TEMA J.C. RUFIN Compostela y compóntelas como puedas © Éditions Guérin Este miembro de la Académie gala, embajador de Francia y ganador del Goncourt explica de manera adictiva, pero sin ahorrar olores a pies, ampollas y demás penurias, su ruta desde Hendaya a la plaza del Obradoiro en “El Camino inmortal” (Duomo). texto SABINA FRIELDJUDSSËN ufin llega al Camino de Santiago con la misma ilusión, dudas y despistes de cualquier peregrino. Arruga el entrecejo cuando le entregan la mítica compostelana que habrá que ir sellando a lo largo de la ruta, un cartoncillo tirando a cutre que se despliega acordeónicamente. Pero él es un viajero de largo recorrido, que ha transitado muchos caminos, aunque R 40 QUÉ LEER haya sido a bordo de vehículos 4x4 en territorios bastante más conflictivos y en situaciones mucho más complejas. Tras licenciarse en medicina y especializarse en psiquiatría, se embarcó en misiones humanitarias como médico, la primera de ellas en la desgarrada Eritrea de los 1970. Acabó siendo uno de los fundadores de Médicos Sin Fronteras y durante veinte años estuvo trabajando en en- tidades de cooperación en Filipinas, Nicaragua, los Balcanes o Ruanda, e incluso llegó a ser nombrado embajador de Francia en Senegal y Gambia. Diversos libros han dejado constancia de sus experiencias, en formato de ensayo y de novela, y ha ganado dos veces el Goncourt. No es un mal currículo para un peregrino del Camino de Santiago, por más que vaya a cometer las torpezas de cualquier novato. De París a la gloria jacobea Su Camino empieza mucho más al norte de Galicia, exactamente en la rue des Canettes del barrio de SaintSulpice de París, una tarde de lluvia. En esa calle de moda encuentra la sede de la asociación de los Amigos de Santiago. Es allí, en el ambiente afable y un tanto trasnochado de esos viejos centros asociativos, donde se inicia el contacto. El primer input es que, para los peregrinos del Camino, el dinero es importante, pero no por lo mucho, sino por lo poco. Lo meritorio es, precisamente, no gastar. Algo que, cuando termine el recorrido, todavía no sabrá decir si es un acto de loable complicidad con los viajeros antiguos y menesterosos o un signo de tacañería: “He visto a caminantes, por otra parte pudientes, hacer interminables cálculos antes de decidir si encargarían un bocadillo (para cuatro) en un bar o si harían tres kilómetros de más para comprarlo en una hipotética panadería. El peregrino de Santiago no es siempre pobre, ni mucho menos, pero se comporta como tal”. Por eso ya advierte, como aviso a navegantes, que el camino se puede hacer de muchas maneras y, de hecho, no son pocos los que lo hacen de hotel en hotel o en autobús de lujo, pero los otros los mirarán con un absoluto desdén: hay un sólido desprecio del “verdadero” peregrino por el “falso”. Rufin arranca el libro rechazando la lírica azucarada: “Se parte para Santiago con la idea de libertad y uno pronto se encuentra que es, entre los otros, un simple presidiario de Santiago de Compostela. Sucio, agotado, obligado a llevar su carga durante todo el tiempo, el forzado del camino conoce las alegrías de la fraternidad, a imagen de los prisioneros”. A eso condena la compostelana. La gloria cuesta. Porque el camino es largo y a ratos se puede hacer duro. Pero eso es, precisamente, lo que lo hace grande. Reconoce que hay cierto esnobismo en la reacción agria de los peregrinos “verdaderos” frente a los que se hacen una ruta de ocho días y llegan tan campantes a la plaza del Obradoiro. Pero probablemente ahí radica el meollo: “El camino es una alquimia del tiempo sobre el alma. Es un proceso que no puede ser inmediato, ni tan siquiera rápido. El peregrino que encadena las semanas a pie así lo experimenta. Más allá del orgullo un poco pueril que se puede sentir por haber realizado un esfuerzo notable (...), percibe una verdad más modesta y profunda: no basta una marcha corta para acabar con los propios hábitos”. Por eso hay un dato crucial: aquí lo importante no es el punto de llegada sino el de partida. Cuando dos caminantes desconocidos se cruzan no se preguntan “¿a dónde vas?”, sino “¿de dónde vienes?”. Rufin explica que en un transbordador del Cantábrico se topó con un caminante que había partido andando desde su casa en Marignier, más allá de Ginebra: “Me lo fui encontrando regularmente. No se puede decir que fuera muy buen caminante. Avanzaba incluso un poco a la buena de Dios y se perdía a menudo. Pero hiciera lo que hiciese, yo lo tenía colocado en un pedestal, pues me miraba desde lo alto de sus 2.000 kilómetros”. El Camino inmortal Jean-Christophe Rufin Duomo 222 págs. 16 ¤. A todo tren, paso a paso Rufin no optó por iniciar el camino en la puerta de casa, sino que tomó el TGV hasta Hendaya. Reconoce que se sintió un poco ridículo con sus arreos de peregrino antiguo montado en un tren de alta velocidad. Eligió el Camino del Norte, que cruza por el País Vasco y costea hasta adentrarse en Galicia. En su relato, Rufin detalla el abanico de sensaciones que se va encontrando. Porque el Camino tiene lo que todos los caminos: altos y bajos, momentos de euforia y de desencanto. Este arranque permite embelesarse con la belleza de la entrada en el País Vasco y la llegada a la bahía de San Sebastián, pero no deja de tener una parte de espejismo. El Camino también lo va a llevar a suburbios de extrarradio, autopistas y lugares de una fealdad absoluta. Igualmente, nos advierte de los riesgos del paisaje bucólico: verde siempre es sinónimo de lluvia. Y la lluvia, tan poética si se ve a través de la ventana de una confortable habitación caldeada, cuando te pilla a la intemperie, a varios kilómetros de cualquier cobijo, te empapa y te hiela. De hecho, te puede cabrear bastante. Además, Rufin optó en las prime- ras etapas por pernoctar con saco de dormir y esquivar los albergues. Una soledad autoimpuesta que, sumada al cansancio y la suciedad acumulados, empezaron a transformar al urbanita en algo parecido a la idea que tenía de un peregrino. Tras los primeros días de soledad, le sobrevino un mayor deseo de sociabilidad y en eso el camino es pródigo, puesto que lo transitan gentes de la más variopinta condición, nacionalidad y talante: austriacas robustas, holandeses gays, jubilados alemanes, australianas modosas, franceses parlanchines... Pero aún esperan contratiempos. Uno es el calzado. Dar con las botas es como acertar con el matrimonio. Se pueden cambiar, pero cuando te das cuenta de que no están hechas a tu medida ya tienes un montón de rozaduras. Las ampollas se convirtieron en un enemigo tal que tuvo que claudicar y, a las afueras de Bilbao, tomar un autobús hasta el centro. Se compró unas botas nuevas y aguantó el dolor. Por suerte, acertó con el nuevo par y sus pies sanaron sobre la marcha. Probablemente, como todo él, se fueron endureciendo. La entrada a Galicia marca el clímax del viaje. En Lugo se reunió con su mujer, que lo iba a acompañar en el último tramo. Aún lo veremos metido en dificultades, por su empeño en buscar variantes al camino principal para evitar la aglomeración de las etapas finales, en las que ya se funde el Camino del Norte con el Camino francés. Así llegaron a la culminación en la Catedral de Santiago, bendecidos (y desinfectados) por el botafumeiro. Esa catarsis de espiritualidad (incluso para los no católicos) es impactante, pero se diluye rápidamente en la alegre y bulliciosa ciudad de Santiago. A las pocas horas, Rufin incluso se descubre a sí mismo comprando souvenirs en una tienda. La vuelta a la cómoda vida de hoteles y avión parece haber disuelto el espíritu del Camino. Sin embargo, hay algo que queda. De hecho, al rematar las páginas de su relato, reconoce que, aunque ha contado todo lo que le aconteció desde el principio hasta el final, “lo esencial falta y lo sé”. Y asegura que, “precisamente por eso, dentro de poco me pondré de nuevo en camino”. ■ QUÉ LEER 41