una palabra tuya…

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UNA PALABRA TUYA…
ORLANDO FIGES
UNA PALABRA TUYA...
Amor y supervivencia en el gulag
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Título original: Just Send me Word
Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Jordi Sàbat
Ilustración de la cubierta:
prisioneros del gulag constructores del Canal de Moscú (1932-1937)
Primera edición: noviembre de 2015
«En sueños» de Anna Ajmátova, «Selected Poems»
reproduce with the permission of Random House, Ltd.
© Orlando Figes, 2012
© de la traducción: Gregorio Cantera, 2015
© de la presente edición: Edhasa, 2015
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ISBN 978-84-350-2573-7
Impreso en Liberdúplex
Depósito legal: B. 18697-2015
Impreso en España
Aciaga y fatídica separación
de la que adolezco como tú.
¿Por qué llorar? Dame la mano,
prométeme que volverás.
Como dos altas montañas, tú y yo
nunca podremos estar cerca.
Envíame unas líneas1
a medianoche, cuando puedas, de más allá de las estrellas.
Anna Ajmátova, En sueños (1946)
1. El título original de este libro (Just Send Me Word) hace referencia a este verso de Anna Ajmátova, cuya traducción se ha mantenido más fiel en el poema. (Nota del editor).
Índice de capítulos
Prefacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Capítulo 1. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 2. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 3. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 4. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 5. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 6. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 7. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 8. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 9. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 10. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 11. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 12. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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71
97
133
159
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249
271
301
335
373
Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Nota de Memorial. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Fuentes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aclaraciones al texto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Prefacio
Acababan de traer tres baúles viejos. En mitad del pasillo, eran un
obstáculo que entorpecía el acceso a la sala de la sede de Memorial, en Moscú, habilitada para acoger a público e historiadores.
Corría el otoño de 2007, y había ido a ver a algunos colegas de la
sección de investigación de esa organización de derechos humanos. Al darse cuenta del interés que despertaban en mí aquellos
armatostes, me dijeron que contenían los mayores archivos privados donados a la institución en sus veinte años de existencia. Pertenecían a Lev y Svetlana Mishchenko, pareja desde sus tiempos
de estudiantes, allá por la década de 1930, antes de que la guerra de
1941-1945 y el posterior internamiento de Lev en el gulag los separasen. Como todo el mundo no dejaba de repetirme, la suya era
una historia de amor que iba más allá de todo lo imaginable.
Abrimos el más voluminoso de los tres. Nunca había visto nada
parecido: millares de cartas aprisionadas en fajos atados con cordeles
y gomas, libretas, diarios, documentos y fotografías. Pero fue el tercer arcón, el más pequeño, el que encerraba el contenido más valioso de aquellos archivos: un estuche de madera contrachapada con
una guarnición de piel, provisto de tres cierres metálicos que cedieron sin dificultad. Aparte de que aquel cachivache pesaba lo suyo
(37 kilos), ninguno de los presentes se atrevió a aventurar cuántas
cartas contendría –dos mil quizá, en una estimación aproximada–.
Eran todas las cartas de amor que se habían escrito durante el tiempo en que Lev había estado recluido en Pechora, uno de los más
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tristemente célebres campos de trabajo de Stalin, en los remotos
confines del norte de Rusia. La primera, de Svetlana, era de julio de
1946; la última, de Lev, estaba fechada en julio de 1954. Se escribían
al menos dos veces por semana. Era de lejos la mayor colección de
cartas del gulag jamás encontrada. Pero no era sólo la cantidad lo
que más llamaba la atención, sino el hecho de que nadie las hubiera censurado.Y todo gracias a trabajadores voluntarios y funcionarios que, en su día, se habían hecho cargo de la situación de Lev y
se las ingeniaron para hacerlas entrar y salir del campo a hurtadillas.
Los rumores sobre aquellas cartas secretas formaban parte del amplio y variado folclore del gulag, pero nadie se podría haber imaginado un intercambio epistolar de tal magnitud y bajo cuerda.
Las cartas estaban tan apretadas que tuve que deslizar los dedos entre ellas para sacar la primera. Era de Svetlana a Lev. En la
dirección abreviada del destinatario podía leerse lo siguiente:
RSSA (República Socialista Soviética Autónoma) de Komi
Región de Kozhva
Explotación maderera
C(ampo) C(orreccional) 274-11b
Para: Lev Glébovich Mishchenko
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palabra tuya...
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Uno de los sobres de Svetlana, en la página anterior,
y primera carta de Svetlana (1946), arriba.
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Comencé a leer la pequeña letra –casi indescifrable– de Svetlana en aquel papel amarillento que se me deshacía entre las manos.
«Aquí me tienes, sin saber qué poner. ¿Que te echo de menos? Eso
ya lo sabes. Me siento como si estuviera viviendo fuera del tiempo,
a la espera de que mi vida comience, como en un entreacto. Haga
lo que haga, es como si sólo quisiera matar el tiempo.» Extraje otra
carta del mismo fajo; era de Lev. «En cierta ocasión, me preguntaste si es más fácil vivir con o sin esperanza. Aunque no sea quién para
albergar esperanza alguna, estoy tranquilo…» Asistía a una conversación entre ellos dos.
Cuanto más leía aquellas cartas, más me iba emocionando. Las
de Lev estaban salpicadas de detalles acerca de cómo discurría la
vida en uno de aquellos campos de trabajo. Eran, con toda probabilidad, la crónica más minuciosa de la vida cotidiana en el gulag
que jamás haya salido a la luz. Habían aparecido innumerables recuerdos de antiguos prisioneros, pero nada comparable a aquellas
cartas escritas desde el interior de las alambradas, sin pasar por las
manos de la censura. Pensadas para dar cuenta de lo que pasaba allí
dentro a la única lectora a quien iban dirigidas, al cabo de los años
las cartas de Lev eran toda una revelación de las condiciones de
vida en el campo. Las de Svetlana sólo buscaban la forma de ayudarlo a sobrellevar aquel infortunio, la forma de transmitirle esperanza, pero también –como no tardé en descubrir– hablaban de la
lucha que libraba en su interior por mantener su amor a salvo.
Unos veinte millones de personas tal vez, hombres en su mayoría, fueron víctimas de los campos de concentración de Stalin.
Por término medio, a los prisioneros se les permitía escribir y recibir cartas una vez al mes, pero toda la correspondencia estaba
sometida a censura. No era nada fácil mantener una relación íntima cuando toda comunicación pasaba antes por las manos de la
policía. Una sentencia de ocho o diez años suponía casi siempre
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palabra tuya...
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Carta vigésimo cuarta de Lev (1946).
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una ruptura de relaciones: los confinados perdían parejas, esposas
o maridos, cuando no a toda la familia. Lev y Svetlana fueron una
excepción. No sólo dieron con la forma de escribirse y llegaron
incluso a verse a hurtadillas –infracción extremadamente grave de
las normas del gulag, que acarreaba severos castigos–, sino que conservaron todas y cada una de sus preciosas cartas (exponiéndose a
un mayor riesgo, si cabe) como prueba de su historia de amor.
Finalmente, resultó que el más pequeño de los baúles contenía casi mil quinientas cartas. Transcribirlas fue una tarea que requirió algo más de dos años. Salpicadas de palabras en clave, de
detalles y de iniciales que había que aclarar, descifrarlas no fue tarea fácil. Tales cartas son la base documental de este libro, pero
también se nutre de los ricos archivos contenidos en los otros baúles, de las largas conversaciones con Lev y Svetlana y con parientes
y amigos suyos, de los escritos de otros reclusos de Pechora, de visitas a la ciudad y de conversaciones con sus moradores, así como
de los propios archivos del campo de trabajo.
Capítulo 1
Lev fue el primero en fijarse en Svetlana. Entre la multitud de estudiantes que esperaban en el patio bordeado de árboles de la Universidad de Moscú a que los llamasen por su nombre para acceder
al examen de admisión, reparó en ella de inmediato. Estaba de pie
en la entrada de la Facultad de Físicas con un amigo suyo que lo
saludó desde lejos con la mano, y se la presentó como una compañera de su antiguo instituto. Sólo tuvieron la posibilidad de intercambiar dos palabras antes de que se abrieran las puertas de la Facultad y, en tropel, se unieran a la oleada de estudiantes que invadía
la escalera, camino del anfiteatro donde iba a celebrarse el examen.
Los dos asienten al decir que lo suyo no fue un amor a primera vista. En aquellos días, Lev iba con pies de plomo con tal de
no rendirse al amor a las primeras de cambio. Pero Svetlana le había llamado la atención: era una chica de estatura media, delgada,
cabello castaño y abundante, pómulos marcados, barbilla afilada y
unos ojos azules que brillaban con una inteligencia melancólica.
En aquel septiembre de 1935, era una de la media docena de jóvenes que, junto con Lev y una treintena de muchachos, habían
sido admitidas en la Facultad de Físicas, la mejor de la Unión Soviética. Con aquella camisa oscura de lana, falda corta de color gris
y unos zapatos negros de piel de ante, la misma ropa que llevara
en el instituto, Svetlana llamaba la atención en aquel entorno masculino.Tenía una bonita voz (con el tiempo cantaría en el coro de
la Universidad), que realzaba su atractivo físico. Alegre, a veces des-
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carada, y de sobras conocida por su lengua afilada, no era una chica
que pasara desapercibida. No le faltaban admiradores, pero Lev tenía algo especial. No era alto ni fornido –era un poco más bajo
que ella–, y tampoco parecía tan seguro de su físico como otros
jóvenes de su edad. En las fotos de entonces, siempre llevaba la
misma camisa vieja, abotonada hasta el cuello y sin corbata, al estilo ruso. Por su aspecto, más parecía un muchacho que un hombre. Pero tenía un rostro agraciado y bondadoso, de dulces ojos
azules y labios carnosos, como los de una chica.
A lo largo de aquel primer trimestre, Lev y Sveta2 (como empezó a llamarla) se veían con frecuencia. Se sentaban juntos du2. En ruso, los nombres de pila tienen una forma larga y otra abreviada o hipocorística (empleada
por amigos y parientes), así como diversos diminutivos afectuosos. La forma abreviada de Svetlana
es Sveta, aunque también la llamaban Svetoshka, Svetik, Svetlanka, etcétera. En las cartas que le escribía desde el campo de concentración, Lev solía referirse a ella como «Svet» o «Svetloe» (vocablos
rusos que designan «la luz»), una asociación que a él le gustaba en especial. En el texto, y de aquí
en adelante, siempre nos referiremos a ella como Sveta.
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rante las clases, se saludaban al verse en la biblioteca y se movían
en el mismo grupo de físicos e ingenieros en ciernes que comían
juntos en la cantina, o coincidían en el círculo de estudiantes, a un
paso de la entrada de la biblioteca, donde algunos iban a fumar
un cigarrillo o, simplemente, a estirar las piernas y charlar un rato.
Más adelante, junto con algunos amigos, Lev y Sveta solían ir
al teatro o al cine; después, él la acompañaba hasta casa siguiendo
la ruta romántica que, por bulevares ajardinados, discurre entre la
plaza Pushkin y los Cuarteles Pokrovski, cerca del domicilio de
Sveta, un lugar frecuentado por muchas parejas al declinar el día.
A pesar de la liberalización de costumbres que se había impuesto
desde algunos estamentos a partir de 1917, en los círculos universitarios de la década de 1930 el cortejo convencional aún se desarrollaba según los cánones de la galantería romántica. En la Universidad de Moscú, los noviazgos iban en serio y se respetaba la
castidad; normalmente, comenzaban cuando una pareja se apartaba de sus amigos y el chico empezaba a acompañar a la chica a su
casa al caer la noche. Era una oportunidad para hablar entre ellos
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de forma más íntima, de intercambiar algunos de sus versos preferidos y, llegado el caso, un pretexto perfecto para hablar de amor,
sin dejar de lado la posibilidad de darse un beso antes de separarse ante la puerta de la casa de ella.
Lev sabía que no era el único que iba detrás de Sveta. En más
de una ocasión, la veía pasear con Georgi Liajov (el amigo que se
la había presentado) por los Jardines de Aleksandr, al pie de la Muralla del Kremlin. Lev era demasiado reservado para preguntarle
por las relaciones que mantenía con Sveta, hasta que un día el propio Georgi le soltó: «Esta Svetlana es un encanto, pero tan inteligente, tan endiabladamente inteligente…». Lo dijo de tal forma,
que Lev vio claro que Georgi estaba intimidado por la inteligencia
de la joven. Como no tardaría en descubrir, Sveta era una persona
de carácter voluble, crítica con los demás e intolerante con quienes no eran tan despiertos como ella.
Poco a poco, Lev y Sveta fueron intimando. Se sentían «profundamente compenetrados», al decir de Lev. Setenta años más
tarde, sentado en el salón de su casa, esboza una sonrisa al recordar
aquellos primeros lazos afectivos. Reflexiona mientras elige las palabras con cuidado: «No es que estuviéramos locamente enamorados el uno del otro, sino que se estableció entre los dos una profunda y permanente afinidad».
Hasta que llegó el día en que, por fin, se vieron como pareja.
«Todo el mundo imaginaba que yo salía con Svetlana, porque no
me veían con ninguna otra que no fuera ella.» Y llegó el momento en que los dos lo tuvieron claro. Una tarde, mientras daban un
paseo por las apacibles calles del barrio residencial donde vivía
Sveta, en la Kazarmennyi Pereulok (Pasaje de los Cuarteles), ella
le tomó de la mano y le dijo: «Vamos por ahí; te presentaré a mis
amigas».Y así lo hicieron. Aquel día, Lev conocería a las mejores
amigas del colegio de Sveta: Irina Krauze, que estudiaba francés
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en el Instituto de Lenguas Extranjeras, y Alexandra («Shura» o
«Shurka») Chernomordik, estudiante de medicina. Que le llevara
a conocer a sus amigas de la infancia le pareció una señal de confianza, una muestra de afecto.
Poco después, Sveta lo invitó a ir a su casa. La familia Ivanov
disponía de un amplio apartamento de dos habitaciones grandes
y una cocina, un lujo muy poco habitual en el Moscú de Stalin,
donde lo normal eran los pisos comunitarios, una familia por habitación, con cocina y retretes en común. Con sus padres, Sveta y
su hermana pequeña, Tania, compartían una de las habitaciones;
las chicas dormían en un sofá cama. Su hermano Yaroslav («Yara») y
su mujer, Elena, ocupaban la otra habitación, donde había un enorme armario ropero, una vitrina para libros y un piano de cola que
tocaba toda la familia. Con sus techos altos y aquellos muebles antiguos, el hogar de los Ivanov era un reducto de la intelectualidad
en aquella capital proletaria.
El padre de Sveta, Aleksandr Alekséievich, era un hombre alto,
con barba, de unos cincuenta años, mirada triste y despierta, y cabello entrecano. Bolchevique de la vieja guardia, ya de estudiante, en
1902 se había unido al movimiento revolucionario en la Universidad de Kazán, de la que fue expulsado antes de dar con sus huesos en la cárcel y de matricularse en la Facultad de Físicas de la
Universidad de San Petersburgo, donde había trabajado con el célebre químico ruso Serguéi Lébedev en el desarrollo del caucho
sintético antes de la Primera Guerra Mundial. Tras la Revolución
de Octubre de 1917, Aleksandr había ocupado un puesto de responsabilidad en la organización de la producción soviética de caucho. Sin embargo, en 1921, desilusionado con la deriva de la dictadura soviética, y aunque oficialmente por razones de salud,
abandonó el Partido. Durante esa década, realizó dos largos viajes
de negocios a Occidente hasta que, en 1930, se asentó en Moscú
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con su familia. El Plan Quinquenal para industrializar la Unión
Soviética ya estaba en su apogeo, y para entonces ya se había desatado la primera oleada del terror estalinista contra los «especialistas burgueses», en la que muchos de sus amigos y colegas de toda
la vida acabaron siendo detenidos como «espías» o «saboteadores»,
y ejecutados o enviados a campos de trabajo. Sus viajes al extranjero lo hacían vulnerable desde un punto de vista político, pero se
las compuso como buenamente pudo para sobrevivir y seguir trabajando por la causa de la industria soviética, y ascendió hasta el
cargo de subdirector del Instituto de Investigaciones Científicas
de la Resina. En un hogar donde imperaba una mentalidad de formación técnica, todos los hijos estaban abocados a cursar estudios
de ciencias o ingeniería:Yara fue a la Escuela de Ingeniería Industrial,Tania estudió meteorología, y Sveta se matriculó en la Facultad
de Físicas.
Aleksandr dispensó a Lev una buena acogida. Aplaudía la presencia de otro científico en su casa. La madre de Sveta, sin embargo, se mostró distante y reservada. También en la cincuentena, era
una mujer entrada en carnes y de andares pausados, que llevaba
mitones para disimular una afección en las manos. Anastasia Eroféievna era profesora de lengua rusa en el Instituto de Economía
de Moscú, y conservaba el porte severo de una pedagoga. Entrecerrando los ojos, observaba a Lev desde detrás de sus gafas de
montura gruesa. Durante mucho tiempo, su actitud lo tuvo acobardado hasta que, al finalizar ambos el primer año de universidad,
se produjo un incidente que dio un vuelco a la situación. Sveta le
pidió a Lev los apuntes de una clase a la que no había asistido.
Cuando, antes del primer examen, el chico pasó a recogerlos, Anastasia le comentó que, en su opinión, eran unos apuntes magníficos.
No era para tanto –un pequeño cumplido inesperado–, pero, por
el tono dulce de su voz, Lev lo interpretó como una señal de acep-
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tación por parte de Anastasia, guardiana de la familia. «Me lo tomé
como un permiso en toda regla para ir a su casa –recordaba Lev–,
y comencé a pasarme por allí más a menudo, sin que me diera tanta vergüenza.» Al concluir los exámenes, durante el largo y cálido
verano de 1936, todos los días, al ponerse el sol, Lev iba a buscar
a Sveta y la llevaba al Parque Sokolniki para enseñarle a montar
en bicicleta.
La aceptación por parte de la familia de Sveta fue siempre un
factor importante para el joven Lev. Sin familiares cercanos, Lev
Mishchenko había nacido en Moscú el 21 de enero de 1917, un
día antes de que el cataclismo de la Revolución de Febrero cambiase el mundo para siempre. Tras perder a sus padres a una edad
temprana, su madre,Valentina Alekséievna, hija de un triste funcionario de provincias, había sido criada y educada con dos tías en
Moscú. Ejercía como maestra en una de las escuelas de la ciudad
cuando conoció al padre de Lev, Gleb Fiódorovich Mishchenko,
un graduado de la Facultad de Físicas de Moscú que estudiaba para
ingeniero en el Instituto del Ferrocarril. Mishchenko era un apellido ucraniano. Fiódor, el padre de Gleb, profesor de filología de
la Universidad de Kiev y traductor de textos griegos de la Antigüedad al ruso, había sido un intelectual destacado del nacionalismo ucraniano.Tras la Revolución de Octubre, los padres de Lev se
trasladaron a una pequeña localidad, Beriózovo, en la región siberiana de Tobolsk, lugar que Gleb había descubierto durante sus viajes de inspección cuando trabajaba como ingeniero de los ferrocarriles. Ciudad conocida como lugar de exilio desde el siglo xviii,
Beriózovo quedaba lejos del régimen bolchevique y en una zona
agrícola relativamente próspera, por lo que parecía un buen sitio
para alejarse de la Guerra Civil (1917-1921), que sembró el terror
y la ruina económica en Moscú. La familia se instaló con una tía
de Valentina en una habitación alquilada, en casa de una familia de
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campesinos hacendados. Gleb encontró trabajo como maestro de
escuela y meteorólogo,Valentina ejerció también como maestra y
Lev fue criado por su tía Lydia Konstantinovna, a la que llamaba
«abuela». Ella fue quien le leyó cuentos de hadas y le enseñó el
Padrenuestro, oración que recordaría durante toda su vida.
Los bolcheviques llegaron a Beriózovo en el otoño de 1919.
Comenzaron a detener como rehenes a «burgueses», bajo la acusación de haber colaborado con los Blancos, las fuerzas contrarrevolucionarias que habían ocupado la región durante la Guerra
Civil. Un día, se llevaron a los padres de Lev. Con cuatro años, el
pequeño fue con su abuela a verlos a la cárcel de la localidad.
A Gleb lo habían encerrado en una celda amplia con otros nueve
reclusos. Le dieron permiso para entrar en la celda y sentarse con
su padre, bajo la mirada de un guardia que permanecía de pie a la
puerta con un fusil en las manos. «Y ese tipo, ¿es un cazador?», le
preguntó a su padre, quien le contestó: «Ese tipo, como tú dices,
nos está protegiendo». Lev y su abuela encontraron a su madre en
una celda de aislamiento. Fue a verla en dos ocasiones. La última
vez, y para que se acordara de aquella visita, su madre le dio un
cuenco de crema agria con azúcar que había comprado con el dinero que le daban en la cárcel.
No mucho tiempo después, a Lev lo llevaron al hospital donde su madre se estaba muriendo.Tenía un tiro en el pecho, probablemente de uno de los guardianes de la prisión. Lev estaba en el
umbral de la sala, cuando una enfermera pasó por delante de él
con algo rojo y palpitante en las manos. Horrorizado al ver aquello, Lev se negó a entrar en la sala cuando su abuela le dijo que
pasara a despedirse de su madre y, sin moverse del umbral, vio
cómo se acercaba a la cama y le daba un beso en la cabeza.
Las exequias se celebraron en la iglesia principal de la ciudad.
Lev asistió con su abuela. Sentado en un taburete al pie del féretro
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destapado, era aún de muy corta estatura para mirar dentro y contemplar la cara de su madre, pero detrás del ataúd pudo ver las caras pintadas en vivos colores del iconostasio y, a la luz de las velas,
reconoció el rostro de la Madre de Dios. Lev recuerda haber pensado que aquel rostro guardaba cierto parecido con el de su propia
madre. Con permiso para salir de la cárcel y asistir al funeral –aunque siempre acompañado por un guardia–, el padre de Lev apareció a su lado. «Ha venido para despedirse de ella», oyó que comentaba una mujer. Le dejaron quedarse un momento junto al féretro,
y poco después se lo llevaron de nuevo. Más tarde, Lev fue llevado
a la tumba de su madre en el cementerio, al lado de la iglesia. El
montón de tierra que acababan de remover era un manchón oscuro en medio de la nieve; en la parte superior, alguien había plantado una cruz de madera.
Unos días después, la abuela de Lev lo llevó a otras exequias
en la misma iglesia. En aquella ocasión, eran diez los ataúdes que, en
hilera, estaban a los pies del iconostasio: en cada uno, el cuerpo
de alguien asesinado por los bolcheviques. Uno de ellos era el
padre de Lev. Él y sus compañeros de celda debían de haber sido
fusilados al mismo tiempo. Se desconoce el lugar donde fueron
enterrados.
En el seco verano de 1921, cuando el hambre se abatió sobre
la Rusia rural, Lev regresó a Moscú con su abuela. Al menos temporalmente, los bolcheviques se tomaron un respiro en su lucha
de clases contra la «burguesía», y los supervivientes de la clase media que aún quedaban en Moscú trataban de salir adelante como
podían. Durante veinte años, la abuela de Lev había ofrecido sus
servicios como comadrona en Lefortovo, un barrio de pequeños
comerciantes y tenderos, y allí se mudaron Lev y ella, a casa de un
pariente lejano. El primer año, vivieron hacinados en un rincón
–una cama y un catre detrás de una cortina–, y su abuela trabajó
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como enfermera y comadrona. En 1922, Lev se fue a casa de su
«tía Katia» (hermana de Valentina), que vivía con su segundo marido en un apartamento comunitario de la calle Granovsky, a un
tiro de piedra del Kremlin. Allí se quedó hasta 1924, fecha en que
se mudó a casa de Elizaveta Konstantinovna, tía de su madre y antigua directora de un instituto femenino, en la calle Malaya Nikitskaya. «Tía Katia venía a vernos casi todos los días –recordaba
Lev–, de modo que me crié en una atmósfera de influencias y
atenciones femeninas constantes.»
El amor de aquellas tres mujeres –ninguna de ellas tenía hijos– no le hizo olvidar, sin embargo, lo que significaba la pérdida
de su madre. Pero le inspiró un respeto profundo, casi reverencial,
hacia las mujeres en general. Aquel amor materno se vio auxiliado,
no obstante, por el apoyo material y moral de tres de los mejores
amigos de sus padres, que siempre ayudaron económicamente a su
abuela: la madrina de Lev, que ejercía de médico en Yereván, capital de Armenia; Serguéi Rzhekvin («tío Seryozha»), profesor de
acústica en la Universidad de Moscú, y Nikita Mélnikov («tío Nikita»), antiguo menchevique,3 lingüista, ingeniero y maestro de
escuela, a quien Lev llamaba su «segundo padre».
Lev asistió a una escuela mixta, un antiguo instituto femenino de la calle Bolshaya Nikitskaya (la segregación por sexo en las
escuelas quedó abolida en la Rusia Soviética en 1918). Cuando
Lev empezó a ir a aquel establecimiento, ubicado en una mansión
clásica de dos alas del siglo xix, la escuela aún conservaba una honda impronta de la idea para la que se fundara. En sus aulas, gran
parte del profesorado llevaba a cabo la misma actividad que venía
desempeñando desde 1917. El profesor de alemán era el antiguo
director del instituto; el maestro de los más pequeños era primo
3. Los mencheviques eran un partido marxista contrario a la dictadura de los bolcheviques.
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de un célebre compositor ucraniano, y su profesor de ruso era pariente del escritor Mijail Bulgákov. A principios de la década de
1930, con Lev a las puertas de la adolescencia, en contacto con las
instalaciones industriales asentadas en Moscú, la escuela se transformó en un instituto politécnico orientado a las ingenierías.Técnicos industriales impartían clases prácticas y dirigían experimentos, para allanar el camino de los chicos al aprendizaje en las
fábricas.
La escuela de Sveta, en el Pasaje Vuzovski, no quedaba lejos
del colegio al que iba Lev. ¿Qué habría pasado si se hubieran conocido entonces? Ambos provenían de entornos muy diferentes:
Lev, vástago del viejo mundo de la clase media moscovita, sometido a la influencia de los valores ortodoxos que su abuela le había
inculcado; Sveta, criada en un ambiente más progresista de personas con formación técnica. Con todo, eran muchos los valores e
intereses fundamentales que tenían en común. Ambos eran maduros para la edad que tenían, serios, despiertos, independientes en
su forma de pensar, mentes abiertas y curiosas que se fiaban más
de su propia experiencia que de la propaganda o las convenciones
sociales. Una madurez e independencia que habría de servirles de
mucho. En una carta de 1949, época en la que la campaña contra
la religión en las escuelas soviéticas estaba en pleno apogeo, Sveta
evocaba cómo era aquella chica de once años:
Creo que era más madura que el resto de mis compañeros…
Por entonces, me preocupaba mucho la cuestión de Dios y la
religión. Nuestros vecinos eran creyentes, y Yara tenía la costumbre de hacer rabiar a sus hijos.Yo se lo echaba en cara, invocando la libertad religiosa. Resolví el problema que tenía con
Dios por mí misma: llegué a la conclusión de que, sin él, seguimos sin comprender el porqué de la eternidad o la creación y,
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puesto que jamás podría saber su opinión al respecto, eso significaba que no era necesario (para mí, claro está, aunque pudiera serlo para otros que creen en Él).
A esa edad, tanto Lev como Sveta eran el fruto maduro de un sistema de valores anclado en el esfuerzo y la responsabilidad. En el
caso de la joven Sveta, era el resultado de la educación que había
recibido en el seno de la familia Ivanov, donde no sólo tuvo que
ocuparse de su hermana pequeña, Tania, sino también de numerosas tareas domésticas. En cuanto a Lev, la situación le venía impuesta por circunstancias de índole económica. Gracias a la escuela, se abriría paso para redondear la minúscula pensión de su
abuela.
En 1932, con quince años recién cumplidos, el joven Lev encontró un trabajo nocturno en las obras de la primera línea del
metro de Moscú, entre el Parque Gorki y Sokolniki. Se encargaba
de trazar el itinerario por las calles con las cuadrillas de excavación,
compuestas en su mayoría de campesinos emigrados que, en aquellos años y como una riada, inundaban Moscú para evitar que los
bolcheviques los obligaran a trabajar en granjas colectivas. El verano siguiente, Lev pudo descubrir las terribles consecuencias de
la colectivización. Trabajando como empleado de la limpieza en
un criadero de conejos, conoció a un compañero de fatigas que
había llegado de la Ucrania rural, devastada por la hambruna. Aquel
hombre escribía poemas tristes sobre «casas abandonadas en el pueblo, con moribundos y cadáveres apilados al otro lado de una cerca». Aunque la forma sensiblera de abordar el tema le desagradaba,
la carga emotiva que acompañaba a aquellos poemas era sobrecogedora. «¿Por qué te imaginas siempre escenas tan aterradoras?», le
preguntó un día; a lo que su compañero respondió: «No son imaginaciones mías. Hablo de mi pueblo. Hay hambre, y nadie tiene
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fuerzas ni para enterrar a los muertos». Lev se quedó estupefacto.
Hasta entonces nunca se había cuestionado el poder ni las políticas impulsadas por los sóviets. Se había unido al Komsomol, la Organización Juvenil del Partido Comunista, y tenía fe en el Partido.
Pero las palabras de aquel trabajador sembraron en él el germen
de la duda. Un poco más adelante, aquel mismo año, Lev visitó
una granja colectiva en los alrededores de Moscú; fue durante un
viaje escolar organizado por su profesor de biología, ferviente bolchevique, que transformó una de las casas abandonadas de la granja para escenificar un montaje sobre «la lucha contra los parásitos».
La casa había pertenecido al cura del pueblo, a quien habían de­
sahuciado, como bien a la vista estaba, cuando se llevó a cabo la
colectivización. En el interior de la casa, aún quedaban restos quemados de los libros, incluso de una Biblia en griego antiguo, lengua en la que su abuelo era especialista y que, bajo el régimen soviético, ya no se consideraba necesaria.
Durante su primer año de Universidad, en 1935, Lev vivía
aún con su abuela (de ochenta y dos años) en un piso comunitario en la Leningrad Prospekt, al noroeste de Moscú. Su excéntrica «tía Olga»4 disponía de una habitación en el mismo apartamento, que compartía con su marido. Lev y su abuela ocupaban una
estancia estrecha y oscura, con una cama para él a un lado y un
baúl al otro, donde su abuela improvisaba una especie de catre,
apoyando los pies en un taburete. Al otro extremo, junto a la ventana, un escritorio, y en lo alto, encima de su cama, una vitrina
minúscula donde guardaba los utensilios de química y sus libros,
textos de matemáticas y de física sobre todo, pero también obras
clásicas de la literatura rusa. Cuando Sveta se pasaba por allí, se
sentaban en la cama y hablaban. Indiscreta, su tía Olga no perdía de
4. En realidad, hija ilegítima de Borís Tolmashev, primer marido de su tía Katia.
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vista sus idas y venidas por el pasillo. Como creyente fervorosa,
desaprobaba aquellas visitas de Sveta, y así se lo hizo saber a Lev,
dándole a entender que allí estaban pasando cosas raras. «Sólo es
una amiga de la Universidad», replicaba Lev, pero su tía se quedaba en la entrada, al otro lado de la puerta, al acecho en busca de
«pruebas».
El único lugar donde Lev y Sveta podían sentirse realmente
libres era el campo. Todos los veranos, la familia de la joven alquilaba una gran dacha en Boriskovo, una localidad a orillas del río
Istra, a setenta kilómetros al noroeste de Moscú. Lev iba a visitarlos desde la ciudad, a veces en bicicleta, otras en tren hasta Manikhino, a una hora de camino de Boriskovo. Lev y Sveta pasaban
el día en los bosques, tumbados junto al río, leyendo poesía, hasta
que empezaba a oscurecer y él tenía que dejarla para tomar el último tren o recorrer el largo camino de vuelta en bicicleta.
El 31 de julio de 1936, Lev bajó del tren. Sufrían una ola de
calor y, tras la caminata desde Manikhino, sudando a mares, decidió darse un chapuzón rápido en el río, cerca de Boriskovo, antes
de presentarse en casa de Sveta. Se quedó en calzoncillos y se metió en el agua. Era un nadador mediocre, de modo que nunca se
alejaba de la orilla, pero la corriente era tan fuerte que lo arrastró
y comenzó a hundirse. Al ver a un pescador en la orilla, Lev gritó:
«¡Socorro! ¡Me ahogo!». El pescador permaneció impasible. Lev se
hundió de nuevo y salió a la superficie por segunda vez pidiendo
ayuda, antes de hundirse de nuevo. Sin fuerzas para valerse por sí
mismo, en aquellos instantes Lev pensó en lo estúpido que sería
morir tan cerca de la casa de Sveta… Y perdió el sentido. Cuando
volvió en sí, comprobó que estaba en la orilla, junto a otro pescador. Jadeando, mientras trataba de recuperar el aliento, Lev sólo
llegó a ver de refilón a su salvador, de pie a sus espaldas, y comenzó a echar pestes del pescador que no había acudido en su ayuda.
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El hombre se fue antes de que pudiera saber quién era y darle las
gracias como es debido. Lev pasó el día con Sveta y su familia. Al
caer el sol, ella y su hermana Tania lo acompañaron hasta los límites de la localidad para decirle adiós camino de la estación. En el
pueblo, Lev reconoció al hombre que lo había salvado. Iba en compañía de otro señor mayor y dos mujeres. Lev le dio las gracias y
le preguntó cómo se llamaba. El hombre de más edad le respondió: «Soy el profesor Sintsov; permítame que le presente a mi yerno, el ingeniero Bespalov, y estas señoras son nuestras esposas».Tras
darles las gracias una vez más, Lev se dirigió a la estación, donde
la radio pública emitía la Introduction et Rondo capriccioso, de SaintSaëns. Al escuchar el precioso solo de violín ejecutado por David
Óistraj, se sintió arrastrado por un intenso deseo de vivir. Todo a
su alrededor se le antojaba más intenso y vívido que antes. ¡Había
salvado la vida! ¡Amaba a Svetlana! Y aquella música expresaba toda
la alegría que llevaba dentro.
La vida no era sino una sucesión de alegrías fugaces. En 1935,
Stalin había proclamado que «vivían mejor y de forma más desahogada». Disponían de bienes de consumo más asequibles, como
el vodka o el caviar, había más salones de baile y también películas
entretenidas para que el pueblo se lo pasase en grande y mantuviera su fe en el esplendoroso y brillante futuro que llegaría con
la implantación del comunismo. Mientras tanto, la policía política
de Stalin, el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), elaboraba listas de posibles elementos subversivos.
Al menos 1,3 millones de «enemigos del pueblo» fueron detenidos, y más de la mitad ejecutados, durante la época del Gran
Terror, entre 1937 y 1938. Nadie sabía a qué respondía aquella
calculada política de matanzas y ejecuciones: si se debía a una obsesión de Stalin por acabar con todos sus enemigos potenciales o
si era una guerra contra «sujetos contrarios al orden social». Aun
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así, todo parecía indicar que se trataba de una eliminación preventiva de «individuos poco fiables», ante la posibilidad de una guerra
en un momento en que las tensiones internacionales iban en aumento. El terror alcanzó a todas las capas de la sociedad. Se instaló en todas las parcelas de la vida diaria.Vecinos, colegas, amigos y
parientes podían ser acusados de «espías» o de «fascistas» de la noche a la mañana.
El mundo de la física soviética resultó ser uno de los más expuestos, en parte por su importancia decisiva para el ejército, y en
parte porque, desde una perspectiva ideológica, estaba dividido. La
Facultad de Físicas de la Universidad de Moscú se vio de lleno en
el ojo del huracán. Por un lado, un grupo de jóvenes y brillantes
investigadores, como Yuri Rumer y Borís Gessen, se erigieron en
adalides de las teorías físicas de Einstein, Bohr y Heisenberg; por
otro, un grupo de profesores de mayor edad denunciaba las teorías
de la relatividad y la mecánica cuántica señalándolas como «idealistas», e incompatibles, por tanto, con el materialismo dialéctico,
«fundamento» científico» del marxismo-leninismo. La fractura ideológica se vio acrecentada en su vertiente política cuando los materialistas acusaron a los defensores de la mecánica cuántica de
«falta de patriotismo» (es decir, de «espías» en potencia), tanto por
estar influenciados por el mundo de la ciencia occidental como
por haber viajado al extranjero. En agosto de 1936, justo antes de
que Lev y Sveta se adentraran en el segundo año de Facultad, Gessen fue detenido bajo la acusación de pertenecer a una «organización terrorista contrarrevolucionaria» y, poco más tarde, fusilado.
Rumer fue expulsado de la Universidad en 1937.
A los estudiantes se les exigía que se mantuviesen ojo avizor.
En el Komsomol, plantaban cara a otros estudiantes cuyos parientes habían sido detenidos, y solicitaban que fueran expulsados de
la Universidad si no renegaban públicamente de sus familiares.
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Fueron muchas las expulsiones en otras facultades; sin embargo,
en la Facultad de Físicas hubo muy pocas, sin duda debido a los
fuertes lazos de compañerismo forjados entre los propios alumnos.
Gracias a ese espíritu solidario, el propio Lev salió indemne de un
incidente acaecido en 1937.
La formación militar era obligatoria para los estudiantes a
tiempo completo de la Universidad de Moscú, y debían alistarse
a un cuerpo de oficiales en la reserva que podía ser movilizado en
caso de guerra. Los alumnos de la Facultad de Físicas estaban
en condiciones de ponerse al frente de tropas de infantería. La
formación correspondiente la recibieron en dos campamentos de
verano, cerca de Vladimir. En el primero de aquellos campamentos, en julio de 1937, el jefe de los instructores acababa de ser ascendido a segundo en la cadena de mando de un regimiento de
estudiantes no universitarios. Disfrutaba maltratando a la flor y nata
de los físicos; los hacía correr doscientos metros, seguidos de una
marcha de igual distancia, y luego los obligaba a repetir aquel ejercicio una y otra vez. Lev no era de ésos que se muerden la lengua
ante hombres que, al verse investidos de autoridad, machacan a sus
subordinados. Harto de aquella situación, una mañana, gritó: «¡Estamos a las órdenes de idiotas!», observación que realizó en voz lo
suficientemente alta como para que el instructor lo oyese y dirigiese una queja a sus superiores. El asunto llegó al Comité de la
División del Partido de la Región Militar de Moscú, que tomó
la decisión de expulsarlo del Komsomol «por agitación trotskista
contrarrevolucionaria contra los mandos del Ejército Rojo que
estaban al frente de los regimientos de obreros y campesinos». En
septiembre, Lev volvió a la Universidad. Temeroso de que la cosa
fuera a más, apeló a la División del Partido para solicitar que anulasen su expulsión del Komsomol. Convocado a la sede central
de la Región Militar, y tras escuchar su versión de los hechos, un
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comité decidió anular la expulsión sustituyéndola por «una seria
reprimenda (strogii vygovor) por comportamiento indigno de un
miembro del Komsomol». Podría haber sido peor. Más adelante,
Lev se enteró de que el resultado final del asunto se debía, en gran
parte, al valeroso comportamiento de tres amigos de la Facultad
de Físicas, que habían enviado una petición al Comité, firmada de
su puño y letra. Lev era una persona tan apreciada por sus compañeros de facultad, que hasta se habían atrevido a correr el riesgo
de salir en su defensa. Su manifestación de solidaridad bien podía
haberse vuelto en su contra y haber acabado por ser detenidos,
dado que un grupo de tres era un número suficiente para ser considerado como una «organización» por parte de las autoridades.
Aquel episodio valió para que Lev y Sveta volvieran a estar juntos. A mitad del segundo año de Universidad, la relación se había
enfriado y llevaban un tiempo sin verse. Fue Sveta la culpable de
aquella ruptura, tras apartarse sin explicación alguna del círculo
de amigos que tenían en común. Lev no entendía nada. Menos aún
considerando que el verano anterior se habían visto todos los días,
y que ella incluso le había pedido una foto suya. Muchos de sus amigos se iban casando, y Lev imaginaba que ellos no tardarían en hacer lo propio. Hasta que, de pronto y sin decirle nada, ella decidió
apartarse. Al recordar aquella época, Sveta lo achacaba a uno de sus
«negros estados de ánimo», depresiones que la atormentarían durante buena parte de su vida. «Cuántas veces, sólo Dios lo sabe –le
escribiría más adelante a Lev–, no me habré reprochado que las cosas fueran mal entre nosotros, y haberte hecho sufrir.»
Sin embargo, en cuanto supo que Lev no pasaba por su mejor momento, Sveta se puso de nuevo de su lado, y, durante los tres
años siguientes, fueron inseparables. Por las mañanas, Lev coincidía
con ella camino de la Universidad. También la esperaba al acabar
las clases, y luego la acompañaba a la Leningrad Prospekt y coci-
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naba para ella, o iban al teatro o al cine y más tarde la acompañaba a casa. En su relación, la poesía ocupaba un lugar preponderante. Leían juntos y se intercambiaban poemas, para estar al día de
los nuevos vientos de la poesía. Si bien Ajmátova y Blok eran sus
preferidos, a Sveta le gustaba mucho un poema de Elena Ryvina
que le recitó a Lev un día al anochecer, mientras paseaban por las
calles de Moscú. El poema hablaba de lo fugaz que es la felicidad:
El resplandor de tu cigarrillo
languidece, luego se reaviva.
Vamos por la calle Rossi,5
y en vano lucen las farolas.
Nuestro inesperado encuentro es más breve
que un paso, que un instante, que un suspiro.
¿Por qué, bendito arquitecto,
tu calle se me antoja tan corta?
A veces, si Lev tenía que trabajar hasta tarde y no podía verla, por
las noches pasaba por delante de su casa. En una de tales ocasiones,
le dejó esta nota:
¡Svetka! Me he pasado para ver cómo estabas y recordarte que
mañana, día 29, nos gustaría que vinieses a vernos. He preferido no molestar en tu casa porque es tarde –las once y media–.
Dos de las ventanas estaban a oscuras, y las otras dos en penumbra; temía despertar a todos y darles un buen susto.Ven a verme
si tienes un rato. Saludos a tu madre y a Tania».
5. Carlo Rossi, arquitecto italiano que construyó numerosos edificios y viviendas en San Petersburgo durante el reinado de Nicolás I (1825-1855).
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En enero de 1940, falleció la abuela de Lev. Sveta estaba a su lado
durante el entierro en el cementerio de Vagánkovo.
Un mes después, Lev empezó a trabajar como ayudante técnico en el Instituto de Física Lébedev (FIAN, por sus siglas en
ruso). Estaba en el último año de Universidad, pero había sido
recomendado por Naum Grigorov, un amigo de la Facultad que
acababa de incorporarse al FIAN, y Lev estimó que aquélla era
una buena oportunidad de adentrarse en el campo de la investigación. El FIAN llevaba el nombre de Piotr Lébedev, el físico
ruso pionero en medir la presión ejercida por la luz reflejada o
absorbida por un cuerpo opaco, y era uno de los centros más
punteros del mundo en el ámbito de la física atómica. A la vanguardia de su programa de investigaciones, figuraba el proyecto
sobre la radiación cósmica al que Lev iba a incorporarse. Como
estudiaba durante el día, Lev solía trabajar en el laboratorio al
atardecer. Sveta le esperaba hasta tarde en la biblioteca, y luego
recorría los tres kilómetros que separaban la Facultad de Físicas
del FIAN, en la Plaza Miusski. Se sentaba en uno de los bancos del
patio y esperaba a Lev, que solía aparecer hacia las ocho y la
acompañaba hasta su casa. En cierta ocasión, Lev estaba tan cansado que se quedó dormido en el laboratorio y no se despertó
hasta pasadas las nueve. Sveta siguió esperándolo en el banco.
Cuando le confesó que se había quedado dormido, ella se echó
a reír.
Aquel verano, Lev participó en una expedición científica al
monte Elbrús, en el Cáucaso. El Instituto disponía de una base de
investigación en uno de los picos de esa cordillera, donde el grupo
del que Lev formaba parte disponía de las condiciones ideales
para estudiar los efectos de la radiación cósmica en uno de los puntos más próximos a su entrada en la atmósfera terrestre. Lev pasó
tres meses en la base. «Ayer escalamos y llegamos a nuestro
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Lev en el monte Elbrús (1940).
refugio en un santiamén –escribió a Sveta–. Me siento en plena
forma, tengo un apetito feroz y me llevo recuerdos inolvidables.»
Mientras, durante las vacaciones de verano, Sveta trabajaba en la
Biblioteca Lenin, integrada por entonces en un moderno edificio
de hormigón que se estaba construyendo cerca del Kremlin. «Si
estuvieras aquí, verías que hay una bonita plazuela llena de arbustos y flores delante de la biblioteca –le escribió a Lev–. ¿Quién me
regalará un ramillete de flores el día de mi cumpleaños?» Lev tenía
que regresar del Cáucaso el 1 de septiembre, diez días antes de que
Sveta cumpliese los veintitrés y, en tal ocasión, él siempre le llevaba flores. Hasta ese momento, tendría que conformarse con escribirle cartas.
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3 de agosto de 1940
Levenka:
En cuanto llegué a casa, mi primer impulso fue preguntar si había alguna carta para mí, y todos comenzaron a tomarme el pelo
a costa tuya, así que, para que me dejaran en paz, les dije que estaba esperando una postal de Irina. Entonces, con una vehemencia exagerada,Tania dijo que no les fuera con cuentos, que nada
de postal de Irina, que sabía que tenía que haberme llegado una
carta tuya, así que la perseguí de cuarto en cuarto (en casa, aún
dejamos las puertas abiertas, de modo que puedes entrar en cualquier habitación cuando se te ocurra),6 implorándole que me la
diera. Al final, mamá se apiadó de mí y me la dio.
En su respuesta, Sveta le contaba a Lev algunas novedades. Le habían ofrecido un puesto permanente en la biblioteca.
No encontrarán a nadie mejor que yo. Conozco la disposición
de las salas, dónde está cada armario con sus estanterías. También conozco las publicaciones periódicas y, con mis conocimientos del alfabeto romano, me las apaño para descifrar el mes,
el año, la cabecera y el precio de cualquier publicación periódica en cualquier lengua, menos en chino… Tengo la cabeza
bien puesta y, aunque no sea la persona más inteligente del mundo, tampoco está llena de serrín… Vera Ivanovna me dijo que
podría ascender a jefa de sección en cosa de un año. Si quisiera pasarme en una biblioteca el resto de mi vida, sería un mag6. Las habitaciones estaban dispuestas según el plano:
Dormitorio
principal
Cocina
Habitación
de Yara
Vestíbulo
y entrada
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nífico comienzo para mi carrera. Pero no quiero dedicarme a
eso de por vida…, el lunes les diré que no.
Lev, no estés preocupado por mi salud.Ya te dije que mi
estado de ánimo depende de cómo me encuentre, o que cómo
me encuentre depende de mi estado de ánimo. En cualquier
caso, por mi caligrafía podrás comprobar que estoy tranquila y
serena, lo que significa que no siento ninguna molestia ni estoy
enferma de nada. Mamá dice que tengo tuberculosis. Según ella,
he perdido peso. Pero ya sabes que, con esta alimentación, es
casi lo menos que podría esperarse, y no tengo ningún otro síntoma.
Estaba previsto que, en junio de 1941, Lev y sus compañeros de la
FIAN realizasen una segunda expedición al monte Elbrús. En
la mañana del domingo, día 22, el equipo acudió al Instituto para
ultimar los preparativos del viaje. Lev estaba de un humor excelente. Acababa de aprobar los exámenes finales en la Universidad, y el
Comité de la Facultad que se encargaba de la colocación de los licenciados le había anunciado que era uno de los cuatro estudiantes
seleccionados para seguir con las investigaciones del proyecto sobre
la radiación cósmica en el FIAN. Con un año de retraso, Sveta se
había reincorporado a la Facultad de Físicas, y los dos eran felices.
Lev y sus compañeros estaban acabando de embalar el material que
debían llevarse, cuando irrumpió el jefe del equipo: «No vamos a
ninguna parte –les dijo–. ¿Habéis oído la radio?». Aquel día, al mediodía, se había emitido una alocución especial del ministro soviético de Asuntos Exteriores,Viacheslav Mólotov. «Hoy, a las cuatro
de la madrugada –había anunciado con voz emocionada–, fuerzas
alemanas se han adentrado en nuestro país, han rebasado nuestras
fronteras en numerosos lugares y bombardeado ciudades tan nuestras como Yitomir, Kiev, Sebastopol, Kaunas y otras.»
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El ataque alemán fue tan arrollador e inesperado que pilló a
las fuerzas soviéticas por sorpresa. Stalin había hecho oídos sordos
a los informes de los servicios secretos sobre los preparativos de
una invasión por parte de los alemanes y, desprevenidas, las defensas soviéticas sucumbieron, aplastadas por las diecinueve divisiones
Panzer y las quince divisiones motorizadas de infantería que formaban la punta de lanza de las fuerzas invasoras alemanas. La primera mañana de la guerra, en tierra y a merced de los bombarderos alemanes en sus aeródromos, la aviación soviética perdió más
de mil doscientos aparatos. En cuestión de horas, fuerzas especiales
alemanas se habían adentrado lo suficiente en territorio soviético
como para cortar líneas telefónicas y apoderarse de puentes, allanando así el camino para la gran ofensiva.
Aquella misma tarde, el Komsomol de la Universidad de Moscú convocó una reunión en el auditorio del recinto y, por unanimidad, se aprobó una resolución que instaba a todos los estudiantes
a movilizarse en defensa del país. Todos querían alistarse. A finales
de junio, más de un millar de estudiantes y profesores, alrededor de
una cincuentena de la Facultad de Físicas, se habían incorporado
como voluntarios a la Octava División de Artillería (la División
de Voluntarios Krasnopresnenskaia). Lev era uno de ellos. «Por el
momento, aquí reina la confusión –decía en una carta el 6 de julio a la familia de Sveta desde el punto de concentración–, de modo
que nada puedo deciros acerca de nuestros planes inmediatos. Sólo
damos más o menos por sentado que aquí será donde vamos a
quedarnos a vivir y a estudiar, hasta que la junta de reclutamiento
nos llame a filas.»
El estallido de la guerra lo dejó conmocionado. Durante los
primeros días, no era capaz siquiera de imaginar lo que aquello
podía suponer para él. Su investigación, la vida que llevaba en Moscú, su relación con Sveta…, todo quedaba en suspenso. Sin acabar
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de creérselo, no hacía más que repetirse a sí mismo: «Estamos en
guerra».
Aunque se había presentado voluntario para ir al frente, a Lev
le preocupaba la idea de asumir un puesto de responsabilidad. El
terror de Stalin había causado estragos entre los oficiales del Ejército soviético, y se designaba a novatos como Lev para ponerlos al
mando a la hora de luchar.Tras dos años de formación militar, Lev
había ascendido al rango de subteniente sin experiencia en campaña, lo que significaba que podía estar al mando de un pelotón
de treinta hombres, aun cuando no se fiara ni un pelo de sus capacidades tácticas. Al final, le pusieron al mando de una modesta
unidad de intendencia, formada por seis estudiantes y dos hombres
de más edad, todos salidos de la Universidad. Al ver que se trataba de una unidad de estudiantes, de gente inexperta como él,
pensó que, si cometía un error, se mostrarían más indulgentes, o
al menos eso imaginaba, que un soldado de la clase obrera. Se sintió un poco más tranquilo.
La unidad de Lev estaba encargada del transporte de víveres.
Desde las naves de almacenamiento en Moscú, abastecían a un batallón de comunicaciones en el frente. A sus órdenes estaban dos
conductores de camión, dos trabajadores, un cocinero, un contable
y un mozo de almacén. A medida que se acercaban al frente, fueron testigos de escenas caóticas que desmentían la propaganda de
la prensa soviética. En Moscú, se les había informado de que las
fuerzas soviéticas obligaban ya a retroceder a los alemanes, pero
Lev descubrió que, en realidad, las tropas rusas se estaban retirando en desbandada: vio bosques llenos de soldados y civiles, carreteras bloqueadas por refugiados que huían hacia el este, camino de
Moscú… El 13 de julio, Lev había llegado a unos bosques cerca
de Smolensko, ciudad sitiada por los alemanes.
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Svetik, vivimos en los bosques y me dedico a tareas de intendencia… Soy el encargado de alimentar a todos los que andan
por aquí, incluso a los oficiales de alta graduación.Y lo peor no
es que reclamen sus raciones, sino las voces con que te lo exigen… Disfruto de algunas ventajas: una libertad relativa durante los viajes a las naves de abastecimiento… Sveta, no tengo ni
idea de adónde podrías escribirme; aquí nadie sabe dónde estaremos al día siguiente. La única forma de tener noticias tuyas
es que me acerque a tu casa a verte aprovechando uno de nuestros desplazamientos. Pero no sé cuándo podrá ser.
En esos viajes entre Moscú y el frente, Lev llevaba cartas para los
soldados y sus parientes. Durante sus estancias en la ciudad, aprovechaba para ir a ver a Sveta y su familia. En una de tales ocasiones, en el mes de julio, no coincidió con ella, pero estuvo con sus
padres, que le «dieron de comer y de beber», como le decía en una
carta que dejó para ella; hubo una segunda visita, a primeros de
septiembre, cuando Sveta ya se había reincorporado a la Universidad. Para Lev, la relación que mantenía con aquella familia era
casi tan importante como el tiempo que pasaba con ella: eso le
hacía sentirse como uno más. En una de sus últimas escapadas, el
padre de Sveta le dio un trozo de papel en el que había anotado
las direcciones de cuatro amigos y parientes íntimos en diversas
ciudades de la Unión Soviética: eran las personas a las que debía
acudir en busca de ayuda para localizar a Sveta y a los suyos, por
si los obligaban a evacuar Moscú mientras él estaba en el frente.
Aunque nunca se lo había dicho, aquel papel le hizo ver con toda
claridad que el padre de Sveta lo trataba como a un hijo.
Hubo una última escapada a Moscú. Lev sabía que era la última oportunidad que tendría en mucho tiempo de ver a Sveta,
porque, en la nave de suministros, ya le habían dicho que no iban
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a enviar nada más a su batallón. Tras decirle a los conductores que
volverían a verse en un par de horas allí en la nave, Lev se fue corriendo a casa de Sveta. Aunque era mediodía y estaba casi seguro
de que ella no estaría allí, decidió ir de todas formas, con tal de
despedirse de alguien de su familia. Quizá su madre o su hermana
estuvieran en casa. Lev llamó a la puerta. Le abrió Anastasia, la madre. Irrumpiendo en el vestíbulo, Lev le explicó que sólo iban a
estar unas horas en Moscú antes de volver al frente. Quería darles
las gracias y despedirse. No sabía si debía darle un beso; Anastasia
nunca se había mostrado demasiado cercana ni afectuosa. Hizo una
inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta. Pero la mujer lo detuvo: «Aguarda –dijo–, deja que te dé un beso».Y lo abrazó. Él le
besó la mano y se fue.
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