Equipos de Nuestra Señora, Buenos Samaritanos de la vida en pareja El título que he puesto a esta charla no pretende dar una respuesta a la inquietud permanente de la misión de los ENS sino, más bien, presentar algunos interrogantes que desde la meditación en la Palabra de Jesús puedan inquietarnos y conducirnos a un permanente discernimiento comunitario. Es verdad que yo vengo de un país en el que la violencia, la injusticia institucionalizada, la corrupción y muchas otras plagas de la sociedad actual están fuertemente presentes. Los muertos se cuentan por miles, muertes producidas por grupos armados de izquierda y de derecha, por guerrilleros y paramilitares, por las Fuerzas Armadas regulares y las irregulares, por los traficantes de drogas prohibidas, etc. Es verdad que padece mi patria los desplazamientos forzosos más elevados del mundo, causados por la ambición de los poderosos. No hay país en el mundo que pueda contar el número de víctimas mortales por la lucha contra las drogas como Colombia: candidatos a la presidencia de la república, ministros, magistrados de altas cortes, jueces, fiscales, policías, militares, campesinos inocentes, etc. Es verdad que tenemos uno de los índices más altos de inequidad; que, además, son muchos los altos dignatarios del Estado en todas las ramas del poder público que después del ejercicio de sus funciones han parado en la cárcel por corruptos. Y podría yo seguir enumerando más y más situaciones que ante la parábola de Jesús nos pondría a darnos golpes de pecho por nuestra ceguera e inoperancia. Pero aquí, quiero mencionar y tener presente solamente nuestra realidad de equipistas y mirar a esos sufrientes y necesitados en el campo que más nos concierne, el de las parejas. En los libros de la Sagrada Escritura nos encontramos habitualmente con algunos textos que nos golpean de modo particular, algunos relatos que escuchamos, que leemos o que vienen a nuestra memoria con especial frecuencia. Uno de ellos, sin lugar a dudas, es el texto de la parábola del Buen Samaritano, esta bellísima inspiración de Jesús que busca responder al especialista en la ley lo que ha de ser un comportamiento, o mejor, un estilo de vida. El texto que a lo largo de estos días no ha dejado de resonar en nuestro interior. Este texto que compartimos en la oración, en la escucha de cada día, en las intervenciones que se nos han propuesto. Texto que también ahora quiero que siga resonando dentro de nosotros. A lo largo de la vida de la Iglesia, en las reflexiones bíblicas, litúrgicas o teológicas; en los escritos de los Santos Padres; en las páginas eruditas de los Escritores Eclesiásticos, de los Teólogos, de los especialistas en Biblia o en espiritualidad; en las enseñanzas de los maestros en Vida Cristiana; en los documentos de los obispos, de los papas, etc., abundan las referencias a esta parábola. Y qué decir de los innumerables artistas que en lienzos, esculturas y tapices han dejado plasmados bellísimos cuadros de las conmovedoras escenas 1 de la parábola de Jesús. Aún más, los músicos, literatos y poetas no han cesado de aprovechar la veta riquísima que ofrece nuestra parábola. Por eso, cualquier palabra que pueda yo pensar o decir al respecto, estará siempre inspirada por las muchas páginas y visiones que, a lo largo de la vida, he tenido delante de mí. Pero algo valioso que encontramos en los bellos pasajes bíblicos y en sus contenidos es que cada vez que vamos a ellos podemos encontrar frescura y novedad; siempre que queramos recibir de Dios una palabra, un soplo de inspiración, los textos de la Biblia nos hablarán de nuevo y nos dirán cosas nuevas. Sobre esto nos habla el diácono san Efrén. Y, es esa, la invitación que yo quiero hacer en este día: ponernos todos nosotros, a la luz del texto, en una actitud de escucha profunda, de atención a lo que el Señor, una vez más, quiera decirnos; actitud de acogida interior a una palabra que nos trae vida y que quiere producir su fruto: como la semilla que cae en tierra buena, como la lluvia que empapa la tierra, como el don de vida y amor que se derrama sobre nosotros, regresa ahora el texto del Samaritano solidario y caritativo para invitarnos a la acción. Dios está aquí y nos acompaña, nos ilumina, nos enseña. Dios nos ha convocado como miembros de su Iglesia en este querido Movimiento de espiritualidad conyugal, para que, desde el carisma y la llamada, desde la misión y el compromiso, podamos tener una palabra y una acción solidaria para este mundo agobiado y doliente de nuestro tiempo. Hay mucho sufrimiento, hay desesperación, hay demasiada incertidumbre. Con frecuencia no vemos claro y no siempre están cerca los maestros que nos ayuden. Por eso, que sea el Espíritu quien nos guíe. Una vez más, la Palabra viene a nuestro encuentro para iluminar los posibles caminos, para fortalecer las voluntades que buscan, para ofrecer opciones con miras a nuestras decisiones individuales y colectivas. Quiero invitarlos a todos para que desde el silencio de nuestras mentes y de nuestros corazones abramos nuestro espíritu al Señor, de manera que sea Él quien verdaderamente nos enseñe. Que de la misma manera como hace casi dos mil años, por los caminos de Galilea y de Judea, Él sembraba la palabra de amor y hacía presente al Dios de la Misericordia y de la Vida, así también ahora, en este bello Brasil, a cada uno de nosotros, venidos desde todos los rincones del mundo, nos llene con la alegría de su mensaje y de su invitación. Quiero recordar aquí a Mario Sergio Briglia, sacerdote argentino, quien, para su Licenciatura en Sagrada Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico, hizo en 1985 su disertación sobre esta parábola y escribió: “La figura del Buen Samaritano refleja lo más hondo de su propio misterio divino-humano: “Las entrañas de misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78) se hacen palpables en la compasión del Samaritano. El Buen samaritano nos habla de nuestra historia de hombres caídos, a la espera de alguien que se haga prójimo, de uno que hasta ayer lejano se haga compañero –el que comparte su pan2 hermano que en su misericordia nos convierta también en prójimo y nos lleve a caminar con él. El nos invita también a pedir el don de la “misericordia entrañable” para salir a caminar y encontrar al hombre herido, al hombre anónimo de nuestras calles que quizás ya sin esperanza solo aguarda la muerte. En una sociedad como la nuestra que vive desgarrada interiormente por viejos rencores, por una incapacidad para ofrecer el perdón al hermano y que en esta situación tiende a dividirse cada día más, nuestra parábola nos ofrece un modelo de acción: capacidad de perdón, de reconciliación de lo aparentemente irreconciliable, de superación de las divisiones para empezar a avanzar juntos. (Misterio de Misericordia: el Buen Samaritano) No voy a detenerme en las innumerables disertaciones de exegetas y teólogos acerca de las posibilidades del texto para ser analizado, comprendido, estudiado, meditado, desmenuzado…en todas las direcciones. Prefiero simplemente dejarme llevar por el relato como invitación y pre-texto para reflexionar sobre las posibilidades que desde él se desprenden con miras a la vida. A la acción. A la invitación a no cruzarnos de brazos ni cerrar la mente a posibilidades. Es la realidad que nos rodea; es el sufrimiento que nos grita desde todas partes; son los innumerables pobres cuyo rostro pasa desapercibido. Pobres no solamente los que están carentes de alimento, vivienda, educación u otros recursos. Pobres porque se sienten desamparados y excluidos, porque están sometidos a críticas implacables y desprecios sin fin; pobres porque se les enrostra su propio sufrimiento y de sus situaciones se hace mofa y escarnio; pobres porque no tienen a donde elevar sus peticiones y lamentos. Son los innumerables rostros sufrientes anónimos y desconocidos que aguardan una palabra de aliento y una mano que les ayude a recuperar la esperanza. Quiero recordar la ocasión de la parábola: un legista, un hombre conocedor de leyes y preceptos, quiso poner a prueba a Jesús. Con frecuencia en los evangelios aparece alguna figura que pretende poner en aprietos a Jesús. Hay una búsqueda continua de motivos para rechazarlo o condenarlo. Y, seguimos en lo mismo. Siempre habrá quienes se presenten como los que saben y conocen frente a los mirados como intrusos innovadores. Jesús, o la Iglesia, o los discípulos fieles, tendrán siempre al contradictor y al buscador de caídas. El punto de partida en este encuentro es la mirada en la vida eterna. ¿Qué he de hacer para recibir como herencia la vida eterna? Ya en la misma pregunta aparece una primera pretensión fallida. Hay un velado anhelo de conquista, una premisa que no tiene asidero. La vida eterna no se hereda por los méritos propios. La vida eterna no es una hechura humana. La vida eterna no es el producido de la bondad humana. La vida eterna es la vida de Dios que él nos comunica. Es un don que nos viene del Padre misericordioso y que nos lanza a una manera concreta de vivir. La vida eterna es gratuidad que pide coherencia. Nuestro comportamiento, nuestras actividades y actuaciones, nuestro quehacer, no son acciones para comprar a Dios o ganarnos un premio, sino que son, el modo de obrar 3 que manifiesta la alegría de haber recibido este inmenso regalo. Gracias al don otorgado por el amor de Dios, yo quiero hacer de mi vida una respuesta igualmente amorosa. Pero vale la pena abonar una intencionalidad en la que puede aparecer algo de bondad. Al menos, así sea para poner en aprietos a Jesús, se mira la realidad trascendente como destino y finalidad. Y, también nosotros, podemos aprovechar esta mención. Podemos preguntarnos si verdaderamente en nuestro horizonte se hace presente la vida eterna; si en nuestros trabajos y búsquedas, en nuestro caminar, está presente esa vital invitación. Aunque sepamos o intuyamos que es un don de Dios, ¿lo tenemos presente? Jesús no permite que se le atrape. Él, a su vez, contrainterroga: En primer lugar: ¿Qué está escrito en la Ley? A ese experto le devuelve la pregunta. Tú conoces los mandamientos, tú sabes de memoria lo que la legislación manda, tú tienes claro lo que es preciso hacer. ¿Qué es lo escrito? Y, luego continúa: ¿Qué lees tú en esa Ley? Ya no es solamente el precepto vacío, la letra muerta, el artículo del código que se debe respetar. Hay una nueva mirada: ¿Cómo interpretas tú lo que allí se contiene? Tú, que te crees maestro y conocedor ¿qué piensas? Tú, que estás en búsqueda, sincera o no, de una realidad eterna ¿Qué puedes encontrar en lo que conoces de la Ley? Tú, maestro y enseñante de otros ¿qué puedes descubrir encerrado en tus conocimientos? La respuesta del jurista está dada con buen conocimiento, como era de esperarse. El especialista combina textos de dos lugares de la Torá y hace presentes en su respuesta a Dios y al prójimo. Es la clásica respuesta doctrinal. Es la idea sabida y la norma aprendida. Y Jesús le hace ver que ya sabe la respuesta. Solo le hace falta pasarla de la letra a la vida, del precepto a la acción. Casi pareciera que aquí termina el encuentro, que ya está todo dado y que lo único que se buscaba era demostrar los conocimientos. Pero viene entonces la nueva cuestión que habrá de permitir la enseñanza de Jesús. Sobre la realidad y la forma de amar a Dios ni se discute, ni se pregunta, ni se polemiza; no se duda ni se vacila. Pareciera que allí todo está claro. Pero: ¿quién es mi prójimo? Una pregunta aparentemente inocente que da pie a una gran revelación. El Señor Jesús interrogado por un ideólogo judío, por un teórico jurista, no dio respuesta con una definición como lo esperaba ese experto en ideología y normas sino que respondió con el bello relato parabólico de una acción. Es la preciosa parábola que nos ha acompañado durante este Encuentro y que ha de seguir acompañándonos siempre en el caminar de nuestras vidas. Recordemos que Jesús, cuando, en el relato evangélico de Lucas, vive este encuentro con el jurista judío, está en su viaje hacia Jerusalén. Viaje que es camino hacia el lugar de la partida de Jesús, hacia su éxodo hacia el Padre. Viaje en el que Jesús enseña a sus discípulos modo de vida y misión. Pertenece, en el parecer de muchos estudiosos, a esos elementos esenciales de lo que un discípulo está llamado a vivir. De alguna manera es parte de la exigencia del discipulado y la enseñanza no quedará solamente para un 4 interrogador del Maestro, sino que se convierte en exigencia para todo el que anhele hacerse discípulo del Señor Jesús. Dejémonos llevar de la mano del relato sin dejar de pensar en los que aguardan. Dejémonos conducir por el Maestro de vida y esperanza para ser fieles a lo que delante de nosotros se presenta como oportunidad para hacernos prójimos. “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Este hombre anónimo está presente en el relato desde el comienzo hasta el final. Hacia él se dirige la mirada. Protagoniza la parábola. Y no está identificado con ningún grupo o facción. Los demás pertenecen a una clase, a una determinada agrupación humana. Pero éste no. Es el humano cualquiera y la humanidad toda. El camino del recorrido es un camino corriente, conocido. Menos de 30 kilómetros separan las dos ciudades, y no es extraño para los oyentes una situación como la que allí se da. “Cayó en manos de unos bandidos. Lo desnudaron, lo golpearon dejándolo medio muerto”. Asaltos y atracos parecen comunes por esos parajes. No es un acontecimiento ajeno a la cotidianidad. Aparecen los ladrones y su primera acción es quitarle la ropa. Vale la pena recordar que la manera de vestirse, especialmente en un mundo tan lleno de diversos pueblos y culturas, identifica, de alguna manera, la procedencia, el origen, el grupo. Quitar la ropa es hacer a nuestro hombre más y más anónimo. No puede ser identificado. Queda totalmente necesitado. Y no solo es desnudado sino que es golpeado y seguramente robado. Queda, dice el relato, “medio muerto”. Una expresión única en el Nuevo Testamento. A punto de morir, en el último estado previo a la muerte. Sin posibilidad alguna de darse a conocer, de comunicarse. A merced de cualquier cosa que pueda pasar. El moribundo nada puede hacer por sí mismo, pertenece a una realidad intermedia entre la posibilidad y lo imposible. Posibilidad para los que estén dispuestos a servir y a colaborar; imposibilidad para actuar por sí mismo. Cuántas parejas a nuestro alrededor que solo pueden llegar a ser algo si aparece algún alma bondadosa; cuántos imposibilitados que quedan a merced de los acontecimientos que los desbordan. Van apareciendo poco a poco las invitaciones para cada uno de nosotros. “Por casualidad bajaba por aquel camino un sacerdote y al verlo pasó de largo”. El sacerdote en la época de Jesús era el investido de poder. No había autoridad civil israelita dada la situación de dependencia del Imperio. Israel era un pueblo teocrático y este personaje encarna la autoridad religiosa. El sacerdocio existía en la vida del pueblo de Israel, por la tribu, por la pertenencia a un grupo concreto. Eran los descendientes de Aarón. En Jerusalén estaba el Sumo Sacerdote que era la máxima autoridad y los sacerdotes principales que formaban lo que podríamos llamar aristocracia sacerdotal. Y estaban luego todos los demás sacerdotes repartidos a lo largo y ancho del territorio, distribuidos en clases y grupos que tenían posibilidad de ejercer un servicio ministerial en el Templo, durante algunos pocos días cada año. (Podemos recordar a Zacarías, el padre de Juan Bautista, que 5 estaba precisamente de turno en el santuario cuando recibió el anuncio del ángel sobre su futura paternidad.) Pues bien, uno de esos sacerdotes de la gran masa, es el personaje que pasa por el lugar en el que está tirado en el piso nuestro hombre moribundo. Aunque no pertenecieran a la alta casta sacerdotal, de todos modos, los sacerdotes ocupaban un lugar en la escala social y eran respetados y tenidos en cuenta. Según los historiadores, Jericó era ciudad de muchos sacerdotes y se puede suponer que tal vez éste iba de regreso a su casa después del servicio. O camino de Jericó hacia el Templo. No importa. Jesús no lo juzga, simplemente describe su comportamiento. (En general, Jesús es muy respetuoso de los sacerdotes.) Pero, en nuestra parábola, la forma de comportarse este sacerdote, perteneciente al orden de lo religioso cultual, deja entrever una cierta dureza de corazón. Y es contra esa forma de observar la religión contra la que Jesús quiere prevenirnos. No es una crítica al sacerdocio o al culto por sí mismos. Es una invitación a tener otra mirada diferente a la de los prejuicios y las equivocadas tradiciones. Es la invitación a contemplar siempre al otro y mirarlo desde su diferencia y diversidad. La tradición del pueblo hacía que los judíos se desentendieran de quien no hacía parte de los suyos. No se podía reconocer como prójimo a un hombre en esa situación. Un casi muerto, uno que pronto morirá, pone al sacerdote frente a tradiciones que desaconsejaban o prohibían tocar un cadáver. Y aquí, podría serlo. Quien quería responder a la llamada a la santidad debía cuidarse de todas las prescripciones referentes a la pureza y al culto. La santidad se miraba más como el ajustarse al cumplimiento de preceptos mirados como la voluntad de Dios y, aquí, se podrían quizás quebrantar algunos. Además, los rituales de purificación para los sacerdotes que caían en estos tipos de impurezas, eran especialmente severos. Este sacerdote, más que maldad vive el escrúpulo de sus propios condicionamientos religiosos. Y Jesús nos va a mostrar que no es ése el comportamiento de quien quiere ser llamado su discípulo. Y viene para nosotros el interrogante: ¿Cuántas veces nos dejamos arrastrar por los prejuicios frente a la necesidad y al abandono de quien podría ser prójimo? ¿Cuántas veces pesa más la legislación que la compasión y la norma más que la misericordia? Los escrúpulos de los creyentes llevan con frecuencia a no saber mirar. Basta con que recordemos en este momento cuántas veces hemos dejado de actuar simplemente porque a nuestro interior llegan voces de prevención. Muchas ocasiones en las que en el trato con esas otras personas o “parejas diferentes” pesa más el escrúpulo que la misericordia. Sigue el texto: “De igual manera un levita llegó a aquel lugar, se acercó, lo vio y siguió de largo” También este personaje es perteneciente a un grupo. Casi podríamos hablar hoy de un seminarista o un novicio. Era el clero bajo. Sin funciones sacerdotales pero sí ayudantes del culto en otros menesteres. Descendientes de Leví pero con el oficio de servir a los sacerdotes y al templo en actividades secundarias: limpieza, vigilancia, música, etc. Este levita repite el actuar: acercarse, mirar, irse. Pareciera que llega a mirar un poco más cerca. Pero al final, lo mismo. Pasa de largo. Ni siquiera la compañía para este 6 necesitado. Se le niega al herido toda posibilidad de relación, de encuentro, toda posibilidad de salvación. Pesan otras consideraciones. Y podemos volver la mirada a nosotros mismos y a nuestros encuentros con aquellos “tirados al borde del camino”. Nuestra sociedad religiosa, nuestra Iglesia, nuestras comunidades creyentes, dejan con frecuencia tirados al borde del camino a aquellos que no comparten con nosotros las ideas, las creencias, las prácticas, las apreciaciones. En el mundo que nos concierne, el de las parejas, ¿cuáles son las personas tiradas al suelo, las golpeadas, las lastimadas que no tienen de nuestra parte una palabra, una mirada, un gesto? El sufrimiento, el dolor, la necesidad de quien está por tierra no merecen consideración. Y llega de pronto el tercer personaje. La parábola está pendiente. ¿Quién vendrá ahora? Todo llevaría a pensar en un judío corriente, en un laico. “Pero un samaritano que iba de camino se le acercó y al verlo se compadeció”. Una sorpresa para los oyentes, un golpe para el jurista. Es un enemigo, es un detestado, un proscrito. Un samaritano era no solamente un extranjero, era alguien no confiable. Hay demasiada historia: Sargón de Asiria en el siglo VIII a.C. invadió la región donde se había asentado el reino del norte, Israel, asesina muchísimos y deporta a la mayoría. Luego, repuebla el país con árabes y babilonios que se mezclan con los que han quedado. Un mestizaje grande que en la mirada judía implicaba necesariamente impureza de raza y sangre. Adicionalmente se mezclan usos y costumbres religiosas diversas que generan un enorme sincretismo. Viene, algún tiempo después, la invasión del reino de Judá por el ejército babilonio, la destrucción del templo y la deportación de los israelitas a Babilonia. Cuando años más tarde, al regreso del destierro, algunos de los samaritanos se ofrecen para colaborar en la reconstrucción del templo de Jerusalén, su ofrecimiento es rechazado porque no se consideran pertenecientes a la nación santa. No son del pueblo elegido. Son impuros. Es entonces cuando esos grupos del territorio de Samaría deciden construir su propio templo y crear sus propias costumbres. Aceptan parte de los escritos sagrados del judaísmo pero son mirados por los judíos como traidores y apóstatas. Despreciados y rechazados. Hay mucha historia pequeña de mutuas agresiones pero no es el momento de detenernos en ella. En la parábola de Jesús, es uno de esos, un samaritano, un enemigo, uno del “otro lado”, quien va a asumir el papel principal. Su actitud es totalmente diferente. También se acerca y ve lo que sucede. Pero no se va. No sigue de largo. Se llena de compasión. Vive en sus entrañas el dolor del moribundo. Tiene misericordia. La expresión original en el texto de la parábola es un verbo griego que habla del dolor entrañable. No es solo una compasión moral o espiritual. Es un dolor físico, visceral. Es el mismo verbo que corresponde al sentimiento que acompaña a Jesús en los textos evangélicos que narran la compasión experimentada por él frente a necesidades humanas. Es el desgarramiento interior de quien carga el dolor ajeno y lo hace propio. Lo interesante aquí es que este sentimiento es el de un samaritano. Sentimiento que de alguna manera es expresión de algo divino, de algo que corresponde vivir a Dios mismo. Manifiesta en el 7 personaje compadecido toda la entrañable misericordia de Dios que por medio de Jesús ha llegado a nosotros. Quien aparece en la parábola como aquel que merece ser imitado es el samaritano. Jesús rompe toda expectativa. El verdadero actor de misericordia es el menos esperado. Es ese que no se acepta, ese que pertenece al “otro” grupo, que está proscrito. Ese a quien se le mira como enemigo. Quienes escuchaban a Jesús debieron quedar verdaderamente desconcertados: ¿cómo es posible que el que salva sea un samaritano? ¿Podrían ellos permitirse ser salvados por uno de esos? Porque no fue un judío el que salvó a un herido, que bien podría haber sido un samaritano, sino que fue un samaritano el que estuvo allí. La parábola es realmente subversiva. Cambia no solo las expectativas de unos oyentes sino la manera de mirar y de actuar. Por eso el texto golpea tan fuerte. No se trata solo de una buena acción y de una posibilidad de imitar al bondadoso. Hay mucho más. Es un cambio de mente y corazón. Es el cambio de una concepción religiosa pegada a los preceptos a una forma nueva de vivir la relación con Dios, como el samaritano que experimenta el mismo sentimiento de Dios. Sigamos con el texto: Y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino y poniéndolo sobre su propia cabalgadura lo llevó a una posada y cuidó de él. La compasión que brota desde las entrañas continúa actuando. Del sentimiento y de la experiencia profunda del dolor físico propio ante el dolor ajeno se pasa a la acción, a las acciones. La descripción se hace de una manera curiosa. Porque dice primero que vendó y después señala que utilizó aceite y vino. El aceite es un elemento para curar, es sanador (desde la antigüedad se usa con ese fin y la Iglesia lo incorpora al sacramento de los enfermos, sacramento de curación) y el vino es producto desinfectante. Pero en estas acciones hay una marcada evocación de textos del Antiguo Testamento que hablan del obrar de Dios que venda, cura, sana, levanta. Leamos algunos versículos del capítulo 6 del libro de Oseas: «Vengan, volvamos al Señor: él nos ha desgarrado, pero nos sanará; ha golpeado, pero vendará nuestras heridas. Después de dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará, y viviremos en su presencia. Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos. Ellos violaron mi alianza en Adam, allí me traicionaron. Como bandidos que están al acecho, una banda de sacerdotes asesina en el camino de Siquem; ¡es una infamia lo que hacen! (Os 6,1-2,6-7 y 9) Y, adicionalmente, en el culto del Templo de Jerusalén se acostumbraban las libaciones de aceite y vino en honor de Dios. Hay, mezclados en el texto de la parábola, alusiones, claras o veladas, a esa dimensión de la vida que es la expresión religiosa cultual. Hay elementos de uso ritual y está la presencia del sacerdote y del levita. En la acción del samaritano compasivo podemos encontrarnos con una verdadera acción sagrada. Es un acto de culto. Lo inesperado se hace presente: la verdad de la religión se manifiesta no por aquellos de quienes se podría esperar sino precisamente por aquel de quien menos se 8 esperaría. “Quiero misericordia y no sacrificios” repite permanentemente Dios por medio de los profetas y de Jesús. Y eso que quiere Dios es realizado por este samaritano. Cuántas veces hay vacío en nuestro culto y olvido de las necesidades. Vuelve a aparecer para nosotros el interrogante: ¿qué significa para mí el sufrimiento y el dolor de muchos cuando me acerco a una celebración litúrgica? ¿Somos capaces de descubrir en las acciones compasivas el verdadero culto? Desde muy antiguo los profetas de Israel han insistido en la necesidad de coherencia entre culto y caridad, entre sacrificios y solidaridad. Pero, con qué frecuencia, el cuidado por las rúbricas de rituales y libros de celebraciones se presenta con mayor fuerza que las acciones de servicio y acompañamiento. Si hay en el actuar del samaritano un verdadero acto de culto, por allí deberíamos enfilar nuestra expresión de fe y de religión. No es otra cosa lo que Jesús nos invitará a vivir cuando en la Eucaristía nos dice que “hagamos eso en memoria suya”. Es decir, que nos gastemos, que entreguemos el cuerpo y derramemos la sangre por los que de nosotros pueden necesitar. Hasta en la acción sagrada más sublime está presente esa íntima relación de culto y misericordia. El samaritano después de curar y vendar al moribundo, lo monta en su propia cabalgadura. Es la cabalgadura personal de este samaritano que se dispone ahora a conducirlo y llevarlo a un lugar seguro. Asume la posición del que sirve. Él conduce y el que es conducido, el honrado en la acción, es el necesitado, el golpeado. Lo lleva a una posada asumiendo el riesgo de una osada acción. Un desconocido atracado y un extranjero samaritano en territorio judío. Pero por encima de cualquier consideración de seguridad personal está la necesidad del sufriente, del ultrajado, del que padece. El sentimiento compasivo, la misericordia entrañable llevan a nuestro buen personaje a correr el riesgo y a asumir las consecuencias que de allí puedan derivarse. El riesgo de servir está en la propia vida. “El que guarda su vida para sí mismo, se pierde; el que arriesga su vida la conservará para la eternidad” nos dice Jesús. En la posada continúa el cuidado. Imaginamos una noche de vigilia, de atención, de servicios. Ni la propia comodidad ni los propios interesas. Solo es importante ahora este sufriente hombre a quien se reconoce como hermano. Frente a la necesidad y el sufrimiento mis propias preocupaciones o búsquedas pasan a un segundo plano. A la mañana siguiente sacó dos denarios y dándoselos al dueño del lugar le dijo: “Cuídalo y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. El herido había sido totalmente despojado. Nada le quedaba. Carece de medios para pagar y eso en el lugar es grave y peligroso. Pero ahí está quien asume su situación, quien está dispuesto a pagarlo todo, a sumir todo el costo de su compasión y de su misericordia. Lo que los bandidos habían quitado le viene siendo devuelto. Junto con las curaciones, las vendas, la preocupación por él y los cuidados viene ahora el pago. Lo robado le es, de alguna manera, devuelto por el anónimo servidor samaritano que no se contenta con pagar el salario de dos días de cuidados sino que asume la situación también del futuro. Lo que falte, yo me 9 comprometo a pagarlo a mi regreso. No deja nada suelto, se encarga personalmente de la posible deuda. Termina la parábola pero retorna el encuentro de Jesús con el jurista: ¿Quién de los tres te parece que llegó a ser prójimo del que cayó en manos de ladrones? No ha sido una reflexión fácil. Todo ha sido inesperado, incluso este interrogar de Jesús. La costumbre de ver al prójimo como objeto, como aquel destinatario de mi ayuda, se transforma aquí en la invitación de Jesús que me lleva a verlo como sujeto de una acción que requiere de mi proximidad. Porque la preocupación del sabedor de normas era conocer quién era su prójimo: ¿cuál de las personas, de cuáles grupos o medios…? Y Jesús lo lleva a mirarse a sí mismo. Más o menos: Si tú estuvieras en una situación parecida a la de ese hombre lastimado y herido ¿a quién quisieras encontrar? ¿Qué querrías para ti? ¿No existiría acaso el anhelo de un próximo, de alguien que se acercara a brindar compasivamente ayuda y servicio? Pues bien, debes ahora pensar cuál es el prójimo. Cuando salgas a caminar por el mundo tendrás delante a muchos que tienen necesidad de prójimo. ¿Cuál llega a serlo? Entre las innumerables parejas que cruzan tu camino, ¿cuáles te necesitan como prójimo? Bien dijo Gustavo Gutiérrez, el querido teólogo peruano, en el 2º Congreso Latinoamericano de Doctrina Social de la Iglesia en México (septiembre 2006): “Prójimo no es, entonces, la persona con la que coincidimos en nuestro propio sendero o territorio, sino aquella a cuyo encuentro vamos, en la medida en que dejamos nuestro camino y entramos en la ruta del otro, en su mundo. Se trata de hacer próximo al lejano, al que no está obligadamente en nuestros predios geográficos, sociales o culturales. De alguna manera, se puede decir que no ‘tenemos’ prójimos, sino que los ‘hacemos’ a través de iniciativas, gestos y compromisos que nos transforman en cercanos a otros. Convertir al otro en nuestro prójimo, nos hace prójimos a nosotros mismos.” (Seguimiento de Jesús y opción por el pobre) No hay alternativa: Se ha hecho prójimo, ha llegado a ser prójimo el que tuvo misericordia de él. Se acaba la mirada parcializada y limitada de una búsqueda de prójimo reservado, para abrir el horizonte hacia un hacerse prójimo no solo de los propios y los cercanos sino de todos los sufrientes y necesitados. No hay límite para el verdadero amor. No hay restricciones nacidas de la religión, la nacionalidad, la cultura, los prejuicios. Prójimo llega a ser quien sale de sí mismo y es capaz de poner en juego, osadamente, la propia existencia. Jesús ha cambiado la pregunta inicial que buscaba conocer cuáles acciones serían como el pasaporte del reino, en misericordia y compasión verdaderas, a la manera de Dios mismo, manifestado en la persona de Jesús. Ya no es una posible lista de obras para realizar, ni un elenco de comportamientos. Es llegar a ser como Dios, obrar como Él. Es reconocer que el llamado inicial a ser semejantes al Creador se hace verdad. Nosotros, miembros de los Equipos de Nuestra Señora, reunidos en el nombre del Señor, con anhelos de hacernos presentes como creyentes en el mundo que nos ha correspondido, con el deseo de ser fieles a nuestra misión de discípulos misioneros para llevar a nuestra sociedad la riqueza no de unas teorías o palabras sino de una acción concreta a favor de los sufrientes del mundo, tenemos la gran oportunidad de preguntarnos una vez más: ¿cuál es la voluntad del Padre cuando nos invita a llegar a ser prójimos de nuestros hermanos que sufren? ¿Qué hacer frente a tantos y tantos matrimonios que 10 padecen, frente a tantas y tantas parejas que aguardan una palabra de consuelo, una voz de aliento, una mano que se tiende para ofrecer el bálsamo de la alegría de vivir y de la esperanza? En el amor de Dios, en la misericordia y en la compasión no hay teoría, no hay una simple idea. El verdadero amor es activo, es operante, es dinámico. No es una ingenua declaración de principios, una manifestación de palabras piadosas, una mirada de conmiseración. No. El amor es una acción eficaz y efectiva que libera, que sana, que cura, que salva. Amar no es solo experimentar un sentimiento bello o una afección interna. Amar es poner la vida al servicio sin reservarse nada; es salir de las comodidades que adormecen para gastarse en la necesidad del necesitado; es estar dispuesto a correr los mayores riesgos por servir. Amar es dar la vida. Y, conocemos un poco, a quien fue capaz de hacerlo definitivamente. Es ser capaces de salirnos de las reglas de juego habituales para crear caminos nuevos. Es tener imaginación de pastores para reconocer senderos equivocados. Es no tener miedo a la innovación positiva que se aparta de viejas normas que paralizan. Es escuchar la voz de quien convoca y llama a redescubrir lo fundamental, a desaprender las inutilidades. Es no dudar en que el servicio misericordioso está por encima de muchas consideraciones aparentemente muy religiosas. Cuando el jurista buscó a Jesús para preguntarle, lo hizo expresando el deseo de saber qué hacer. ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? Ahora, al final del relato está la invitación concreta al hacer. Anda y haz tú lo mismo. Ya conoces de qué se trata. Ya sabes que no es con esas buenas intenciones como puedes pensar en una herencia. Sabes que la vida adquiere su sentido en la medida en que se convierte en una respuesta real al amor que nos viene de Dios. Él es la fuente del amor que se manifiesta claramente en la persona de Jesús y que nos hace partícipes de su amor. Ahora el turno es para quien quiere aceptar y acoger ese precioso don de la vida. Hacer lo mismo, atreverse a amar efectivamente. Y aquí estamos nosotros que experimentamos la llamada a llegar a ser Buenos Samaritanos de la vida en pareja en un mundo que nos presenta una diversidad enorme de opciones de vida, de caminos por recorrer, de sentidos y comprensiones variados. Tenemos frente a nosotros innumerables parejas de divorciados vueltos a casar, de convivientes sin celebración alguna de rito matrimonial, de compañeros de vida que no aceptan ninguna norma preestablecida, de parejas de un mismo sexo que quieren llamarse esposos, de esa variedad de caminos que desafían convicciones, creencias, tradiciones, mandamientos, códigos, historia. ¿Cómo podemos nosotros, en cuanto Equipos de Nuestra Señora, volvernos prójimos de tantos que sufren en lo que nosotros tenemos como camino de santificación? ¿Cuál ha de ser la misericordia entrañable y la compasión efectiva ante quienes nos piden no solo una palabra sino, sobre todo, una acción? 11 Hemos estado viviendo estos bellos días de convivencia, de oración, de celebración, de reflexiones varias, de encuentros y contactos que nos tocan el alma; y saldremos pronto de regreso a nuestras casas, a nuestros lugares, a nuestros quehaceres ordinarios, a nuestros equipos de base. Llevamos con nosotros las preocupaciones de muchos que han manifestado inquietudes, pareceres, miradas. ¿Qué nos ha manifestado el Buen Señor para poder llegar a ser efectivamente prójimos de esos sufrientes? ¿Qué experimentamos como encargo para nosotros al escuchar a Jesús que nos repite una y otra vez: ¡Anda y haz tú lo mismo!? ¿Cuál consideramos nuestra misión como equipistas en lo concreto del dolor y el sufrimiento de las parejas? Nos recuerdan los obispos de nuestra América Latina reunidos hace algunos años al pie del santuario de Nuestra Señora Aparecida: "La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc 5, 29-32), que acoge a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los leprosos (cf. Mc 1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora (cf. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-26).” (Documento Conclusiones Aparecida 135) He querido compartir con ustedes unas personales reflexiones salidas del fondo del corazón. Ha sido una meditación en la Palabra que he pronunciado en voz alta. No hay pretensiones ni novedades. Hay una voz que se interroga y que aún no logra una respuesta coherente, auténtica y profunda. Es la manifestación de mis propias inquietudes pastorales y espirituales frente a la multitud de presencias que gritan y esperan. Con frecuencia debo callar. Me quedo mudo ante preguntas concretas y solo atino a tender la mano, a ofrecer oídos y brazos para acoger, escuchar y comenzar caminos de discernimiento. Es poder orar en común para suplicar el Espíritu que permita oír y entender. Plantear desde esta parábola de Jesús la realidad del mundo de las parejas ha sido para mí un ejercicio permanente de búsqueda. Y, seguiré buscando con la esperanza de que nuestras acciones respondan a la invitación fundamental: ¡Anda y haz tu lo mismo! 12