EL SIGLO XX Y LOS CAMINOS DE LA IGLESIA EN MÉXICO.1 Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco. Diócesis de Tepic. Academia Mexicana de la Historia. 1.- El paso del tiempo y sus mensajes. Su Santidad el Papa Francisco ha subrayado, en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, la primacía del tiempo sobre el espacio y la importancia de tomar en cuenta los largos plazos “[…] sin obsesionarse por los resultados inmediatos.”2 La vieja sabiduría de los pueblos ha acudido a la memoria no solamente para alimentar nostalgias sino, sobre todo, para apuntar con serenidad y esperanza al futuro posible, pues como expresó con tino el historiador mexicano Edmundo O’Gorman a propósito de la patria, “[…Ésta] es lo que es, por lo que ha sido.” Hacer memoria y purificarla es, además y sobre todo, encomienda para las comunidades fundadas a partir de la difusión del cristianismo: la ignorancia de los orígenes y de las huellas del paso de los siglos se convierte sin demasiada dificultad en desprecio por el pensamiento y las obras de quienes nos han antecedido, desilusión sobre el presente e incertidumbre y titubeos para el porvenir. Desde esta plataforma de salida y como invitación a privilegiar el tiempo y su mensaje sobre los inmediatismos de los espacios estrechos en que a veces se desarrolla la vida, voy a intentar lanzar una mirada al siglo XX mexicano y los desafíos que planteó al pueblo de Dios peregrino en estas tierras. La perspectiva de largo plazo nos permite tener presentes tanto las decisiones humanas, tomadas tantas veces en medio de elevados porcentajes de oscuridad, como el silencioso 1 Texto preparado para la arquidiócesis de Tlalnepantla en la conmemoración de los 50 años de la erección de la diócesis en 1964. Marzo de 2014. 2 N. 223. seguimiento de la Providencia divina, que, precisamente en el tiempo largo, “[…] hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre.”3 2.- Tranquilidad en medio de la “política de conciliación” porfirista. Los primeros años del siglo XX fueron para la Iglesia en México de cierta tranquilidad y crecimiento. El sistema político fuertemente personalizado en el General Porfirio Díaz, ambiguo en sus relaciones con distintos grupos de la sociedad, sistema personal conocido como “política de conciliación”, permitió que sin cambiar ni el más mínimo elemento de la legislación restrictiva para las instituciones eclesiales, se abrieran espacios para la educación de raíz católica, regresaran al país o se fundaran en él congregaciones religiosas y que buen número de seminarios para la preparación al sacerdocio funcionaron con libertad. A pesar también de la resistencia del liberalismo puro a las manifestaciones exteriores de religiosidad, a causa de su teoría acerca de que la religión era un asunto privado, la piedad popular pudo expresarse casi sin restricciones sobre todo en las áreas rurales y en las poblaciones pequeñas. El episcopado de estos años casi en su totalidad había recibido en Roma, en el Colegio Pío Latinoamericano, la formación que bajo la divisa: “llevar la romanidad a América,” solidificaba la relación de fidelidad al Papa y a las instituciones romanas que no estaba totalmente asegurada por la tradición regalista heredada de la última etapa del virreinato, condescendiente con la intervención del Estado aun en asuntos que podían considerarse del régimen interno de la Iglesia. A pesar de la posibilidad de tensiones con la línea liberal sustentada por el gobierno, esta fidelidad condujo a que las enseñanzas del Papa León XIII a propósito de la “cuestión social” trataran de ser aplicadas en México y que no una sino varias reuniones nacionales se dedicaran a poner sobre la mesa la doctrina pontificia y las posibilidades de acción consiguientes. La asistencia de los delegados del episcopado mexicano al Concilio Plenario de América Latina, celebrado en Roma en 1899 y la legislación que de él emanó, con fuerte sentido pastoral, sirvió para orientar los caminos de un nuevo siglo que comenzaba con situaciones sociales y culturales que presagiaban tiempos más difíciles. El final del régimen porfirista y la elección del presidente Madero no trajeron dificultades sino, al contrario, mejores augurios de cooperación y de equilibrio entre la legislación liberal vigente y la 3 N. 222. vida cotidiana. Durante su campaña presidencial, don Francisco tocó el tema de la obsolescencia de las leyes de reforma y recibió del Padre Alfredo Méndez Medina, jesuita, prócer de la doctrina social de la Iglesia, proyectos viables para la reforma agraria y la mejoría de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Fue posible también que a las elecciones se presentaran candidatos por parte del Partido Católico Mexicano que triunfaron en varios estados. En fechas cercanas al asesinato del presidente y del vicepresidente José María Pino Suárez, tuvo lugar la “Dieta de Zamora”, sin duda la reunión católica más significativa sobre el tema de la justicia social, cuyos lineamientos no pudieron ser puestos en práctica por los acontecimientos que cambiaron el curso de la historia mexicana. 3.- El impacto de la revolución y sus corrientes. El régimen militar de Victoriano Huerta supuso, por una parte, la interrupción de lo que podría haber sido el cumplimiento de los planes maderistas y por otra, el desencadenamiento de las facciones que, soterradas pero vivas, se enfrentaron no solamente en las ideas sino en el campo de batalla. La oposición a Huerta, de carácter casi natural, no logró coordinar las corrientes internas del constitucionalismo (carrancistas, villistas, obregonistas, orozquistas), que pronto se vieron enfrentados y en busca de la hegemonía, ni acercar a los zapatistas, pues la problemática agraria no era prioridad para los norteños. La supuesta connivencia de jerarcas eclesiásticos y del Partido Católico con el régimen huertista sirvió de pretexto para el inicio, en 1914, de una persecución cruenta y del intento de poner en marcha una legislación radical en materia religiosa que, de llevarse a la práctica en su integridad, asfixiaría la vida católica y las instituciones eclesiales y la misma posibilidad de vivir en un régimen democrático e incluso liberal. En 1914 dio inicio para la Iglesia en México la era de los mártires, signo doloroso y de sufrimientos, pero al mismo tiempo, señal inequívoca de madurez en la fe: sacerdotes y laicos regaron y fecundaron con su sangre los campos del país y le dieron solidez a la centenaria obra eclesial. Puede decirse que a partir de ese año y hasta 1938, la inquietud y la zozobra acompañaron la vida de los católicos mexicanos, con variaciones regionales pero como algo incesante y que parecía dirigido a borrar la huella católica. Ésta, sin embargo, resultó indeleble. El triunfo de la corriente carrancista condujo a la promulgación, en febrero de 1917, de la constitución que, con infinidad de modificaciones, rige en nuestro país hasta la actualidad. Se encontraba en la intención de esta corriente llegar a promulgar una nueva constitución, al grado que se denominó “constitucionalista” y en algunos estados del norte del país se promulgaron decretos que al menos en parte se incorporaron al texto de la ley fundamental, muchos de los cuales hacían referencia a la religión y a la Iglesia. Entre los miembros del congreso constituyente, no se encontraron representantes de las otras facciones revolucionarias, pues Carranza había desconocido al presidente Eulalio Gutiérrez elegido en la Convención de Aguascalientes en 1915 lo que llevaría fallas de origen a la discusión abierta que podría haber llevado a un mayor equilibrio y tal vez a hacer menos frecuente la necesidad de modificaciones al texto constitucional. En materia de religión y de su presencia en el ámbito público, la línea dominante fue de extrema radicalidad, mucho más allá de la postura liberal que había caracterizado a la constitución de 1857. Una revisión de los discursos pronunciados en Querétaro nos puede dar a conocer la inquina que en algunos de los diputados existía principalmente contra la Iglesia católica y que superaba el simple anticlericalismo. La “espada de Damocles” se colocó sobre la cabeza de los miembros de la Iglesia católica, especialmente de los sacerdotes y obispos. Analizado el artículo 130 en su redacción original, no resulta regido por el principio de separación entre la Iglesia y el Estado, sino que el Estado sería el que determinaría no sólo los aspectos externos de la Iglesia sino algunos que corresponden a su organización interna, como el número de “ministros”, el permiso para ejercer el ministerio y la realización de éste exclusivamente como “ministros de los cultos,” es decir, sin incidencia en el ámbito social y cultural. 4.- De la paz aparente a la persecución cruenta y el “modus vivendi.” Hacia 1920, con el ascenso a la presidencia de Álvaro Obregón, pareció que la aplicación extrema de lo relativo a la Iglesia se moderaba y que se implantaba un régimen de “tolerancia.” Buen número de instituciones eclesiales, incluidas algunas dedicadas a la educación volvieron a funcionar y la formación en los seminarios pudo reanudarse si bien con carencias notables. Durante estos años, por ejemplo, en un pueblo llamado Castroville, cercano a San Antonio, Texas, se contó con los servicios de un seminario mexicano que de alguna manera prolongó la preparación de candidatos al sacerdocio. La relativa calma en cuanto a la libertad religiosa se terminó con el ascenso a la presidencia de la república de Plutarco Elías Calles en 1924. Él tuvo un plan bien construido de cambios en la estructura del Estado tanto en lo relativo a la vida interna del país como a las relaciones internacionales y entre sus primeras acciones promovió que el congreso elaborara una ley reglamentaria del artículo 130. Ésta, a pesar de los intentos de diálogo de parte del episcopado, bien motivados y razonados, fue aprobada en julio de 1926. Dada la redacción de la misma y las intenciones de aplicación de parte del presidente, en la que prácticamente se ponía a los sacerdotes bajo la autoridad del gobierno, el 31 del mes citado se promulgó la suspensión del culto católico en todo el territorio nacional. Esta suspensión se mantuvo, con consecuencias tanto de presión ante las autoridades en forma de resistencia pacífica como de deterioro de la vida cristiana hasta junio de 1929 en que, después de obtener el beneplácito de la Santa Sede se llegó a acuerdos con el presidente provisional, Emilio Portes Gil. Entre 1926 y 1929 la vida de la Iglesia se vio perturbada por el aumento del nivel de la persecución, pues a la suspensión del culto público dispuesta por el episcopado, el gobierno respondió con la prohibición del culto privado y por consiguiente se dio muerte a muchos cuyo único delito fue celebrar o participar en algún sacramento. También en este lapso tuvo lugar un levantamiento popular conocido como “la cristiada” que mantuvo en jaque a las fuerzas federales en una vasta área del país. Su carácter simbólico de defensa de la libertad para vivir el catolicismo le ha dado un lugar especial en la vivencia histórica del pueblo, si bien las condiciones militares y de falta de dirección política hicieron prácticamente imposible su triunfo bélico. Desde la Ciudad de México y en distintas ciudades, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa sostuvo una lucha pacífica por medio de manifiestos, búsqueda de apoyos clandestinos y presión internacional para lograr un mejoramiento de las condiciones de vida del catolicismo. Los hechos que sucedieron en México fueron conocidos con amplitud en Europa, Estados Unidos y América Latina no sólo entre los católicos sino también por las vías diplomáticas. En especial golpeó la conciencia de muchos las acusaciones falsas contra el Padre Miguel Agustín Pro y su martirio. En este ambiente internacional destacó la poco conocida y menos apreciada labor intensa, constante y realizada en varios frentes, del episcopado y los católicos de Estados Unidos que en diálogo constante con las autoridades estadounidenses y manteniendo interesada la opinión pública hicieron posible llegar a los acuerdos de 1929. Un personaje fue clave para la realización de estas tareas: el Padre John Burke, sacerdote paulista estadounidense Secretario de la National Catholic Welfare Conference, organismo de los obispos para la pastoral social, antecedente de la Conferencia del Episcopado. Su perseverancia y prudencia en realidad extraordinarias merecen la gratitud de los mexicanos conscientes del valor de las acciones pacientes y silenciosas. Es común todavía subestimar los acuerdos de 1929, sobre todo por el desarme de los cristeros que tuvo consecuencias diferenciadas de acuerdo a la actuación de los jefes militares y los resultados invisibles en el corto plazo. Valorados sin embargo a la distancia a la que hoy podemos verlos, fueron la cancelación del camino de las armas y de la sangre y la posibilidad de un diálogo paciente que a la larga trajo frutos. La celebración de los sacramentos y la catequesis infantil, sembradora de futuro, a pesar de dificultades locales y regionales que no faltaron, no se han interrumpido desde entonces y le han dado continuidad a la comunidad católica. 5.- Paciencia, oración y perseverancia para la normalización de la vida eclesial. La vida de la Iglesia no pudo normalizarse por buen número de años. Los gobiernos de Portes Gil, Abelardo Rodríguez y Pascual Ortiz Rubio, cobijados por el “maximato” de Calles, “Jefe máximo de la revolución”, tuvieron una política inestable y poco amable hacia las manifestaciones de la religión católica. Las celebraciones del cuarto centenario de las apariciones guadalupanas en 1931 y el fervor popular manifestado en ellas sirvieron de pretexto para dar nuevo cauce a acciones persecutorias que en algunos estados como Tabasco, Chiapas y Nayarit mostraron especial fuerza y prolongaron la inexistencia de una al menos mínima libertad religiosa. Hacia 1934 el área de la educación fue la que presentó grandes retos. Una modificación realizada en ese año al artículo 3° de la constitución implantó la “educación socialista” como única para la nación y describió sus contenidos como la enseñanza de una “visión racional y exacta del universo” y orientada según su texto al destierro “de la ignorancia y los prejuicios”, en alusión poco velada a los principios religiosos. De hecho no fue posible darle realidad a este tipo de educación, que requería preparar un profesorado ideológicamente entrenado y convencido que no fue posible formar. Además, la posición de los católicos contra este monopolio ideológico coincidió con la de quienes sostenían la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, principios fundamentales que se encontraban amenazados por el intento de imponer, también en el nivel de las universidades, la ideología “socialista.” Esta difícil situación de “asalto a las conciencias” afectó también la preparación de los futuros sacerdotes y, con el apoyo del episcopado de Estados Unidos y la aprobación de la Santa Sede, se fundó en Montezuma, Nuevo México, un seminario nacional encomendado a los jesuitas a fin de que no se interrumpiera esta formación, clave para la sobrevivencia y futuro de la Iglesia. Su misión providencial es reconocida y apreciada y la continuidad del sacerdocio diocesano en México le debe mucho a esta institución que, aun pasada la persecución sirvió para apoyar a las nuevas diócesis que fueron surgiendo y a aquellas que carecían de los elementos materiales y de adecuada preparación de quienes deberían sostener la vida espiritual y académica en los seminarios diocesanos. El Papa Pío XI no sólo estuvo pendiente de la situación mexicana sobre todo a través de la Delegación Apostólica en Estados Unidos y la de México, accidentalmente situada en San Antonio, Texas. Desde Roma, lugar a donde llegaban todas las vibraciones del mundo y de la Iglesia, identificó lo que pasaba en nuestro país y poco después en España como una especie de empresa comunista para la descristianización de las naciones católicas (El eje Moscú-Madrid-México.) En 1936 encomendó a Monseñor Guillermo Piani, conocedor de nuestro país, donde estuvo como superior provincial de los salesianos en la época de Madero y Carranza y entonces delegado apostólico en Filipinas, la delicada misión de realizar una visita apostólica para conocer de cerca la situación eclesial mexicana y poder informar de modo adecuado a fin de perfilar las mejores decisiones. Respecto al caso mexicano, Su Santidad emitió tres encíclicas, la primera, “Iniquis afflictisque” en 1926, al arreciar la persecución, “Acerba animi” de 1932, en la que subrayaba la falta de cumplimiento de los acuerdos hechos en 1929, que produjo una reacción visceral en el gobierno mexicano y “Firmissimam Constantiam” de 1937, que da a entender que los conflictos entraban en una etapa de superación y requerían especiales esfuerzos. Los aportes del Archivo Vaticano y los que dan tanto el de la Comisión Episcopal mexicana que permaneció en Roma como el de la National Catholic Welfare Conference permiten ya obtener una síntesis mucho más matizada y menos emotiva de esta larga, dolorosa y purificadora etapa de la Iglesia mexicana. El año de 1938 puede reconocerse como un año de flexión tanto en el ámbito internacional como en el nacional. Las tensiones en el mundo llegaron a un punto donde se percibía el riesgo bélico, pues las potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón) parecían decididas a una conquista del mundo y lo demostraban con los avances germanos en Europa, las ocupaciones de territorios africanos por Italia y la lenta pero tenaz ocupación japonesa de sitios estratégicos en Asia y el Pacífico insular. Estados Unidos se encontraba en el largo período presidencial de Franklin D. Roosevelt, quien, mediante una política de austeridad y sensibilidad social, logró que el país saliera de una profunda crisis y se perfilara como potencia mundial también en el terreno militar. Sin embargo, su política estuvo dominada durante una larga etapa por el pacifismo y una ambigua doctrina de “no intervención” y fue hasta 1942 cuando decidió entrar a la guerra contra las potencias del Eje, después del sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbor en las islas Hawaii. En México en 1934 se inauguró el primer período presidencial de seis años y también por primera vez éste quedó ligado a un “plan sexenal,” centrado sobre todo en el desarrollo económico, la sustitución de importaciones y el reparto agrario. El general Lázaro Cárdenas ocupó la presidencia y llevó adelante una política de cercanía con el régimen estadounidense que le permitió superar el riesgo de la expropiación petrolera y concluir sin dilaciones un acuerdo sobre la deuda causada por este motivo. En cuanto a la situación de la Iglesia, aunque la opinión común entre los católicos es que no sólo continuó sino que arreció la postura persecutoria, los materiales archivísticos más recientemente utilizados permiten observar la búsqueda de acuerdos que consolidaron el “modus vivendi” que se había esbozado desde 1929. Para llegar a esta situación no fue ajena la labor de Monseñor Luis María Martínez, michoacano como Cárdenas y conocido por él, quien tomó posesión de la arquidiócesis de México en 1937 y cuya prudencia y tino facilitaron el diálogo y la reorganización de la Iglesia aun sin que se tocara la letra de las leyes. El apoyo de la jerarquía eclesiástica a la hora de la expropiación petrolera marcó también un momento de distensión cuyos efectos fueron notorios y duraderos. 6.- De la Guerra Mundial al Concilio: nuevos caminos ante un mundo diferente. La Segunda Guerra Mundial ocupó a la humanidad y sus fuerzas de una manera extraordinaria y dejó huellas profundas que hicieron del mundo un espacio diferente al que habían conocido las generaciones anteriores. La “era atómica”, sobre todo, puso a los ojos de la humanidad la posibilidad ya no de una guerra mundial sino la extinción del mismo género humano. Durante el desarrollo de la conflagración mundial, la voz del Papa Pío XII se dejó oír al modo de una palabra reflexiva e invitante a la reconciliación de los seres humanos forjados desde un origen común y con vocación de eternidad. Sus radiomensajes a favor del diálogo, de la paz con justicia y sobre la verdadera vocación de los seres humanos son todavía documentos reflexivos que superan la prueba del tiempo. El Papa fue consciente de que, independientemente de quienes resultaran vencedores en los campos de batalla, el deterioro de muchas virtudes humanas quedaría impreso por mucho tiempo, al modo de una extendida desconfianza no sólo en los acuerdos humanos sino en la misma acción divina en la historia. Vientos de secularización comenzaban a correr por el horizonte del mundo. México siguió en la década de 1940 un camino que no vio los horrores de la guerra y que más bien se consolidó hacia adentro a base de lo que el presidente Manuel Ávila Camacho llamó la “unidad nacional.” Fueron tiempos en los que la economía, orientada definidamente hacia la industrialización, permitió, también por el control de cambios y la estabilidad de la moneda, el surgimiento de una clase media que le daría al país ciudadanos mejor educados y un nivel de vida superior al que se había tenido hasta entonces. El lema que se escribió por todas partes: “México al trabajo fecundo y creador” motivó un crecimiento inusitado. El ambiente general, positivo y optimista, ayudó también a un mejoramiento sustancial en cuanto a la libertad religiosa. La modificación del artículo 3° realizada al comienzo del período presidencial del general Manuel Ávila Camacho, quien además se declaró personalmente “creyente”, favoreció la apertura de instituciones educativas de todos los niveles en las que se pudo al menos gozar de tolerancia en materia de doctrinas religiosas. Congregaciones tanto femeninas como masculinas fundaron colegios en las principales ciudades del país y la Universidad Motolinía, sostenida por las Misioneras de Jesús Sacerdote y la Universidad Iberoamericana regenteada por la Compañía de Jesús, iniciaron en el nivel universitario la presencia católica en 1943. La Acción Católica en sus diferentes ramas realizó con vigor su tarea de apoyar la instrucción catequética y, mirada en un plano más amplio, la de mantener viva la llama del apostolado laical en todo el territorio mexicano. Por ese tiempo, la fisonomía de la sociedad mexicana cambió de forma definitiva: cada vez más habitantes se encontraban en las ciudades no siempre en buenas condiciones de vida y la población rural comenzó a disminuir, fenómeno que no se detuvo y que trajo como consecuencia cambios notables en la cultura y en la misma práctica religiosa. Se vio la necesidad de erigir nuevas diócesis, pues desde 1924, dadas las condiciones especiales en que el país se encontraba, no se habían erigido. Entre 1950 y 1964 se fundaron un buen número de ellas y la cercanía de los obispos con el pueblo y la posibilidad de un mejor fomento de las vocaciones sacerdotales y de los diferentes elementos apostólicos quedaron claros. Al Papa Juan XXIII le correspondió la erección, al final de su pontificado de varios territorios de población principalmente indígena como prelaturas “nullius” (llamadas con posterioridad “prelaturas territoriales”) y algunas diócesis como la de Mazatlán. En los comienzos del pontificado de Paulo VI, en enero de 1964, fue erigida la diócesis de Tlalnepantla, “tierra de en medio.” En 1960, cuando la revolución cubana mostró su rostro de movimiento comunista, con todo el peso de su organización e ideología, en América Latina comenzó a sentirse la cercanía posible de un ataque a la identidad católica procedente de la isla. Se comentaba por todas partes la “exportación” de un estilo de comunismo “criollo.” En 1961 se desarrolló con éxito extraordinario, a instancias de la Acción Católica y de otros movimientos laicales católicos, una campaña que bajo el lema: “¡Cristianismo sí, comunismo no!”, alertó acerca de una “conjura comunista” contra México. Por esas mismas fechas también, al darse a conocer la implantación de un texto obligatorio para la enseñanza primaria, la protesta surgida desde organismos eclesiales fue clara sobre todo en la ciudad de Monterrey. Si bien no se logró el retiro de los libros, anunciados por el gobierno más bien como “gratuitos”, quedaron demostradas tanto la capacidad de convocatoria como la de negociación de los católicos. En medio de estas campañas y de su peculiar orientación política, se encontró de pronto la Iglesia de México con la convocatoria que Su Santidad Juan XXIII hizo al Concilio Vaticano II, ocasión única en el siglo para mirar al espejo la situación de las fuerzas eclesiales y lo que el Espíritu divino quería de ellas en vistas del futuro en un mundo que no era ya ni siquiera el de la inmediata posguerra y que, con todo y situaciones negativas, presentaba nuevas oportunidades para el mensaje cristiano. El vuelco que supuso la orientación del Concilio, inclinado más al diálogo y a la puesta al día de las líneas teológicas, las instituciones y la futura formación de los agentes pastorales que a la confrontación con un mundo “alejado” y hostil, sorprendió a los católicos mexicanos y al mismo episcopado, ocupados en el “peligro comunista”, si bien la convivencia que se logró durante las cuatro sesiones, entre 1962 y 1965 con episcopados de otras latitudes y la asimilación de las enseñanzas conciliares tuvieron efectos positivos que pudieron verse en poco tiempo. La liturgia celebrada en la lengua común del pueblo, los incentivos para la lectura y reflexión de la Sagrada Escritura, la aceptación abierta del papel de los laicos, el aprendizaje de la lectura de los “signos de los tiempos”, las nuevas orientaciones para la formación de los sacerdotes y el impulso que la comunidad entera recibió para compartir “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo”, marcaron a la Iglesia católica en todos los rincones de la tierra no sólo con huella imborrable sino con el sello de “no marcha atrás.” 7. Nuevos tiempos del mundo y de la Iglesia. El Concilio despertó entusiasmos y aceleró, no sin errores, tropiezos y entusiasmos fáciles, la marcha de la Iglesia. También, sin embargo, trajo consigo miedos y nostalgias que, gracias a Dios, no fueron dominantes y los católicos mexicanos, salvo contadísimas excepciones, estuvieron en la línea conciliar. El acompañamiento de las encíclicas del Papa Paulo VI, sobre todo “Humanae Vitae” y “Populorum Progressio”, desarrolló un magisterio episcopal de gran interés, a pesar de que no fueron pocas las dificultades para impartir una enseñanza en tópicos de gran actualidad como la paternidad responsable y el desarrollo “de todo el hombre y de todos los hombres.” En 1968 tuvo lugar en Medellín, la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que, con sus amplios temas puestos bajo el título general de “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio” trató de que las enseñanzas para la Iglesia universal tuvieran “aterrizaje” en la realidad latinoamericana. De manera especial se ahondó en los acelerados cambios culturales que se percibían en el continente y en el preocupante aumento de la pobreza en una sociedad que se hacía cada vez más predominantemente urbana y que apuntaba hacia la pluralidad. En México tuvo lugar en 1969 una reunión de la Conferencia Episcopal de gran importancia (la REP, Reunión Episcopal Pastoral) que trazó líneas de aplicación de la Conferencia de Medellín. No pocos obispos y católicos distinguidos prefirieron distanciarse de algunas líneas fuertes de Medellín, aludiendo a la “diferencia” entre México y el resto de América Latina tanto por la estabilidad política y económica todavía percibidas así como por la excepcionalidad del estatuto jurídico de la Iglesia. Los cambios conciliares fueron notándose cada vez más y al mismo tiempo el país, que había mostrado durante mucho tiempo una estabilidad política y económica que parecía diferenciarlo del resto de los países latinoamericanos, presentó síntomas de crisis en ambos campos y hubo cierto desconcierto en cuanto a las opciones pastorales que debían tomarse. No obstante, dos documentos del episcopado mexicano, la “Carta sobre el desarrollo y la integración del país” de 1971 y el documento sobre “los cristianos ante las opciones sociales y la política” de 1973, indicaron una apertura ante la de crisis de crecimiento que vivía el pueblo mexicano y una toma de posición que respondió al llamado que Paulo VI había hecho al inaugurar la Conferencia de Medellín. Conforme avanzaba el tiempo y en medio de esas situaciones, a pesar de que la opinión común era de que la “tolerancia” gubernamental hacia la Iglesia católica era algo bueno, en círculos pensantes comenzó a crecer la conciencia de que el desconocimiento jurídico era una anomalía que no podía compaginarse con un Estado democrático y la promoción de los derechos humanos, cuya importancia había sido destacada sobre todo a partir de la Declaración Universal de 1948 en la que se extendía el ámbito de la libertad religiosa muy delante de la simple “libertad de cultos.” En 1974 el presidente Luis Echeverría rompió una tradición no escrita que tenía más de un siglo al visitar en el Vaticano al Papa Paulo VI, con el pretexto de presentarle la “Carta de los derechos y deberes económicos de los Estados.” Fue este hecho la apertura de una puerta para poder tratar de manera más pública el asunto del reconocimiento jurídico del hecho religioso, evidentemente no sólo católico y de las anomalías en este punto sensible para la paz social y la convivencia armónica. El inicio del pontificado de Juan Pablo II y el deseo manifestado por éste de estar presente en la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tendría lugar en Puebla a fines de enero de 1979, puso ya no en el nivel teórico sino en el de la vida práctica el papel de la Iglesia en el ámbito público. La extraordinaria acogida al pontífice, imposible de imaginar con anticipación, fue una especie de plebiscito acerca de la realidad eclesial en nuestro país y de la presencia del catolicismo. Si bien el asunto de los cambios constitucionales y de las leyes persecutorias que permanecían en la letra pareció tardarse en ser objeto de primera línea y sólo a partir de la Asamblea Extraordinaria del Episcopado celebrada en Guadalajara en 1985, puede decirse que se puso en la agenda de trabajo, era cuestión de tiempo, de acercamiento mutuo, de superación de prejuicios mutuos, delicadeza y decisión llegar a esos cambios. Durante el período presidencial de Miguel de la Madrid (1982-1988) se abrieron espacios de diálogo tendientes a la normalización de la situación de la religión en el ámbito legal. Sin embargo, fue hasta el período de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) cuando se pudo llegar a un punto más o menos acorde con la convicción internacional acerca de la libertad religiosa. Salinas anunció en su discurso de toma de posesión la “modernización” con varios sectores de la sociedad mexicana entre los que mencionó a “la Iglesia” (así en singular), por lo que pudo pensarse que se trataba únicamente del establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede. En las conversaciones que se entablaron en este tiempo, en que de parte de la Iglesia católica tuvieron especial actividad, por acuerdo tomado por la CEM en Torreón en mayo de 1990 Monseñor Adolfo Suárez, presidente de la Conferencia Episcopal y el Delegado Apostólico Monseñor Jerónimo Prigione, se llegó a la convicción de que se privilegiaran los cambios constitucionales y de manera posterior se discutiera una ley reglamentaria que sustituyera la de 1926 aún teóricamente vigente y se establecieran las relaciones diplomáticas a nivel de Embajada y Nunciatura en octubre de 1992. La ley se llamó “de Asociaciones Religiosas y Culto Público” y aun con sus defectos y carencias, resultó favorable. 8.- Tiempos de crisis y de oportunidad. Así como puede decirse que México en 1940 ya no era el de la época revolucionaria, en 1990 el país no era ya el mismo de cincuenta años atrás. La crisis económica prolongada unida a los fenómenos como la inmigración interna que produjo enormes cinturones de pobreza en las grandes ciudades que seguían en acelerado aumento demográfico y la falta de planeación educativa, que propició el aumento de los profesionistas sin ocupación estable, dejó huella indeleble en la población que se reflejó en un estado de vida precario para inmensos núcleos. Los analistas de las realidades socioeconómicas de esta época comenzaron a identificar grupos humanos que eran “nuevos pobres”, entre los que se encontraban, por ejemplo, profesionistas sin ocupación, jóvenes que no veían con claridad un futuro promisorio y los que, a causa de la falta de poder adquisitivo de los salarios tenían que aumentar sus horas de trabajo en detrimento de la salud propia y de la integración familiar. De igual modo, si bien en forma menos visible, los cambios en la cultura de las mayorías, el avance sólido del fenómeno de la secularización de los valores, las líneas de pensamiento y los modelos de vida, así como la pluralización religiosa en avance sobre todo en la zonas suburbanas, plantearon a los agentes de pastoral católicos nuevas áreas de reconocimiento y acción: el modelo tradicional de parroquia, la importancia creciente de la juventud como elemento digno de atención, la pluralidad ideológica y los “nuevos areópagos” abiertos al diálogo con la propuesta del estilo de vida surgido del Evangelio así como la crisis poco reconocida de la piedad popular, se vieron de pronto como retos a la vida cristiana y a las instituciones eclesiales. El magisterio latinoamericano expresado en las Conferencias Generales del Episcopado celebradas en Puebla en 1979, Santo Domingo en 1992 y Aparecida en 2007 (si bien ésta corresponde ya al siglo XXI aunque no puede considerarse aislada de las anteriores), realizó un diagnóstico excelente de las condiciones de vida de los habitantes del continente e indicó pautas para ser asumidas al modo de desafíos para la mejor atención de la realidad actual de nuestros pueblos. Las visitas a México del Papa Juan Pablo II, además de demostrar el lazo perenne entre los mexicanos y la sede petrina, dejaron una cauda de mensajes dignos de ser reflexionados y llevados a la práctica. En 1990 comenzó a planearse la redacción de un documento analítico y programático de la conferencia episcopal en el que se asumieran las situaciones que requerían atención y decisión de parte de los agentes de pastoral. Pareció posponerse sin fecha, pero en el año 2000 se dio a conocer una toma de posición que, bajo el título de: “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”, marcó las rutas para asumir la compleja realidad de los mexicanos a la hora de iniciar la marcha hacia el tercer milenio de cristianismo. De todo este caudal doctrinal y pastoral, los miembros de la Iglesia que peregrina en México se han enriquecido y los frutos son visibles en muchas partes, sobre todo en el nivel de las pequeñas acciones y la vida de pequeñas comunidades. No obstante, el tamaño de los retos, la falta del hábito de “pensar la pastoral”, inercias y costumbres no reflexionadas, el cansancio, la rutina y el miedo a lo nuevo, se convierten en murallas que dificultan que la frescura del Evangelio se perciba en este pueblo que merece alimentarse, vivir y contagiar la alegría que brota de esa palabra que es Buena Nueva para la humanidad de todos los tiempos y lugares. No puede dejar de movernos la exhortación del Papa Francisco: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.”4 APUNTE BIBLIOGRÁFICO. Estas páginas están basadas en un enorme número de lecturas hechas a lo largo de los años, de la investigación directa en archivos y bibliotecas y de la participación en muchas reuniones eclesiales tanto de reflexión como de señalamiento de rutas pastorales. Indico algunas fuentes impresas: A pesar de que fueron editadas entre los años 1970 y 1980, todavía son útiles los más de veinte pequeños volúmenes ilustrados que editó El Colegio de México bajo el título general de HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA. La extensa narración, firmada por historiadores profesionales integrados al Colegio abarca desde los antecedentes de la revolución hasta el período del presidente López Mateos, concluido en 1964. Pueden seguirse con facilidad las trasformaciones sociales y económicas y, al mismo tiempo, el avance sutil del autoritarismo sobre los planes de democracia. Su visión sobre la persecución religiosa está bien sustentada y supera la afectividad, aunque el tratamiento de la educación socialista no tiene el sustento documental adecuado. ----En el año 2012 se concluyó un amplio y ambicioso proyecto de escribir sin el peso de notas a pie de página pero con la maestría propia de historiadores profesionales una obra en múltiples 4 Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n.1. volúmenes titulada: AMÉRICA LATINA EN LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA, dentro de la cual cinco entran en el tema MÉXICO. Los tres últimos (1880/1930 LA APERTURA AL MUNDO, 1930/1960 MIRANDO HACIA ADENTRO y 1960/2000 LA BÚSQUEDA DE LA DEMOCRACIA) corresponden al siglo XX. (Fundación MAPFRE/Ediciones Taurus, Madrid 2012). Se trata de buenos textos, escritos con libertad de pluma por sus autores, por lo que los énfasis en determinados sucesos, proyectos o realizaciones dependen mucho de la formación y los intereses de quienes los relatan. Concretamente, la realidad religiosa y los hechos históricos que tienen qué ver con el catolicismo y la Iglesia se encuentran ausentes, dejando un hueco importante dentro de un proyecto de tal amplitud. ----Para profundizar en algunos temas tratados en estas páginas y calibrar la seriedad y base de algunas de mis afirmaciones, invito a consultar algunos de mis libros publicados: Tensiones y acercamientos. La Iglesia y el Estado en la historia del pueblo mexicano, IMDOSOC, México 1990. (Colección de diversos artículos escritos en la etapa de reflexión histórica en vistas a los cambios constitucionales). Diplomacia insólita. El conflicto religioso en México y las negociaciones cupulares (1926-1929), Paz a medias. El “modus vivendi” entre la Iglesia y el Estado en México y su crisis (1929-1931), Confrontación extrema. El quebranto del “modus vivendi”(1931-1933), Asalto a las conciencias. Educación, política y opinión pública (1934-1935), Hacia un país diferente. El difícil camino hacia un “modus vivendi” estable (1935-1938). IMDOSOC, México 2007-2008. (Esa serie de cinco libros sigue de cerca el contenido de los materiales del archivo de la National Catholic Welfare de Washington, reunidos sobre todo por el Padre John Burke CP que abren nuevas perspectivas sobre el “largo plazo” de las conversaciones y negociaciones a favor de la libertad religiosa en México. Tuve además a la mano publicaciones estadounidenses y mexicanas para mejorar el contexto y darle la adecuada dimensión internacional al caso mexicano.) Servidor fiel. El Cardenal Adolfo Suárez Rivera, 1927-2008, Arquidiócesis de Monterrey/ Miguel Ángel Porrúa, México 2012. (Este libro, siguiendo la trayectoria biográfica de Don Adolfo Suárez, deja percibir el paso de la historia de la Iglesia en México en buena parte del siglo XX, deteniéndose en más de un detalle acerca del papel de la Conferencia Episcopal en la búsqueda de la aplicación del Concilio Vaticano II y de las Conferencias del Episcopado Latinoamericano, la normalidad de la vida eclesial en nuestro país y en la elaboración de una doctrina social católica en respuesta a las críticas situaciones de nuestro pueblo.) (Tepic, 22 de marzo de 2014)