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Penguin Random House
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Ilustración
Tomás Ives
Diseño
Cristian Salinas
Edición
Francisca Tapia
Santiago de Chile, marzo 2015.
Edición gratuita.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta
publicación.
–2–
Índice
Primeros lugares
Pájaros periféricos
1
Highway, mi amor
2
La vieja pirata
3
Menciones honrosas
Descendit ad inferos
4
Hojas negras
5
Juana
6
La voluntad de Sansón
7
Los que soñaban con volar
8
Noel llegó en Navidad
9
Periplo de un billete de luca
10
Santiago desolado
11
–3–
1er lugar
Pájaros periféricos
por Kevin Huenupán Rodríguez
24 años, Concepción
Se recuerda en el paso de la casa (morada resguardada del
mundo, nicho para pasar la noche), a la vieja fábrica, lugar donde su
cuerpo se manifestaba en movimientos innecesarios. Se recuerda,
también, dormido entre el punto A y el punto B, acurrucado entre la
ventana y el calor de la masa. Y por cierto, algunos días se dibujaba,
tímidamente, el punto C. Punto que tomaba diferentes formas, pero
siempre era el punto C, ramificación entre el punto A Y B. En esos
días paseaba tranquilo buscando alimentos en perdidos pasillos,
oficinas en perdidos edificios, parientes en pedidos cementerios,
cualquier cosa que lo hiciera desviarse entre sus puntos. Se recuerda
su muerte, como un rayón alterado, violento contra el plano, que
avanza extendido hacia los límites de la hoja.
I
La fábrica se imponía bruta ante él, la maciza fachada de entrada
retumbaba en las calles, con la altura de cinco hombres acusaba la
forma de una fortaleza. Se accedía a ella por un portón de lata y fierro.
En el fondo se erigían tres silos. Relucientes y elevados, se unían por
una especie de puente sobre ellos que terminaba en un torreón.
Luego de atravesar el portón, B. se perdía, neblinoso, recorriendo, su
cuerpo sometido, los diferentes pasillos, salas, y recovecos dónde se
le requería para desarrollar todo tipo de trabajos; limpiar los baños,
barrer las hojas caídas del ciruelo; limpiar los enormes ventanales,
que liberaban a los trabajadores de su cautiverio a través de
imágenes; un ciruelo, un cielo nublado o tal vez el viento marcado
en las hojas del suelo que B. barría. Así la imagen de su cuerpo no se
distendía en tareas repetitivas de naturaleza mecánicas, como las de
Rodolfo, encargado de acomodar los sacos de harinas en enormes
pirámides blancas, bromear con los compañeros o coquetear con
Lucía, la secretaria.
–4–
Un día de primavera mientras B. ayudaba a un compañero a
componer una máquina averiada, se le envió a limpiar los desechos
dejados por palomas, gaviotas y otros, en el alto puente que coronaba
los silos. Así que él partió con un tarro con lavazas, un escobillón y un
trapo, directo a la escalera. Fue preciso tomar un descanso a la mitad
del trayecto. Se sentó en los estrechos peldaños, mientras el viento
azotaba las latas que parecían querer escapar frente a tal violencia.
Al llegar al fin de la escalera, B. tomó un aire de desconfianza, ya sea
por los gritos que le trajo el viento a la cabeza, o bien por la altura
que suponía, y que aún no había visto. Sacó el pestillo, para luego
abrir la puerta que se le oponía con ayuda del viento. Aferrado a la
baranda y con la mirada en el suelo más próximo, avanzó con un
temblor desparramado por el cuerpo, que no se hacía evidente en
el exterior, si no que agudo, caía en flechazos mentales sobre sus
ligeros nervios y carnosidades ocultas.
Los pájaros, posados a unos metros de él, en el puente de unión
entre los silos, compartían en grupo la baranda que daba al oeste.
Respondieron ante su presencia con miradas calmadas que luego
se desviaban, para hacer evidente su espalda desdeñosa. Alterado
y lento avanzó, con un poco más de confianza golpeó la baranda,
tratando de asustar a las aves, que asentados en su lugar parecían
ser una sola con la baranda, con la fábrica. La puerta se cerró de
golpe, llevando a B. a juntar su espalda con ella, en una reacción
ante el miedo de caer. Ya cobijada su espalda, espero la serenidad,
que tímida se fue posando en sus piernas. Así limpió el suelo más
cercano, sin que los pájaros se inmutaran ante sus movimientos, de
vez en cuanto volteaban para luego desviar la mirada, mientras el
sol traspasaba sus siluetas. Él dejó la altura y dio por completado su
trabajo.
El siguiente día se presentó problemático. Se le reclamó el no
haber llevado a cabo su tarea. Él apeló, a lo que se le respondió. –
El supervisor subió hoy a las doce y se quejó de la suciedad.- B.
emprendió su ascenso, esta vez sin un descanso a mitad de camino,
sin gritos, ni agudos silencios. Decidido afrontó la puerta, al abrirla se
encontró con cinco pájaros. La vez anterior le parecieron incontables,
–5–
parecían un todo, un solo pájaro que lo burlaba, una masa oscura a la
luz del atardecer. Avanzó con decisión, comenzando a golpear con el
escobillón la baranda en donde se paraban los pájaros. Adquiriendo
la violencia del viento, haciéndola suya, se acercó al grupo. Un pájaro
en un rápido movimiento dejó su lugar, para atacarlo, logrando
rasguñar la cara de B., haciéndolo retroceder. El pájaro cesó el ataque,
para luego emprender el vuelo hacia el oeste, mientras otro pájaro
similar tomaba su lugar. B. no recuerda como abrió la puerta, ni como
bajó, ni como el balde y el escobillón tomaron posición en su armario
respectivo, más la frialdad de esa imagen oscura lo acompañó por
días. Bulto de huesos, aguijón de cuero negro.
En aquellos días, fue necesario emprender diversas empresas
de distracción, simplemente para escapar. La más inmediata fue
un botellón de vino, pero al verse teñido de tinto, las sombras se
posaron en agudo silencio. Así que prosiguió a la siguiente empresa;
el juego mental, que en su primera etapa consistía en dibujar el plano
del edificio en su cabeza. Y mientras barría los solitarios patios,
o arrumaba cientos de cartones, comenzaba a trazar la imagen en
delicadas líneas blancas, que se movían uniéndose, generalmente
graciosas. Más siempre perdía algún cuarto, o el cuerpo de alguna
enredada escalera lo dejaba desorientado. La tercera empresa
seguía en el campo de la anterior, pero ésta fue más allá. La idea era
simple, derribar ciudades. Lo primero que B. buscó fue una entrada
que se negara al alma de una entrada. Para simplificar las cosas
busco la imagen clásica de la ciudad amurallada y propuso invertir la
razón de la muralla. Su entrada principal, semillero para potentados
que deseen entrar siendo abanicados, fue sustituida por el paso
libre en cualquier dirección, menos en un punto, donde un cuadrado
macizo impedía el tráfico. La empresa terminó cuando el macizo
cuadrado creció devorando la ciudad, volviéndose inmensamente
alto, transmutando en escalera, viento, lata, puerta, viento… macizo
negro, agudo aguijón negro.
II
Él estaría revisando una cañería en la planta subterránea, una
fuga de agua, notada por la falta de presión en una de las llaves de los
–6–
baños. -Eso estaré haciendo, le dije- murmuraba B. mientras subías
las escaleras, con el cuerpo inclinado al suelo.
Había decidido presenciar la imagen que lo seguía en esos días,
pues con el tiempo las cosas se le confundieron. – No pueden ser
negros, pueden ser quince, pero no negros- se decía. La puerta se
le presentó antes de lo pensado, su cuello le palpitaba, y una mano
liviana y pausada se proyectó hacia la madera. No hubo resistencia,
no hubo viento, más sí sol, sol fuerte en los ojos, y entre destellos
cegadores se formó la imagen. B. esperó alguna respuesta, las
miradas que alguna vez lo asustaron no estaban. Avanzó un paso,
esperando reacción, pero nada. Avanzó otro paso, acompañado de
una pausa. Tomó la baranda y avanzó más. Entre más se acercaba su
cuello se endurecía, rígido como tronco contrastaba con sus manos
ligeras y sin fuerzas. Se acercó tanto que pensó que esa masa negra,
era un montón de plumas sin vida. Decidió palparlos, lentamente su
mano roso el lomo de uno de ellos, el pájaro emitió un corto sonido, y
trato de moverse a su derecha, haciendo que la masa se agitara en un
leve desorden, seguido del silencio nuevamente. Trató de entender
la situación. Sin dejar de mirar a los pájaros, tomó la baranda que
daba al oeste con las dos manos, su brazo derecho rosó al pájaro
más cercano, desatando el vuelo en cadena del grupo. B. observó
cómo se convertían en puntitos negros, hasta perder todo su color
en el horizonte. Al desaparecer los pájaros, B. se encontró de frente
con la altura, que por primera vez se remarcaba. Una brisa suave
corrió, mientras B. admiraba la fábrica, los patios se veían pequeños.
La luz comenzó a molestar sus ojos, y de pronto la imagen de su
cuerpo comenzó a recorrer los patios, escaleras, y recovecos de la
fábrica. Los tramos de tiempo fueron alargándose, y su trabajo que
se caracterizaba por no ser repetitivo, se convirtió en una rutina, en
una danza de idas y vueltas, que traspasó el portón de la fábrica y
tomó su vida por las manos. Entonces B. miró un poco más allá.
Por este y oeste, la danza se repetía frenética. Asustado, se vio en
necesidad de escapar, y el horizonte le prometía sanarlo. Caminó
días enteros, sin poder encontrar el fin. Torres, puentes, plazas y
fábricas se construían cerrándole el paso. Los años pasaron, pero no
la necesidad de encontrar la salida, la idea era clara, encontrar en la
periferia, y vivir, por fin vivir. Un día se encontró fuera, parado en un
–7–
valle, de naturaleza baja, atravesado por un riachuelo. Ahí se asentó,
pronto su casa se hizo acogedora, y por las noches, se sentaba afuera
y observaba las luces de la ciudad, que más que luces parecían una
lumbre lejana, y la imagen de los pájaros se presentaba, junto con
una pequeña sonrisa- Ya deje ese centro apestado.-decía.
Por la noche una pesadilla turbó su sueño, era su imagen que
se repetía en danza frenética, su cuerpo dentro y fuera de su casa,
buscando agua, alimentando a los animales, mirando las lejanas
luces. Despertó agitado, por su ventana las luces entraban, dañando
sus ojos, el ruido se hizo parte de la habitación, el miedo parte de él.
El sueño parte de la realidad. Salió de su casa y se encontró rodeado
de bloques macizos, de escaleras, pasillos y recovecos. La luz dañaba
sus ojos, pero pudo divisar su imagen en un gran ventanal, su cuello
se veía rígido, coronado por su cara tersa y fuerte.
-La encontré- se dijo.
III
La ceremonia fue simple, y poca gente se presentó, algunos
familiares y compañeros de la fábrica. La secretaria asistió en
representación del jefe de la empresa, quien se hizo cargo del arreglo
floral. Así quedo en el nicho N-15 una corona floral que en su centro
señalaba “Aquí yace B., Dios te guarde en su santo reino”.
–8–
2º lugar
Highway, mi amor
por Camila Márquez Pradenas
26 años, San Rosendo
Todos los caminos son la misma cosa, lo dijiste el día que
nos conocimos y diez minutos después me pediste un cigarrillo
mentolado porque las lucecitas de colores desaparecían de tus
ojos. Fumaste en silencio hasta que las figuras de humo azul se
desvanecieron a través de la lluvia, afuera granizaba y comentaste
que te gustaban las tormentas porque la lluvia parecía un whisky en
las rocas y de lo que más sabías en la vida era del whisky. Lo recuerdo
todo. Recuerdo que una vez mientras esnifábamos diamantes en
la banca de una iglesia me contaste que antes de ser nadie tuviste
un nombre y que el mío sonaba como el de una canción de rock
“Sweet Lorraine, baby, ¿te gustaría hacer un viaje cósmico conmigo?”
Claro baby, te respondí. Pobre idiota, te tomé de la mano y abracé
tus deseos dionisiacos de consumir el mundo en cartones de vino y
botellas de ron.
Richard Conejo, ese fue tu no-nombre y si lo pronunciabas tres
veces podías sentir la maldita trinidad golpeándote las cuerdas
vocales. Te criaste con una mamadera de Jack Daniels mientras la hiel
en el semen de tu padre determino tu gusto por las cosas perversas.
A mí me gustaban los poemas oscuros y a ti las canciones de rock.
Juntos recorrimos los caminos del infierno y juntos jugamos a fingir
que las carreteras ardientes nos ayudaban a olvidar la triste historia
de nuestras vidas “Mi niña-libros, con nombre de canción de rock,
déjame fumarte, beber licor de tus axilas y atornillar mi cuerpo al
tuyo para que viajemos juntos, para que lleguemos juntos, para morir
al mismo tiempo, take it easy baby, fúmate un cigarrillo y huyamos
de tu pasado de pueblo feliz y mi historia de citadino de mierda” …
nunca quisiste ver que mi historia de pueblo feliz también tenía su
dosis de mierditas tristes, también tenía mi historia para volar sesos.
Un día fuimos al desierto florido a inhalar diamantes y las
lucecitas de colores nos persiguieron durante tanto tiempo que me
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convertí un poco en arena y en sudor y en sal y tú me dijiste “take it
easy niña libros, acá tengo un poco de vodka para que te transformes
en desierto florido” y yo pensé que no quería más las sequedades,
ni las flores… quizá podría ser una nube… quizá un tormenta y
transformar la ciudad entera en un whisky en las rocas de los que mi
niño conejo disfrutaba tanto.
Te hubieses bebido la ciudad completa si tan solo hubieses
confiado. Tú que siempre creíste que mi vida eran las letras, deberías
saber que para una niña-libros las palabras lo son todo. Nunca más
volverás a herirme con ellas, excepto que… No, en realidad, nunca
tendrás la oportunidad de volver a hacerlo.
Amo mi libertad, la independencia palpitante que me ha
infringido heridas de guerra. Amo las cicatrices y lamo la sangre
ardiente por ejercer mi derecho a no dejarme vencer por un sexo
enhiesto.
Un día pensé que tú y yo podríamos dejar de jugar al infierno
para comenzar a jugar a la literatura. Teníamos tantas cosas sobre las
que decir algo, contar sobre el whisky de mi boca, tus eyaculaciones
poéticas, tu lóbulo izquierdo con sabor a mar sobre mi lengua de
musa apocalíptica.
Lo dije, y mi corazón latía como loco.
“Lorraine, love, amor, take it easy baby, las putitas con canciones
de rock no tienen permiso para soñar.”
Mi corazón se detuvo. Por dentro fui un incendio.
Hubo una vez un chico al que le gustaban las tormentas y su vida
era un infierno, porque se crió con una mamadera de Jack Daniels
mientras le sonreía a las cosas tristes. Hubo una vez un chico al que le
gustaban las tormentas, soñaba con niñas con olor a libros mientras
creaba una oda a las cosas perversas; entonces un día nos conocimos
y la vida se volvió un caos.
–10–
Hoy por la mañana me levanté, me puse el vestido, los calcetines
y los tacos. Dentro del bolsillo de la cartera guardo un revolver con tu
nombre en cada bala. Dead Bunny, tanto apreciabas los silencios que
cuando abriste la boca trituraste mi mundo de palabras “Niño conejo,
chico tormenta, take it easy baby, la noche es larga, dame besitos de
humo azul y vámonos en un viaje sin retorno por las carreteras color
carmesí” Amor. Amor. Amor. Naciste en medio del fango, no pudiste
sentirte hombre nunca y terminaste sabiéndote engendro mientras
aullabas a las lunas de neón.
Nunca más volverás a herirme, baby, los caminos color carmesí
reclaman el sacrificio de un hombre que no tenga sangre, si no licor
en las venas. Tengo que estrellarme con la vida y tú con la muerte.
Once de la noche, afuera ladra un perro y te meto tres balazos
en el corazón.
Patético niño, que creía que esnifar diamantes sobre las veredas
lo salvaba de cosas terribles. Le disparé una bala por cada maldita
cosa que me había llevado hasta él. No se trataba de odio y venganza,
amaba a ese hombre, con sus dolores y sus juegos perversos. Lo amo.
Lo amo. Lo amo. Kiss kiss. Bang bang. Lo amo aún mientras su sangre
tiñe, pero tenía que explicar un punto.
Afuera llueve, caen granizos y la ciudad entera parece hundida
en un vaso de whisky en las rocas. Mi niño conejo estaría feliz. Todo
vuelve a este punto donde nada me aprisiona, el mundo retumba y si
me preguntas a qué sabe la culpa yo te diría “vete a la mierda, no me
arrepiento de nada”.
–11–
3er lugar
La vieja pirata
por Elizabeth Carrizo Catalán
54 años, Santiago
Lavó la muñeca, la vistió y cuando vio que ya estaba lista la echó
en una bolsa. Luego hizo lo mismo con un camioncito y unos cuantos
monos de peluche, le agregó una nota dentro de una cajita tipo cofre,
hecha por ella misma con palitos de helado, todo pintado de café.
La nota decía “Propiedad de la Vieja pirata” y ahora es tuya ¡Cuídala!
Lista la bolsa negra y gruesa, la cerró y por fuera le pegó un papel
envejecido que decía “TESORO” con letras doradas.
Oteó el horizonte haciéndose sombra con la mano. Mar en calma.
Se subió al pequeño bote, remó con la fuerza de su imaginación.
Era su rutina, imaginaba que su casa era un barco y que salía en un
pequeño bote a navegar por la vecindad. Todo se había desgastado
en ella con la vejez, menos su prolífera imaginación.
La mujer se encaminó hacia una plaza de un barrio pobre,
escondió la bolsa entre los arbustos y esperó sentada en una banca
mientras tejía.
Doña Matilde era delgada, de mediana estatura, tenía una
sonrisa franca que le iluminaba el rostro, que a pesar de los años
mostraba vestigios de su antigua belleza. Tenía el pelo totalmente
blanco atado en una colita corta sobre la nuca. Su piel no estaba
muy ajada para su edad. Tenía poco más de setenta años y aún
conservaba intacta su vanidad, se pintaba los labios de rosa suave,
como le gustaba a su esposo. Su único ojo color avellana tenía un
brillo especial, como estrella. Había perdido el otro en un antiguo
accidente. Decidió usar un parche en lugar de esa bola de vidrio o
prótesis como le decían. Era un parche de cuero negro lo que le daba
ese aspecto de pirata y contrario a lo que todos pensaban a ella le
causaba mucha gracia el apodo que le tenían, “Vieja pirata”. Nada
más de acuerdo a su personalidad marina y aventurera. Siempre
había amado el mar, por eso su casa estaba decorada con diversos
–12–
objetos marinos, que le daban la sensación de ir navegando en un
barco. Un timón por aquí, una red por allá, caracolas varias…, hasta
tenía un telescopio que no funcionaba, pero era hermoso. También
tenía algunos mapas que había encontrado dentro de un libro que
había comprado en San Diego, una calle de Santiago en donde se
encontraban todo tipo de libros nuevos y usados a bajos precios. Un
amigo suyo que trabajaba con un anticuario le había asegurado que
los mapas eran muy antiguos… Quizás de algún pirata, pensaba ella
ilusionada y antiguos o no, los puso en una vitrina para protegerlos
del polvo y observarlos con curiosidad casi infantil. También tenía un
mascarón muy viejo, que había encontrado en una playa del litoral
central. Les decía a todos que era la figura de una sirena y que había
estado en la proa de algún barco por mucho tiempo surcando los
mares, por eso su gran deterioro. Si se miraba con paciencia se podía
parecer un poco a una sirena, aunque su difunto esposo le repetía
siempre que sólo era una gran mata de cochayuyo seco y que tenía
ese aspecto humanoide por puro capricho del viento y del sol, pero
para ella era con seguridad el mascarón de una sirena y hasta le tenía
nombre…, un nombre raro eso sí, como debía ser el nombre de una
sirena, se llamaba Amaltea, como aquella hermosa escultura de una
ninfa robada del cerro Santa Lucía hace muchos años. También tenía
una brújula muy bonita y un sextante que su esposo le regaló en un
aniversario, él le contó que lo había adquirido de un comerciante
extranjero que vendía toda clase de objetos curiosos. A ella le brilló
su único ojo observando con pasión su obsequio. Lo puso junto al
silbato que utilizan los marinos y que su esposo le había dado para
su cumpleaños. A ella le encantaban sus diferentes sonidos y se
divertía mucho tocándolo.
Doña Matilde vivía sola a pesar de sus dos hijos que le ofrecían
llevársela a vivir con ellos.
Cuando la vieron con tanto cachureo guardado, ellos pensaron
que se estaba volviendo loca, que le había dado por recolectar
basura como sucedía a algunos ancianos, era una enfermedad
llamada “Mal de Diógenes”. La llevaron al médico y después de un
montón de exámenes, la anciana logró convencerlos de que lo suyo
–13–
de que lo suyo no era enfermedad, que ella no juntaba basura, que
eran juguetes, que sólo lo hacía por el placer de regalar esa cosas
a los niños. Entre risas divertidas los médicos le explicaron a los
hijos que su madre no estaba senil, ni tenía el mal aquél, que la
dejaran tranquila, que no hacía daño a nadie, por el contrario ella se
mantenía ocupada y entretenida.
Sus hijos después de vigilarla por un tiempo, aceptaron el
diagnóstico del médico y la dejaron en paz con sus cachivaches. La
visitaban de tanto en tanto y así todos estaban felices.
Después de enviudar decidió quedarse en su propia casa para
tener la libertad de hacer lo que le gustaba. Además no estaba
realmente sola, tenía a falta de un loro un gato regalón, “Marinero”
se llamaba, era un gato gris de hermosos ojos dorados, su pelaje
parecía plateado, destellaba como una estela marina…, pensaba ella
orgullosa de su felino amado.
También pertenecía a un club de ancianos, tenía su red de
amigas, tejía, hacía diversas manualidades…, era pirata…, en fin no
le faltaba que hacer.
A pesar de toda su energía, los años ya le estaban pasando la
cuenta. A veces le dolían los huesos, pero ella ignoraba las molestias.
Sabía que era parte de envejecer y que debía tomarse con calma esto
de caminar con sus “tesoros” a cuestas, por lo que ahora echaba
mano a su firme carro de feria que le ahorraba bastante trabajo.
Luego de un rato llegaron algunos niños que jugaban felices y
despreocupados. La mujer detuvo el tejido mientras escuchaba los
gritos de júbilo de los chiquillos.
–¡Mira es una bolsa con tesoros! –gritó una niña.
–¡Y tiene juguetes! –gritó otro niño
–¡Yo quiero el autito! –dijo un chico de pelo crespo.
–¡Y yo quiero la muñeca! –afirmó una pequeña con trenzas
castañas.
–14–
–¡Hay un cofre con una nota…! ¡Y dice que es de una vieja pirata
y que hay que cuidar los tesoros! –vociferó emocionado un chiquillo
flaco.
Hubo una explosión de gritos y risas, en un abrir y cerrar de ojos
la bolsa quedó vacía. Doña Matilde sonrió imaginando que estaba
ante una horda de pequeños piratas repartiéndose algún botín.
De regreso a su casa se asomó a una ventana redonda como de
barco, miró hacia el horizonte que comenzaba a tornarse naranjo y
se dijo satisfecha…“mañana navegaré a otra isla para enterrar otro
tesoro”.
Era su pasatiempo favorito, repartía juguetes por sectores
pobres, para que los niños tuvieran la alegría de encontrar un
regalo escondido, tal como en su lejana infancia, cuando jugaba
con sus amigos y salían a buscar aventuras y cuando encontraban
algún tesoro se les saltaba el corazón de alegría, aunque sólo fuera
un viejo juguete o algún artefacto en desuso, todo servía para sus
interminables tardes de juego. Su infancia era del tiempo en que no
había computadores, ni celulares…, ni televisión…, era del tiempo de
las rondas, de saltar la cuerda, del luche, de disfrazarse, de arrastrar
un camioncito de madera, del caballito de palo de escoba, del cambio
de revistas y otras antigüedades.
Era del tiempo cuando los niños jugaban con la imaginación
tardes completas, cuando no estaban todo el día en las escuelas, ni
hacían tareas hasta el anochecer. Cuando ser niño y jugar eran una
sola cosa.
Doña Matilde había crecido con la magia de los juegos y la
imaginación y tuvo una infancia feliz.
Por eso haciendo honor a su apodo “Vieja pirata”, ella juntaba
tesoros y los repartía, escondiéndolos por las muchas islas existentes
–15–
Quería que los niños actuales conocieran la chispa de la imaginación,
que una vez encendida se podía lograr cuanto quisieran…Saborear el
juego, hallar un tesoro…, eran el oxígeno de la infancia feliz.
Sonrió una vez más recordando las risas infantiles, observó el
atardecer por las tres ventanas redondas de su habitación, luego
miró el cielo que comenzaba a llenarse de estrellas…, vio la foto
grande de su esposo vestido de capitán de barco, que se había
tomado por petición de ella en una tienda de fotos antiguas, le
sonrió enamorada y lo besó, le dio las buenas noches, acarició a
Marinero que ronroneaba feliz acurrucado a su lado y se acomodó
en su cama tipo litera de embarcación y mecida por las olas del mar,
oyendo el rumor marino, y el crujir de su vieja embarcación…, la vieja
pirata contenta se durmió.
–16–
Mención
honrosa
Descendit Ad Inferos
por Leonardo Murillo San Martín
30 años, Santiago
Persistía en la búsqueda de abuelas que anduvieran lento y se
subieran con esfuerzo en la locomoción colectiva. Recogía colillas de
cigarrillo. Le llamaba la atención la despedida de las personas en el
terminal. Se quedaba pendiente en el adiós de los enamorados y la
forma en que movían la mano de un lado a otro. De manera secreta
acariciaba la cabeza de los niños menores de seis años. Se detenía
en los paraderos. Sumaba la cantidad de veces en que encontraba
un grifo. Amaba el punto fijo de los vendedores de helado. Le
gustaba apreciar el tajo de los enfermos de apendicitis. Admiraba a
los infantes en el momento en que ahuyentaban a las palomas de
la Plaza de Armas. Odiaba la injusticia de los semáforos. Cuando
veía una alcancía echaba monedas de a peso. Era amigo de los que
venden churrascos italianos en la tienda “El tío Manolo”. Su padre
lo retaba porque pronunciaba mal las palabras. Se enorgullecía de
ser chileno con ponchera. Oía a solas canciones de Erasure. Le regaló
a una vecina de su edad un poema. Le gustaba la celebración de la
eucaristía. Aborrecía el festival de abrazos entre los que sacaron los
mejores puntajes de la PSU. Quería nacionalizarse mapuche. Amaba
pasearse por el pasillo de los detergentes. La beca Neruda fue su
sueño hasta que sobrepasó los treinta. Trataba a los demás con
sobrenombres. Le tenía un miedo terrible a la muerte. Se retiró de
la carrera de literatura porque cayó en una profunda depresión. Sus
amigos le preguntaban la razón de tanta pena pero él se quedaba
callado. Su madre era garabatera pero la amaba más que a todo lo
que existe. Su padre era la autoridad pero igual lo tuteaba como a un
amigo. Su primer beso fue a una mujer robusta. En el colegio asimiló
la jerga del flaite. Pablo de Rokha era su poeta preferido junto a
Cesar Vallejo y Fernando Pessoa. De a poco se fue habituando a la
derrota narrativa y se dedicó a perfeccionar su poesía como si fuera
un deporte. La razón de su existencia poética era el deseo de que lo
quisieran. A veces admitía su profunda torpeza al no concordar su
forma de ser con el mundo. La sociedad para él consistía en sumar
–17–
las veces en que distinguía a un quiltro por la ventana de la micro.
Trabajaba a medio tiempo en un call center. Se dio cuenta que el
chileno nunca dice las cosas a la cara. Escribió un cuento para la
revista Paula. Se reía a solas por las muecas socarronas del jurado. A
veces imaginaba su envergadura arrugada en el tacho de la basura.
Sus amigos de la universidad admiraban sus incursiones poéticas.
Cuando lo invitaban a una lectura poética siempre surgía de la
oscuridad nocturna una persona que ponía una mano en su hombro
para decirle lo bueno que era para la poesía. La vecina de la esquina,
una señora sesentona llamada Nely, le encomendaba comprarle
dos cajetillas de cigarrillos Philip Morris. Cuando regresaba con la
compra, ella le pagaba mil pesos y le expresaba su agradecimiento
con un “gracias, nene”. A su madre la violaron cuando joven. Su
madre conocía la pobreza. Es por eso que era importante que nos
legara la experiencia de las papas doradas, el plato del pobre. Le
diagnosticaron hipertensión y taquicardia sinusal. Aprendió por su
hermana el hábito de bañarse todos los días. En su bolsillo guardaba
un rosario. Asumió que la historia es lineal y no discontinua. Les
pidió a sus amigos que le mostraran la marcha inexorable, la lucha
de clases, el marxismo, a través del odio profundo a la clase alta
chilena. No sabía defenderse de las bromas de sus compañeros de
universidad, lo cual recordaba sus años en la enseñanza media. No
se conocía a sí mismo. Le causaba tirria dar el asiento a las mujeres
que lo necesitaba sólo por flojera. Llegaba a pensar que su cerebro
era un gran relato. A veces se escondía dentro de sí mismo y la
miraba desde sus ojos. Salió de un colegio municipal. Su educación
no fue de calidad. En algún momento de su vida le tocó oír voces y
llegó a pensar que el logo de Coca-Cola era un avatar del pasado. La
marihuana lo relacionó con la otra dimensión de esta realidad. Quería
llegar a viejo para poder ganarse el premio nacional de literatura.
Le debía flores a la virgen maría, pero prefería gastar la plata en
sushi. Pasaba sus ratos libres viendo videos en YouTube. Su primer
poemario se tendría que llamar “En el centro solitario del solitario
círculo”. Según Kundera, el poeta no es el que escribe versos, sino el
que está llamado a escribirlos. Se encontró con un concurso literario.
Decidió participar. Nunca ha ganado nada.
–18–
Mención
honrosa
El 413
por Daniel Lauga Córdova
60 años, Santiago
Al norte de la ciudad nace una calle sinuosa, como tantas otras,
construida sobre un estero abovedado, internándose sobre el
antiguo lecho de agua, empinado cada vez más su gradiente hasta
terminar sus veredas confundidas con los matorrales en las últimas
cumbres desde donde se aprecia completa la bahía.
A su inicio, se encuentra un colegio de curas y una capilla
colonial de gruesos muros de adobe. Un poco más arriba, aun se
yergue una centenaria fábrica de chocolates transformada hoy en
depósito atiborrado de cajas del Oriente conteniendo todo lo inútil,
feo y barato para ser utilizado como regalos y adornos por las clases
más desposeídas.
Cuando yo tenía trece años y a la factoría la movían cientos
de obreros recorriendo la vieja calle adoquinada, sus enormes
chimeneas expelían caóticos y convulsionados vapores al menos
dos veces al día, y con la fuerza colosal de la materia comprimida,
lanzaban al cielo aromáticas olas de cacao, anís, clavos de olor, menta
y canela, delatando así a los rellenos del chocolate e impregnando
a toda la ropa tendida en los patios de las casas con exquisitos
aromas. Esas fauces de acero remachado se levantaban solemnes,
como extraña especie arbórea compitiendo en altura con miles de
álamos y eucaliptos gigantes de aquellos nacidos únicamente al sur
del mundo.
Entre el colegio de curas y la fábrica de chocolates, cuando
aún la calle solamente es torcida y no adquiere la vertiginosa e
irresponsable pendiente de cuatro cuadras más arriba, hay una
corrida de treinta casas de piedra, de dos pisos cada una y de aires
victorianos, construidas en la década de los veinte seguramente
por algún inglés nostálgico de los barrios obreros de Liverpool o
Manchester. Viví mi infancia entera en una de ellas, al centro de la
hilera de gris granito, en el 413.
–19–
Esa calle de Valparaíso, arbolada, repleta de amplias y hermosas
mamparas con vitrales multicolores y casas impregnadas a
chocolate, bosque nativo y sal marina, presenció mi despertar a
toda sensación nueva y extraordinaria, capturadas y absorbidas
por mis sentidos ávidos, golosos. Más que nada al amor, como
apareciera; platónico, sexual, sólo insinuándose o deliciosamente
oculto. Al inicio de aquella calle me capturó lo desconocido, donde
se aferraba dificultosamente a la vertical un viejo edificio de adobe
y madera forrado en calaminas oxidadas silbando lastimeramente
con cualquier viento o brisa que las rozara. En sus balcones- entre
macetas de geranios, cedrón y cardenales- colgaban las ropas de
un hogar, pero mi atención se fijaba solamente en las prendas
femeninas; enaguas, sostenes, cuadros delicados que cubrirían
zonas secretas, medias caladas que resaltarían la belleza de
sensuales piernas. Muchas veces crucé la vereda intentando sentir
el perfume de aquellos tesoros, aunque se encontraran a tres
pisos sobre mi delirante cabeza. Y aunque nunca llegó hasta mí la
fragancia soñada, sí sentí el calor de las latas protectoras del edificio,
y hasta el día de hoy, medio siglo después, me es imposible dejar de
pensar en sexo cuando camino en verano cerca de cualquiera de esas
construcciones aun en pie en la ciudad.
Si alguien me hubiese tachado de loco en aquel tiempo, estaría
en lo cierto. Estaba ebrio y desquiciado, enamorado de la vida cómo
se me revelaba, transformándome a cada instante. Loco por la
música, loco al nadar en las páginas de novelas, disfrutando la sin
igual dicha de estar vivo y tenía claro, aun siendo niño, que aquello
era un privilegio y debería retribuirlo abrazando con regocijo el día a
día de un mundo maravilloso.
Años después, ya abuelo y con intenciones de comprar una casa,
un lluvioso domingo de Mayo por la mañana me reuní con el dueño de
una propiedad promocionada en el periódico como “amplia, clásica
y a precio conveniente”. Nos encontramos en la Plaza Victoria, y
sin querer mojarse con la tupida lluvia, sólo tocó la bocina e hizo
un ademán para seguirlo. A doce cuadras de la plaza dobló su auto
hacia la derecha, subiendo por la antigua y recordada calle de mi
–20–
infancia, sin siquiera imaginar por un instante que se detendría justo
frente al 413, con su vereda tapizada de hojas ocres desprendidas
por un fenomenal aguacero otoñal. Sorprendido y ya adentro de la
maravillosa mampara aun conservando sus vitrales multicolores
distorsionando cualquier luz para transformarla en mágicas formas,
recién pude reconocer al anciano de alrededor de ochenta años
que seguramente tendría cuando cada fin de mes llegaba a cobrar
la renta disfrutando de un Té y galletitas ofrecido por mi madre. No
me reconoció: le fue imposible ver en mí al niño transformado en
hombre pero yo sí pude ver al hombre transformado en viejo.
Si mi corazón había latido fuerte al pasar frente al edificio forrado
en calaminas aun en pie al inicio de la calle, ahora al traspasar el
pórtico del 413, mi antigua casa, simplemente estaba desbocado. Mil
imágenes estallando en mi cerebro: mi madre, mis hermanos, el gato,
mi abuela, la estufa, la empleada, la tarántula dentro de un frasco, el
beso apurado a la vecinita, el patio de luz.
El viejo y yo comenzamos a recorrer las habitaciones vacías sin
que él pudiera imaginar todo cuanto representaban para mí cada una
de ellas. De pronto, caminando por el pasillo central y antes de llegar
al que fuera mi dormitorio, un estrepitoso sonido me sobresaltó.
Miré rápidamente hacia atrás buscando la reacción del anciano
pero él permanecía inmutable, posiblemente por su sordera. Llegó
a mí una imagen olvidada completamente, durmiendo silenciosa por
décadas en la memoria más profunda, que aflora solo en momentos
excepcionales, como aquel. Una tarde, cuando tenía trece años,
se quemó una bombilla en el embaldosado pasillo de la casa, el
mismo que ahora recorría. Por ser el de menor peso, fui elegido para
cambiarla, subiendo a una frágil escala de tijeras. Una vez parado
sobre el último peldaño de ella e intentando llegar a la lámpara,
repentinamente la escala osciló y perdí el equilibrio, cayendo
pesadamente sobre las baldosas. Un recuerdo olvidado. Sonreí
nostálgicamente y continué recorriendo las desiertas habitaciones,
sólo, pues posiblemente el viejo rentista estaría atendiendo otro
asunto.
–21–
Entré al que había sido mi dormitorio hace 50 años, único cuarto
de la casa totalmente oscuro. Tanteé el interruptor que debería
encontrarse en el mismo sitio de la pared, a unos pocos centímetros
a la derecha de la puerta.
Al iluminarse la habitación, temblaron mis piernas, me desvanecí
y caí de rodillas en el marco de la puerta, sobre la misma alfombra
del cuarto en aquellos lejanos años. A diferencia del resto de la casa
vacía, mi pieza estaba intacta, con todo los muebles y objetos de
hace medio siglo: ropero, mesita de noche, escritorio, el mecano,
microscopio, la vieja radio RCA-Víctor, la misma cama. Tendido en
ella, me encontraba yo, de trece años, con la frente partida, cubierto
de sangre el rostro entero, en los brazos de mi madre quien lloraba
e imploraba al cielo mientras maldecía a mi padre, sentado sobre el
piso del cuarto, abatido y con su cabeza entre las manos: “¡Cuantas
veces te dije que aquel baldosín había que pegarlo. Tuvo que pasar
esto, infame, ¡seguramente ahora lo arreglarás!”.
Sin poder levantarme, inmovilizado por la espantosa escena,
no podía dejar de verme a mí mismo, al niño que fui, sangrando
profusamente. En un instante de lucidez de aquel niño moribundo,
que no era otro que yo mismo habitando en otra dimensión, dirigió
su mirada hacia la puerta y preguntó a mi madre:-“Mamá, ¿quién es
aquel caballero que me mira desde la puerta?”.
Mi madre paró de gritar y maldecir. Miró hacia la puerta, hacia
mí, aun arrodillado e incrédulo. Pero ella no pudo ver a nadie: estaba
yo reservado solo para ser visto por el niño agonizando. Abrazando
muy fuerte al niño, y sintiendo también aquel cálido abrazo yo, el
hombre al que ella no podía ver y en lo que sería mi último contacto
humano antes de morir, mi madre musitó al oído del niño (y a mi oído
de abuelo): -“Nadie mi amor, quédate tranquilo, el médico ya viene.
En la puerta no hay nadie”.
Entré al que había sido mi dormitorio hace 50 años, único cuarto
de la casa totalmente oscuro. Tanteé el interruptor que debería
encontrarse en el mismo sitio de la pared, a unos pocos centímetros
a la derecha de la puerta.
–22–
Como pude me levanté para alejarme de aquel delirio. Corrí
frenéticamente hacia la entrada de la casa, sacudido por oleadas
de espanto que me estremecían y sobrepasaban, intentando hallar
al anciano para retornar a la realidad, pero él no se encontraba por
ninguna parte.
Salí a la mampara, abrí la puerta de calle y ahí mismo, como
el inesperado temporal de aquel domingo otoñal, me cogió- sin
yo poder hacer nada para impedirlo- la densa oscuridad de la
nada: todo el tiempo ausente de aquella casa, esos largos 50 años,
habían sido tan solo un sueño vertiginoso, mi último sueño en lo
que me restaba de vida en brazos de mi madre. Fueron tan solo 50
segundos que se iniciaron al cruzarse mi mirada de niño con mi otra
mirada, aquella del hombre arrodillado en la puerta con la sorpresa
y el terror cruzándole su lívido rostro. Mi loco amor por la vida fue
recompensado por la vida misma, impactada al ver como un fiel
devoto a ella la dejaba tan solo con trece años. Me fue concedida
una oportunidad extraña, única, al comprimir fantásticamente un
año por cada segundo, tiempo en el que me pasaron muchas cosas,
todas las que a la gente le suceden en sus vidas reales y extensas,
pero con el aderezo del ensueño y la fantasía intacta de un niño
recién descubriéndolas.
Pero ya era tiempo, pues, aunque mágica, la vida es
inexorablemente finita. El hombre debía regresar y el niño dejar
de soñar. Ambos debían encontrarse e internarse- sin mediar la
aceptación de ninguno de los dos - en las sombras definitivas,
abandonar la vida, aquel exquisito manjar saboreado por los dos con
gula infinita segundo a segundo hasta quedar sin aliento, aunque
nunca saciados.
Habíamos hecho trampa. Algún duende u otro ser desconocido
nos otorgó una vida extra, pero la nada al fin nos había cazado a
ambos, en una mañana de hoy y de antaño, devorándonos en un
instante, arrastrándonos y encarcelándonos por siempre en su ruin
reino del silencio indoloro, inconmovible e inalterable, un lluvioso
domingo de otoño en la antigua y bucólica calle adoquinada, frente
al 413.
–23–
Mención
honrosa
Hojas negras
por Celeste Goldin
Santiago
Comenzó rozando la superficie del terciopelo. Sentada en la
ventana, en silencio, deambulaba indefiniblemente dentro de su
cabeza. Había abandonado toda tentativa de escribir en un diario
y cualquier intento por organizar sus pensamientos. Desde afuera
todo parecía muy simple: una sucesión de hechos fortuitos, alguna
palabra de amor, constantes silencios y cierta sonrisa inusitada de
vez en cuando.
Desde adentro de la ventana todo era más complicado. Alguna
vez había permitido que los demás vieran hacia ese lugar, hacia ella.
Pero algunas flechas lanzadas desde el exterior lastimaron su piel
y se escondió tras el terciopelo negro. Había pasado mucho tiempo
sin atreverse a mirar hacia fuera y, principalmente, sin permitir que
nadie pudiese ver hacia el interior. Tenía miedo de que las marcas en
la piel volvieran a doler.
Cuando decidió cubrir la ventana con aquella tela, rompió todos
los espejos y suspiró con dulzura, luego empezó a apilar recuerdos
y hacerlos bailar a su alrededor. Cajas y cajas, estantes, baúles,
gavetas y cestas: todos colmados de memorias que la acompañaban
sigilosamente en sus momentos de zozobra. Ellos iban conformando
sus laberintos de papel, que recorría con parsimonia día tras día.
Llegó el momento en que, hundida en retazos de memoria,
comprendió que la habitación se hacía cada vez más pequeña para
ella. Para suplir la falta de espacio, decidió deshacerse de todas las
memorias. El problema era que no quería perderlas, así que luego
de analizar sus opciones pensó que lo mejor era tatuarlas en su piel.
Tomaría tiempo, no quería hacerlo a la ligera.
El primer paso fue sembrar, cerca de la ventana, una planta
Lawsonia dentro de una vasija de cristal que, según sus cálculos,
–24–
era lo suficientemente ancha. Mientras fue creciendo, la cuidó con
todo el cariño que podía sentir: le hablaba, lloraba sobre sus hojas,
la acariciaba y antes de dormir le contaba historias extraídas de sus
recuerdos. La planta la escuchaba atentamente, ¿o eso sospechaba
ella? Era una pequeña compañía que le ayudaba a no sentirse sola
y a evadir el miedo de aquel mundo que estaba fuera de la ventana.
Finalmente, su Lawsonia logró alcanzar el tamaño necesario
según el objetivo para el cual había sido creada. Ella la miraba
con ternura y tristeza, pero ya los recuerdos acumulados eran
demasiados y apenas había espacio en la habitación para alojarla
a ella y a su querida planta, así que fue cortando rama a rama con
dolor, y utilizándolas para preparar la tinta. Hizo un pincel con sus
pestañas y pintó sobre su piel durante días.
A medida que dibujaba cada recuerdo encima de su cuerpo,
desaparecía el rastro de papel correspondiente a este. Cada día debía
cortar nuevas ramas y transcribir más de sus reminiscencias hasta
que ya no quedó un solo pedazo de papel en la habitación. Tampoco
quedaba nada de su querida Lawsonia.
Con la seguridad de que las heridas habían quedado debajo de
la tinta, se atrevió a mover el terciopelo negro hacia un lado y dejar
entrar la luz. Fue difícil acostumbrarse al principio, pero ya no tenía
miedo. No temía tampoco enfrentarse a sus apreciadas memorias,
más bien ahora descubría sus brazos y hombros para lucirlas. Poco a
poco recordó nuevamente su sonrisa, y le sonreía a todos los que se
detenían a observar los dibujos de sus recuerdos.
La luz y las miradas fueron un bálsamo al principio, pero
poco a poco empezaron a corromper la tinta, y los tatuajes se
fueron transmutando en hojas que estaban cada vez más ajadas.
Las memorias se habían enredado entre las ramas de la planta
Lawsonia, y esta se había marchitado sobre su piel. El tatuaje se
fue convirtiendo en hojas negras, y los transeúntes aprendieron a
verla con horror, distancia y admiración: una mujer sentada en una
habitación vacía, mirando hacia afuera de la ventana con la mirada
perdida y sosteniendo en sus manos una planta sin ramas.
–25–
Mención
honrosa
Juana
por Macarena Araya Lira
29 años, Santiago
Los días de Juana consisten en llegar tarde a su trabajo, realizar
las mismas clases de inglés que ha hecho desde hace más de diez
años, explicar los mismos ejercicios, corregir las mismas pruebas,
sentarse a tomar el mismo café en polvo. En la tarde regresar a su
departamento, prender el computador, ver el capítulo de una serie
o una película, llamar a su madre (una profesora de castellano
jubilada), contarle lo cansada que está (la madre se quejará de sus
múltiples dolencias corporales), terminar de hablar con la madre y
llamar para pedir comida rápida. Comer hasta no dar más.
Después dormir. Repetir lo mismo de lunes a viernes con escasas
variaciones. Los sábados almorzar en casa de su madre, en la tarde
ver juntas programas de cocina hasta quedarse dormidas. Los
domingos permanecer casi todo el día inmóvil, recostada sobre su
enorme cuerpo.
Sin embargo, el primero de diciembre de este año y sin razón
aparente, Juana decidió romper su rutina. No tomó la salida que la
sacaría de la autopista y la llevaría a su actual trabajo de profesora
de inglés en un centro de formación técnica en la comuna de Puente
Ato. Siguió derecho, siguió hacia el sur.
Apagó el celular. Sabía que si la llamaban iba a contestar
e inventaría algo, diría que estaba atrasada porque se le había
reventado un neumático, pero que llegaría. Que como siempre,
llegaría. Pero la verdad es que Juana no quería llegar. Hacer clases
se había convertido en algo que odiaba. Detestaba a sus alumnos y
tenía la impresión de que el sentimiento era recíproco.
Con el móvil apagado y manejando sin destino se sintió feliz.
Había tomado una decisión impulsiva y eso no pasaba hace mucho
tiempo. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había
–26–
experimentado algo así. La cara del alumno colorín se le vino a la
cabeza.
Llevaba manejando un buen rato cuando decidió detenerse
en una bomba de bencina para llenar el estanque y comprar algo
de comer. La cafetería de la bencinera estaba llena de camioneros,
hombres cansados que se llenaban de comida y café para aguantar
mejor el viaje. Sintió envidia de esos hombres, le gustaba la idea de
vivir en la carretera, lejos de la ciudad, lejos del ruido. Volvió al auto y
con el estanque lleno decidió seguir manejando hacia el sur.
El muchacho colorín era Diego, un chico que fue su alumno y
que al igual que ella, tenía sobrepeso. Diego era un tímido excelente
alumno que se sentaba a su lado mientras ella tomaba café en una
de las bancas del patio del colegio. Hablaban de series, películas y
música. Los dos eran fanáticos de la japo animación. Juana, que casi
no tenía amigos de su edad, se sentía muy a gusto con el joven colorín.
Cuando quedaba poco para que terminara el año académico, Diego
le preguntó a Juana si iría con él al cine. La profesora, algo incómoda,
le respondió que no correspondía, pero él le rogó. Le dijo que no
tenía amigos, que ella era la única persona en ese lugar con la que
podía hablar. Y Juana, cuya capacidad de decir no era prácticamente
inexistente, terminó aceptando.
Se encontraron en la entrada del cine, la película que eligieron
era “No es país para los débiles”. Cuando Juana vio acercarse al
muchacho pensó que no se veía tan joven sin su uniforme (él tenía 14,
ella 25), que aparentaba unos 20. Se saludaron, sonrieron, compraron
cabritas. Hablaron del semestre, pelaron a algunos profesores, se
rieron de algunos alumnos.
La película era oscura y violenta. Juana estaba absorta en la
historia y nada la distraía del desarrollo de la trama, este tipo
de películas, eran sus favoritas. Sin embargo, su concentración
se vio interrumpida cuando sintió que una mano le acariciaba la
entrepierna. La mano se movía lentamente por sus grandes muslos,
ella petrificada miraba la pantalla como si nada estuviese pasando.
–27–
La mano le desabrochó el botón del pantalón y la empezó a tocar,
esta vez sin la interferencia de la ropa. Desde que había engordado,
a Juana no le gustaba que la tocaran. Cuando miró hacia el lado se
dio cuenta de que su alumno colorín también se había desabrochado
el pantalón. El muchacho se masturbaba mirándola fijamente. Ella
permanecía inmóvil.
Llevaba unas 7 horas manejando y estaba agotada. Jamás había
conducido tanto sola. Cuando viajaba lo hacía con su madre y en
bus. En la carretera apareció el anuncio de un motel a unos pocos
kilómetros. Se sintió aliviada.
Diego y Juana permanecieron en la sala del cine hasta que
terminaron los créditos y encendieron la luz. Ninguno hablaba. Juana,
se abrochó el pantalón y se levantó del asiento, el chico la siguió. La
profesora caminó hasta una callecita aledaña al cine y le dijo a su
alumno que lo que había hecho no podía volver a ocurrir, que él era
menor de edad, que ella era su profesora, que podía perder su trabajo
para siempre si esto se sabía. Juana usó el mismo tono que ponía
cuando retaba a sus alumnos porque estos no guardaban silencio. El
muchacho miraba al suelo mientras Juana hablaba, cuando se quedó
callada, Diego tomo aire como si fuese a decir algo, sin embargo lo
que hizo fue lanzar un enorme escupitajo que manchó los zapatos
de su profesora. Después se dio media vuelta y se fue. Juana vio como
un enorme cuerpo con cabeza naranja se alejaba. Y se puso a llorar.
En la recepción del motel la atendió un viejo al que le faltaban los
dos dientes delanteros. El lugar olía a humedad y estaba decorado
con fotos de la isla de pascua.
No era lindo, pero Juana estaba feliz, se sentía viviendo una
aventura, una película, el capítulo de una serie. Entró a su habitación
y se tiró sobre la cama. Se comió un chocolate que sacó de un bolsillo
y se quedó mirando el celular apagado que sostenía en la mano.
Antes de prenderlo decidió ver televisión, al poco rato se quedó
dormida sobre el cubrecamas floreado.
Unos golpes en la puerta la despertaron. Se dio cuenta de que
–28–
ya era de día. Abrió la puerta y vio al hombre al que le faltaban los
dientes. El tipo le preguntó si se iba a quedar otra noche. Juana, aún
media dormida, negó con la cabeza, el viejo le dijo, con la dificultad
propia de alguien a quien le faltan los dientes delanteros, que si no
salía de la habitación en diez minutos le iba a cobrar una noche más.
Juana, que siempre había sido una persona temerosa, sentía
pánico de que alguien se enterara de lo que había pasado con el
muchacho colorín. Pensaba que la llamarían de la dirección del
colegio a una reunión y que en ella estaría Diego acompañado de sus
padres (en su imaginación los padres de Diego eran colorines igual
a él). La acusarían de inmoral, de faltar a los valores del colegio, de
deshonrar su profesión, de haber abusado de un menor de edad.
El colegio era católico, del barrio alto y ella conocía bien cómo
reaccionaba ese tipo de apoderados, acostumbraban a amenazar con
abogados cada vez que uno de sus retoños acusaba a un profesor de
haberle “faltado el respeto”. Juana, paranoica, imaginaba su historia
siendo portada de diarios amarillistas. No podía pensar en otra cosa,
estaba segura de que el chico hablaría, que contaría una versión
donde ella era quien lo había tocado. La idea de que terminaría en la
cárcel empezó a cobrar más y más fuerza en su cabeza, ya no podía
dormir pensando en eso. Tomó la decisión de renunciar antes de que
todo estallara. No se le pasó por la cabeza la idea de defenderse,
ella lo que no quería era que esto se supiera. Se iría antes de que sus
colegas la apuntaran con el dedo. Antes de que su madre, otra colega
de profesión, se avergonzara de ella. Hace exactamente diez años, el
primero de diciembre del 2004, Juana, presentó su renuncia.
Y después de renunciar Juana empezó a comer. Si bien la comida
había sido una compañera constante en su vida, lo que comenzó
a suceder tras su renuncia no tenía precedente. Todo el día estaba
comiendo algo. Se comenzó a deformar, perdió sus rasgos, era como
si no quisiera que la reconocieran. Era exactamente eso, no quería
que la reconocieran.
Tomó desayuno en una cafetería de carreta, sabía que debía
encender su celular, sabía que iba a tener muchas llamadas perdidas.
–29–
No quería hacerlo, pero lo hizo, la culpa siempre terminaba por
ganarle. Vio las más de 20 llamadas perdidas. Varias eran de su
lugar de trabajo, muchas de su madre. Se comió una tercera media
luna antes de tomar cualquier decisión. Lo que finalmente hizo fue
mandarle un mensaje a su madre diciéndole que estaba bien, que se
había ido de viaje porque estaba cansada y que pronto la llamaría,
que no se preocupara y que no llamara a su trabajo, porque allí no
sabían nada. Después de eso borró todas las llamadas perdidas. No
quería saber nada de nadie, no le importaba su trabajo.
Comenzó a revisar los contactos de su celular, se detuvo cuando
llegó a Diego. Habían pasado más de diez años y ella aún mantenía
grabado el número del estudiante colorín. Siempre tuvo la idea de
llamarlo y enfrentarlo, ahora debería tener unos 24 años y estaría a
punto de recibirse de titularse. Habían pasado más de diez años y
jamás había presionado la tecla, llamar.
Compró un montón de comida. Le preguntó a la cajera si había
algún destino turístico por ahí cerca. La chica le respondió que a diez
kilómetros había unas cascadas.
Juana manejó hasta el lugar. Cargada con bolsas de comida,
caminó por el sendero con dificultad. Las cascadas estaban algo secas,
pero igual la maravillaron. A Juana le emocionaba profundamente la
naturaleza.
Tomó su celular, revisó los contactos. Llegó hasta el de Diego
y después de quedarse un rato mirándolo, deicidio eliminarlo. Lo
borró. Y sintió que se sacaba un enorme peso de encima. Sonrió.
Después sacó un paquete de galletas y se sentó a mirar el agua caer
durante varias horas.
–30–
Mención
honrosa
La voluntad de Sansón
por Alejandro Garotti Gasep
31 años, Santiago
I
Mejor que los vítores, mejor incluso que la satisfacción de
terminar su espectáculo con el público haciendo fila para pedir una
fotografía, mejor aún, es sentir esa agitación en el corazón antes de
franquear el telón carmesí que lo destina hacia las fieras. No es
miedo, tampoco ansiedad. Si tuviera que describirlo en una palabra
diría que es vértigo, una contracción que le oprime el estómago y
acelera su respiración, es pararse sobre la arena como un gladiador,
mirar el abismo en el rostro de las bestias, oír en sus rugidos los ecos,
atravesar el límite del precipicio y engancharse con su látigo en el
último peñasco del coliseo. No existe ninguna actividad o placer
terrenal que iguale el arriesgar su vida en frente de otros. Sí, él debe
accionar las atoradas palancas del asombro, crear los estímulos para
fomentar el morbo, transformarse en carnada; y ellos, en el fondo, en
el más retorcido de sus deseos, esperan que los animales
desobedezcan, que exhiban su ferocidad y lo ataquen. Por eso están
ahí, por eso pagan su entrada, para ser entretenidos y alejarse de la
cotidianeidad, escapar del circo desvaído de sus hábitos, de ese
domesticado salvajismo que es su presente y refugiarse en otra
carpa donde lo exótico los reanime y se olviden de sí mismos. En
seguida, un minuto antes de atravesar el telón carmesí, viene el beso
religioso, la cábala que le promete salir indemne del peligro. Es la
contorsionista, la mujer del domador de leones, la más hermosa de la
función. Un tercio del show se desarrolla advirtiendo su angustiosa
contemplación, ver sus dedos enlazados debajo de su mentón
entonando una plegaria silente, su figura cosificada como una virgen
en un santuario. Antes había desafiado la rigurosidad geométrica del
cuerpo humano, flexionándose en ángulos imposibles y seductores,
cuando su amado se enfrenta a las bestias se transforma en un
espectro fosilizado, una silueta descolorida que aguarda su llegada
para recuperar el movimiento y la tonalidad. Es la hermana menor
del señor Corales, el presentador que a su vez es malabarista de
–31–
cuchillos. Elocuencia y destreza, cualidades del artesano de palabras
que seduce a los asistentes con una voz abaritonada. Sus oraciones
desafían la posición y la temporalidad del verbo, asociándolo con
adjetivos desmesurados, capaces de persuadir al más incrédulo de
los humanos. En el instante en que presenta a su cuñado los
tramoyistas multidisciplinarios han terminado de instalar la jaula,
sólo faltan los últimos detalles. Son cinco: Tres de ellos encarnan a
los payasos, éstos disponen la plataforma para el aro de fuego; el
otro, que es trapecista, despliega seis bancas en forma radial; el
mago se ubica a un costado del túnel enrejado, presto a oprimir el
interruptor que libere a sus rivales una vez que reciba la señal. El
anuncio que precede la entrada dignifica la estampa del héroe, quien
aguarda sumido en una profunda concentración. Su vestimenta se
reduce en unas sandalias de cuero y una manta ocre que oculta su
pelvis. El torso, desnudo y férreo, exhibe cicatrices de antiguas
disputas, es un mapa indeleble, una bitácora que registra sus errores
e imprudencias, el diario cuyas líneas fueron escritas con lacerante
tinta escarlata. La cabellera, propia de su nombre, luce desatada
sobre sus hombros, el rostro apretado, los ojos intimidantes, las
manos sujetando sus herramientas de trabajo. El animador se quita
el sombrero de copa, empuña el micrófono, esa daga obtusa que
amplifica su discurso esparciéndolo en la carpa con la instantaneidad
de la muerte. La arenga comienza, la multitud está expectante...
Señoras y señores, me complace anunciarles el número más esperado
de la noche. Cuenta la leyenda que venció a los felinos más salvajes
con sus propias manos, que fue capaz de derrotar a un ejército con la
quijada de un burro. Dicen que fue bendecido con una fuerza
sobrehumana cuyo secreto radica en su cabello jamás cortado. Dicen
que inventa acertijos indescifrables, que nada en el mundo lo
amedrenta, que derriba los pilares de un templo con sus brazos
descomunales. Es él, respetable público, nuestro domador de
carnívoros, el poderoso, el invencible, el colosal e intrépido
Saaaaansooooon… Su amor se aproxima, su cimbreante Dalila
acaricia su melena aleonada, le graba el beso religioso en los labios y
se aparta a un costado junto al prestidigitador. En las tribunas los
padres murmuran advertencias incomprensibles a sus niños, éstos,
igual que adolescentes en fuga, desatienden la perorata y se acercan
–32–
a la celda siendo persuadidos por las bufonadas de tres utileros. En
lo alto, luces estroboscópicas inmovilizan los rostros de la audiencia
para luego sepultarlos en una oscuridad asfixiante. Pasan diez
segundos, reina el desconcierto, la música se abre paso iluminando
la ceguera. Es el mismo tema que acompaña su rutina desde los
veintitrés años, cuando, después de fracasar como ventrílocuo,
hombre bala y acróbata de corceles, termina por darse cuenta de que
era un lidiador, el torero de un circo romano, el Prometeo que traería
el deslumbramiento del fuego a los mortales. La canción se titula
Fanfare for the common man, es la versión de Emerson, Lake and
Palmer que se ajusta a los diez minutos en que transcurre su número,
también la escogió por la historia que la envuelve, un homenaje a
los soldados aliados de la segunda guerra mundial. Sí, hombres
comunes lanzándose a una contienda para demostrar su gallardía y
patriotismo. Combatientes, gladiadores y toreadores marchando al
campo de batalla. Detrás, la concurrencia los aclama e incentiva para
que den lo mejor de sí, para que sean audaces, para que regresen con
un triunfo cueste lo que cueste. Sortear balas, zarpazos y cornadas.
Dejar de ser comunes sabiendo que no hay derrotas honorables. Si
pierden deben cubrir sus heridas, recibir las críticas y culparse; si
ganan deben compartir la gloria, cerrar la boca y responsabilizarlos.
Así de ingrata es la sociedad del aburrimiento, su etnografía no es
variopinta si se analiza por donde se distraen. Entonces comienza el
vértigo y las fanfarrias. Sansón atraviesa el telón carmesí, se dirige al
centro de la arena y saluda al respetable público desde el interior de
su mente… Ave Caesar, morituri te salutant. Sí, desde ese momento
todos se transforman en emperadores. Afuera, cada uno de ellos
tiene su propio César, un acosador ineludible que gobierna sus
vidas inmovilizándolos; adentro, basta con mover el pulgar, juzgar y
condenar. El látigo chasquea tres veces el centro del anfiteatro, es la
consigna que espera el ilusionista para desatar a sus oponentes. Uno
a uno, los leones toman lugar en sus bancas mientras son presentados
por una voz off: Franz, Marcel, James, Thomas, Rudyard y Ernest. Lo
primero que hace es tomar una distancia prudente, levanta su silla a
modo de escudo y brama advertencias para demostrarles quien es el
que manda. Este movimiento, clásico y mecánico, le permite lucirse
como un bestiario poderoso. A continuación ondea el látigo en el
–33–
aire, los leones se paran sobre sus patas traseras y emiten un rugido
al unísono para saludar a los espectadores mientras uno de los
payasos enciende el aro de fuego que está ubicado entre medio de
seis plataformas, cada una más alta que la otra hasta llegar al centro.
Sansón recorre las bancas, los animales abandonan sus puestos
y marchan hacia las tarimas saltando entre ellas hasta cruzar el
anillo incandescente, es una maniobra en la cual lucen incómodos,
forzados a repetir un acto antinatural. Por una puerta lateral el
trapecista introduce tres taburetes cuya base es rotatoria. Sansón
llama a Thomas, Rudyard y Marcel, sus alumnos más dóciles para que
efectúen el truco, éstos apoyan sus patas delanteras y comienzan a
girar saltando alrededor hasta completar dos vueltas en trescientos
sesenta grados, luego regresan a sus puestos. El penúltimo ejercicio
consiste en pedirles que se acuesten en la mitad de la pista. Llama a
Thomas, James y al salvaje Ernest, quienes proceden a ubicarse uno
al lado de otro, esperando a los tres que restan. Sansón se aproxima
esquivando los zarpazos, camina sobre ellos como si fueran una
alfombra y chasquea tres veces el piso. El mago abre la compuerta, el
señor Corales pide un aplauso al respetuoso público y se comienzan
a retirar hacia sus celdas donde de inmediato se mueven de un lado
para otro como los leones enjaulados y estresados que son. Sólo
queda Ernest y su mentor, o el mentor y Sansón. Esta es la parte en
que más sufre su cimbreante Dalila, cuando las plegarias alcanzan
el cénit de su desesperación. Desde lo alto desciende una esfera
multicolor que tiene una base y una cubierta rectangular. Sansón
ordena a su adversario que se suba, éste lo hace y ruge. Sansón deja
la silla y el látigo, se acerca para abrazarlo pero Ernest se opone y
vuelve a rugir. Sansón se sube a la cubierta y monta a Ernest, la
estructura comienza a rotar lanzando destellos de luces que marean
a ambos. Ernest ruge, sacude su lomo. Sansón pierde el equilibrio y
cae en la arena. Ernest salta encima de él, lo muerde y araña con furia.
Sansón está aturdido, se desvanece en un vértigo que lo arroja a un
abismo que continua implacable y vengativo. La audiencia cumple
su retorcido deseo y grita. Nunca la violencia había sido tan explícita,
nunca una derrota tan abrumadora. Los niños huyen despavoridos
al encuentro de sus progenitores. El mago tranquiliza a Dalila. El
trapecista saca una manguera y comienza a mojar a Ernest para que
–34–
retroceda. Los payasos lloran. El señor Corales intenta tranquilizar
al respetable público que escapan cual filisteos en un templo por
colapsar; eso sí, no falta el morboso que saca su celular y lo graba
todo. La música se diluye, la fanfarria para el hombre común termina
en una conmoción luctuosa. En vista que el agua no surte efecto
dispersan humo sobre Ernest, quien escribe en la piel de Sansón, con
lacerante tinta escarlata, una tragedia digna de un pasaje bíblico
censurado: Ernest está inspirado. Dalila se desmaya. Dalila está
inflexible. Dalila, ya inconsciente, suelta un mechón de una melena
aleonada.
El telón carmesí se impregna con un líquido que se funde en la
tela sin mancharla.
II
La voluntad de admitir que el dolor es subjetivo, que las lágrimas
son cometas acuosos que se fugan por las mejillas como rocas en un
sendero sin precipicio. La voluntad de mirar a tu obsesión y saber
que es una bendición y una condena, que los cuerpos no son más que
carne y que la carne no tiene memoria. La voluntad de inmolarse, de
infartar el alma y corromper la razón. Dolor. Ignorar el dolor hasta
desconocer su procedencia. Saber que la verdadera inmortalidad
está en la muerte de la vida y no al revés. Transformarse en un lázaro
inválido, en un Prometeo encadenado, o, mejor aún, en un sacrificio
infundado contra la agobiante transitoriedad.
¿Qué se pretende con dejar ir al héroe donde no se puede llegar?
–35–
Mención
honrosa
Los que soñaban con volar
por Alejandra Díaz Mella
29 años, Santiago
Gregorio siempre fue un globo esclavo, desde que tenía
consciencia de su existencia se recordaba atado junto a otros
globos, en manos de un caballero, que entregaba a sus compañeros
a personas a cambio de dinero. Conversaban con los otros globos
sobre lo que escuchaban decir a la gente que pasaba, alguna vez
escuchó a alguien hablar de algo que llamaban libertad, sonaba muy
bien, poder estar donde quisiera y no en manos de alguien más, pero
no sabían lo que era en aire propio. Contaban las leyendas, de globos
que llevaban más tiempo en el manojo, que alguna vez un globo
habría logrado soltarse, lo habrían visto girar e ir lejos con el viento,
decían que se veía feliz al alejarse, eso debía ser libertad.
A Gregorio esta idea le comenzó a inquietar el día que vio una
bolsa volar, le gustó su movimiento y pensó en cómo sería su vida
guiado sólo por el viento. Fueron arduos días luego de decidir
intentar escapar, se dejaba llevar por el viento, y se acercaba a cada
globo que era vendido, todo esto pensando en que su hilo se pudiera
aflojar, hasta que un día lo logró. Se soltó de sus compañeros y salió
a volar, se despidió entre vítores de sus compañeros, y la mano del
vendedor que lo intentaba agarrar, pero un viento furtivo lo alejó, y
Gregorio conoció la libertad. Era feliz volando por la ciudad, a veces
caía, pero bastaba que soplara una suave brisa para retomar, para él
esto era la gloria.
Días después, cuando su interior ya comenzaba a perder aire
(deben entender que la vida de un globo no es tan larga, dura lo
que dura su soplo de vida en el interior) cayó entre unas ramas, y no
pudo salir. En este momento de su aventura es que conoce a Josefina,
una niña de cuatro años que amaba todo lo que volaba, su padre
era aviador por lo cual, todo lo que podía ser llevado por el viento
le despertaba un amor incondicional. Ella disfrutaba de ver lo que
podía volar libre al viento, se lamentaba de que sus pies estuvieran
–36–
tan irremediablemente pegados al suelo, no intentaba volar por
su cuenta sólo porque le habían dicho que se podía lastimar, las
personas necesitaban de artefactos muy desarrollados para lograrlo,
como por ejemplo un avión.
Cuando Josefina vio a Gregorio corrió a liberarlo, él pensó en
lo feliz que sería al poder volar libremente de nuevo, pero a ella le
gustó tanto que lo quiso para sí. Gregorio intentó volar, pero Josefina
lo agarró tan fuerte como pudo para que no pudiera alejarse de
ella. A la pequeña le encantaba ver como su globo se movía con el
viento, sus ojos brillaban al ver la hermosura de los movimientos que
realizaba al otro extremo del hilo con que lo sostenía, él sabía que la
voz de los globos es inaudible para los humanos, por lo que luego de
unas horas de intento de fuga se dio por vencido y dejó de intentarlo.
Josefina lo llevó a su casa, durante el día lo llevaba a todas
partes, durante la noche lo ataba al respaldo de su cama. Él estaba
muy agradecido de la niña, pero quería ser libre, y en su decepción
comenzó a perder aire más rápidamente. Cuando por algún accidente
Josefina perdía su hilo, y él lograba volar, ella lloraba y lo seguía de tal
manera que Gregorio, en su agradecimiento, no se dejaba llevar por
el viento, y paraba para que la niña lo pudiera alcanzar. Así pasaron
unos días, con Gregorio añorando su libertad pero sin querer dañar a
Josefina, y con ella amando tanto a su globo que no lo quería soltar.
La pequeña comenzó a ver como su globo se achicaba y arrugaba,
ya no volaba como antes al finalizar su hilo, pero lo sentía tan suyo
que lo quería consigo igual. Un día, estando en el patio de su casa,
sopló una brisa que movió de tal manera a Gregorio, que a Josefina
le recordó el día que lo encontró luego de soltarlo de las ramas, se
veía tan libre, nunca había pensado en que quizás volar era para él su
vida. Atado a su manito había perdido lo que a ella le gustaba de su
globo, su movimiento al compás del viento.
Entonces vino una brisa aún más fuerte y, encandilada por el
baile que le vio realizar a Gregorio, sin quererlo lo soltó, él no sintió el
llanto de la niña, por lo que bailó sin culpa, y voló, ella se impresionó
–37–
anto con su baile que sólo lo miró irse, tranquila.
Quizás algún día Gregorio decida volver a verla, o quizás no, pero
se veía tan hermoso bailando y flotando con la brisa que Josefina lo
dejó ir, y con una sonrisa nostálgica lo despidió. Gregorio, al menos
en ese momento, sólo respiró y voló, ya no estaba tan lleno de vida
como antes, pero nunca había dejado de esperar ese momento, de
volver a dejarse llevar por el viento.
–38–
Mención
honrosa
Noel llegó en Navidad
por María Paz Larenas
26 años, Santiago
Giró de nuevo la cabeza hacia su lomo y se rascó fuertemente en
el lugar donde sentía el enervante picor. —Otra pulga. No me dejan
en paz —pensó, desanimado. La gente ya empezó a colocar adornos
en los departamentos frente al Parque Forestal. El aire olía de nuevo
a Navidad. Acurrucado, el pequeño cachorro olfateó el ambiente y se
dejó llevar por el sueño. No pudo evitar recordar el pasado.
Soñó con el calor que sentía un año atrás, entre sus hermanos
y su madre. Recordó un sentimiento complejo, cuando unas manos
extrañas lo separaron de su familia y lo guiaron hacia un hombre.
Volvió a sentir pena y miedo al separarse de su madre.
Rememoró la noche que pasó encerrado en una caja de cartón.
Libre horas más tarde, vio la cara de una mujer. A su lado el hombre
dijo: “Feliz Navidad, mi amor”. Lo abrazaron, lo besaron y le pusieron
un nombre, pero era incapaz de recordarlo.
Vino a su mente una tarde, días después de Navidad. Discutían
fuerte mientras él se sentía avergonzado. Le decían que había hecho
algo mal, pero nunca antes le habían enseñado qué estaba bien y qué
no. De repente, el hombre se acercó a él y le abofeteó el hocico ante
la mirada indiferente de la mujer. Nunca se había sentido tan mal,
pero lo peor estaba por llegar.
Despertaba entre lágrimas; todos los días lo castigaban. Pero
una mañana de febrero se acercaron con una correa. — ¡Me han
perdonado! —dedujo—. ¡Iremos de paseo! —
Por primera vez sentía que se preocupaban por él. Se acercaron
al extraño aparato con cuatro ruedas que había visto el día en que lo
separaron de su madre; su dueña entró por una puerta y lo colocó en
su regazo. Su dueño subió por el otro lado e hizo funcionar al aparato.
–39–
La ciudad era enorme. El cachorro seguía con la mirada decenas
de edificios. Veía personas pequeñitas jugando con enormes
pelotas de colores, y otras no tan pequeñas mirando minúsculos
instrumentos en sus manos. Tenía ganas de salir a perseguirles,
de jugar corriendo tras ellos y huir travieso después de quitarles
los juguetes. Contemplaba la luz del sol a través de las ventanas.
La mujer bajó la de su lado para que él pudiera sacar la cabeza y,
obediente, lo hizo. El aire recorría su carita, moviendo sus orejas y
su pelo. Su lengua se movía al azar con el viento y sus ojos irradiaban
alegría. Estaba increíblemente ilusionado y nada podía salir mal...
hasta que las manos de la mujer lo agarraron con firmeza y el hombre
dijo: “Aquí, suéltalo”.
El golpe que sufrió al caer contra el asfalto no fue tan doloroso
como la imagen de aquel aparato con ruedas alejándose con sus
dueños dentro. Sin pensarlo dos veces, empezó a correr tras él, pero
iba tan rápido que no pudo alcanzarlo.
Habían pasado diez meses desde que lo soltaron cerca del río al
que llamaban Mapocho, pero aún conservaba la esperanza de que
volvieran por él. Aún se convencía a sí mismo que aquello había sido
un error, y por eso vagaba por el Parque Forestal, lo más cerca que
podía estar del lugar donde fue abandonado.
Era muy distinto a cómo había sido cuando lo soltaron. Tenía
mordeduras y arañazos producto de peleas por comida con otros
perros y gatos callejeros. Tenía pequeñas calvas a lo largo de su pelaje
y la sarna poblaba parte de su piel. Aunque seguía con esperanza,
cada día la perdía un poco más. Sus ojos lucían tristes.
Tenía dos amigos en el Parque Forestal. Eran Murphy, un cocker
de pelo blanco y café muy travieso que se había perdido por la
ciudad, y Rhon, un schnauzer juguetón y tierno de pelo gris que
también había perdido a su familia humana años atrás. Sabían de
razas y solían llamarle Beagle porque no recordaba su verdadero
nombre. Sus dueños siempre le llamaban, entre gritos e insultos,
simplemente ‘perro’.
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— ¡Ve a la Plaza Italia, Beagle! —Ladró Murphy mientras lamía
sobras de la basura—¡Un quiltro que conozco habla maravillas de
ese lugar! ¡Todo es alegre allí!
— Pueden volver mis dueños —razonó el beagle—. ¿Y si vuelven
y no estoy?
— No van a volver, pequeño. —gruñó levemente Rhon— Lo
mejor es que lo aceptes. Tus dueños te abandonaron y no piensan
volver, así nos ha pasado a muchos. —El pequeño Beagle no concebía
la idea de dejar el Parque Forestal, sus dueños deberían volver por él
algún día. O tal vez no. Y entre dudas se durmió en el pasto.
El día siguiente amaneció seco y caluroso, como es costumbre en
diciembre. El cachorro se levantó algo débil y se dispuso a olfatear
los basureros para encontrar algo que comer. De pronto, notó una
mano pequeña que se posaba en su lomo. Se alejó de ella de un salto,
pero luego vio que era un niño quien se había acercado a él para
darle una caricia. El pequeño se había asustado ante su reacción.
— ¡No te acerques a él, hijo! —gritó un hombre adulto— ¡Puede
contagiarte algo!
Pero el cachorro pensó en la caricia y recordó el día en que había
salido de la caja. Sus dueños lo habían abrazado y besado; el calor
que sintió en ese momento era el mismo que notó en la caricia del
pequeño humano, así que decidió acercarse de nuevo. Sin embargo,
el adulto corrió hasta él y le dio una fuerte patada en un costado.
— ¡Fuera, perro! —exclamó fuertemente— ¡Hueles mal y estás
enfermo! ¡Sal de aquí!
— El joven beagle se levantó como pudo, cojeando débilmente,
y se alejó de ellos, adolorido y disgustado. No era la primera vez que
lo pateaban. Casi ningún humano se había compadecido de él en el
Parque Forestal; muy pocos le habían dado algo de comer o beber
en todo el tiempo que había durado el invierno. Por primera vez en
diez meses, pensó que sus amigos tenían razón y decidió ir al mágico
lugar que llamaban Plaza Italia para que su suerte por fin cambiara.
— ¡Debes ir por la Alameda! —ladró Murphy—. ¡Es fácil de
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encontrar! ¡Suerte! — Mientras caminaba decidido, oyó un aullido
que reconoció al instante. Era Rhon, y todos los perros de los
alrededores aullaron con él para apoyarle en su hazaña.
Por el camino solo veía edificios y gente. Gente que corría de un
lado a otro, gente que se alejaba de él, gente que lo miraba apenada
pero no se atrevía a acercarse.
— Ojalá se acercaran —pensaba el valiente cachorro, pero no
flaqueó en su búsqueda; preguntó a todo tipo de perros y pronto
alcanzó su destino, la Plaza Italia.
Sin embargo, no vio alegría. Vio frenéticos aparatos con ruedas y
multitud de personas caminando deprisa, y ninguna de ellas parecía
realmente feliz. Lo que le había dicho Murphy se desmoronó en
instantes, así que preguntó a un perro que pasaba por allí.
— No siempre hay fiestas aquí, pequeño —ladró el enorme
pastor alemán—Incluso a veces las celebraciones acaban mal y los
humanos pelean entre sí. Son muy extraños.
— ¿Y dónde podría dormir hoy? —añadió desanimado el beagle,
frunciendo el ceño. Derrotado y exhausto, el cachorro llegó al lugar
que le habían indicado como Parque Bustamante. Allí se recostó
sobre su abdomen, aun ligeramente adolorido, y dirigió su afligida
mirada al infinito. Mientras contemplaba el atardecer sobre el
parque, algo le hizo cosquillas en la cabeza. Sin ánimo, se giró para
ver qué era y consiguió vislumbrar la silueta de un hombre que se
alejaba. Pero pronto se durmió.
— Toma, cachupín, un trocito de mi desayuno —le habló una voz
suave de hombre. Había dormido toda la noche y parte de la mañana,
no tenía fuerzas ni para caminar.
Pero otro cosquilleo en la cabeza le hizo sonreír. El hombre le
ofreció comida y el cachorro la saboreó gustoso. Cuando terminó, el
simpático joven volvió a alejarse. Pasó todo el día pensando en aquel
amable joven, pero no parecía que fuera a volver.
No muchas personas le habían ayudado antes, y aún menos
regresaban. Pensó en sus dueños y supo que no los añoraba. Rhon
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tenía razón, le habían abandonado y esperarlos fue un error. De
pronto, volvió a escuchar la suave voz.
— ¿Cachupín? Mira lo que te traigo. —El humano había traído
un festín de pollo y pan para él. ¡Un plato lleno y grande! El joven se
arrodilló a su lado y esperó mientras comía. El cachorro nunca antes
había comido tanto. La comida le ensuciaba las comisuras entre
ruidos de ansiedad y se le escapó una lagrimita de emoción. — ¡Me
quiere! —pensó, alegre por primera vez en los últimos diez meses.
— ¡No alimentes a los perros! —exclamó una mujer
impertinente—. Si los alimentas cada vez serán más, ¡salir a la calle
será un peligro!
— Le daré tanta comida como quiera, es un ser vivo y también
sufre. —rebatió el joven.
— Si tanto lo quieres, ¿por qué no te lo llevas a tu casa? —le
desafió la señora. El joven la miró intensamente, separó el plato del
cachorro y lo guardó en su vehículo.
Luego sacó una manta y cubrió con ella su pequeño cuerpecito.
—Iremos al veterinario, cachupín —le susurró y lo subió al
aparato con sumo cuidado.
El pequeño beagle despertó al cabo de unos días en una
habitación blanca, al lado de dos mujeres. Una le acariciaba el lomo
mientras la otra preparaba una medicina. Tenía parches en el vientre
y en las patas, y habían rasurado su pelaje para curarle la sarna. Lo
habían tratado muy bien. Y de repente allí estaba él. Su salvador.
Fueron de nuevo hasta el aparato con ruedas. El cachorro había
vuelto a confiar en las personas. No todas lo soltarían en febrero
al lado del Mapocho. Reconoció el Parque Forestal a través de las
ventanas, y desde el aparato vio a Murphy y a Rhon y les ladró. Ambos
se giraron y aullaron alegres todos juntos de nuevo.
Llegaron a una casa llena de adornos navideños. Temió pasar
por lo mismo otra vez, pero las cosas eran distintas en esta ocasión.
No hubo caja de cartón, larga espera ni reproches. Le esperaban una
mujer embarazada, una niña preciosa con sus enormes ojos fijos
en él y un adolescente que dejó el pequeño artilugio que llevaba
en las manos para prestarle toda su atención. El beagle cruzó la
–43–
puerta acurrucado en los brazos del joven y oyó hablar de nuevo a su
querido dueño y salvador.
— ¡Vengan todos! Les presento al nuevo miembro de la familia.
Se llamará Noel.
–44–
Mención
honrosa
Periplo de un billete de luca
por César Biernay Arriagada
38 años, Santiago
Juanelo el taxista recorre por quinta vez la Plaza de Armas. No
se deja ver entre la oscuridad de la noche pero es perfectamente
reconocible por el cráneo que cuelga desde el retrovisor. En el lugar
indicado se acercó la joven Fiorella a ofrecerle flores. Pidió el clavel
más barato y le canceló mil pesos con un billete de luca. Esta noche
no estaba de ánimo para juegos.
Fiorella estaba desanimada. Sus recursos no habían dado efecto
en las últimas dos noches y necesitaba llegar con dinero a casa. Ya
era de madrugada y se sentía fatigada. Tomó el único billete de luca
que consiguió esa noche, estampó como cábala un beso rojo sobre
el rostro de Ignacio Carrera Pinto y pagó mil pesos por un muffin con
café en la bencinera de Portugal con Santa Isabel.
En la céntrica bencinera René cuidaba los autos y acostumbraba
cambiar con la cajera del “Pronto” las monedas que recibía de
propina. Ante los clientes que tomaban su desayuno, el cuidador
de autos dejó caer sobre el mostrador un piño de monedas chicas,
medianas y grandes que sumaron un atractivo monto para René.
Apenas alcanzaba para una cañita de bigoteado en Las Pipas de
Serrano, pero René no necesitaba más para ser feliz. Así, entre risas,
se dirigió hacia la habitual cantina sin saber que portaba un billete
marcado.
Ana Sol, la garzona más antigua de la picada santiaguina, no se
sorprendió al ver tan temprano a René. Era habitual recibirlo antes de
mediodía con cara de sed. Delante de él puso una fresca caña de vino
tinto y guardó en la caja registradora un billete de luca marcado con
un beso. René imploró por una segunda caña pero Ana Sol apuntó al
letrero que decía “Hoy no se fía, mañana sí”.
Pasadas las tres de la tarde llegó Bruno, el repartidor de licores,
con el pedido de vinos y cervezas. Una a una fue descargando las
–45–
cajas desde la furgoneta gris. La garzona pagó a Bruno el pedido con
el dinero recaudado en la jornada. El billete se fue con Bruno.
Los repartos eran muchos y urgentes, lo que exigía a Bruno
avanzar a exceso de velocidad por las calles del centro. Descargó
cervezas en la botillería de Puente con Rosas, en el Bar de La Unión y
en el Sanguchazo de Catedral con Amunátegui. En un semáforo quiso
tentar a la suerte y le compró a un ambulante un cartón de Kino. Lo
pidió con Re-Kino y le pagó mil pesos. La furgoneta gris siguió sus
despachos de alcohol en tanto Pepe, el vendedor de cartones de
Kino, se quedaba mirando el billete marcado con un beso.
Pepe era un tipo escéptico y decía que los billetes que venían
con marcas traían mala suerte y como su trabajo consistía en tentar
la suerte de la gente no quería con sus cartones de Kino, no quiso
ensuciar los sueños de sus clientes con la mala suerte de un billete
marcado. Así, Pepe guardó el billete en el bolsillo de la camisa (no
en su banano para no contaminar al resto de los billetes) y cambió
el billete por una recarga de mil pesos en su celular. El billete quedó
con Seba, el joven de las recargas que estaba en el andén de metro
Universidad de Chile.
No era un trabajo agradable para Seba, pero recargar celulares
en la estación de metro le permitía dedicarse a algo y no estar de
vago como el resto de sus amigos. Además, la comisión de $45 pesos
por recarga no resultaba muy atractiva. Sea como fuere, Seba seguía
en el andén brindando recargas a los pasajeros del tren subterráneo.
La afluencia de usuarios declinó al tiempo del aviso por altoparlantes
de término del servicio.
Pasadas las once de la noche, Seba salió de la estación de metro
por las escaleras automáticas que dan al Paseo Ahumada. Caminó
hacia la Plaza de Armas por cuadras llenas de basura, borrachos y
humoristas de bajo pelo que brindaban sus repetidas rutinas. Junto
al negro caballo de la plaza estaba ella, Fiorella, con sus cómplices
claveles. Seba se acercó a negociar su mercancía y en cosa de
minutos estaban en el segundo piso del portal Fernández Concha.
Sobre el velador estaba la bolsa de claveles y un billete que dejaba
ver un beso.
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El titular del diario fue categórico: “Crimen Pasional: dos
jóvenes mueren baleados en céntrico departamento. Se desconoce
el paradero del homicida”. A pie de página otra noticia informa
“Furgoneta gris atropella a popular vendedor de Kino. No habría
respetado un semáforo en rojo”. En tanto que las páginas centrales
titulan “Indigente da muerte a cantinera con arma blanca. Ella se
habría negado a fiarle el consumo de bebidas alcohólicas”.
La noche vuelve a oscurecer la ciudad de Santiago y Juanelo el
taxista recorre por quinta vez la Plaza de Armas.
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Mención
honrosa
Santiago desolado
por Daniel Vásquez Cavieres
32 años, Santiago
Nunca imaginé que Felipe iba a terminar así, menos después
de la conversación que tuvimos una semana atrás cuando nos
encontramos en la estación del metro, en Providencia. Me costó
reconocerlo, estaba más gordo, vestía de traje y como siempre
hablaba con un tono de voz que manifestaba seguridad y como si
nada le importara. Lo invité un trago y conversamos hasta tarde en un
pub de Manuel Montt. Le conté que hace un mes me vine a Santiago,
no había mucha pega en el sur y me acordé de su consejo, le dije, y
que hace poco había encontrado un trabajo. Felipe me relató lo bien
que le estaba yendo y que cada año era mejor, conocía mucha gente
influyente, lo que le ayudó a conseguir un buen cargo en una empresa
de seguros. También me contó que hace un par de meses empezó una
especie de relación abierta con una colorina. Nada de compromisos
serios, me decía, ya que en Santiago no valía la pena amarrarse con
una sola mujer. Según él, había que aprovechar esta ciudad porque
aquí se podía hacer lo que uno quisiera, todo lo contrario a nuestro
pueblo, donde todos estaban pendientes de los demás. También
recordamos la tragedia del 27 de febrero, lamentando las pérdidas
de nuestras casas y familias por el terremoto y tsunami que arrasó
Constitución. Felipe ya estaba viviendo en Santiago en ese momento.
Siempre lo dijo, desde que estábamos en el colegio, que este era un
pueblo muerto y que las oportunidades estaban en Santiago. Por eso
apenas terminó la enseñanza media partió a la capital. Fue durante
el reconocimiento de nuestros hogares, parados sobre los terrenos
llenos de escombros cuando nos encontramos después de más
de diez años desde que se marchó. Nos abrazamos y lloramos por
largo rato. Felipe se quedó hasta que aparecieron los cuerpos de sus
padres. Antes de irse, dijo que me fuera a Santiago con él, que ahí
habían más oportunidades y que era la mejor manera de comenzar
una nueva vida. Yo creo que fue más por temor a lo desconocido,
pero le dije que no era el momento. Nos despedimos y así fue como
dejé de ver a mi compañero de colegio, vecino y amigo. Hasta que
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nos reencontramos en pleno Santiago luego de varios años, y fue un
gran alivio, llevaba solo un mes aquí y ya me estaba desesperando,
necesitaba hablar con alguien conocido. Pasamos una agradable
velada mientras compartíamos recuerdos y anécdotas. De pronto
Felipe vio la hora y dijo que se tenía que ir, iban a ser las nueve y es
cuando se juntaba con su chica. Me pidió el número telefónico y dijo
que me llamaría para mostrarme como corresponde la ciudad, luego
se despidió como si nos viéramos todos los días.
Estuve los primeros días impaciente esperando la llamada de
Felipe, tanto que ya no me concentraba en el trabajo. Quería salir
de la rutina, pasarlo bien, conocer distintos lugares y mujeres. Al no
tener noticias de él, decidí recorrer la ciudad por mí cuenta. Fui a los
mall que estaban repletos de gente, todos sumidos en sus compras,
al cine, a los cerros y museos, y terminé en los pub observando a los
clientes mientras se divertían. Me di cuenta que mientras más gente
me rodeaba más excluido me sentía. No vi la ciudad que me contó
Felipe, traté de buscarla, pero solo encontré una sensación de que
no pertenecía a este lugar. Pasaron los días y me resigné al no saber
nada de él, por lo que continué dedicándome a la rutina laboral.
A la semana siguiente, mientras estaba en el trabajo recibí la
visita de la Policía. Eran dos Detectives que traían noticas de Felipe.
Sin preámbulo me contaron que se suicidó, se ahorcó y estuvo
durante un día completo colgando del balcón hasta que alguien dio
aviso. No lo podía creer, aún no asimilaba lo sucedido y ya me estaban
interrogando sobre la vida de Felipe. Querían saber hace cuanto lo
conocía, si estaba enterado de algún trastorno depresivo, deudas o
algún problema que tuviera con alguien por consumo de drogas. No
sé qué cara puse cuando mencionaron el tema de la droga, pero me
explicaron que en los exámenes del cuerpo encontraron consumo
de cocina y marihuana, también en el departamento hallaron restos
de droga. Les pregunté cómo supieron de mí y un detective dijo
que al parecer yo era la única persona cercana a Felipe. Me mostró
una carta que me mencionaba y entre otras cosas decía que ya
no soportaba más y que perdonara su decisión. Querían saber si
comprendía a qué se refería la carta, pero lamentablemente hace
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varios años que no lo veía, de hecho ellos sabían más de Felipe que
yo, por lo que no los pude ayudar mucho. También dijeron que podía
ir al departamento que arrendaba y recoger sus cosas. Les pedí
la dirección del departamento y del trabajo, si es que sabían, las
anotaron en una tarjeta y me la pasaron. Dado que Felipe no tenía
familiares, me preguntaron si me iba a ser cargo del cuerpo, les dije
que sí. Lo sentimos dijeron los detectives y se fueron.
Era de madrugada y no podía conciliar el sueño. Repasaba la
carta en mi mente innumerables veces y no entendía por qué lo hizo,
¿qué era lo que no soportaba?, ¿por qué no pidió ayuda? En la mañana
llamé a mi trabajo informado lo sucedido, pero me dijeron que como
no era un familiar directo no me podían dar permiso por el día. Nunca
imagine que me iban a dar esa respuesta, pero de todas formas iba
a faltar, les dije. Tomé un café bien cargado y me dirigí a la dirección
informada por la Policía. Efectivamente Felipe trabajó en una
empresa de seguros. Pregunté por él en la recepción. Se demoraron
en averiguar en qué departamento trabajaba hasta que me dijeron
que fuera al piso menos dos y preguntara en custodia. Me recibió su
jefe y le conté lo ocurrido, pero noté que la noticia no le sorprendió en
absoluto. Me indicó el escritorio de Felipe que estaba en una esquina,
repleto de papeles y me dijo que hace un tiempo Felipe empezó a
faltar con regularidad, por eso tenían tanto trabajo acumulado. Hizo
un gesto de que trataba de recordando algo y continuó diciendo
que cada vez estaba más retraído y que nunca compartió con nadie,
era como si no le interesara, eso sí, siempre mantenía su estampa
de indiferencia. Luego me dio las gracias por avisar y preguntó si
me podía ayudar en algo más. Solo lo quedé mirando y al no recibir
respuesta dijo permiso y continúo con su trabajo. En la tarde fui a
la morgue a reconocer el cuerpo de Felipe, ahí estaba, tieso, no se
veía mal excepto por las marcas en el cuello. Tuve que encargarme
de los procedimientos correspondientes y fue cuando me entró la
duda de donde debía enterrarlo. Nunca le gustó Constitución, pero
en Santiago al parecer sufrió más de lo que pensaba, quizás nunca
se pudo adaptar, pensé. Decidí que fuera enterrado en Constitución
junto a sus padres. Ojalá sea lo que a él le hubiera gustado.
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Necesitaba saber qué motivó a Felipe tomar esa decisión.
Presentía que algo tenía que ver con nuestro encuentro y como
no me quería quedar con la incertidumbre, fui a su departamento
ubicado en pleno centro de Santiago, esperando encontrar algo que
me ayudara a entender lo que pasó. Vivía en un edificio antiguo y
mal cuidado, en San Antonia llegando a Merced. Tuve que despertar
al conserje, un señor viejo y gruñón que no entendía a lo que venía.
Luego de diez minutos explicándole, recordó que la Policía le había
dicho que alguien iba a ir al departamento. Me pasó la llave del 1002.
El departamento era chico, de una pieza y con vista a la cordillera.
Estaba desordenado y lo primero que me llamó la atención, fue un
pequeño telescopio instalado en el ventanal al lado del sillón. Sobre
la mesa había varias notificaciones por no haber pagado el arriendo.
Entré al dormitorio y me dio una sensación extraña, como que
estaba invadiendo un lugar que no me correspondía. La cama estaba
desecha y había ropa esparcida por el suelo. En el velador encontré
varios libros de autoayuda, lamentablemente si no tienes familiares
o amigos que te motiven, esos libros no sirven para nada. Luego de
intrusear el dormitorio, me acerqué al pequeño balcón donde se
podía observar toda la ciudad, y de pronto imaginé a Felipe colgando
de la baranda y recordé que en la carta se preguntaba cuanto se iban
a demorar en darse cuenta de su ausencia. ¿Por qué me hizo esto?, me
cuestioné, ¿por qué me mintió? Tal vez no éramos tan amigos como
pensé y lo que menos le importó fue dejarme solo, como él. Continúe
revisando el departamento, en verdad no tenía muchas cosas, aparte
de una botella de vino que estaba en la cocina no encontré nada. La
descorché y me la llevé al sillón junto a una copa y comencé a beber.
De pronto me dio curiosidad el telescopio que estaba a mi lado y
tratando de no moverlo para saber a dónde apuntaba, miré a través
de él. Daba justo a una ventana del edificio del frente y en su interior
una pareja estaba teniendo sexo. La mujer era una colorina, vi la hora
y eran pasadas las nueve de la noche. Quizás era la chica liberal con
la que supuestamente salía Felipe, pensé. Estuve hasta las doce de
la noche observándola. Se metió con tres tipos y entre cada uno se
fumaba un cigarrillo asomada por la ventana, como anunciando su
próximo encuentro, hasta que se apagó la luz. Volví al balcón con el
resto del vino y me quedé contemplando la ciudad, viendo la imagen
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de las miles de luces que son como ojos que te observan a la distancia,
imposible de alcanzar y que al final te envuelven en una sensación de
soledad. Y fue cuando comprendí que no tenía nada más que hacer.
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Cuéntate Algo
7º Concurso de cuentos de Biblioteca Viva
www.bibliotecaviva.cl
* El jurado encargado de elegir los cuentos ganadores estuvo
integrado por los escritores Germán Marín y Julio Carrasco,
y Verónica Abud Cabrera, directora de Fundación la Fuente,
quienes escogieron en base a las obras seleccionadas por un
jurado de pre-selección, constituido por profesionales de
Fundación La Fuente y Biblioteca Viva.
* El primer lugar consistió en $500.000, el segundo lugar un
IPAD más 10 títulos Penguin Random House en formato digital
y el tercer lugar una suscripción anual al diario El Mercurio.
Además, a las menciones honrosas se les otorgó un diploma y
un libro para premiar su destacada participación.
* De acuerdo a las bases todos los trabajos recibidos, o
fragmentos de ellos, podrán ser utilizados por Biblioteca Viva
con fines culturales durante un período indefinido. Biblioteca
Viva en ningún caso podrá lucrar con estos trabajos.
Santiago de Chile, marzo 2015.
Edición gratuita.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta
publicación.
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Cuentos ganadores
2014
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