Aleida - San Vicente de la Barquera

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Aleida
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Habían pasado apenas 30 años desde que en el año 1210 el Rey Alfonso VIII el
de las Navas hubiese otorgado a San Vicente el Fuero a semejanza del Fuero de San
Sebastián. El cambio había sido notable, por no decir brutal. Gracias al aforamiento San
Vicente fue elevada al rango de Villa, conocida como el antiguo puerto de Viseiasueca.
El ambiente en las calles respiraba prosperidad y desarrollo de lo cual la gente se había
hecho eco y aprovechado.
Manuel contaba con 17 años de edad y desde que era niño había escuchado a su
familia y vecinos de la Villa cómo ésta había cambiado y mejorado en tan poco tiempo
gracias a lo que supuso el otorgamiento de privilegios tan importantes como el derecho
a la pesca en territorios exclusivos como el río Deva y Nansa y el fomento de las
relaciones de intercambio entre el comercio marítimo del norte con el comercio de
Castilla.
Manuel a pesar de sus 17 años era un muchacho alto y fuerte, con una tez
oscura, una cara besada por el sol, las facciones marcadas y profundas. Su pelo oscuro
como el café, sus manos curtidas y repletas de llagas por sus ya trabajados años en la
mar en compañía de su padre Rodrigo. Pero a pesar de todo, su mirada desprendía una
alegría continua, un brillo especial que reflejaba que se encontraba feliz de haber nacido
en la Villa. Sin embargo, siempre creyó que le faltaba algo, que necesita un incentivo en
su vida…
Era hijo único. Su madre Covadonga era una bella asturiana que Rodrigo había
conocido en LLanes, la cual le ayudaba en la limpieza de los peces para su futura venta
y arreglo de aparejos y cañas de pescar. Además Cova, como la conocían en el pueblo,
trabajaba como cocinera en la casa del hidalgo Amancio Gómez de la Fragua, gran
conocido en la Villa, además de por su riqueza, por su honradez y amabilidad hacia los
demás. Era un hombre de 46 años, alto pero desgarbado, de hombros estrechos y una
gran panza. Vivía ciertas épocas del año en la Villa, tales como la primavera y el
verano, y era dueño de multitud de fincas en zonas como Los LLaos y Gerra en las que
tenía trabajando a numerosos jornaleros y agricultores; el resto del tiempo las
propiedades que Amancio poseía en San Vicente se quedaban en manos de Juan
Navarro de la Peña, un hidalgo de cuatro costados y administrador nada querido en la
zona que por su mala fama fue apodado el Enviado del diablo. ¿Por qué Don Amancio
tiene al mismísimo diablo trabajando en su casa? Se preguntaba todo el mundo
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Amancio vivía en Burgos el tiempo que no estaba en la Villa. Tenía una bella
hija fruto de su amor con la noble burgalesa María Teresa Díaz de Píndado, la joven
María Gómez de la Fragua, las cuales vivían durante todo el año en Burgos y apenas
visitaban San Vicente.
Por su parte, Manuel fue un chico privilegiado en la Villa. Don Amancio lo
acogió como un hijo en su casa desde que era pequeño. Le enseñó a leer y escribir y
gracias a ello pudo hacerse cargo con buena mano de la faena más intensa además de los
modestos negocios que su padre hacía años había empezado con la venta de la pesca. Se
tendría que hacer cargo de todo puesto que Rodrigo meses atrás había caído enfermo, lo
cual hizo que dejase su trabajo y se postrase en cama durante un tiempo.
Era el mes de mayo. Manuel había salido de puerto a las 6 de la mañana como
todas los días. Remó casi una milla, echó lo aparejos y estuvo esperando sus siete largas
horas hasta la vuelta a puerto. Una vez allí escuchó:
-Te buscan -era su madre Cova. Llevaba en la mano unas redes que acaba de
arreglar y su expresión era de desagrado.
-¿Quién es? -preguntó Manuel sabiendo perfectamente la respuesta.
-Don Juan Navarro de la Peña. Te espera en los secaderos -. La madre se
marchó, pero no muy lejos de allí pues esperaba con impaciencia lo que el hidalgo le
quería decir a su hijo.
Manuel era una persona que nunca hablaba mal de nadie, se sentía feliz con toda
la gente de la Villa excepto con Don Juan. Estaba convencido de que éste estaba
vendiendo a su señor Don Amancio, sin embargo Manuel era joven y tenía miedo de
que el Enviado con sus influencias destruyera sus planes económicos y negocios o peor,
pusiese en peligro la vida de su padre. Una vez en los secaderos le dedicó unas sonoras
palabras:
-Amigo mío, -Manuel le escuchaba a la vez que recogía el pescado y lo metía en
una cesta- ¡qué captura tan suculenta!, tu madre estará encantada de cocinarme un
pescado tan rico como este -Don Juan, además de administrar en invierno las fincas y
negocios de Don Amancio, también se aprovechaba de su vivienda teniendo como
criada a Cova.
-Si exacto, mi madre estará encantada -Manuel estaba deseando deshacerse de
Don Juan de la manera más amable posible.
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-Como sabrás –continuó Don Juan– el Señor Amancio Gómez de la Fragua se
está retrasando en su venida a la Villa y desea que todo esté en orden a su llegada. Me
veo en el deber de recordarte que soy yo la persona que ha estado ha estado y estará al
mando de los asuntos de Don Amancio en su ausencia y te rogaría que tu presencia no
fuera tan constante una vez llegado el señor.
-Mi presencia sólo será notable si el mismo Señor así lo requiere –contestó
Manuel gustosamente.
Manuel sabía perfectamente que el Enviado era el encargado de llevar los
asuntos de Don Amancio en su ausencia en San Vicente, sin embargo sus las palabras
no fueron una simple coincidencia. En los dos últimos años Manuel había estado
colaborando de forma constante en los asuntos económicos de Don Amancio y este
solicitaba con más frecuencia la sabiduría de Manuel relativa a la pesca.
Pasada una semana tras la visita de Don Juan, Don Amancio llegó a San
Vicente, pero esta vez no venía sólo, su esposa y su hija, a la que Manuel había visto en
contadas ocasiones, hicieron presencia en la Villa. La familia Gómez de la Fragua-Díaz
fue recibida entre los vecinos con gran fervor.
Horas más tarde la familia celebró una cena íntima en su casa. Uno de sus
invitados fue Manuel, lo cual no fue del todo bien recibido por Don Juan, sin embargo
tuvo que mostrar su cara más “amable” y contenerse en sus palabras. Don Amancio y
Manuel hablaron largo y tendido sobre la pesca obtenida por este último, sobre la venta
de la misma, por la salud de Rodrigo y por los futuros negocios, no sin antes dedicar
Don Juan unas palabras acerca de su actuación administrativa sobre los asuntos de Don
Amancio en su ausencia, y con su consiguiente agradecimiento por parte de este.
Además durante la cena Manuel desvió la mirada hacia un lado varias veces para mirar
a la bella María, la cual estaba como ausente de la cena sin importar lo que allí se
hablaba.
Una vez acabada la cena, Don Amancio se retiró con su esposa a descansar
despidiendo antes a Manuel.
-Mañana por la mañana debemos concretar lo antes hablado, ¿de acuerdo? –
concluyó Don Amancio con una sonrisa y una palmada en la espalda.
-De acuerdo Don Amancio. Que pase buenas noches –le deseó Manuel.
Una vez que Manuel salió y hubo cerrado el portón de la calle se sobresaltó. Vio
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una silueta sentada en una silla. Al segundo se percató de que era María. Estaba viendo
como la Luna menguante se reflejaba en el agua. Manuel y María nunca habían cruzado
palabra alguna. La señorita María era una joven bella y elegante como ninguna otra. Sus
ojos verdes y su tez y cabellos negros hacían que la mismísima Luna y el gran Sol se
peleasen por guardar su belleza y a la vez mostrarla al mundo sin cesar. Inteligente, y
gran amante de la lectura como nadie, apasionada por conocer todo aquello que le
rodeaba. Sin embargo su nacimiento, aunque acogida con gran deseo, fue un golpe en la
vida de la familia: al nacer respiró y lloró como un bebé que necesita el calor de su
madre, pero sus pequeñas piernecitas no respondieron a ningún estímulo, no se
movieron, ni se moverían nunca. Las contadas veces que María había venido a la Villa
se quedaba sentada en una silla en la entrada de su casa. Por fin Manuel podría hablar
con ella, saber algo de esa niña que se quedaba sentada en una silla leyendo sus libros
mientras el resto de niños jugaban, y niña que ahora se había convertido en una bella
joven de mirada feliz, risueña y despierta.
-¿Sólo te dedicas a la pesca? –preguntó ella sentada en una silla esperando su
respuesta.
-Es mi trabajo, mi responsabilidad y mi vida. No tengo tiempo apenas para más,
aunque me gustaría poder dedicarle más tiempo a leer. Fue tu padre quien me enseñó. María sabía perfectamente que su padre fue el encargado de enseñarle a leer cuando era
más niño. Don Amancio tenía una gran estima a Manuel y eso se demostraba en la
infinitud de veces que pronunciaba su nombre. María sabía perfectamente quien era
Manuel, lo sabía todo él, hasta sabía lo que iba a ser de él en su futuro.
Después de sus palabras, María se quedó callada observando a la Luna, abstraída
en sus pensamientos. Al tiempo Manuel decidió marcharse sin decir nada.
A la mañana siguiente Don Amancio se presentó en los secaderos mientras
Manuel repartía y colocaba el pescado en las cestas correspondientes para que luego su
madre Cova le ayudase a limpiarlo y dejarlo listo para la venta en el mercado.
Don Amancio sabía cómo se debían de llevar los negocios de cara a la venta en
el comercio castellano; y esa era su intención, invertir, invertir las rentas que obtenía por
dos fincas en Gerra, que le suponía una gran ganancia, y poner a disposición de Manuel
algún ayudante de la Villa y un barco para poder hacer mayores capturas. Dichas
capturas irían destinadas a Reinosa para después dirigirlas a lo que se llamó la Ruta de
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Palencia y desde este destino se dirigiesen a Burgos y demás ciudades castellanas en las
cuales Don Amancio tenía diferentes y grandes contactos de gente importante. Manuel
estaba dispuesto ha llevar a cabo todos y cada uno de los planes de Don Amancio, sin
embargo uno de los ayudantes que le fueron proporcionados a Manuel fue Don Juan, el
Enviado. Manuel decidió no mostrar su oposición frente a la opinión de Don Amancio
debido a la confianza en él puesta para llevar a cabo el negocio querido.
Esa misma noche en la cena Don Amancio expuso a Don Juan los planes e
intenciones que tenía para aprovechar e incrementar el comercio hacia Castilla con las
capturas que Manuel podría llevar a cabo si fuera puesto a su disposición una pequeña
tripulación y un barco, además de mejorar las instalaciones de los secaderos y un
almacén mayor de sal.
-Juan todo está pensado, los beneficios serían enormes y Manuel es un buen
pescador, sólo necesita un empujón para poder salir al frente. Necesita nuestra ayuda y
tú serás su mano derecha en esto. No me puedes fallar amigo. - La expresión de Don
Amancio era la expresión de un niño entusiasmado con el comienzo de juego, rebosaba
una emoción apabullante.
-Por supuesto que puedes contar conmigo, esa ayuda será entregada con una
fidelidad absoluta. –era cinismo lo que olía en ese momento alrededor de Don Juan. Por
supuesto sus intenciones eran otras. Su odio hacia Manuel era ya extremo desde ese
momento y haría lo imposible por borrar del mapa a ese chico.
El tipo de pesca que Manuel realizaba era de bajura y su principal pesca era la
lubina, aunque la expectativa de Don Amancio era aumentar su captura con dorada y
jargo a la mayor cantidad posible. Para todo esto el barco comprado por Don Amancio
había sido mandado remodelar con unas determinadas características en el austero
astillero de la Villa, construido en 1212 por el Rey Alfonso VIII el de las Navas dos
años antes de su muerte y cuatro desde la concesión del Fuero a la Villa. La
remodelación del barco llevaría un mes.
Pasado ese mes, y coincidiendo con la festividad de San Juan, el barco fue
estrenado esa misma mañana. Manuel iba acompañado por cuatro jóvenes de la Villa,
dos de ellos sus íntimos amigos Pedro e Ignacio. Ese día, como sería la habitual, el
Enviado se quedó en puerto esperando la captura. Una vez llegados con la carga cada
miembro de la tripulación se encargaba de un trabajo en concreto. Sin embargo, una
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mañana el ambiente se encontraba cargado, Manuel y Don Juan tuvieron un pequeño
encontronazo debido a una orden del segundo.
-Sois todos unos incompetentes, tantos años en la mar y no sabéis nada, ¡nada!,
Don Amancio se llevará un gran disgusto, no estáis realizando el trabajo que él os ha
ordenado expresamente. -Se expresó Don Juan con gran enfado.
-Le pido por favor que no se meta en nuestro trabajo, señor. Entenderemos que
nos diga cómo debemos encaminar el negocio para obtener el mayor beneficio, pero no
como debemos realizar materialmente nuestra actuación en el barco. -Aunque su tono
no fue elevado, se veía en los ojos de Manuel un cansancio inusual lo que provocó que
su reacción frente al hidalgo fuera esa.
-No toleraré esas palabras nunca, ruin bastardo. Tu actuación será informada al
Señor Amancio y él sabrá perfectamente cómo actuar.
-No se preocupe señor, seré yo mismo el encargado de comunicar esta situación
a Don Amancio.- al escuchar esto Don Juan se dio la vuelta envistiendo todo lo que
encontraba a su paso y se marchó soltando por su boca todo tipo de improperios.
Al instante Manuel se presentó en casa de Don Amancio, sin embargo este no se
encontraba ya que había salido a hacer unas gestiones. Le atendió la señora María
Teresa muy amablemente invitándole a pasar. Una vez dentro se encontró con la
señorita María en el salón de la casa, sentada leyendo un libro como de costumbre.
-¿Cómo van los negocios? -preguntó María con una sonrisa.
-Mmmm…Bien -contestó Manuel sin saber que decir. No sabía si podría hablar
de los asuntos económicos de su padre.
-Tranquilo, entiendo que no quieras contestarme. Mi padre siempre dice que las
mujeres no deben inmiscuirse en estos asuntos de negocios, y en parte le doy las gracias
por pensar así. Somos más felices siendo ingenuos con lo que nos rodea, viviendo una
vida feliz de esa manera.
-Mientras que las cosas sean hechas con reflexión, honor y fidelidad al prójimo
todo vale. Por eso estoy con tu padre, porque es un hombre honrado y fiel a sus
principios –contestó Manuel firmemente y sin titubear.
-No hace falta que hables tan bien de mi padre, él ya te tiene un gran estima –rió
María.
Manuel y María estuvieron conversando un rato hasta que apareció Don Amancio.
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-Señor tengo que contarle algo –dijo Manuel angustiado.
-Dime hijo, ¿Qué ocurre? –contestó Don Amancio con ternura.
-Sé que usted me ha dado una gran oportunidad y no quiero desaprovecharla,
pero necesito que sepa por mí lo que ha ocurrido este medio día en el puerto entre Don
Juan y mi persona –Manuel se explayó contándole lo que había ocurrido, le contó su
versión de los hechos.
-Está bien hijo, no te preocupes, hablaré con Juan para solucionar esta situación.
Esa noche en la cena Don Juan tardó más de lo habitual en bajar. Una vez en el
salón Don Amancio le sacó el tema del que Manuel le había hablado ese mismo medio
día. Estuvieron hablando largo y tendido concluyendo con:
-Sabes lo que significa para mi esta inversión Juan, y si te he puesto a trabajar
conmigo en ella es porque confío en ti. Manuel no es más que tú, pero debéis trabajar
juntos en esto y pronto seremos muy conocidos y solicitados en muy poco tiempo.
-Lo entiendo Amancio, pero sólo miro por tus intereses, y si en ocasiones me
sobresalto es por ti, para buscar lo mejor para ti y los que te rodean –sus palabras
parecían sinceras, sin embargo guardaban un trasfondo que pronto saldría a la luz.
Unos días más tarde Don Amancio se presentó en puerto para ver con sus
propios ojos las capturas que gracias a los nuevos materiales Manuel y sus compañeros
estaban consiguiendo. Las capturas cada vez eran mayores, y sus ventas hacia Castilla
eran innumerables. Los beneficios aumentaban sin cesar. Don Amancio les quiso dar las
gracias y a la vez felicitar por su trabajo.
Sin embargo la sombra de Don Juan estaba presente. Era él el encargado de
contratar a los porteadores de dichas capturas hacia los mercados vecinos, y era él el
encargado de cobrar dichas ventas. A todo esto Manuel nunca perdía el ojo, siempre
preguntaba a sus vecinos mercaderes sobre la actuación de Don Juan y siempre parecía
que todo estaba en orden. Hacía unas semanas venía viendo al Enviado acudir con
mucha frecuencia a la ermita de la Barquera en la cual se encontraba al frente el Padre
Teodoro, muy conocido por sus artes curativas y sus particulares ungüentos. Debido a
esto Manuel poco a poco empezó a sospechar y descubrió que los beneficios obtenidos
eran proporcionalmente menores a las capturas cada vez mayores que se obtenían, ¿qué
estaría ocurriendo? Se preguntaba Manuel. Decidió no comentarle nada a su señor hasta
estar totalmente seguro y tener toda la información respecto al tema.
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Era 3 de agosto y Manuel cumplía 18 años. Ese día lo pasó con Don Amancio.
No había salido a faenar, pero aún así se levantó muy temprano para dedicar el día a
conocer a los amigos y conocidos que Don Amancio tenía en los mercados vecinos.
Durante toda la mañana hizo un calor insoportable. La ropa se les pegaba, hacía un
increíble bochorno, antecedente a una gran tormenta. Don Amancio había alquilado la
mejor pareja de caballos de la Villa para que les trasportase por todos y cada uno de los
mercados que quería visitar en el menor tiempo posible.
Una vez llegados al mercado de Reinosa se encontraron con el mercader Sandro
el Poderoso, llamado así por la pequeña fortuna que en pocos años había conseguido por
su trabajo. Era considerado por Don Amancio como una buena persona, pero mejor
negociador y comerciante. Con él había hecho muchos tratos y negocios, y no había
sido de menos en esta ocasión con la venta del pescado en Reinosa proveniente de San
Vicente.
-Amigo mío ¿cómo tu por estos lares? –saludó Sandro.
-Me alegro de verte, Sandro. ¿Cómo está surtiendo la mercancía que te envío? –
preguntó Don Amancio.
-Muy bien, es pescado delicioso y muy fresco –informó el mercader– pero, ¿qué
ocurre con la cantidad de la que me hablaste? Recibí el mensaje en el que me decías que
la cantidad de pescado para la venta sería mayor, pero sigue siendo la misma a la de
hace un mes, incluso ciertos días la cantidad ha disminuido en un cuarto del total diario
–la expresión de Don Amancio fue de sorpresa, pero la expresión de Manuel fue aún
mayor.
-Eso no puede ser. Yo mismo he supervisado la cantidad de pescado venida a
puerto, y desde los secaderos están siendo repartidas casi 10 kilos más al día a los
distintos mercados con los que tratamos –era cierto, Manuel y sus ayudantes habían
aumentado la jornada de trabajo en casi dos horas más al día lo que equivalía a una
captura notablemente mayor cada día–. Averiguaré lo que está pasando. Don Amancio y
Manuel se despidieron.
Visitaron el mercado de Arenas de Iguña e igualmente estaba ocurriendo lo
mismo que Sandro les había comentado con la venta en el mercado de Reinosa.
De vuelta a San Vicente Don Amancio y Manuel hablaron durante todo el viaje
del tema. Don Amancio estaba convencido de que Don Juan, que era el encargo de
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contratar a los porteadores para repartir por los diferentes mercados el pescado
capturado por Manuel, podría estar teniendo algún problema para realizar su trabajo, sin
embargo Manuel, que tenía una teoría sobre lo q estaba ocurriendo prefirió no exponerla
y no aventurarse por lo que pudiera pensar su señor de él.
Una vez en San Vicente, y sin que pasara más tiempo, Don Amancio se dirigió a
la casa y preguntó a Cova, que estaba en la cocina preparando la cena, por el señor Juan.
Este se encontraba en el salón de la casa leyendo unos documentos.
-Juan, ¿qué está ocurriendo con la tarea que te asigné respecto al reparto de
pescado por los mercados? –Su cara mostraba sorpresa, pero su querer interno estaba
celebrando esa noticia.- Si necesitas ayuda sólo tienes que pedírmela. Creo que te he
asignado demasiada carga de trabajo, así es que te ayudaré yo a organizar el reparto.
-Amancio, he de pedir perdón por si he cometido algún fallo en mi trabajo, pero
en mi defensa he de decir que he seguido todos y cada uno de los pasos que me has
dicho, y siendo sincero creo que el problema no está en mí, está en los porteadores -su
tono era cínico, y su ego iba cada vez más en aumento. Se intentó desvincular de
cualquier forma.- He notado que hace unas semanas su trabajo está decayendo, incluso
me atrevo a decir que están faltando al Fuero concedido por el gran Rey Alfonso VIII y
eso no se lo podemos permitir. Estoy dispuesto a denunciar las actuaciones de estos
porteadores ante el fiscal y si tienen que ser sometidos a ordalía lo serán.
-No, no debemos llegar a esos extremos. Nunca he creído en esos métodos de
justicia. Un hombre no podrá demostrar nunca su culpabilidad o inocencia metiendo su
brazo desnudo en un caldero para alcanzar en el fondo una piedra o un anillo sin
quemarse –una vez más quedaba patente la bondad y delicadeza del hidalgo Don
Amancio.- Haremos lo siguiente: seguirás al mando y despedirás a los porteadores
actuales, sin represalias, las que deban de ser tomadas serán tomadas por mí, y
contratarás a nuevos porteadores al mismo precio –Manuel percibió en el tono de Don
Amancio que le estaba dando un periodo de prueba.
Manuel estuvo presente durante la conversación entre Don Amancio y el
Enviado. Supo de primera mano cuales serían los cambios y, aunque no estaba de
acuerdo, no dijo nada, se limitó a escuchar. Creía que el despido de los porteadores era
injusto y decidió averiguar por su cuenta lo que podría estar pasando.
Al día siguiente se presentó por la tarde en casa de uno de los porteadores. Era
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Emilio, un amigo de su padre Rodrigo al que conocía desde que era pequeño.
Estuvieron hablando largo y tendido. Lo que más temía Emilio es que fuera denunciado
ante el fiscal por el Enviado y sometido a ordalía. Manuel le tranquilizó comentándole
lo dicho por Don Amancio. Emilio le contó a Manuel que muchas mañanas, mientras él
arreglaba a las parejas de vacas que le servían para portar el pescado, veía a Don Juan
acompañado del Padre Teodoro cruzando en una barca a la Barquera y siempre con un
saco bien cargado. Manuel supuso que sería parte del pescado que estaba
desapareciendo, pero si era un simple saco, ¿dónde estaba el resto?
Pasó un mes desde el despido de los porteadores. Manuel tenía unos pocos reales
ahorrados y con eso decidió contratar a Emilio para con su ayuda colocar y secar el
pescado para la futura venta, incluso le pidió que no perdiera de vista a Don Juan, pero
que tuviera cuidado con él ya que era una persona muy vengativa.
Don Amancio a mediados de septiembre volvió a visitar los mercados vecinos
con los que él contrataba la venta del pescado hacia Castilla. Esta vez todo estaba en
orden, la cantidad pactada para la venta llegaba correctamente. Durante la cena Don
Amancio y Don Juan hablaron:
-Ha pasado un mes desde el despido de los porteadores y el cupo asignado a
cada mercader está llegando correctamente –informó Don Amancio-. Has hecho una
buena elección con los nuevos porteadores, son más rápidos y eficaces.
-El error fue mío por contratar a chusma para este trabajo tan importante. –
mientras hablaban Cova servía la cena y escuchaba toda la conversación- Amancio,
¿has decidido tomar algún tipo de represalia? –preguntaba Don Juan muy interesado.
-No. En esta vida todo el mundo debe ser perdonado al menos una vez por algún
error cometido. A los porteadores les perdonaré la pérdida del pescado, y a ti te
perdonaré el contratar a dichos porteadores. Así es que todo en paz, aunque no quiero
más errores y si no tu trabajo será llevado a cabo por Manuel. –otra vez ese mocoso
pensó Don Juan. A partir de ahora tenía que tener mucho cuidado con lo que hacía y ser
más sigiloso en sus planes.
Los días siguientes transcurrieron sin ningún sobresalto ni improvisto. Emilio
comunicaba a Manuel lo que Don Juan hacía y prácticamente el ritual siempre era el
mismo, incluso llegó un momento a pensar en que quizás lo único que Don Juan hiciese
en la capilla de la Barquera fuera rezar, pero enseguida rechazó esa idea. Asique, sin
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más pensarlo decidió ir a la capilla. Su padre Rodrigo y su madre Cova siempre habían
sido partidarios de no mezclarse con el clero, seguir su religión de forma íntima, sin
embargo en las fiestas y celebraciones siempre se dejaban ver para evitar habladurías, y
esa misma idea fue inculcada a Manuel, por eso es que una vez en la capilla el Padre
Teodoro se sorprendió de verlo. La capilla era pequeña, sencilla, sin apenas lujos; estaba
rodeada por un muro de mediana altura y un portón alto que desdecía del conjunto.
Anexo a ella se encontraba una pequeña casa. Esa era la casa del Padre Teodoro en la
que hacía uso de su arte curativo y preparaba los remedios aplicables a todos los casos
de enfermedad. Todo esto era financiado por los impuestos y diezmos que se
recaudaban en la Villa.
-¿A qué se debe la visita joven Manuel? –el Padre Teodoro le sorprendió
mientras miraba por una de las ventanas de la casa.
-Padre, hace unos días me viene doliendo el brazo derecho y acudo a usted para
saber si me lo podría curar y así poder seguir trabajando sin dolor alguno. –Manuel se
inventó lo primero que se le vino a la cabeza.
-Quédate un momento aquí sentado y te traeré algo que te hará muy bien. –
Teodoro le indicó un asiento de piedra en el que se sentó, pero sin antes mirar adentro
de la casa cuando se abrió la puerta. Apenas pudo ver nada, sin embargo creyó escuchar
una voz y no era la del Padre Teodoro, aunque intuyó de quien sería. No tardó en salir.
-Disculpe, ¿llego en mal momento? –decía Manuel inocentemente.
-No, ¿por qué lo dices hijo?
-Creí escuchar una voz.
-Jajaja –rió con vehemencia- a este pobre cura no le visita nadie, sólo en casos
como el tuyo hijo mío, cuando la salud pincha –mintió e ironizó el Padre Teodoro.
Mientras le aplicaba el ungüento en el brazo a Manuel, este percibió como una
puerta se abría de la pequeña casa. Miró de reojo sin que el clérigo se percatara y vio
como Don Juan salía a todo correr al embarcadero de la Barquera llevando consigo una
pequeña caja de madera. Para no levantar sospecha Manuel esperó a que el padre
Teodoro acabase y se despidió dándole las gracias además de un cuarto de real, que
fueron muy bien recibidos por el clérigo.
Manuel se volvió a San Vicente en la barca. Le dijo a Emilio lo que había visto y
le explicó cómo era la caja que se llevó entre las manos desde la ermita. De cualquier
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manera quería hacerse con ella y saber su contenido ya que intuía que en ella se
encontraba el problema ocurrido hacía un mes y el problema futuro que podría suponer
tener al frente a Don Juan.
Manuel se propuso saber que estaba haciendo el Enviado, por eso muchos días le
espiaba acompañado de Emilio. Sin embargo, se encontraban a principios de octubre y
el otoño había entrado con unas temperaturas casi invernales. Así es que Manuel y los
demás se tuvieron que poner manos a la obra pescando un mayor número de cantidad de
kilos de peces para la venta y obtención de beneficios, para poder pasar el invierno de
forma más holgada, y comprando y almacenando más cantidad de sal en los secaderos
de la Villa.
A esto se sumó un gran imprevisto. Una mañana Sandro el mercader apareció en
la Villa. Su visita fue recibida con sorpresa puesto que su llegada no se esperaba. Se
dirigió directamente hacia la casa de Don Amancio y recibido por este su tono fue de
preocupación.
-Sandro, me estas preocupando ¿qué ocurre? –preguntó Don Amancio
preocupado.
-¡Estoy recibiendo pescado podre, muerto y maloliente! –gritó Sandro. Don
Amancio no daba crédito a lo que escuchaba.
-Eso no puede ser. El pescado que sale de puerto está totalmente fresco, no tiene
ni dos días hasta que llega a ti, además está completamente salado y protegido, yo
mismo lo superviso como te dije en Agosto cuando te visité en Reinosa.
-Pues no sólo está ocurriendo con mi mercancía. He oído que a mis vecinos
mercaderes con los que trabajas les está ocurriendo lo mismo. –Lo informaba SandroSabes que te admiro Amancio, pero la venta de pescado es uno de los negocios que más
beneficios me aporta y te pago bastante por la mercancía. No puedo permitirme perder
más dinero. Debes arreglar esta situación o si no cerraré todo trato contigo, pero no sólo
yo, si no los demás compañeros. Esperaré noticias.
Sandro se marchó preocupado, pero Don Amancio se quedó aún más
preocupado. Inmediatamente mandó llamar a Manuel que se encontraba en puerto
limpiando el barco.
Este se presentó sin más tardar. Decidió llamar únicamente a Manuel porque era
en él en quien confiaba en esos momentos para poder saber que estaba ocurriendo.
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Manuel le informó sobre lo que había visto unas semanas atrás: las visitas de Don Juan
a la ermita de forma tan seguida, la caja que había visto sacar por Don Juan en la mano
desde la ermita a San Vicente…
-¿Porqué no me dijiste nada, Manuel?
-Lo siento señor, pensé que si se lo decía creería que estaba mintiendo. Usted le
puso al mando de los porteadores y del traslado de la carga y no quería decir nada hasta
poder demostrarlo. Si decía algo tenía miedo a ser acusado por infamia ante el fiscal.
Pero si he de ser sincero, creo que Don Juan le está vendiendo señor, y la caja que le vi
portar ese día contiene algo que podría ser el desencadenante de todo este problema.
-¿Por qué dices eso? Explícate. –Don Amancio tenía la mirada fija en Manuel.
-Como sabrá el Padre Teodoro es conocido por los ungüentos que prepara y
como también sabrá se dice que le gusta tener sus caprichos, caprichos que se pagan con
dinero, y qué mejor forma que hacer negocios para conseguir ese dinero. –se explicaba
Manuel de la mejor forma posible para no faltar el respeto a Don Amancio.
-No comprendo lo que quieres decir Manuel, ¿qué tienen que ver las capturas de
pescado con dichos ungüentos?
-Señor, lo que le quiero decir es que creo que Don Juan está envenenando
nuestro pescado –terminó Manuel al exponer su teoría.
-Hijo, esa es un acusación muy seria. Te tengo un gran aprecio y te he tratado
siempre como un miembro más de mi familia, pero me cuesta creer esa afirmación –las
palabras de Don Amancio sentaron como un jarro de agua fría en Manuel. Sin embargo,
la exposición que hizo Manuel acerca de las actuaciones de Don Juan en las últimas
semanas tenía sentido.
Don Amancio recapacitó un momento y seguido trazó un plan con Manuel para
poder aclarar de una vez por todas que estaba ocurriendo. Ese mismo día llegaba una
carga de sal de cara a almacenar para el invierno. Don Amancio llamó a Don Juan y le
dijo donde quería que se dejase dicha sal. Esta vez el secadero sería otro más mayor al
normalmente utilizado. De repente apareció Manuel y Don Juan se puso muy nervioso
escondiendo algo trás una tabla de madera que estaba apoyada contra la pared.
-¿Qué haces aquí mocoso? ¿No deberías estar con tus pececitos? –se burló Don
Juan.
-Don Amancio me ha mandado a inspeccionar la nueva sal. Cree que la anterior
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carga estaba contaminada y que se debió de estropear con el cambio de temperatura –el
Enviado respiró tranquilo al escuchar eso de la boca de Manuel, además no sabía de la
visita de Sandro horas antes ni de lo que éste vino a hablar con Don Amancio.
-Sí, seguro que el tiempo la estropeó, –Don Juan se cubría las espaldas- pero
¿por qué no viene el propio Amancio a inspeccionar y te manda a ti que eres un simple
criado? –Don Juan estaba muy interesado por saber donde se encontraba Don Amancio.
-Sí, puedo ser un simple criado, pero un criado fiel. Un criado que nunca
vendería a su amo y señor que le da de comer, pero menos vendería a un amigo.
No bastó decir nada más para que Don Juan se sintiera ofendido por esas
palabras y supiera de lo que estaba hablando acusándolo indirectamente de lo ocurrido.
Seguido levantó su mano para pegar a Manuel, pero Don Amancio irrumpió en el
almacén evitando la bofetada hacia Manuel. Don Amancio había estado contemplando
todo la escena desde un lateral del almacén. Vio como Don Juan sostenía unas botellas
en su mano y como vertía el contenido de dichas botellas sobre toda la sal. Era un
líquido trasparente, a primera vista parecía agua, sin embargo cuando era vertido sobre
la sal esta se transforma durante unos segundos en un color amarillento, además de
soltar un vapor maloliente, pero pasados unos segundos ese color volvía a ser un blanco
puro, como si no se hubiera desprendido nada. Era veneno. Don Amancio tenía la
prueba definitiva para saber quién era el culpable de la putrefacción de sus pescados,
pero antes debía de saber el motivo de esa puñalada.
-Te creía mi socio, además de un amigo –dijo Don Amancio con la voz
entrecortada.
-Lo éramos hasta que pusiste al mando a ese vulgar pescador. ¡¿Creerías que no
podría con el trabajo?! ¡¿No confiabas en mí?! Y entonces, ¡¿Por qué me encomendaste
el trabajo?! –gritó enfurecido Don Juan.
-Te lo encomendé porque siempre has estado a mi lado en todos los negocios
llevados en la Villa, ¿por qué este iba a ser menos? –Se explicaba Don Amancio- Te
perdoné un error, un error que, como en su día te dije, todo el mundo tenía derecho a ser
perdonado, por eso no habrá un segundo perdón. Por eso es que, al a ver infringido la
Carta del Fuero concedido a San Vicente en 1210, serás puesto a disposición de nuestro
Obispo y de nuestro Rey.
Don Juan fue llevado por los guardias a la cárcel de la Villa. Fue puesto a
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disposición una semana más tarde en la Corte del Rey, perdonándosele ordalía, pero
condenado al pago de una multa de 600 florines de oro al Real Erario, 80 reales a Don
Amancio y el encarcelamiento una larga temporada de tiempo. Por su parte el Padre
Teodoro también fue demandado por Don Amancio por conspiración hacia persona
noble.
Manuel se sentía feliz por lo conseguido, tanto para Don Amancio, como para
con los vecinos. Por fin en la Villa se respiraba honestidad pura. Don Amancio quiso
darle las gracias a Manuel de una manera especial y decidió que pasaría a ser su mano
derecha en todos los asuntos que Don Amancio poseía en San Vicente, desde la pesca y
venta a los mercados vecinos para enviar la mercancía a Castilla, hasta las fincas que
poseía para el cultivo.
Por fin Manuel llenaría ese hueco que le faltaba cono ese incentivo y pasaría a
ser una persona completa y hecha.
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