Conferencia 25/07/12 Equipos de Nuestra Señora, Buenos

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Equipos de Nuestra Señora, Buenos Samaritanos de la vida en pareja
El título que he puesto a esta charla no pretende dar una respuesta a la inquietud
permanente de la misión de los ENS sino, más bien, presentar algunos interrogantes que
desde la meditación en la Palabra de Jesús puedan inquietarnos y conducirnos a un
permanente discernimiento comunitario.
Es verdad que yo vengo de un país en el que la violencia, la injusticia
institucionalizada, la corrupción y muchas otras plagas de la sociedad actual están
fuertemente presentes. Los muertos se cuentan por miles, muertes producidas por grupos
armados de izquierda y de derecha, por guerrilleros y paramilitares, por las Fuerzas
Armadas regulares y las irregulares, por los traficantes de drogas prohibidas, etc. Es verdad
que padece mi patria los desplazamientos forzosos más elevados del mundo, causados por
la ambición de los poderosos. No hay país en el mundo que pueda contar el número de
víctimas mortales por la lucha contra las drogas como Colombia: candidatos a la
presidencia de la república, ministros, magistrados de altas cortes, jueces, fiscales, policías,
militares, campesinos inocentes, etc. Es verdad que tenemos uno de los índices más altos de
inequidad; que, además, son muchos los altos dignatarios del Estado en todas las ramas del
poder público que después del ejercicio de sus funciones han parado en la cárcel por
corruptos. Y podría yo seguir enumerando más y más situaciones que ante la parábola de
Jesús nos pondría a darnos golpes de pecho por nuestra ceguera e inoperancia. Pero aquí,
quiero mencionar y tener presente solamente nuestra realidad de equipistas y mirar a esos
sufrientes y necesitados en el campo que más nos concierne, el de las parejas.
En los libros de la Sagrada Escritura nos encontramos habitualmente con algunos
textos que nos golpean de modo particular, algunos relatos que escuchamos, que leemos o
que vienen a nuestra memoria con especial frecuencia. Uno de ellos, sin lugar a dudas, es el
texto de la parábola del Buen Samaritano, esta bellísima inspiración de Jesús que busca
responder al especialista en la ley lo que ha de ser un comportamiento, o mejor, un estilo de
vida. El texto que a lo largo de estos días no ha dejado de resonar en nuestro interior. Este
texto que compartimos en la oración, en la escucha de cada día, en las intervenciones que se
nos han propuesto. Texto que también ahora quiero que siga resonando dentro de nosotros.
A lo largo de la vida de la Iglesia, en las reflexiones bíblicas, litúrgicas o teológicas;
en los escritos de los Santos Padres; en las páginas eruditas de los Escritores Eclesiásticos,
de los Teólogos, de los especialistas en Biblia o en espiritualidad; en las enseñanzas de los
maestros en Vida Cristiana; en los documentos de los obispos, de los papas, etc., abundan
las referencias a esta parábola. Y qué decir de los innumerables artistas que en lienzos,
esculturas y tapices han dejado plasmados bellísimos cuadros de las conmovedoras escenas
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de la parábola de Jesús. Aún más, los músicos, literatos y poetas no han cesado de
aprovechar la veta riquísima que ofrece nuestra parábola.
Por eso, cualquier palabra que pueda yo pensar o decir al respecto, estará siempre
inspirada por las muchas páginas y visiones que, a lo largo de la vida, he tenido delante de
mí. Pero algo valioso que encontramos en los bellos pasajes bíblicos y en sus contenidos es
que cada vez que vamos a ellos podemos encontrar frescura y novedad; siempre que
queramos recibir de Dios una palabra, un soplo de inspiración, los textos de la Biblia nos
hablarán de nuevo y nos dirán cosas nuevas. Sobre esto nos habla el diácono san Efrén.
Y, es esa, la invitación que yo quiero hacer en este día: ponernos todos nosotros, a la
luz del texto, en una actitud de escucha profunda, de atención a lo que el Señor, una vez
más, quiera decirnos; actitud de acogida interior a una palabra que nos trae vida y que
quiere producir su fruto: como la semilla que cae en tierra buena, como la lluvia que
empapa la tierra, como el don de vida y amor que se derrama sobre nosotros, regresa ahora
el texto del Samaritano solidario y caritativo para invitarnos a la acción.
Dios está aquí y nos acompaña, nos ilumina, nos enseña. Dios nos ha convocado
como miembros de su Iglesia en este querido Movimiento de espiritualidad conyugal, para
que, desde el carisma y la llamada, desde la misión y el compromiso, podamos tener una
palabra y una acción solidaria para este mundo agobiado y doliente de nuestro tiempo. Hay
mucho sufrimiento, hay desesperación, hay demasiada incertidumbre. Con frecuencia no
vemos claro y no siempre están cerca los maestros que nos ayuden. Por eso, que sea el
Espíritu quien nos guíe. Una vez más, la Palabra viene a nuestro encuentro para iluminar
los posibles caminos, para fortalecer las voluntades que buscan, para ofrecer opciones con
miras a nuestras decisiones individuales y colectivas.
Quiero invitarlos a todos para que desde el silencio de nuestras mentes y de nuestros
corazones abramos nuestro espíritu al Señor, de manera que sea Él quien verdaderamente
nos enseñe. Que de la misma manera como hace casi dos mil años, por los caminos de
Galilea y de Judea, Él sembraba la palabra de amor y hacía presente al Dios de la
Misericordia y de la Vida, así también ahora, en este bello Brasil, a cada uno de nosotros,
venidos desde todos los rincones del mundo, nos llene con la alegría de su mensaje y de su
invitación.
Quiero recordar aquí a Mario Sergio Briglia, sacerdote argentino, quien, para su
Licenciatura en Sagrada Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico, hizo en 1985 su
disertación sobre esta parábola y escribió: “La figura del Buen Samaritano refleja lo más
hondo de su propio misterio divino-humano: “Las entrañas de misericordia de nuestro
Dios” (Lc 1,78) se hacen palpables en la compasión del Samaritano. El Buen samaritano
nos habla de nuestra historia de hombres caídos, a la espera de alguien que se haga
prójimo, de uno que hasta ayer lejano se haga compañero –el que comparte su pan2
hermano que en su misericordia nos convierta también en prójimo y nos lleve a caminar
con él.
El nos invita también a pedir el don de la “misericordia entrañable” para salir a
caminar y encontrar al hombre herido, al hombre anónimo de nuestras calles que quizás
ya sin esperanza solo aguarda la muerte. En una sociedad como la nuestra que vive
desgarrada interiormente por viejos rencores, por una incapacidad para ofrecer el perdón
al hermano y que en esta situación tiende a dividirse cada día más, nuestra parábola nos
ofrece un modelo de acción: capacidad de perdón, de reconciliación de lo aparentemente
irreconciliable, de superación de las divisiones para empezar a avanzar juntos. (Misterio
de Misericordia: el Buen Samaritano)
No voy a detenerme en las innumerables disertaciones de exegetas y teólogos acerca
de las posibilidades del texto para ser analizado, comprendido, estudiado, meditado,
desmenuzado…en todas las direcciones. Prefiero simplemente dejarme llevar por el relato
como invitación y pre-texto para reflexionar sobre las posibilidades que desde él se
desprenden con miras a la vida. A la acción. A la invitación a no cruzarnos de brazos ni
cerrar la mente a posibilidades. Es la realidad que nos rodea; es el sufrimiento que nos grita
desde todas partes; son los innumerables pobres cuyo rostro pasa desapercibido. Pobres no
solamente los que están carentes de alimento, vivienda, educación u otros recursos. Pobres
porque se sienten desamparados y excluidos, porque están sometidos a críticas implacables
y desprecios sin fin; pobres porque se les enrostra su propio sufrimiento y de sus
situaciones se hace mofa y escarnio; pobres porque no tienen a donde elevar sus peticiones
y lamentos. Son los innumerables rostros sufrientes anónimos y desconocidos que aguardan
una palabra de aliento y una mano que les ayude a recuperar la esperanza.
Quiero recordar la ocasión de la parábola: un legista, un hombre conocedor de leyes
y preceptos, quiso poner a prueba a Jesús. Con frecuencia en los evangelios aparece alguna
figura que pretende poner en aprietos a Jesús. Hay una búsqueda continua de motivos para
rechazarlo o condenarlo. Y, seguimos en lo mismo. Siempre habrá quienes se presenten
como los que saben y conocen frente a los mirados como intrusos innovadores. Jesús, o la
Iglesia, o los discípulos fieles, tendrán siempre al contradictor y al buscador de caídas.
El punto de partida en este encuentro es la mirada en la vida eterna. ¿Qué he de
hacer para recibir como herencia la vida eterna? Ya en la misma pregunta aparece una
primera pretensión fallida. Hay un velado anhelo de conquista, una premisa que no tiene
asidero. La vida eterna no se hereda por los méritos propios. La vida eterna no es una
hechura humana. La vida eterna no es el producido de la bondad humana. La vida eterna es
la vida de Dios que él nos comunica. Es un don que nos viene del Padre misericordioso y
que nos lanza a una manera concreta de vivir. La vida eterna es gratuidad que pide
coherencia. Nuestro comportamiento, nuestras actividades y actuaciones, nuestro quehacer,
no son acciones para comprar a Dios o ganarnos un premio, sino que son, el modo de obrar
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que manifiesta la alegría de haber recibido este inmenso regalo. Gracias al don otorgado
por el amor de Dios, yo quiero hacer de mi vida una respuesta igualmente amorosa.
Pero vale la pena abonar una intencionalidad en la que puede aparecer algo de
bondad. Al menos, así sea para poner en aprietos a Jesús, se mira la realidad trascendente
como destino y finalidad. Y, también nosotros, podemos aprovechar esta mención.
Podemos preguntarnos si verdaderamente en nuestro horizonte se hace presente la vida
eterna; si en nuestros trabajos y búsquedas, en nuestro caminar, está presente esa vital
invitación. Aunque sepamos o intuyamos que es un don de Dios, ¿lo tenemos presente?
Jesús no permite que se le atrape. Él, a su vez, contrainterroga: En primer lugar:
¿Qué está escrito en la Ley? A ese experto le devuelve la pregunta. Tú conoces los
mandamientos, tú sabes de memoria lo que la legislación manda, tú tienes claro lo que es
preciso hacer. ¿Qué es lo escrito? Y, luego continúa: ¿Qué lees tú en esa Ley? Ya no es
solamente el precepto vacío, la letra muerta, el artículo del código que se debe respetar.
Hay una nueva mirada: ¿Cómo interpretas tú lo que allí se contiene? Tú, que te crees
maestro y conocedor ¿qué piensas? Tú, que estás en búsqueda, sincera o no, de una realidad
eterna ¿Qué puedes encontrar en lo que conoces de la Ley? Tú, maestro y enseñante de
otros ¿qué puedes descubrir encerrado en tus conocimientos? La respuesta del jurista está
dada con buen conocimiento, como era de esperarse. El especialista combina textos de dos
lugares de la Torá y hace presentes en su respuesta a Dios y al prójimo. Es la clásica
respuesta doctrinal. Es la idea sabida y la norma aprendida. Y Jesús le hace ver que ya sabe
la respuesta. Solo le hace falta pasarla de la letra a la vida, del precepto a la acción. Casi
pareciera que aquí termina el encuentro, que ya está todo dado y que lo único que se
buscaba era demostrar los conocimientos.
Pero viene entonces la nueva cuestión que habrá de permitir la enseñanza de Jesús.
Sobre la realidad y la forma de amar a Dios ni se discute, ni se pregunta, ni se polemiza; no
se duda ni se vacila. Pareciera que allí todo está claro. Pero: ¿quién es mi prójimo? Una
pregunta aparentemente inocente que da pie a una gran revelación. El Señor Jesús
interrogado por un ideólogo judío, por un teórico jurista, no dio respuesta con una
definición como lo esperaba ese experto en ideología y normas sino que respondió con el
bello relato parabólico de una acción. Es la preciosa parábola que nos ha acompañado
durante este Encuentro y que ha de seguir acompañándonos siempre en el caminar de
nuestras vidas.
Recordemos que Jesús, cuando, en el relato evangélico de Lucas, vive este
encuentro con el jurista judío, está en su viaje hacia Jerusalén. Viaje que es camino hacia el
lugar de la partida de Jesús, hacia su éxodo hacia el Padre. Viaje en el que Jesús enseña a
sus discípulos modo de vida y misión. Pertenece, en el parecer de muchos estudiosos, a
esos elementos esenciales de lo que un discípulo está llamado a vivir. De alguna manera es
parte de la exigencia del discipulado y la enseñanza no quedará solamente para un
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interrogador del Maestro, sino que se convierte en exigencia para todo el que anhele
hacerse discípulo del Señor Jesús.
Dejémonos llevar de la mano del relato sin dejar de pensar en los que aguardan.
Dejémonos conducir por el Maestro de vida y esperanza para ser fieles a lo que delante de
nosotros se presenta como oportunidad para hacernos prójimos.
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Este hombre anónimo está presente en
el relato desde el comienzo hasta el final. Hacia él se dirige la mirada. Protagoniza la
parábola. Y no está identificado con ningún grupo o facción. Los demás pertenecen a una
clase, a una determinada agrupación humana. Pero éste no. Es el humano cualquiera y la
humanidad toda.
El camino del recorrido es un camino corriente, conocido. Menos de 30 kilómetros
separan las dos ciudades, y no es extraño para los oyentes una situación como la que allí se
da. “Cayó en manos de unos bandidos. Lo desnudaron, lo golpearon dejándolo medio
muerto”. Asaltos y atracos parecen comunes por esos parajes. No es un acontecimiento
ajeno a la cotidianidad. Aparecen los ladrones y su primera acción es quitarle la ropa. Vale
la pena recordar que la manera de vestirse, especialmente en un mundo tan lleno de
diversos pueblos y culturas, identifica, de alguna manera, la procedencia, el origen, el
grupo. Quitar la ropa es hacer a nuestro hombre más y más anónimo. No puede ser
identificado. Queda totalmente necesitado. Y no solo es desnudado sino que es golpeado y
seguramente robado. Queda, dice el relato, “medio muerto”. Una expresión única en el
Nuevo Testamento. A punto de morir, en el último estado previo a la muerte. Sin
posibilidad alguna de darse a conocer, de comunicarse. A merced de cualquier cosa que
pueda pasar. El moribundo nada puede hacer por sí mismo, pertenece a una realidad
intermedia entre la posibilidad y lo imposible. Posibilidad para los que estén dispuestos a
servir y a colaborar; imposibilidad para actuar por sí mismo. Cuántas parejas a nuestro
alrededor que solo pueden llegar a ser algo si aparece algún alma bondadosa; cuántos
imposibilitados que quedan a merced de los acontecimientos que los desbordan. Van
apareciendo poco a poco las invitaciones para cada uno de nosotros.
“Por casualidad bajaba por aquel camino un sacerdote y al verlo pasó de largo”.
El sacerdote en la época de Jesús era el investido de poder. No había autoridad civil
israelita dada la situación de dependencia del Imperio. Israel era un pueblo teocrático y este
personaje encarna la autoridad religiosa. El sacerdocio existía en la vida del pueblo de
Israel, por la tribu, por la pertenencia a un grupo concreto. Eran los descendientes de
Aarón. En Jerusalén estaba el Sumo Sacerdote que era la máxima autoridad y los sacerdotes
principales que formaban lo que podríamos llamar aristocracia sacerdotal. Y estaban luego
todos los demás sacerdotes repartidos a lo largo y ancho del territorio, distribuidos en clases
y grupos que tenían posibilidad de ejercer un servicio ministerial en el Templo, durante
algunos pocos días cada año. (Podemos recordar a Zacarías, el padre de Juan Bautista, que
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estaba precisamente de turno en el santuario cuando recibió el anuncio del ángel sobre su
futura paternidad.) Pues bien, uno de esos sacerdotes de la gran masa, es el personaje que
pasa por el lugar en el que está tirado en el piso nuestro hombre moribundo. Aunque no
pertenecieran a la alta casta sacerdotal, de todos modos, los sacerdotes ocupaban un lugar
en la escala social y eran respetados y tenidos en cuenta. Según los historiadores, Jericó era
ciudad de muchos sacerdotes y se puede suponer que tal vez éste iba de regreso a su casa
después del servicio. O camino de Jericó hacia el Templo. No importa. Jesús no lo juzga,
simplemente describe su comportamiento. (En general, Jesús es muy respetuoso de los
sacerdotes.) Pero, en nuestra parábola, la forma de comportarse este sacerdote,
perteneciente al orden de lo religioso cultual, deja entrever una cierta dureza de corazón. Y
es contra esa forma de observar la religión contra la que Jesús quiere prevenirnos. No es
una crítica al sacerdocio o al culto por sí mismos. Es una invitación a tener otra mirada
diferente a la de los prejuicios y las equivocadas tradiciones. Es la invitación a contemplar
siempre al otro y mirarlo desde su diferencia y diversidad.
La tradición del pueblo hacía que los judíos se desentendieran de quien no hacía
parte de los suyos. No se podía reconocer como prójimo a un hombre en esa situación. Un
casi muerto, uno que pronto morirá, pone al sacerdote frente a tradiciones que
desaconsejaban o prohibían tocar un cadáver. Y aquí, podría serlo. Quien quería responder
a la llamada a la santidad debía cuidarse de todas las prescripciones referentes a la pureza y
al culto. La santidad se miraba más como el ajustarse al cumplimiento de preceptos mirados
como la voluntad de Dios y, aquí, se podrían quizás quebrantar algunos. Además, los
rituales de purificación para los sacerdotes que caían en estos tipos de impurezas, eran
especialmente severos. Este sacerdote, más que maldad vive el escrúpulo de sus propios
condicionamientos religiosos. Y Jesús nos va a mostrar que no es ése el comportamiento de
quien quiere ser llamado su discípulo. Y viene para nosotros el interrogante: ¿Cuántas
veces nos dejamos arrastrar por los prejuicios frente a la necesidad y al abandono de quien
podría ser prójimo? ¿Cuántas veces pesa más la legislación que la compasión y la norma
más que la misericordia? Los escrúpulos de los creyentes llevan con frecuencia a no saber
mirar. Basta con que recordemos en este momento cuántas veces hemos dejado de actuar
simplemente porque a nuestro interior llegan voces de prevención. Muchas ocasiones en las
que en el trato con esas otras personas o “parejas diferentes” pesa más el escrúpulo que la
misericordia.
Sigue el texto: “De igual manera un levita llegó a aquel lugar, se acercó, lo vio y
siguió de largo” También este personaje es perteneciente a un grupo. Casi podríamos
hablar hoy de un seminarista o un novicio. Era el clero bajo. Sin funciones sacerdotales
pero sí ayudantes del culto en otros menesteres. Descendientes de Leví pero con el oficio de
servir a los sacerdotes y al templo en actividades secundarias: limpieza, vigilancia, música,
etc. Este levita repite el actuar: acercarse, mirar, irse. Pareciera que llega a mirar un poco
más cerca. Pero al final, lo mismo. Pasa de largo. Ni siquiera la compañía para este
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necesitado. Se le niega al herido toda posibilidad de relación, de encuentro, toda posibilidad
de salvación. Pesan otras consideraciones. Y podemos volver la mirada a nosotros mismos
y a nuestros encuentros con aquellos “tirados al borde del camino”. Nuestra sociedad
religiosa, nuestra Iglesia, nuestras comunidades creyentes, dejan con frecuencia tirados al
borde del camino a aquellos que no comparten con nosotros las ideas, las creencias, las
prácticas, las apreciaciones. En el mundo que nos concierne, el de las parejas, ¿cuáles son
las personas tiradas al suelo, las golpeadas, las lastimadas que no tienen de nuestra parte
una palabra, una mirada, un gesto? El sufrimiento, el dolor, la necesidad de quien está por
tierra no merecen consideración.
Y llega de pronto el tercer personaje. La parábola está pendiente. ¿Quién vendrá
ahora? Todo llevaría a pensar en un judío corriente, en un laico. “Pero un samaritano que
iba de camino se le acercó y al verlo se compadeció”. Una sorpresa para los oyentes, un
golpe para el jurista. Es un enemigo, es un detestado, un proscrito. Un samaritano era no
solamente un extranjero, era alguien no confiable. Hay demasiada historia: Sargón de
Asiria en el siglo VIII a.C. invadió la región donde se había asentado el reino del norte,
Israel, asesina muchísimos y deporta a la mayoría. Luego, repuebla el país con árabes y
babilonios que se mezclan con los que han quedado. Un mestizaje grande que en la mirada
judía implicaba necesariamente impureza de raza y sangre. Adicionalmente se mezclan
usos y costumbres religiosas diversas que generan un enorme sincretismo. Viene, algún
tiempo después, la invasión del reino de Judá por el ejército babilonio, la destrucción del
templo y la deportación de los israelitas a Babilonia. Cuando años más tarde, al regreso del
destierro, algunos de los samaritanos se ofrecen para colaborar en la reconstrucción del
templo de Jerusalén, su ofrecimiento es rechazado porque no se consideran pertenecientes a
la nación santa. No son del pueblo elegido. Son impuros. Es entonces cuando esos grupos
del territorio de Samaría deciden construir su propio templo y crear sus propias costumbres.
Aceptan parte de los escritos sagrados del judaísmo pero son mirados por los judíos como
traidores y apóstatas. Despreciados y rechazados. Hay mucha historia pequeña de mutuas
agresiones pero no es el momento de detenernos en ella.
En la parábola de Jesús, es uno de esos, un samaritano, un enemigo, uno del “otro
lado”, quien va a asumir el papel principal. Su actitud es totalmente diferente. También se
acerca y ve lo que sucede. Pero no se va. No sigue de largo. Se llena de compasión. Vive en
sus entrañas el dolor del moribundo. Tiene misericordia.
La expresión original en el texto de la parábola es un verbo griego que habla del
dolor entrañable. No es solo una compasión moral o espiritual. Es un dolor físico, visceral.
Es el mismo verbo que corresponde al sentimiento que acompaña a Jesús en los textos
evangélicos que narran la compasión experimentada por él frente a necesidades humanas.
Es el desgarramiento interior de quien carga el dolor ajeno y lo hace propio. Lo interesante
aquí es que este sentimiento es el de un samaritano. Sentimiento que de alguna manera es
expresión de algo divino, de algo que corresponde vivir a Dios mismo. Manifiesta en el
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personaje compadecido toda la entrañable misericordia de Dios que por medio de Jesús ha
llegado a nosotros.
Quien aparece en la parábola como aquel que merece ser imitado es el samaritano.
Jesús rompe toda expectativa. El verdadero actor de misericordia es el menos esperado. Es
ese que no se acepta, ese que pertenece al “otro” grupo, que está proscrito. Ese a quien se le
mira como enemigo. Quienes escuchaban a Jesús debieron quedar verdaderamente
desconcertados: ¿cómo es posible que el que salva sea un samaritano? ¿Podrían ellos
permitirse ser salvados por uno de esos? Porque no fue un judío el que salvó a un herido,
que bien podría haber sido un samaritano, sino que fue un samaritano el que estuvo allí. La
parábola es realmente subversiva. Cambia no solo las expectativas de unos oyentes sino la
manera de mirar y de actuar. Por eso el texto golpea tan fuerte. No se trata solo de una
buena acción y de una posibilidad de imitar al bondadoso. Hay mucho más. Es un cambio
de mente y corazón. Es el cambio de una concepción religiosa pegada a los preceptos a una
forma nueva de vivir la relación con Dios, como el samaritano que experimenta el mismo
sentimiento de Dios.
Sigamos con el texto: Y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y
vino y poniéndolo sobre su propia cabalgadura lo llevó a una posada y cuidó de él. La
compasión que brota desde las entrañas continúa actuando. Del sentimiento y de la
experiencia profunda del dolor físico propio ante el dolor ajeno se pasa a la acción, a las
acciones. La descripción se hace de una manera curiosa. Porque dice primero que vendó y
después señala que utilizó aceite y vino. El aceite es un elemento para curar, es sanador
(desde la antigüedad se usa con ese fin y la Iglesia lo incorpora al sacramento de los
enfermos, sacramento de curación) y el vino es producto desinfectante. Pero en estas
acciones hay una marcada evocación de textos del Antiguo Testamento que hablan del
obrar de Dios que venda, cura, sana, levanta. Leamos algunos versículos del capítulo 6 del
libro de Oseas: «Vengan, volvamos al Señor: él nos ha desgarrado, pero nos sanará; ha
golpeado, pero vendará nuestras heridas. Después de dos días nos hará revivir, al tercer
día nos levantará, y viviremos en su presencia. Porque yo quiero amor y no sacrificios,
conocimiento de Dios más que holocaustos. Ellos violaron mi alianza en Adam, allí me
traicionaron. Como bandidos que están al acecho, una banda de sacerdotes asesina en el
camino de Siquem; ¡es una infamia lo que hacen! (Os 6,1-2,6-7 y 9)
Y, adicionalmente, en el culto del Templo de Jerusalén se acostumbraban las
libaciones de aceite y vino en honor de Dios. Hay, mezclados en el texto de la parábola,
alusiones, claras o veladas, a esa dimensión de la vida que es la expresión religiosa cultual.
Hay elementos de uso ritual y está la presencia del sacerdote y del levita. En la acción del
samaritano compasivo podemos encontrarnos con una verdadera acción sagrada. Es un acto
de culto. Lo inesperado se hace presente: la verdad de la religión se manifiesta no por
aquellos de quienes se podría esperar sino precisamente por aquel de quien menos se
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esperaría. “Quiero misericordia y no sacrificios” repite permanentemente Dios por medio
de los profetas y de Jesús. Y eso que quiere Dios es realizado por este samaritano. Cuántas
veces hay vacío en nuestro culto y olvido de las necesidades. Vuelve a aparecer para
nosotros el interrogante: ¿qué significa para mí el sufrimiento y el dolor de muchos cuando
me acerco a una celebración litúrgica? ¿Somos capaces de descubrir en las acciones
compasivas el verdadero culto? Desde muy antiguo los profetas de Israel han insistido en la
necesidad de coherencia entre culto y caridad, entre sacrificios y solidaridad. Pero, con qué
frecuencia, el cuidado por las rúbricas de rituales y libros de celebraciones se presenta con
mayor fuerza que las acciones de servicio y acompañamiento. Si hay en el actuar del
samaritano un verdadero acto de culto, por allí deberíamos enfilar nuestra expresión de fe y
de religión. No es otra cosa lo que Jesús nos invitará a vivir cuando en la Eucaristía nos
dice que “hagamos eso en memoria suya”. Es decir, que nos gastemos, que entreguemos el
cuerpo y derramemos la sangre por los que de nosotros pueden necesitar. Hasta en la acción
sagrada más sublime está presente esa íntima relación de culto y misericordia.
El samaritano después de curar y vendar al moribundo, lo monta en su propia
cabalgadura. Es la cabalgadura personal de este samaritano que se dispone ahora a
conducirlo y llevarlo a un lugar seguro. Asume la posición del que sirve. Él conduce y el
que es conducido, el honrado en la acción, es el necesitado, el golpeado. Lo lleva a una
posada asumiendo el riesgo de una osada acción. Un desconocido atracado y un extranjero
samaritano en territorio judío. Pero por encima de cualquier consideración de seguridad
personal está la necesidad del sufriente, del ultrajado, del que padece. El sentimiento
compasivo, la misericordia entrañable llevan a nuestro buen personaje a correr el riesgo y a
asumir las consecuencias que de allí puedan derivarse. El riesgo de servir está en la propia
vida. “El que guarda su vida para sí mismo, se pierde; el que arriesga su vida la
conservará para la eternidad” nos dice Jesús. En la posada continúa el cuidado.
Imaginamos una noche de vigilia, de atención, de servicios. Ni la propia comodidad ni los
propios interesas. Solo es importante ahora este sufriente hombre a quien se reconoce como
hermano. Frente a la necesidad y el sufrimiento mis propias preocupaciones o búsquedas
pasan a un segundo plano.
A la mañana siguiente sacó dos denarios y dándoselos al dueño del lugar le dijo:
“Cuídalo y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. El herido había sido
totalmente despojado. Nada le quedaba. Carece de medios para pagar y eso en el lugar es
grave y peligroso. Pero ahí está quien asume su situación, quien está dispuesto a pagarlo
todo, a sumir todo el costo de su compasión y de su misericordia. Lo que los bandidos
habían quitado le viene siendo devuelto. Junto con las curaciones, las vendas, la
preocupación por él y los cuidados viene ahora el pago. Lo robado le es, de alguna manera,
devuelto por el anónimo servidor samaritano que no se contenta con pagar el salario de dos
días de cuidados sino que asume la situación también del futuro. Lo que falte, yo me
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comprometo a pagarlo a mi regreso. No deja nada suelto, se encarga personalmente de la
posible deuda.
Termina la parábola pero retorna el encuentro de Jesús con el jurista: ¿Quién de los
tres te parece que llegó a ser prójimo del que cayó en manos de ladrones? No ha sido una
reflexión fácil. Todo ha sido inesperado, incluso este interrogar de Jesús. La costumbre de
ver al prójimo como objeto, como aquel destinatario de mi ayuda, se transforma aquí en la
invitación de Jesús que me lleva a verlo como sujeto de una acción que requiere de mi
proximidad. Porque la preocupación del sabedor de normas era conocer quién era su
prójimo: ¿cuál de las personas, de cuáles grupos o medios…? Y Jesús lo lleva a mirarse a sí
mismo. Más o menos: Si tú estuvieras en una situación parecida a la de ese hombre
lastimado y herido ¿a quién quisieras encontrar? ¿Qué querrías para ti? ¿No existiría acaso
el anhelo de un próximo, de alguien que se acercara a brindar compasivamente ayuda y
servicio? Pues bien, debes ahora pensar cuál es el prójimo. Cuando salgas a caminar por el
mundo tendrás delante a muchos que tienen necesidad de prójimo. ¿Cuál llega a serlo?
Entre las innumerables parejas que cruzan tu camino, ¿cuáles te necesitan como prójimo?
Bien dijo Gustavo Gutiérrez, el querido teólogo peruano, en el 2º Congreso
Latinoamericano de Doctrina Social de la Iglesia en México (septiembre 2006): “Prójimo
no es, entonces, la persona con la que coincidimos en nuestro propio sendero o territorio,
sino aquella a cuyo encuentro vamos, en la medida en que dejamos nuestro camino y
entramos en la ruta del otro, en su mundo. Se trata de hacer próximo al lejano, al que no
está obligadamente en nuestros predios geográficos, sociales o culturales. De alguna
manera, se puede decir que no ‘tenemos’ prójimos, sino que los ‘hacemos’ a través de
iniciativas, gestos y compromisos que nos transforman en cercanos a otros. Convertir al
otro en nuestro prójimo, nos hace prójimos a nosotros mismos.” (Seguimiento de Jesús y
opción por el pobre)
No hay alternativa: Se ha hecho prójimo, ha llegado a ser prójimo el que tuvo
misericordia de él. Se acaba la mirada parcializada y limitada de una búsqueda de prójimo
reservado, para abrir el horizonte hacia un hacerse prójimo no solo de los propios y los
cercanos sino de todos los sufrientes y necesitados. No hay límite para el verdadero amor.
No hay restricciones nacidas de la religión, la nacionalidad, la cultura, los prejuicios.
Prójimo llega a ser quien sale de sí mismo y es capaz de poner en juego, osadamente, la
propia existencia. Jesús ha cambiado la pregunta inicial que buscaba conocer cuáles
acciones serían como el pasaporte del reino, en misericordia y compasión verdaderas, a la
manera de Dios mismo, manifestado en la persona de Jesús. Ya no es una posible lista de
obras para realizar, ni un elenco de comportamientos. Es llegar a ser como Dios, obrar
como Él. Es reconocer que el llamado inicial a ser semejantes al Creador se hace verdad.
Nosotros, miembros de los Equipos de Nuestra Señora, reunidos en el nombre del
Señor, con anhelos de hacernos presentes como creyentes en el mundo que nos ha
correspondido, con el deseo de ser fieles a nuestra misión de discípulos misioneros para
llevar a nuestra sociedad la riqueza no de unas teorías o palabras sino de una acción
concreta a favor de los sufrientes del mundo, tenemos la gran oportunidad de preguntarnos
una vez más: ¿cuál es la voluntad del Padre cuando nos invita a llegar a ser prójimos de
nuestros hermanos que sufren? ¿Qué hacer frente a tantos y tantos matrimonios que
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padecen, frente a tantas y tantas parejas que aguardan una palabra de consuelo, una voz de
aliento, una mano que se tiende para ofrecer el bálsamo de la alegría de vivir y de la
esperanza?
En el amor de Dios, en la misericordia y en la compasión no hay teoría, no hay una
simple idea. El verdadero amor es activo, es operante, es dinámico. No es una ingenua
declaración de principios, una manifestación de palabras piadosas, una mirada de
conmiseración. No. El amor es una acción eficaz y efectiva que libera, que sana, que cura,
que salva. Amar no es solo experimentar un sentimiento bello o una afección interna. Amar
es poner la vida al servicio sin reservarse nada; es salir de las comodidades que adormecen
para gastarse en la necesidad del necesitado; es estar dispuesto a correr los mayores riesgos
por servir. Amar es dar la vida. Y, conocemos un poco, a quien fue capaz de hacerlo
definitivamente. Es ser capaces de salirnos de las reglas de juego habituales para crear
caminos nuevos. Es tener imaginación de pastores para reconocer senderos equivocados. Es
no tener miedo a la innovación positiva que se aparta de viejas normas que paralizan. Es
escuchar la voz de quien convoca y llama a redescubrir lo fundamental, a desaprender las
inutilidades. Es no dudar en que el servicio misericordioso está por encima de muchas
consideraciones aparentemente muy religiosas.
Cuando el jurista buscó a Jesús para preguntarle, lo hizo expresando el deseo de
saber qué hacer. ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? Ahora, al final del relato
está la invitación concreta al hacer. Anda y haz tú lo mismo. Ya conoces de qué se trata. Ya
sabes que no es con esas buenas intenciones como puedes pensar en una herencia. Sabes
que la vida adquiere su sentido en la medida en que se convierte en una respuesta real al
amor que nos viene de Dios. Él es la fuente del amor que se manifiesta claramente en la
persona de Jesús y que nos hace partícipes de su amor. Ahora el turno es para quien quiere
aceptar y acoger ese precioso don de la vida. Hacer lo mismo, atreverse a amar
efectivamente.
Y aquí estamos nosotros que experimentamos la llamada a llegar a ser Buenos
Samaritanos de la vida en pareja en un mundo que nos presenta una diversidad enorme de
opciones de vida, de caminos por recorrer, de sentidos y comprensiones variados. Tenemos
frente a nosotros innumerables parejas de divorciados vueltos a casar, de convivientes sin
celebración alguna de rito matrimonial, de compañeros de vida que no aceptan ninguna
norma preestablecida, de parejas de un mismo sexo que quieren llamarse esposos, de esa
variedad de caminos que desafían convicciones, creencias, tradiciones, mandamientos,
códigos, historia. ¿Cómo podemos nosotros, en cuanto Equipos de Nuestra Señora,
volvernos prójimos de tantos que sufren en lo que nosotros tenemos como camino de
santificación? ¿Cuál ha de ser la misericordia entrañable y la compasión efectiva ante
quienes nos piden no solo una palabra sino, sobre todo, una acción?
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Hemos estado viviendo estos bellos días de convivencia, de oración, de celebración,
de reflexiones varias, de encuentros y contactos que nos tocan el alma; y saldremos pronto
de regreso a nuestras casas, a nuestros lugares, a nuestros quehaceres ordinarios, a nuestros
equipos de base. Llevamos con nosotros las preocupaciones de muchos que han
manifestado inquietudes, pareceres, miradas. ¿Qué nos ha manifestado el Buen Señor para
poder llegar a ser efectivamente prójimos de esos sufrientes? ¿Qué experimentamos como
encargo para nosotros al escuchar a Jesús que nos repite una y otra vez: ¡Anda y haz tú lo
mismo!? ¿Cuál consideramos nuestra misión como equipistas en lo concreto del dolor y el
sufrimiento de las parejas? Nos recuerdan los obispos de nuestra América Latina reunidos
hace algunos años al pie del santuario de Nuestra Señora Aparecida: "La respuesta a su
llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el
imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad
sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc
5, 29-32), que acoge a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los
leprosos (cf. Mc 1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora (cf. Lc 7, 36-49; Jn 8,
1-11), que habla con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-26).” (Documento Conclusiones Aparecida
135)
He querido compartir con ustedes unas personales reflexiones salidas del fondo del
corazón. Ha sido una meditación en la Palabra que he pronunciado en voz alta. No hay
pretensiones ni novedades. Hay una voz que se interroga y que aún no logra una respuesta
coherente, auténtica y profunda. Es la manifestación de mis propias inquietudes pastorales
y espirituales frente a la multitud de presencias que gritan y esperan. Con frecuencia debo
callar. Me quedo mudo ante preguntas concretas y solo atino a tender la mano, a ofrecer
oídos y brazos para acoger, escuchar y comenzar caminos de discernimiento. Es poder orar
en común para suplicar el Espíritu que permita oír y entender. Plantear desde esta parábola
de Jesús la realidad del mundo de las parejas ha sido para mí un ejercicio permanente de
búsqueda. Y, seguiré buscando con la esperanza de que nuestras acciones respondan a la
invitación fundamental: ¡Anda y haz tu lo mismo!
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