ASPECTOS CONTEMPORÁNEOS DEL PENSAMIENTO

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041-03
ASPECTOS CONTEMPORÁNEOS
DEL PENSAMIENTO RELIGIOSO
Jacques Maritain
Conferencia dictada en la Universidad de Pensilvania, en 1940.
Luego se publicó, bajo el título “Contemporary Renewals in Religious
Thought’, en el libro colectivo ‘Religion and the Modern WorId’
(1941). En 1944 se incluyó como capítulo del libro ‘De Bergson a
Santo Tomás’.
I
PERSPECTIVAS HISTÓRICAS
En este estudio, inevitable y deliberadamente incompleto,
nos hemos propuesto examinar algunos aspectos del pensamiento
religioso contemporáneo. Atenderemos al pensamiento cristiano,
que es el dominio que conocemos menos mal, para considerar cierto
número de tendencias particularmente significativas.
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Jacques Maritain
El Pragmatismo
En lo concerniente al pensamiento religioso surgido de la Reforma, se sabe
que, después de Lessing, Kant y Schleiermacher, la tendencia dominante del siglo
XIX fué un proceso de racionalización de la religión. Especialmente en Alemania,
la teología llamada liberal y una crítica bíblica de tipo racionalista triunfaban
con el célebre Harnack. Más tarde, en Inglaterra y en América, en los círculos,
no ya exegéticos y teológicos, sino filosóficos, se desarrolló un movimiento
notable que procuraba interpretar y justificar el sentimiento religioso sobre la
base de una especie de empirismo integral. Era la época en que los pensadores
pragmáticos y pluralistas buscaban salvar la idea de Dios explicando que esta
idea da más amplitud a la visión del mundo, más resonancia a la metafísica, y
al mismo tiempo, torna el mundo, para nosotros, menos extraño y más íntimo;
que, para ser valientes en la vida y en nuestras empresas, necesitamos un aliado
poderoso con quien intercambiar servicios personales; en fin, que el mundo de la
experiencia religiosa tiene su lugar entre los múltiples universos del pluralismo, y
tiene aún un lugar de elección en razón de la intensidad de vida que nos aporta, y
que, por tanto, las experiencias religiosas de cada uno son otras tantas revelaciones
de lo sobrehumano.
Mas, podría preguntarse: ¿es ese Dios, Dios?
William James respondía que es sinónimo de lo que hay de ideal en las
cosas. Los pluralistas retornaban ciertas sugestiones de John Stuart Mill en sus
‘Ensayos sobre la Religión’, y nos decían que Dios existe en el tiempo, porque sólo
las abstracciones están fuera del tiempo; que no es infinito ni podría ser perfecto,
porque, como lo explicaba el profesor MacTaggart, su perfección destruiría el
equilibrio de la ciudad universal. No es omnisciente, agregaba William James;
Dios, puesto que es una personalidad finita, no puede conocerlo todo, “el sujeto
más vasto que exista, sin embargo, puede ignorar muchos otros sujetos”, (quién sabe,
quizás ocurra que Dios ignore lo que decimos de él). Dios no es todopoderoso,
la omnipotencia de Dios es incompatible con la individualidad absoluta de las
personas. En esas condiciones, era lógico que William James se inclinase a mirar
el politeísmo como verosímil; hipótesis republicana de la cual fué partidario;
por un momento, Renouvier. En todo caso estaba conforme con las tendencias
pluralistas pensar que, tal vez, sin nuestro concurso Dios sería vencido en la lucha.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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Y, finalmente, que nosotros lo ayudamos a existir. Debemos ser los compañeros
de tristeza de Dios, dice Scotus Novanticus (M. Laurie); fórmula tan verdadera,
tan profunda si se trata de Dios encarnado, cuanto vana si se trata de Dios en su
naturaleza divina, y que muestra cómo el dogma de la Encarnación, en los que no
creen ya en él, reacciona, por una singular compensación, sobre la noción misma
de la esencia divina.
En definitiva, como escribía un crítico francés,[1] el Dios de los pragmatistas
“es un viejo siervo fiel, destinado a ayudarnos a llevar nuestra cruz y arrastrar nuestro
equipaje en medio del sudor y el polvo de las pruebas cotidianas”.
El triunfo de los libros de M. Wells, lo ha hecho tal Dios. “Dios no es absoluto,
Dios es finito, promulga el autor de la Máquina para explorar el tiempo. Un Dios
finito que lucha a su manera grandiosa y amplia, como luchamos a nuestro modo,
débilmente y sin saber desenvolvernos, que está con nosotros, que es nuestro aliado, he
ahí la esencia de toda religión real.”
Las aserciones que acabo de recordar son el resultado de un método que
se desinteresa de la verdad. Uno se veda hablar de una manera razonable desde
el momento que comienza por rechazar la lógica, y por rehusar el instrumento
de la inteligencia, espiritual, discriminatorio de lo verdadero y de lo falso, en
materias, precisamente, en que el objeto por conocer es puramente inteligible
y en que falla toda labor de la imaginación y los sentidos. Los filósofos de la
antigüedad, conscientes de la sublimidad de tal objeto, para abordarlo, armaban
sus espíritus de los recursos de la más elevada ciencia, los flexibilizaban en el
arte de las distinciones, los ungían de los variados perfumes de la consideración
y la meditación, y no osaban balbucear las cosas divinas, sino después de largo
esfuerzo de purificación intelectual.
Luego de haber elaborado durante siglos el maravilloso instrumento del
conocimiento analógico, llegaron, con un santo Tomás, a mostrar cómo se
concilian inteligiblemente todas las oposiciones que al comienzo detienen la
razón, y que necesariamente han de detenerla mientras, especulando sobre Dios,
especula a la medida del mundo sensible; porque tales oposiciones no son otra
cosa que el testimonio de la trascendencia infinita de la deidad.
1 BOURDEAU, ‘Pragmatismo et Modernisme’
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Jacques Maritain
Ciertamente – la realidad a aprehender desborda aquí todos nuestros análisis –, y
desde ese punto de vista, la metafísica se abre sobre el misterio (como, por otra parte,
toda ciencia en un cierto grado). Pero al menos, sabía con perfecta certeza que, sin
la menor interrupción había seguido el hilo de las necesidades lógicas, y que, en ese
misterio, nada era contrario a la razón.
Los filósofos del empirismo absoluto habían adoptado el partido inverso.
Cuanto más difícil y elevado es el problema, tanto más estaban decididos a
contentarse con las apariencias sensibles interpretadas en función de los solos
postulados de la práctica moral, y a detenerse en las soluciones más groseras y más
inmediatamente fáciles, a condición que sean realizables en acción. A pesar de todo
lo que había de emocionante y aún de sanamente orientado en los sentimientos
infra-racionales sobre los que se apoyaban, era inevitable que su Dios fuese sólo
una especie de dios de las moscas, el dios fantasma del fenomenismo moral.
Las tendencias del pensamiento religioso surgido del pragmatismo y del
pluralismo, están hoy ampliamente superadas, así en el Antiguo como en el Nuevo
Mundo. He querido insistir un momento sobre ellas, porque nos muestran que,
si puede esperarse un auténtico renacimiento religioso, ello es a condición, de
terminar una vez por todas con los prejuicios del empirismo, y a condición de
comprender, también, que para luchar con éxito contra el monismo hegeliano
es necesario comenzar por no continuar siendo uno mismo a medias hegeliano,
y por desarraigar del pensamiento el error primero de Hegel, que consiste en
colocar la razón y la filosofía por encima de la fe y de la religión, que, por esa
misma causa quedan vaciadas de su substancia.
A decir verdad, en lo profundo de todo el pensamiento religioso más o
menos adogmático del siglo XIX se yergue la gran figura de Hegel, y a ella es
necesario atender siempre. Algunos seguían una u otra de las innumerables
corrientes surgidas de su filosofía; otros, ensayaban remontar esas corrientes;
él estaba presente a todos, todos sentían su ascendiente, de una u otra
manera. En particular, esto es verdad de aquellos que, reaccionando contra
Bradley y sacudiendo el templo, o la prisión del monismo, como Sansones
que rompían sus cadenas, sin embargo, continuaban trabajando siempre
sobre el fondo hegeliano.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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Las diversas tendencias a que hemos aludido, estaban dirigidas todas, hasta
ahora, hacia una humanización de la religión. La época era optimista; se estaba
persuadido que el hombre caminaba por sí solo, sea por la razón, sea por la
experiencia, hacia la Jerusalén de las luces, y que su ciencia, su crítica, su método
histórico y su filosofía eran las reglas supremas de interpretación a las que estaba
sometido el contenido revelado (en cuanto esta palabra tenía aún algún sentido);
y que Dios era Dios y merecía nuestros homenajes porque nosotros podemos
justificarlo, y porque garantizaba una seguridad superior a los progresos de nuestra
naturaleza.
Tales concepciones parecían definitivamente adquiridas, tan sólidamente como
nuestra civilización misma. Por otra parte, por una curiosa conjunción, ocurría que el
naturalismo y el humanismo de la época tenían por resultado disolver la naturaleza en
el proceso de disociación al infinito de un análisis completamente ideal, y disolver la
persona humana en la impersonalidad de los hechos y de las relaciones entre hechos,
a que una perspectiva positivista reducía la realidad. Desde ese punto de vista, la
reacción del pragmatismo y el pluralismo estaba sumamente orientada; pero, como
ensayé indicarlo más arriba, estaba condenada a permanecer ineficaz.
Soren Kierkegaard
Mucho tiempo antes de que los acontecimientos de la historia visible
hubiesen traído crueles desilusiones al optimismo naturalista del siglo XIX, la
experiencia espiritual y el destino misterioso de un solitario lleno de angustia
y de instinto profético habían abierto las vías, en el mundo protestante, a
movimientos de pensamiento totalmente diferentes: respecto a estos movimientos
de pensamiento, tiene Kierkegaard un papel central, cuya importancia nunca se
encomiará bastante.
Esta vez se contrapone a Hegel en persona; su drama fue encontrar lo absoluto
de la fe rebelándose, aún hiriéndose en la forma más cruel contra el universo entero
del hegelianismo – en cuyo seno su corazón aun continuaba respirando –, y contra la
raíz misma de ese universo, contra la idea de que el momento supremo de la dialéctica
y el juicio supremo de las cosas del espíritu pertenecen a la filosofía, no a la religión.
Kierkegaard se encubrió por toda suerte de disimulaciones, porque habitaba en el seno
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de la contradicción y porque la intuición abrasadora de que vivía, y que quería entregar
a los hombres, por todas partes chocaba en lo imposible – en las imposibilidades que
la razón hegeliana había erigido por doquier a su alrededor –; tal intuición no podía
conceptualizarse en una doctrina, se reflejaba en tentativas simbólicas y en figuras de
contraste. De inteligencia brillante y multiforme, Kierkegaard no era ni un filósofo
profesional ni un teólogo profesional. Era un hombre inquieto y dolorido, atraído por
el mundo y atormentado por el deseo de la santidad, y singularmente rico en dones y
percepciones místicas. Ciertas páginas escritas por él sobre las tinieblas espirituales del
alma en busca de Dios, atestiguan con un acento que no engaña, una experiencia mística
profunda. A decir verdad, para Kierkegaard no hay más que un problema, el problema de
la fe; pero ese problema se proponía para él en términos trágicos. Porque, por una parte,
para él, la realidad de la fe podía afirmarse sólo con negación del universo de la razón, la
lógica, cuyo valor conocía bien pero que a sus ojos estaban encarnados en Hegel.
Por otra parte, la fe de Kierkegaard, en ausencia de una noción suficiente de la
Iglesia, no comportaba la adhesión a un cuerpo de doctrina públicamente revelado;
era una especie de fe desollada, privada de todo elemento de certeza y seguridad, y, por
consiguiente, tanto más unida a la angustia y al desgarramiento interior cuanto más
real era en la substancia de su alma. Su experiencia personal jugó, en ese drama, un
papel decisivo. Por razones en que estaba comprometida su conciencia, decidió romper
su compromiso con una joven a la cual amaba y que lo amaba; concibió ese sacrificio
sobre el tipo del sacrificio de Abraham, y creyó que si tenía verdaderamente fe como la
tuvo Abraham, se produciría también el milagro, y le sería devuelta su prometida, como
Isaac lo fue a su padre. Pero su prometida nunca le fue devuelta. Su sentido profundo
del misterio impenetrable de la fe en nuestro interior y de la desproporción entre las
cosas divinas y el registro entero de lo visible y de las significaciones humanas, aún
anteriores a la conciencia, lo condujo así, por el impulso de esta experiencia como por
la influencia de su irracionalismo a pensar que el hombre de fe, necesariamente vive
en una duda crucificante respecto a la fe misma – sería blasfemar de la fe creer que se
la tiene –, y a condenar como un ídolo de la seguridad humana todo lo que signifique
establecimiento sólido, seguridad y fruición, aún en las certidumbres divinas. En ese
estado de desgarramiento, en ese quebrarse del hombre, reaparecen, al mismo tiempo,
con un resplandor insostenible, el mundo del milagro, el mundo de la libertad divina,
la afirmación pura y desnuda de las exigencias de Dios, la relación inexpresable y
terrorífica de persona a persona entre Dios y el hombre, todo lo que el naturalismo y
el humanismo del siglo XIX procuraban borrar.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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Karl Barth
La influencia de Kierkegaard fue decisiva, respecto a las nuevas corrientes
religiosas que se habían desarrollado en el mundo nórdico y germánico antes del
advenimiento del nazismo al poder, y cuyo representante más destacado es el
teólogo Karl Barth. Las posiciones de Harnack y de la exégesis liberal quedaron
totalmente derribadas. Barth emprende volver a los reformadores y a los datos del
luteranismo y, sobretodo, del calvinismo primitivo, no sin aportar a la exégesis
del texto sagrado y a la teología, colocada en adelante bajo el signo de la dialéctica
y no ya de la historia, el esfuerzo de un pensamiento personal extremadamente
vigilante y advertido de los problemas de nuestro tiempo.
Desde el primer momento, la teología barthiana aparece como un contrahumanismo decidido. Nada vale sino la palabra de Dios, recibida en la integridad
de sus afirmaciones insondables, y escrutada con una obediencia ardiente, no por
el espíritu humano que nada vale, sino por la fe. Por una de esas extrañas colisiones
a que el flujo y el reflujo de la historia nos han habituado, los reproches que el
protestantismo barthiano – que efectivamente reencuentra muchas posiciones
católicas – dirige al catolicismo, son precisamente los contrarios de los que el
protestantismo liberal le oponía. Consisten en que el catolicismo no cree ya en un
dato revelado en sí mismo inmutable, ni cree en lo sobrenatural, como tampoco
en el milagro; no les inmola todo lo restante; no es, como se lo pretendiera por
tan largo tiempo, enemigo de la naturaleza y la razón; honra en exceso la razón y
la naturaleza. Acerca de esos puntos, como también acerca del principio mismo
de la Reforma, de las relaciones de la naturaleza y la gracia, del sentido exacto del
misterio de la justificación, del papel de la caridad, de la estructura y de la autoridad
del cuerpo místico del Cristo, permanece irreductible la oposición entre Karl Barth
y nosotros, sin mengua, por cierto, del diálogo y el mutuo respeto.
Para Karl Barth, cuando Dios hace irrupción en el hombre, ocurre algo
así como si fuera un vencedor armado poderosamente, un enemigo irresistible,
envuelto en su incomprensibilidad como en el rayo, y que dispersa las armas todas
del hombre y de la humana razón, para despojar al vencido. No es de sorprender
que mire como un diabolus en teología, lo que los tomistas llaman la analogía
de proporcionalidad propia, que a los ojos de ellos, es el medio real de nuestro
espíritu para conocer a Dios, ya sea naturalmente partiendo de las criaturas, ya
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Jacques Maritain
sea sobrenaturalmente por la superanalogía de la fe, por las misteriosas analogías
de que el mismo Dios usa para narrarse a nosotros. Barth es el enemigo de la
filosofía del derecho natural, de la teología natural. A pesar de todo, en ese drama
y esa lucha entre Dios y el hombre por la cual la fe subyuga nuestra naturaleza
rebelde, es notable que el vencido se vuelva consciente de sí mismo y de su
personalidad mucho más profundamente que el hombre pagano, porque, así
como lo indicaba antes respecto de Kirkegaard, en definitiva toda la partida se
juega entre la persona divina y la persona humana, con todo lo que hay de directo,
de inexpresable, de imprevisto y peligroso en las relaciones y los conflictos de
persona a persona. En una perspectiva en cierto modo mágica – y a la verdad,
irremediablemente ilógica, porque destruye en el orden de la naturaleza lo que
afirma en el orden de la gracia – la persona humana emerge por la virtud del
Cristo, de los restos de una naturaleza estragada.
Por otra parte, una reflexión más profundizada ha conducido a Karl Barth a
ensayar, merced a un esfuerzo dialéctico particularmente sutil, el restablecimiento
en cuanto fuese posible de los valores humanos y culturales, en el seno de un
sistema de pensamiento que originariamente y de por sí se encaminaba más
bien a la negación de esos valores y del orden de la cultura terrestre. Me permito
agregar que, así como Kierkegaard, bien que de manera enteramente distinta,
Karl Barth tiene que trabajar, en el fondo de sí mismo, con una autonomía en
cierto modo substancial. Para él nada en el mundo vale cuanto la sola palabra de
Dios oída por el hombre en el fondo de su propio corazón. Sin embargo; él es
teólogo y le es menester hablar. Me parece que ha de interrogarse con angustia,
y preguntarse constantemente, sin tener jamás el medio de responder, si esta
palabra ardiente que estimula a sus discípulos y que ha renovado la teología
protestante, es la palabra de Karl Barth o la palabra de Dios.
Nicolás Berdiaeff y León Chestov
Las tendencias de que acabo de hablar se desarrollan en el seno del pensamiento
protestante. Del lado del pensamiento ortodoxo, cuyos desarrollos más recientes
comenzaron en Rusia antes de la revolución de octubre, y continuaron después en
el exilio, conviene mencionar, ante todo, la obra de Nicolás Berdiaeff, altamente
significativa para la época presente. También en Berdiaeff el misterio de la fe – pero
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esta vez de la fe operante en la razón – ocupa el lugar central; Berdiaeff no es un
teólogo como Karl Barth, es un filósofo, y toda su obra se sitúa sobre el plano de la
filosofía cristiana, de una filosofía cristiana, por otra parte, que él concibe en forma
diferente que nosotros. Y Berdiaeff es un filósofo profético o, más bien, para él,
la filosofía inspirada por la fe acaba normalmente en una función profética. Muy
familiar, por un lado, a Jacobo Boehme, Schelling, Franz von Baader, y, por otro,
a los autores espirituales católicos, prosigue sus buscas especulativas en la dirección
de una filosofía existencial, como se dice hoy, preocupada, sobre todo, del problema
del espíritu y de la libertad. Sé que los juicios que emite del tomismo son a menudo
injustos, y pienso que jamás podremos, él y yo, llegar a un acuerdo sobre los primeros
principios de la metafísica. Pero aún disputando con él, se recibe ese estímulo precioso
que proviene de la sinceridad absoluta del espíritu en busca del ser. Y en el orden de
la filosofía moral y social, y, sobre todo, de la filosofía de la historia, o bien, como
él dice, de la historiosofía, que es su campo preferido de reflexión, nos aporta, con
un sistema ético rico de experiencias morales profundas y gravado de un irritante
irracionalismo, intuiciones concretas fecundas que aclaran muchos de los problemas
prácticos más urgentes de nuestro tiempo. Él es uno de los que aun piensan dentro
de su corazón, es uno de los testigos de la libertad cristiana.
Sólo puedo dar aquí indicaciones sumarias. En un estudio más profundizado,
se habría de insistir sobre algunos grandes escritores rusos que han precedido a
Berdiaeff – pienso en Khomiakoff, Solovieff, Rozanoff –, y en su contemporáneo el
teólogo Sergio Bulgakoff. Se habría de discutir también la obra del gran pensador
León Chestov, muerto en vísperas de la segunda guerra mundial.
Chestov, cuya inspiración se emparenta en forma sorprendente con la de
Kierkegaard, como él mismo lo ha consignado cuando tardíamente lo descubrió
por una indicación de Karl Barth, Chestov ha filosofado heroicamente contra
la filosofía, y su polémica multiforme y continua contra la inteligencia, que
identificaba con la Serpiente; su irracionalismo grandioso y obstinado, representan
una forma extrema – contradictoria, sin duda, pero singularmente profunda y
poderosa –, del pensamiento religioso judío y de la eterna protesta de Israel. Con
la energía de un profeta, pero de un profeta de nuestra época ingrata, carcomido de
dudas y debatiéndose con la desesperación, ha levantado contra la razón moderna
y contra la razón griega y simplemente contra la razón, la acusación ardiente de
un buscador de Dios que no se deja encontrar por su Dios.
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Embrujado como Berdiaeff por el problema del mal, y como él convencido
de que el deísmo racionalista es el padre del ateísmo, este hombre suave, de
elocuencia cautivante, desafiaba la omnipotencia y la libertad divinas, pidiéndoles
realizar lo imposible y hacer, cuando perdonan al pecador, no sólo que el pecado
sea redimido; sino que lo que ha sido cometido no haya sido cometido. Y
proclamaba la fe y el milagro tanto más agresivamente cuanto la fe y el milagro
más le parecía escapársele, para sólo dejar en sus manos la ceniza abrasadora de
su angustia.
Destrozando el hombre contra sí mismo y llevando a un paroxismo trágico
el falso conflicto moderno entre la razón y de la fe, su obra es un testimonio
imposible de eludir tanto para el cristiano como para el judío, contra el cristiano
como contra el judío: arroja una luz exasperante sobre la miseria y la división que
los habitan en cuanto permanecen sumergidos en la subjetividad, y no se arrojan
de cuerpo y alma, en la vorágine más vasta y misteriosa de la objetividad divina,
de una fe verdaderamente sobrenatural y de la objetividad humana de una razón
verdaderamente natural.
El pensamiento católico
En lo concerniente al pensamiento católico, señalaré sobre todo, como
tendencia que, en mi parecer, es particularmente característica, la corriente del
pensamiento scheleriano desarrollada sobre todo en Alemania, y la corriente del
pensamiento tomista que se desenvolvió, primero en las Universidades romanas,
después en muchos países del Antiguo y del Nuevo Mundo y, sobre todo, en Francia
y en Bélgica. Hay muchas otras corrientes, especialmente corrientes filosóficas, en
el mundo católico. Pero debemos limitarnos. Contentémonos con mencionar la
obra de Maurice Blondel, que, por una profundización concreta de las condiciones
de ejercicio de la acción y el pensamiento, se esforzó en hacer confesar a la filosofía
misma el impulso que la lleva a desembocar en el conocimiento de fe. Esta obra,
que tuvo en muchos espíritus una influencia libertadora, y que se purificó a través
de los años, depende menos de la metafísica que de una especie de crítica ética de
la inteligencia especulativa y práctica; se nos aparece como una racionalización
filosófica de la gran apologética de Pascal.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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Antes de proseguir, quisiera rendir homenaje a ciertos hombres con los cuales
tenemos una deuda de particular reconocimiento y admiración; al grande y pobre
León BIoy, muerto en los últimos días de la guerra pasada, profeta él también,
profeta – digo – a la luz del don de lágrimas y de una contemplación muy pura.
Pasó su vida denunciando la tibieza y las prevaricaciones del mundo moderno. Su
fe ardiente y poderosa, afirmada oportuna e importunamente, con un desprecio
escandaloso de las potencias del día; su terrible caridad; su incoercible libertad de
espíritu; su sentido de las realidades sobrenaturales; y su penetración profética,
han arrojado muchas almas sobre los caminos de Dios, e influido grandemente
sobre el renacimiento religioso que se produjo en la inteligencia francesa en el
ínterin entre las dos guerras.
Los franceses de mi generación han consagrado su gratitud a otro escritor de
genio, – a Charles Peguy –, cuyo espíritu está vivo hoy en lo mejor de la juventud
francesa, y a la cual él dio el sentido de la vocación temporal del cristiano.
Deseo hacer homenaje también a un escritor que por muchas razones,
puede mirarse como un precursor, al Barón von Hugel, cuyos trabajos sobre
santa Catalina de Génova precedieron la renovación de los estudios místicos
que habían de tomar, más tarde, una importancia tan grande, especialmente en
Francia; a G. K. Chesterton, cuya sabiduría paradojal y sabrosa era una suerte de
caballería de Dios; a Weter Wust, dulce filósofo augustino, muerto al empezar
la segunda guerra mundial, después de una enfermedad muy cruel, y que,
ofreciendo piadosamente a Dios sus grandes sufrimientos, mostró a sus amigos
que aún allí donde se ceba la peor barbarie, el cristianismo se reserva hombres
dignos de este nombre; en fin, a Henri Bergson, el maestro de mi juventud,
que no profesó la religión cristiana, pero que pasó el umbral de la fe antes
de morir y cuya influencia fue profunda sobre las corrientes del pensamiento
católico. No perdía ocasión para afirmar su amor al cristianismo, y sus últimos
trabajos, en que la experiencia religiosa lo condujo más allá de una metafísica
aún deficiente, hacen ver qué comercio admirable puede establecerse entre la
filosofía y el testimonio de los místicos cristianos, los únicos en los cuales él veía
la plenitud de la vida de] espíritu.
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Max Scheler
Max Scheler no era un teólogo como lo es KarI Barth, ni un filósofo profético
como Berdiaeff. Era un filósofo, si me atrevo a decido, demasiado filósofo, al
menos en el sentido germánico de la palabra, porque una perpetua inquietud lo
incitaba sin cesar a trastrocamientos de perspectiva y a nuevas síntesis, de las cuales
nunca se sabía si otra novísima vendría a reemplazar la última. Con perspicacia
singular, aplicó el método fenomenológico al contenido espiritual y moral de la
existencia humana y, de ese modo, reabrió, en la filosofía misma, fuentes religiosas.
El antiguo análisis, con sus procedimientos de artificial disociación conceptual,
daba lugar a un análisis en profundidad, el cual, merced a su modo metafísico,
iba en la psicología más lejos que la psicología, dirigía la mirada y sacaba a luz la
integridad que se da a la intuición.
Por esa vía, en el período a mi juicio más feliz de su busca, Scheler ha sabido
descubrir a la mirada del filósofo “lo eterno en el hombre”, y las implicaciones
concretas de los dones superhumanos en la substancia de la vida humana. Las
virtudes cristianas, la humildad y la caridad, se encontraban rehabilitadas, no
desde un punto de vista dogmático o teológico, sino desde el punto de vista de
un conocimiento en cierto modo laico de lo concreto. Y al mismo tiempo, por
una vía completamente distinta a la de Kierkegaard y a la de Barth, y en una
perspectiva mucho más humanista, estaba también restituido el sentido de la
persona, que es un universo por sí misma. Si la ausencia de una metafísica y de
una teología suficientemente sólidas no hubiese dado a su pensamiento demasiada
versatilidad; si, interiormente, crisis que obscurecieron su fe y, exteriormente, las
devastaciones morales y políticas que comenzaban ya a estragar la conciencia de
su país, no hubiesen impedido a la obra y a la acción personal de Max Scheler
mantener las promesas de que irradiaba, habría podido renovar la vida religiosa de
Alemania en el sentido de un cristianismo rico, al mismo tiempo, de inteligencia
filosófica y de vida interior.
El renacimiento tomista
La importancia histórica del renacimiento tomista proviene del
hecho que constituye un vasto movimiento de pensamiento que importa
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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a la vida misma de la Iglesia e interesa el esfuerzo de la cristiandad laica
y, asimismo, del hecho – raro en las obras de la inteligencia – que implica
una colaboración durable y progresiva fundada sobre principios comunes y
sobre una tradición viviente. El Papa León XIII fue el iniciador, el Cardenal
Mercier, uno de los primeros grandes obreros. Teólogos como Zigliara, del
Prado, Billot, Gardeil, Garrigou-Lagrange, Charles Journet, cooperan o han
cooperado a este renacimiento, así como filósofos y poetas; despierta también
el interés activo de numerosos círculos no católicos y de muchos centros
universitarios, especialmente en Inglaterra y América. Se sabe que, en los
EE.UU., una renovación metafísica cuya importancia para el porvenir de la
cultura me parece considerable, se produce bajo el signo de santo Tomás de
Aquino, en particular gracias a la obra del Dr. Phelan y de Etienne Gilson
en el Instituto de Estudios Medievales de Toronto, a la obra de Mortimer
Adler, y a la de muchos jóvenes filósofos demasiado numerosos para que
pueda mencionarlos.
Las tendencias que el renacimiento tomista representa son, a la vez, teológicas
y filosóficas; de tal suerte, según una observación penetrante de Dom Chapman,
si se quiere comparar el pensamiento tomista con la filosofía moderna, que se
ha cargado en su camino de todos los problemas divinos y humanos de nuestro
destino, no sólo la filosofía tomista, estrictamente limitada a los problemas
accesibles a nuestra razón, sino el conjunto de la filosofía y teología tomista ha de
ponerse frente a la filosofía moderna.
El tomismo establece como principio absoluto la afirmación incondicional
de la fe en el orden divino y, por otra parte, afirma también, en el orden humano,
el valor intrínseco inquebrantable de la naturaleza y la razón, porque toda criatura
de Dios es buena, corno dice san Pablo. De ese modo, desde el primer momento,
el pensamiento tomista aparece como un pensamiento aplicado a distinguir y
unir, o más bien a distinguir para unir.
Se puede caracterizar el tomismo como una posición cristiana integralista
y progresiva. Si vamos a buscar nuestras armas conceptuales en el arsenal de
Aristóteles y de Tomás de Aquino, no es para volver a la antigua Grecia ni a
la Edad Media. Pensamos que el querer volver a un estado pasado implica una
especie de blasfemia contra el gobierno de Dios en la historia y que hay un
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desarrollo orgánico, al mismo tiempo, de la Iglesia y del mundo. Siendo esto
así, la tarea que se impone al cristiano – creemos – consiste en salvar las verdades
que han enloquecido, como decía Chesterton, que cuatro siglos de humanismo
antropocéntrico han desfigurado, y reconciliarlas con las verdades más elevadas
desconocidas por este humanismo, y devolverlas a la Verdad en persona cuya voz
la fe escucha.
Por tanto, el humanismo de Tomás de Aquino aparece como un humanismo
integral, quiero decir un humanismo que no desconoce nada de lo que hay en el
hombre. Un tal humanismo sabe que el hombre está hecho de la nada y que todo
lo que viene de la nada, de por sí tiende a la nada, y sabe también que el hombre
es la imagen de Dios y que en el hombre hay algo más que el hombre; sabe que el
hombre está habitado por un Dios que no sólo le da el vivir y el actuar, sino que
se le entrega a sí mismo, y quiere que tenga por objeto de fruición las tres Personas
divinas mismas.
Es un humanismo de la Encarnación redentora, un humanismo evangélico.
Pienso que santo Tomás de Aquino es el apóstol de los tiempos modernos, porque
estos tiempos han amado la inteligencia y han abusado de ella, y sólo pueden
ser verdaderamente curados por ella, y Tomás de Aquino, porque es el santo de
la inteligencia, reconduce todas las cosas a la luz del Verbo, a esta luz que a la
vez – y es esto lo que Karl Barth no ve –, es la luz que ilumina racionalmente a
todo hombre que viene a este mundo y la luz que ilumina sobrenaturalmente
a todo hombre regenerado en la fe. Toda la filosofía y toda la teología de santo
Tomás están construidas en la iluminación de la palabra recibida por Moisés:
“Yo soy el que soy”.
Su filosofía es una filosofía, no de las esencias, sino de la existencia; vive de
las intuiciones naturales de la experiencia sensible y de la inteligencia. Su teología
vive de la fe; es una teología del incomprensible Acto de existir que subsiste por
sí mismo y que no es como cosa alguna de las que son, y cuya intimidad no
podemos conocer sino por su propia Palabra.
Por eso puede decirse que el pensamiento tomista es ante todo un
pensamiento existencial, si bien de muy distinto modo que las diversas filosofías
que han adoptado este nombre. Es necesario decir también que es un pensamiento
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personalista, en cuanto el realismo filosófico de santo Tomás implica a cada
instante el acto de la persona humana toda entera, cuerpo y alma; frente al ser a
penetrar y, además, en cuanto al trascendentalismo teológico de Santo Tomás es
un perpetuo diálogo entre Cristo que habla por la Iglesia y por la Escritura, y la
razón que escucha y busca.
Se ha insistido frecuentemente y con buen derecho, sobre el carácter
sintético del pensamiento tomista. Tiende a realizar la unidad en el hombre,
y prepararlo así a esa paz que sobrepasa todo sentimiento, acordando o
reconciliando en él la gracia y la naturaleza, la fe y la razón, la teología y
la filosofía, las virtudes sobrenaturales y las virtudes naturales, el orden
espiritual y el orden temporal, el orden especulativo y el orden práctico, la
contemplación mística y el saber de modo humano, la fidelidad a los datos
eternos y la inteligencia del tiempo. Mas, no se vería sino un lado de las cosas
si no se agregara que una reconciliación tal, nada tiene que ver con los arreglos
más o menos fáciles de una razón académica; pide superar sin tregua conflictos
que renacen sin cesar; exige del hombre una tensión y extensión que, a decir
verdad, sólo son posibles en la angustia de la cruz. Porque la palabra de san
Pablo vale también en el orden de las cosas del espíritu: sin derramamiento
de sangre no hay redención. La reconciliación de que hablamos es una falsa
reconciliación si no es también una redención, y sólo puede cumplirse al precio
de un sufrimiento misterioso, cuyo lugar es el espíritu mismo.
II
PROBLEMAS CONTEMPORÁNEOS
Las consideraciones que acabo de exponer me llevan a los puntos de los cuales
querría hablar en la segunda parte de este estudio. Hoy, frente al pensamiento
religioso, se plantean tres problemas que me parecen particularmente urgentes:
el primero concierne a la filosofía cristiana y a la política cristiana; el segundo, al
valor de la persona humana, y el tercero, a lo que podríamos llamar el sentido y
la misión de la religión misma. Naturalmente, me limitaré a algunas indicaciones
esenciales.
16
Jacques Maritain
El problema de la filosofía cristiana
y de la política cristiana
El problema de la filosofía cristiana y el de la política cristiana son sólo la
faz especulativa y la faz práctica de un mismo problema. No pienso como los
barthianos que la filosofía deba desaparecer frente a la fe. No pienso tampoco
como los racionalistas (que no sólo se encuentran entre los discípulos de Descartes,
de Kant y de Hegel, sino también entre muchos cristianos) que la filosofía debe
cumplir su obra separadamente de la fe. Pienso que la filosofía es obra de la razón
y como tal está fundada sobre las evidencias naturales y no sobre la fe; mas, pienso
también que la razón misma, que no es un mundo cerrado, sino abierto, no
cumple bien sus obras más elevadas y no alcanza su propia plenitud sino cuando
está ayudada y vivificada por las luces que vienen de la fe.
El proceso por el cual la filosofía realizó en la existencia su autonomía respecto a
la teología, era un proceso en sí mismo normal. La desdicha de los tiempos modernos
ha sido que se cumplió efectivamente bajo el signo del separatismo cartesiano, y
que, en vez de una autonomía en su rasgo subordinado, la filosofía reclamó una
independencia de soberana absoluta. En la edad moderna, lo que faltó en el orden
intelectual al mundo y a la civilización, lo que faltó desde hace cuatro siglos al bien
temporal de los hombres, ha sido simplemente la filosofía cristiana.
En su lugar surgieron una filosofía separada y un humanismo inhumano,
un humanismo destructor del hombre porque quiso centrarse sobre el hombre y
no sobre Dios. Hemos cerrado el círculo, y tenemos ahora ante los ojos el antihumanismo sangriento, el irracionalismo y el esclavismo feroces, en los cuales, al
fin, el humanismo racionalista viene a expirar. Si el mundo no ha de zozobrar en
la barbarie, un nuevo humanismo tendrá que surgir ahora a la luz, y su tarea será,
ante todo, una tarea de integración, de incorporación viviente y purificadora.
Se tratará de restaurar la razón en sus relaciones vitales y orgánicas con el mundo
irracional de la afectividad, de la instintividad y de la emoción, así como con el mundo
de la voluntad y los aspectos no racionales del funcionamiento mismo de la inteligencia.
Será menester restaurar la en relaciones vitales y orgánicas con el mundo de lo
suprarracional y de lo sobrehumano. Semejante humanismo es inconcebible si la filosofía
que lo inspira no es una filosofía cristiana, una filosofía en continuidad existencial con
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
17
la teología y la fe. Un humanismo integral, que verdaderamente considere la grandeza
original del hombre y que descienda a la profundidad suficiente en lo recóndito del ser
humano, ha de estar fundado en la razón y proceder de la razón, y no puede proceder
de la razón, separada en sí misma e ignorante de aquello que es mejor que la razón; sólo
arraigará y se desarrollará en una civilización renovada que, al término de estos tiempos
apocalípticos, habrá de ser la edad de la filosofía cristiana y en la cual, bajo la inspiración
de tal filosofía, la ciencia y la sabiduría estarán reconciliadas.
Respecto al problema de la política cristiana, el mismo tiene como presupuesto
teológico lo que podría llamarse el misterio del mundo, la cuestión de la significación
del mundo y de la ciudad terrestre frente al reinado de Dios. No discutiré aquí esta
cuestión; aludo a la misma sólo para señalar uno de los recientes desenvolvimientos,
en mi parecer muy característico, del pensamiento de Karl Barth. Parece que la
amenaza política que pesa hoy sobre la vida de las almas, la guerra que el Imperio
pagano hace contra el Evangelio, lo hubieran incitado a considerar más atentamente
la función del Estado en las perspectivas evangélicas.
En sus escritos más recientes, Barth reconoce que no sólo Lutero, sino también
Calvino, quedaron, al respecto, en puntos de vista completamente insuficientes.
Las opiniones de Barth, a nuestro juicio, son aún deficientes, en el sentido que
no reconoce al orden político ningún fundamento de derecho natural, y sostiene
que el Estado es neutro por esencia, como Pilato frente a la verdad. De tal suerte
que “El Estado como Estado lo ignora todo, acerca del Espíritu, del amor, del perdón”.
Con todo, se esfuerza por justificar el orden político y el Estado desde el
punto de vista de la revelación evangélica, y mostrar que el Estado endemoniado
cae en falta respecto a la esencia misma del Estado, que Pilato al condenar a Jesús,
se apartó de la línea normal del Estado, y que no sólo el Estado está obligado
a ser justo, sino que “en su substancia, en su dignidad, su función y su destino
relativamente autónomos, debe servir a la obra de Cristo”. De donde se sigue que,
frente a los diversos Estados, los cristianos no se encuentran “en una noche en
que todos los gatos son pardos” y que deben distinguir entre Estado y Estado, que
“se volverían objetivamente y de hecho, enemigos del Estado si, cuando el poder del
Estado amenaza la libertad de la palabra de Dios, no resistiesen, o si escondiesen esa
resistencia que es la suya propia”. [2]
2 Karl Banh, ‘Justificatíon Dívine et Justice Humaine’
18
Jacques Maritain
Para Karl Barth, lo que interesa al orden de la redención en el orden político
es, todavía, ante todo negativo, y consiste sólo en que el Estado no impida la libertad
de la predicación del Evangelio. A nuestro parecer, ese punto de vista demasiado
simple implica incluso un desconocimiento del dinamismo de la naturaleza herida,
así como del poder del fermento evangélico. La civilización debe ser cristiana, de
modo positivo e intrínseco, quiero decir, en su orden propio en sus estructuras
profanas y temporales mismas, y no sólo en sus relaciones con el orden sagrado, y
en el apoyo que ofrece a la Iglesia. Porque el orden político y las virtudes políticas
dependen por su esencia del dominio de la naturaleza; pero en la realidad existencial
de las colectividades humanas, la naturaleza misma y el derecho natural no dejan
de desviarse en nosotros, ni alcanzan su plenitud, sino a condición de que sean
interiormente vivificadas por las energías que derivan de la gracia.
La autonomía del orden temporal, así como la autonomía de la filosofía, es
una ganancia adquirida en el curso de los tiempos modernos. Pero esa autonomía
sólo evita convertirse en un desastre si, en vez de ser un divorcio, implica una unión
orgánica con el orden espiritual y una vivificación interna por él. De ese modo,
debemos dirigir nuestras esperanzas hacia el ideal de una nueva cristiandad.
El problema de la política cristiana es un problema de vida o muerte para
nuestro tiempo. Los males que agobian el mundo son precisamente el resultado
último de la idea que reinó en toda la edad clásica y según la cual la política no
puede y no debe ser cristiana, porque se la mira como una técnica pura, un arte
intrínsecamente independiente de la moral y la religión, y cuya única ley es el
auge material más rápido, sin que importe cuáles sean los medios, a condición
que sean eficaces.
En realidad, se exigía en doctrina la perversión de la política. Nosotros, por
el contrario, pensamos que la política, por muy amplia que sea en ella la parte
del arte, necesariamente es por su esencia, una rama especial de la ética: porque
está ordenada hacia el bien común, el cual es un bien esencialmente humano;
un bien, no sólo material, sino también y principalmente moral, y que supone
la justicia y pide ser durable, y, por tanto fomentar en el hombre el bien y las
virtudes. Y la política, si por su esencia es cosa moral, y dado el estado de hecho
en que la humanidad se encuentra, para no desviar y para alcanzar un suficiente
punto de madurez, reclama ser ayudada y fortalecida por todo lo que el hombre,
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
19
en su propia vida social recibe de la revelación evangélica y de la palabra de Dios
que actúa en él.
Si todas esas consideraciones son verdaderas – y por mi parte estoy persuadido
de que lo son – hay que concluir que el maquiavelismo absoluto, tal como hoy lo
vemos en acción en el mundo, debe normalmente triunfar de los maquiavelismos
relativos más o menos atenuados o reprimidos, tales como los ha conocido siglos
menos privilegiados; pero el maquiavelismo absoluto, con todos sus triunfos, sus
coronas y conquistas, no es sino una inmensa y sangrienta ilusión política, una
especie de prestigio devastador que no tiene más consistencia política que la peste
o el hambre: habiendo transformado la política en un arte para hacer la desdicha
de los hombres, tiende de por sí a una dialéctica de la desdicha, en la cual las
formas de desdicha, agravándose sin cesar, sucederán a otras formas de desgracia.
El problema de la persona humana
El segundo problema capital que se impone hoy al pensamiento religioso
concierne a la persona humana. Es éste un punto del orden esencialmente
filosófico, pero que interesa del modo más estrecho al pensamiento religioso,
porque, de hecho, frente a los desafueros del Estado político y a las pretensiones
totalitarias del Imperio pagano, la religión aparece claramente en nuestros días
como el supremo amparo de la persona.
No discutiré aquí el problema de la persona, porque he tratado a menudo
este problema. Me bastará repetir lo que noté en otra parte: Cuando los apóstoles
respondieron al Sanedrín, que quería impedirles predicar el nombre de Jesús:
“Es mejor para nosotros obedecer a Dios que a los hombres”, afirmaron, al mismo
tiempo, la libertad de la Palabra de Dios, y la trascendencia de la persona humana
llamada y redimida por Él y elevada por la gracia a la adopción divina; pero,
además, juntamente, afirmaron la trascendencia de la persona humana en el
orden de la naturaleza, en cuanto totalidad espiritual hecha para lo absoluto.
Una de las tareas esenciales del pensamiento religioso consiste hoy en iluminar
esa trascendencia natural de la persona humana frente a la comunidad política y,
al mismo tiempo, su ordenación al bien común de ésta. Porque el hombre pide
la vida social, y es miembro de la ciudad no sólo en razón de las necesidades de
20
Jacques Maritain
su individualidad material, sino primero y ante todo en razón de las exigencias
de su personalidad espiritual. Ésta aspira, como tal, a permanecer un todo dentro
del todo del cual es miembro.
Pero ninguna persona creada es pura persona, y en cuanto la persona humana
es también un individuo material, entra en la ciudad como parte de un todo, e
inferior al todo. De ese modo, el hombre todo entero es parte de la comunidad
política; pero no es parte de la comunidad política, en cuanto él mismo, y en
cuanto todo lo que hay en él; hay en él bienes que sobrepasan esta comunidad y
a los cuales ésta misma debe servir; el tesoro espiritual de su alma y de su destino,
su vida eterna y su Dios, no están al servicio del Estado.
El hombre es parte de la comunidad política e inferior a ésta, respecto a las
cosas en él y de él, que compensan las indigencias de la individualidad material,
que naturalmente dependen de la comunidad política, y que por tanto, pueden
ser asumidas para servir de medio para su bien temporal. Y el hombre domina
la comunidad política respecto a las cosas en él y de él, que provienen de la
ordenación a lo absoluto de la personalidad como tal, y que dependen naturalmente
de más arriba que la comunidad política: esas cosas conciernen propiamente al
cumplimiento supratemporal de la persona en cuanto, exactamente, es persona.
La concepción política
y la concepción evangélica de la religión
El tercer problema capital, en mi parecer, para el pensamiento religioso de
este tiempo, y sobre el cual antes de terminar quisiera dar algunas indicaciones,
concierne al sentido y la misión de la religión misma. A la verdad, este problema
ha sido planteado y resuelto por el Evangelio, cuando la ley Nueva, que sucedió
a la Antigua Alianza y a la teocracia de Israel, ha enseñado a los hombres la
primacía de lo interior sobre lo exterior, del espíritu sobre la letra, de la vida de la
gracia sobre las observancias externas. Pero en la existencia concreta y en la acción
práctica, cada edad de civilización nos trae sobre esto su interrogación bajo nuevas
formas, preguntándonos si sabemos de qué espíritu somos, y obligándonos a
poner nuevamente en obra las palabras que hemos oído, si queremos permanecer
fieles a ese espíritu.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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Hoy se nos propone esa interrogación, sobre todo, a propósito de las
relaciones entre la esfera religiosa y la esfera política. En forma sumaria, podemos
.decir que uno de los conflictos cruciales, inadvertido para muchos, pero que se
encuentra en el fondo de los sufrimientos de nuestra edad, es el conflicto que en
muchos creyentes opone dos concepciones diferentes de la religión, o más bien, dos
maneras diferentes de tender a la realización de la religión en la existencia: una es
una concepción política; la otra, una concepción evangélica de la religión.
Respecto a los fines espirituales mismos, que consisten en el bien de las almas
y conciernen al reinado de Dios, la primera concepción acuerda – no digo en la
consideración de los principios, digo prácticamente – la importancia principal,
sea al aparato de obras y de instituciones temporales de que la religión usa, sea a
los medios y a los apoyos de orden político que la ayudan aquí abajo en su misión.
La segunda concepción no niega la importancia de ese aparato temporal ni de esos
apoyos políticos; pero así práctica como teóricamente, concede la importancia
principal a los medios y fuerzas de orden evangélico, a las energías vitales y ocultas
de la religión misma, a la Fe operando por la caridad, más que a la Ley.
El carácter insidioso y paradojal de este conflicto proviene de que en él están
interesadas más bien la razón práctica y el sentido concreto de la vida que la razón
especulativa y la inteligencia de los dogmas. De ello resulta que entre hombres que
profesan con igual sinceridad la misma fe, se puede comprobar en algunos casos una
profunda escisión práctica, a tal punto que, a veces, los “creyentes políticos” se sienten
prácticamente menos cerca de los “creyentes evangélicos” que de incrédulos que reclaman
el orden, aun “totalitario”, y, a veces, los “creyentes evangélicos” se sienten menos cerca
de los “creyentes políticos” que de incrédulos que invocan la tolerancia y ]a libertad.
En los siglos modernos y especialmente en un tiempo como el nuestro, en
que los acontecimientos desconciertan todos los esfuerzos de la razón humana, los
prejuicios causados por la concepción “política” de la religión han sido tanto más
grandes cuanto en muchos se acompañan de un conocimiento muy insuficiente
de las realidades políticas. De ese modo, el pueblo cristiano se ha encontrado
expuesto a toda suerte de ilusiones. Colocado frente a formas opuestas, pero
parejamente funestas y parejamente devastadoras, de ]a revolución anti-cristiana
que busca actualmente el imperio del mundo, creyó que debía elegir entre ellas,
en lugar de hacer frente al mismo tiempo contra ellas.
22
Jacques Maritain
Un proceso oscuro de complacencia hacia las formas totalitarias que una
propaganda mendaz se dedica a representar como protectoras del orden, ha
invadido en muchos países una parte de las masas creyentes. La lección de los
acontecimientos, de las persecuciones, de los crímenes contra ]a humanidad, no
les aclara sino poco a poco y los deja en un estado de confusión mental y de
parálisis ante un drama que ha comenzado hace largo tiempo, en el cual se trata
de saber si los hombres pueden aún esperar en el cristianismo, no sólo, digo, para
conducirIos al cielo, sino también para hacerlos vivir sobre la tierra de modo
digno del espíritu que constituye su nobleza. La gravedad de tal perjuicio no
puede ser medida, tanto para el mundo, como para la religión misma.
Creo firmemente que la concepción evangélica de la religión prevalecerá al
fin sobre la concepción política de la religión, y más que nunca los cristianos se
comprometerán en los trabajos y dolores del mundo; mas, para llevar la llama
y la vida de una fe verdaderamente libre del mundo. Creo que lo espiritual será
librado de las diversas clases de enfeudación a estructuras temporales corrompidas
de que sufre hoy. Pero si no queremos que esta liberación tenga lugar sobre las
ruinas del mundo, es necesario empezar por llevarla a cabo en nosotros mismos;
es necesario que encontremos de nuevo el sentido de esa gran transmutación de
valores, de esa revolución espiritual cuyo autor ha sido el Cristo, y que santo
Tomás de Aquino ilustra cuando establece lo que es principal en la Nueva Ley y
en lo que consiste toda su virtud, esto es, la gracia del Espíritu Santo obrando en
las almas por la fe y la caridad.
Si una nueva cristiandad ha de surgir en la historia, no será por medio de la
policía y gendarmes de los sedicientes “Estados cristianos” cuya bancarrota vio la
historia moderna, y de quienes el Austria de José II y la Prusia de Federico Guillermo
II proporcionaron ejemplos memorables; será por virtud de la Ley Nueva, por el
poder del Evangelio regenerando interiormente las estructuras temporales del mundo.
Todo cristiano ansía el advenimiento de un orden verdaderamente cristiano en el
mundo, de un Estado real y orgánicamente cristiano, y que profese exteriormente
el cristianismo. Pero la historia nos obliga a reconocer que mientras el Estado no es
cristiano en sus estructuras vitales, y mientras que, diciéndose cristiano no exprese los
deseos profundos y la fe exultante de las personas humanas que lo componen, el Estado
político, siempre amenazado por los principados demoníacos de que habla san Pablo,
profesa exteriormente el cristianismo sólo a expensas del cristianismo mismo.
Aspectos contemporáneos del pensamiento religioso
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A la verdad, aun la idea de un Estado cristiano parece algo muy lejano hoy.
Las nuevas formas de Estado que han convertido Europa en sangre y fuego, son
formas totalitarias que reivindican para sí el amor mesiánico debido sólo a Dios,
y, que sólo tienen un designio: aniquilar la religión en el mundo, o pervertirla en
el fondo de las almas, a menudo pretendiendo defenderla. La mejor forma en que
los cristianos pueden servir la religión no es entregar su suerte a medios políticos
o semipolíticos, aunque fuesen empleados con el celo más ardiente, y menos aun,
so pretexto del principio del mal menor mal entendido, oscilar entre un demonio
y otro, sino aportar a la substancia del mundo esta gracia del Espíritu Santo en la
cual consiste toda la fuerza de la Nueva Ley, y decir al mundo la verdad. Porque,
después de todo, lo que los hombres piden lo primero a la religión, no es hacer su
felicidad, sino decir la verdad.
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