A la venta el 6 de febrero Nº de páginas: 346 – PVP: 21,00 € La Primera Guerra Mundial contada para escépticos «Nadie cuenta la Historia como Eslava Galán. Esa mezcla de sabia erudición, arte narrativo e ironía inteligente suele producir mezclas explosivas.» ARTURO PÉREZ-REVERTE El desastre que nadie esperaba En vísperas del verano de 1914 el mundo está tranquilo y contempla el futuro con optimismo; las guerras parecen algo del pasado y las ciencias progresan, haciendo más fácil la vida de la gente. Es la belle epoque, algo cercano a un mundo feliz, al menos para las clases acomodadas. Nada hace presagiar un conflicto como el que se avecina. Tanto los que lo vivieron como los historiadores coinciden en ese diagnóstico. Stefan Zweig, el gran cronista de aquel tiempo, lo escribió con rotundidad: “se creía tan poco en recaídas en la barbarie, por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas”. El 28 de junio, sin embargo, el atentado contra el heredero del Imperio Austrohúngaro, cometido por un joven nacionalista serbio, altera brusca y completamente la situación. Fue el desencadenante de la peor guerra conocida por la humanidad hasta entonces, a cuyo horror contribuyeron los mismos avances científico-técnicos que parecían destinados a garantizar el bienestar de la gente. Se la llamó con razón la Gran Guerra, ya que implicó a muchos países de todos los continentes. Nadie pensó que tuviera una nueva versión corregida y aumentada. Cuando, veinte años después de terminada, llegó esa nueva versión, la Gran Guerra pasó a llamarse Primera Guerra Mundial. Juan Eslava Galán es sobradamente conocido del lector español, que suele convertir sus libros en best sellers. Y quien no le conozca debe correr a enmendar el error y puede empezar haciéndolo con este título. La Primera Guerra Mundial contada para escépticos continúa el camino iniciado con Historia de España contada para escépticos y seguido con Historia del mundo contada para escépticos. Eslava Galán sigue fiel a una fórmula de éxito probado: rigor histórico, capacidad de síntesis, amenidad y humor a raudales. Pero que nadie se llame a engaño: éste es un libro de historia; simplemente se lee muy bien y es muy divertido. El lector tiene en un número razonable de páginas la información esencial sobre la Primera Guerra Mundial. Y que el autor se ha documentado a fondo salta a la vista a cada instante; por ejemplo, cuando explica los tratados internacionales que sustentaban el andamiaje geopolítico, describe con minuciosidad el laberinto de las trincheras o desciende a los mínimos detalles técnicos (calibres, etc.) de las armas empleadas o de utensilios como los cascos. Sólo que todo eso, además del rigor histórico, está contado por el autor con la suficiente soltura como para ser capaz de citar a José Mota si le viene bien; para explicar, por ejemplo, que a los alemanes “el ansia viva los pierde”. Aires de tragedia en el pistoletazo de salida El pistoletazo de Sarajevo, que lo sería de salida para la Primera Guerra Mundial, tuvo ese aire de fatalidad, no exenta de casualidades, de otros atentados históricos, como si la víctima lo fuera también de una tragedia griega o una profecía de obligado cumplimiento. En efecto, el fracaso del primer intento, pese a la implicación de varios terroristas, fue corregido pocas horas más tarde cuando uno de ellos se tropezó con el coche del archiduque y heredero austrohúngaro (“cuyo principal mérito estriba en haber cazado más de cinco mil ciervos a lo largo de su laboriosa vida”, precisa Eslava Galán), al que su conductor había metido por pocos segundos en un camino equivocado. El terrorista (“un iluminado, un pirado”) entonces no falló. El motivo del atentado era reivindicar para Serbia la provincia de Bosnia Herzegovina, a la sazón parte del Imperio Austrohúngaro. El nacionalismo –peste del siglo XX y, de momento, del XXI, señala el autor- iba a poner enseguida con ese atentado el mundo patas arriba. Porque “el nacionalismo es la ideología de los tontos, pero siempre hay quien saca partido de ella”, escribe Eslava Galán. El autor no renuncia a ningún recurso para atraer y mantener la atención del lector. Consumado novelista, echa mano de diálogos tanto de los personajes históricos como de otros (¿ficticios? ¿sacados de su acervo personal o familiar?) que le sirven para explicar el contexto político de la Primera Guerra Mundial: el rompecabezas del imperio austrohúngaro, los intereses de Alemania, el poder naval e imperial de Inglaterra, la Entente formada por ésta, Rusia y Francia, los lazos históricos que unían a Rusia y Serbia… El caso es que la guerra que nadie esperaba empieza justo un mes después del atentado. “Nadie mueve un dedo por detenerla. Total, los verdaderos responsables de la guerra no van a morir en ella ni van a padecer el hambre y la miseria que acarreará”. Pero –todo hay que decirlo- también “las futuras víctimas iban alegres y embriagadas al matadero”, como escribió Stefan Zweig. Enseguida se produjo un verdadero efecto dominó, en el que unas fichas del tablero internacional fueron arrastrando a otras, de modo que, tras la declaración de guerra del Imperio Austrohúngaro a Serbia, las alianzas e intereses respectivos hicieron que fueran entrando en el conflicto, al lado de unos u otros, Alemania, Rusia, Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Japón, Bulgaria, Rumanía, el Imperio Otomano, Cuba, Panamá, Brasil… Una gigantesca picadora de carne “La llamarán la Gran Guerra porque va a ser una guerra desmesurada, a una escala hasta entonces desconocida, con ejércitos de millones de hombres procedentes de los cinco continentes que caerán a millares cada día”. Una guerra sustentada en las nuevas tecnologías, que aportan cañones enormes, bombas de fragmentación, ametralladoras alimentadas por cintas de balas, lanzallamas, gases venenosos, tanques, aviones, submarinos… “Una gigantesca picadora de carne que se va a alimentar de millones de hombres”. Lo tremendo es que todos los contendientes van a la guerra convencidos de que será breve y acabará con su victoria. Los alemanes, que perderán, llegan a acuñar las monedas conmemorativas de su proyectada toma de París. Los alemanes, por cierto, se convierten pronto en actores principales, pese a haber entrado como secundarios detrás del Imperio Austrohúngaro. Y actores que pronto destacan por las barbaridades que cometen con la población civil. En el otro lado, también se eclipsa un tanto el primer contendiente, Serbia, y cobran importancia Rusia, Francia e Inglaterra, que fueron al rebufo. Las trincheras, ese símbolo de la Gran Guerra La carnicería no se hace esperar. En las primeras semanas Francia pierde 300.000 soldados en veinte días. La guerra, además, se atasca pronto. El frente se ha convertido en un inmenso lodazal y los ejércitos están exhaustos. La inicial guerra de movimientos deviene en guerra de posiciones cuando aparecen las trincheras, que surgen casi espontáneamente en la zona de Ypres. Las trincheras, auténtico símbolo de la Primera Guerra Mundial, son un sistema más complejo de lo que habitualmente se cree, una serie de zanjas zigzagueantes comunicadas entre sí. Las de los alemanes –cómo no- llegan a ser verdaderas obras de ingeniería que, en el caso de los espacios destinados a oficiales, alcanzan un cierto nivel de confort. Excepto en esos casos, las trincheras son sinónimo de incomodidades: frío, humedad y enfermedades como el típico “pie de trinchera” que puede llegar a provocar la amputación de ese miembro, además de la exposición a los francotiradores. Es, como dice el autor, una vida de ratas. Todavía es peor el momento en que hay que abandonarlas para salir al asalto de las posiciones enemigas. Toca exponerse a las ametralladoras en campo abierto. A los soldados se les reparte coñac barato para fomentar el valor suicida necesario para afrontar esa situación en la que algunos son alcanzados nada más asomar la cabeza. Los sargentos amenazan con matar al que se retrase y “cada ataque se resuelve en una terrible e inútil mortandad, regimientos enteros se sacrifican sin avance significativo; el frente se convierte en una trituradora”. La tregua de Navidad Quizá esas horribles condiciones de los primeros meses de la guerra contribuyeron a que aflorara un espíritu distinto, más genuinamente humano, entre los combatientes. Se produjo en la Navidad de 1914 y fue uno de los hechos más sorprendentes y recordados del conflicto, que Eslava Galán recrea en unas páginas especialmente emocionantes. En la noche del 24 de diciembre los ingleses ven como las trincheras alemanas se van iluminando paulatinamente. No es una nueva táctica bélica; se trata –sorprendentemente- de árboles de Navidad. A la vez, se escucha una música que sale de las zanjas y un coro de voces que canta el villancico más universal, Noche de paz. Los ingleses, con una bocina (las trincheras están muy cerca) les piden que canten otro y, a continuación, replican con uno en inglés. Pasan la noche así, intercambiando villancicos y, al amanecer, se alzan banderas blancas en el lado alemán y un soldado, desarmado, emerge a campo abierto con otro trapo blanco. Otros le siguen y, enseguida, los ingleses hacen lo propio. Se reúnen en campo abierto, en tierra de nadie. Se muestran fotos de las familias y se intercambian cigarrillos, whisky, chocolate, salchichas. “Alemanes e ingleses se contemplan, astrosos, barbudos, sucios, tan parecidos si no fuera por el uniforme, tan humanos, tan distintos de como los presentan las caricaturas de la propaganda… Tienen más en común entre sí de lo que pueden tener con los generales o los políticos que los han implicado en esta mortal aventura”. Generales y políticos que tomarán medidas para que semejante mal ejemplo no se repita. Otro efecto colateral beneficioso, provocado por la guerra, fue la liberación de la mujer, que se consolida con motivo del conflicto. Las mujeres ocupan más de la mitad de los puestos de trabajo dejados por los hombres que están en el frente, y demuestran estar perfectamente capacitadas. Chicas acomodadas trabajan en hospitales, en contacto con el horror, viviendo en condiciones precarias. No volverán a ser como eran antes de la guerra, y habrán dado un paso definitivo hacia la liberación de la mujer en conjunto. Hola a nuevas armas Pero en el frente el horror continúa con nuevas armas. Por ejemplo, los gases, que causan atroces quemaduras. La experiencia fue tan terrible que en la Segunda Guerra Mundial se renunció a emplearlos. No todas son eficaces. Los zeppelines, tan vistosos y símbolo también de esos años, se revelan prácticamente inútiles. La ingeniería alemana supera con creces a la de sus adversarios, pero a veces (el ansia viva, ya se ha dicho) da la impresión de que malgastan tiempo y dinero en perfeccionar las armas que servirán para futuras guerras mientras pierden la guerra del presente, dice el autor. Y en la siguiente guerra les pasará lo mismo. Por el contrario, los carros de combate, que también aparecen entonces, sí se muestran eficaces; son un arma cargada de futuro. Choques de carneros Dos de las grandes batallas de la Primera Guerra Mundial se parecen a esos choques inacabables en que dos carneros se enfrentan a topetazos sin que ninguno gane claramente. La de Verdún fue un punto muerto, una lucha de carneros empecinados que provocó un sumidero por el que se escapó la sangre de franceses y alemanes. Después de tres meses habían muerto 190.000 franceses y 174.000 alemanes. Una batalla que se eternizó y acabó después de ocho meses de forcejeos con medio millón de muertos por cada bando y ningún ganador. Como dice Eslava Galán, aquella batalla no modificó la historia, pero sí la geografía, ya que nueve pueblos desaparecieron triturados por la artillería. En cuanto a la del Somme, también acabará en tablas en febrero del 17. Los dos bandos se atribuyen la victoria, pero los alemanes saben que han perdido más y mejores tropas. Un general alemán dirá que el Somme ha sido “la tumba de barro” de su ejército. Verdún y el Somme dejan exhaustos a alemanes, franceses y británicos. Entretanto, “Europa se ha convertido en un alto horno en el que se funden imperios y fronteras”. El otro jinete del Apocalipsis acelera el final La guerra lleva consigo a los otros jinetes del Apocalipsis: las enfermedades, la muerte y el hambre. El bloqueo aliado mantiene a la población alemana hambrienta: las mujeres se desmayan sobre las máquinas en las fábricas y las personas antes acomodadas van con una navaja en el bolsillo para cortar tajadas del primer caballo muerto que se encuentren, actividad que se pone de moda en esos días. Ningún país sufrió el hambre como Alemania, donde quizá más de medio millón de personas pereció de hambre o de enfermedades relacionadas con la malnutrición. Eso hace que el tiempo corra a favor de los aliados. Exhaustos los contendientes, se trata de aguantar y ver quien tira antes la toalla. Los aliados esperan que los norteamericanos entren en la guerra; los alemanes quieren dar un golpe definitivo antes de que eso ocurra. Los americanos entran por fin en la guerra por motivos interesados. No les conviene que pierdan los aliados y no poder cobrar la gran deuda por créditos y material que éstos tienen con Estados Unidos. Los banqueros e industriales, además, harán negocio con los contratos del ejército y los préstamos correspondientes. Eso inclina definitivamente la balanza. Ante la inminencia de su derrota, los generales alemanes hacen que sea el parlamento, los políticos, los que pidan el armisticio. Un modo poco digno de escurrir el bulto, salvar la cara y justificarse ante la historia, fingiendo que se les había impuesto una decisión equivocada. La paz sobre 19 millones de muertos Con la llegada de la paz, los soldados enemigos vuelven a abrazarse y confraternizar; no lo habían hecho desde la Navidad del 14. Han quedado atrás diecinueve millones de muertos, de los cuales once son civiles. Versalles es un tratado abusivo y humillante (aunque no más del que hubieran impuesto los alemanes, caso de haber ganado, como demuestra el que firmaron con los rusos, cuando, tras la revolución, abandonaron la guerra), un tratado que deja el camino abierto para el próximo conflicto. La Gran Guerra descompone el mapa político: cuatro imperios (ruso, austrohúngaro, otomano y alemán) desaparecen, mientras surgen nuevos Estados en sus territorios. La guerra ha sido un absoluto desastre para Europa. Fuera de ella, sin embargo, Estados Unidos y Japón salen beneficiados. Juan Eslava Galán Juan Eslava Galán es doctor en letras y escritor. Entre sus ensayos destacan Historia de España contada para escépticos (2010), Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie (2005), Los años del miedo, 1939-1952 (2008), El catolicismo explicado a las ovejas (2009), De la alpargata al seiscientos, 1953-1959 (2010), Homo erectus (2011), La década que nos dejó sin aliento (2011), Historia del mundo contada para escépticos (2012) y, junto con su hija Diana, el recetario comentado Cocina sin tonterías (2013). Es autor de las novelas En busca del unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo (Premio Ateneo de Sevilla 1991), Señorita (Premio de Novela Fernando Lara 1998), La mula (2003), Rey lobo (2009) y Últimas pasiones del caballero Almafiera (2011). Más información en su página web: www.juaneslavagalan.com