Planteos filosóficos del Arte Contemporáneo

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Historia de los Medios y el Espectáculo
Cátedra: ISSE MOYANO
Lic. Marcelo Isse Moyano
Planteos filosóficos
del Arte Contemporáneo
«El paradigma de lo contemporáneo es el collage» (Danto, 2006: 27)
No tiene nada de sorprendente que los criterios artísticos de los siglos XVIII y XIX ya no
sean válidos: la modernidad artística del siglo XX se ha encargado de descalificar las categorías
estéticas tradicionales.
Por el contrario, a veces se torna incomprensible la atención de la cual es objeto el arte
contemporáneo por los profesionales del arte y la cultura. En efecto, pese a la perplejidad del
público ante manifestaciones cuyo sentido se le escapa, el arte contemporáneo se beneficia
sobremanera, desde hace dos décadas al menos, con subvenciones otorgadas por el Estado y/o
instituciones privadas.
Es cierto que el denominado “arte contemporáneo” nace en un terreno preparado desde
mucho tiempo atrás por la descomposición de los sistemas de referencia, tales como la imitación, la fidelidad a la naturaleza, la noción de belleza, la armonía, etc. Y por el relajamiento de
los criterios clásicos.
Sólo subsisten vestigios del glorioso edificio de las bellas artes, fundado a partir del siglo
XVII sobre las bases de la Academia Real de Pintura y Escultura, institucionalizado a comienzos
del siglo XIX con el nombre, precisamente, de Academia de Bellas Artes. Las vanguardias y el arte
moderno, hasta su apogeo en la década del sesenta, contribuyeron en gran medida a esa conmoción, debida en parte al deshilachamiento de las artes, a las mezclas y a las hibridaciones de prácticas y materiales. Se quebró la unidad de las bellas artes –dibujo, pintura, escultura, arquitectura-,
que había legitimado durante dos siglos la elaboración de eruditas clasificaciones por los historiadores y filósofos del arte y se abrió paso un vasto dominio de innovaciones, experimentaciones,
correspondencias inéditas y polivalencias, en busca de una nueva coherencia.
Sin embargo, a diferencia del arte moderno –víctima del frenesí de lo nuevo, preocupado
por romper con los cánones académicos y los valores artísticos tradicionales-, el arte contemporáneo cambió profundamente el significado de la transgresión. Ya no se trataba, como en los tiempos de la modernidad, de franquear los límites del academicismo o, por ejemplo, los de las convenciones burguesas con la esperanza de acercar el arte a la vida. El ready-made convertido en práctica
corriente, y sus numerosos remakes a partir de Duchamp, desdibujan la frontera entre el arte y el
no-arte, es decir entre el arte y la realidad cotidiana. En momentos en que el artista gozaba de una
pretendida libertad total, la transgresión y la provocación, cínicas o desengañadas, se convertían
en una especie de juego obligatorio, en modalidades destinadas a seducir momentáneamente al
mercado, o bien en posturas deliberadas dirigidas a una minoría de iniciados. De hecho, la cuestión que desde hace unas tres décadas plantea el arte ya no es tanto la de las fronteras o los límites
asignables a la creación, sino la de la inadecuación de los conceptos tradicionales -arte, obra, artista, etc.- a realidades que, al parecer, ya no se corresponden con esos conceptos.
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La noción de “artes plásticas” se amplió en forma notable. Permitía captar con un mismo vocablo un conjunto heterogéneo de prácticas artísticas. Estas prácticas, difíciles de circunscribir en razón de su diversidad, eran las que delimitaban el campo bastante impreciso del
“arte contemporáneo”. Le quitaba sus connotaciones idealistas y románticas heredadas de los
siglos XVIII y XIX.
Las prácticas llamadas “contemporáneas” todavía provocan reticencias y rechazos, ya se trate de artes visuales, música, danza, cine o arquitectura. Se podría decir de modo tajante, que el arte
contemporáneo se vuelve cada vez más ajeno al público que le es, precisamente, contemporáneo
Las clásicas teorías del arte y de la crítica del arte, aún válidas para dar cuenta del arte moderno, constituyen muy a menudo pobres recursos para analizar, explicar o legitimar las formas
casi siempre desconcertantes de la creación actual. Esta situación particular inédita en la historia
del arte occidental, corresponde a lo que se denomina “des-definición del arte”.
Esta ausencia de referencias y de claves para la interpretación refuerza, sin duda, la sensación de que el arte contemporáneo bien podría ser esa “cualquier cosa” que estigmatizan sus
detractores. En tal caso, resulta difícil convencer a los visitantes de institutos y centros de arte de
que la pretendida “cualquier cosa” no se hace en cualquier parte, ni en cualquier momento, ni de
cualquier manera.
¿Cómo juzgar la calidad artística de objetos y prácticas si ya no existen criterios ni normas
a las cuales remitirse?
La paradoja de la situación creada por el arte contemporáneo radica no sólo en su indefinición, sino también en el hecho de que la palabra “arte” implica, pese a todo, no obstante su indeterminación, un juicio de valor. Por cierto, lo que interesa no es ya la belleza de tal o cual objeto,
sino que reconocerlo como objeto artístico significa singularizarlo y colocarlo en una categoría
que no es la de los objetos banales.
Puede concebirse pues, fácilmente, el desconcierto de una crítica de arte cuyo papel ya
no es analizar o interpretar las obras, sino que se limita a establecer una línea divisoria entre
arte y no-arte.
El final de la unidad de las bellas artes se caracteriza, de hecho, por la dispersión de los modos de creación a partir de formas, materiales, objetos o acciones heterogéneas, que la expresión
“arte contemporáneo” define de manera imperfecta. Esta dispersión es producto de la extrema
diversidad de las experiencias sensibles, propiamente estéticas y en extremo individualizadas, que
ofrece ahora la multiplicidad de las prácticas culturales.
¿Cómo interpretar entonces lo que se denomina “indefinición” de arte? En lugar de interrogarse en vano sobre qué es el arte y adaptar, bien o mal, su definición a cada irrupción de
algo aparentemente incongruente, la filosofía analítica y pragmática, toma nota de las profundas
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modificaciones que afectan al estatuto de la obra de arte y del artista. Ya no se trata de hacer referencia a una esencia universal e intemporal del arte. En la década del setenta, la pregunta ¿qué es
el arte? fue reemplazada por ¿cuándo hay arte? De este modo se procuraba hallar los factores que
permiten que un objeto cualquiera sea percibido o “funcione” como obra de arte. El pretendido
valor intrínseco de la obra, sus cualidades artísticas, su capacidad de suscitar sentimientos, no resultaban adecuados para una eventual definición de la obra de arte. Más bien, habría que tomar en
consideración el contexto filosófico y artístico en el cual aparecía el objeto que aspiraba al estatuto
artístico. Asimismo, era importante considerar la intensión y el proyecto del artista, tal como se
los puede percibir en determinado medio artístico. Aquí aparece también, en autores como Danto y Dickie, el papel decisivo del mundo del arte.
En su ensayo de 1964 “El mundo del arte”, Danto afirmaba que no se trataba de qué era
lo que hacía a las Brillo Boxes de Warhol obra de arte y qué no, sino que debería haber algo en
ese momento histórico que explicara esa posibilidad de que un objeto indiscernible pudiera ser
obra de arte, mientras que en una época anterior, no. En ese ensayo sostenía que ver determinado
objeto como arte requiere algo que el ojo no puede percibir, una atmósfera de teoría artística, un
conocimiento de la historia del arte: un mundo del arte.
Aunque no se pudiera distinguir entre la simulación y lo simulado, hay una diferencia
profunda. Existe una diferencia entre el paquete de jabón Brillo que aparecía en los supermercados y una obra de arte idéntica llamada Brillo Boxes. Éstas eran de madera estarcida y los paquetes
de jabón eran de cartón corrugado. Sin embargo, esto no podía ser lo que diferenciara la obra de
arte de lo que Danto llama “meras cosas reales”. Tuvo que ser en relación con el mundo del arte,
como sostuvo la teoría institucional, que se intentó establecer esas diferencias. El mundo del arte
decretó que Brillo Boxes (y no las cajas de jabón Brillo) eran candidatas a evaluarse como arte.
Lo que tenía Brillo Boxes es que provenía de un submundo de la imaginería popular
muy distante de las preocupaciones estéticas de los oficialmente interesados por el arte y, por ello,
produjo sorpresa verla en una galería de arte. Sin embargo, como bastantes personas que compartían la historia de las razones relevantes estaban preparadas para admitirla en el canon del arte, fue
admitida. Es que cuando se tienen las razones, se tiene todo lo que se necesita para apreciar algo
como arte. Lo que confiere estatus es el discurso de las razones, y el discurso de las razones es el
mundo del arte institucionalmente construido.
El mundo del arte es el discurso de las razones institucionalizadas, y para ser miembro de
él se deben aprender los significados de las reglas de las razones que atraviesan a una cultura y la
rigen. Este mundo del arte designa a una comunidad constituida por especialistas –historiadores
del arte, críticos, artistas, curadores de exposiciones, galeristas, aficionados entendidos, buenos
conocedores del clima estético predominante, etc.- habilitados para apreciar la autenticidad de la
intención artística y elevar eventualmente al objeto banal a la categoría de objeto artístico.
En su texto La transfiguración del lugar común, Danto pretende llegar a una definición
de arte capaz de explicar dónde reside la diferencia entre dos objetos imposibles de discernir a
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través de los sentidos, siendo uno de ellos considerado obra de arte y el otro una banalidad. Su
conclusión reside en la consideración de la obra de arte como expresión simbólica. Su tesis es
desarrollada a través de los conceptos de retórica, expresión y estilo, los tres atravesados por el de
metáfora. Equiparando el lenguaje escrito y hablado con el lenguaje visual, Danto sugiere que el
artista utiliza la estructura metafórica como tropo retórico para generar actitudes, con independencia de la bondad o maldad de sus motivaciones. Para continuar con la relación entre la obra de
arte, el artista y sus espectadores, cita a Aristóteles y su concepto de entimema. Un entimema es
un silogismo al que le falta una de sus premisas (la cual suele estar conectada con una obviedad) y,
por lo tanto, no es posible arribar a conclusión alguna. De esta manera, queda abocada al receptor
la tarea de descifrar la premisa ausente y sacar conclusiones pertinentes. Sin embargo, para poder
hacerlo y captar así la metáfora (en este caso visual), deberá compartir cierto bagaje de conocimiento con el emisor del entimema. Con el conocimiento suficiente, el receptor debe ser capaz
de comprender la metáfora encarnada en la representación sin ser relevante en este ejercicio la
atención a la realidad representada. Arthur Danto culmina expresando que las obras de arte están
estructuradas similarmente a las metáforas. Éstas hacen algo más que representar objetos ya que
son las propiedades de la representación mismas las que hacen posible el ejercicio de comprensión. La comprensión de la metáfora, que una obra de arte encarna en su representación, está más
conectada con la forma que con su contenido.
Explica que las obras de arte son expresiones simbólicas en la medida que encarnan su
significado. Ver algo como arte es estar dispuesto a interpretar lo que significa y cómo lo significa.
Las obras de arte, entendidas como expresiones simbólicas, materializan un fragmento del mundo
que simbolizan e implican otro mundo completamente diferente al que encarnan. Si el mundo
implícito fuese como el representado en la obra de arte, esta dejaría de ser una expresión para pasar
a ser tan solo una manifestación de ese mundo. La reflexión sobre estos conceptos trae aparejada
las relaciones de la obra de arte tanto con su contexto de producción como de recepción. El arte
como símbolo tiene un sistema de comunicación y un público implícito para la obra, público que
es partícipe del discurso de razones que constituyen a la obra como tal.
Resumiendo, las obras de arte se diferencian de sus homólogos de la cotidianeidad por
ser expresiones simbólicas al encarnar aquello de lo que tratan. Como tales, son comunicaciones
destinadas a una comunidad capaz de decodificar su significado. Esto es posible si se entiende que
las obras de arte, al igual que las metáforas, presentan su contenido de una forma determinada. Es
precisamente el análisis de la relación entre la representación y sus atributos lo que hace posible
comprender aquello que metaforizan. Además, permiten comunicar lo imposible de comunicar
de otro modo y ponen en evidencia diferentes aspectos de una cultura dada. En este sentido, el
arte pop hizo que los significados de sus obras formaran parte de la cultura común de la época,
borrando las fronteras del mundo del arte elevado y de lo cotidiano. El arte redimía los signos que
para todos significaban muchísimo por cuanto definían sus vidas cotidianas.
Llevado este tema al terreno de la danza: ¿qué es lo que transformaría a un movimiento o a
una secuencia de movimientos en elemento coreográfico cuando la explicación no puede encontrarse en diferencias perceptibles de sus homólogos en la cotidianeidad?
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Así como Andy Warhol presentaba la escultura Brillo Boxes en 1964, Steve Paxton presentaba en 1967 Satisfyin Lover, una danza interpretada por un grupo numeroso de personas
caminando, con ningún tipo de actitud dancística, de un lado al otro del escenario. Ambos casos
son ejemplos de obras de arte que encuentran homólogos banales en la cotidianeidad. De acuerdo
a lo expuesto con anterioridad, entender la obra de arte en términos de expresión simbólica, junto
con todos los elementos lingüísticos necesarios para interpretarla de ese modo, podría ser útil para
explicar no sólo la diferencia entre objetos sino también movimientos homólogos indiscernibles.
Steve Paxton, como otros coreógrafos post-modern interesados en la cotidianeidad como
elemento coreográfico, recurría a elementos de la retórica para sus composiciones. A través del uso
de la metáfora pretendía mover la mente del espectador hacia una lectura particular de su obra. El
contenido de esta representación, más de treinta personas en escena caminando, se hace presente
bajo una forma particular: un caminar ordinario, sin ningún tipo de actitud corporal conectada a
la técnica de algún tipo de danza. Su obra es expresión, entendida como ejemplificación metafórica, donde el modo ordinario de caminar de los bailarines sería el modelo elegido para representar
a la disciplina a la que pertenece: la danza. De esto se sigue que una caminata banal comparte
características con la danza y, al mismo tiempo, que la representa, es danza.
Esta obra de arte, como expresión simbólica, expresa la metáfora que encarna: la danza
como caminar ordinario, como un arte accesible a todos los seres humanos sin ningún tipo de
distinción. Materializa la idea de un mundo de la danza en el que el coreógrafo cree, muy diferente a las concepciones, aún subsistentes al momento de ser creada la obra, del ballet y de la danza
moderna histórica. Satisfyin Lover se explica por razones más que por causas y la presentación
de su contenido bajo otra forma (por ejemplo un caminar más homogéneo) hubiera alterado las
condiciones de verdad de aquello que metaforiza y, por lo tanto, su significado.
Dado que son las explicaciones racionales, el centro de las definiciones sobre lo indiscernible en el arte, será tarea de la filosofía del arte encontrar las profundas diferencias entre
el arte y la artesanía, la obra de arte y las meras cosas; y cuando se encuentren similitudes, habrá
que buscar la explicación de cómo diferentes expresiones artísticas pueden parecer mutuamente
afines. Renovar la teoría del arte y adaptar el discurso estético a esta situación inédita se imponía,
pues, para algunos, como una necesidad.
Era comprensible que, a fin de responder a la incomprensión y la hostilidad de que era víctima el arte de la segunda mitad del siglo XX, la filosofía -en especial la norteamericana- concibiera,
a partir de la década del cincuenta, nuevos modos de análisis y de interpretación tanto en lo que
atañe a la definición del arte como al papel de las instituciones artísticas.
¿Por qué, se preguntaba Danto, la gente de Brillo no puede fabricar arte, y por qué Warhol
no puede hacer sino obras de arte? La primera respuesta capaz de explicar el extraño fenómeno de
la transfiguración de un objeto banal en una obra de arte residía en que el autor fabricaba intencionalmente algo que buscaba, en forma premeditada, presentar o imponer como arte. Una obra
de arte era, pues, elaborada “a propósito de algo”. Respondía a un proyecto; en este sentido, era
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en principio significante, pero ese significado no sería percibido si a esa pretendida obra no se la
identificaba y reconocía como tal en un contexto histórico, social y cultural determinado. Lo que
hace, en fin, la diferencia entre una caja Brillo y una obra de arte que consiste en una caja Brillo
es cierta teoría del arte. Es la teoría la que la hace ingresar en el mundo del arte y evita que quede
reducida a no ser más que el objeto real que es. Ver una cosa como arte requiere algo que el ojo
no puede encontrar, una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte: un
mundo del arte.
El objeto creado intencionalmente para convertirse en obra de arte sólo era reconocido
como tal en un contexto histórico y social determinado, y únicamente si estaba sometido a una
interpretación teórica y filosófica capaz de justificar el interés que se le otorgaba. Sin justificación
filosófica esos objetos quedarían irremediablemente condenados al canasto de la basura. Lo que
los artistas pop mostraron es que la obra de arte no ha de tener un aspecto especial. Puede parecer
un trozo de tarta o un rollo de tela metálica. Esto comportaba el reconocimiento de que el significado del arte no se podía enseñar mediante ejemplos y lo que diferencia al arte de lo que no es arte
no es visual, sino conceptual. Descubrirlo es algo que corresponde a la filosofía del arte.
En este sentido, las Brillo Boxes de 1964 constituyeron para la filosofía del arte de fin de
siglo XX, el comienzo del fin de la era del arte, que como se dijo era la etapa de los relatos legitimadores. La idea de un final del arte en la época contemporánea, un final que no sería su muerte
real ni su desaparición, sino más bien su dispersión en la forma más etérea de experiencias estéticas
múltiples, está, en efecto, en el centro de numerosas problemáticas actuales.
Lo que poco a poco se va derrumbando es la concepción lineal de la historia del arte, incapaz de resistir el final de la unidad de las bellas artes, la rica diversidad de los materiales y las
prácticas artísticas y, sobre todo, su extrema heterogeneidad.
Las condiciones de pertenencia a la contemporaneidad son: trabajo muy especializado, empleo de nuevas tecnologías, mezcla de géneros y materiales, exploración de nuevas formas, experimentación de nuevos campos artísticos, etcétera.
A fines de la década del setenta, la teoría modernista de Greenberg, su formalismo casi
dogmático, la tesis de autopurificación de las disciplinas artísticas replegadas sobre sus propios
medios de expresión específicos, ya no correspondían a la realidad artística ni a la social. La nueva
generación de los happenings, los minimalistas, el pop art, el arte conceptual, etc., ya no aceptaba
los dictados de Greenberg sobre los límites del arte exigiendo la abolición de las fronteras entre
arte y vida.
El desfasaje ya latente entre el modernismo de Greenberg, considerado elitista y doctrinario, y la realidad de la escena artística y cultural se volvía patente en la década del setenta. Las
fronteras tradicionales entre las artes eran transgredidas, y los medios tecnológicos aparecían cada
vez más a menudo asociados con los medios de expresión clásicos.
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El arte moderno y la vanguardia no llegaron a triunfar ante el kitsch, execrado por Greenberg, ni ante las “baratijas” culturales, detestadas por Adorno. En suma, la modernidad ya no
estaba a la orden del día.
La teoría del arte moderno, teoría de una fase de la modernidad, era en realidad una teoría
del fin del arte moderno que anunciaba un nuevo estadio, al cual se le daría el nombre de posmodernidad. De hecho, marcaba la conclusión de los grandes relatos estéticos y se abría sobre esa
posmodernidad que, según Lyotard, signaba la caducidad de los grandes discursos de legitimación
sociopolíticos, humanistas e ideológicos.
Un nuevo relato, el de la posmodernidad, ya esbozado con ese nombre en el inicio mismo de
la década del sesenta, comenzaba a escribirse. En un principio, su definición sólo tenía que ver con
la arquitectura. Hubo que aguardar hasta fines de la década del setenta para que ese cuestionamiento al paradigma moderno abarcara a todas las artes y fuera objeto de una teorización coherente.
Mezcla de estilos, hibridación de las formas, referencia al pasado, uso de la cita, eclecticismo
y reafirmación de la subjetividad del artista, que se manifestaban en una individualización de su
práctica, sin preocupación por la pertenencia a alguna corriente en particular.
Se puede calificar de contemporánea una tendencia o una obra que no corresponde a ningún movimiento o corriente debidamente catalogados en la historia del arte moderno. La renovación, la apropiación, la hibridación, el mestizaje de materiales, formas, estilos y procedimientos -libremente utilizados, sin preocupación alguna por la jerarquización-, desempeñan un papel
esencial en esta “contemporaneidad”. Se podría mencionar, asimismo, la búsqueda de la novedad,
de lo imprevisto, de lo inédito, de lo incongruente.
El arte contemporáneo se introduce en la vida cotidiana, se inserta en su medio, contribuye
a la transformación del espacio público. Supone la adopción de actitudes y de “posturas” artísticas
en las que los conceptos, las palabras y los discursos ocupan un lugar importante, sobre todo cuando hay poco o nada para ver, sentir o tocar. El artista es polivalente, capaz de poner en ejecución,
simultáneamente, diferentes procedimientos mediante soportes y materiales diversos. Se advierte
una fuerte individualización de las prácticas, el rechazo a adscribirse a movimientos, tendencias,
corrientes o grupos, y una flexibilidad en cuanto a los modos de presentación en lugares diferenciados, ya sea instituciones o no: museos, galerías, exposiciones temporarias, la vía pública, en
suma, cualquier lugar. En fin, el arte contemporáneo no suele conformarse con representar. Apela
a la capacidad que tiene el público para juzgar, apreciar, contemplar, meditar… o aburrirse. Sus
enunciados y proposiciones son en sí mismos actos y estos operan de manera performativa. Este
“art-action” hace algo más que mostrar. Actúa y solicita la participación activa del espectadoractor, quien contribuye a la elaboración de la obra.
Al reemplazar el interrogante metafísico: “¿qué es el arte?”, por la pregunta mucho más
pragmática: “¿cuándo hay arte?” o “¿a qué llamamos arte?”, Nelson Goodman obligaba a tomar
en cuenta la manera en que los objetos, considerados obras de arte, funcionaban simbólicamente
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en este mundo nuestro. Al declarar que el arte simbolizaba múltiples maneras, Goodman quería
decir que ese arte ya no era asunto de definición, sino de realización, y que la obra era, ante todo,
lo que ella producía como efectos múltiples en la sociedad, y ya no lo que era idealmente.
Pluralismo, diversidad, subjetividad, realismo se habían convertido, desde hacía tiempo, en las consignas del nuevo paradigma estético. Su implantación en la filosofía del arte
implicaba la descalificación de nociones tales como juicio, criterios, evaluación, compartir la
experiencia estética.
La expresión “desmaterialización del objeto artístico” alude a una tendencia artística de
las décadas del sesenta y setenta que concluía progresivamente con la desaparición de la obra
de arte en beneficio del concepto. Hemos destacado en qué medida ese progreso podía parecer
paradójico si se toma en cuenta, al mismo tiempo, la irrupción de los materiales más diversos
y, a veces, los más incongruentes, en el campo de las prácticas artísticas: objeto banal de uso
cotidiano, desechos y desperdicios de la sociedad de consumo, elementos naturales, secreciones corporales, etc. A pesar de la proliferación de materias, desde las más sólidas hasta las más
etéreas, para el uso artístico, el objeto clásico, la obra de arte en sentido tradicional, el soporte
sensible y perceptible, como el cuadro o la escultura captados en forma definida, se reducían
hasta desaparecer, a veces totalmente.
El arte contemporáneo juega con este aspecto a primera vista hermético y críptico, en que el
lazo con la realidad, la vida cotidiana, la historia concreta, está lejos de aparecer claramente.
Esto lleva al filósofo Hans-Georg Gadamer, en su texto La actualidad de Lo Bello. El elemento lúdico en el arte, a preguntarse por la justificación del arte en el mundo contemporáneo.
¿Qué es lo que justifica la necesidad del arte hoy? Frente a esta pregunta esboza una respuesta
basada en tres conceptos: el juego, el símbolo y la fiesta.
El juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede
pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico. Una característica central del
juego humano es la racionalidad libre de fines. El juego no posee otro fin más que sí mismo. Se
autorepresenta. Apunta a una conducta libre de fines, pero esa conducta es referida como tal. Es
a ella a la que el juego se refiere. Este sería un primer rasgo capaz de acercar la noción de juego a la
de arte contemporáneo. El arte actual no apunta a un fin. Su justificación es lúdica. Desprovista
de fines racionales. Puro exceso.
Resulta también importante el hecho de que el juego sea un hacer comunicativo que desconoce la distancia entre quien juega y quien mira el juego. El espectador es algo más que un mero
observador que contempla lo que ocurre ante él. En tanto que participa en el juego, es parte de él.
En tal sentido, uno de los impulsos fundamentales del arte moderno es el deseo de anular la distancia que media entre el público y la obra. En los últimos cincuenta años los principales artistas
han dirigido su empeño precisamente a anular esta distancia.
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Ahora bien, se pregunta Gadamer, ¿por medio de qué posee una obra su identidad como
obra? Esta formulación -se responde el filósofo- quiere decir que su identidad consiste precisamente en que hay algo que “entender”. La obra pretende ser entendida como aquello que
“dice”. Este desafío sale de la obra y espera ser correspondido por parte del receptor. Exige
una respuesta que sólo puede dar quien haya aceptado el desafío. De este modo el co-jugador
-espectador- forma parte del juego. Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que
tiene que rellenar. Más adelante desarrollaré estas reflexiones de Gadamer sobre el rol del espectador en el arte contemporáneo.
El segundo concepto que propone es el de símbolo. ¿Qué quiere decir símbolo? Lo simbólico no sólo remite al significado, sino que lo hace estar presente: representa el significado mismo.
Para Gadamer, representación no quiere decir que algo esté ahí en lugar de otra cosa, como si se
tratase de un sustituto. Por el contrario, lo representado está allí mismo. La obra de arte no sólo se
remite a algo, sino que en ella está propiamente aquello a lo que se remite.
Al adquirir un objeto doméstico de tipo práctico, no decimos que se trata de una obra. Es
un artículo. Lo propio de él es que su producción se puede repetir, que el aparato puede sustituirse
por otro capaz de cumplir su misma función. Por el contrario, la obra de arte es irremplazable.
La representación simbólica que el arte realiza no precisa de ninguna dependencia de cosas
previamente determinadas. Precisamente el carácter especial del arte reside en que acceder a su representación, nos mueve a demorarnos en él y a asentir a él como en un modo de re-conocimiento.
No se trata de que la obra de arte represente algo que ella no es. En tal sentido, señala Gadamer,
la diferencia entre el concepto de símbolo y el de alegoría. La obra de arte no es, en esta lógica, una
alegoría. Esto significa que no dice algo, para que así se piense en otra cosa, sino que sólo en ella
misma puede encontrarse lo que tenga que decir.
Finalmente, Gadamer habla de la noción de fiesta como modo de justificación del arte.
Comienza por preguntarse, ¿Qué quiere decir celebrar un fiesta? ¿Tiene tan sólo un significado
negativo, no trabajar? La respuesta que esgrime supone que el trabajo tiende a separar y dividir.
Aísla al sujeto. Por el contrario, la fiesta no sólo no aísla, sino que en ella todo está congregado. Se
celebra al congregarse por algo. Este es también el caso de la experiencia artística.
Celebración es una palabra que explícitamente suprime toda representación de una meta
hacia la que se estuviera yendo. Al celebrar una fiesta, ésta está siempre y en todo momento presente. Y en esto es que consiste el carácter temporal de la fiesta: se la celebra y no se distingue en su
duración una serie de momentos sucesivos. La estructura temporal de la celebración no es, la del
disponer del tiempo. Es otra propia y particular.
El orden del tiempo se origina en la repetición de las fiestas. El año se cuenta entre fiestas. Hay, según Gadamer, dos experiencias fundamentales del tiempo. La experiencia práctica del
tiempo es la del “tiempo para algo”, o sea una noción utilitarista y productiva. Es por su estructura
un tiempo vacío, algo que hay que tener para llenarlo con algo. Por otro lado, existe otra expe9
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riencia del tiempo diferente que, según Gadamer, sería afín tanto a la fiesta como al arte. Frente al
tiempo vacío, frente al tiempo que debe ser “llenado”, habría un tiempo lleno. Cuando hay fiesta,
ella se ocupa de llenar ese momento. Esto no sucede porque hubiera que llenar un tiempo vacío,
sino que a la inversa al llenar el tiempo de la fiesta, el tiempo se vuelve festivo. De este modo, toda
obra de arte posee una suerte de tiempo propio. La experiencia del arte se trata justamente de
aprender a demorarse ante la obra. Es en esta experiencia que el arte contemporáneo (y también el
antiguo) alcanza su justificación. Demorarse frente a la obra supone la improductividad temporal
propia del juego. El estar presente del símbolo. La plenitud y comunión propia de la fiesta. Demorarse ante la obra quizás sea lo más cercano que se pueda experimentar a la noción de eternidad
(Gadamer, 2008).
Puesto que se inscribe en los múltiples aspectos de la vida cotidiana, el arte resulta, pues,
cada vez menos identificable en cuanto tal. Además, los múltiples vínculos que mantiene con las
nuevas tecnologías, tales como la creciente apropiación de las herramientas informáticas y, más
en general, con las tecnociencias, llevan a la supresión de las fronteras entre las disciplinas. Estas
interferencias a veces tornan difícil la especificación de la actividad artística. Son numerosos los
trabajos de estos últimos diez años que presentan un carácter híbrido, al ser al mismo tiempo
obras de arte, investigaciones tecnológicas y experimentaciones científicas.
Ya en la modernidad, pero más aún en nuestra época posmoderna, la esfera artística, dentro
de la cual es posible, en teoría, hacer de todo, se vuelve inseparable del conocimiento, de la ciencia,
pero también de la ética y la política. El arte actual se elabora sobre la base de estas interrelaciones
y de la ausencia de fronteras entre las disciplinas. Da lugar a prácticas múltiples e interfiere en la
vida cotidiana, en el entorno en el que vivimos. Para gran disgusto de los partidarios de la tradición, ya no es únicamente ese campo de sublimación, belleza, perfección e idealización al que
antes se lo asimilaba.
Elaborar una estética del arte contemporáneo significaría hacer justicia a las prácticas actuales, evitando colocarlas de antemano en la categoría de nulidades, mediocridades y otras “cualquier cosa”. Proseguir con la interpretación, el comentario y la crítica de las obras actuales implica
negarse a delegar únicamente en el mundo del arte la tarea de decretar desde arriba qué es el arte
contemporáneo, y sobre todo, qué debe ser.
Sin embargo, como lo ha demostrado la querella del arte contemporáneo, la elaboración de
una reflexión estética, poner en juego nuestra facultad de juzgar, criticar, evaluar obras o acciones
fuera de las normas no es algo fácil, pues inevitablemente se plantea el problema de las fronteras,
las delimitaciones, las transgresiones: ¿arte o no-arte, provocación artística o charlatanería, estética u operación comercial?
Más que una crisis de legitimidad del arte o una crisis de representación del arte, habría que
hablar de una crisis del discurso estético en su intento de hacerse cargo de la creación actual. Si la
crisis del arte contemporáneo es, ante todo, una crisis del discurso que supuestamente debe, en
principio, hacerse cargo de aquel, le corresponde a la estética, y a la filosofía, paliar ese quebranto
(Marc Jiménez, 2010).
Lic. Marcelo Isse Moyano
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