La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 22 y 23, 2011; pp. 273-276. Peinado Verónica, La pederastia socrática. Del deseo a la filosofía. CIDHEM, México, 2011, 154 pp. La pederastia socrática o el método del amor en la iniciación filosófica Así pues, aunque el deseo es universal y aguijonea a todos, cada uno desea algo distinto: unos desean esto y otros aquello. El amor es una de las formas en que se manifiesta el deseo... Octavio Paz, La llama doble. Amor y erotismo. Se ha vuelto un lugar común decir que la filosofía es “amor a la sabiduría” y que el filósofo, a diferencia del que sabe, del que cree que sabe y del que simplemente ignora, sólo desea saber. No obstante tantos siglos de reflexión, la importancia del deseo respecto al intento de escapar a la ignorancia y la necedad se ha pasado por alto; o bien, no ha sido lo suficientemente estudiado. Verónica Peinado, en su libro La pederastia socrática reflexiona precisamente sobre el deseo como una carencia de conocimientos teóricos que experimentaban los discípulos; esta insuficiencia o déficit, nos deja ver la autora, fue aprovechada por Sócrates para ganar adeptos. Como sabemos, este pensador imprimió un giro fundamental en la historia de la filosofía griega al prescindir de las preocupaciones cosmológicas de sus predecesores y ocuparse de la paideia que era, para él, una obra moral. El primer paso para alcanzar el conocimiento, y por ende la virtud —pues cono- 273 cer el bien y practicarlo eran, para el ateniense, una misma cosa—, consistía en la aceptación de la propia ignorancia. Sócrates examinaba, desnudaba moralmente a sus interlocutores y desenmascaraba su ignorancia para conducirlos después a la verdadera sabiduría (phrónesis), que debía encaminarse hacia la bondad moral (areté). Para lograr lo anterior era necesaria una metánoia: una conversión interior. Ésta, nos muestra Verónica Peinado, nace con la falta, es decir, con el vacío de conocimientos que el filósofo hacía patente en quienes le admiraban. Sólo el reconocimiento de esta insuficiencia, sólo la aceptación de la propia penuria y la escasez, abrían la posibilidad del deseo: el deseo de saber. A diferencia de los sofistas, quienes administraban sus enseñanzas por dinero y mediante la seducción de la palabra daban a las cosas pequeñas apariencia de grandes —y viceversa—, Sócrates seducía de otra forma, haciéndose notar entre los jóvenes y mostrándose distinto a ellos. Ironizando y cautivando, este filósofo representaba esa “presencia” a través de la cual el amado (erómenos) era conducido por el amante (erastés) hacia el conocimiento de su alma, piedra angular de la filosofía moral y preocupación que ha llevado a los estudiosos de la filosofía a ver en este pensador al padre de la ética. De esta forma, mientras a los sofistas sólo les preocupaba convencer, Sócrates afirmaba ocuparse de decir la verdad. Su finalidad no estaba centrada en alcanzar la erudición (polymathía) ni mucho menos la formación del hombre político que debía desarrollar la habilidad para hablar en público y persuadir (retoriké téchne). Él se enseñoreaba de no ser un maestro (didáskalos) que transmitía una enseñanza (máthema) concreta; lo único que hacía, afirmaba, era “tratar” y “dialogar” con quienes se acercaban a él no como alumnos (mathemaí) sino como amigos o compañeros (hetairoí). En su texto, Verónica Peinado subraya la importancia de la pederastia como práctica educativa; distingue la pederastia griega de la moderna y la homosexualidad del simple disfrute pasivo del acto sexual que realizaban algunos hombres de la Grecia antigua. Además, nos recuerda que en ella la pederastia era una práctica que “no portaba el carácter ominoso actual”. Práctica en la que dos seres distintos, el amante y el amado, eran poseídos por Eros, una fuerza que hacía nacer entre ellos un magnetismo secreto que emergía, paradójicamente, de un poder involuntario y una elección. Este vínculo amoroso entre dos varones —uno de mayor edad y experiencia y el otro joven e inexperto—, diferentes no sólo en edad sino en posición, revela, dice la autora, más allá de una práctica meramente erótica, otra de tipo pedagógico que sirvió en su momento “para conseguir adeptos en el terreno político y militar”. En este sentido, se subraya en el libro que la pederastia no era un hábito del griego común sino de quienes gozaban de una posición económica, política y social alta. Asimismo, se enfatiza que fue Sócrates quien hizo de ella un medio para que los jóvenes optaran por la filosofía. Sócrates “educaba” sin enseñar. Su educación no era propiamente un tipo de “enseñanza” porque no consistía en la transmisión de unos contenidos o 274 de un saber considerado valioso que era elaborado y comunicado a sus discípulos para que fuera asimilado y más tarde repetido. Sócrates, valiéndose del encanto que provocaba en sus oyentes y de la atracción que inspiraba en los jóvenes, hacía notar la pobreza intelectual de estos mediante un método crítico: la mayéutica. A través de ella, pensaba, podía obtenerse un conocimiento que provenía de la iluminación de nociones oscuras y confusas que ya se tenían en el espíritu y que era necesario parir. Desde esta perspectiva, la educación que Sócrates ponía en práctica nada tenía que ver con atiborrar al alumno de conocimientos (mathémata), tampoco con la adquisición de un conjunto de destrezas (téchnai), la mera formación intelectual o el aprendizaje de un oficio. Según él, la filosofía es la búsqueda de un conocimiento claro y preciso, válido en cualquier lugar y tiempo (episteme) y no sólo la simple opinión (doxa). Pero además, como nos recuerda la autora, la filosofía tiene que ver con el cuidado del alma y el dominio de uno mismo, objetivos que, a pesar del ateniense, no tuvieron eco en todos sus seguidores. En la parte final de su texto, Verónica Peinado aborda el fracaso filosófico de Sócrates con Alcibíades y pone énfasis en la actividad misosófica del maestro de Platón quien, al hacer que sus interlocutores asumieran su ignorancia, “se colocaba como un sabio retador y soberbio”. Alcibíades, quien no pudo ser conducido por Sócrates al camino de la filosofía y quien vivió en permanente estado de sufrimiento, si no fue convertido a la vida filosófica del cuidado del alma, dice la también autora del ensayo Los dioses en la tierra, fue “porque sufría el mismo síntoma narcisístico que su maestro”. Con esto, Verónica Peinado hace evidente la locura de Sócrates, esa de la que ya nos da indicios Erasmo de Rotterdam cuando, en su Elogio de la locura, advirtió que este pensador ateniense había empezado ya a perder el juicio. Recurriendo al pensamiento psicoanalítico y basándose en autores como Freud y Lacan, la escritora subraya que la iniciación filosófica tiene que ver con una tríada: Eros, falta y deseo. Sólo el reconocimiento de que somos seres incompletos despierta la sed de completud porque sólo deseamos lo que no tenemos, mientras que lo que tenemos ya no lo deseamos. “La falta, entendida como una carencia, es irrebatiblemente la característica fundamental del ser humano”, dice. En este sentido, únicamente su aceptación o, como sostiene Octavio Paz, el consentimiento de que todos padecemos una carencia, hace que irrumpa una verdad irrefutable: nuestros días están contados. Somos seres temporales y por ello finitos... mortales, como se expresa en el texto recurriendo a Heidegger. Sócrates, dice la autora, parecía tener claro que “la falta es una característica estructural del ser humano que siempre se hace presente pero que siempre pretende ser olvidada”. Desde su perspectiva, la práctica eróticopedagógica que llevó a cabo el ateniense tenía como fin preciso instaurar la falta en sus erómenoi, quienes vivían una experiencia insólita y muchas veces insoportable, situación que emergía de la “transferencia”, fenómeno calificado así por Lacan y que encierra, en el fondo, la creencia de un Padre 275 Ideal, un “Sujeto supuesto Saber”, un Otro omnipotente y completo que es preciso emular. La pederastia socrática. Del deseo a la filosofía, es un libro donde se ensayan ideas diversas que cruzan la literatura, la filosofía, el psicoanálisis, y lo hacen, además, con una fuerza conceptual y un rigor en el uso de las fuentes, que constituyen un reto para el lector de hoy, en general, tan acostumbrado al lugar común, la pobreza expresiva y, por si fuera poco, la pereza mental. Germán Iván Martínez 276