente en Estocolmo para realizar un curso de no sé qué. Inscribió a su hija en una escuela secundaria, para que no perdiera el tiempo (15). Había que verle la cara al buen hombre —dicen—, cuando le dieron a firmar un papel de rutina burocrática, donde el colegio se eximía de responsabilidades en caso de que la niña quedara embarazada durante el año lectivo. Una medida de precaución del instituto, adelantándose a la niña seguramente inexperta y que podía no tomar ninguna. En Suecia se entiende que son los padres, y no los profesores de secundaria, quienes deben asesorar a los adolescentes sobra el uso de anticoncepcionales. Ello está ajustado a razón. Y a la época que vivimos. Porque de lo otro, de la libertad para hacer el amor, se encargará el medio ambiente, la irrenunciable vocación, la indomeñable naturaleza. Todo ello bajo la dulce mirada de Dios, padre comprensivo, más tolerante y bueno que la mayoría de sus presuntos representantes. Capaz, como si lo viéramos, de una guiñada de complicidad en el minuto del beso y del abrazo fecundante. Por cierto que este punto de vista no es una exclusividad de los escandinavos. También los germanos, los sajones y los eslavos —alegres, sanos, felices— dejaron atrás hace mucho esa idea del pecado. Entre ellos no hay trabas para el amor juvenil, ni es un “tabú” la virginidad femenina. Ella es más bien una incomodidad, en ciertos casos, un motivo de vergüenza, una molesta preocupación, un complejo de mujer fea, un drama que los años harán insoportable y absurdo. Los suecos —o, mejor dicho, las suecas y las suequitas— han rebasado la línea de hipocresía en que nos movemos por estas latitudes, donde heredamos el concepto calderoniano de la honra. Concepto más que rancio, aventado de las nuevas mentalidades femeninas, que han cambiado sabiamente el lugar de su virtud sin agravio de la honestidad. Hubo un grito de “¡Libertad, libertad orientales…!”, que salvó nuestra patria según lo cantamos en el Himno. También un parecido grito de libertad salvó la alegría de la carne, del espíritu y de la vida de las mujeres suecas. Rematando el tema, me decía un tenaz viajero del Atlántico, conocedor de todas sus orillas, la nuestra incluida: —Será difícil que aquí en Estocolmo, o en cualquier otra ciudad escandinava, se encuentren hombres enracimados en las puertas de los cafés, de las confiterías o de los cines. O en las esquinas céntricas. Sujetos que controlen con miradas turbias el desfile mujeril o que deslicen palabras sucias y sin ingenio al paso de las bonitas o gráciles muchachas que van a su empleo o a su estudio. ¿No observa usted aquí la ausencia de discípulos de Onán, que tanto pululan por las aceras de Montevideo y Buenos Aires…? En estos pueblos escandinavos son raros tales ejemplares zoológicos, insatisfechos y torpes. —¿Problema de educación, de cultura, de policía, de civilización, de desarrollo…? —No, mi viejo. Falta de problemas. (13) Única diferencia, quizás: hay que entenderse por señas, descartando las del truco. (14) No es para dármelas de culto, pero… ¿vos leíste a Pär Lagerkvist, el Nobel de Literatura en 1951? (15) La inocencia le valga. MÓNICA Harriet Andersson se llama la gran actriz, protagonista de muchas de las películas que dieron legítimo prestigio al cine sueco. La sugestiva Harriet es la heroína de “Un verano con Mónica” y de “Noches de circo”, entre otras, quedando identificada desde la platea, y para siempre, como Mónica. Su nombre encarna un tipo de mujer nueva que dentro de algunos años habrá dominado al mundo (16) con mayor eficacia que un cohete intercontinental. Mónica (¡oh, mi amor!) es un ser liberado de viejas esclavitudes y limpio de telarañas mentales. De ahí que la sorpresa —si es que lo ha sido, realmente— y el éxito del personaje cinematográfico, se manifestara de modo especial en el área latina, tan excedida de prejuicios, ñoñerías y moralina. Esto tampoco lo inventé yo, es claro. Por ahí andan sesudos pensadores que podría citar en mi auxilio señalando las variantes geográficas de los conceptos morales y la influencia del medio ambiente, que lleva a una chica “bien” a vivir en Europa como una chica “mal” si se aplica la óptica montevideana. Cuestión de latitud. Porque tirar la zapatilla en París —y quien dice París dice Roma o Nueva York, Estocolmo (17) o Budapest— es casi normal para una chiquilina sudamericana, sea becaria o no. Hay un “¡Oh, París…!” femenino que no se confiesa, del que no se guardan diapostivos proyectables (18). Lo que se rechazó con indignación aparente o real allá en la aldea de 18 y Andes, se acepta, se demanda o se aguarda ansiosamente en la capital del mundo. Y al regreso, aunque no haya habido aventura ni pecado, ninguna se sustrae al voluptuoso encanto de dejarlo entrever, halagada íntimamente de la sospecha que es envidia en el fondo. Se vuelve de otro clima moral, donde la satisfacción del apetito sexual se considera simplemente saludable e intrascendente. Como suele respirarse también —aunque en escala bastante menor— en la publicitada internacionalmente Punta del Este, con su luz verde para todos los avances de la “nueva ola”. Especie de vedado de caza amorosa de la gran burguesía, con el relativo recato de sus clubes, sus yates y sus “bungalows” cinematográficos. Zona geográfica donde suele imperar la “manga ancha”, cuando no la “dolce vita”, entre muy católicos y blasonados apellidos. Punta del Este tiene así su “moral de temporada”, su verano sueco con infinitas noches de San Juan. Padres distraídos que eligieron la paz y maridos comprensivos que eligieron la libertad sin escándalo, entienden que hacer la vista gorda es parte del “savoir vivre”, tan indispensable muchas veces para el éxito social. Mónica, en cambio, es una mujer que no alterará sus costumbres ni sus gustos por el hecho de viajar. Mónica, siendo auténtica, siendo ella misma, está cómoda en el más tradicionalista de los villorrios, conoce el camino de su felicidad y está en paz con sus sentidos y su conciencia, con Dios y con la vida. Es una suerte de “pionera”, con un mensaje de esperanza que las uruguayas están asimilando con cautela, “sin dilaciones pera sin precipitaciones” al decir de aquel Presidente-comadrón de nuestra democracia. No aludo, por cierto, a las compatriotas de todos los sectores que presintieron desde niñas el cine sueco, que lo intuyeron genialmente, que lo olfatearon como quien dice. Que fueron Mónicas sin saberlo. (16) Si es que el señor Goldwater lo permite. (17) Algunas parece que pronunciaran Esto... calma. (18) Puede ocurrir que alguna Madelón de cuatro apellidos encuentre agradable tu compañía allá por St. Germain des Près y hasta comparta tu lecho una noche de copas y de “spleen”. Al paso del tiempo, se cruzará contigo por una calle montevideana sin darte ni la hora: has dejado de pertenecer a su mundo europeo de alegre bohemia sin fronteras sociales. Nunca me pasó, pero me lo contaron... También es posible que el tipo lo haya soñado. LA VISITA El cine me ha ilustrado a propósito de unas curiosas y pintorescas costumbres de la vida rural en Suecia, que ya nunca —¡ay!— llegaré a disfrutar personalmente pues corresponden a una perdida edad juvenil. No se trata de una fantasía, sino de un hecho real que integra la vida campesina, de tan rica tradición. La película no fue exhibida nunca en Montevideo, se inspira en una novela de Margit Söderholm y se titula “Todos los placeres de la tierra”. Su protagonista es Ulla Jacobson, heroína, me parece, de “Un solo verano de felicidad”. La acción transcurre en Helsinglandia, en el norte de Suecia, y gira sobre la famosa “visita nocturna” que reciben las muchachas en flor, apenas núbiles, durante ciertas noches de primavera. Un muchacho del lugar, pretendiente aceptable, amigo del corazón, pasa la noche junto a la chica en una bohardilla encima del tejado. No hay secreto, ya que la familia y las amistades más íntimas están en el asunto. Es probable que solamente la chica conozca la identidad del visitante, que suele permanecer con ella hasta la aurora. También es probable que muchas veces se queden dormidos, con el aire de dicha rendida que muestra la pareja de un celebrado cuadro de Toulouse-Lautrec. Y me inclino a creer mucho más que probable la extensión de la adorable costumbre a casi todas las noches del año si la niña es golosa. Una especie de “vamp” campesina, picaresca y precoz, sensible a los numerosos pedidos —que en el caso son auténticos pedidos de campaña—, que la impulsen a extender indefinidamente la “season”. Ninguna muchacha de la campiña sueca admitiría bajo ningún concepto no haber recibido una “visita nocturna”. Si alguna muy fea siente pasar las horas de la noche señalada sin recibir la visita, se ingeniará para marcar huellas de varón al pie de la ventana, un falso rastro de que Lalo estuvo ahí, El amor propio femenino estará a salvo. Porque como dijo un tal John Blake, “el mundo tolera la presunción en los afortunados, pero en nadie más” (19). En realidad las noches del estío escandinavo son breves. No quiero pensar lo que serán las noches invernales para una solitaria Mónica sobre la bohardilla del establo, sin otra compañía que una vaca también presumiblemente desvelada (20). (19) “The world tolerates conceit from those who are successful, but not from anybody else” (John Blake, Uncommon sense). (20) Ni hablar de lo presencia de un toro. Totalmente desaconsejable. LO INELUDIBLE Además de la “visita nocturna” —sumamente inocente aseguran los mayores—, existe otra asombrosa costumbre entre los campesinos suecos: la “cama común”. Así como suena. En la documentada película a que me refiero se le muestra como un episodio poco menos que folklórico, ritual de una antigua tradición digna de envidia. Consiste en sortear las camas de los invitados solteros, hombres como mujeres, durante los festejos de una boda. Fiestas que suelen durar una semana y durante las cuales conviven bajo el mismo techo los novios y sus amistades. Una semana en pleno olvido de penas y sinsabores. Cuando manifesté mi interés por el asunto, un amigo sueco (saboteador) me expresó que se trataba de una leyenda, de una costumbre campesina en desuso... Pero al informante lo contradecía su esposa guiñándome un ojo (21). Quienes hayan visto “La señorita Julia”, película sumamente ponderada por la crítica universal, pueden hacerse uno idea de la noche de San Juan en los países escandinavos. Esa fecha —24 de junio— es principio del verano para el hemisferio norte. Los jóvenes hacen fogatas con los maderos de San Juan y se entregan a la danza, sin que se sepa bien quiénes hacen “rin” o quiénes hacen “ran”. Se amanece sobre la hierba de los verdes prados, lejos de casita. Aquello es un “pic-nic” fantasmagórico, alucinante, en un aire tibio poblado de besos y esencias femeninas, de suspiros y sollozos alegres, de risas apagadas y galopes de centauros. Bajo las nórdicas estrellas se baila y se canta. Muchachas sin novio y señoras aburridas tienen excelentes oportunidades, en una especie de “aliverti-liquida” del amor. Y donde todo no es tan fugaz, ni simplemente sensual. Como dan testimonio con el tiempo las millares de honorables parejas que sonríen al recuerdo de la Noche de San Juan, su inolvidable noche de esponsales, su maravillosa noche primera. La verdad es que los suecos no parecen muy interesados en estimular el turismo o no consideran conveniente abrirle las puertas en forma masiva. De otro modo hubieran hecho conocer en el extranjero, con mayores precisiones que el cine, esa gran fiesta tradicional, eglógica y pagana. Ella es de todo punto de vista ineludible para un viajero sensible, que desee ahondar en el alma de los pueblos que recorre. No importa que el viajero peine canas, porque ya se ha dicho que “la vejez no roba al hombre dotado de talento sino aquellas cualidades inútiles a la sabiduría” (22). En la ruta de un hombre curioso, observador de la vida de su tiempo, hay lugares y fechas de importancia insoslayable: la campiña de Suecia una noche de San Juan está entre ellas. Marquemos también la Semana Santa en Sevilla, el 14 de Julio en París, el Carnaval de Río y, para no olvidarnos de la patria, una víspera electoral en Montevideo (23). (21) Conviene aclarar esto de la guiñada porque alguno de mis lectores —no me extrañaría— puede ser un mal pensado. La guiñada fue, efectivamente, todo lo traviesa e intencionada que se quiera suponer. Pero la dama era vetusta… Y respetabilísima, por ende. (22) “La vieillesse n’ôte a l’homme d’esprit que des qualités inutiles a la sagesse” (Joseph Joubert, Pensées). (23) Hay una explicación sencilla de esto último, y espero que nuestra Comisión Nacional de Turismo tome nota: en ninguna parte del globo es posible encontrar reunida tanta cantidad de seres distraídos o sonámbulos como en el Uruguay cuando se trata de cambiar de gobierno. Se me ocurre que su contemplación y consiguiente estudio ha de interesar a millares de sociólogos y hasta de siquiatras de todo el mundo para flor de simposio. BRINDIS Me preguntaba una joven señora que ha viajado mucho y que posee una envidiable cultura: —¿Qué tienen las suecas que no tengamos nosotras las uruguayas…? Primero tragué saliva. Y hube de explicarle, luego, que mi permanencia en Estocolmo había sido muy breve, insuficiente para una documentación detallada, capaz de satisfacer su curiosidad... e incluso la mía. Pero insistió. Adujo razones que podían ser valederas para quien se hubiera propuesto realizar un curso intensivo de investigación en la materia. No era mi caso. Porque un par de semanas no alcanzan para conocer a nadie y mucho menos a una mujer. Si a lo largo de treinta años — prácticamente desde que me puse los pantalones largos— no he podido conocer a ninguna compatriota… ¿Cómo iba a pretender tal hazaña con una sueca y en tiempo récord? Es claro que existe un conocimiento visual, y de ello hablaré. En cuanto al conocimiento bíblico, de llevarse a cabo no aporta mayores elementos de juicio en Suecia ni entre nosotros a los efectos de la preguntita. No se precisa mucha experiencia de varón andariego paro saberlo. Porque las mujeres… En fin, es mejor que diga con cierto colega norteamericano: —¡Brindo por la mujer! ¡Quién pudiera caer en sus brazos sin caer en sus manos...! LAS GORDAS AL DESTIERRO ¿Cómo dijo, señora...? ¿qué tienen las suecas, dijo...? Le contaré, después de una ojeada rápida pero de buen catador (24). Del vistazo surge una ventaja para las suecas. Una superioridad neta, que me duele como compatriota, pero que debo señalar como periodista y hombre de buen gusto, a riesgo de hacerme odiar por muchas vecinas de mi barrio. Aunque me enajene simpatías en la órbita familiar y amistosa, donde mi juicio sonará a blasfemia. Resignado al castigo y la diatriba (“amicus Plato, sed magis amica veritas”), de cabeza gacha expreso mi verdad: las suecas son más atractivas que las uruguayas porque se mantienen delgadas. Bueno, ya lo dije. No hay gordas en Suecia. Admito que es materia opinable entre los criollos, generalmente angurrientos, pero con humildad —y algún temor— declaro que la gordura femenina es cosa disgustante, decididamente fea. Lo mismo entienden en Suecia, al parecer. Pobre del uruguayo que en Estocolmo, aquejado del mal de ausencia, demande con lágrimas en los ojos: —¡Tráiganme una gordita…! Se morirá llorando, porque no las hay. Ni para remedio de criollos nostálgicos. No las hay ni en los circos, lugar aparente para ellas. O las deportaron a todas o las metieron en un campo de concentración para gordas, como a veces se me ocurre Pocitos o cualquier otra playa de nuestro carnívoro país. Es posible que a las suecas, cuando chiquilinas, las asusten con el oprobio de las grasas sobrantes, y que cuando los niñitos suecos se portan mal y no quieren tomar la sopa sean amenazados de este modo: —Sea bueno, mi hijito... Si no es bueno ahora, cuando crezca y se haga hombre se lo llevará una gorda… Y ya verá lo que es una gorda cuando se quita la faja (25). Las Gretas, las Ingrids, las Mónicas son espigadas y esbeltas a cualquier edad. Tienen lo suyo, lo llevan bien y sin ostentación. El rostro no será siempre todo lo armonioso que se debe exigir para el título de “Miss Universo”, pero lucen en cambio unos ojos de mar revuelta, de cielo nórdico luminoso o apizarrado, sonrientes al forastero. Casi todas rubias, casi todas altas, casi todas lindas, pero también casi todas trabajadoras, ocupadas en ganarse el pan, seguras de sí mismas, dueñas de su destino, de su alma y de su cuerpo. ¿Qué tienen ellas que no tengan las uruguayas? Una evidente preocupación, una notoria vigilancia por lo que se llama “la línea”, para cuya conservación tienen esta sencilla fórmula: trabajo y deporte. Y además, señora... ¿me sigue?, las suecas viven sin hipocresías, sin complejos de solteronas, libres de tomar y dejar, de admitir o rechazar. Empleos o corazones. Besos o copetines. Frente a ellas — tan normales— fracasa irremisiblemente Don Juan, considerado una simple curiosidad literaria... Y el tenorio rioplatense hace el ridículo. El conquistador profesional queda sin asunto, reducido a la condición de vulgar coleccionista de sensaciones. Hace medio siglo, Julio Camba decía de las alemanas algunas cosas que, en cierta medida, serían aplicables a las suecas. “Poner los ojos en blanco —afirmaba el gran humorista español— y morderse los labios ante una mujer, sería aquí como poner los ojos en blanco y morderse los labios ante un «chop» o ante un cigarrillo. Al que lo hiciera le tomarían por un loco o por un imbécil”. Lo mismo ocurriría en Suecia, país civilizado en donde nadie —y menos el marido— pide cuentas a la mujer de lo que hace o deja de hacer. Por otra parte, la realidad matrimonial y la ya lejana emancipación femenina en este país están presentes en toda su valiosa literatura. Menos difusión tiene el hecho de que en Suecia, al igual que en Noruega, no existe la prostitución callejera ni en locales determinados. Si la hay —y la habrá, sin duda— debe adoptar la misma forma honorable del matrimonio por conveniencia, que también bendice y consagra la buena sociedad uruguaya. La mujer que se venda lo hará como entre nosotros, a cambio de una posición social, de una seguridad económica afirmada en la ley. Lo que significa una alta cotización de la mercadería, que siempre trae a la memoria estos versos de don Francisco de Quevedo y Villegas, aprendidos de muchacho: “... porque las putas graves son costosas y las putillas viles, afrentosas.” (24) Modestamente. (25) Haz un esfuerzo, lector, y bucea entre tus recuerdos de la adolescencia. Sí, claro, uno se ríe ahora. Pero aquella tarde de verano... ¡oh, nunca más! ¡Nunca más! ¿Qué dice usted, señora?, ¿que debería probar en invierno…? LAS EXPLOSIVAS Don Alfredo Nobel —todos lo saben— fue un gran físico sueco del siglo pasado. Una verdadera gloria de la ciencia, que cierto día va y descubre la dinamita. O la inventa, mejor dicho. Otro día, ya en franco tren de hacer ruido con sus invenciones, apareció con la gelinita. No sé si también es obra suya la melinita, composición igualmente apta para reventar mortales. De cualquier modo, a mí me parece que con los dos primeros inventos don Alfredo ya estaba cumplido. Se hizo célebre y rico de la noche a la mañana, y por cierto que quienes le compraron las fórmulas explosivas no lo hicieron para festejar el año nuevo o reunir gente paro un mitin político... La dinamita y la gelinita vinieron a perfeccionar el arte de la guerra, facilitando una mayor y más eficiente destrucción del prójimo. Las buenas gentes se preguntaron por entonces — como ocurre ahora con la fuerza nuclear, las bombas de cobalto y otros chiches— si se trataba de un progreso científico o si estábamos en camino de liquidar la especie humana. Don Alfredo Nobel se hizo la misma pregunta, seguida poco después por una crisis de conciencia. El arrepentimiento lo llevó a donar su fortuna a quienes se distinguieran en el futuro por sus labores científicas y literarias, y muy especialmente en el esfuerzo continuado y fecundo por la Paz entre los hombres. Surgieron así los Premios Nobel, que por su importancia monetaria y la jerarquía de las instituciones que los conceden constituyen el más elevado galardón a que se puede aspirar en los planos de la cultura universal. Terminaba de escribir el brillante párrafo anterior, cuando un amigo desocupado me interrumpió para informarse más en detalle. Posiblemente se quería documentar para algún programa de preguntas y respuestas, siempre tan en boga en la radio como en la policía: —Así que mucha dinamita en Suecia... ¿eh? —No digo tal cosa. La inventó Nobel, que era sueco… —Pero, decime... ¿y acaso Mónica no es dinamita? ¿No es explosiva? —Hiperbólicamente, creo que sí. —Creo que sí, creo que sí... Sería bueno que concretaras un poco sobre esa Mónica, para que los muchachos sepan a qué atenerse. —La verdad es que yo no sé si Mónica tiene esa dinamita a que aludes. No tuve ocasión de calibrarla, de encenderle la mecha. Ni siquiera pude arrimarle un fósforo... —¿Cobardía, che Amado Nervo? Pasó con su madre la rara belleza y cerraste los ojos… —Pasó con su novio y prendida como saguaipé. Pero pude observar que tenía melinita, aunque no explosiva. Era una “melinita de oro”, como la del tango… (26) EL PREMIO NOBEL Los Premios Nobel son adjudicados anualmente por la Academia de Suecia, salvo el Premio Nobel de la Paz. Este lo adjudica un Jurado Internacional, con mayoría escandinava, que designa el Parlamento de Noruega. Son muy pocos los sudamericanos que han merecido un Nobel: la chilena Gabriela Mistral, de Literatura (1945) y los argentinos Carlos Saavedra Lamas, de la Paz (1936) y Bernardo Houssay, de Medicina (1946). La historia de esta distinción, máximo espaldarazo consagrador de cráneos, no registra el nombre de ningún uruguayo, pese a la abundancia de candidaturas. La culpa vendría a ser del propio don Alfredo que no estableció un Premio Nobel de Fútbol, que no sospechó el rol preponderante del músculo en el siglo XX. Si este generoso sabio hubiera tenido más visión, no hubiera olvidado a los jugadores de fútbol. Y tal como se reconoce académicamente el mérito de los grandes físicos y poetas, médicos y pensadores, se admitiría el talento de quienes saben hacer un gol. Que en mi uruguayísima opinión son tan sabios o artistas como aquellos. Por mi parte estoy dispuesto a disimular esa ausencia, en vista de nuestra presente falta de “chance” para los títulos internacionales. Cami, el notable humorista francés, describe en “El juicio final” la resurrección de la carne. El autor imagina la alborada de ese día, donde todos estaremos haciendo cola, no para la carne, sino para presentarnos en el Valle de Josafat (27). Día en que se abrirán todas las tumbas y, por supuesto, las puertas de los túmulos donde cada país ha ido depositando las osamentas de sus grandes hombres. Del panteón Nacional irán saliendo entonces los individuos que la Humanidad reverenció en las sucesivas etapas de su desarrollo. Incluso nosotros, los subdesarrollados. Primero los generales y políticos eminentes, después los sabios, artistas y escritores que la patria consideró dignos del supremo homenaje. Tras ellos asomarán las figuras que en los últimos años de vida terrestre merecieron la mayor consagración, la más fervorosa exaltación de los pueblos, o sea los ciclistas, boxeadores, futbolistas, gestores de jubilaciones, etc. Y los cantores de “twist”, naturalmente. Temo que la Academia de Suecia resista, por ahora, la inclusión de premios accesibles a mis queridos compatriotas. Los valores literarios y científicos de que disponemos tienen dificultades para penetrar en las zonas de la gran difusión del pensamiento, como son, sin duda, los medios europeos. Porque allí apenas se sabe de nuestra existencia geográfica, pese a la incesante agitación de nuestros sacrificados diplomáticos. Toda América Latina, en realidad, se resiente por esta falta de información, y ello explica en gran parte que el Premio Nobel se adjudique casi siempre fuera de su órbita. La cultura europea y norteamericana se comunica entre sí, se conoce y se aprecia mutuamente. En el caso de los escritores disfruta de una publicidad estimulante y favorecedora, en tanto sus colegas latinoamericanos escapan difícilmente al anonimato aldeano o a un monólogo frente a sus escépticos connacionales. Raramente son traducidos y carecen de vinculaciones personales, y mucho menos editoriales, con los grandes mercados de la literatura. De ahí que solamente Gabriela, en casi sesenta años, tuviera ese reconocimiento universal. No me incumbe, ni me interesa hacer la historia de estos Premios. Opino como simple periodista —diariero, más bien—, alejado de cenáculos y peñas literarias (28), y al que un día, paseando por una calle de la capital sueca, le señalan el armonioso edificio donde radica la Academia. Mientras abro la boca admirativamente, como forastero cortés que soy, alguien se encarga de suministrarme datos. —La Academia Sueca fue fundada para una labor científica, similar a todas las academias de igual naturaleza. O sea, el cuidado del idioma, la recopilación de materiales útiles para la cultura nacional, la preparación y vigilancia de un diccionario, la defensa de los principios en que se basa toda investigación desinteresada, científica o no. —¡Fenómeno…! —exclamé distraídamente. —No, señor. Le voy a explicar. Los fenómenos se exhiben en la otra parte de la ciudad, cerca del jardín Zoológico. Aquí sólo están los académicos. Hube de aclarar. Mejor informado sobre algunos aspectos de la filología y la lingüística uruguayas, prosiguió diciendo mi interlocutor: —Desde que la Academia aceptó la misión de conceder anualmente el Premio Nobel, las otras actividades fueron pasando insensiblemente a segundo plano. No se imagina usted el trabajo de elegir todos los años… Con la cabeza dije que sí, que me lo imaginaba. Y luego, involuntariamente, me fui acordando de las modalidades, de los rasgos más típicos y prominentes de la comarca en que nací. El amor a la patria no me impidió una sonrisa frente a la realidad política y constitucionalizada del “tres y dos” y otras bellezas de nuestro folklore democrático. Me volví hacia un compañero de viaje, también oriundo de la Suiza americana, para comentarle: —¡Cualquier día te ibas a ganar el Premio Nobel si lo otorgara el gobierno uruguayo, con tu manía de ser independiente en política! No entrarías en la cuota: no sos blanco ni colorado (29). —Ni Premio Nobel, ni miembro de la Suprema Corte... —me contestó. La verdad es que yo no creo —y que los suecos me perdonen la eúzkara franqueza—, que estos señores de su Real Academia se hallen totalmente libres de presiones políticas. Aunque, es claro, se trata de una finísima política. No la que conocemos por tal en la tierra de Artigas o tan impropiamente llamamos así. Pero cuando estos respetables académicos se aprestan a elegir un escritor, por ejemplo, para la consagratoria distinción, sospecho que sufren muy humanas y variadas influencias. No hay duda que eligen una figura de grandes valores, con obra que ha trascendido sus fronteras nacionales. Pero muchas veces no es aquella que podría exhibir títulos más altos en la opinión del mundo alfabetizado. La gente mayoritaria, muchos pueblos multitudinarios y desprejuiciados, puede entender que el Premio Nobel de Literatura le cae más a la medida a un Jean Paul Sartre, a un llya Ehrenburg o a un poeta llamado Pablo. Pero ellos, los hombres sabios de la Academia, decretan la palma literaria para Sir Winston Churchill… ¿Y qué les vas a hacer? Allá ellos con sus razones y Dios me libre discutírselas. Lejos de criticar a quienes así opinan sobre la literatura de nuestro siglo, me remito a Darío, me vuelvo simplemente hacia el divino Rubén —otro latinoamericano que no supo de las mieles de ese premio—, y que por algo dijo una vez en sus cantos de vida y esperanza: —De las Academias… ¡líbranos, Señor! (26) Mi consultante dejó de saludarme a raíz de este chiste, que yo conceptúo estupendo. Hay amigos así, necios y sin sentido del humor. Cuando no tontamente envidiosos de la gracia ajena. (27) Para los uruguayos, después de todo, éste de Josafat seria solamente otro “batlle” más. (28) Gracias a Dios y a mi personal buen gusto. (29) Los “blancos” y los “colorados” son los que hicieron la patria. Después se quedaron tan tranquilos y despreocupados, como si el mundo no hubiera seguido andando. LOS SOSPECHOSOS Para quien camine por el centro de Estocolmo “a la hora ambigua del anochecer” —en la expresión de nuestro poeta más oficialmente nativista— ha de sorprenderle la cantidad de individuos sospechosamente atildados, cuidadosamente maquillados. No creo que abunden en Suecia más que en otras regiones del mundo, el Uruguay incluido. Pero en Estocolmo —como en Hamburgo y en Londres, París y Nueva York—, su presencia no despierta mayor curiosidad. Ya ubicados al margen de las relaciones normales entre los sexos, se les reconoce el derecho a la vida. Circulan entre la multitud sin producir escándalo, con sus cabellos teñidos, sus cejas depiladas y sus uñas pintadas en el último tono de moda. Están asimilados al medio, en su especial condición de inconformistas. Uno se los encuentra en todos lados, igualito que en Montevideo. Con la diferencia de que aquí, ambiente de respeto mutuo superior, su presencia pasa poco menos que desapercibida. La verdadera civilización nos está diciendo en Suecia que cada cual puede hacer de su nariz un pito… En tanto no moleste al vecino, es claro. ¿Hay o no hay muchos de estos raros sujetos en Suecia? La pregunta debe repetirse pensando en cualquier otra ciudad de este mundo perdido. Para no llevarse de impresiones superficiales lo mejor sería, quizás, acudir a las fuentes científicas que abundan en bibliografía sobre el tema. Que explican o tratan de explicar las cosas desde un punto de vista médico o sociológico. Es evidente que para este problema (30) no cuenta la nacionalidad, a pesar de la meritoria contribución de los antiguos griegos que se habían tomado el asunto con bastante filosofía. Lo más factible, se me ocurre, es que una pareja de estos ejemplares se haya colado en el Arca aprovechando una distracción de Noé (31). Lo que desorienta al extranjero venido del Río de la Plata no es la abundancia de afeminados en los lugares públicos de Estocolmo, sino la indiferencia general que los rodea. —¿Ves...? Eso también es civilización, —me diría con verdad algún compatriota implicado. —Es posible… —le respondería yo con suma prudencia. —Me inclino a creer que existe aquí una inteligente comprensión para una, digamos “debilidad”, que debe ser estudiada… y aislada. —¿Aislada? ¿y cómo...? ¿y por qué...? Esos individuos actúan legalmente en la vida de la comunidad, trabajando, pagando impuestos y votando. Muchas veces son elegidos para ocupar una banca legislativa. Algunos han llegado a Ministros… El Uruguay, no te olvides, los cuenta a montones en su seleccionado Servicio Exterior. —¿Y si las Naciones Unidas —insinúo, ya en retirada— estableciera un campo de concentración para ellos...? Es una idea. —Sí, pero impracticable. Haría falta todo un Continente. (30) ¿Será un problema, che, después de todo? (31) La verdad es que con el tiempo —y misteriosamente— se han reproducido de un modo increíble. LA VIRTUD NO PAGA El tema sigue presente, a mi pesar. Estoy en un elegante restaurante de Götgatan, importante vía de tránsito estocolmense, con amigos que el dólar me produjo. Un desmayado pianista, vestido de frac, interpreta un vals de Chopin (32), desmelenándose en actitud bien estudiada. Por un instante mantiene las manos en el aire, como distraído del teclado, y clava sus ojos en un jovencito. Pero el jovencito está más interesado en su plato de espárragos y de coles, indiferente, casi desdeñoso. Varias muchachas de pupilas claras y cabellos rubios contemplan al virtuoso (33) como en éxtasis, perdido el apetito. Cualquiera de ellas es tan hermosa como la Ingrid Bergman de hace veinte años. Típicas criaturas nórdicas, de boca grande y pulposa, sin afeites ni joyas. Ninguna repara en nosotros, forasteros notorios, entre quienes hay algún morocho con pretensiones, seguro de la seducción que inspira su tipo tropical. Y que me ha estado explicando el éxito de los latinos con Rossellini a la cabeza. Pero las rubias lo desmienten con su actitud. Sus miradas son todas, absolutamente, para el pianista. Este, las ignora. Su música y su corazón tienen otro destinatario: el despistado jovencito devorador de espárragos y de coles. —¿Ves…? —le digo a mi compañero. —Son las cosas de la vida. Tú estás enamorado de estas rubias, ellas del pianista, el pianista de aquel muchacho, el muchacho de sus espárragos… ¿Qué te parece si nos vamos? (32) Para acompañar un “chopín” de pescado, sin duda. (33) ¡Andá a creerte…! HUBIERA SIDO PRECIOSO Me fui solo, caminando bajo una fina garúa. Posiblemente las rubias soñaban con Chopin y no sentían la menor atracción por el ejecutante. Traté de hacerme a esa idea mientras deambulaba por la populosa Götgatan. Un poco más allá me detengo ante un lujoso escaparate cubierto de maravillas. Entro en el comercio, decidido a comprar un pequeño “souvenir”, y me aborda una bonita empleada interrogándome en danés. Mi sonrisa le explica la dificultad del caso, y de inmediato nos entendemos en el idioma de los marineros, una divertida mezcla de inglés, francés e italiano. Al rato somos íntimos amigos y descubrimos una enormidad de gustos comunes: la lluvia, los discos, el whisky, la vagancia, los muelles en el alba… Pienso qué bueno… ¿no? En la lista de grabaciones estereofónicas que me ofrece hay de todo menos folklore escandinavo. Lástima, de veras. Miro alrededor y no encuentro nada que me guste y que esté al alcance de mis recursos. Salvo la misma empleada. Pongo en juego, entonces, mis recursos de hombre galante y discreto. La chica sonríe comprensiva, parece halagada. Advierto un brillo picaresco en sus bellísimos ojos, tan estimulantes. Por lo demás mi sugerencia es honesta y amistosa: una sesión de cine, un copetín, un adiós cordial. Le parece bien y acepta. Yo estoy radiante. Pero… Con un guiño y bajando la voz me impone la terrible condición: —J’ai suis enchantée, mesié. Ma, peró… tenemos que pedirle permiso a mi esposo, que es aquel señor alto que está en la Caja. ¿Comprenais vous…? .. . Confieso que fue una cobardía. Admito que los colores celestes salieron derrotados de la cancha sin jugar. Reconozco que fui un flojo, que fui un maula… Pero, queridos compatriotas que me estáis leyendo con desprecio, decidme honradamente qué hubierais hecho en mi lugar. ¿Cómo...? ¿Que posiblemente no fuera el marido tan fiero como lo pintan? Quizás. Estoy de acuerdo que hubiera sido una actitud civilizada, muy gentil y fomentadora del turismo extranjero que el señor me hubiera dicho, por ejemplo: —¿Usted desea ir con mi señora al cine…? Este… ¡caramba!... en fin, tratándose de un uruguayo no me puedo negar. Permítame que le facilite yo mismo las entradas. Sí. Hubiera sido precioso. Pero no quise arriesgarme. Recordé esta frase de Fuller: “He that bringeth himself into needless dangers, dieth the devil’s martyr” (34). Los años me han hecho prudente, para bien o para mal, y no quiero seguir a Gardel en aquel consejo de “tirarle el lente a las minas que ya estén comprometidas”. A lo sumo exclamaría desde lejos: “y ahora hasta tenés marido… ¡las cosas que hay que aguantar!” (34) “El que se lanza a peligros innecesarios muere mártir del demonio” (Thomas Fuller, en Holy war, libro II, capítulo XXIX). POLÍTICA URUGUAYA Por supuesto que no hay noticias del Uruguay. La prensa europea se ocupa de nosotros solamente cuando pasa algo gordo. O sea que nunca. Lo que en el fondo es una suerte. El Uruguay jamás es noticia para estos países que dan poca importancia al fútbol, que ignoran al batllismo, el herrerismo, el “eje” y la ubedé. Que jamás sospecharon los valores místicos que pueden poseer un sobretodo o un poncho, cuando se saben agitar como banderas. —¿Quienes gobiernan en su país…? —me suelen preguntar los suecos deseosos de ilustrarse. —En realidad las mujeres, como en todos lados. —Sí, correcto… ¿pero cómo se llama el partido gobernante? . —Las últimas elecciones las ganaron los blancos. —Igual que en Texas… ¿no? ¿Y cómo es el Ku-Klux-Klan de ustedes…? —Bueno... Hasta ahora no han quemado ningún negro. —Menos mal. Con un gobierno tan nacionalista podría ocurrir, porque sin duda habrá muchos nazis en los cargos importantes… —Así es. Pero son nazis pasteurizados… Después de la derrota de Hitler se han hecho todos demócratas. —¿Y la oposición tiene fuerza…? —La oposición es mayoría. En realidad, y a juzgar por los diarios propiedad de los gobernantes, el mismo gobierno está integrado solamente con opositores. —Son ustedes muy originales. ¿Y quién gobernaba antes en el Uruguay…? —Pues… ¡el batllismo! —¿Y eso qué es…? —exclaman estos señores suecos que presumen de cultos. —¿Un partido socialista? —En cierto sentido, sí. —Porque conservador será el partido nacionalista… ¿no? Y ese batllismo… ¿es católico o liberal? —Tiene una tradición liberal pero también lo votan los católicos. —Ajá ¿Son ustedes una monarquía…? —No, señor. Pero existen varias casas reinantes. —¡Notable! Sin embargo he oído que el Uruguay era una democracia… —Casi perfecta. —Y el comunismo… ¿está fuera de la ley? —Eso es lo que quisieran los comunistas. —¿Tienen representación parlamentaria…? —Tres diputados, un senador y ninguna posibilidad de crecer. Los obreros se valen de su innegable combatividad para obtener mejoras económicas, pero en las elecciones los dejan solos. —¿Y por quiénes votan los obreros…? —Por sus patrones, generalmente. —¿No se habla de hacer una revolución social? —Se habla, claro. Hay muchos intelectuales dedicados a eso. —¿El ejemplo de Cuba no estimula a las masas, a los grandes sectores populares del Uruguay…? —Se mira a Cuba con enorme simpatía, se admira a Fidel Castro, pero no se desea el mismo proceso revolucionario para el Uruguay. —No entiendo. Ustedes también son un país controlado por el imperialismo norteamericano… ¿verdad? —Verdad. Pero el mío es un país muy especial, donde son inaplicables los esquemas extranjeros. Somos apenas dos millones y medio de habitantes, con mentalidad de clase media. Para el hombre común de mi país la revolución es sinónimo de desorden, de un desorden que afectaría sus planes —en marcha— de convertirse en un pequeño burgués que ya posee heladera, radio y televisor, que recibe facilidades del Estado paro construir o comprar una vivienda, que tiene como meta gloriosa la adquisición de un automóvil. —Y si otros países de América Latina, con problemas que ustedes no tienen al parecer, se alistaran junto al bloque socialista… ¿qué pasaría en Uruguay? —No habría ninguna revolución violenta. Nuestra oligarquía dispone de un ala izquierda de reserva, con líderes jóvenes muy inteligentes que se declararían marxistasleninistas de toda la vida. —¿Y los comunistas, entonces…? —A la cola, qué más remedio. “OS CONTOS DE FADAS” Por momentos, estos amigos suecos se ponen un tanto impertinentes. Quieren saber muchas cosas que ni nosotros mismos sabemos. Me interrogan sobre el comercio exterior, sobre lo balanza de pagos, sobre nuestras relaciones con los demás países, sobre la influencia del Departamento de Estado de los Estados Unidos en nuestro vida diplomática... Yo, entonces, me abro. Subrayo que tales cuestiones están fuera de mi caudal de conocimientos, y prometo suscribirlos a “El País” y “El Debate” para que se enteren. —¡Oh, muchas gracias…! —me expresa conmovido un miembro del Parlamento sueco—. Seguramente esos diarios reflejarán la opinión oficial y lo opositora. Uno será nacionalista, como usted dice, y el otro… —Bueno, el otro también es nacionalista… —le respondo con cierto embarazo. —Pero puedo enviarle también “El Día”, un importante diario opositor. —¡Formidable…! —me dice el diputado sueco, que es social-demócrata de izquierda—, ese diario fue fundado por Batlle y Ordóñez… ¿no es así? Estoy seguro de que encontraré en sus columnas un potente hálito de avance social, acorde con la época. —Permítame recordarle estas palabras de un gran portugués: “Mas a ilusão e tão útil como a certeza e na formação de todo o espírito, para que ele seja completo devem entrar tanto os Contos de Fadas como os Problemas de Euclides” (35). (35) Eça de Queiroz, en A correspondência de Fradique Mendes, carta XI. LO DIFÍCIL Son los propios suecos quienes lo dicen: “Hasta fines del siglo pasado, época en que se inició una gran expansión industrial que todavía continúa, Suecia fue en ciertos aspectos un país relativamente retrógrado, cuya población vivía principalmente de la agricultura”. ¿Cómo hizo este país para colocarse a la cabeza de Europa en poco más de cincuenta años…? He ahí una linda pregunta para los estadistas —dije estadistas…. —de la República Oriental del Uruguay. Los suecos atribuyen su alto nivel de vida, en primer término, a que supieron vivir en paz durante ese lapso. Y luego a que aprovecharon la paz para una explotación metódica e inteligente de sus recursos naturales, que no entregaron, por cierto, al capital extranjero. Paz y trabajo como norte fundamental, como bases ineludibles para construir una gran nación. El resultado asombra. —¿Paz y trabajo…? —se me ocurrió preguntar, de puro criollo desconfiado que soy. —Me suena. Es un lindo lema... ¿corresponde a algún partido político? —No, señor. La paz y el trabajo representan en Suecia un ideal conquistado. No es una aspiración sino una realidad. Como supongo lo será en vuestro país, del que tenemos referencias muy buenas. —Le diré, mi amigo… El Uruguay disfruta, como Suecia, de más de cincuenta años de convivencia pacífica, tanto doméstica como con sus vecinos. Y trabajo hay muchísimo. . —¿Ve? Ya me parecía… —Lo difícil es encontrar quién lo haga. VIOLENTANDO AL TAITA Otra vez deambulo por una ancha y resplandeciente calle de Estocolmo, que quizás se llame Regerinsgatan. Voy con las manos en los bolsillos del sobretodo, cubierta la nariz por la bufanda, por entre hombres y mujeres que tienen otra idea de la temperatura, y que me deben suponer enfermo, recién salido del hospital. Esta llovizna helada, de cuatro grados, pasa por ser un adorno otoñal. Casi una lluvia de utilería, artificiosa y decorativa. Para los estocolmenses —entre los que advierto miradas compasivas— ésta debe ser la mañana de un verano desmejorado, poco propicio a sus alegres menesteres en los bosques y montañas. Para mí es la antesala del círculo polar, siento que me voy cubriendo de estalactitas y estalagmitas, me veo hecho tasajo dentro de una nevera. ¡Brrrrr…! Para un montevideano, la limpieza de Estocolmo es casi ofensiva. Calles relucientes en las que nadie arroja un papel ni la colilla de un cigarro; aceras y calzadas semejan salones recién barridos y encerados, brillando como espejos. Exageran los suecos con su higiene sistemática, permanente, de la que parece ajena la municipalidad, pues deja la sensación de que es producto de un tácito acuerdo ciudadano. No puedo darme cuenta, ante tanto alarde de aseo edilicio, de qué escribirían aquí los periodistas de la oposición. Voy meditando en tales cosas, mientras fumo un cigarrillo y dejo caer su ceniza al pie de los árboles, por las dudas… Pero luego, distraído por una forma de mujer que va delante y meciendo sus caderas como una cuna, tiro al suelo el cigarrillo. De inmediato llamo la atención de todos mucho más que la señorita del meneo. La gente se da vuelta a observarme como si yo fuera un delincuente… (¿o es que lo soy, no más?). Descubro miradas de furia, de disgusto, de reproche. Me detengo paralizado por aquella unánime sanción moral. Vuelvo sobre mis pasos, abochornado y aleccionado, para levantar mi pobre puchito todavía humeante. Retiro del asfalto al solitario, sintiendo clavados en mi nuca los ojos del Alcalde de Estocolmo, severos y acusadores. Apago el pucho y lo guardo en un bolsillo, violentando al taita que llevo en el alma. Y que se lo hubiera puesto en la oreja. Después recorro Estocolmo a lo largo y a lo ancho, cruzo plazas y puentes, me interno por antiguas callejas y atravieso modernas avenidas. Pero no consigo descubrir ni un solo pizarrón de quinielas. Será que no es día de jugada… Empiezo a sospechar que los suecos, tan adelantados en otras cosas, ignoran la voluptuosidad de tirarse unas coronas, por simple cábala, a las dos cifras, a las tres, en redoblona, en escalera. En verdad carecen de industria quinielera. Se me asegura que la lotería es algo excepcional, que se sortea una vez al año… Es cosa de preguntarse qué clase de pueblo es éste. Sin quiniela ni lotería, pienso, es probable que incurran en excesos de otra índole. Comprar libros, por ejemplo, como lo hace pensar la cantidad de librerías que se ven en todas partes. Entro en un bar. (Siendo uruguayo… ¿para qué entrar en una librería?). La puerta tiene un vidrio esmerilado, opaco, de un puritanismo acusador para los pecadores como yo, con más sed en el alma que en la garganta. Me doy con un ambiente inesperado, aunque cordial. No por cierto el que buscaba subconscientemente mi orientalidad: baste decir que el aparato de radio funcionaba a un volumen moderado, discretísimo, y no había un cuadro de fútbol, el retrato de ningún boxeador, y mucho menos la imagen de Carlos sobre la estantería de polícromas botellas. Comprendo. La foto del mago hubiera sido demasiado pedir. Para mi nostalgia solamente había licores, en aquello tan parecido a una oficina (¡puafff…!); para colmo bien barrida. —Pero borrachos encontró… ¿no es así? —Naturalmente, pues se trataba de una borrachería. Pero los señores que allí ahogaban sus penas, no lo hacían del modo que me era familiar, en el estilo plañidero de mis queridos “estaños” (36). Borrachos más bien disimulados, muy dueños de su “peludo”, respetabilísimos caballeros de la Orden de la Tranca. Beodos cultos, más borrachos de civilización que de alcohol. Me resultaron —sin despreciar— borrachos de otro planeta, incapaces de fraternizar con el desconocido, extranjero sentimental y vagabundo que era yo. Bebí solo y circunspecto. Y me aparté de la baranda de bronce del mostrador —puerto inhóspito, de fugaz recalada— sin escuchar la tartajeante, la cálida expresión que añoraba mi ser atorrante: —Tomate otra, hermano… ¡Por Mónica, que yo pago…! (37) (36) No quisiera ser injusto con los representantes de este gremio en Estocolmo. Es muy posible, casi seguro, que de haber frecuentado mayores “picadas” —o más asiduamente— mi impresión fuera otra. Porque, después de todo, nada más universal que el abrazo de dos hombres que beben, si alguna lágrima ha caído en las copas. Tangos a un lado. (37) Y me imagino lo lindo que ha de ser en Suecia y en otoño —después de visitar algunos mostradores— irse a dormir la “mónica”. FRUSTRACIONES Una noche la S.A.S. ofreció en el “Berns” un agasajo postinero a sus invitados. El “Berns” es un establecimiento de dilatado prestigio europeo donde combina el lujoso restaurante y la “catedral del varieté”. Verdadero palacio de atracciones para la alta y media burguesía, ornamentado con el gusto de la rumbosa monarquía de la primera “avant-guerre”. Una sala inmensa, como nave de iglesia, albergando a casi dos mil feligreses por noche. Camareros de frac, chicas de “soirée” vendiendo flores, cigarros y discos de los artistas de la casa a un público internacional, sospechosamente capitalista. Sobre el gran escenario alternaban cantantes diversos con orquestas de cámara y de jazz. Junto a la deliciosa “chanteusse” Eve Boswell un trío paraguayo, anunciado en el programa de manera muy comprensible: “Luis Alberto del Paraná och hans trío Los Paraguayos, den latinamerikanska sångkvartetten på modet”. El “Berns” me ilustró, en una importante dimensión de tiempos y de licores, sobre el clima espiritual que viven los suecos al salir de farra. La cena-espectáculo, con su deslumbramiento de luces, de espejos y de insondables escotes femeninos, constituía toda una “garufa” real. Y lo de real va dicho un poco por las tradiciones del país tan ligadas a la dinastía Bernadotte, cuyos miembros suelen caer por aquí y mezclarse democráticamente con sus más divertidos súbditos. Bien… ¿qué estaba diciendo yo de los escotes? En realidad solamente quiero subrayar el comedimiento, la discreción, la elegancia de maneras, el exquisito sentido de convivencia social de este mundo noctívago y alegre de Estocolmo al que tuve oportunidad de asomarme un instante. Y que, naturalmente, me obligó a una forzada, ineludible, dificultosa, represión de la garra celeste. Ella debió permanecer contenida, prisionera, esclava de un imprevisible atavismo (los manes pirenáicos, escudo al brazo, me vigilaban a través de todas las barreras del alcohol y del humo) que me imponía paciencia, además de prudencia. Haya paz en la tumba de mis antepasados vascos. No desentoné y pude controlarme —¡ah, charrúa decadente que soy!—, aunque mis ojos iban de la manteca al techo, del techo a la manteca… LA MÓNICA DEL JOPO RUBIO —Después de muchos años de creación plástica —le oigo decir a un colega sueco—, la manteca… Perdón, el desnudo continúa siendo un tema favorito del pintor intelectual, abstracto o figurativo. —Me apasionan los desnudos abstractos… —le miento descaradamente. —Le ocurre también a un artista salvaje, que en una aldea de África talla o graba amorosamente una imagen de mujer. A los occidentales —y aquí entramos los suecos— , el gusto por el desnudo nos viene de Grecia y de Levante. Los griegos, en especial, cultivaban de elegantísima manera el culto antropomórfico, amando la belleza del cuerpo con sentido casi religioso. Y es Roma quien recoge más tarde esa herencia pagana… Mi colega está embalado con su exposición, y yo, mientras aguardo sus conclusiones, contemplo una Mónica que entra al Salón de Té donde estamos, con un jopo rubio sobre los ojos verdemar y un cigarrillo entre los labios. Bár… bara, la chiquilina. —Luego viene el cristianismo —prosigue el orador— y condena toda exhibición de torsos y caderas, por más seductoras que sean. La Edad Media marca una etapa que se arrastra hasta los primeros años de este siglo, donde las perfecciones del desnudo femenino se esconden y disimulan. La idea del pecado absorbe todo sentimiento, rechaza la contemplación pura, la comunión espiritual con la belleza plena… ¡Eh, tú, uruguayo! ¿Me estás oyendo…? La Mónica del jopo rubio, ubicada frente a nuestra mesa, había dejado al descubierto una zona tropical de libre comercio que iba de sus rodillas hasta el cielo. Ello distraía explicablemente mi atención. Pero —anótese a mi favor—, reaccioné como un monje cartujo o el propio San Antonio redivivo. Pidiendo excusas al sueco disertante, lo insté a continuar con el tema: —¿Qué decías de la media… Este, digo, de la Edad Media? El colega me dirige una mirada de conmiseración, y agrega: —En los días actuales lo sorprendente o insólito es el ocultamiento de las formas. La evolución ha sido tan rápida que “la mujer más honesta del mundo” no hallaría inconveniente en posar para un artista sin más ropaje que un corpiño y un breve pantalón. Y en determinadas circunstancias, sin el uno y sin el otro. El concepto moral ha cambiado con los siglos, las religiones son más tolerantes, las concesiones más amplias… —Las concepciones más frecuentes… —pienso en alta voz. —Las mujeres, sin daño para su virtud ni para el honor de sus esposos, se exhiben en las playas y en las salas de fiestas con un mínimo de tela sobre la piel. —Un mínimo de tela, un máximo de piel desnuda, oh, sí… —musito distraído, evocando Punta del Este. Y trato de imaginarme a esta Mónica de enfrente, que bebe su infusión de té sorda a mis llamados telepáticos, en el instante de quebrar con sus senos agresivos las olas de la Brava. NUDISMO En Suecia, como en otros países europeos, se han multiplicado los campos nudistas. Ellos constituyen, dadas las garantías que ofrecen, verdaderas escuelas de salud física y moral. Por supuesto que así no piensan todos en materia tan controvertible, casi lindante con el “strip-tease” colectivo. Mi sueco conversador me decía: —Nosotros encontramos natural desprendernos de lo superfluo, y gozar del agua salada y del sol ardiente con plena libertad de movimientos. Las personas normales aceptan fácilmente el espectáculo del prójimo desnudo al aire libre, y solamente un espíritu enfermizo, una mente morbosa y sucia al extremo, puede sustraerse al sentido moral de la Naturaleza. Por otra parte, el campo nudista no tiene nada de pecaminoso. Es más bien una exposición muy poco atractiva desde el punto de vista de la belleza pura (38). —De acuerdo… ¿pero vamos en camino de un nuevo paganismo? —pregunto sin mayor curiosidad. —No lo sé. Pienso que nos hacemos mejores, en el culto diario de la gimnasia y del baño. Hay en esto, también, un problema de educación. Y mucho tiempo de vida civilizada... ¿comprendes? —¿Son ustedes felices…? —Filosóficamente, claro que no. Pero hemos progresado bastante en la conquista de la felicidad terrena. Las mujeres son las mayormente beneficiadas, ya que están a la par de las norteamericanas en lo que respecta a su emancipación doméstica y social. Que significa para ellas haberse liberado económicamente del hombre y afrontar sin hipocresía los problemas del sexo. No es el matriarcado, sino una razonable igualdad de derechos. (38) El autor recuerda su visita a un campo nudista en las afueras de Barcelona, en los años de la guerra civil, organizado por un núcleo teósofo, naturista, vegetariano y anarco-filatélico. Un centenar de personas de toda edad echadas en la hierba, sin taparrabos, daba ganas de llorar de tristeza. No puede haber algo menos afrodisíaco, tal como lo asegura el señor Anatole France en “La isla de los pingüinos”. Solamente el misterio excita la imaginación. “Vestir al desnudo”, pues, ha de considerarse la más sabia de todas las obras de misericordia. ¿DESNUDA, SEÑORITA DIPUTADA? El tema volvió a surgir, inevitablemente, durante una conversación entre damas y caballeros bilingües con quienes tuve el gusto de alternar en Copenhague. Y fue a raíz de mi visita a un establecimiento de baños llamado “The Copenhaguen health baths”, ubicado en Studiestraede 61, cerquita de Town Hall. No hay cómo perderse. La perdición puede venir después, pero limitada a la inevitable perdición del alma, ¿Qué confesor lo absolvería a uno, latino distraído que se introdujo por error (que me muera) en las dependencias destinados a las señoras…? A propósito del alegre recibimiento que se me dispensó allí —los pormenores carecen de interés público—, pregunté a los amigos dinamarqueses su opinión sobre esa costumbre de tomar sol sin impedimentos talares. Tuve noticia entonces de que más de 50.000 hombres y mujeres practicaban en Dinamarca el nudismo “organizado”, es decir, reuniéndose periódicamente para desvestirse dentro de la ley. Sin enojarse, pero prácticamente fuera de las casillas… Asociados seriamente, con fines culturales y también —¿por qué no?—, recreativos. La extensión de esta interesante costumbre (39) determinó un famoso debate en el Folketinget (Parlamento), donde hubo legisladores que la calificaron de culto pagano. Entre sus defensores se contó una atractiva diputada socialista, partidaria entusiasta de los baños de sol… y de luna. Un periodista le preguntó: —Pero... ¿desnuda, señorita diputada? —¡Oh, no! Por lo común yo me cubro con un diario. Y con un diario conservador, naturalmente… También en Gran Bretaña se discutió mucho sobre el tema. La Asociación Pro Baños de Sol tenía como Secretaria nada menos que a otra diputada: la señorita Silvia Bassan. Se describía a la señorita Silvia como una mujer pequeña pero bien formada, muy simpática y que hacía alarde de su piel oscurecida. Se sometía a una metódica exposición solar, de la que no escapaba —de acuerdo con informes fidedignos, provenientes quizás de Scotland Yard— ni un centímetro cuadrado de su delicada orografía. Por entonces manifestó a la prensa: —Pedimos a los miembros del Parlamento que expresen cuál es su actitud respecto al nudismo. Esto es parte de una compaña que hemos iniciado para obtener mayor tolerancia y comprensión hacia los millares de personas que lo practican en Inglaterra, en forma seria y colectiva y en sano contacto con la Naturaleza. Como en el resto de Escandinavia, ya nadie, en Suecia, se opone seriamente al nudismo integral. Está aceptado y reconocido como saludable, y en su favor señalan que su práctica terminó con el fisgonear patológico de un sexo hacia el otro. También se le acredita el mérito de facilitar un sueño tranquilo a ciertos predicadores de moral, otrora perseguidos por íncubos o súcubos causantes de febriles insomnios. (39) Digo costumbre y no hábito. El hábito se lo quitan. LA VIEJA DAMA RÍE... —Lo malo del nudismo —explicaba una anciana señora muy enterada—, es que la belleza humana casi no existe... Los hombres, que suelen ser más hermosos que las mujeres (40), mostraban antaño sus pantorrillas envueltas en calzas de seda. Eran admirados y criticados como lo son actualmente las mujeres. En aquellos lejanos tiempos, las de mi sexo distraían parte de su ocio dorado en juzgar las piernas masculinas y su presunto “sex-appeal”. Es fama que las chicas del siglo XVIII se daban con el codo al ver pasar un doncel, o quien ya no lo fuera, de bien torneadas pantorrillas. Después cuchicheaban detrás del abanico: “¿Qué os parece, queridas...? ¿verdad que es guapo? Se trata de un infante del Rey…” Y solían agregar con un suspiro: “Ay, sí, yo los prefiero de infantería... ¿sabéis?, porque los de caballería son casi todos chuecos”. La anciana señora festejó su broma, me hizo una guiñada incomprensible y en seguida quiso que le contara algo sobre el nudismo en el Uruguay. Me costó explicarle que no estábamos todavía tan civilizados como en Suecia. Que las prácticas nudistas eran más bien solitarias o simplemente nocturnas. Que a veces irrumpían grupos de “adanes” en alguna playa popular, y la policía, lejos de fomentar su afán de helioterapia, los ponía rápidamente a la sombra. Que nuestro nudismo elegante carecía de espíritu científico, siendo más bien accidental o episódico, y consecuencia, muchas veces, de libaciones exageradas en una “fiestita de quince años”. —Es paradójico, señora —le dije—, pero aquel nudismo todavía está en pañales. —¿Monokinis, verdad…? Después, cuando le di a entender que en Punta del Este eran más divertidos los baños de luna que los de sol, prometió viajar al Uruguay de inmediato. Dada su alcurnia, la imagino a estas horas por Cantegrill o El Médano entreverada con nuestra mejor sociedad. (40) Allá la viejita con sus ideas… Por supuesto que el autor discrepa fundamentalmente con esa opinión. Y deja constancia, por los dudas. BIEN RECOMENDADO Y hablando de nuestra mejor sociedad… En casa de unos amigos que me agasajaban la víspera del viaje, reencontré a un condiscípulo muy amable. Bien dotado para los negocios, exhibía su prosperidad en el sombrero con canaleta, tipo “ministro”, con el que buscaba sin duda un reconocimiento público de su talento. Sin sombrero recuperaba su antiguo aire simpático y humano de los días liceales. Me dijo con afectuosidad: —¿Así que a Suecia, bandido...? ¡Lo que te vas a divertir! —No estoy muy seguro. Desconozco el idioma. —No te preocupes. Tengo un amigo en Estocolmo que habla español, lo mismo que su mujer. Son jóvenes y alegres. Te daré una carta para ellos. Sacó la estilográfica y escribió una generosa carta de presentación para sus amigos, explicándoles mis posibles dificultades y necesidades. —Esta señora —precisó después, con una sonrisa— es muy bonita… y encantadoramente liberal. —Será un gusto conocerla. Y el esposo… —Un tipo civilizado... ¿Qué digo? ¡supercivilizado! Encontrar a los amigos de mi amigo fue mi ocupación primera en Estocolmo. Se trataba, en rigor, de la dirección comercial, pues el señor N. N. era el propietario de una farmacia. Pude localizarlo con la ayuda de la guía telefónica y de una mímica que yo me sé, sumamente eficaz en situaciones de apuro. El hombre —el estimado señor de la farmacia— leyó la carta despaciosamente y mentiría si dijera que empezó a saltar de contento. Tampoco había una especial alegría en su voz cuando me habló al fin de la lectura y me dijo, mirándome con atención: —Recuerdo a Montevideo... Hace diez años tenía los mejores “punguistas” de América del Sur. —¡Oh, no exagere...! —le respondí con modestia, ocultando cierto orgullo nacionalista. —Sí, sí... Yo viajaba en un 121, y al descender noté la falta de mi billetera. Me la habían robado… —Hecho… —le rectifiqué bajando los ojos. —Debo reconocer que fue un trabajo admirable. Después conseguí, por suerte, llevar la conversación hacia un terreno menos comprometedor para el transporte montevideano. El farmacéutico hablaba un español mejor que el mío, pero la impaciencia de sus clientes le hizo ver la conveniencia de postergar evocaciones y memorias para otro día. Anotó unas señas detrás de una receta, entregándome el papel. —¿Antes o después de las comidas...? —pregunté distraído. —No, hombre... Es mi casa en las afueras. Lo espero el sábado a las doce para que pase el “week-end” con nosotros. No falte usted. Era jueves. Tenía tiempo para pensarlo. DESDE SÓCRATES HASTA HAEDO No lo pensé mucho. En el hotel me indicaron la forma de llegar: cuarenta minutos de viaje, cinco dólares de taxi... Me ahorraba la incomodidad de un autobús, de un largo viaje en tren. Y después de todo... ¿qué eran cinco dólares? Ahora mismo, querés decirme... ¿qué son cinco dólares? (41) El taxi me dejó ante un chalet de dos plantas, rodeado de extensa arboleda, en el corazón de lo que solemos llamar la zona residencial de una burguesía media. Cuando toqué el timbre y se abrió una pequeña puerta del frente de la casa, sentí ruido de voces, risas de mujer, un bullicio alentador. En seguida se asomó el dueño, mi amigo, más sonriente que en la farmacia. Había abandonado —entre otras cosas— su aire solemne de vendedor de analgésicos, y lo pude reconocer por sus orejas pegadas al cráneo como con ungüento y sus lentes de cadenita dorada. Por la ropa me hubiera sido imposible, pues estaba desnudo. No lo cubría más que mi asombro y el sol de la mañana, cuya luz daba un brillo rojizo a la tupida mata de pelo que, encima de su vientre redondo y avanzado, remedaba un archipiélago. Por encima de su hombro observé dos señoras y un caballero, desnudos como mi farmacéutico, que conversaban y bebían en el amplio vestíbulo. El sueco hispano-parlante me toma de un brazo y me dice: —Vamos, pase... Recién estamos sirviendo el primer cocktail: acquavita con pitanga. —¿Está... está se… seguro de que soy, este... no soy inoportuno? ¿No... no molestaré? —Lo estábamos esperando. Mis amigos no han visto nunca un uruguayo... ¿comprende? —Los voy a defraudar: me olvidé del traje de plumas y del arco con las flechas… —Muy gracioso. Pero no los vi así cuando estuve en Montevideo. —¿Cómo vio a los uruguayos...? —Pues, los hombres de pijama y thermo haciendo juego. Las mujeres con artísticos ruleros, en la calle y a toda hora... (42) —Hay otros ejemplares, también, menos refinados—, le contesté, al tiempo que me decidía a entrar en aquel extraño ambiente. Presentía una singular experiencia, una aventura apasionante y distinta. A lo mejor estaba viviendo una película, y andaba Bergman por allí a la búsqueda de Dios. Sin animarme a mirar en derredor, pero queriendo parecer mundano e indiferente, pregunté al dueño de casa: —¿Somos muchos...? —Veinte, apenas. Mi señora y amigos de confianza. Todos comerciantes… (43) Algo repuesto de la sorpresa, tomé la copa de “acquavita” que me acercó el farmacéutico como si fuera una pócima. Me empujó al pie de la escalera, indicándome con suma amabilidad: —Suba usted... Deje sus cosas en aquella habitación, póngase cómodo y venga a reunirse con nosotros. Una vez en la habitación señalada, me senté afligido al borde del lecho. A solas con mi alma, contemplando al pobre hombre reflejado en el ancho espejo del ropero, me pregunté: —¿Qué haría Sócrates en mi lugar…? No estaba seguro de la conducta socrática para el caso. Y resolví seguir la de Haedo, en mi humilde opinión un mentor adecuadísimo (44). Ya resuelto, me desvestí y entré al baño. Una vez duchado me friccioné a conciencia pura con agua de Colonia y ensayé algunas actitudes más bien marciales. Presentía un problema con las manos, dado que la piel humana carece de bolsillos, pero no me echaría atrás y alternaría en aquella sociedad de nudistas, sin descaecimiento, así lo esperaba, para mi país ni para la latinidad. No se trataba de un concurso de belleza, qué diablos. Todo se reducía a un esfuerzo mental inteligente para adaptarme a un medio muy evolucionado. Debía serenarme, mostrarme tranquilo y flemático, con la dignidad de un nudista convencido y sin complejos. Estos suecos esperan divertirse a costa mía —pensaba—, pues deben considerarme un salvaje de “South-américa”, incapaz de conducirse correctamente en el plano de su exquisita civilización occidental y cristiana... ¿qué digo?, pre-cristiana. Los voy a asombrar. Deberán admitir que a un uruguayo vivo como yo no lo desconciertan sus costumbres exóticas, y mucho menos la proximidad de bellas mujeres al natural. Una ojeada al espejo, una cepilladita a los vellos de la última vértebra y salí encendiendo un cigarrillo... ¡a lo que fuera! (45) Inicié el descenso, en tanto escuchaba el murmullo de la gente, unas risas armoniosas de mujer, una música de vals. Como en aquel momento tenía solamente la preocupación de pisar bien, de no perder una sandalia, no miré hacia la gente. Pero un repentino y absoluto silencio (también el toca-discos había enmudecido) me hizo detener en mitad de la escalera y levantar los ojos. Estaban todos aguardándome abajo: el farmacéutico y su esposa, junto a los veinte amigos del matrimonio. Unánimemente reflejaban una expresión sonriente, comprensiva y cordial, inolvidable hasta el día de hoy. Creo que faltó muy poco para que me aplaudieran. Quizás se contuvieron para no alterar la maravillosa sensación de estupor que se veía en mi cara. Tal vez para no provocarme un “shock”. Los ojos de todo aquel honorable concurso denotaban una pura simpatía. Eso está fuera de discusión. Los hombres me dirigían guiños amistosos, conmovedores por lo solidarios, y las jóvenes señoras me miraban enternecidas, entre maternales y burlonas. Cuando comprendí la situación me reí. Los invitados también, y algunos a las carcajadas. Lenta pero firmemente comencé a retroceder hasta mi habitación. Me vestí otra vez, como ya lo habían hecho los suecos de mi inolvidable “week-end” para no violentarme, según dijeron después. Temieron herirme con su desnudez y sacrificaron en mi homenaje (46) la inocente liturgia de su culto. No sospecharon que me sobraría buena voluntad para ser iniciado. Lo lamentable fue que no hallé el modo de convencerlos de que estuvieran cómodos, quitándose la ropa nuevamente. El fracaso me dolió más por lo que respecta a una adorable criatura —Mónica delgada y veinteañera, de grandes pupilas color “mate de leche”—, que sabía decir “jamás” en todos los idiomas conocidos. (41) Por entonces, nada. Pero a la hora de salir a la calle esta primera edición de “Un Otoño sin Mónica”, con los blancos todavía en el gobierno... ¿quién puede saberlo? (42) Lástima que no estuvo por Villa Dolores, donde hubiera podido admirar las más monas. (43) Deben ser comerciantes en cueros, pensé. (44) Eduardo Víctor Haedo: político uruguayo contemporáneo, absolutamente insumergible. Hombre de humor. (45) En fin... No tan así. Admito que conservo todavía algunos prejuicios. (46) Homenaje por homenaje confieso que hubiera preferido que tocaran “La Cumparsita”. BELL Y ERICSSON El por entonces Gerente de S.A.S. en Montevideo era un hombre demasiado joven y dinámico que no compartía mis ideas sobre el descanso. Luego de un cordial apretón de manos a las 3 de la madrugada en el “hall” del lujoso Hotel Malmö, me despertó a los 7 para decirme, tan amable como siempre: —¿Pasaste bien la noche...? Te esperamos abajo para desayunar. Le contesté que sí, pero malditas las ganas de abandonar la cama en que me iba reponiendo de friolentas jornadas. Veía por la ventana una Estocolmo envuelta en brumas y abrí la boca para insultar a mi amigo y su programa de visitas matutinas. Me detuvo la presencia de la Biblia, libro de cabecera infaltable en todo hotel luterano. Cuando la hojeo buscando un versículo aplicable al caso, observo que está escrita en danés antiguo. O en sánscrito, quizás. Después dejé la Biblia junto al calefón y me duché rezando un tango. El día estaba dedicado a conocer Midsommarkransen, la enorme planta industrial ocupada por la Ciudad del Teléfono. El madrugón valía la pena. Veinte minutos de automóvil desde el centro de Estocolmo y llegamos a lo que podría llamarse Ericssónpolis: un reino de la técnica eléctrica. Un mundo aparte, donde todo funciona a base de timbres, de luces y de ondas hertzianas. Es la fabulosa región de la ciencia aplicada al confort y la vida moderna. Un brillante botón de su progreso que exhiben los suecos sin darle demasiada importancia. Apenas traspaso las puertas de hierro forjado y tomo contacto con el personal, experimento la sensación de introducirme en un gran escenario donde se filmaran aspectos de la vida del futuro. Los amables ingenieros de la casa visten ropas de este tiempo, pero sospecho haber dejado atrás el siglo XX: las formas arquitectónicas y las variadas maravillas de Ericsson me están hablando de un mañana cierto, tangible, deslumbrante. —¿Quién inventó el teléfono…? —Alejandro Graham Bell, un físico de origen escocés que se murió en 1922. No había alcanzado los cincuenta años. —¡Muy bien, señor...! ¡Acertó! Me faltaba saber que pocas semanas después de Graham Bell el sueco Lars Magnus Ericsson se mandaba la misma pruebita (47), basándose en los principios difundidos hasta entonces por la ciencia. Ericsson no era precisamente un científico sino un hábil e inteligente obrero mecánico, que fabricó en 1896 el tipo de teléfono vulgarmente conocido por “el tubo”: objeto compuesto de un auricular (lo que se coloca sobre la oreja) y de un micrófono (lo que llenamos de saliva), tan útil cuando logramos acertar el número deseado. Por esa época se había encontrado el modo de trasmitir la voz humana, nítidamente, por un hilo. Faltaba la aplicación práctica, la forma manuable e industrializable del invento. La solución se le ocurrió al ingenioso Ericsson, en tanto que numerosos Congresos de hombres sabios estudiaban proyectos inadecuados. El teléfono estaba inventado, pero para ser utilizado se requería tanto esfuerzo y paciencia como cualquier abonado de Montevideo en la actualidad. Parece que Lars Magnus Ericsson se rascó la cabeza un buen rato, o varios días seguidos, ante el problema, y que finalmente prorrumpió con el “eureka” de circunstancias (48). Había dado con la manera de unir el auricular con el micrófono, cortando un pedazo de mango de escoba y colocando en cada una de sus puntas los elementos que integran el tubo telefónico. Yo tuve el honor de ver esa pieza original en el Museo que la firma mantiene para ilustración y asombro de sus visitantes extranjeros. Allí está, custodiado como una reliquia, ese pedazo de mango de escoba que es el padre indiscutible y emocionante de todos los tubos telefónicos que en el mundo han sido. Honor y gloria, pues, para el viejito Lars Magnus. Es posible que el fantasma de don Alejandro Graham BeIl no se muestre amistoso con el artesano sueco (dicen que una vez le colgó el tubo), pero nadie osaría negarle a Ericsson el mérito de haberle puesto el mango al teléfono. Con lo que igualó la línea histórica de don José Piendibeni (49) que, como es notorio, le puso el mango a la pelota. La hazaña del sueco tuvo lugar en un modesto taller de Drottninggatan 15, en la vieja Estocolmo. Se puede afirmar que allí nació este fabuloso emporio de las ciencias electrónicas con filiales en 27 países, más de cincuenta mil funcionarios, setenta y tres centrales de venta en los cinco Continentes y su incalculable potencialidad económica. La Ericsson viene a ser para Suecia lo que una General Electric para los Estados Unidos, por su concentración de capitales y lo que ello representa. La diferencia consiste en que los directivos de Ericsson se las tienen que ver con un gobierno socialdemócrata que los hace suspirar. Suspirar por un gobierno conservador, naturalmente. —Los impuestos... ¿sabe usted? —Tenemos muchas cargas sociales… —El Estado se lleva buena parte de los beneficios… Pequeñas lamentaciones formuladas con una sonrisa y un brindis irónico por la memoria de Carlos Marx, en el transcurso de un almuerzo típico servido por Ericsson a sus visitantes. Ocasión feliz donde volví a gustar la carne de reno, a masticar un trocito de ballena cruda y a deglutir centímetros de una anguila emparentada, seguramente, con la red telefónica de la casa. La planta industrial de Midsommarkransen cumple, además, la función de establecer las comunicaciones telefónicas de Suecia con el resto del mundo. En un tiempo increíble para cualquier operadora de la U.T.E. Desde el Hotel Malmö, en Estocolmo, hasta lo habitación privada de Bárbara Stanwyck, en Nueva York, me hubieran conectado en tres minutos. Pero no lo intenté (50). —Hubieras habado con Montevideo... —me reprochó un amigo, hace poco. —Lo pensé, te juro... Pero no quise asustar a mi familia. ¡Una llamada desde Suecia! Los habría alarmado sin causa valedera… Y por otra parte me constaba que ni llorando por teléfono me enviarían un dólar más. Debo consignar otros pequeños detalles de la organización laboral sueca. No quiero ser pesado, pero —una de dos— o el Uruguay no es un país tan avanzado como me contaron en la escuela y en el club batllista de la esquina, o la pobre Suecia es una víctima de los demagogos y se halla al borde de un colapso económico. La verdad es que los trabajadores de la Ericsson tienen asistencia médica y odontológica gratuita desde hace cuarenta años. La mayoría come en la fábrica, en un espléndido y baratísimo restaurante que sirve todos los días desayuno, almuerzo y cena para 4.500 personas. Las obreras madres disponen de una guardería infantil, donde sus niños pequeños son atendidos por maestras que paga la empresa. Hay en la fábrica campos de deportes, un teatro, una sala de cine, una biblioteca con más de veinte mil volúmenes... Y periódicamente se realizan conciertos, conferencias y exposiciones de toda clase. Finalmente, lo más asombroso: la jubilación es automática. No sé cómo lo hacen, pero estos trabajadores consiguen su pasividad al otro día de cesar en la tarea por límite de edad o imposibilidad física. No me explicaron el misterio. Pero a mí no me la pegan: deben ser todos familiares de políticos. Deben haber perfeccionado nuestra fórmula del “pronto despacho”, socializando la “muñeca”. De cualquier modo, enterarme de que ningún obrero se ha muerto aguardando largos años su jubilación, me pareció más maravilloso que todos los chiches eléctricos contemplados. (47) Adivinando el uso moderno del teléfono, sin duda, escribió Goethe: “Wenn ich irre kann es jeder bemerken; wenn ich lüge, nicht”, Sprüche in Prosa. La traducción sería ésta, más o menos: “Todo el mundo puede conocer cuándo me equivoco, pero no cuándo miento”. (48) Algunos filólogos de la “nouvelle vague”, que también los hay, confunden la expresión aristotélica con el grito “canero” de “araca”. (49) Prócer del Uruguay. Y de los auténticos. (50) Si en más de veinte años no le había dirigido la palabra, ni le había escrito, ni la había saludado para su cumpleaños, ni ella sabía nada de mi apasionada devoción… ¿para qué molestar a la viejita? NO TE LO PUEDO NEGAR Al salir de allí, todavía estupefacto, continué la charla sobre legislación social con un amable sueco empeñado en convencerme de que su país era más adelantado que el mío. Por temperamento —y por cortesía— yo no deseaba discutir. El sueco, dale que dale: —Puedo decirte que desde 1955 el seguro contra la enfermedad tiene carácter obligatorio. Todas las madres reciben un importante subsidio por cada hijo menor de 16 años y la ley garantiza tres semanas de vacaciones anuales pagadas... ¿qué te parece? —Batlle dijo… —Todo el mundo obtiene aquí del Estado préstamos a bajo interés para comprar o hacerse la vivienda, y las familias numerosas obtienen una ayuda especial para alquilar casa... ¿qué me cuentas, uruguayito? —Herrera opinaba… —Y como te acaban de decir, en Suecia cada ciudadano se jubila en el momento mismo de cumplir los 67 años. —¿Cómo...? ¡Qué disparate! Esa no es una edad para jubilarse. A los 67 años un hombre está muy viejo paro eso... En el Uruguay nos jubilamos a los 40 años de edad. —¡Imposible...! —Y más jóvenes aún, también. Nuestro sistema es mucho mejor que el de ustedes, pues le permite a un hombre retirarse en la flor de la vida, con energías suficientes para disfrutar de la beca, digo, de la jubilación. Es un régimen de gran sentido social, che, pues de esa manera el Estado ayuda a ese individuo a sobrellevar otros veinte o treinta años de trabajo. Y por los cuales, naturalmente, recibirá otra jubilación. —Ahora voy comprendiendo porqué alguna vez se les llamó “paraíso de locos”… —¡Momento! Somos la primera democracia de América (51). A lo sumo será el paraíso de muchos que se hacen los locos, pero nuestros institutos de previsión social son un modelo... (52). Suecia nos llevará ventaja en muchas cosas, no digo que no, porque estoy palpando un progreso formidable en el campo industrial y en las relaciones humanas. Serán ustedes más educados, más preocupados de la higiene, más laboriosos y más independientes frente a Estados Unidos... Es posible. Pero no nos ganarán en el fútbol (53), ni mucho menos en viveza para reventar al propio país. Nuestros precoces y saludables jubilados son una avanzada del mundo del futuro, no lo dudes. Ahora que — la verdad ante todo— vas a sudar un kilo y pagar muchas coimas antes de recibirte de jubilado. No te lo puedo negar. (51) Es la primera, sin duda, viniendo de Europa y a mano derecha. (52) No le dije de qué. (53) A esta altura, francamente, tengo mis dudas. ¡OH, EL ESTE...! Suecia mantiene una política de tradición neutralista en lo internacional, acentuada hoy por su neta equidistancia entre Washington y Moscú. La gobierna un partido social-demócrata más bien suave y de pausados giros. Su ala izquierda, inquieta y juvenil, no desmaya en su posición tercerista y le cabe el mérito mayor en la resistencia sueca a los propósitos de la NATO. Defendiendo su soberanía y su voluntad de vivir en paz, Suecia no ha permitido bases de cohetes norteamericanos en su territorio. Y el representante de los Estados Unidos es allí un diplomático más, sin privilegios especiales —¿Puede el Uruguay decir lo mismo…? —me pregunta insidiosamente el sueco discutidor. —Mirá, querido... —le digo con dulzura—, en mi país soñamos con el Este, todos queremos ir al Este. —¿De verdad...? ¿Hablas en serio…? —Es algo que nos encanta. Especialmente los fines de semana. Nuestro gobierno se inspira allí… —¿Van a Rusia a pasar el “week-end”...? ¿Y cómo les permite eso el embajador que te dije…? —¡Pero si él también va! En el Este uruguayo están las playas más bonitas de América del Sur. Te doy el dato. Por el resto de la noche mi amigo abandonó el tema político. Permaneció callado y no quiso presentarme ninguna rubia. Se estaba vengando. ADIÓS, ESTOCOLMO Las seis de la mañana, pero aún es plena noche en mi Estocolmo autumnal. Yo llego al hotel con la melancolía de los calaveras frustrados y la fatiga mortal de unas danzas impropias de mi edad. El portero, un viejo vestido de Almirante, me hace una reverencia que retribuyo con igual solemnidad. En este hotel para millonarios el personal me toma por un latinoamericano rico, traficante de bananas, inmerso en el frío cambalache turístico que integran diplomáticos de paso, banqueros apresurados, proxenetas de alto rango, honestísimos comerciantes, contrabandistas de drogas, poderosos caballeros de industria, abismantes cocotas de ambos mundos... Me explico los sombrerazos del Almirante que barren la alfombra. Luego de un paseo tipo “París la nuit”, me siento naufragar en un mar de tristeza y cansancio, sin otra tabla de salvación posible que la cama: “oh, tú, sueño, dominador de los males, descanso del espíritu, porción la mejor de la vida humana”, como dijo el finado Séneca (54). El portero adelanta sus alamares y caireles y llama el ascensor. Le estrecho la mano diciéndole “good night”, en un gesto democrático y de criollo vivo que elude la propina. Me hace la venia, en tanto yo asciendo en la jaula de hierro y le sonrío con ternura. (54) “Tuque o domitor somne malorum, requies animi, pars humanae melior vitae”, expresado en latín de entrecasa y para los contras, si mal no viene. SUEÑO Lo de ser “vivo”, como lo de “madrugar” al prójimo, es una modalidad criolla que intenté explicar a algunos suecos interesados en sociología uruguaya. —La naturaleza madrugadora de los uruguayos —aseguré con tono semidoctoral— se manifiesta en el campo político proclamando candidaturas, pues hay políticos que no desmerecen en impaciencia a los comerciantes de que hablaba Rafael Barret. —¿Y a qué tanta prisa…? —No lo sé, realmente. Pero a los políticos uruguayos los distingue un singular espíritu de sacrificio, ya que el Parlamento es un sitio obviamente aburrido, donde no abundan las ocasiones de lucimiento para los pocos cráneos lúcidos que lo integran. En otros tiempos, además, era un ambiente de bastante riesgo físico para sus miembros (55). —Pues aquí —me protesta un joven socialista—, el cargo de diputado tiene una alta significación, y si bien no siempre es prueba de absoluta capacidad intelectual, lo es, al menos, de segura adhesión popular. —En el Uruguay también, por supuesto. La diferencia consiste en que nosotros no elegimos. Votamos, simplemente… Pero cuando quise explicarles detalladamente el sistema electoral uruguayo el grupo se dispersó. Creyeron que me burlaba. No podían entender una cosa tan sencilla y democrática como nuestra “ley de lemas”. Uno de esos porfiados me dice: —¿Así que votando por los conservadores de la lista 14 yo elijo a un izquierdista de la lista 15? —Eso es. —¿Y si voto por un obrerista blanco puedo elegir, al mismo tiempo, a un reaccionario blanco anti-obrerista…? ¿y cuando voto a un nacionalista demócrata estoy eligiendo a un nazi del herrerismo...? Finalmente yo también me levanté y me fui. No era cosa de estar perdiendo el tiempo con gente cabezadura, incapaz de comprender nuestro ñandutí partidario. Abandoné Estocolmo desalentado. Por otra parte, Mónica no respondía a mis llamados telepáticos. Es posible que la encuentre en Noruega, pensé, en tanto que “hojas secas de otoño giraban en mi alma”. Tomé el avión para Oslo, seguro de hallar la gran fuente de la gran sed, que diría Gracián. Una hora después las luces de atención me anunciaban la llegada al terminal aéreo. Arreglé mi corbata y adoptando el aire indiferente de los viajeros veteranos — una cruza de turista con explorador—, expresé mi pensamiento vivo al accidental compañero de viaje: —Henos aquí en Noruega, la noble patria del bacalao y de las ballenas más consagradas Me pareció pedante citar a Ibsen, a Björnson, a Hamsun y otros renombrados intelectos de la zona. Ya habría ocasión —me dije— de tutearme con sus sombras ilustres y de darme pisto con mis lecturas. Total, haré como tantos de mis compatriotas más eminentes que suelen mencionar autores nunca leídos. Cubierto por una bufanda que me dejaba libre un solo ojo, bajé del aparato desdeñando toda ayuda. Toqué tierra con orgullo de alpinista y me enfrenté a la brumosa capital de Noruega diciendo para mi coleto: —Más vale “oslo”… que mal acompañado. (55) Hasta había duelos en serio: con eso te digo todo. UN REY DE SUS TRISTEZAS La primera y agradable sorpresa se llama Ottar Kollerud, jefe del aeropuerto, que me saluda en español. De profesión ingeniero, pasó muchos años de su juventud en Buenos Aires trabajando en las obras del subterráneo. Por entonces, claro, mis padres eran niños y estaban lejos de presentirme. En cambio este alto, fornido y coloradote don Ottar fumaba en pipa hacía mucho rato. Se ríe feliz al evocar con un sudamericano aquellos días de su mocedad aventurera. En el bar del aeropuerto entrecierra los párpados, levanta su jarro de cerveza y musita como un rezo: —Mi Buenos Aires querido… —Eso es un tango. —También Montevideo... Qué lindo lo veo, con su cerro y la fortaleza. —Eso es una tarantela. Don Ottar... ¿cuántos años tiene usted? No me oye. Exhala un profundo suspiro y me dice en inglés: “You may my glories and my state depose, but not my griefs: still am I king of those...” (56). Y me agrega en seguida, a través del espeso humo de su pipa: —¿Oyó hablar de lo rubia Mireya…? —Un kilo. —La que yo digo pesaba sesenta. Al reclamo de los funcionarios aduaneros que me urgían, le dije adiós. Con pena. (56) “Podéis hacerme abdicar de mis glorias y de mi Estado, pero no de mis tristezas: todavía soy rey de mis tristezas (Shakespeare, King Henry VI, acto 3). LOS VIKINGOS El nombre del hotel, como tantas cosas de Oslo, alude al fiero soldado fundador del país. A principios del siglo IX —hace mil cien años, escasamente—, los vikingos eran los reyes del mar. Su alimentación se basaba en la cocina ictiológica, ciencia bastante espinosa que dominan hoy sus nada escamados descendientes. Y como el régimen dietético —casi tanto como la economía, en el criterio marxista— determina muchas veces la política (57), los vikingos procedían a devorar territorios vecinos con renovado apetito. Los peces grandes se comen a los chicos, repetían con indiscutible autoridad, y así por más de doscientos años engordaron con sabrosas parcelas de Irlanda y de Escocia. El guerrero vikingo debía medir como dos metros de altura, aún sin tomar en cuenta el tamaño de sus cuernos. Que eran postizos, naturalmente, de sacar y poner, adheridos al casco de hierro. Usaban también modelos en cuero, muy sentadores (58). Su contemplación en los museos hace sonreír a las señoras, baja el volumen de su charla al nivel del cuchicheo y provoca codazos entre ellas de misteriosa significación. Un escudo, ora de hierro, ora de cuero, amén de una espada colosal y de una lanza para todo servicio —mondadientes, inclusive— completan el atuendo del soldado. ¡Lo que serían estos muchachos en una cancha de fútbol! Para el que sienta curiosidad o especial interés por el tema de las conquistas vikingas hay libros en pila que lo hartarán de batallas, desembarcos y descuartizamientos. No me he propuesto competir con ningún libretista de la TV norteamericana, dedicados por lo común a la descripción de tan edificantes ejemplos de convivencia pacífica. No aspiro a tanto, y soy, por otra parte, incapaz de mentir científicamente como la mayoría de los historiadores, sin exceptuar a mi tía Gregoria. Me bastaría con refrescar la memoria de muchos, y desasnar a más de cuatro, sobre el origen de los curiosos pueblos visitados. (57) Los franceses son los maestros de este arte exquisito, insustituible auxiliar de la paz doméstica y universal, que practicara y predicara entre los subdesarrollados del Uruguay el doctor Alberto Guani, un “gourmet” inteligente y espiritual. (58) En la actualidad se habla de cuernos de nylon y hasta de material plástico, sumamente livianos y tolerables. Abundan los de fabricación casera. El último verano han hecho furor en Punta del Este, me dicen. LA SECRETARIA Pero antes de seguir adelante me permitiré una pequeña sugerencia a quienes proyecten viajar a Escandinavia, también aplicable para otras zonas del globo. Me parece importantísimo disponer de una secretaria que hable inglés y/o alemán. Y que sea joven. ¿Joven...? Bueno, digamos menor de treinta. No precisa ser bonita, porque las secretarias bonitas despiertan suspicacias de todo orden —hay cónyuges incomprensivas—, y por excepción dan un resultado práctico (59). Una chica, en fin, que no sea repugnante. Que hable por uno en el restaurante, en las boleterías, al chofer del taxi, al servicial policía que aquí en Escandinavia ni parece de la policía. Una secretaria encargada de los pasaportes, del cambio de monedas, de direcciones y horarios, de averiguar la situación de Peñarol en la tabla. Yo comprendo que una secretaria semejante no está al alcance de todos los bolsillos. Ni resulta indicado casarse con ella, pues las secretarias devenidas esposas se declaran jubiladas para las tareas de oficina, aunque sea de oficina viajera. Y si escriben una carta, no es al marido, por lo regular. Desechada la solución matrimonial, se les debe remunerar generosamente. Secretaria competente, “perfecta”, que deberá abstenerse de lo que no sea su función específica: totalmente prohibido sentarse en las rodillas de su empleador (60). Sin otro conocimiento lingüístico que uruguayo “básico” o el francés liceal, la tal secretaria es imprescindible para recorrer los mundos de Haroldo el Peludo y de Haakon el Bueno. Se puede hacer la elección, por ejemplo, entre las chiquilinas del “Anglo”, donde las hay insuperables. Me consta que muchas se mueren de aburrimiento aldeano. Cualquiera de ellas sería ideal para intérprete. Por lo menos, para intérprete. Y una vez que se consiga la chiquilina uno podrá viajar o quedarse en Montevideo. Conozco varios casos. (59) Naturalmente que si la muchacha es bonita tanto dará que no sepa palabra de inglés o alemán. (60) Por lo menos en público. PARLAMENTARIAS Haroldo fue el vikingo que hizo de Noruega un solo reino. Haroldo el Peludo, para mayor precisión. Un apodo que me exime de mayores datos personales. Y el que abrió las puertas del país al cristianismo fue Haakon el Bueno, forzando la resistencia de los padres demócratas de entonces que lo consideraban una doctrina foránea y subversiva. Añares después, y en ocasión del famoso Congreso de Viena de 1815, las grandes potencias de la época resolvieron la unión de Noruega con Suecia, cortando el noruego bacalao a su paladar. Esa unión se mantuvo hasta que los nacionalistas noruegos fueron mayoría en el Parlamento de Oslo y decidieron coronar a Carlitos de Dinamarca con el nombre de Haakon VII, en junio de 1905. Noruega es desde entonces una noción independiente y neutralista que no se mete con nadie. Cuando Hitler se metió con ella e impuso al señor Quisling como “mandamás”, ya sabemos la suerte de ambos. De apellido que era, la palabra “quisling” se convirtió en adjetivo rechazado por todos los patriotas, noruegos o no. El país disfruta ahora de una paz interior, de una dulce calma doméstica basada en los amores de la casa real con la social-democracia. Monarquía constitucional y meramente representativa, prácticamente decorativa. El buen Rey preside un Consejo de Estado, verdadero comando colegiado de la nación, de una eficiencia ejecutiva que ya la quisiéramos en casa los uruguayos (61). Parlamento bicameral: el Lagting (38 senadores) y el Odelsting (112 diputados). Elecciones cada cuatro años en régimen de sufragio universal, e inexplicablemente, sin ley de lemas. Me informé de todo esto a la ligera, como correspondía a un periodista en vacaciones (62). No quise saber mucho más de la vida parlamentaria noruega, ni manifesté curiosidad por conocer el Palacio del Storting por dentro, pese a los amistosos requerimientos para visitarlo. Al oficioso guía le hube de explicar: —Vea usted, en mi país he sido cronista parlamentario durante muchos años. No lo tome a mal, pero me fatiga ese ambiente. —¿No le interesaría comparar…? —Es lo que no quiero, justamente. Deseo conservar la ilusión de que “como el Uruguay no hay”. Pero, además, apiádese de mí, que estoy apabullado, más que saturado de discursos parlamentarios. —Aquí los escuchará en noruego. Algo novedoso para usted. Vamos, haga la prueba… ¡anímese! (63) —No me considere descortés, por favor. Pero sin desaire para sus diputados: no me llamaría la atención oírlos en esa lengua tan difícil. En el Palacio Legislativo de Montevideo hay diputados que usan un lenguaje más incomprensible aún. Tenemos expertos del “camelo”, cultores del “vesre”, retóricos de la “mula”, artífices de la “mosqueta” jurídica… ¡Toda la lira! Un verdadero Parnaso de las musas políticas. —Aún así, vea las oficinas por lo menos. Hoy un enjambre de chicas hermosísimas… —No lo dudo. También en mi país se tiene muy en cuenta ese detalle. La elaboración de las leyes exige funcionarias competentes… ¿verdad?, aunque se trate de un modo extra-constitucional de cuidar las formas. —La belleza no siempre excluye el talento. —El Parlamento uruguayo protege ambas virtudes, y procura que sus funcionarias sean tan bellas como la Democracia a que aspiramos. —Admirable criterio el de vuestros legisladores. Sin duda harán un concurso previo, una selección… —Por lo general el examen es exhaustivo, a fondo… —¿Ninguna clase de favoritismo, entonces…? —Pienso que no. A lo sumo se da el caso —que atribuyo a simple casualidad— de que sean designadas para esos bien remunerados empleos las amantes de turno de ciertos políticos influyentes. —¿No me diga? Bueno, a mi “nada de lo humano me es ajeno”, como dijo el otro. Pero aquí todavía no se observan esas... casualidades. Somos más atrasados. —Me está pareciendo. Porque, hablando con franqueza... ¿qué hacen los políticos noruegos con sus amiguitas? —¡Qué pregunta! Supongo que lo mismo que los políticos uruguayos. —¿No procuran para ellas la maternal protección del Estado, librándolos de remordimiento a la inevitable hora del hastío...? —No sabría decirle. Pero usted insinúa que el Uruguay subvenciona a las queridas de sus políticos… —¡Alto ahí! No las subvenciona. Las beca (64). (61) En corrillos periodísticos y diplomáticos se asegura, para dar idea de cómo funciona el Colegiado uruguayo, que cierta vez se sintió mal olor en la Sala, y que alguien llegó a proponer entonces la compra de un perro. Para echarle la culpa. (62) Hay falsos amigos del periodista que tienen siempre una “nota” para ofrecerle, suponiéndolo vocacional. Yo seré vocacionalmente periodista (es tarde para retroceder), pero sobre todas las cosas soy vocacionalmente haragán. Por lo tanto conceptúo inamistoso aquello que signifique un trabajo extra, fuera de horario. (63) Pesado el tipo... ¿eh? (64) ¡Chupate ésa! SIN “COLACHATAS” Alineados frente al Palacio del Storting pude observar cerca de cuarenta o cincuenta pequeños automóviles, todos de fabricación europea. Ninguno era un último modelo. Más bien “cafeteritas”. Junto a ellos y en franca sociabilidad locomotriz, algo así como un centenar de bicicletas. Dado el lugar en que estaban, de indudable privilegio, acuciaron mi curiosidad: —¿Se permite al público ubicar sus vehículos en este sitio…? —le pregunté al pesado. —Es que se trata de automóviles y bicicletas oficiales. Pertenecen a los diputados y senadores. —¿Oficiales...? ¡Shocking...! —exclamé impensadamente. —What...? —Oh, nada... Me parece muy simpática esta exposición de rodados. Y, este... ¿cuál es la bicicleta del Rey? —No la trae aquí… Su Majestad la usa solamente como deporte y para hacerle los mandados a la Reina. ¡ABAJO LA CERVEZA! Para don Julio Camba la cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. Yo diría que la noruega —sin prescindir del ajo— exagera la preocupación religiosa en lo que ello importa de virtud. Desconfío que haya otra en el mundo más identificada con los Santos Evangelios. Hasta me atrevo a afirmar que nadie, siguiendo un régimen alimenticio estrictamente noruego, pueda jamás sentirse tentado por el demonio. Por el de la gula, naturalmente. El mentado demonio no tiene mayor predicamento en Oslo, al parecer, pues el paisaje humano luce una esbeltez de acróbatas. La presencia de un gordo (o de una gorda) despierta aquí —como en Estocolmo o Copenhague—la misma sonriente curiosidad de los fenómenos en las ferias. Es como si el espíritu limpiamente religioso de este pueblo se mostrara extrañado, sorprendido de la impudicia ajena, de que el prójimo exhiba en la plaza su vicio mayor. La risa es, en este caso más que nunca, una forma de castigo. Los pobres gordos que se atreven a circular por las calles de Oslo lo hacen con una expresión culpable pintada en el rostro. Van reflejando su delito en los ojos... y en el abdomen. Marcados por la reprobación general. Señalados con el dedo, para infundir a los niños el horror al pecado y el aborrecimiento de la sensualidad sin medida. ¿Acaso no es un indigno pecador quien se atiborra de carnes asadas, de pastas, de frituras y de dulces, regado el todo con un vinillo de importación, con un tinto —por ejemplo— (65) que enciende la sangre e inclina el ánimo a la pereza, empujándolo por infinitas vías a la consecución de otros deleites que bueno, bueno…? “Dime lo que comes y te diré quién eres” no es solamente una sentencia exacta de Brillat-Savarin. En labios de estos magros noruegos, enjutos y graves luteranos, se proyecta como una admonición sacerdotal. Los oigo con respeto y escondo mi apetito. Desvío los ojos del “menú” francés y busco alejar del pensamiento toda tentación gastronómica. Que la cocina noruega me haga un santo. Amén. No estoy en un país ganadero, sino más bien pesquero. Aunque las estadísticas señalan casi un millón de vacunos en sus verdes prados y se cuentan por muchos millares sus cabezas de ovinos, caballares y porcinos, es la pesquería su riqueza mayor (66). Del bacalao y del arenque el país extrae cientos de millones de coronas (una corona, 0,14 de dólar). Puede inferir el lector con qué sacrificios calmaba yo las “saudades” de mi estómago charrúa, al clamarme por un churrasco a caballo y papas fritas. Porque, día por medio de mi estancia en Oslo, eludía discretamente el agasajo postinero y generoso para entregarme al pecado original de mi especie rioplatense, al placer más o menos solitario de engullir un plato de mi tierra. Pero nostalgias domésticas a un lado, no me cuesta nada admitir que estaba bien —muy sabroso, en realidad— aquel bife crudo de ballena supuestamente núbil y virginal que me ofrecieron entre dos jarras de cerveza mis amigos noruegos. Igual que las lonjitas de foca afeitada y los trozos fríos de carne de reno (67). Tales manjares, aderezados con variadas especies picantes, pedían a gritos un “Bourgogne”, un “Anjou”, un “Chianti”, un “Valdepeñas”… Me hubiera contentado hasta con uno de esos vinos “de la casa”, innombrables, plebeyunos. Pero había cerveza, la celebérrima “Tuborg”, en jarras que hacíamos chocar jocundamente, repitiendo: —¡Skall…! Yo bebí con la mejor voluntad, pero convencido de que la cerveza no sirve para un brindis, ni menos para ambientar los abrazos o fomentar la ternura. Echaba de menos —¡oh, pecador!— el jugo de la viña, la sangre de Cristo embotellada o de la cuba. El rojo vino que pone jubiloso el corazón y desata los labios para el canto, para la amistad y para el amor. Que te hace hermano de todos los hombres buenos y marido de todas las mujeres guapas. ¡Manes de Jalil Gibrán y de mis vascos abuelos, qué solo me sentí esa noche escandinava y cervecera...! Sábelo también tú, Pablo Neruda, cuyos versos fui escanciando sin fortuna en los oídos de Mónica, cerrados por el amargo lúpulo: Amor mío, de pronto tu cadera es la curva colmada de la copa, tu pecho es el racimo, la luz del alcohol tu cabellera, las uvas tus pezones, tu ombligo sello puro estampado en tu vientre de vasija, y tu amor la cascada de vino inextinguible, la claridad que cae en mis sentidos, el esplendor terrestre de la vida. De nada me valió la cita poética. No teníamos vino (68), y los ojos de Mónica me dijeron adiós. Neruda hizo lo que pudo y se lo agradezco. Pero mi corazón y mis ansias naufragaron en la cerveza, a la que nunca perdonaré. (65) Cuanto más tinto, mejor. (66) Al menos para cierta Mónica, a la que observé una noche de falsa alegría retirando su anzuelo, con muchísima gracia, de los dientes de un diplomático. (67) Al ser anunciados, supuse torpemente que podría ser carne de divorciada. Pero se trataba de otro Reno... Los que saben aseguran que es deliciosa, casi como la carne de viuda. Y aunque existen excepciones suculentas, aconsejan no gustar ejemplares de más de 40 años. (68) Por otra parte, se apareció el marido… Un tipo, por lo que oí, muy poco colaboracionista. LA BALLENA ¿La ballena? No podría, explicar a qué tiene gusto, exactamente. No acertaría a definir su sabor. Pero me cayó bien. Al hallarla tierna y por momentos demasiado dulzona, me evocó alguna novia de la adolescencia. La tajadita de carne rosada, servida en un pequeño plato con su poquitín de apio, de perejil y de tomate, logró excitarme la imaginación. Cosa siempre importante en cuestión de comidas y de novias. Casi llegué a sospechar un nombre y un lejano perfume de mocita liceal. Pero después reaccioné de esa suerte de canibalismo evocativo y gusté la idea de que se trataba de un trozo de la propia “Moby Dick”, tan blanca y fantasmal. La porción venía arponeada, al parecer, con un pelo de bigote de quién sabe qué vikingo. Pero hube de admitir que era sólo un mondadientes noruego hecho con espina de pescado. Para imitar al anfitrión, le agregué a mi menuda partícula de monstruo marino un poco de sal, de pimienta y unas gotas de aceite. —¿Es aceite de ballena, verdad…? —Nada de eso. Es aceite de hígado de bacalao… —me respondió el dueño de casa—. ¿Le gusta? —Oh, muchísimo... (69). De alguna manera me rejuvenece, me hace volver a la infancia en cierto modo… Tuve gran trabajo para evitar que me llenara el vaso. Él, en tanto, se bebía un buen trago tras el consabido ¡skall! El bacalao y lo ballena merecerían figurar en el escudo de Noruega, tal como lo están el caballo y el buey en el escudo uruguayo (70). Tales especies marinas, más que un símbolo, son la base de una industria fundamental, fuente de trabajo y de riqueza para el país de Haakon el Bueno. Especialmente la ballena, de la que puede afirmarse que es una madre para la economía noruega. Su cacería, además de altamente productiva, es siempre riesgosa y apasionante. Se intensificó con el invento del arpón a pólvora, que perfeccionó la matanza en gran escala por las aguas del Atlántico Norte. Hasta 1905 la cosecha de aceite de ballena oscilaba entre los 60 y 70 mil barriles anuales. Pero después, con sus equipos modernizados, los noruegos salieron hasta la zona antártica, compitiendo en el negocio con los ingleses, los rusos, los holandeses y hasta los argentinos. En la difícil empresa los noruegos van primeros, cazando más ballenas que nadie. No falta quien sospeche una misteriosa relación entre cetáceos y vikingos, con lazos sanguíneos y familiares de impenetrable origen —allá por la prehistoria del mundo—, que explicaría la hipnótica atracción de las ballenas por los arponeros noruegos. En el presente la caza está restringida y reglamentada por acuerdos internacionales. Las ballenas ya no son perseguidas sin tregua, de polo o polo, sin reparar en su condición o estado civil, de modo penoso y disparatado. Se resolvió, con acierto, darles un respiro, establecer períodos para la caza y no tocar a las más jóvenes hasta que no hayan hecho su presentación en sociedad, como quién dice... Más o menos como entre los humanos. Se entendió importante crearles cierta ilusión sobre la bondad del hombre e infundirles la esperanza de una convivencia pacífica. Para que las ballenas agarren confianza, funden una familia y procreen sin temor. No todo iba a ser amor errabundo y sobresaltado entre montañas de hielo y barcos asesinos (71). El espíritu cristiano que preside las grandes compañías dedicadas a esa industria consideró que las ballenas no podían ser privadas de vida hogareña, que siempre es fuente de sanas alegrías. Y que se debía atender el advenimiento de las ballenitas-bebés, que además de ser criaturas de Nuestro Señor son segura promesa de jugosos dividendos. (69) Escupir, quedaba feo. (70) Nuestros patricios de 1828 pusieron un caballo y un buey para representar la Libertad y la Abundancia (de bueyes, digo yo), pero en lo actualidad son muchos los miopes que confunden el buey con una vaca. Ignorancia a un lado, miopía aparte, es posible que haya algo de obsesión alimenticia. (71) Un arponazo no es justamente la flecha de Cupido. ALGO INCOMPRENSIBLE Debo subrayar que Noruega carece totalmente de analfabetos. Peor para ella. Eso le impide disfrutar de la capacidad intelectual que cubre mayoritariamente la radiotelefonía y la televisión uruguayas. Una notable desventaja para estos nórdicos que, al poner tan poderosos medios difusores de la cultura en manos exclusivas del Estado, limitan la libertad de expresión. Su concepto totalitario de la radio y la TV contrasta con las facilidades que damos nosotros a cualquiera que se auto-determine vertedor de cultura, a condición de que lo apoye una de las tantas y filantrópicas agencias de publicidad. No se explica, entonces, que mientras Noruega haya alcanzado tan alto nivel de educación popular, en el Uruguay —datos del último censo— una tercera parte de sus habitantes apenas sepan firmar, que es también un grado de analfabetismo. Pero la firma alcanza para la compra de un televisor a plazos, y entonces… ¿para qué querés más? Decile a la patrona que prepare el mate, enchufame las aventuras de Dillinger de Chicago y dejá los libros para los otarios... ¡Como el Uruguay no hay! Los noruegos, pobres de ellos, disponen solamente de la “Norsk Rikskringkasting”, un organismo oficial que tiene apenas tres emisoras, aunque de gran longitud de onda y de singular potencia, que sirve a 750.000 abonados. Cada propietario de un receptor paga anualmente 20 coronas. Un solo canal de TV, igualmente estatal, inicia su transmisión a media tarde y la corta a las diez de la noche... Algo propio de una dictadura, te aseguro. Nosotros, en cambio, no condenamos al hambre a los horteras devenidos Directores Artísticos, ni desamparamos a los caballeros de industria que se asocian a la A.I.R. o a la S.I.P. (72) para controlar la opinión pública. Nosotros sí que somos demócratas de verdad. A mí no me importaría ese insolente desafío del gobierno noruego a la libre empresa, si al menos se manifestara sensible a las expresiones folklóricas que justifican la presencia de más de cuarenta emisoras sobre el inocente cielo de mi patria. Pero al contrario. Si hasta parece que lo hicieran de gusto. La radiotelefonía noruega empieza por ignorar el tango... No hay un solo espacio con la voz in mortal de Carlitos Gardel, lo cual resulta incomprensible (73). Mucho Mozart y mucho Beethoven, mucho Brahams, mucho Wagner, mucho Strauss... No los discuto y me suelen gustar en ciertas ocasiones. Son genios, de acuerdo. En su música me sumerjo como en un río oscuro, espeso y purificador. Mi corazón les está agradecido, además, por tantas horas felices que me ayudaron a vivir, convocados a nupcias fantasmales en la orilla del mar o, quizás, “junto al árbol deshojado donde un día la besé…” Pero en esta brumosa callecita de Oslo, a tantos kilómetros de mi viejo barrio plateado por la luna, no consigo emocionarme con ellos, clásicos venerables, profundos, maravillosos. Paso de largo junto a sus probables estatuas. Me alzo de hombros ante su recuerdo. Y me trato de bestia, al tiempo que no me avergüenza descubrir que tengo un alma atorranta que me pide un tango de Troilo, una milonga de Canaro, unos versos malditos de Discepolín. (72) Asociación Internacional de Radiodifusión y Sociedad Interamericana de Prensa. Dos beneméritas instituciones empeñadas en salvarnos de la ignorancia. (73) Personalmente me ha dolido mucho. Y después dicen que somos nosotros los subdesarrollados. LOS NORUEGOS DEBEN ABURRIRSE Tampoco entiendo que las señoras noruegas se pasen sin “episodios” radiotelefónicos, sin esa ración de fina espiritualidad donde se incluye a mayordomos, condes e hijos naturales. Es algo que no habla nada bien de la “Norsk Rikskringkasting”, evidentemente superada por nuestra ANDEBU. Los “broadcasters” uruguayos, lejos de ser bolicheros del éter —como se les llama a veces con injusticia— han sabido convertir nuestra radiotelefonía en un auténtico medio (74) de cultura. ¿Cómo suprimir entonces la transmisión de novelas, al gusto democrático de la mayoría…? Pero hay otros aspectos del modo de vida noruego que demuestra su atraso en relación al Uruguay. Dicho sin falsa modestia. La verdad es que estos simpáticos noruegos jamás disfrutan del clima pre y post electoral que lógicamente enorgullece a los orientales del Uruguay. Descuento que no sabrían estimar como es debido las exquisiteces de nuestra política, especialmente la que practican los partidos tradicionales. Yo apuesto a que sus gobernantes son gente más bien desagradecida, pues no los he oído elogiar a Estados Unidos como baluarte de la civilización cristiana. Su prensa, por otra parte, peca de soberbia y orgullosa al no suscribir casi textualmente los remitidos del Embajador norteamericano, como es corriente entre las mejores familias periodísticas del Uruguay. Finalmente, tengo para mí que los noruegos deben aburrirse la mar, tanto por la tranquilidad y paz de su vida política, como por el exagerado respeto y educación de que hacen gala. Sus partidos políticos tienen una definición ideológica absoluta, sin la comodidad y los alegres matices de nuestro Partido Nacional, por ejemplo. Que podrá ser un cambalache de ideas y de ponchos, pero (ja, ja, reíte) ganó dos veces las elecciones. Veo a los noruegos demasiado correctos, demasiado atentos al derecho ajeno. Te juro que no puedo entender esta clase de pueblo sin sangre, donde nadie le gritaría su verdad a un “referí”, ni mucho menos le tiraría una botella a la cabeza. Por más ladrón que fuera. En cambio, pueden hablar muy bien y muy alto sobre literatura, teatro, artes plásticas y ciencias variadas. Sobresalen en tales menudencias con nombres prestigiosos como Björnson e Ibsen, en materia dramática; como Grieg, en música; Vigeland, en escultura; Nansen y Amundsen, en la investigación y el descubrimiento científico. Y ello no les impide, naturalmente, destacarse en los múltiples deportes que practican, el amor incluido. El patinaje y el “esquí” son las grandes actividades del invierno noruego, fiestas deportivas de las que participa todo el pueblo. Este no integra pasivamente el espectáculo deportivo: es también su actor jubiloso y entusiasta. Cubiertas durante largos meses por la nieve, las montañas forman la imponente escenografía, el marco de indescriptible belleza donde la gente noruega se entrega a su afición deportiva. En uno de aquellos escenarios se me preguntó: —¿Ustedes también patinan…? —Sí, en la O.E.A., muchas veces. —Me refiero individualmente. Entre nosotros se patina mucho sobre hielo, como se dará cuenta… —En el Uruguay, a falta de hielo, tenemos un pastito fenómeno... —¿Y hacen campeonatos para patinar...? —No. Hacemos “pic-nics”. (74) Un medio: 0,05 de peso uruguayo. DESPISTADOS Noruega también gusta del fútbol, por supuesto. Su práctica internacional no le ha dado tantas satisfacciones como a los uruguayos (75), ni aprendió todavía a mezclarlo con la política lugareña. Es evidente la incompetencia de sus hombres públicos, o la limitación intelectual de sus diputados y senadores, despreocupados de la dirección del fútbol. Otra ventaja uruguaya sobre la modalidad noruega, sin duda alguna. Porque el político noruego no saca partido de la pasión deportiva para entretener a sus electores, no tiene talento para hacerlos soñar con la gloria de los estadios en tanto que esperan la hora de la justicia. Mucho tiene que aprender del político uruguayo, experto dopador de impacientes, sabio agitador de un emblema deportivo que llama a la guerra y enardece al ciudadano más allá de todo problema personal. El político noruego es un despistado. Y cuando no cumple sus promesas, cuando fracasan sus iniciativas, cuando el pueblo le da la espalda se va para su casa. Renuncia, palabra desaparecida del diccionario político uruguayo. No le echa la culpa al juez, ni al entrenador, ni a la mala suerte. (75) Dicho estrictamente en pasado. Las alegrías del fútbol uruguayo, cuando salió al exterior, terminaron hace mucho. Hoy vivimos de su dulce recuerdo. NO ME GUSTA ESTE OTOÑO La ciudad de Oslo está ubicada en el paralelo 60, al igual que Helsinski y Leningrado. Su clima otoñal es de un invierno montevideano de los crudos, de esos inviernos para casarse o morirse. Ambos peligros acechan al hombre friolento y descuidado, y ahí están las cifras indicando la abundancia de bodas y de óbitos en la gélida estación, tan propicia para nidos como para nichos. Sin eludir la vía marital — calefacción propiamente animal—, los noruegos tienen métodos muy eficientes para combatir el frío: la bebida y la calefacción eléctrica abundante y barata. Su industria produce energía eléctrica a menos de un centésimo el kilowatio-hora. Esa economía de producción ha formado la base de su fuerza electro-química y electro-metalúrgica, llegando Noruega a producir anualmente 6.200 kw-h. por habitante, o sea el doble que los Estados Unidos (76). Es así que en los hogares de Oslo se observa un equilibrio encantador entre el pasado —pleno de tradiciones y leyendas—, y el presente tecnificado para facilitar los trabajos domésticos. En los dos pisos de una típica vivienda de maderas rojas y verdes, sobre una colina próxima a la ciudad, encontramos radiadores, aspiradoras, tocadiscos, radio, televisión, licuadoras y demás chirimbolos que requieren enchufe. El ambiente cálido está logrado ahora por la electricidad, pero la enorme chimenea de leña conserva su sitial de preferencia. Sigue allí, indiferente al progreso, sin resentirse por que no la tomen ya para asadera o central térmica de la casona. La vieja chimenea continúa siendo la gran señora de la casa noruega. Su repisa desborda de platos y jarros decorados, de fotografías y pipas, de armas y banderas. Su prestigio no decaerá jamás, pues contiene al fuego, amigo y servidor desde la infancia del Hombre, su confidente desde las edades primeras. Junto a ella se reúne el clan familiar para escuchar la lectura de la Biblia... o el último cuento verde, si viene al caso. Imagino una Mónica desnuda sobre la gruesa alfombra, sus ojos verdes fijos en las llamas, atisbando el “ballet” que fingen sobre los leños crepitantes. ¡Oh, si fuera yo el héroe impúdico de alguno de sus sueños…! Debe ser maravilloso el invierno nórdico, sospecho con envidia después de visitar una casa cualquiera de estas arboladas colinas de Oslo (77). Invierno de frío seco, de nieve alta, de noches que empiezan a las tres de la tarde... En su peculiar estilo de vida, a que obliga tan temprano anochecer, los noruegos prolongan la sobremesa hogareña, la tertulia cordial de los amigos y hay un adivinable diálogo amoroso, sin palabras casi, junto al ventanal en sombras. A lo sumo, un remedo danés del verso gaucho: “¡pucha que son cortas las noches de invierno...!” Pero el otoño, en cambio, este otoño noruego con su lluvia constante, su barro callejero y su viento que corta la cara, tiene la virtud (78) de hacerme odiar una estación del año vinculada tan íntimamente con la poesía (casi escribo: con la polilla...) y los lejanos días de la juventud (79). Confieso que el otoño me resulta macanudo si tengo a mano determinados materiales, es decir, aquellos que integran el acervo sentimental de mi generación tanguera: el mate amargo, algunos discos de Gardel y la cartita del adiós. ¿Pero qué hago yo en este otoño extranjero que defino, con los respetos debidos a la hospitalidad escandinava, un otoño de porquería…? El paisaje cumple, naturalmente. Tiene una tristeza perfecta. Una tristeza correspondiente a los otoños más recibidos. Pero pasa que estoy lejos del barrio, separado de la esquina familiar por no sé cuántos miles de kilómetros, con un bárbaro océano de por medio. Es cierto que se dan las mejores condiciones para el disfrute goloso y egoísta de la neura. Pero me aguanto, ¡vive Dios! Para ser feliz “a la rioplatense”, para saborear una buena panzada de tristeza, para meterme el dedo con deleite onanista en las heridas del alma, necesito oír la música de un tango y una voz como la de Malena. Y volver a un altillo del Barrio Reus, por ejemplo, para arrodillarme delante del ataúd..., qué digo, nostálgico infeliz, delante del baúl donde hiede aún el cadáver de los veinte años (80). Preciso la botella de añeja, la cebadura fuerte, la imagen amarillenta, semi-roída por los ratones. Y preciso de la lluvia sobre el techo de zinc, qué diablos, no sobre la lujosa arquitectura de este hotel sin recuerdos. No, no me gusta el otoño noruego, qué querés que te diga... No me gusta. (76) El Salto Grande, la Represa de Palmar... ¡lindos sueños uruguayos que quizás disfruten mis tataranietos! (77) No puedo comprender, aquí entre nosotros, que los alrededores de Oslo no tengan rancheríos, pueblos de ratas, “cantegriles”… Falsa idea del pintoresquismo, sin duda, de sus curiosos ediles. (78) “¡Oh, virtud, cuántas masturbaciones se cometen en tu nombre…!”, solía decir una lúcida pero invicta niña compatriota, que mucho envidiaba a las escandinavas. (79) “Te recuerdo como eras en el último otoño: eras la boina gris y el corazón en calma…” (Neruda). LA “KON-TIKI” Bien, ahora quiero hablar de Thor Heyerdahl, el de la Kon-Tiki. El conocimiento personal con este calmoso joven y sabio aventurero significó una de las mejores satisfacciones del oficio. No porque al pasar por Oslo consiguiera de él declaraciones exclusivas o una de esas primicias sensacionales que aman los periodistas de raza. Lejos de eso, el conocimiento ocurrió en una reunión casi familiar, sin que mediaran razones de actualidad o apremio informativo. Lo digo, simplemente, porque Thor Heyerdahl es uno de los hombres más singulares de nuestro tiempo, y ser recibido por él en su sitio de trabajo y escucharlo explicar el sentido de la hazaña científica que protagonizara con otros cinco locos maravillosos, integra uno de los recuerdos más felices de este viaje por Noruega (81). Uno de los compañeros de Thor Heyerdahl, el dibujante y escritor Erik Hesselberg, publicó por 1952 un libro muy ameno titulado “Kon-Tiki y yo”, donde relata la fabulosa travesía realizada desde el Perú hasta la Polinesia. El autor nos introduce así en la historia de la asombrosa expedición: “Hace mil quinientos años todo el mundo conocía en el Perú a Kon-Tiki Entonces se creía que el Sol era el primero de todos los dioses y Kon-Tiki el intermediario entre aquel gran dios y los hombres. La tradición india asegura que la piel de Kon-Tiki era blanca y que tenía una larga barba”. Agrega en seguida que “los indios son imberbes y tienen la piel oscura, por lo que KonTiki debió pertenecer a una raza blanca extinguida desde hacía muchos años en Sud América. La tradición también nos cuenta que Kon-Tiki se vio precisado a escapar hasta la costa con algunos compañeros. Allí se embarcó en una balsa hecha con grandes troncos de árboles y se perdió en la inmensidad del Pacífico navegando hacia la mansión del Sol”. Pasaron mil quinientos años sin que nadie volviera a ocuparse de estas cosas. Un día apareció Thor Heyerdahl con la teoría de que los habitantes de la Polinesia eran oriundos de las costas sudamericanas. Lo que decía Thor tenía una base sólida. Y abonó su idea con buenos argumentos, todo respaldado en su condición de investigador serio. Él había estado cierto tiempo en varias islas del Pacífico, habitadas por polinesios, donde obtuvo noticias sobre Tiki. Tiki es un dios muy importante en la mitología de aquellos nativos y está considerado por ellos un hijo del Sol. Varios años dedicados a estudiar el tema, convencieron al noruego porfiado y visionario de que el Kon-Tiki peruano y el Tiki de los polinesios eran una sola persona. Le parecía evidente que KonTiki salió del Perú sobre una balsa de madera y que llegó así hasta la Polinesia, arrastrado por corrientes favorables. Para demostrarlo empezó por escribir un libro (82), que se llama “Polynesia and America. A study in culture relations”. Thor Heyerdahl se lo envió a todos los americanos especializados en tales estudios, pero ninguno lo tomó en serio. Decían que era imposible hacer una travesía de más de cuatro mil trescientas millas sobre una balsa primitiva construida con troncos de árboles. ¿Con que imposible, eh...?, se repitió este noruego tocado en su amor propio. Y resolvió probarles, de la manera más terminante, que aquello no era una locura (83). Se reunió en El Callao — calladamente— con otros cinco animosos escandinavos: Herman Watzinger, Bengt Emmerik Danielsson, Knut Haugland, Torstein Raaby y el ya citado Erik Hesselberg. Con ellos construyó la balsa, se lanzó a las aguas del Pacífico y, empujado por la corriente de Humbolt y la corriente ecuatoriana del Sur, al cabo de cien días y uno más cumplió la hazaña, demostrando la verdad de su teoría. Entonces fue que todos los sabios del mundo se descubrieron respetuosamente en su homenaje, y quienes sin serlo podían apreciar la importancia científica de la travesía lo aplaudieron con admiración y entusiasmo. Ahora lo considera Noruega poco menos que un héroe nacional, cosa muy justa y comprensible. Creo que comprensible, incluso, para la mayoría de los cronistas deportivos del Uruguay... Thor les hizo un gran gol a los escépticos, además de revelarse un extraordinario ejemplar de campeón. A su personalidad universitaria configurada por su cultura científica, su espíritu de investigación y su talento realizador, hay que sumarle unas magníficas cualidades de hombre de acción y de consumado atleta. En las afueras de Oslo se halla el Museo de la Kon-Tiki, institución oficial, que constituye una permanente lección de energía y de coraje para la juventud. La auténtica balsa de la hazaña puede verse en el centro de una espaciosa sala. Su contemplación, su contacto directo, manual, emocionan singularmente. Tiene la fragilidad de una cáscara de nuez. Sobre su piso de troncos vivieron tres largos meses, a merced de unas olas nunca quietas, y a veces enloquecidas, los jóvenes navegantes que servían a la ciencia. Nunca, nadie, ha podido conocer mejor el mar y sus misterios (84) que este osado grupo de científicos, que este equipo de rubios y locos muchachos de Escandinavia. Después de la hazaña, alguien se habrá dicho con Shakespeare: “aunque esto sea locura, todavía hay en ella cierto método” (85), o quizás esto otro: “es desdicha de las edades que los locos sirvan a los ciegos de lazarillos” (86). Además de una extensa colección de fotografías que historia el viaje desde el puerto peruano, el Museo nos muestra un mapa gigantesco que va señalando la marcha de la “Kon-Tiki” por las aguas del Pacífico. En la caseta de la balsa, entre otros objetos de utilidad o entretenimiento para sus tripulantes, veo una guitarra. La pobre está ahora sin cintas ni cuerdas, como la de aquel gaucho triste de la leyenda. (80) Si no me consagro esta vez como humorista, ya “never more”, te juro. (81) Hay muchos otros recuerdos felices de los que evito toda mención dada su índole privada. Prometo incluirlos, con lujo de detalles, en un futuro “libro de memorias”. De publicación “post-mortem”, no faltaría más. (82) Según dice Cervantes en el Quijote, “para componer historias y libros de cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento”; capítulo III de la 2ª parte. Tales condiciones se dan, largamente, en el caso de Thor Heyerdahl. (83) El mismo ánimo intrépido y la misma fe, si ustedes me permiten, que movió a Cristóbal Colón en 1492 y a Zelmar Michelini en 1962. (84) Quizás don Ledo Arroyo Torres, ex-ministro de D. N. (85) “Though this be madness, yet there is method in it”, se dice en el acto II de “Hamlet”. (86) “Tis the times plague, when madmen lead the blind”, se dice en el acto IV del “King. Lear”. ADÁN Y EVA En su casa de Majonstuvein Nº 8, de un apartado barrio de Oslo, Thor Heyerdahl vive rodeado de libros, antiguas cartas de navegación, mascarillas indígenas, idolejos de piedra y de barro, lanzas, arcabuces, pistolas, fotografías. Colgando entre dos ventanales, una “maquette” de la balsa. En un excelente español relata sus actuales trabajos y estudios, que se relacionan con la apasionante historia del Hombre, su origen y su incesante vagabundeo sobre la tierra. Me dicta una verdadera clase de zoología paleontológica que para el tono de este libro sería muy pesado transcribir. Por otra parte no me decido a mencionar los nombres de tantos reptiles —fósiles muchos de ellos—, que identifican demasiado claramente a colegas, a políticos, a gente de mi vecindad e incluso a entrañables miembros de mi familia... El comprensivo lector justificará la omisión. Ya al final de su ameno discurrir por los siglos, Thor Heyerdahl señala que, en alguna edad precolombina, llegaron hombres muy altos, de cabello rubio y de ojos claros a las tierras de Méjico conocidas hoy por Yucatán. “He visto —agrega— esa misma clase de gentes en las islas Canarias, donde viven desde antiguo. No creo que desciendan de nuestros vikingos; más bien les atribuyo un origen vasco... Digo esto porque los vikingos eran inclinados a trabajar y pulir la madera, al revés de los presuntos vascos, que operaban con la piedra y se valían de ella para todo”. Este amigo de los sudamericanos, sabio y hombre verdadero, prometió allegarse algún día hasta las playas del Plata para narrar y explicar sus maravillosos viajes tras la huella de Adán. Yo, que he viajado más bien tras las huellas de Eva —¡oh, inasible, inaprensible Mónica...! —espero saludarlo nuevamente para entonces. Sé que encontrará un público atento, poco “snob”, nada frívolo, deseoso de aprender y que lo sorprenderá. Porque felizmente no todo el Uruguay vive al margen de inquietudes tan nobles, tan generosas, tan desinteresadas, como las que alienta el intrépido Capitán de la “Kon-Tiki”. ÍNDICE Introducción Las cosas claras Una vieja sed Otro “drink” Honor a salvo Para los Charrúas Los suecos no entienden El gran tema Virgen... ¿quién? Mónica La visita Lo ineludible Brindis Las gordas al destierro Las explosivas El Premio Nobel Los sospechosos La virtud no paga Hubiera sido precioso Política uruguaya “Os contos de fadas” Lo difícil Violentando al taita Frustraciones Lo Mónica del jopo rubio Nudismo ¿Desnuda, señorita diputada? La vieja dama ríe Bien recomendado Desde Sócrates hasta Haedo Bell y Ericsson No te lo puedo negar ¡Oh, el Este...!.... Sueño Adiós, Estocolmo Un rey de sus tristezas Los vikingos La secretaria Parlamentarias Sin “colachatas” ¡Abajo la cerveza! La ballena Algo incomprensible Los noruegos deben aburrirse Despistados No me gusta este Otoño La “Kon-Tiki” Adán y Eva